Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
El esperadísimo manifiesto del líder del mejor grupo de rap de la historia. Estructurado a partir de varios pasajes fundamentales de su vida, vamos entendiendo lo que aprendió el rapero de sus aciertos y sus errores, todos ellos siempre salpicados por sus diversos intereses: el ajedrez, la religión, la música y las artes marciales. Desde las peores zonas de New York en los años ochenta y noventa hasta las más elevadas cumbres del templo de Shaolin, las lecciones de RZA deslumbran, divierten e inspiran a partes iguales. Una guía filosófica que ilumina e inspira. Un libro fundamental para los amantes del rap. Filosofía oriental, creatividad, estoicismo, artes marciales, espiritualidad, sabiduría callejera y rap. Toda la sabiduría de RZA —líder del más increíble grupo de rap de todos los tiempos: Wu-Tang Clan— en un solo libro. «Sorprendente, profundo y provocador: un Siddharta para el siglo XXI.» THE NEW YORK TIMES
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 243
Veröffentlichungsjahr: 2024
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
La perrita Blackie descubrió muy pronto su propia isla. Era un cojín del sofá,
tirado en medio del salón. Ahí encontró su espacio y su fuerza.
Índice
Portada
El Tao de Wu
Créditos
Introducción. Viajes
Primer pilar de la sabiduría. La llamada
Isla
El arte de escuchar
Segundo pilar de la sabiduría El conocimiento
El miedo
El horror
Lecciones de ajedrez
Tercer pilar de la sabiduría Las cámaras
Corazón
El sutra del corazón
Santos guerreros
Ingenio
Cuarto pilar de la sabiduría Luz y oscuridad
Por encima del barullo
Quinto pilar de la sabiduría. Llega Te Abbot
Versos de ajedrez
La otra mejilla
El chi gangsta
Paz
Trampas para las ideas
Sexto pilar de la sabiduría La disolución
Koanes del Hip-Hop
Los oropeles y la nada
El hombre y los animales
Séptimo pilar de la sabiduría Dioses y héroes
Alma
Cerebro digital
Cultura digital
Djinns digitales
La mente novata
Conclusión
El sentido
El agente de cambio universal
Notas
RZA (nacido como Robert Fitzgerald Diggs el 5 de julio de 1969, en Brooklyn), es rapero, productor musical, compositor, actor, escritor y cineasta. Miembro fundador del supergrupo de rap Wu-Tang Clan y fuerza de la naturaleza con una creatividad inagotable. Como artista en solitario ha sacado adelante cientos de proyectos de toda índole, entre ellos, por ejemplo, compuso la banda sonora de la película Ghost Dog. En el libro que tienes ahora mismo en las manos te enseña el camino de la Verdad.
Título original: The Tao of Wu
Diseño de cubierta: Luis Paadin
© de la fotografía del autor: Gage Skidmore
© del texto: Rza Productions, Inc, 2009.
Esta edición se ha publicado con el acuerdo de Riverhead Books, un sello de Penguin Publishing Group, una división de Penguin Random House LLC.Todos los derechos están reservados
© de la traducción: Carles Andreu, 2024
© de la edición: Blackie Books S.L.
Calle Església, 4-10
08024 Barcelona
www.blackiebooks.org
Maquetación: Acatia
Primera edición digital: octubre de 2024
ISBN: 978-84-10025-16-5
Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.
Un viaje de mil kilómetros comienza con un solo paso.
LAO-TSE
Cuando vives en los bloques sociales, casi nunca sales de ellos. Todo está allí: la lavandería, el supermercado, el cajero automático... Todo está diseñado para que puedas vivir tu vida entera en un radio de cuatro manzanas. He vivido por lo menos en diez bloques de viviendas sociales distintos de Nueva York, conocidos como the projects: Van Dyke en Brownsville; Marcus Garvey en East New York; Park Hill y Stapleton en Staten Island... Y todos me han enseñado algo, aunque sean lecciones que uno preferiría no recibir.
