El Siglo Español (1492-1659) - Mariano Delgado - E-Book

El Siglo Español (1492-1659) E-Book

Mariano Delgado

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En un congreso de historiadores en Viena a principios de siglo, un chiste corría de boca en boca: "¿Conoce Ud. la diferencia entre el buen Dios y un historiador? ... Que Dios no puede cambiar el pasado". Este ensayo tampoco pretende hacerlo, sino intentar comprenderlo según el antiguo adagio de que la Historia es maestra de la vida. Si hablamos de un largo "Siglo Español" entre 1492-1659, lo hacemos conscientes de que el principio y el final de esas épocas son algo procesual, y las fechas concretas solo tienen un valor simbólico. La elección parte de que la Translatio imperii, es decir, la conciencia de sentirse elegidos por Dios y los acontecimientos para una misión histórica, es lo esencial a la hora de marcar el inicio y el declive de esos períodos, al menos en el Antiguo Régimen. Esa conciencia de hegemonía no se despierta en España con la llegada de la Casa de Austria, sino que aparece ya bien marcada bajo los Reyes Católicos, y solo tuvo en el "Siglo Español" —aparte del sultán turco, que es otro cantar— un serio contrayente en la cristiandad en la figura del rey de Francia. Este ensayo se caracteriza por prestar especial atención a las principales controversias que tuvieron lugar en España en ese tiempo. Es, en cierto modo, un estudio de "historia espiritual", en el sentido francés del término.

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Mariano Delgado

El Siglo Español (1492-1659)

Un ensayo de historia espiritual

Título original: Das Spanische Jahrhundert (1492-1659)

© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2021

© De la edición original alemana: WBG (Wissenschaftliche Buchgesellschaft), Darmstadt 2015

Imagen de cubierta: fragmento editado de Las meninas (Diego Velázquez, 1656, Museo del Prado)

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 77

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN EPUB: 978-84-1339-381-0

Depósito Legal: M-170-2021

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Prólogo para lectores atraídos por el título

I. Conciencia de la misión histórica

Teología de la Historia

Translatio imperii bajo los Reyes Católicos

La Monarquía universal de Carlos V

La Monarquía Hispánica de Felipe II y sus sucesores

Hispania victrix e Hispania peccatrix

Defensa de la misión histórica de España en el siglo XVII

La hora de Francia

La Leyenda Negra

II. Estado e Iglesia

Reforma del Estado y sistema de Consejos

Política religiosa

Reforma de la Iglesia

Patronato regio

Conflictos de Patronato

Vicariato regio y regalismo

Un resultado paradójico

El Escorial: símbolo de la relación entre Estado e Iglesia bajo Felipe II

III. El final de la convivencia entre cristianos, moros y judíos

Dos modelos de política con las minorías religiosas

La expulsión de judíos y moriscos

Cifras, datos y opiniones sobre la expulsión

La expulsión de los moriscos en el Quijote

Tipologías entre los conversos

IV. Inquisición y censura del libro

Datos fiables, no fábulas

Las penas de la Inquisición

La censura del libro

Sobre el proceso al libro y el papel de los calificadores y de las reglas de los Índices

Supersticiones y hechicerías

Las consecuencias de la censura del libro

Parodia de la censura del libro en el Quijote

V. El giro espiritual en «tiempos recios»

Descubrimiento de los criptoprotestantes

Como una ciudadela sitiada

El parecer de Melchor Cano sobre la obra de Bartolomé Carranza como paradigma del giro espiritual

Otros pareceres sobre la obra de Carranza

El nuevo método teológico de Melchor Cano

El caso Miguel Servet o en todas partes cuecen habas

VI. Cuando traducir la Biblia era subversivo

La Polyglotta Complutensis y la filología bíblica

El comienzo en Amberes (1543)

Los sefardíes y su Biblia de Ferrara (1553)

Desde Ginebra (1556)

La «Biblia del Oso» de Basilea (1569)

La revisión de la «Biblia del Oso» (1602)

VII. La seducción de la oración mental

Tres períodos

Alumbrados

Recogidos

El giro anticontemplativo en la Compañía de Jesús

Teresa de Jesús y Juan de la Cruz

Miguel de Molinos

«Nada te turbe»: ¿un texto teresiano o molinosiano?

¿Huellas islámicas en la mística española?

«Teresa me pusieron en el bautismo»: Teresa en el Quijote y en la historia

VIII. La controversia sobre la «Limpieza de sangre»

Del estatuto del cabildo municipal de Toledo (1449) al de la catedral de Toledo (1547)

Del estatuto de la Catedral de Toledo hasta el decreto de Felipe IV de 1623

Del decreto de Felipe IV hasta la supresión de los estatutos en 1833

¿Racismo en la Primera Edad Moderna?

La explosividad teológica y social de la controversia

Los estatutos de limpieza de sangre y los jesuitas

IX. La controversia De Indis

Cuestiones fundamentales y primeras respuestas

Francisco de Vitoria: un teólogo sutil

Juan Ginés de Sepúlveda: un humanista «aristotélico»

Bartolomé de Las Casas: un humanista «cristiano»

La política española después de la controversia

Las consecuencias del giro espiritual para la controversia

La recepción de la controversia en nuestros días

X. El bien común en la tradición de la «Escuela de Salamanca»

El universalismo iusnaturalista como forma de pensamiento

La idea de un solo orbe y el bien común

Problemas sistémicos del pensamiento de Francisco de Vitoria sobre el bien común

El cambio de perspectiva de Bartolomé de Las Casas

Más preguntas que respuestas

¿Fueron las Indias colonias?

XI. La reflexión sobre el buen gobierno en los «Espejos de príncipes»

Crítica del mal gobierno

Los límites de la potestad real

¿Gobernar según el Evangelio?

La razón de Estado católica: ¿maquiavelismo en los antimaquiavelistas?

El carácter «antifáustico» de los Espejos de príncipes del Siglo Español

XII. La etnografía sobre EL Nuevo Mundo

Etnografía acusadora y apologética

Etnografía gubernamental

Etnografía misionera

Etnografía indígena y criolla

Etnografía «científica»

El destino de las obras etnográficas

XIII. Un Imperio evangelizador

Europa portable

Evangelización en las lenguas indígenas

La actitud ante las religiones amerindias

Consecuencias para el proceder ante la «idolatría»

