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Una defensa radical de la libertad artística frente a los dogmas del mercado y de la corrección política. «Me han llamado al orden por no adecuar mi habla al uso actual. Me han dicho que lo que digo es violento, ofensivo, por el modo en que lo digo, es decir, que la lengua que hablo es la culpable de la ofensa. Me pregunto cómo hacer para señalar la violencia de quienes sí adaptaron su diccionario y su lengua a este tiempo, de quienes impugnan los usos de la lengua que no se adaptan a su ideología. Cuando escribo acepto todo lo que es, veo todo, estoy dispuesta a todo. No evito ciertos adjetivos, no censuro ciertas torsiones, básicamente porque no soy juez, no estoy en un tribunal correccional. Una novela no es una audiencia judicial. No es una sentencia. Pensar moralmente a los personajes es como si Beethoven hubiera censurado una nota de su sonata por exceso de sensualidad.» Ariana Harwicz La crítica ha dicho... «Libro que ojalá sea polémico, porque abriría diálogos necesarios.» Enrique Vila-Matas «Contra toda literalidad, contra toda lectura única y cerrada, contra la reducción del ser a un solo rasgo predominante de su identidad, contra el relativismo que supone que cualquiera se convierte en escritor con tal de publicar un libro, Harwicz vuelve a rescatar la obra por sobre el culto narcisista del escritor contemporáneo.» Juan Manuel Mannarino, Página 12 «Desde la muerte de Fogwill nadie ha sabido ocupar el lugar del que dice las cosas incorrectas en el momento oportuno. Harwicz, con este libro, parece postularse para esa tarea.» Maximiliano Tomas, La Nación «Un texto valiente que arremete contra la imposición de dogmas y la literatura del marketing.» Olga Merino «Le agradezco mucho la sacudida.» Marta Orriols «Este libro, más que una provocación, es una invitación a atreverse, es un reto a no traicionarse, porque sin tensión no hay literatura.» Adriana Bertorelli
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Seitenzahl: 100
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Portada
El ruido de una época
El ruido de una época
ariana harwicz
Versión ampliada de la edición publicada
por Editorial Marciana en Argentina
Copyright © Ariana Harwicz, 2023
© de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2023
Rambla de Catalunya, 131, 1.o - 1.a
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: septiembre, 2023
Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: Partitura de las Variaciones Goldberg
anotada por Glenn Gould © Bonhams
Imagen de la solapa: © Sebastián Freire
eISBN: 978-84-126639-8-3
Impreso en España
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índice
Portada
Presentación
Nota de la autora
LA ESCRITURA ADOCTRINADA
AK-AH
EL ESCRITOR APARENTA SERUN MORIBUNDO
Ariana Harwicz
Otros títulos publicados en esta colección
Nota de la autora
Si algún sentido tiene este libro, es el de afirmar la necesidad de la paradoja. No estoy siendo nada original, la paradoja es ir contra la opinión general, contra la lógica, es celebrar la contradicción. Cualquier pensador, cualquier crítico, cualquier artista afirmaba (antes) su retórica y su poética en la desobediencia. Es decir, en la resistencia a pensar de una sola manera. Pensar es poner en tensión dos cosas opuestas, a la vez. Sin embargo, por alguna razón que no logro comprender, en tiempos recientes se ha debilitado la necesidad de desobedecer; en general, a nadie parece importarle demasiado la cultura de la intimidación en el arte. Incluso parece que gusta, mientras no haya demasiada sangre.
En un tuit reciente escribí: «Nunca hemos sido tan libres como bajo la Ocupación alemana, decía Sartre en el 44. Obviamente los que no quisieron entender gritaron, escándalo, escándalo. Bajo Ocupación, bajo dictaduras comunistas, los individuos mantenían su libertad interior, porque el enemigo estaba afuera. Ahora está dentro».
Luego, en otro tuit: «Un profesor de Letras chileno de la Universidad de Oklahoma me dijo que durante la dictadura de Pinochet se sentía menos vigilado que ahora. Un profesor de filosofía francés contó que se retira antes de tiempo de la Sorbonne porque ahora está más controlado que en sus últimos treinta años».