Imagina que tienes ocho años y que vas a la tienda con treinta y cinco centavos para comprar un paquete de caramelos blandos y una bolsa de pipas. Cuando llegas, tres adolescentes te estrangulan con un paraguas y te quitan tus treinta y cinco centavos para comprar cigarrillos. Así son los bloques sociales: una clase de matemáticas y de economía en cada esquina. Imagina que vives con dieciocho familiares en un apartamento de dos habitaciones, justo enfrente del juzgado y de la cárcel del condado. De pequeño te preguntas por qué la cárcel y el juzgado están tan cerca de los bloques sociales, pero cuando unos años más tarde te encierran allí, lo descubres. Aprendes educación cívica, gobierno, derecho y ciencias todos los días. Sobre todo ciencias. Porque los bloques sociales, como la cárcel, son un proyecto científico. Uno del que nadie espera que salgas.
Pero yo salí, dejé los bloques de Stapleton en 1992, cuando tenía veintitrés años, y no mucho más tarde mis hermanos de Wu-Tang Clan y yo nos convertimos en ciudadanos del mundo. Pero las lecciones que aprendimos en los bloques de viviendas sociales siguen acompañándonos. Son uno de los cimientos de nuestra sabiduría, la oscuridad que nos permite ver la luz.
Ahí va un ejemplo.
En 1978, mi madre, que trabajaba en una casa de apuestas clandestinas, acertó el número y ganó unos cuatro mil pavos, dinero suficiente para que los ocho nos mudáramos a una casa de tres habitaciones en la avenida Dumont. En ese momento vivíamos en Marcus Garvey, un gueto violento, pero por un momento nos sentimos como los niños blancos de la serie Con ocho basta: ocho niños con juguetes, bicicletas y un nuevo hogar. Pero antes de que pudiéramos mudarnos, entraron a robar. Todas nuestras cosas (juguetes, bicicletas, muebles) desaparecieron justo antes de Navidad. Nos quedamos hechos polvo, pero nos mudamos de todos modos, y no tardé mucho en conocer a nuestro vecino de al lado, Chili-Wop.
Chili-Wop era el cabrón más cool que hubieras conocido en tu vida. Era un traficante de drogas cachas, con cadenas de oro, un estilo que te cagas y una forma de hablar memorable. «¡Whasuuup! —gritaba—. ¡Ahí va Chili-Wop, nigga, ¿qué pasaaa?!» Por alguna razón le caí bien y empezó a llevarme por ahí —a comprar drogas, en realidad, aunque yo entonces no lo sabía— y a cuidar de mí. Chili-Wop se convirtió en un aliado, un protector en un mundo violento. Casi dos años después de que nos mudáramos me confesó algo. «Cuando os mudasteis entré a robar en vuestra casa, colega. No sabía que ibais a ser una familia legal.» Cuando me lo dijo yo ya no podía hacer gran cosa al respecto y, además, para entonces se había convertido en algo así como mi mejor amigo —o como se dice ahora en el barrio, mi big homie—, o sea que en cierto modo no pasaba nada.
Es solo una lección sobre el barrio: tus aliados pueden presentarse como enemigos y, al principio, las bendiciones pueden parecer una maldición.
Por aquel entonces yo tenía diez años y Chili-Wop tenía dieciséis. Al año siguiente, unos traficantes rivales se liaron a tiros con la banda de Chili-Wop y este acabó en la cárcel. Así era la vida en la avenida Dumont. Hoy puedo verla como lo que fue: un infierno de violencia, adicción, miseria y humillaciones, factores que estaban presentes incluso en el aire y en el agua. Si llovía mucho, el agua arrastraba excrementos humanos flotando junto a nuestro dormitorio del sótano, donde mis cinco hermanos y yo dormíamos en dos camas individuales. Nadie elige vivir así, pero ahora veo que incluso esa experiencia —vivir en un lugar donde la mierda pasa flotando— fue una valiosa fuente de sabiduría.
Es como una historia de la vida de Da’Mo, el monje indio que introdujo el budismo zen en China. Un día Da’Mo estaba hablando con otro monje y este empezó a quejarse del barro: era sucio, dijo, y el hombre debía mantenerse limpio y alejado del barro. Pero Da’Mo señaló que el loto crece en el barro: «¿Cómo puedes hablar mal del barro cuando de él crece una flor tan hermosa?», le preguntó. Las enseñanzas de Da’Mo llegaron a todas partes, desde la clase samurái de Japón hasta los monjes kung-fu de Shaolin, pasando por los bloques de viviendas sociales de Staten Island. Según mi forma de ver, esa enseñanza de Da’Mo se puede aplicar a los bloques sociales: la miseria de aquellos lugares hizo brotar una flor que no habría crecido en ningún otro lado.