Colegios para los hijos de caciques y la cuestión del clero nativo

La utopía misionera: las reducciones

Los esclavos africanos

XIV. Un imperio en bancarrota

Carlos V y el oro providencial de las Indias

Situación y política financiera bajo Felipe II

Una teología del oro

Algunas reacciones a las crisis financieras

XV. Una cultura global o un Siglo de Oro en el Siglo Español

Tres fases de estilo en la pintura

Arte por encargo y colecciones

La vida de los artistas

La pintura cortesana

Pintura e imaginería religiosas

El autor literario entre dependencia y autodeterminación

Arquitectura y música

XVI. De la excelencia a la mediocridad

XVII. Epílogo para iberoamericanos

Utopía hispana y evangelizadora

Utopía criolla

Utopía andina-indígena

Utopía paniberoamericana

A modo de colofón

Cronología

Mapa del Imperio español bajo Felipe II

Notas

Índice de NOMBRES

Prólogo para lectores atraídos por el título

En un congreso de historiadores en Viena a principios de siglo, un chiste corría de boca en boca: «¿Conoce Ud. la diferencia entre el buen Dios y un historiador?…Que Dios no puede cambiar el pasado». Los historiadores lo reinterpretan según los gustos de su tiempo. Los faraones, los incas y otros imperios en el Viejo y el Nuevo Mundo han contado siempre las gestas según les convenía, no permitiendo que lo negativo perdurara en la memoria. Todos los reyes, príncipes y poderosos han tenido sus «cronistas» bien pagados y dispuestos a adular su ego con un estilo grandilocuente. Lo mismo vale para las crónicas medievales que al estilo de la Historia Sagrada convierten a pueblos y dinastías en los elegidos de Dios. La misma Historia de la Iglesia nació como disciplina a finales del siglo XVI, cuando luteranos y católicos se afanaban en demostrar con su interpretación del pasado que solo su confesión podía ser la verdadera Iglesia. El auge del método histórico-crítico en el siglo XIX no mejoró las cosas, pues a la sombra del historicismo y del nacionalismo este se convirtió en una religión política, y se crearon los mitos fundacionales de la singularidad de muchos pueblos que condujeron a las grandes guerras del siglo XX, y que en algunos países siguen siendo un gran problema por falta de madurez a la hora de interpretar la historia sin caer en la trampa identitaria del nacionalismo.

Los españoles tenemos nuestras viejas crónicas, episodios nacionales, grandes enciclopedias históricas, pero no hemos sabido construir un relato nacional propio, una memoria colectiva sin nacionalismos hispanistas o regionalistas que ofrezca una visión serena de nuestro pasado común en la piel de toro y alimente nuestra comprensión en la familia de las naciones, sin complejos de superioridad ni de inferioridad, conscientes de algunos fallos y orgullosos de las grandes aportaciones a un mundo que no sería imaginable sin nuestra impronta. Los extranjeros suelen admirarnos, mientras que nosotros nos autoflagelamos con un espíritu depresivo y masoquista. Cuando algunos nos critican, a veces paradójicamente porque nos admiran o nos han considerado en el Siglo Español el enemigo a batir, solemos asumir sin examen crítico su visión de nuestra historia y nos convertimos en los mayores propagandistas de la Leyenda Negra, tirando piedras al propio tejado.

El oficio de historiador debe ejercerse con responsabilidad y conciencia de los demonios nacionalistas que se pueden alimentar con una visión sesgada de la Historia al gusto «de la corriente del uso». Sabemos que el ideal historicista de Leopold von Ranke —«comprender lo que ha pasado realmente»— no se puede alcanzar del todo, entre otras cosas por la parcialidad de muchos archivos, sus carencias respecto a la historia cotidiana y del pueblo sencillo, y también por la distancia entre el presente y el pasado. Podemos intentar salvarla con buen oficio, espíritu crítico y congenialidad, pero el pasado siempre se interpreta también a la luz del presente (Hans-Geog Gadamer), de nuestras perspectivas y cuestiones que cambian con el tiempo, influenciando así la selección e interpretación de las fuentes.

Este libro es, en cierto modo, un ensayo de «historia espiritual» en el sentido francés del término, tan utilizado por Marcel Bataillon y sus discípulos, o una Ideengeschichte como dicen los alemanes. El autor ha intentado navegar entre el Escila de la hipercrítica y el Caribdis de la ingenua apología al estudiar una época que con sus luces y sombras podría contribuir a crear elementos para un relato común de nuestra historia. Este ensayo no pretende cambiar el pasado, sino intentar comprenderlo según el antiguo adagio de que la Historia es maestra de la vida.

«Siglo Español», «Siglo de Oro» y «Era Española» son conceptos heurísticos de investigación para señalar la hegemonía española en la Primera Edad Moderna. Al mismo tiempo son conceptos discutidos, pues son algo imprecisos para fijar el principio y el final de esa época. Para algunos comienza en 1516 con el reinado de Carlos I, o en 1519 con su elección como el emperador Carlos V, o en 1525 con la gran victoria en Pavía sobre Francisco I de Francia y la superación de la resistencia de las Comunidades y Germanías contra la nueva monarquía en Castilla y en Aragón. Casi siempre se tiene como punto final la Paz de Westfalia (1648), porque España pierde las provincias dominadas por los calvinistas en los Países Bajos y siente los límites de su poder e influencia en la política europea. Por ello, Bartolomé Bennassar (Un siècle d’or espagnol, 1982; La España del Siglo de Oro, 1994/2003; cf. también su libro con Bernard Vincent, Le temps de l’Espagne, XVIè-XVIIè siècles, París 1999) marca el período entre 1525 y 1648, mientras que Antonio Domínguez Ortiz (The Golden Age of Spain, 1971; El Siglo de Oro, 1988/1997) prefiere fijar los límites entre 1516 y 1659. Robert Goodwin (Spain. The Centre of the World, 1519-1682, 2015; España. Centro del mundo, 1519-1682, 2016) privilegia también a Carlos V como punto de partida. Para otros autores, la fecha clave del inicio es 1479 (comienzo del reinado de Fernando II en Aragón, después de que su esposa Isabel fuera ya reina de Castilla desde 1474) o incluso 1469, fecha de su matrimonio. El final sería la muerte de Felipe IV (1665), el último gran rey de la Casa de Austria, o la de su hijo y sucesor Carlos II (1700) como postrero representante de dicha dinastía, o incluso 1714/1716 con el establecimiento de los Borbones al terminar la Guerra de Sucesión y promulgarse los Decretos de Nueva Planta que abren una nueva fase. Este parece ser el punto de vista por ejemplo de John H. Elliott (Imperial Spain, 1469-1716, 1963/2002; La España imperial, 1469-1716, 1965/1986) y Henry Kamen (Spain 1469-1714. A Society of Conflict, 1983/2014; Una Sociedad conflictiva, España 1469-1714, 1984/1995).

Si hablamos de un largo «Siglo Español» entre 1492-1659, lo hacemos conscientes de que el principio y el final de esas épocas son algo procesual, y las fechas concretas solo tienen un valor simbólico. Nuestra elección parte de que la Translatio imperii, es decir, la conciencia de sentirse elegidos por Dios y los acontecimientos para una misión histórica, es lo esencial a la hora de marcar el inicio y el declive de esos períodos, al menos en el Antiguo Régimen. Esa conciencia de estar llamados a asumir la hegemonía no se despierta en España con la llegada de la Casa de Austria, sino que aparece ya bien marcada a la sombra de los acontecimientos del «año maravilloso» de 1492 que muy pronto serán interpretados de forma providencialista: la toma de Granada, la expulsión de los judíos que rechazaban su conversión al cristianismo y que será un fanal para la uniformidad religiosa de España en «su» siglo, el descubrimiento de unas islas de lo que pronto se llamará con tintes mesiánicos el «Nuevo Mundo» y, lo que también es importante, la impresión de la gramática del castellano de Antonio de Nebrija como la primera de una lengua moderna. El hecho de que Isabel y Fernando recibieran en 1496 del papa Alejandro VI para sí mismos y sus sucesores el título de «Reyes Católicos» es un elemento más que subraya el comienzo de la preeminencia de España en la Europa de la época. Pues ese título que viene de katholikós, es decir, universal, no tiene nada que envidiar a la dignidad imperial.

