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A todo ese universo de tareas sacrificadas, serenas y silenciosas de aquellos hombres y mujeres que abonan los terrenos, adecúan los marcos y propician las circunstancias necesarias para que ese maravilloso lapso con el que se principia la vida –llamado infancia– se constituya siempre en el mejor. Es a grandes rasgos allí, donde se dirige y substancia la temática de "El ruedo de la infancia". Ensayo poético asistido por reflexiones que hacen a ese tiempo y a los disímiles escenarios que surgen con espontaneidad tras verse mixturados por la lírica de la imaginación y la crudeza de la realidad. Es justamente dentro de los muros que limitan a este género, el terreno elegido por el autor para adoquinar su obra, para darle un circunspecto sentido de vida y originalidad a muchos de los cuadros metafóricos ahí empleados y finalmente –como lo sugiere su título– para echarla a rodar.
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Seitenzahl: 87
Veröffentlichungsjahr: 2023
SANTIAGO RODRÍGUEZ BORNERT
Rodríguez Bornert, Santiago El ruedo de la infancia / Santiago Rodríguez Bornert. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4043-0
1. Poesía Argentina. I. Título.CDD A861
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Fotografía de portada: a la izquierda Sergio Claudio -hermano del autor-, a la derecha el autor.
Palabras preliminares
Capítulo 1 - Reflexiones sueltas
Sobre corazonadas
Todas estas reflexiones
En qué momento
Querrás
Un misterio lejano
Capítulo 2 - Pliegos de la infancia
Así se muestra la infancia
Pregúntenle al oso
La jungla de juguetes
No corras debajo de la lluvia
Convéncete que es ella
Capítulo 3 - Te cuento niño
Juguemos niño al juego que más quieras
Las fragancias
Niños de una y cien naciones
Con lápices y papeles
Destellos luminosos
Capítulo 4 - La obstinación, la ceguera y la hoguera
Cuando la infancia se va
La obstinación
La mentalidad del obstinado
En cada paso hacia el final del camino
Cuando juegas a la guerra
Presupuestos de la infancia
Capítulo 5 - Comedidas consideraciones
Reflexiones geométricas
La lista del pesimista
El mezquino
La angustia y el miedo
La frustración se halla ahí
Déspota y esclavo
Capítulo 6 - Híbridos y distantes
Ésa es la encrucijada
Un instante
Canturrea el pájaro
El sacrificio y la vagancia
Allí se divisa, desde otra perspectiva
Los reflejos y las sombras
Capítulo 7 - Actitudes y sensaciones
La decepción
La indecisión
La frivolidad
Quien grita
Quien odia
El resentido
Capítulo 8 - Verso y prosa en primera persona
De ese modo iré
Aunque sea en lo más mínimo
Voy a buscar la palabra
La percepción de frustraciones
A veces me pregunto
Capítulo 9 - Interior
Muchas veces me pregunté
La inspiración
Proponte un himpas
La luz de una antorcha
Un planeta llamado incierto
La etapa de la infancia
A mis queridos padres: Celia Beatriz Bornert y
Santiago C. Rodríguez
Con suma paciencia buscaba el punto exacto para que el cigarro reparta su largo y equilibre el peso en el canto del cenicero.
Tan solo dos secuencias enmarcaban dicha escena.
La primera de ellas consistente en concretizar velozmente esa ansia viciosa por echarse a fumar. Por degustar la quema del fresco tabaco negro que ofrecía el grisáceo y platinado envoltorio del atado “Embajadores” Suaves con filtro.
Movimiento si se quiere principal o inicial.
La restante secuencia proseguía con inmediatez, aunque con un desplazamiento desde ya lento, carente del entusiasmo que contaba la anterior y cargada si se quiere de una visible inapetencia -por así llamarla- pero con un rumbo cierto: el cenicero.
Repetitivas, calcadas, sincrónicas.
Así se sucedían unas tras otras.
Así matizaba su faena, al compás de las aludidas secuencias pero inyectando involuntariamente en el aire una mixtura mágica.