Cuando tenía trece años vi la película de kung-fu Las 36 cámaras de Shaolin, la historia de un hombre que se entrena para ser monje shaolín y luego abandona el templo para enseñar su estilo de kung-fu al mundo. Nueve años después, fundé WuTang Clan y salimos de Staten Island para enseñar nuestro estilo de hip-hop al mundo. Ocho años más tarde, me planté en el auténtico Shaolin, vi el monte Wu-Tang y comprendí que todo forma parte de un todo. Comprendí que era cierto: éramos lo que siempre habíamos afirmado ser, hombres de WuTang.
Shaolin está lejísimos de Staten Island, más lejos es casi imposible. Se encuentra en el monte Song, la cima central de las cinco Grandes Montañas del taoísmo chino, un lugar sagrado a orillas del río Amarillo. Allí, en la vertiente occidental de la montaña se alza el templo Shaolin, una construcción baja y robusta de paredes rojas y ventanas redondas, con el mismo patio donde los monjes llevan practicando kung-fu desde que Da’Mo lo visitó en el siglo vi.
Shaolin está a once mil kilómetros de Nueva York. El monte Wu-Tang, situado a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, está aún más lejos. Se llega a él tras un viaje de cinco horas en autobús a través de sinuosas carreteras de montaña y es el hogar de varios monasterios taoístas que se remontan a mil quinientos años. Desde lo alto de la montaña, miramos hacia la cadena de picos llamada los Nueve Dragones y esto es lo que vimos: tres montañas que forman una W gigante, el símbolo que, nueve años atrás, había elegido para representar a un grupo de nueve hombres. Era tan claro como el agua y lo ha sido durante un millón de años. Pero hay cosas que no son visibles hasta que estás realmente preparado para verlas.
A mi lado estaba Shi Yan Ming, un hombre al que llamo Sifu, que significa ‘maestro’. Shi Yan Ming es un monje shaolín de trigésimo cuarta generación que desertó a Estados Unidos el mismo año que fundamos Wu-Tang. Mientras contemplábamos las montañas, Sifu y yo hablamos del Wu-Tang original, fundado por un monje llamado Zhang Sanfeng, al que habían desterrado a aquella montaña por haber actuado con violencia y haber hecho el mal. Zhang Sanfeng llegó a la montaña para meditar y encontrar a Dios, y con el tiempo acabó fundando el Wu-Tang. Nuestro grupo tenía muchos significados para las palabras Wu-Tang, como ‘Witty, Unpredictable Talent and Natural Game’*, o ‘We Usually Take Another Nigga’s Garments’**. Pero en China aprendí otro, el original: ‘Hombre digno de Dios’.
En ese sentido, todos somos Wu-Tang. Tú eres Wu-Tang. Si alguna vez has estado en una montaña o junto al océano y has sentido una conexión profunda, una presencia vasta, infinita en tu interior, conoces la sensación. Es lo que los taoístas llaman Unidad, los musulmanes llaman Alá y otros llaman Dios. Y eso es lo que yo sentí en el monte Wu-Tang, pero también en Staten Island e incluso en la avenida Dumont, en Brooklyn (solo que ahí la sensación fue menos intensa, más discreta). La verdad de Alá está dentro de todos, siempre: una semilla que espera que la luz la ayude a crecer. La sabiduría es la luz.
Este es un libro sobre la sabiduría: una acumulación de canciones, parábolas, meditaciones y experiencias que te ayudarán a reproducir esa verdad en tu vida. La sabiduría muestra la luz a quienes viven en la oscuridad, revela la senda, el camino. Es lo que todos necesitamos para vivir. Los sutras de Buda enseñan que sin sabiduría no se gana nada. En el bíblico libro de los Proverbios, el rey Salomón elige la sabiduría por encima de todos los demás dones que Dios le ofrece (una larga vida, riquezas, fama...), pero gracias a ella termina consiguiendo todos estos dones y muchos más, incluidas setecientas esposas. Las Matemáticas Divinas del islam nos enseñan que la sabiduría es el Dos después del Uno, que es el conocimiento: es la prueba del conocimiento, el reflejo del conocimiento, el conocimiento en acción. En mi vida, todas estas interpretaciones de la sabiduría han demostrado ser ciertas.
