Prosa insurrecta - Santiago Rodríguez Bornert - E-Book

Prosa insurrecta E-Book

Santiago Rodríguez Bornert

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Beschreibung

La sorpresa que genera algo nuevo es uno de los factores que más cautiva al lector. Le sigue a ello la sagaz liturgia que concurre a la hora de seleccionar un texto que cuaje con su agrado, instancia que lo moviliza a internarse en "las aguas" de la sinopsis. Y es allí donde encuentra no solo un avance muy abreviado de la obra, sino también una sutil e implícita publicidad. Rodríguez Bornert desiste de esto y soslaya a la vez que en: "Prosa insurrecta" el lector no encontrará ninguna: sorpresa. Hasta aquí, pareciera ser como que el mismo autor allanó el camino para boicotear su trabajo. Pero no. Prefirió, a través de los cronológicos sucesos narrados, buscar otra esfera de atención, esto es: la identificación. La identificación del lector con muchas historias que el libro recorre. Un testimonio sobre la vida de su progenitor: Santiago Carmen Rodríguez, "Santiaguito". Un hombre común que no tuvo ambiciones desmedidas en su vida más allá de la que anhela cualquier persona: contraer matrimonio, fundar una familia, adquirir una casa, tener hijos, vivir de su trabajo y envejecer junto a la mujer que siempre lo acompañó. Este trabajo vislumbra una intrincada línea temática, puesto que, en no pocos tramos del desarrollo, su enfoque biográfico se confunde un tanto con narrativas misceláneas que no escatiman ni la exposición de utópicos barnices que la ornamentan, ni tampoco la rémora de pasajes díscolos, propiciados éstos por el audaz cobijo que también, la belleza del verso siempre impone.

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Seitenzahl: 328

Veröffentlichungsjahr: 2024

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SANTIAGO RODRÍGUEZ BORNERT

Prosa insurrecta

Diario de un hombre común

Rodríguez Bornert, Santiago Prosa insurrecta : diario de un hombre común / Santiago Rodríguez Bornert. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5062-0

1. Poesía. I. Título. CDD A861

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Foto sinopsis: “Santiaguito” Los Cardos, Santa Fe Argentina. Año 1940

Tabla de contenido

Palabras Preliminares

Capítulo 1 - Los Cardos, nacer y crecer

1–1 Los Cardos, nacer allí

1–2 Los perseverantes, poema.

1–3 Los Cardos, crecer allí

1–4 La etapa de la infancia

Capítulo 2 - Los Cardos, el viraje del tiempo,

los enconos, el silencio y la soledad

2–1 Los Cardos, el viraje del tiempo

2–2 Supones

2–3 El desenlace y el mensaje más duro

2–4 El silencio y la soledad

Capítulo 3 - Los Cardos y la década del cuarenta

3–1 Los Cardos, entre alegrías y tristezas

3–2 Arriba del sulky, por los caminos de Los Cardos

3–3 Cuando la infancia se va

Capítulo 4 - Los Cardos, la adolescencia y el tiempo de partir

4–1 Despertando a la adolescencia

4–2 Los Cardos, tiempos de cambio

4–3 Los Cardos, el tiempo de partir

Capítulo 5 - De Los Cardos rumbo a otros lares

5–1 Los Cardos, ese punto de partida que quedó en el camino

5–2 Sólo una tribu

5–3 Los amigos, Los Cardos y el último trimestre de 1951

5–4 La aeronáutica en Córdoba, el amor en Rosario

Capítulo 6 - Volver a Rosario

6–1 Volver a Rosario

6–2 El noviazgo en ascenso y la debacle familiar

6–3 El enlace, la alegría y el dolor

Capítulo 7 - Del dolor a la felicidad

7–1 Un dolor difícil e inconmensurable

7–2 Cuando la felicidad vuelve

7–3 El acontecimiento más excelso

Capítulo 8 - La década del sesenta

8–1 Años felices

8–2 Vacacionar en Córdoba

8–3 Perfil del hombre reposado

Capítulo 9 - Su compañera, la mentora de sus proyectos

9–1 Los proyectos de la cotidianeidad

9–2 Cuando el pánico se hizo de un lugar

9–3 El mar y la tormenta

Capítulo 10 - Después de la tormenta y sobre el final de la noche

10–1 Después de la tormenta

10–2 La belleza de las palabras

10–3 Una de cal y otra de arena

10–4 No todo lo que brilla: es oro

Capítulo 11 - Los años que pasan, los planes que cambian y los golpes que más hieren

11–1 Los 60 años

11–2 Los golpes que más hieren

11–3 La hora de viajar

Capítulo 12 - Al filo de la muerte, el viejo continente y el mejor de los aniversarios

12–1 Al filo de la muerte

12–2 El 50º Aniversario

12–3 Cuando las estrellas se alinean

Capítulo 13 - El tiempo de la ancianidad

13–1 La vejez

13–2 Santiaguito, sus 80 años

13–3 Los años de la melancolía

Capítulo 14 - Un Mundo sin ella

14–1 Acorazado por el silencio

14–2 Desamparado, a secas

14–3 Como en el atletismo

Capítulo 15 - Aferrase a la vida

15–1 La vida

15–2 Las enseñanzas que manan hasta cuando viejo

15–3 La pandemia y el final

A la memoria de mi querido padre:

Santiago Carmen Rodríguez

Palabras Preliminares

Dos palabras.