Esa pretensión y conciencia de hegemonía o de misión histórica, potenciada después bajo Carlos V con su concepto de la «Monarquía universal», solo tuvo en el Siglo Español —aparte del sultán turco, que es otro cantar— un serio contrayente en la cristiandad en la figura del rey de Francia. Precisamente por esto, la Paz de los Pirineos (1659) con la victoriosa Francia rubrica la Translatio imperii de los españoles a los franceses que con Luis XIV tendrán también su propio «Siècle». La muerte de Baltasar Gracián en 1658, que había diagnosticado como nadie las verdaderas causas de la decadencia española, es un indicio más para fijar la cesura por esos años, aunque el resplandor cultural español continúe brillando hasta finales del siglo XVII con Pedro Calderón de la Barca († 1681), Bartolomé Esteban Murillo († 1682), Claudio Coello († 1693) y Juana Inés de la Cruz († 1695).

«Siglo Español» nos parece un concepto heurístico más apropiado que «Siglo de Oro». Este último se suele entender en el sentido cultural y coincide más o menos con el paso del Renacimiento al Barroco (1550-1680), la confesionalización y la impronta del Concilio de Trento en el mundo hispano. En el Siglo Español, la cultura hispánica tiene su Siglo de Oro, también en las Américas y las Filipinas, como la primera y última cultura global de acento católico. Pero los contemporáneos no eran conscientes de vivir en un Siglo de Oro español, sino en una época de hegemonía española, con todo lo que ello conllevaba de conflictos, cambios y crisis. Una «Edad de Oro» solo existía en el Renacimiento en la nostalgia de la bucólica aetas aurea cantada por Hesíodo y Virgilio. Misioneros, navegantes y conquistadores la proyectaron a los pueblos del Nuevo Mundo, lo que produjo comentarios irónicos en Tomás Moro, Juan Luis Vives o Miguel de Cervantes.

Frente a las obras arriba mencionadas, y otras que han aparecido en los últimos decenios, este ensayo se caracteriza por primar el concepto de Translatio imperii y prestar especial atención a las principales controversias que tuvieron lugar «en España» (por ejemplo, la censura del libro, la limpieza de sangre, el bien común y el buen gobierno, la oración mental, la traducción de la Biblia, la conquista y evangelización del Nuevo Mundo, el legado en Hispanoamérica). El Siglo Español es tan sugerente y complejo que diferentes apreciaciones y puntos de vista son no solo convenientes, sino absolutamente necesarios, si queremos avanzar en la comprensión del mismo sine ira et studio. Este ensayo es, por tanto, uno más en el caleidoscopio de la investigación histórica. Se trata de la versión española del libro Das Spanische Jahrhundert (1492-1659). Politik, Religion, Wirtschfat, Kultur (2015), corregida y ampliada con tres capítulos nuevos (el X, el XI y el XVII). Algunas explicaciones y alusiones, necesarias para el lector alemán, le parecerán superfluas al español, pero he preferido mantenerlas por la coherencia del texto.

Agradezco a Ediciones Encuentro y a su editor Carlos Perlado Reigada la publicación en su casa y la buena colaboración y, por último, a Gabriel Lanzas Pellico y Narcisa García la atenta lectura de este ensayo. Se lo dedico a mi mujer Roswitha, a mis hijas Carmen, Teresa y Sophia, y a mi nieto Ezana.

I. Conciencia de la misión histórica

En su Chronica sive Historia de duabus civitatibus (ca. 1146, Crónica o Historia de las dos ciudades), Otón de Frisinga defiende la teoría de la migración o traslación de la religión, la ciencia y el poder político de Oriente a Occidente (ex Oriente lux), culminando el proceso en la Europa papal, donde solo quedaba esperar el final de la historia. En esa tradición se ha llamado a italianos, franceses y alemanes los tres pueblos principales del Medievo, pues eran el centro del papado (sacerdotium: Roma), la ciencia (studium: París) y el imperio (los emperadores del Sacro Imperio romano germánico eran desde Otto el Grande de dinastías alemanas). Esto explica por qué en esos pueblos la conciencia de su misión histórica ha sido siempre remarcable. Sin embargo, al final de la Edad Media llegará la hora de los hispanii en la periferia suroccidental de Europa que se habían pasado el Medievo defendiendo su pertenencia a la cristiandad occidental contra los musulmanes. La toma de conciencia de que había llegado «su» hora para guiar a la cristiandad proviene en España de las mismas fuentes que en otros pueblos moldeados por la Iglesia.

Teología de la Historia

En primer lugar, hay una matriz bíblica que en todos los pueblos de la cristiandad ha conformado una interpretación de la historia nacional con los conceptos «Elección-Alianza-Juicio». Todos se sienten en algún momento de su historia «elegidos» por Dios al modo del pueblo de Israel, comprenden su aceptación del cristianismo (muchas veces por medio de un gran rey) como una especie de «alianza» con su nuevo Dios, e interpretan las grandes derrotas y catástrofes históricas como un juicio divino por no haber sido fieles a la elección y la alianza. Los nacionalismos modernos no hacen sino secularizar esa «teología de la historia», como bien diagnosticó Juan Donoso Cortés al decir que «toda gran cuestión política va envuelta siempre en una gran cuestión teológica», lo que el alemán Carl Schmitt reformuló en un conocido axioma1.

En la Hispania visigótico-romana, la formalización de la conversión de Recaredo del arrianismo a la fe católica (587) y la declaración de esta como religión oficial del reino visigodo en el Tercer Concilio de Toledo (589) es el hito o símbolo que marca esa nueva manera de ver las cosas bajo la matriz bíblica. En su Historia de los godos, Isidoro de Sevilla loa a esa Hispania católica como pueblo elegido: «Tú eres, oh España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India. Tú, por derecho, eres ahora la reina de todas las provincias, de quien reciben prestadas sus luces no solo el Ocaso, sino también el Oriente. Tú eres el honor y el ornamento del orbe y la más ilustre porción de la tierra, en la cual grandemente se goza y espléndidamente florece la gloriosa fecundidad de la nación goda»2. Ex Occidente lux es el giro isidoriano, un Occidente que es la Hispania visigótico-romana, capaz de iluminar al mismo Oriente, de donde toda la luz procedía en un principio.

Esa mentalidad es compartida por todos los reinos cristianos del Medievo hispano que se sienten herederos de los godos y llamados a restaurar la unidad de su reino católico. Pero es en Castilla donde la historiografía real la asume con más ímpetu, por ejemplo en la Crónica general, redactada en la corte de Alfonso X el Sabio. España es descrita «como el parayso de Dios». La loa de sus bondades, de su ingenio, esfuerzo y valor culmina en la singularidad de España: «¡Ay Espanna! non a lengua nin engenno que pueda contar tu bien»3. Y esa España no es el Estado moderno del mismo nombre, sino la Hispania de romanos y visigodos católicos que incluye, como dice la Crónica, no solo Castilla, sino Galicia y Asturias, Portugal y Andalucía, Aragón y Cataluña.

Dentro de esta tradición, el hecho de que el reino de los visigodos sucumbiera como un castillo de naipes ante el ímpetu de los musulmanes a partir de 711 es interpretado en clave bíblica: Dios ha derramado su ira sobre los godos a causa de los grandes pecados en los últimos años de su reino (divisiones, traiciones, intento de vuelta al arrianismo). Por ello, nos dice la Crónica, Dios «tollio dellos la su gracia»4. Se utiliza además el término «destruyción», tan caro a la teología de la historia pergeñada en el Antiguo Testamento, una destrucción que es todavía peor que la de Babilonia por los persas, la de Roma por los godos y vándalos o la de Jerusalén y Cartago por los romanos, es decir, que no tiene parangón como tampoco lo tenía la elección o predilección de los visigodos en la obra de Isidoro, fuera del pueblo hebreo: «Con los ninnos chicos de teta dieron a las paredes, a los moços mayores desfizieron con feridas, a los mancebos grandes metieronlos a espada, los ancianos e uieios de dias moriron en las batallas, et fueron todos acabados por guerras (…). Las eglesias et las torres o solian loar a Dios, essora confesauan en ellas et llamauan a Mahomat»5.