Entonces fui acusada (sin llegar al linchamiento y la cancelación, por suerte) de ser pinochetista, de estar profundamente enamorada de Pinochet y de todos los dictadores de América Latina y del mundo. Con la lógica de no podés decir eso porque le hacés el juego al enemigo, no se puede decir eso porque equivale a decir que estábamos mejor bajo dictadura, se coarta la posibilidad de pensar la época. Pensar la época (y cualquier cosa) es que esté bajo sospecha y contradicción. ¿Tienen hoy más visibilidad las minorías? Sí. ¿Se las instrumentaliza? Sí. ¿Es bueno que se piense al ser humano en toda su diversidad? Sí. ¿Es bueno para el arte que se le imponga a un artista criterios extra artísticos para su obra? No.
Escribir literatura es una operación contraria al pasaje al acto, reemplaza, sustituye, el pasaje al acto. Justamente por eso se supone que acordamos que un novelista que describe un acto caníbal o un secuestro, no debe ser interceptado por las Fuerzas del Orden y tirado en un calabozo.
Como decía Imre Kertész, traductor de Nietzsche, (se nota en su gusto por la paradoja), escribir es un tiro al corazón, algo así como una enfermedad mortal. Es exactamente por eso que escribir es la única salvación posible.
LA ESCRITURA ADOCTRINADA
Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron. Montaigne es el mejor adversario de Pascal. Aron el de Sartre. Escribir es una controversia subterránea. En el año 1918, los alemanes escribieron libros de revancha. Los franceses, en cambio, escribieron libros de paz. Es fácil imaginar cuáles fueron mejores. Lo políticamente correcto es la gangrena del arte en este siglo. Un dibujante francés dijo: «Lo que es bueno para la caricatura, no lo es necesariamente para la democracia». Que cada cual elija a qué amo obedecer.
Esta época lee mal porque lee desde la identidad. Los prowagnerianos ven a Wagner como Dios. Los antiwagnerianos lo ven como un nazi. El problema es que Wagner no es ni solamente Dios, ni solamente un nazi, sino las dos cosas a la vez. Si se elimina la ambigüedad en un artista, se lo destruye.
No existen las novelas que están en contra del racismo o la misoginia. Solo están las que adoptan la lengua del enemigo y las que fabrican una lengua por fuera del sometimiento. Pero, a veces, víctima y victimario hablan la misma lengua. Antes de escribir, para mí todo es destrucción, cualquier palabra me resulta caduca, las palabras se me deshacen «en la lengua como hongos podridos». Las palabras por fuera de la escritura están lobotomizadas. Pero al escribir se rehace el lenguaje, se reconfigura, renace. Escribir una novela es escribir la historia de una vergüenza. Por eso es siempre tan paradójico escribir, porque se escribe la vergüenza pero se necesita perder el pudor. Escribir es ser un paria. Nunca me da tanto miedo mirarme como cuando escribo.
Se puede adoptar una pose en todo: hacer libros falsos, afiliarse de forma cínica a una ideología contraria, mostrarse progresista y ser de derecha, simular ser buena o mala madre, ser moderno cuando se aborrece la modernidad, etc. Lo que no se puede es mentir en la lengua, las palabras que elegimos no mienten, ahí salta toda la verdad.
«En verdad, los artistas de hoy no son solamente mentirosos en su, digamos, obra, lo son también en su vida. La obra mentirosa alterna con la vida mentirosa, lo que escriben, miente, porque lo que viven, miente.»
Maestros Antiguos, Thomas Bernhard
Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir hay que vivir. Me doy cuenta ahora hasta qué punto primero hay que lanzarse a la vida, olvidando la escritura, para después lanzarse a escribir, olvidando la vida. Escribir es ante todo una operación temporal, como la música. Escribir es más que vivir, es vivir dos veces. O es menos que la vida, es una relación especular, oblicua, distorsionada. Por eso, a veces un texto nos hace llorar. Pero el mérito de la emoción no es literario, el mérito es todo de la vida. Y viceversa.