Krishna dijo que puedes pasarte el día estudiando, rezando y cantando, pero que llegarás antes al Cielo si te rodeas de sabios. He tenido la dicha de vivir entre sabios toda mi vida, ya sea mi primo GZA, que fue el primero en enseñarme Matemáticas; mi hermano chino Sifu, que me enseña kung-fu, o los estudiantes de filosofía que conocí en Atenas, los aldeanos que me acogieron en sus chozas de barro en África, los pioneros del sonido con los que colaboré en Suiza, los directores de cine de Hollywood, los mulás de Egipto... Como artista que soy, siempre ando conociendo a gente que quiere enseñarme algo y siempre estoy dispuesto a aprender. En Wu-Tang Clan me llaman «the Abbot» (que, al igual que Sifu, significa ‘maestro’), pero un verdadero maestro es también un alumno, alguien que nunca deja de aprender.
El libro de los Proverbios dice que el rey Salomón pasó la vida entera buscando la sabiduría, que es lo mismo que decir que buscaba una forma de renacer. Así como el nacimiento físico requiere pasar por el vientre de una mujer, el nacimiento mental requiere pasar por la sabiduría. Y, como un parto, la sabiduría suele venir acompañada de dolor. El dolor, la felicidad, el miedo... todos han hecho aflorar en mí la sabiduría, que, como el agua, es un manantial que fluye sin parar de un océano sin fondo, un flujo de vida que puede adoptar la forma de cualquier recipiente, que se revela en todos los cuerpos y en todos los momentos. Porque la sabiduría es el camino.
You’ve been given the chance to hear the true and living,
So do the knowledge, son, before you do the wisdom.*
RZA, «A Day to God Is 1000 Years»
From the heart of Medina
to the head of Fort Greene
Now-Y-C: Now I See Everything.*
RZA, «N.Y.C. EVERYTHING»
Que desaparezcan el que llama y el llamado;
que se pierdan en la llamada.
RUMI
Cada historia y cada vida tiene su llamada. En el libro del Éxodo, Moisés la oye después de abandonar Egipto como pastor. Se le escapa una oveja y, cuando sube a una montaña para buscarla, oye una voz: es Dios, que lo llama. En el Corán, Mahoma oye la llamada después de tener hijos y haber vivido una vida plena y recta; tiene cuarenta años y está meditando en una cueva cuando oye una voz: es Alá, que lo llama a ser profeta. O fijémonos, si no, en San Te, de la película 36 cámaras: está en el campo en plena rebelión contra el Imperio manchú cuando ve a un tipo que parte una caja de pescado con sus propias manos. «¿Cómo lo has hecho?», le pregunta, y el tipo responde: «Es kung-fu; lo aprendí en Shaolin». Y esa palabra, «Shaolin», se convierte en una llamada para San Te, que sale en búsqueda del conocimiento, se convierte en monje y termina difundiendo la sabiduría del kung-fu por todo el mundo.
Yo creo que cualquiera puede oír la llamada en cualquier momento. Lo sé porque yo la oí una noche, en julio de 1976, en un bloque de viviendas sociales de Staten Island.
Nací como Robert Fitzgerald Diggs, en Brownsville, Brooklyn, en el seno de una de las familias más numerosas de Nueva York. Mi madre tuvo once hijos, de modo que ella sola es responsable de treinta y cinco o cuarenta personas. Mi tío abuelo tuvo ocho hijos (uno de los cuales se convertiría en Ol’ Dirty Bastard), con lo que de ahí salieron otras cuarenta o cincuenta personas, y así sucesivamente. Por vía matrimonial o por descendencia, nos fuimos expandiendo por los cinco distritos de la ciudad, en parte porque ya estábamos bastante dispersos desde buen principio.
