El tesoro más precioso del mundo - Alfredo Gómez Cerdá - E-Book

El tesoro más precioso del mundo E-Book

Alfredo Gómez Cerdá

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Beschreibung

Flor va a todas partes con una maleta cargada de títeres; Nomeacuerdo es un escritor con una imaginación desbordante al que se le olvidan las cosas. Juntos, han montado una divertida obra de teatro que puede saltar de las páginas de este libro a la clase. ¿Dónde está la línea que separa la ficción de la realidad? Integrada en la narración, aparece una divertida obra de teatro con todas sus indicaciones para que los lectores la puedan representar.

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Seitenzahl: 72

Veröffentlichungsjahr: 2011

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El tesoro más preciado del mundo

Alfredo Gómez Cerdá

Contenido

Portadilla

Primera parte: Antes de la función

1 Flor y Nomeacuerdo

2 Una noche en vela

3 Hace falta un narrador

4 Día D: domingo

Segunda parte: La función

Cuadro 1

Cuadro 2

Cuadro 3

Cuadro 4

Cuadro 5

Cuadro 6

Cuadro 7

Cuadro 8

Cuadro 9

Cuadro 10

Cuadro 11

Cuadro 12

Cuadro 13

Cuadro 14

Tercera parte: Después de la función

1 Aplausos

2 Una nueva función

Créditos

PRIMERA PARTE

1 Flor y Nomeacuerdo

AVANZADA la primavera, por las tardes, el parque parecía una enorme rosa recién abierta. ¡Se estaba tan a gusto allí!

Los niños corrían de un lado para otro, incansables.

Los ancianos tomaban el sol y jugaban a la petanca.

Los paseos se llenaban de transeúntes y los bancos de madera, de cansados.

Un vagabundo inspeccionaba las papeleras con la esperanza de encontrar un tesoro.

Las ardillas trepaban por los troncos de los árboles ante la mirada recelosa de los mirlos.

Los patos disputaban a las carpas los pedazos de pan que algunas personas arrojaban desde la orilla del estanque, mientras los cisnes se deslizaban sobre el agua con aparente indiferencia.

El Sol jugaba al escondite entre las ramas más altas de los castaños, los arces, los magnolios y los pinos.

Fue en el parque donde se conocieron Flor y Nomeacuerdo.

Flor era una jovencita que se movía a todas partes con una enorme maleta con ruedas. En ella no llevaba ropa de ningún tipo, ni toallas, ni un neceser con peines y cepillo de dientes... No llevaba nada de lo que suele encontrarse en una maleta.

La suya estaba cargada de muñecos que ella misma confeccionaba. Primero dibujaba la figura en su mente, después en un papel y, por último, valiéndose de cualquier material, lo construía con tanto gusto como precisión. Cuando los terminaba, les enganchaba unos hilos muy finos y los convertía en marionetas.

Los sábados y domingos, cuando el parque estaba abarrotado de gente, Flor conectaba su radiocasete y ponía una música muy alegre. Luego, iba sacando a sus muñecos de la maleta y los hacía bailar con gracia.

Tenía mucho éxito y a su alrededor siempre se formaba un nutrido corro de gente, que la aplaudía y le echaba unas monedas en un sombrero de paja que ella colocaba en el suelo, boca arriba.

Nomeacuerdo era un escritor con una imaginación desbordante, pero con un serio problema: se le olvidaban las cosas. Por eso siempre llevaba una carpeta con varios cuadernos: en ellos anotaba todo lo que sentía y todo lo que veía. Y tenía que hacerlo en seguida, pues de lo contrario se le olvidaba.

Un día, después de escribir una poesía muy bonita sobre una ráfaga del viento del norte que cimbreaba la copa de unos chopos plateados que crecían en la orilla del río, observó un corro de gente en el parque. Se acercó a curiosear y descubrió a Flor haciendo bailar a sus marionetas al ritmo de la música.

Nomeacuerdo se quedó fascinado por aquellos muñecos, que danzaban con mucha gracia, pero sobre todo se quedó fascinado por aquella muchacha, que le pareció el ser más bello y delicado de la galaxia entera.

De inmediato abrió uno de sus cuadernos e, impulsado por un arrebato incontrolable, comenzó a escribir: «Su pelo es un torbellino nocturno; sus ojos, dos cometas que rasgan el firmamento; sus dientes, una muralla de perlas dentro de un mar de coral...».