“Paradójico” y su adverbio “paradójicamente”.

Debo reconocer que si hay palabras que utilicé en mis escritos en un modo empecinado, han sido ésas.

Es que nacen de una contrariedad, de un conflicto, de una diversidad, de una pluralidad, de una heterogeneidad, de una diferencia, de dos polos, de choques o contrastes, en fin, de uno o mil matices -todo depende de la óptica con que se quiera mirar o la vara con que se intente medir-

No es que no recuerde su nombre, en realidad nunca lo supe.

Mi recuerdo se remonta bien lejos, allá entre los años 1976 y 1977.

Su apellido era Woelflin y dictaba clases de: Instrucción Cívica. Materia esta que recorría y ahondaba en detalles que hacían a la constitución, funcionamiento y renovación de miembros y funcionarios -electos y designados- de los tres poderes fundamentales de la vida democrática -el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial-, sumado a esto -va de suyo suponer- el puntilloso estudio y “de punta a punta” de todo el articulado de la Carta Magna.

La materia no omitía tampoco el estudio de la relación del gobierno nacional con las provincias y municipios, las atribuciones del Congreso Nacional, los mecanismos administrativos y electorales destinados a constituir las asambleas constituyentes para permitir reformar la Constitución Nacional, el contenido y direccionamiento de las distintas reformas constitucionales llevadas a cabo a través de la historia, etcétera, etcétera.

Resultaba paradójico, pero a fuerza de creer, estas clases del Prof. Woelflin en las aulas del Colegio Nacional de Comercio Nº1“Gral. Manuel Belgrano” de la ciudad de Rosario, eran dictadas durante el desarrollo de la más cruel y sanguinaria dictadura militar que sufrió la República Argentina a lo largo de toda su historia.

De muy baja estatura, algo obeso, con escasa cabellera pero peinado “a la gomina”, siempre bien afeitado y muy prolijo en los cuidados de puños de camisa, corbata y traje. Formal vestimenta qué -vale también traer a colación por inverosímil y paradójico que parezca este dato- “lo blindaba” de los desconocidos, aunque conjeturales peligros que acechaban por esos días.

Es que en ese tiempo existía por parte del gobierno dictatorial una “increíble” concepción de ideas que compilaban factores y elementos para prejuzgar la actividad, el comportamiento y las actitudes de los “ciudadanos de a pie”.

Sólo bastaba observar el aspecto corporal y la vestimenta -para definirlos en cuanto a orientación filosófica, política, social, cultural y religiosa se refiere- Ese aspecto se constituía en muchas ocasiones, en el “diabólico factor” que entraba en juego para dispensar sospechas o no y permitir que un ciudadano siga caminando libremente, o en su defecto pudiese ser detenido afín de indagarlo, o lo peor de todo: llegar a desaparecer.

Conjugar por ejemplo atuendos de colores vivos -como el rojo-, dejarse crecer la barba y usar el pelo largo implicaba asumir riesgos de “altísima peligrosidad” y si a eso se le sumaba ser alumno o asistir como docente a cátedras universitarias vinculadas a las carreras humanísticas, el cuadro de inseguridad e incertidumbre se potenciaba aún más.

Una sola vez lo vi a Woelflin con un amague a desencajarse o salirse de sí, aunque debo reconocer que tuvo la capacidad suficiente no sólo para dominar y esconder su malestar, sino también para “tomar por la tangente” y camuflar con suma habilidad ese trance, ese trago amargo que paso a detallar.

En una de las amenas exposiciones -de las cuales se valía para ilustrar específicas y hasta rebuscadas cuestiones que los textos de estudios no cubrían- fue interrumpido por un alumno.

Fue una pregunta por cierto válida, dentro del contexto que abrazaba la materia, pero quizás para Woelflin inoportuna e improcedente.

El Prof. Woelflin se hallaba parado apenas un metro delante de mí -puesto que durante todos los años que cursé el ciclo secundario me senté en la primera línea de bancos, es decir al frente de todos. La gesticulación facial de Woelflin a partir de allí denunció enojo y fastidio. Puedo dar fe de ello e incluso aseverar que optó por buscar refugio en su propio silencio para escapar así del estallido emocional que acababa de sorprenderlo.

Con el puño cerrado y un recorrido lento el cual subía y bajaba, golpeó entre tres y cuatro veces mi pupitre. Lo hizo suavemente, con intervalos de entre dos o tres segundos, sin levantar la mirada para ver de frente al alumno que le deslizó el interrogante. La tensión muscular de los orificios nasales delataba qué sucedía en su interior.

He escuchado pronunciar infinidad de veces que “los ojos son las ventanas del alma”. Y también que “los labios mienten, pero las miradas no”.