Colgaba pues para ello en la atmósfera no solo la condición de minucioso observador, artesano y alquimista, sino también la de los innatos planos lumínicos que alumbraban su convicción plena.
Algo de todo ello sucedía en esos precisos momentos, aunque quizás, por sencillez e intrascendencia no implicaba absolutamente nada.
El paso del tiempo fue el encargado sublime de dotar a esas mismas escenas, del valor justo y merecido que, mi hermano y yo por aquél entonces no atinamos a coronar. Nuestras “ciegas miradas” respondían a una razón inapelable, esto es el maravilloso pasaje de esa instancia única con el que se principia la vida: la infancia.
En el transcurso de esa etapa, ahí nos hallábamos.
Nuestro padre, quien sí cimentaba su labor con objetivos tanto claros como sencillos se abocaba a la materialización de su proyecto doméstico con el impulso del archiconocido “manos a la obra”.
Los domingos eran los únicos días libres que disponía para descansar, no obstante ello, se privó de muchos de ellos para refaccionar una bicicleta entre chica y mediana que contaba con un deterioro absoluto.
Cuadro, llantas, rayos y manubrio oxidados todos, asiento roto, cubiertas resecas y resquebrajadas, cámaras destruidas. En fin, toda la apariencia de algo muerto y desenterrado.
Ignoro su procedencia, pero estimo sí como muy factible que nadie se la haya cedido bajo el título de: regalo, pues por su calamitoso estado, el destino que merecía era el camión recolector de la basura o bien una chatarrería.
No sé cómo llegó a las manos de mi padre (cariñosamente mí querido viejo, aunque por esos años era decididamente joven -unos 36 años estimo-)
Sí sé sin embargo el tratamiento que le dio a ese rodado.
Lo desarmó pues y durante no menos seis o siete fines de semana se abocó a lijar minuciosamente y por completo pieza por pieza.
Tarea ésta que llevó a la práctica con la mirada entre curiosa y aburrida de sus vástagos (mi hermano y yo -insisto-) y desde luego, junto a otros dos infaltables testigos presenciales -el paquete de “Embajadores” Suaves con filtro y el cenicero-
Las hojas abiertas y dispersas del diario vespertino “La Tribuna” solían propiciar de manteles de mesa para recibir como si de migas se tratase, los generosos residuos óxidos que las partes desprendían.
Una mezcla de frescura, imprudencia, ingenuidad e ignorancia es la que lleva a todo niño a explorar todo lo desconocido o en su defecto todo lo que no cuenta con la habitualidad que hace a sus días.
Es precisamente esa curiosidad por “conocer lo desconocido” la que lo conduce intrépidamente a investigar “in situ” todo tipo de episodio descarrilado de esa apuntada naturalidad de sus jornadas.
Pero para el niño, esa sugerente búsqueda no encuentra ni el perfeccionismo ni la redondez necesaria capaz de satisfacer su demanda si carece de un contacto flagrante “cantante y sonante” con el objeto en cuestión.
Su enigma sobre el misterio del mundo tintinea en su mente en una forma insistente, lo apremia, lo rodea y finalmente lo induce a ello.
A qué.
A tocar todo lo que llama su atención, o porque no lo conoce o porque nunca lo tocó. Ese accionar o en todo caso conducta del niño fue así ayer y lo seguirá siendo hoy, mañana y siempre.
No éramos ajenos ni estábamos por fuera de la mencionada regla.
Por consiguiente, el óxido en cuestión no escapó a nuestra obstinada atención.
En principio con un dedo y mucha timidez, después con la palma de la mano, acto seguido con ambas y más tarde cuando el meticuloso examen se convertía ya en una pegajosa molestia, la tarea pasaba por desprenderse del polvillo del modo más eficaz posible, esto es aplaudiendo y refregando las zonas aludidas a la ropa.
Preferentemente a ambos costados de los respectivos pantalones cortos.