Hay una reconversión forzosa en la literatura: una inquisición. Se está reescribiendo la literatura infantil y se está reescribiendo la historia, un revanchismo en el que opera una instrumentalización de las minorías. La ubican a Marguerite Duras como una mujer oprimida cuando no lo fue, cuando dijo que no era feminista y no creía en las etiquetas, al igual que Yourcenar. Y, aun así, Duras fue una mujer crucial en su época. Le cambian el nombre a George Sand por su nombre femenino de nacimiento, Amantine-Aurore-Lucile Dupin, pero George Sand decidió ser del tercer sexo, ni hombre ni únicamente mujer, como la apodó Flaubert. Eso es ir contra la voluntad del autor. Se buscan traductores afrodescedientes para traducir a autores afrodescendientes, no binarios para traducir a no binarios. Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo. Es una clasificación de la que huyeron horrorizados en el siglo xx y que hoy estamos, colaboradores mediante, retomando en el arte. Vaciar el lenguaje de violencia es imposible.
Lo mejor que le podría pasar a un artista es asumir sus contradicciones, su doble cara, su doble moral. «Me declaro antiburgués pero no arriesgo nada y acumulo poder.» «Hago películas a favor de la Justicia pero soy violento con mis compañeras.» «Soy feminista pero me ensaño con las mujeres.» «Soy humanista pero el antisemitismo no me parece tan mal.» Y así con todos, uno a uno.
Escribí una novela del siglo xxi y fracasé. La destruí, aunque quedan los escombros. Los nuevos personajes duermen casi sentados, los acostados están muertos, hay humo, liebres destripadas cuelgan de la chimenea. Para pertenecer a su época, una novela tiene, sobre todo, que no ser de su época. Para encontrar la escritura, a veces hace falta no escribir, no conocer el argumento, ni el personaje, ni la trama, ni la intriga. No escribir sino buscar el deseo de la escritura, la búsqueda de ese deseo ya es un procedimiento literario. La lengua que se arma en ese deseo único no existe antes ni después, no fue creada. Como dijo Vladímir Mayakovski: «Ya tengo la novela, ahora solo falta escribirla».
No deberían dar un premio literario a un escritor/a por sus compromisos políticos públicos, por su anuncio de defensa de los derechos humanos. Lo público es un engaño. Beauvoir y Sartre tiraron a la boca de los nazis a su joven amante judía y juguete sexual, Bianca Bienenfeld. Neruda, comunista y luchador, dejó morir de hambre a Malva Marina, su hija con hidrocefalia, a la que llamaba «el monstruo de tres kilos». Malraux, héroe francés, llamó a su odiada hija Florence «el objeto». «El artista ha de empezar su obra con el mismo ánimo que un criminal», dice Degas. «Cuando empiezo a escribir, el mundo se convierte en mi enemigo», dice Kertész.
Cuando periodistas, presentadores y editores de cada festival y encuentro literario de diversos países ponen el acento en que somos «escritoras mujeres + nacidas en los setenta + latinoamericanas», lo que buscan es alienarnos. Se nos reúne bajo un mismo lema, un gremio, una condición, un cupo: el combo de ser mujeres, de una misma generación y latinas. Eso puede parecer una política de apoyo, de visibilidad, de inclusión y de justicia frente a siglos de borrado de la mujer en todos los ámbitos, y en un principio pudo ser así. Hoy creo que ese discurso, omnipresente y totalizante, es contrario a la valoración de una lengua, de una obra, de un universo de ficción. La única condición de un escritor, de la generación, cultura y época que sea, es la de ser único e irreductible.
Extrañamente tengo conciencia de ser escritora todos los días. Lo siento cuando leo, cuando escucho música, cuando respondo a una entrevista o manejo por el campo de maíces y viñedos. Salvo cuando escribo. Cuando escribo no soy escritora, no sé qué soy, pero escritora no.
A mí siempre me obsesionó el hecho de que existan las palabras. Ese correlato tan perturbador entre vivir y hablar, escribir y leer. Que podamos oír y decir palabras de alguien que vivió hace mil años, que acaba de morir, que está embalsamado. Cómo puede ser que exista la palabra crepúsculo y que exista, a su vez, el crepúsculo. Cómo puede ser que exista la palabra pesadilla