El silencio se apoderó del aula cuando la inusitada pregunta irrumpió en la atmósfera:

“……… ¡Profesor…para qué estudiamos todo esto si estamos en una dictadura militar, …estamos estudiando cómo funciona lo que no funciona! ………”

Woelflin mantuvo inmóvil su cuerpo, sólo las órbitas de sus ojos con una mirada cínica y aguda se dirigieron luego hacia el estudiante. Lo pude leer en sus ojos, lo miró con instigación como diciendo:

“…… ¡Este hijo de puta la pregunta que me viene hacer! ……………”

Recuperado de su implosión anímica. Replicó:

“………Hay cosas en la vida, que son muy difíciles de explicar o directamente no se pueden explicar, …yo le voy a responder a usted con otra pregunta, …si usted responde la mía yo entonces le respondo la suya…………”

Ni siquiera un minuto se extendió por el aire ese desafío que parecía concitar un duelo personal e implícito pactado entre profesor y alumno.

El desarrollo de la clase no rumbeó hacia esos lares, todo lo contrario, la pregunta que deslizó Woelflin atrapó la atención de las casi cuarenta almas que componíamos el estudiantado de esa división.

Captar al antojo la atención casi hipnótica de la gente mediante la oratoria, es sin lugar a dudas una destreza que muy pocos poseen. Admito que en esa época no lo advertí, fue necesariamente el paso del tiempo el que me permitió procesar una idea mucho más clara y entender al final de cuentas que por su habilidad, Woelflin era un docente enrolado en esa raza.

“………… ¡Dígame, ……… (comenzó a dar unos pasos al frente del aula -con la seguridad que parecía haber perdido- y si bien utilizó el singular para dirigirse al alumno, el recorrido visual que repartió al unísono nos tuvo a todos comprendidos) ……………dígame, por favor que es algo: …… fofo! ………”

“……… ¡Una almohada o un almohadón es fofo! -le respondió el mismo estudiante que había provocado el inesperado quiebre de la clase-………”

“…… ¡No! ………-replicó Woelflin con suma serenidad- una almohada puede ser blanda o no, …un almohadón puede ser blando o no, ……blanda y blando no es lo mismo que fofo………”

Otro alumno se impacientó se levantó al costado del pupitre le pidió la palabra al profesor e intentó con gesticulaciones de sus manos dar a entender lo que a través del lenguaje no podía transmitir.

Acercaba y alejaba con lentitud ambas manos con sus dedos bien separados, moviendo las articulaciones de los mismos y conjugándolos a la vez con una leve pronación y supinación de sus antebrazos.

La interpretación escénica daba cuenta de alguien que se hallaba tocando algo: fofo.

Con sorna Woelflin le disparó: “………… ¿Perdón, usted toca el bandoneón?.......”

Salvo la momentánea cara de frustración del alumno, la que luego viró un tanto a vergüenza a propósito de las risas que se desataron a su alrededor, todos continuaron atrapados e inmersos en la telaraña tejida por esa suerte de acertijo, esto es: develar cuál era la respuesta precisa.

La impotencia de no poder expresar algo que se sabe, fue sin duda el detonante para ello. La sensación que pululaba se acercaba a parecerse mucho a una erosión del ego colectivo. (“……Cómo puede ser posible que ninguno de nosotros sepa describir qué es algo fofo, si todos sabemos de qué se trata………” )

No muy convencido un alumno soltó: “……… ¡Fofo es una cosa deforme! ………”

“………… ¡No! ……… -repicó Woelflin con inmediatez- …… un meteorito no tiene forma de nada, es deforme pero no es fofo. Le puedo sí aceptar, que algo fofo tiende a deformarse……………

¡Mire! …. su compañero aquel, el que está sentado ahí en el tercer banco de la fila pegada a las ventanas, ……él está masticando un chicle desde que entré y cree que no lo vi, bueno, ………pregúntenle si esa goma de mascar que ahora tiene inmovilizada en su boca tiene forma de algo…………Le va a decir que no, que es decididamente deforme…………….

Ahora no mastica porque intenta hacerme creer que no estaba masticando. ¡Mírenlo! …………y ahora se pone serio, pero no aguanta de la risa……ay! ¡ay! ¡ay! que feo que es esa sensación de querer contener la risa y no poder dominarla………… ¡Ríase mi amigo, ríase y sáquese ese chicle de la boca a ver si todavía se lo traga! ……”

Fue el estado emocional del alumno -más que risueño, por cierto- el que saboteó su actitud desestimadora.

El debate prosiguió con algunas intervenciones interesantes, aunque ninguna prosperó. Muchas quizás sí se acercaron en demasía al concepto abrazador del interrogante, pero ninguna tuvo la talla adecuada.

“………… ¡Es un payaso -exclamó otro alumno ubicado en el fondo del salón al tiempo que todos voltearon sus cabezas con las risueñas intrigas que sus caras denunciaban- es uno de los tres payasos españoles: Gaby, Fofo y Miliky! ……”

Hay una reconocida y renombrada etapa en la vida de los hombres y mujeres cuyo tránsito es inevitable, se la denomina -por lo menos aquí en Argentina- “la edad del pavo”.

La mayor potencialidad e incluso expresividad de esta etapa alcanza sus niveles pico justamente en la adolescencia. Quizás es por esa razón que todos los que allí nos hallábamos (adviertan que me incluyo) nos vimos afectados por extensos carcajeos producto en parte de esa ocurrencia del compañero de estudios, pero mucho más por ese período que reitero -atravesábamos-

Tengo tan fresca esa imagen del Prof. Woelflin (parado delante de todos como si fuese un director de orquesta) y frente a él, cuarenta jóvenes-pavos prestos a reírse con una facilidad pasmosa tras oír cualquier desliz de cuanto comentario se produjese.