Mi familia se desintegró cuando yo tenía tres años. En el último recuerdo que conservo de mi padre, este me coge de la mano mientras con la otra empuña el martillo con el que destroza los muebles del apartamento. Mi madre no podía criarnos a los cinco ella sola, de modo que nos mandó lejos de casa. Yo me fui a vivir con la familia de su padre en Carolina del Norte, donde quedé al cargo de mi tío Hollis, el primer sabio de mi vida.
Hollis tenía una sabiduría tipo Salomón. Era médico y rico, poseía cientos de hectáreas de terreno, varios hijos adoptivos y una alegría de vivir que lo acompañaba siempre. Era lo que suele llamarse un ilustrado. Cada uno de los hermanos y hermanas de mi madre había tenido un padre distinto. Y aunque a la familia de su padre no le gustaba mi abuela —que había tenido a mi madre a los dieciséis años—, Hollis sentía verdadero amor por la hija de su hermano. Siempre estaba pendiente de ella, y una y otra vez había intentado que estudiara algo. Mi madre nunca lo hizo y siguió teniendo hijos. Pero Hollis sentía una obsesión por cuidar de todos esos chiquillos, y en particular de mí.
En cuanto llegué a Carolina del Norte, Hollis empezó a enseñarme cosas. Me traía libros para que los leyera y me decía: «Bobby, quiero que estudies». Antes de cumplir los cuatro años, ya hacía los deberes de mi hermano mayor. De Hollis aprendí ciencia y religión, pero también poesía, tanto escrita como oral. Uno de los primeros libros que me regaló fue una colección de poemas de Mother Goose —que procedí a memorizar de inmediato— y siempre le oía recitar esos extraños versos.
«No llores nunca ante un séquito funerario —decía—, mañana puedes ser tú quien esté dentro del sudario. Te cubrirán con los mantos del duelo y te enterrarán a dos metros bajo el suelo. Las primeras semanas no están tan mal, hasta que de tu boca escapa un estertor demencial, los gusanos recorren tu carne en una procesión extraña, las hormigas juegan a cartas en tus entrañas, en tu estómago se agita una sustancia agriada y de tus ojos sale un pus espeso como la nata montada...»
Era una vieja rima popular sureña, una de las muchas que solía recitar Hollis, y pronto empecé a repetirla yo también.
Hollis también nos llevaba a misa todos los domingos. Era en una vieja iglesia baptista sureña y los servicios eran un palo. Las historias bíblicas que leía me encantaban, pero no podía soportar aquella sala donde la gente se revolcaba por el suelo contagiada por el Espíritu Santo, babeando por los rincones. Era algo que ocurría en muchas iglesias negras, y enseguida me di cuenta de que era una farsa; aquellos gritos y gemidos no sonaban auténticos. El espíritu de Dios me parecía algo hermoso, pero tardé muy poco en disociar la experiencia de Dios de la iglesia. No lograba ver a Dios en aquellos falsos predicadores ni tampoco en la gente que se revolcaba por el suelo, pero en cambio sí podía verlo en Hollis, mi primer maestro de verdad.
Entonces, cuando yo tenía ya siete años, mi madre nos llamó de vuelta a Nueva York. Siete de mis hermanos y yo nos mudamos con ella a los bloques de viviendas sociales de Marcus Garvey, en Brooklyn, donde empezó otro tipo de educación.
Nuestra casa estaba en la avenida Dumont, justo enfrente de la piscina Betsy Head, un lugar violento y despiadado del que uno volvía siempre sin zapatillas. Los chicos de los bloques sociales de Brownsville, Tilden, Van Dyke y Marcus Garvey solían pasar el rato allí, y había dos tipos a quienes todo el mundo llamaba Bighead Mike que solían merodear por la cancha de baloncesto contigua. Uno era Mike Tyson y el otro, un traficante de drogas que años más tarde dispararía contra la puerta de nuestro edificio para tratar de cargarse a un camello rival (que resultó ser mi amigo Chili Wop). Mi segunda noche viviendo allí, tres adolescentes me atracaron en la tienda. Al llegar a casa, mi madre me preguntó qué había pasado. Cuando se lo conté, me cogió de la mano, agarró un cuchillo de cocina y, aún en camisón, me llevó de vuelta a la tienda en busca de esos hijos de puta. Fue entonces cuando comprendí en qué tipo de familia estaba metido.