Hay que tener en cuenta además la recepción de algunos conceptos políticos de la cristiandad medieval como la teoría «de la traslación o sucesión de los imperios» y de la «Monarquía universal». Las dos teorías tienen su raíz en la antigüedad pagana, pero también en la Biblia. Según esta es el mismo Dios el que «hace alternar estaciones y tiempos, depone reyes, establece a los reyes» (Dn 2,21) y deja pasar el imperio de una nación a otra «a causa de las injusticias, la violencia y el dinero» (Si 10,8). Esta teoría fue unida a la de la sucesión de los imperios del libro de Daniel (por ejemplo, Dn 2,1-49) que sugiere una traslación o migración de la Monarquía universal de Oriente a Occidente y anuncia un Quinto Imperio que retendrá el poder hasta el final de los tiempos. La piedra que en el sueño de Nabucodonosor se desprendió del monte «sin intervención de mano humana, la piedra que redujo a polvo el hierro, el bronce, la arcilla, la plata y el oro» (Dn 2,45) y dio paso al Quinto Imperio es identificada con la mano de Dios en la historia. En la interpretación clásica de la teología cristiana latina, el Imperio romano y sus sucesores cristianos en la parte oriental y occidental durante el Medievo eran el cuarto imperio, mientras que el Quinto Imperio, el reino de Dios y del Mesías, había comenzado con la encarnación de Jesucristo y es más bien espiritual y del otro mundo, aunque se encuentra simbolizado en este por la Iglesia del Papado, la institución contra la que nada podrán los poderes terrenales y las fuerzas del mal.

La comprensión medieval de la Monarquía universal cristiana estaba marcada también por la teoría de las «dos espadas». Según ella, el papa había recibido de Cristo la espada espiritual y la temporal como señal de su potestad universal, pero podía delegar la última en los emperadores y reyes. Los teólogos políticos hierocráticos defenderán siempre en esa relación de fuerzas la supremacía papal, mientras que otros sostendrán que el poder temporal no depende del papa y este, por tanto, no puede entrometerse en esos asuntos si no es absolutamente necesario para el bien espiritual de la cristiandad. No solo el papa veía recortada su pretensión de potestad universal, sino también los emperadores, pues en las cortes de reyes poderosos y conscientes de su papel (Francia, Castilla, Aragón, Inglaterra) se decía que el rey era como un emperador en su reino, es decir, que no tenía en lo temporal ningún soberano universal por encima. Al final del Medievo, las pretensiones de poder universal del papa y el emperador estaban, pues, en crisis y apenas eran reconocidas. Grandes teólogos españoles como Francisco de Vitoria (cf. cap. IX) las cuestionarán claramente.

Sin embargo, el Siglo Español coincide con un apogeo de la Monarquía universal y con una fiebre de «Quintomonarquismo», de esperanza mesiánica según el libro de Daniel para que el Quinto Imperio sea en este mundo también una realidad temporal y no solo espiritual: es el núcleo del milenarismo mitigado. En el Medievo hispano, Arnaldo de Villanova había propagado la profecía del rey mesiánico que vencería al anticristo, expulsaría a los musulmanes de España, reconquistaría el norte de África y Jerusalén e instauraría la Monarquía universal para unir a todos bajo un solo rebaño y un solo pastor en un período feliz y final de la historia. Vilanova fue condenado por el Concilio de Tarragona (1316), pero la espera del rey mesiánico siguió latente, y muchos judíos (y conversos) proyectarán a principios del siglo XV su propio mesianismo, convergente con la mencionada tradición, en las Coronas de Castilla y Aragón, desde 1412 ambas en manos de la Casa de Trastámara, favorable a los judíos. Al final del Medievo se cree que se está viviendo en la última época del mundo; muchos piensan que el Quinto Imperio no es solo espiritual, sino también temporal, y que su guía en este campo ha pasado via facti a manos españolas. Lo que la Casa de Austria de la rama vienesa en la época del confesionalismo propagará de sí misma a orillas del Danubio con el AEIOU (Austria Erit In Orbe Ultima, es decir, que es la última dinastía llamada a guiar la Monarquía universal por haber vencido al protestantismo y a los turcos), fue ya desde los Reyes Católicos el sentir hispano después de la victoria sobre el islam.

Con los Reyes Católicos, y como única potencia de su tiempo, España identificó sus metas con las de la Iglesia católica, y lo seguirá haciendo bajo Carlos V y sus sucesores de la Casa de Austria. En el fresco que Lucas Jordán pintó en 1692 para la bóveda de la escalera principal de El Escorial y que es una apoteosis o gloria de la Casa de Austria se encuentra muy bien representada esta mentalidad: de rodillas sobre una nube, Carlos V ofrece a la Santísima Trinidad en su mano izquierda la corona imperial y en la derecha la de los reinos de España como símbolo de su Monarquía universal mientras que su hijo Felipe II —que no pudo ser emperador— le ofrece un Globus, es decir, un orbe católico como prenda de su Monarquía Hispánica, que comprendía también a Portugal y había propagado el Evangelio por todo el mundo, superando así a su padre, el César.

Translatio imperii bajo los Reyes Católicos

Como ha señalado Bernard Vincent en la tradición de Ramón Menéndez Pidal, los Reyes Católicos utilizaron «para su propia gloria» el tema de la cruzada que desde la conquista de Constantinopla por los turcos 1453 estaba en el ambiente de Occidente, pero que ningún rey ni papa (a excepción de Pío II) había tomado en serio. Parecen haber comprendido bien las ventajas tanto para la política interior como exterior, que podían sacar de su papel como «guías de la cristiandad»6. Su empresa no pretendía solo la toma de Granada sino también, en la tradición medieval del rey mesiánico, la conquista de Jerusalén. Así era por lo menos la propaganda de las coronas de Castilla y Aragón. La conversión masiva de judíos contribuyó a que hacia el año 1500 la visión de un carácter mesiánico de los Reyes Católicos y sus sucesores, así como la extensión de la libertad del cristiano al terreno político y social fuera «el móvil central de la vida española», por decirlo con palabras de Américo Castro7. El sentir hispano de la época lo caracteriza Castro como una «tensión mesiánica»8 o espera de algún mesías. Esto es lo que para él alumbra «la maravilla de un imperio como el español» que «no enlaza con nada europeo, ni se explica como simple prolongación de la Reconquista»9.

El providencial descubrimiento del Nuevo Mundo en 1492, el mismo año que había comenzado con la toma de Granada, refuerza el sentimiento español de ser el pueblo elegido de la cristiandad del Renacimiento. No es casual que Cristóbal Colón enlace su descubrimiento con la propaganda de los Reyes Católicos de conquistar Jerusalén. También encontramos en autores contemporáneos la referencia a la teoría de la sucesión de los imperios según el libro de Daniel. El humanista Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática de la lengua castellana (1492), profesor en Salamanca y Alcalá y cronista de los Reyes Católicos, escribirá en 1499: «Según el movimiento del cielo, todos los reinos y monarquías comenzaron en el Este y pasaron por la India, los Asirios, Grecia e Italia al Oeste, en donde se pararon»10. Nebrija no citaba esto por casualidad, sino para reclamar con conceptos de la teología de la historia el papel de guía de la cristiandad para los Reyes Católicos, cuyo maravilloso reinado era algo nuevo, no conocido hasta entonces. A la sombra de la cruzada del cardenal y regente Cisneros para la conquista de Orán (1509), Nebrija fue más explícito: aunque el título de emperador se encuentre en manos alemanas, el poder imperial está de facto en las de los reyes de España, que después de dominar grandes partes de Italia y de las islas del Mediterráneo se disponen a llevar la guerra a África y, enviando sus flotas al occidente según el movimiento de los astros, ya han llegado a las islas cerca de la India, al llamado Nuevo Mundo11. La Translatio imperii de Oriente a Occidente había alcanzado, pues, España, donde quedaría para siempre.