Woelflin no abandonó la parada -se mostró dispuesto a ser contestatario-

Aguardó para ello -como precavido orador- el declive de las risas y una meseta de silencio para esbozar:

“………. ¡Siempre hay, …siempre se los aseguro, en todos los grupos humanos, uno o dos pelotudos que se destacan por hacer y decir sólo pelotudeces! ……… ¡Bueno, sin que nadie se lo pida, ……acá terminamos de conocer a uno que hizo su presentación estelar! …………”

Luego de todas estas idas y vueltas el Prof. Woelflin echó una mirada al reloj -el cual le devolvió alivio-, acomodó los anteojos, tomó sus carpetas y mientras se retiraba con una sonrisa a flor de labios, apuntó con su dedo acusador al alumno de la pregunta incomoda y le aligeró al unísono el parafraseo de un interrogante cuyo tuteo, no dejó de sorprender:

“………… ¡Al final no me respondiste qué es algo: ………fofo! ……………”

Woelflin al final de cuentas no hizo más que escudarse en la habilidad de su oratoria para desviar o en todo caso escindir de escena el interrogante que no quiso responder, el mismo que en ese momento todos olvidamos. Se valió para ello de una simplicidad. Deslizar un interrogante sencillo, aunque al final terminó siendo complejo.

No sé a ciencia cierta por qué extraña razón sigo dando “vueltas y vueltas” pensando y repensando cuál sería el disparo narrativo más apropiado para -valga la redundancia- principiar éste nuevo libro.

Cuento con muchas opciones para hacerlo -una de ellas por ejemplo es la que minuciosamente acabo de volcar-, pero debo asimismo confesar, que me apena en grado sumo tener que descartar a las restantes, para taparlas luego bajo un manto de olvido y con ingrata indiferencia exiliarlas de mi mente.

Cuento adrede de ello con un inconveniente no menor a la hora de emprender la factura de esta empresa. Es que cada una de esas opciones propinan aristas muy disímiles entre sí y es justamente por ello que no se asocian y mucho menos se emparentan. Salvo por un minúsculo y caprichoso hilo conector -ni ficticio ni azaroso- aunque sí rebuscado -el que admito- configuré a sabiendas sólo para esta ocasión.

Fue en la génesis de cada una esas opciones donde hilé ese común denominar con capacidad suficiente para aunarlas. Para que cuenten y traccionen juntas el sentido y la coherencia argumental necesaria para esta construcción.

Todas ellas no son más que: desempolvadas vivencias de un tiempo ido, acarreadas justamente hasta aquí “por el que suscribe” -término que solían emplear muchos escribas décadas atrás-

Hasta aquí me he ocupado de diseñar esta suerte de “aviso previo”, para que ningún lector desprevenido se desconcierte -o lo que es peor- se desoriente tras toparse con algunos disloques que deberá sortear a lo largo de la lectura.

Durante muchos años me atrapó la atención e incluso busqué -no obstante el cargado ropaje que visten mis limitaciones- reflexionar acerca de lo complejo que resulta poder descifrar o definir la composición, el mecanicismo y la especificidad de ciertas cosas -las mismas que a diario rodean los quehaceres de hombres y mujeres- Las mismas que la inexplicable conducta o comportamiento humano (como se lo quiera llamar) pareciese se empeña en ignorar si es que se hallan, pero paradójicamente abruman y generan angustia cuando faltan.

Con el lenguaje y pensamiento típico de un profesor de matemáticas ésta puntual cuestión seguramente se vería simplificada con una terminología propia de la materia. Con un juego de ecuaciones e inecuaciones asumidas estas como “bandos” que se abrevan en incontables mares comparativos, el educador podría esbozar:

“…………… ¡Las cuestiones complejas de la vida cuentan con un sencillo descifre -puesto que permanentemente son meditadas y analizadas- …………mientras que las cosas simples, al contrario, por la indiferencia que se les presta, suelen ser muy complejas de definir! ………”

Otra de las opciones que zanjo a continuación trata de una historia que alguna vez escuché -hoy enfrascada junto a otros recuerdos que mi mente aloja-

Los corintios le solicitaron a Pablo, ante la visita de éste a la isla griega que aquellos habitaban, que defina qué es: el amor.

Es obvio que todos sabían de qué se trataba ese sentimiento sublime.

No obstante, pocos o tal vez nadie tenía el porte intelectual suficiente para poder describirlo en palabras y al detalle.

Nadie sabe a la fecha si los interlocutores de ese pueblo intentaron poner a prueba el talento expresivo o la sabiduría de Pablo, o en su defecto, si depositaron en éste la confianza de creer que los iba a satisfacer en la demanda.

No importa en realidad si fue uno u otro el motivo que los condujo a solicitar tamaña tarea.

Lo cierto es que Pablo, abordó su labor con un resultado cuya majestuosidad trascendió fronteras y siglos. Si bien su exposición fue mucho más extensa, así lo definió, con las finísimas palabras que siguen:

“………… El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad ……………”

Pablo de Tarso

Confieso que no ha sido ni la lectura de los libros que pasaron por mis manos, ni tampoco un presunto apego a la religión -el cual aclaro, carezco- el necesario puente informativo que me condujo a ingresar en ese terreno y conocer parte de esta historia.