Pero la verdad es que por entonces yo era un empollón: andaba siempre metido en mis libros, decía «sí, señor» y «no, señora», iba a la iglesia todos los domingos... Por mucho que me hubiera mudado de vuelta al barrio, yo seguía viviendo dentro de mi cabeza. Todo eso cambió en el verano de 1976.
Algo estaba ocurriendo en Nueva York aquel año. Había algo flotando en el aire, una energía que aún no tenía nombre. Recuerdo una tarde en particular, en una fiesta en el barrio de Park Hill, en Staten Island, en la que percibí claramente su presencia. Había ido a visitar a mi primo Gary, que más tarde se convertiría en GZA. Allí, entre los dos edificios donde los niños jugaban a una variante del béisbol callejero conocida como stickball, unos DJ habían conectado sus equipos al alumbrado público. Recuerdo que llegué, oí aquel sonido y sentí una energía que me arrastró.
El DJ era DJ Jones, y los MC eran MC Punch y Quincy. Estaban rapeando, diciendo unas rimas sencillas, los mismos dos o tres versos durante toda la noche. Así era el rap por entonces: una o dos frases repetidas una y otra vez, como un mantra. Al oír ese ritmo y esas rimas, sentí una euforia que aún no sé explicar. Acabé quedándome allí toda la noche y cuando volví a casa, a las once, mi madre me pegó una paliza.
Pero allí, en aquel aparcamiento, oí la llamada del amor de mi vida.
La noche se iba apagando. A mis ocho años, yo estaba bailando el wop con una chica, restregándome contra ella, cuando de pronto oí a uno de esos MC.
En esa época, las canciones se cantaban. Y había músicos que tocaban instrumentos. Aquello, en cambio, era un tipo hablando encima de una base. Hoy parece una locura: he escrito miles y miles de letras desde entonces, incluso letras basadas en los poemas populares de Hollis con el grupo Gravediggaz, en un álbum titulado Six Feet Deep. Pero esa noche oí por primera vez a alguien que lanzaba palabras sobre un ritmo. Como dice el Evangelio según san Juan: «En el principio era el verbo». Para mí, esas palabras fueron más que la letra de un rap: hablaban de algo inherente a mi ser. Si le preguntarais a mi hermano mayor, os diría que yo ya leía al Dr. Seuss en rima a los tres años, pero hasta esa noche había estado viviendo dentro de mi cabeza. Aquellas palabras y aquella música me llegaron y despertaron algo que llevaba muy adentro; una llamada directa a mi alma, a través de un simple rap en una fiesta, unos pocos versos que se fueron repitiendo durante toda la noche.
Dip-dip, dive
So-so-cialize
Clean out your ears
Open your eyes.*
Abre tu mente, cuerpo y alma a la voz de Dios, adopte la forma que adopte. Y deja que esa voz te arrastre hacia el mundo.
Pasé mis años de formación en una isla (Staten Island), una bendición que me ha acompañado toda la vida. Muchas culturas consideran que una isla es el hogar ideal. En primer lugar, porque está rodeada de agua, que es fuente de vida. Y luego porque te aísla de las masas, lo que te permite conocerte a ti mismo, desarrollar fuerzas interiores que no habrías encontrado en ningún otro lugar. Una isla te muestra la verdadera naturaleza de la vida misma.
En Staten Island, los hermanos de Wu-Tang vivíamos al margen de las influencias y modas vigentes en los otros cuatro distritos de la ciudad. Mi impresión es que, mientras todo en la cultura del hip-hop estaba en constante cambio, esa isla iba alimentando algo antiguo en nuestro interior. En la película Godzilla, por ejemplo, van a una pequeña isla remota y encuentran a Mothra. Pues a nosotros nos pasó lo mismo: un grupo de hip-hop formado por nueve individuos interesados en las Matemáticas, el ajedrez, los cómics y las películas de kung-fu no habría surgido en la escena artística de Manhattan. Algo como King Kong solo puede crecer en todo su esplendor en una isla remota.