Con el trabajo y la dedicación de muchos fines de semana, la bicicleta arribó a un aspecto verdaderamente irreconocible.
Su color rojo brillante le daba un realce extraordinario, con una prestancia que, sin temor a exagerar, gratificaba a la vista.
Si bien se trataba tan solo de un objeto, para nosotros representaba algo que contaba con vida propia -la misma que alguna vez tuvo, pero no vimos-
Creo sin temor a confundirme que al escuchar por primera vez la frase:
“….chicos, ésta bicicleta es para ustedes….”
concebimos el significado e idea básica de: patrimonio (aunque sin conocer la palabra).
Éste anecdótico recuerdo que aquí expongo lo capturo de muchísimo tiempo atrás. Transcurrió en la ciudad de Rosario durante la segunda mitad de la década de los años sesenta.
Testigo de ello fue un pequeño patio de mosaicos rojos con ribetes blancos, al fondo de un pasillo corto situado en el departamento número 2 de la calle Gabriel Carrasco 1149 del pintoresco barrio llamado por ese entonces Arroyito (en la actualidad Barrio Dr. Lisandro de la Torre).
Paradisiaco, creo que con esta precisa palabra podría encerrar y definir el deleite y disfrute pleno que nos proveyó esa legendaria “bici” a lo largo de muchísimas mañanas en el Parque Alem, emplazado éste muy cerca de esa misma barriada que antes cité.
Voy a ser más preciso e insistente a la vez al aseverar que ya han pasado algo más de cincuenta años y siguen aún frescos en mi memoria decenas de esos recuerdos que, constituidos preferentemente en imágenes, no dejan de gravitar y girar en mi mente.
Una fotografía tan solo (elegante elemento tangible y si se quiere más que oportuno o probatorio -la misma que aparece en la portada-) es la que refleja y rescata en al menos un segundo, aquella puntual vivencia que he intentado narrar aquí con la mayor objetividad posible.
Confieso que fue esta precisa imagen la que devenida en idea se “alistó” detrás de esa ficción de niño y terminó por convertirse en el episodio embrionario del presente libro.
No obstante ello, debo señalar con particular énfasis que no se trata de una extrañeza que el paso del tiempo genere sobre el cuerpo de esta “pequeña historia” en cuanto a perspectiva u óptica analítica se refiere, una pronunciada metamorfosis.
No, en absoluto.
Ha sido sin duda una felicidad enorme y hasta indescifrable la emoción que nos provocó asistir como testigos a la transformación de ese rodado.
Hoy sin embargo y desde hace ya muchos años, toda ésta historia viró decididamente para pasar a un segundo y definitivo plano.
Hoy, el eje alrededor del cual gira toda mi visión tiene como actor principal a mi padre, a su trabajo silencioso y por entonces nada reconocido, símil a la sombra, que se mueve sin dejar huella y desliza sin dejar rastro.
Nuestras acotadas miradas de niño por aquél entonces no nos permitieron visualizar con el merecimiento justo su tarea.
El paso del tiempo es justo pero también ingrato.
El paso del tiempo nos dio la mirada que no tuvimos, pero también nos dio su ausencia.
Como corolario de esta historia (si opto por caratularla así) me queda como resultado -sin perjuicio desde luego de apreciarla como aprendizaje- que muchas veces como hijos no vemos los sacrificios que realizan nuestros padres y cuando finalmente nosdamos cuenta de ello, ya es tarde.
Sacrificios enormes que no contamos con la capacidad suficiente para captarlos y reconocerlos en el momento justo en el que se producen o suceden, para festejarlos y agradecer en consecuencia por ello, para disfrutarlos con la plenitud que merecen.
Sacrificios que salen caprichosamente a flote cuando la faz tirana del tiempo agota sus días.
Es ese mismo tiempo el que nos endilga (aunque con sobrada inocencia) una despreciable culpa de ingratitud , por el tardío accionar de todos esos “dormidos sensores de valores” que de un modo u otro, querremos o no, nos influyeron, nos forjaron.