Fue a través de un tema musical que mucho tiempo atrás y con singular éxito interpretaba José Luis Perales.

Escuché -entiéndase conocí- la adaptación de la letra que hizo este brillante cantautor español en su trabajo y no advertí luego divorcio alguno con la esencia y sentido de los conceptos originarios.

Aunque la siguiente observación venga un poco “traída de los pelos”, tanto el profesor Woelflin como los corintios, optaron por escudriñar la capacidad expresiva de sus interlocutores mediante exámenes ávidos e insinuantes, pavonados ambos, con la simpleza que realmente carecían.

Lo sencillo de describir en ambas opciones que traje a colación, se traduce pues: en algo complejo.

Hay gente que cuenta -como otrora Pablo de Tarso- con ese verdadero don. Gente que nace dotada para ser o hacer algo especial en su vida. Y desde luego con capacidad para crear y transmitir conocimientos y experiencias, para más tarde trascender en el tiempo junto a ellas. Es esa gente que cuenta con el concentrado néctar de ese concepto que se encierra bajo el nombre de: genialidad.

La contemporaneidad de este mundo por el que hoy transitamos ha visto lamentablemente a muy pocos con esa aureola. No es un descubrimiento de mi parte y es por eso mismo que me animo a arriesgar -creyendo no ser exagerado al hacerlo- que es apenas un puñado de personas la que con esos eminentísimos atributos suele aparecer e iluminarse, como una estrella lo hace en el firmamento entre decenas de miles y miles.

Dotados de una genialidad que en algunas ocasiones pareciese imposible de repetir o acaecer a través del tiempo y el curso de la historia.

Albert Einstein, Arturo Toscanini, Charles Chaplin, Isadora Duncan, Jonas Salk, Leonardo da Vinci, Ludwig van Beethoven, Miguel Ángel Buonarroti, Miguel de Cervantes Saavedra, Wolfgang Amadeus Mozart, Pablo Picasso y por supuesto -nuestro querido Dr. René Favaloro- componen -por citar claros ejemplos- una exigua parte de ese ilustre contingente que hace a los universos del arte, la ciencia, la música, la escultura, la pintura, la filosofía, las letras y la medicina.

He advertido por ejemplo en cineastas tales como Bernardo Bertolucci, Claude Lelouch y Steven Spielberg esa genialidad consistente en poder transmitir -hasta hace poco tiempo a través del celuloide- hoy en día en cambio mediante una tecnología de avanzada, escenas e imágenes que el lenguaje oral y escrito decididamente no pueden. Es pues sin duda ahí donde delimita su inequívoca marca territorial la magia del cine -el séptimo arte-

Para ir ingresando gradualmente en el tema central de este libro, en paralelo a la complejidad que ello supone y en vista del desafío que me arresta, traigoa propósito de interpretaciones actorales -ya que de cine estamos hablando- la de Pete Postlethwaite. Notable actor británico que irrigó con su sencilla y a la vez magistral “genialidad” cuanta producción lo contó.

Su tarea interpretativa en el film “En el nombre del padre” encarnando a Giuseppe Conlon transmite finos pero estridentes mensajes, dotados todos con gestos austeros, posturas tácitas, miradas locuaces y actitudes silenciosas únicas, tanto, que quizás ningún escritor pueda con tinta brincar al papel.

La querencia, el sacrificio incondicional, el acompañamiento, el consejo, la enseñanza, la conducta, el ejemplo, la presencia, la preocupación permanente, los afectos, cuan de extenso implica compilar todas las facetas que hacen al retrato de un padre. Jim Sheridan, director de este film, logró -merced a la sobresaliente labor de Postlethwaite- bucear y calar en la más excelsa expresividad de esa -aunque alegórica- paternal figura. Imposible -para mí al menos si quisiera- intentar describirla aquí en palabras.

Confieso que a la fecha me sigue asombrando toda esa gente que tiene la capacidad de expresar lo que la gran mayoría no sabe, o lo intenta y no puede.

Me comprometí, al dar inicio a este libro que di en llamar “Prosa insurrecta” no descartar ninguna de las opciones que reseñaban los controvertidos atajos que le daban identidad a esta propuesta y en virtud de ello, poder ir perfilando así la traza de la temática.

Dicen que, como en el fútbol, “el que cuenta con más de cincuenta años de edad, ya está jugando el segundo tiempo”.

Siguiendo pues ese mismo tren comparativo, vale entender que, cuando culmina el partido, a las personas se les termina la vida.

Quienes, como yo, estén transitando por el segundo tiempo de sus vidas seguramente recordarán a: Piero Antonio Franco de Benedictis, mucho más conocido como: Piero.

Cantautor excepcional del que me animo a creer que -esto va por mi cuenta- si por algo se hizo famoso en su época, fue por su tema: “Mi viejo”

A no pocos se le eriza la piel escuchar un tema de ese tenor, dado el profundo y bellísimo mensaje que transmite. Una obra de arte musical con todas las letras.

La musa que sin duda habitó en la humanidad de Piero al tiempo de componer su magistral obra no dejó la más mínima posibilidad para clavar cualquier detalle criticable que se quisiese.