Otro humanista, Fernán Pérez de Oliva, intentó convencer en 1524 con parecidos argumentos a los notables de Córdoba de la necesidad de hacer navegable el Guadalquivir hasta su ciudad natal para poder participar así en el comercio de Indias: «Porque antes ocupábamos el fin del mundo, y agora estamos en el medio, con mudança de fortuna cual nunca otra se vido. Hércules, queriendo andar el mundo, en Gibraltar puso fin [...]. Agora ya pasó sus colunas el gran poder de nuestros príncipes, y manifestó tierras y gentes sin fin que de nosotros tomarán religión, leyes y lengua [...]. Así que el peso del mundo y la conversión de las gentes a esta tierra acuesta, lo cual va por tal concierto como uvo en los tiempos pasados, que al principio del mundo fue el señorío en Oriente, después más abaxo en la Asia. Después lo uvieron persas y caldeos; de aí vino a Egipto, de aí a Grecia y después a Italia, postrero a Francia. Agora, de grado en grado viniendo al Occidente, paresció en España, y ha avido crescimiento en pocos días tan grande, que esperamos ver su cumplimiento sin partir ya de aquí, do lo ataja el mar, y será tan bién guardado que no pueda huir»12.

Para explicar la maravillosa expansión transoceánica, los cronistas y teólogos cortesanos recurrieron, como no podía ser menos, a la teoría de la Translatio imperii. Con la elección via facti de España como potencia hegemónica de la cristiandad renacentista, Dios parecía haber encomendado a los españoles «a la hora undécima» (Mt 20,6) una doble tarea: el anuncio del Evangelio del reino por todo el mundo (Mt 24,14) y la reunión de la cristiandad en un solo rebaño y bajo un solo pastor (Jn 10,16). Los Reyes Católicos y sus sucesores adquieren así, ya antes de Carlos V, un carácter providencial13.

La Monarquía universal de Carlos V

Esta conciencia de la misión histórica se potenció con la unión de las coronas de los reinos de España y el Imperio en la persona de Carlos V. Al rey mesiánico de los últimos tiempos de la tradición medieval hispana se unió entonces la tradición imperial del Carolus redivivus. Esta tradición, más bien francesa, tuvo su auge en 1494 a la sombra de la expedición italiana de Carlos VIII de Francia, pero fue proyectada en el nieto de los Reyes Católicos y del emperador Maximiliano después de la muerte de aquel y las aplastantes victorias del Gran Capitán sobre los franceses en Italia. Así, el gran canciller Mercurino Gattinara verá en Carlos V la personificación de la unidad de la Monarquía universal y de la misión imperial14. Con ocasión de la elección del rey Carlos I de España como emperador Carlos V en 1519, le dijo Gattinara: «Señor, puesto que Dios os ha confiado la extraordinaria gracia de alzaros sobre todos los reyes y príncipes de la cristiandad con un poder que hasta ahora solo tuvo vuestro predecesor Carlomagno, estáis llamados a establecer la Monarquía universal y reunir a la cristiandad bajo un solo pastor»15. «Establecer la Monarquía universal» es una forma de dar a entender que ha llegado la hora de inaugurar el Quinto Imperio del Mundo también en lo temporal. Como ha dejado claro Franz Bosbach en su sólido estudio16, los conceptos de Monarcha y Monarchia se utilizan en ese tiempo para describir la posición de Carlos V.

De forma parecida a Gattinara se expresaba Alfonso de Valdés después de la victoria en Pavía sobre Francisco I de Francia17. Y en 1535, después de la victoria de Carlos V en La Goleta y la ciudad de Túnez sobre el Turco y sus vasallos, un soneto de Hernando de Acuña fue propagado por Italia y España. En él se canta la victoria como la ouverture de la ansiada Monarquía universal (tercera estrofa), en la que habrá un solo rebaño y un solo pastor (primera estrofa), un monarca, un imperio y una espada bajo la hegemonía española (segunda estrofa), pues después de la victoria por mar solo faltaba la victoria final por tierra (cuarta estrofa)18.

Algunos misioneros de extremo celo apostólico exhortan a Carlos V a acometer la conversión del Nuevo Mundo por todos los medios, incluida la fuerza y coacción. Así lo hace, por ejemplo, el franciscano Toribio de Benavente, también llamado Motolinía, en una carta al emperador desde Tlaxcala (México) del 2 de enero de 1555, en la que critica a Bartolomé de Las Casas como gran perturbador de conciencias. Después de dejar claro que la Translatio imperii había llegado a España, dice que hay que apresurarse a propagar y llevar a su plenitud el Quinto Imperio anunciado por el profeta Daniel: «Lo que yo a V. M. suplico es el quinto reino de Jesucristo, significado en la piedra cortada del monte sin manos, que ha de henchir y ocupar toda la tierra, del cual reino V. M. es el caudillo y capitán; que mande V. M. poner toda la diligencia que sea posible para queste reino se amplíe y ensanche y se predique a estos infieles o a los más cercanos, especialmente a los de la Florida questán aquí a la puerta»19.

Podríamos añadir muchos ejemplos más para mostrar la conciencia de la misión histórica reinante en la España del Renacimiento. Pero para la mayoría de los autores españoles, la elección de España se debía más bien a la toma de Granada y al maravilloso carácter de la expansión española en el Nuevo Mundo que a la unión de la corona de los reinos de España y del imperio en la persona de Carlos V.

La Monarquía Hispánica de Felipe II y sus sucesores

La conciencia de estar llamados a guiar el Quinto Imperio del Mundo sigue siendo patente bajo Felipe II y los demás reyes de la Casa de Austria, aunque la dignidad imperial después de Carlos V no permaneciera en España. Sobre todo en la época de la unión personal de las Coronas de España y Portugal (1580-1640) será muy habitual denominar a la Monarquía Hispánica como el imperio en el que no se pone el sol, lo cual quiere decir dos cosas: por una parte, que se trata de un imperio en el que se ofrece a Dios desde donde sale el sol hasta el ocaso la Santa Misa, es decir, el «sacrificio perpetuo» del que habla el libro de Daniel (12,11), y por otra, que la Monarquía Hispánica ha superado al Imperio romano, tradicionalmente el cuarto en la serie de las monarquías universales con su prolongación medieval en la cristiandad, en el que con todo su poder y gloria sí se ponía el sol, pues se limitaba al Viejo Mundo. El jurista Juan de Solórzano y Pereyra alaba en 1648 el gran poder de la Monarquía Hispánica, añadiendo que incluso los autores de países lejanos tendrán que reconocer que no ha habido desde la creación del mundo otra monarquía semejante ni en su extensión, ni en su riqueza ni en su poder20.