La primera vez que compré una casa en Nueva Jersey, lo hice con la idea de que fuera la casa del Wu, pero el resto de los miembros de la banda no soportaron vivir allí. Querían estar en Nueva York. Para mí, en cambio, no había mejor lugar en el que vivir que en aquella casa remota, en aquella isla. Un lugar donde puedes romper las antenas de los terrados, pasar de esas frecuencias, dejar atrás el ajetreo y la negatividad del mundo. Un lugar donde reconectar con tu propia energía.
Mi maestro de kung-fu, Sifu, venía a esa casa a entrenarme. Mi tío, que, como yo, practicaba las artes marciales, también vivía y entrenaba allí. De hecho, fue en esa isla donde este desarrolló un estilo que bautizó como «Estilo Universal de Lucha Africana». Mi tío acabó pasando a formar parte del Salón de la Fama de las Artes Marciales, ya que había creado algo especial: una combinación de jiu-jitsu, kárate y lucha samurái.
El encargado de pronunciar el discurso de ingreso de mí tío al Salón de la Fama fue Moses Powell, el experto en jiu-jitsu que creó el estilo conocido como Sanuces Ryu. Powell falleció hace poco, pero fue uno de los mejores practicantes negros de artes marciales de todo Estados Unidos. Entrenó a miembros de la CIA, hizo exhibiciones ante las Naciones Unidas y dio clases a guerreros en ámbitos muy diversos. Pero cuando mi tío fue a estudiar con él, Powell le comunicó algo realmente importante. «Lo que tú posees es único», le dijo, y con ello le hizo saber que poseía un don, que ya tenía lo que necesitaba en su interior.
Mi consejo para todo el mundo es que encuentre una isla en su vida, un lugar donde la cultura imperante no pueda absorberle la energía, minarle la voluntad y la originalidad. Y como cualquier cosa física puede ser también mental, esa isla puede ser tu propio hogar. Apaga las ondas electromagnéticas a las que vives sujeto, las innumerables energías invisibles que te asaltan a todas horas, cada día.
Encuentra una isla; mira hacia tus adentros; descubre tu verdadera fuerza.
Un hombre piensa siete veces antes de hablar. Es más difícil hacer cristal que romperlo.
On the corner of my block there stood this old man
A black immigrant from the land of Sudan
Who used to tell stories to the children in the building
But never had a dollar to keep his pocket filled in
He bombed, he knew Deuteronomy the science of astronomy
But didn’t know the basic principles about economy
I say the wise man don’t play the role of a fool
Te first thing a man must obtain is Twelve Jewelz
Knowledge, Wisdom, Understanding to help you achieve
Freedom, Justice, Equality, Food, Clothing, and Shelter
After this, Love, Peace, and Happiness
He had the nappiest head, I told him total satisfaction
Is to achieve one goal in the scheme of things
He who works like a slave eats like a king.*
GRAVEDIGGAZ, «TWELVE JEWELZ»
Mientras viví en el sur, el tío Hollis fue mi maestro. En las calles de Nueva York aprendíamos unos de otros. Primos, buscavidas, gángsters..., todos formaban parte de mi familia, y aprendí algo de cada uno de ellos. Por ejemplo, cuando tenía nueve años mi primo Vince me aficionó a las películas de kung-fu. Me llevaba a los cines de la calle 42 de Manhattan, donde proyectaban sesiones triples por pavo y medio. Allí vi por primera vez Los cinco venenos mortales, de los hermanos Shaw, una película que despertó en mí una obsesión que iba a durar toda la vida. Cuando se estrenó El imperio contraataca, en 1979, todo el mundo en el colegio hablaba de esa película. «¿Habéis visto Los cinco venenos mortales?», les decía yo, pero nadie sabía de qué estaba hablando.
Entonces, en 1980, otro de mis primos me puso en contacto con una sabiduría diferente, de la que no hablaban en la escuela. Y esa sabiduría cambió mi mundo entero.
Durante los años 1978 y 1979 yo vivía en Brownsville —escribiendo versos, persiguiendo el hip-hop y viendo películas de kung-fu— pero estaba siempre deseando volver al sur. Quería pasar más tiempo a solas con el tío Hollis y seguir aprendiendo de aquel hombre que era como un padre para mí. Cuando llevaba un año viviendo en Brooklyn, mi bisabuelo vino a darme la noticia: el tío Hollis había fallecido de un ataque al corazón.