¿Quiénes, como yo me pregunto (los que transitamos el segundo tiempo de nuestras vidas -insisto en aclarar-) no hemos tenido a un padre que haya “crecido con el siglo, con tranvía y vino tinto”? ¿Quiénes como yo no lo hemos visto “caminar lerdo como perdonando el viento”? ¿Quiénes como yo no lo hemos visto al menos alguna vez “con la tristeza larga, de tanto venir andando”?

¿Quién acaso no lo vio con “con los años viejos”,“los ojos buenos y una figura pesada” ?¿Quién acaso no compartió alguna de sus “historias sin tiempo”, “sin carnaval ni comparsa”?

Y para cerrar este ligero glosario de una de las obras de Piero -invito a pensar y si es necesario recordar- quién no le endilgó alguna vez al referirse a su padre el apelativo de: “Mi viejo”

¿Quién me pregunto?

¿Quién no lo hizo?

Piero recorrió con extrema sencillez ese laberíntico terreno de la complejidad, he ahí entonces su: genialidad.

Todas las opciones que traje hasta aquí versan sobre la complejidad de describir lo sencillo. Todas reúnen esa finísima característica. Todas. Y es justamente por esa razón que las ilustré e imposté en estas páginas, para poder de esa manera no sólo adentrarme en la temática a tratar, sino también para justificar la crítica que sobre mis escritos, impiadosamente recaerán.

Mi padre fue un calco de ese siempre figurativo “ciudadano de a pie” un hombre como el común de la gente. No tuvo desmedidas ambiciones en su vida más allá de la que -valga la redundancia- anhela cualquier persona. Esto es: contraer matrimonio, fundar una familia, adquirir una casa, tener hijos, vivir de su trabajo y envejecer junto a la mujer que lo acompañó durante sus días. Concordante o en sintonía todo ello con un estilo de vida austero, carente de fortunas como de privaciones, pero no por todo esto exento de sacrificios.

Siempre feliz, de mirada buena, sereno, con sonrisa fácil, desenvuelto en familia -aunque de pocas palabras-, introvertido ante otros, pensativo, nostálgico y absorto en sus últimos años -quizás por el presagio o avistamiento de lo indeseado-. Un hombre de palabra, sencillo como los miles y miles que a diario nos rodean en esta sociedad en la que vivimos. Hombres que van y vienen de sus trabajos, que construyen jornada tras jornada ese pedacito de sueño prorrateado en la manutención del hogar, el cuidado de la familia, la crianza y educación de los hijos, qué más que eso. Qué más que eso puede ambicionar un hombre común que exceda de ese marco que traigo como ejemplo.

Mi padre fue un hombre de esa raza, con esas modestas y campechanas ambiciones. Así de simple y así de sencillo.

En función de todo lo mencionado, fácil es deducir que el desafío que me he impuesto es difícil. Y mucho más aún, cuando soy consciente de una ausencia absoluta en mi, de esa agudeza o en todo caso atributo, conocido como: genialidad -condición ésta que, como referencié, un escasísimo número de personas destilan-

La prosa es libre e insurrecta a cualquier tipo de regla, son éstas y no otras las condiciones que la presupuestan para ser tal. La insurrección que refiero en el título de este trabajo vislumbra una intrincada línea temática, socavada por un enfoque biográfico, un tanto misceláneo, bordeada en algunos tramos por la utopía, con pasajes díscolos entre sí y cobijada también con la belleza del verso.

Éstas son las condiciones que me han invitado a pensarla, escribirla y apreciarla así, de esa manera y en sus diversas formas. Mucho más insurrecta de las cualidades mismas que le dan significado a su existencia.

Santiago -igual que yo- así se llamaba mi padre, “mi querido viejo” y es en definitiva a él, a quien le dedico este humilde libro.

Santiago Rodríguez Bornert

Capítulo 1

Los Cardos, nacer y crecer

1–1 Los Cardos, nacer allí

Las caricias del viento a la reseca tierra gestaban ingobernables polvaredas que vagaban junto al aroma que los yuyales desprendían.

Se asociaban a las fragancias únicas que el campo ofrecía en sus largas noches y regocijantes amaneceres.

Se enarenaban así subsumidas a una frecuencia establecida, como si se tratase de un rigor hegemónico con el que la naturaleza se aprestaba a imponer su presencia. Convertida en ocaso del día, la tarde también, derrochaba su arte a desgano, pintarrajeando el cielo con sus antojadizos colores e inmersa en un preludio impaciente con el que la fauna anticipaba las cerrazones.

Corría el mes de julio del año 1931, aunque para ese imperturbable escenario la data del calendario “daba lo mismo”, carecía pues de toda significancia e influencia alguna.

Ubicado en el Departamento San Martín, muy cerca del centro geográfico de la Provincia de Santa Fe, el pequeño pueblo asomaba a diario al deleite de todas esas pinceladas que la naturaleza le brindaba.

Los pocos pobladores que por ese entonces lo habitaban repartían su procedencia entre: nativos de la provincia, oriundos de otras y extranjeros (los mismos qué, si se habrá repetido esta frase hasta el hartazgo: “se bajaron de los barcos” )

Las actividades agrícolas y ganaderas -al igual que las polvaredas- despuntaban desmembradas y libertarias, huérfanas para quienes quisiesen adoptarlas.