Después de la victoria de Lepanto del 7 de octubre de 1571, Fernando de Herrera escribió un poema parecido al de Hernando de Acuña con motivo de la conquista de Túnez21. España es vista como el pueblo elegido, mientras que los turcos son el faraón. Y la victoria fue lograda para los españoles por el mismo Dios de los ejércitos. Un modelo interpretativo del «Dios con nosotros» que es válido para las demás victorias de la España imperial bajo Felipe III y Felipe IV como muestran los cuadros propagandísticos de batallas del Salón de Reinos que ahora se encuentran en el Museo del Prado.

Hispania victrix e Hispania peccatrix

Francisco López de Gómara, capellán en la casa de Hernán Cortés, publicó en 1552 una historia de la Conquista de México y otras partes del Nuevo Mundo bajo el título de Hispania victrix (La España victoriosa). En su dedicatoria a Carlos V escribe: «Muy soberano Señor: La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias; y así, las llaman Mundo Nuevo […]. Nunca nación extendió tanto como la española sus costumbres, su lenguaje y armas, ni caminó tan lejos por mar y tierra, las armas a cuestas»22. En parecidos términos y comparando a los españoles con los romanos, a los que han superado, se expresaba el conquistador de Colombia, Gonzalo Jiménez de Quesada, en su respuesta a la obra hispanófoba del italiano Paolo Giovio23.

La visión retrospectiva del jesuita José de Acosta a finales del siglo XVI se refiere explícitamente a la teología de la historia del libro de Daniel, al describir la llegada del cristianismo y los españoles al Nuevo Mundo cuando los imperios azteca e inca habían alcanzado su apogeo en lo que ve la mano de la providencia divina: «A este tiempo juzgó el Altísimo que aquella piedra de Daniel, que quebrantó los reinos y monarquías del mundo, quebrantase también los de este otro Mundo Nuevo; y así como la ley de Cristo vino, cuando la monarquía de Roma había llegado a su cumbre, así también fue en las Indias Occidentales. Y verdaderamente fue la suma providencia del Señor»24.

De acuerdo con la matriz bíblica arriba indicada, el curso de los acontecimientos produjo también otra interpretación bajo el signo de la Hispania peccatrix (La España pecadora) y el peligro de que Dios derramara su ira sobre ella. En 1552, Bartolomé de Las Casas se disponía a dar a la imprenta en Sevilla su libelo Brevísima relación de la destruyción de las Indias. Pero después de la lectura de la obra de López de Gómara escribió como introducción un breve «argumento» lleno de una ironía mordaz, digno de una pluma que tenía la fuerza de una espada: «Todas las cosas que han acaecido en las Indias, desde su maravilloso descubrimiento y del principio que a ellas fueron los españoles para estar tiempo alguno, y después, en el proceso adelante hasta los días de agora, han sido tan admirables y tan no creíbles en todo género a quien no las vido que parece haber añublado y puesto silencio y bastantes a poner olvido a todas cuantas por hazañosas que fuesen en los siglos pasados se vieron y oyeron en el mundo. Entre éstas son las matanzas y estragos de gentes innocentes y despoblaciones de pueblos, provincias y reinos que en ellas se han perpetrado, y que todas las otras no de menor espanto»25. Las Casas escribió su obra movido, como dice, por una doble compasión: con los pobres e «innocentes» indios (con el latinismo quiere dar a entender que eran inocentes en el sentido de la guerra justa, pues no habían hecho ninguna injuria a los españoles) y con su patria, «que es Castilla» para que «no la destruya Dios por tan grandes pecados en su fe y honra cometidos en los próximos»26.

No es casualidad que Las Casas describa los hechos de los españoles como «destruyción» de las Indias pues, como ya vimos, la Crónica de Alfonso X lloraba la «destruyción» de la España visigótica a manos de los musulmanes. Las Casas sugiere, pues, un paralelismo entre ambos acontecimientos: que los cristianos españoles se han portado en las Indias como los musulmanes con el reino visigodo, traicionando así su misión de evangelizar (pacíficamente) e integrar a los pueblos amerindios en la cristiandad, respetando sus derechos, libertades y señoríos. La consecuencia es para Las Casas que, si España persiste en el mal gobierno de las Indias con las conquistas y encomiendas, Dios permitirá su «destruyción» a manos de los turcos como antes permitió la del reino visigodo a manos de los árabes y moros. «Dios ha de derramar sobre España su furor y su yra porque toda ella ha comunicado e participado poco que mucho en las sangrientas riquezas robadas y tan usurpadas y mal havidas y con tantos estragos e acabamientos de aquellas gentes si gran penitencia no hiziere y temo que tarde o nunca la harán porque la ceguedad que Dios por nuestros pecados ha permitido en grandes y chicos y mayormente en los que se honran y tienen nombre de discretos y sabios y presumen de mandar en el mundo»27. Así veía Las Casas (se trata de su testamento de 1564) el proyecto de la Monarquía universal al final de sus días.

En la carta dedicatoria a Felipe II al comienzo de su última obra en ese mismo año, Las Casas señala, con valentía profética y a la vez de acuerdo con el derecho castellano, que nadie le puede impedir decirle al rey lo que piensa para descargo de su conciencia, pues es «natural destos vuestros reynos» con origen «de los antiguos cristianos que poblaron Sevilla y en ella nacido». Le ruega por última vez que piense en su obligación de procurar un buen gobierno como Padre y Pastor de sus pueblos; le pide que confíe más en la Providencia divina que en el oro del Callao o la plata de Potosí; le expresa su temor de «que Dios el rigor de su yra derrame» y le recuerda lo que dice el Salmo 137,8: «¡Hija de Babel, devastadora, feliz quien te devuelva el mal que hiciste…!»28. El salmo continúa con estas palabras: «¡feliz quien agarre y estrelle contra la roca a tus pequeños!». Las Casas no necesitaba citarlas explícitamente para dar a entender que estaba pensando en lo que la Crónica de Alfonso X decía sobre el dolor de España durante la conquista islámica y que ya citamos más arriba: «Con los ninnos chicos de teta dieron a las paredes».

Su temor de que Dios permitiera la «destruyción» de España lo expresó Las Casas «antes» de Lepanto. Algunos admiradores suyos, como el dominico Francisco de la Cruz, pensaban por entonces que la Iglesia iba a tener que emigrar al Nuevo Mundo y hacer de Lima la nueva Roma. Después de la victoria de Lepanto sobre el Turco —que Miguel de Cervantes en el prólogo de sus Novelas ejemplares llama no sin ironía (recordemos lo que decía López de Gómara del descubrimiento) «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros»— se acaba la paciencia de Felipe II con esos profetas exaltados, y algún simpatizante de Las Casas, como por ejemplo el franciscano Alonso de Maldonado, dará con sus huesos en la cárcel. El desventurado Francisco de la Cruz tuvo peor suerte y fue quemado 1578 en Lima como hereje. Las profecías de la «destruyción» de España estarán de nuevo en boga a la sombra del desastre de la «Armada invencible» (1588). Pero este episodio, que los ingleses comenzaron a interpretar como un fanal para la Translatio imperii a su monarquía, no fue para los españoles más que una triste anécdota que no puso en peligro su hegemonía. Conviene señalar, empero, que Felipe II comprendió el mensaje de Las Casas y convocó en 1568, dos años después de la muerte del profeta, una gran Junta para la reforma del gobierno de las Indias, como veremos más abajo (cf. cap. II).

Defensa de la misión histórica de España en el siglo XVII

El dominico Tommaso Campanella, que se tenía por el mejor teólogo político de su tiempo, se ocupó del tema en diferentes obras y fases de su vida: cuando era súbdito del rey de España en Nápoles (tanto en libertad como en la cárcel) y cuando a partir de 1634 se puso al servicio del rey de Francia. Su obra Monarchia di Spagna (1601) contiene pasajes en contra de España, escritos probablemente antes de ser apresado en 1598 por fomentar la rebelión; y otros a favor de España, escritos en la cárcel como parte de su estrategia de defensa. No falta una clara referencia a la Translatio imperii según el libro de Daniel: «En la migración de Este a Oeste, la Monarquía universal pasa de los asirios, medos, persas, griegos y romanos (…) finalmente a los españoles. Después de un gran período de opresión y división (Campanella piensa en la invasión musulmana y sus consecuencias), la Divina providencia, como corresponde al movimiento circular de todas las cosas, ha entregado a los españoles la Monarquía de una forma aún más maravillosa que a todos sus predecesores»29.

Campanella nombra tres causas que contribuyen a la fundación de los imperios: Dios, la prudencia y la fortuna o la ocasión del momento histórico, causas que han tenido una importancia especial en el caso español. Gracias a Dios, porque los reyes españoles después de ochocientos años de lucha contra los moros recibieron del papa el título de «Reyes Católicos» o «Reyes Universales». (La concesión de este título muestra para Campanella que Dios suele hablar sobre todo por la boca de sus sacerdotes). Gracias a la prudencia, porque los españoles han conservado su Imperio por medio de los arcabuces y de la imprenta, es decir: de las armas y la literatura política, para lo cual se necesita mucha prudencia. Y finalmente, gracias al momento histórico porque han descubierto el Nuevo Mundo, se han unido a la Casa de Austria y desde 1580 han asumido además la Corona de Portugal. Si los españoles lograran vencer definitivamente al Turco que, lo mismo que ellos, intenta establecer una Monarquía universal, podrían gobernar todo el mundo. Entonces habría un solo rebaño y un solo pastor.

El que estemos ante las puertas de ese acontecimiento se desprende del hecho de que en el Imperio español siempre se celebra en el algún lugar desde donde sale el sol hasta el ocaso la Santa Misa, el «sacrificio perpetuo» del que habla el libro de Daniel, como vimos más arriba. España tiene a su favor además la gran constelación sideral de Sagitario, que apareció también hace ochocientos años durante el reinado de Carlomagno y hace 1.600 durante el de César Augusto. Francia no puede reclamar el papel de guía de la cristiandad pues su hora ya llegó hace ochocientos años y ya ha dado, pues, sus frutos según el salmo 67,7.

Mientras que Campanella en esa época defendía la supremacía de España, otros autores (calvinistas de los Países Bajos, franceses e ingleses) la atacaban con sus discursos político-teológicos. A ellos se dirige el abad benedictino Juan de Salazar en su obra Política española (1619)30: como España ha sido siempre dominada por otros pueblos, a saber, por los fenicios, cartagineses, romanos, vándalos, suevos y godos (de los musulmanes no habla), y hablando en lenguaje bíblico ha sido «la más pequeña» entre las naciones, corresponde a la lógica de la Historia sagrada que ahora sea la sede de la Monarquía universal, a la que deben obedecer las demás naciones del orbe. La condición es que España se mantenga siempre libre de herejía y fiel a la verdadera fe, que propague esta por todos los rincones del mundo y que ofrezca a Dios desde donde sale el sol hasta el ocaso el «sacrificio perpetuo» que es la Santa Misa. El actual momento histórico, marcado por la concordia de los reinos hispánicos y la discordia en los reinos vecinos y extranjeros, es una gran ocasión para la conservación y el crecimiento de los territorios de la Monarquía Hispánica. Salazar solo ve un peligro potencial en la unidad de los protestantes y en el Turco.

La obra de Salazar es la cumbre en el intento de legitimar la misión histórica de España con el libro de Daniel. Pero en los decenios posteriores también se ocuparon algunos autores del tema. Pues durante la Guerra de los Treinta Años se desencadenó una furiosa batalla propagandística, sobre todo entre franceses y españoles, para justificar la supremacía en la Monarquía universal. En ese contexto, Diego de Saavedra Fajardo, miembro de la delegación española en las negociaciones de la Paz de Westfalia, esboza en su obra Corona gótica, castellana y austríaca (1648) una justificación de la conciencia española de su misión histórica que hispaniza totalmente el esquema de la sucesión de imperios del libro de Daniel.

Mientras que la mayoría de los autores identificaba las cuatro monarquías con los asirios, persas, griegos y romanos, Saavedra dice que se trata más bien de los alanos, vándalos, suevos y visigodos en el suelo hispano. Los rasgos de las cuatro bestias que salen de lo profundo del mar (según Dn 7) cuadran muy bien con esos reinos. Los diez cuernos de la cuarta bestia son los diez primeros reyes arrianos entre los visigodos; el cuerno pequeño, el anticristo, es Leovigildo, que después de la conversión de su hijo Hermenegildo a la fe católica mantuvo su reino un corto tiempo bajo el dominio arriano, etc. El pueblo de los «Santos del Altísimo», a quien Dios entrega su reino eternamente (Dn 7,27), es la España católica después de la conversión de Recaredo en 587-589. Desde entonces, los reyes de España han permanecido fieles a la fe católica y su reino no ha dejado de crecer y de ser cada vez más poderoso hasta alcanzar los cuatro continentes. El Imperio español forma por lo tanto, junto a la Iglesia católica, el Quinto Imperio, que según la profecía durará eternamente y no le será entregado a ningún otro pueblo. Aunque en cuanto a la parte temporal eso no puede decirse con seguridad pues la experiencia y la ley natural nos enseñan «que los reinos se establecen, se desarrollan y perecen». Infalible es solo la verdad de que la duración de los reinos es un premio a la virtud y Dios, «a causa de las injusticias, la violencia y el dinero» (Si 10,8) traslada la guía de su reino de una nación a otra31. En medio de la batalla propagandística, Saavedra se refugiaba en la hispanización total de la visión de Daniel y en la interpretación providencialista de la Historia de España de la Crónica de Alfonso X con España después de la conversión de Recaredo como una especie de Israel del Nuevo Testamento.