La elección se hallaba a cargo exclusivo de los núcleos familiares, los cuales -en función de su cuantía, de la franja etaria y del sexo predominante de sus integrantes- optaban y a la vez apostaban por una, por otra, o por varias: ya sea la chacra, el tambo, el cultivo, la siembra, la curtiembre, el chacinado, o la panificación, en fin, un amplio abanico de posibilidades “paridas” todas por el campo mismo.

Una suerte de implícita simbiosis matizó desde siempre la idiosincrasia de los habitantes, quienes se vieron envueltos por la diáfana seducción de esa naturaleza que en una forma insistente -valga la redundancia- los abrazaba.

La atmósfera del lugar se vio por ello plasmada con la belleza que solo provee un vivir jubiloso, sin sobresaltos, excesivamente tranquilo, ajeno a todo tipo de conflictividad.

La vida en el pueblo, la relación intrafamiliar y social, individual y colectiva era así de serena, tanto, que el giro del mundo parecía tener su movimiento sólo allí, en su interior.

La asonada que había acaecido en Buenos Aires tan sólo diez meses atrás, por parte de un general salteño que al frente de su tropa no vaciló en interrumpir el mandato presidencial del caudillo radical don Hipólito Yrigoyen, parecía lejana, como trillada por el tiempo y hasta consumida por la historia. La serenidad en este novísimo pueblo llamado: Los Cardos, parecía no contar con límites.

Por más que se intentara, no había manera alguna de cultivar un interés que no existía, es sin duda por esa razón que aquélla relevante noticia quedó sin más trámite relegada y minimizada por ese pétreo ánimo colectivo, el cual dominaba sin recelo.

Contrariando a ese panorama, las novedades que curiosamente sí se convertían en noticias de sumo interés para todo el pueblo -las cuales trascendían “de boca en boca” y con una vertiginosidad asombrosa- se hallaban dadas o en todo caso proporcionadas por tres vertientes, comprendidas todas ellas por la “cachazuda” variación demográfica del lugar.

Los nacimientos, los fallecimientos y en tercer lugar el ingreso de forasteros que ya sea solos o acompañados por sus familias, llegaban para instalarse.

Ésas eran las tres noticias principales que atrapaban el mayor interés de casi todos los pobladores, sin perjuicio adrede de ello, de cederle un tiempito o espacio extra, a algún que otro romance novelesco incipiente, no declarado ni avistado, supuesto por la imaginación, surgido de las tertulias, con luces de vaticinio y sombras de chimento.

La mañana del día jueves 16 de julio un grupo de vecinos -integrado mayormente por mujeres- se acercó hasta un caserón ubicado a escasos doscientos metros de la plaza principal, a los efectos de manifestar su voluntad de correr con los diligenciamientos y la asistencia necesaria que merezca la inminente tarea de parto que allí iba a producirse.

Leonor Rivas -una cordobesa dura oriunda de la localidad de San Francisco- había sufrido el día previo todos los embates fisiológicos que presagiaban para su puntual embarazo la llegada de un nuevo miembro a la familia.

Las sensaciones que experimentaba su cuerpo no le reportaban nada nuevo, todo lo contrario, la remontaban a recuerdos no muy lejanos que tallaban transiciones similares. Es que a los 35 años de edad ya cargaba en su haber con cinco embarazos, los cuales pudo afrontar con suma frugalidad, pero no por ello exenta de verse sorprendida -a medida que aquéllos arribaban a su desenlace- por una notable peculiaridad.

Cinco embarazos arrojaron cinco niñas.

Merced a una clara advertencia paterna cargada incluso con ribetes de imposición todas estas niñas en cuestión se hallaban comprometidas a guardar “un silencio absoluto”

Las más grandecitas con una interpretación más bien lúcida, se encontraban persuadidas de la realidad que vivían, las más chiquitas en tanto, navegaban el momento con una idea vaga pero no desavenida.

Así se encontraban advertidas y anoticiadas en esa precisa instancia, en las que incluso, se les había adosado una exigencia o en todo caso impedimento más, esto es acercarse e ingresar al pasillo y habitación contigua donde su mamá Leonor descansaba.

No solo el habitual horario del almuerzo sino también los quehaceres de la rutina diaria sufrieron en el seno de la familia todos los desencajes que obviamente eran de esperar.

Pasado el mediodía Blanca Ester de 13 años, Estela Leonor de 10 años, Inocencia Pilar de 8 años, Eva del Rosario de 4 años e Inés Paulina de 3 años de edad, se acercaron a la mesa del comedor diario “acompañadas cada una con sus años cortos y silencios largos”

Allí, justo en la cabecera terminaba de sentarse el progenitor de todas ellas: don Santiago Rodríguez Campos -un español nacido en Santiago de Compostela, La Coruña, 43 años atrás- portando para la ocasión una mirada baja por el peso mismo de la incertidumbre que lo alcanzaba y una ansiedad al tono, que solo sus manos denunciaban. El lento e incesante subir y bajar de ambos pulgares que insertos entre la impecable camisa blanca que lucía y ambos tiradores daban fe de ello.

Su cavilación no mostró demoras en disiparse, más luego, un simple bamboleo de su cabeza le bastó para permitir que las niñas -paradas a pocos metros y expectantes- accedieran a tomar asiento.

Así como a las niñas se les había prohibido la aproximación tanto al zaguán como a las habitaciones contiguas, cuatro vecinas -entre ellas dos de las comadres de doña Leonor- contaban con una libertad absoluta para manejarse en cualquier ámbito de la casa sin necesidad alguna de especificar la tarea que desarrollaban. Y fue justamente durante el transcurso de ese demorado, tenso y silencioso almuerzo cuando se produjo el más espeso tráfico de esas solidarias mujeres.

Si bien la mesa dispuesta en el comedor diario se hallaba distante a más de quince metros lineales del zaguán (con una amplia galería mediante -generosidad y generalidad típica de las construcciones de antaño-) dicha condición no les impidió tanto a las chicas como a don Santiago voltear sus cabezas para observar esos apurados e imprevistos ingresos y egresos, los cuales demás está decir, contagiaban con un nerviosismo nato.

El mutismo y la distracción primaron en ese almuerzo para luego desbarrancar y enlodarse con otras sensaciones que juntas concurrieron para atiborrarse entre sí, la impaciencia por un lado, la incomodidad por el otro.

Una de las vecinas que oficiaba como asistente de quien tendría a cargo la difícil pero gratificante labor de partera, ingresó presurosa a la cocina una y otra vez en busca de toallas humectadas con agua caliente.

La necesidad de ubicarlas en la zona pelviana y vaginal de la parturienta era imperiosa, pues el calor colaboraría con una mayor irrigación sanguínea y favorecería en grado sumo al curso y secuencia de las dilataciones.

Todo parecía indicar, que faltaba poco.

Otra de las mujeres se retiró de la casa para regresar cargando una canasta de mimbre y un par de mantas las cuales depositó sobre un escritorio color caoba de estilo chippendale, el cual oponiéndose en diagonal a la cama de doña Leonor iba a convertirse en depositario de todos los enseres que requería el trabajo, adrede de testigo involuntario e indiscreto del acontecimiento.

La mujer más experimentada -a cargo de la coordinación de las tareas pre y postparto- salió de la habitación con inmediatez munida de una convicción plena, aunque en una instancia ya, un tanto tardía.

Dirigió su mirada a don Santiago y sin mediar palabra se valió tan solo de una de sus manos para señalarle que debía retirar a todas las niñas del lugar. La acertada decisión de la mujer se vio saboteada por un profuso gemido de dolor, el cual se expandió por todo el ámbito de la casa, que no fue ni amistoso ni poco estridente con el oído de las niñas y que no tardó por éstas, en ser reconocido.

Todas dirigieron sus compungidas miradas al padre, como buscando refugio o consuelo a ese desamparo, salvo las más pequeñas, que rompieron en llanto.

Muy pocas veces mostró empatía por tomar actitudes que pudiesen definirlo como un: padre cariñoso. Aunque si bien es cierto, en lo más íntimo de su ser las amaba profundamente, prefería posicionar como característica prioritaria o predominante dentro de esa filiación padre e hijas, la fijación de un trato si se quiere circunspecto y en apariencia hasta distante -en el buen sentido de la palabra-

Esto último le permitía justamente poder erigir, ejercer y visibilizar desde el ángulo que se lo intentara mirar -ya sea en el seno de su familia como fuera de este- su rol más preciado, el de la: autoridad.

Le resultaba plenamente invasiva, una actitud paterna respecto de la otra: cariño y autoridad.

No “iban de la mano”, no las concebía ni entendía para nada juntas y en sintonía. Creía pues que con reciprocidad una eclipsaba y menoscababa a la otra. Quizás hayan sido los desatinos de su vida los responsables de haberlo impregnado de tales apreciaciones, las mismas que al final de cuentas despotricaron para convertirse en convicciones.

Como casi nunca se lo vio, don Santiago alzó entre sus brazos a Inés para apoyarla a la altura de su pecho, le corrió el pelo que había avanzado sobre la frente, secó sus lágrimas, le dio entre tres y cuatro palmaditas en la pequeña espalda y emprendió una caminata por un angosto pasillo carente del cálido y señorial decorado que si aportaba el ambiente que atrás había quedado.

Detrás de don Santiago se encolumnaron en el sugerido desplazamiento las niñas más chicas tomadas de la mano por las más grandes.

Un cuarto de pequeñas dimensiones, pero con un techo altísimo sobre el lateral izquierdo de este pasillo por el que transitaban exhibía a través de una única puerta un importante aprovisionamiento de bolsas de harina prolijamente estibadas.

La incursión culminó en la amplísima y luminosa: cuadra. Lugar destinado a la elaboración diaria -siempre de madrugada- de todos los productos de panificación que habrían de abastecer a gran parte del pueblo.

El brasero a la izquierda, el horno en el centro y la estufa a la derecha, en ese orden se posicionaba el fondo de la cuadra. A la derecha se hallaba una pared, puertas y ventanas que alineadas en su conjunto sumaban no menos de veinte metros de longitud, las cuales permitían proporcionar tanto de aireación como de luz natural a todo ese ámbito de trabajo.

Colgados en el techo los trapecios permitían sostener “arriba y al alcance de las manos” las largas palas de madera -que engañosas ante la vista, parecían desvencijadas- Sumado a todo esto y quizás lo más cautivante de ese lugar, era el delicioso aroma que vagaba.

Una comunión perfecta entre “el producto del campo y el trabajo del hombre”.