La hora de Francia

En 1650 pintó Rembrandt La visión de Daniel, un cuadro que es todo un símbolo de ese siglo tan cargado de «Quintomonarquismo» (la espera del Quinto y definitivo imperio) tanto entre los cristianos como entre los judíos. El Siglo Español converge con el apogeo y la crisis de las teorías de la Monarquía universal, la Translatio imperii y la recepción del libro de Daniel32. Es una época en la que se cuestionan las pretensiones de dominio universal y se busca más bien un equilibrio entre las diferentes naciones y reinos de la cristiandad. La Paz de Westfalia (1648) sancionará esta última tendencia dejando al papa como algo simbólico y al Papado como una mera institución de la Iglesia católica. Pero, paradójicamente, al mismo tiempo parece que todas las grandes naciones de la época se sienten llamadas en ese siglo, lleno de escritos político-teológicos sobre el libro de Daniel, a ser el pueblo guía del Quinto Imperio del Mundo, el reino temporal del Mesías. Mientras que en España continúa viva esa llama, Portugal reclama con el jesuita António Vieira su hora. En su obra História do Futuro - Esperança de Portugal - Quinto Império do mundo esboza en medio de la Guerra de Restauración portuguesa una lusitanización de la visión de Daniel. Luís de Camões ya había cantado en Os Lusíadas que los asirios, persas, griegos y romanos se escondieron ante Luso. Vieira quiere, «sin lugar a dudas», demostrar que se nos ha prometido un Quinto Imperio, el reino de Cristo en este mundo y que la nación portuguesa está llamada a ser la guía del mismo en el aspecto temporal33. También los puritanos milenaristas del The Fifth Monarchy Movement, que entre 1649 y 1661 en la Inglaterra del Commonwealth después del regicidio de Carlos I intentaron instaurar el Quinto Imperio de forma violenta, se sienten elegidos por Dios como los «Santos del Altísimo». El sentimiento de elección es igualmente fuerte en la Suecia de Carlos Gustavo X, la Casa de Austria en su rama imperial y la Francia de Luis XIII y XIV. En medio de esta fiebre de mesianismo político, los sefardíes de Ámsterdam, con el rabino Mennaseh Ben Israel a la cabeza, dan a entender a la cristiandad que el papel de pueblo guía del reino del Mesías ya había sido reservado para ellos desde hace mucho tiempo. Este es el tenor de su librito en castellano Piedra gloriosa o de la Estatua de Nebuchadnesar impreso en Ámsterdam en 1655. Pero Francia tenía las mejores cartas para sustituir a España como potencia hegemónica.

A un teólogo político como Campanella no se le había escapado que los hechos apuntaban a Francia. Por eso se fue allí en 1634 y puso su pluma al servicio del rey de Francia que en la Guerra de los Treinta Años quería desafiar el poder español. Como teólogo cortesano de Luis XIII y propagandista político del cardenal Richelieu, Campanella intentó justificar, en una obra que quedó incompleta y en las ediciones modernas se llama Monarchia di Francia, la Translatio imperii por la providencia de Dios al rey de Francia. Campanella acentúa también aquí el principio hierocrático de su teoría político-teológica: que el papa es la cabeza de la Monarquía universal y los reyes solo ostentan el poder temporal por delegación suya. Pero la pregunta es qué rey cristiano está llamado a reunir a todo el rebaño bajo un solo pastor. Campanella responde primero con su vieja tesis: todo parecía indicar que esta era la tarea del rey de España. Pero luego añade: «La esencia de esa monarquía pertenece más bien a Francia que a España»34. Los españoles solo han sido sus precursores.

Campanella esboza entonces una apología de Francia. Pues el título de «Rey Católico» que posee el rey de España no es de mayor dignidad que el de «Rey Cristianísimo» del rey de Francia. Si los españoles no son fieles a su misión, Dios elegirá a otros pueblos como Francia e incluso los asentará en España. La obra concluye con consejos para la Renovatio imperii de los franceses. Para ello es sobre todo necesario luchar contra el hispanismo y ganar la batalla de la propaganda contra los españoles con la pluma y los buenos argumentos de los sabios. Hay que propagar que Dios no quiere que los españoles se queden en el Viejo Mundo, en donde solo producirán dolor y sufrimiento con sus malas obras; más bien quiere que se vayan todos al Nuevo Mundo donde ha previsto para ellos muchas cosas buenas. Campanella pensaba en una Monarquía universal doble, es decir, en un orden mundial «bipolar» como se dice hoy: a los franceses el Viejo y a los españoles el Nuevo Mundo.

En 1635 entrará Francia en la Guerra de los Treinta Años contra la Monarquía Hispánica. Por eso continuará esa guerra en 1648, después de la Paz de Westfalia de las potencias en liza con el emperador. Al principio, en 1636, los españoles pudieron vencer y avanzar hasta París, pero después de la victoria francesa de 1643 en Rocroi se cambiaron las tornas definitivamente a favor de Francia. Siguieron las victorias francesas de Lens (1648) y Dunkerque (1658) y la Paz de los Pirineos (1659) entre un perdedor que había luchado con dignidad, honra y valentía, y un vencedor que no quería abusar de su victoria: Felipe IV tuvo que casar a su hija María Teresa, tantas veces retratada por Velázquez, con Luis XIV y dejar a los franceses algunas plazas en Flandes, así como pequeños territorios transpirenaicos de la antigua Corona de Aragón que ya no tenían mucho valor estratégico. La hegemonía española en Europa dio paso a la francesa. Pero España siguió siendo una gran potencia gracias al imperio de ultramar.

La Leyenda Negra

El concepto fue introducido por Julián de Juderías a partir de 1912 para designar las «descripciones grotescas» del carácter de los españoles y de su cultura así como las acusaciones de toda clase contra España partiendo de exageraciones e informaciones tergiversadas. En el fondo es el precio de la pretensión hegemónica de España en la Primera Edad Moderna y la consecuencia de la primera gran batalla propagandística después de la invención de la imprenta. Los enemigos de España la ganaron porque Felipe II y sus sucesores prácticamente no quisieron o no supieron hacer una contrapropaganda eficaz: tan seguros estaban de la superioridad moral de la causa española y de que Dios estaba con ellos. La Leyenda Negra mezcla la «imperiofobia» típica contra las potencias hegemónicas con una «hispanofobia» fundada en prejuicios antropológicos y componentes cuasi racistas, como por ejemplo cuando Martín Lutero en sus Tischreden tilda a los españoles de que son «en su mayoría marranos y mamelucos, que no creen en nada»35 y que con su despotismo oriental pretenden tiranizar a los alemanes. Epítetos como «asquerosos marranos», «falsos cristianos y bastardos», así como «los enemigos más crueles del género humano» o la «servidumbre española» son lugares comunes en los panfletos hispanófobos de la Primera Edad Moderna. Los enemigos de la Monarquía Hispánica (italianos, alemanes, holandeses, franceses, ingleses, bohemios) intentaban desacreditar así a los reyes (sobre todo a Felipe II), las personas, la cultura y las instituciones (Inquisición) españolas.

La literatura hispanófoba bebe de diferentes fuentes. Una es la denuncia profética que hizo sobre todo Bartolomé de Las Casas de la crueldad de los conquistadores y encomenderos en el Nuevo Mundo (Brevísima relación de la destruyción de las Indias, 1552; esta obra tuvo en el siglo XVI cuatro ediciones en flamenco/holandés y 25 en el siglo XVII; además de cinco en francés, cuatro en inglés, dos en alemán y una latina) para mover a Carlos V a prohibir las conquistas y las encomiendas y velar por un buen gobierno de los indios. Otra es la denuncia de las mañas de la Inquisición por un tal Reginaldo González Montano (Exposición de algunas mañas de la Santa Inquisición española, 1567), que bien pudiera ser un pseudónimo del protestante huido de Sevilla, Casiodoro de Reina. También hay que tener en cuenta la denuncia de las crueldades de los españoles durante la restauración católica en Inglaterra en el reinado de María Tudor (1553-1558), narradas por el exiliado John Foxe (Acts and Monuments, 1554); no hay que olvidar la obra de Guillermo de Orange-Nassau (Apologie, 1580), en la que se presenta a Felipe II como bígamo y asesino de su propio hijo don Carlos, y tampoco la denuncia de dicho rey por su secretario escapado y despechado Antonio Pérez (Relaciones, 1594), y otras fuentes. La crítica histórica, con frecuencia gracias a las investigaciones de autores de las antiguas naciones enemigas de España, ha demostrado claramente la falta de fundamento de la Leyenda Negra, si bien es verdad que de todos los imperios y naciones, como de la misma Iglesia católica, se puede escribir siempre una historia criminal selectiva.