Cesó la música y Flor apagó el radiocasete. Con una reverencia agradeció al público sus aplausos y recogió el sombrero de paja lleno de monedas. Como ya era tarde, comenzó a guardar sus cosas.

Entonces se fijó en Nomeacuerdo, que permanecía inmóvil frente a ella. Cuando no la miraba, escribía en el cuaderno.

–Hola –lo saludó.

–Hola –respondió Nomeacuerdo, algo turbado.

–¿Me ayudas a recoger?

–Sí, sí... claro.

Nomeacuerdo se sentía encantado de poder ayudar a aquella muchacha. Le iba dando uno a uno los muñecos y ella los metía con cuidado dentro de la maleta. Parecía que cada títere tenía un sitio asignado.

–Me llamo Flor y me dedico a hacer marionetas –dijo de pronto ella–. ¿Y tú?

–Yo... yo... –titubeó él–. Yo me dedico a escribir y tengo un problema.

–¿Qué problema?

–Se me olvidan las cosas. La frase que más veces repito a lo largo del día es «No me acuerdo».

–¡Qué risa! –sonrió ella.

–No creas que es muy gracioso –se quejó él.

–Te llamaré, entonces, Nomeacuerdo. ¡Ja, ja! Es un nombre precioso. Nomeacuerdo, Nomeacuerdo, Nomeacuerdo...

–¿Preguntas por mí? –sonrió también él, aceptando la broma.

Y desde ese día Nomeacuerdo comenzó a llamarse Nomeacuerdo.

Antes de abandonar el parque, Flor y Nomeacuerdo se sentaron un rato en la orilla del estanque, sobre la hierba.

La tarde era deliciosa. Las nubes se hacían jirones en el cielo y los últimos rayos de sol las teñían de rojo y de violeta. El cielo parecía un enorme jersey deshilachado.

Graznaba un cuervo en la rama de un árbol y los vencejos se elevaban en busca de una cama donde pasar la noche.

–¿Te gustan las marionetas? –preguntó Nomeacuerdo por decir algo.

–Me encantan –respondió Flor–. ¿Y a ti te gusta escribir?

–Me encanta –contestó Nomeacuerdo.

Los dos se rieron y luego permanecieron un rato en silencio.

De pronto, Flor abrió los ojos al máximo y la expresión de su cara cambió por completo. Su gesto revelaba al mismo tiempo sorpresa y emoción.

–¡Qué idea tan fantástica! –exclamó de pronto Flor.

Nomeacuerdo se encogió de hombros, dando a entender que no se estaba enterando de nada.

–¿Qué quieres decir?

–Siempre he soñado con hacer una función de marionetas.

–Pero eso es lo que haces...

–No, no. Me limito a hacerlas bailar. Pero mi sueño es hacer una auténtica función de marionetas, con personajes, con una historia interesante y divertida, con cambios de escenario, con diálogos...

–¡Ah, ya lo entiendo! –dijo Nomeacuerdo–. ¿Y por qué no lo haces?

–Me faltaba la obra. Pero ahora que te he conocido...

Flor no completó la frase y observó detenidamente a Nomeacuerdo. Él se encogió de hombros y luego arqueó sus cejas de una manera exagerada; por último, esbozó una sonrisa.

–¿Quieres decir que yo...? –comenzó a preguntar.

–Exacto –le interrumpió Flor–. Quiero decir que tú... podrías escribir la función.

A Nomeacuerdo no le desagradó la idea. Escribir le fascinaba y, además, escribir una función de teatro para marionetas le permitiría ver de nuevo a Flor. Tal vez de su relación surgiese una verdadera amistad.

–Podría hacerlo –respondió–. Imaginación no me falta, ni soltura, ni oficio, ni talento, ni calidad literaria, ni...

–¡Para, para! Ya me has convencido.

–¿De verdad?

–De verdad.

Nomeacuerdo no dio un salto de alegría porque en ese momento estaba sentado en el suelo.

2Una noche en vela

CUANDO se hizo de noche abandonaron el parque. Llevaban la maleta entre los dos, cada uno sujetándola por un extremo del asa.

Se despidieron bajo la marquesina de la parada de autobuses.

–Yo cojo el de la línea 22 –le dijo Flor–. ¿Y tú?

–No me acuerdo. Creo que me iré andando.

Antes de que llegase el autobús, Flor anotó su teléfono a Nomeacuerdo en uno de sus cuadernos. Él, como es lógico, no pudo hacer lo mismo, pues no recordaba el suyo.

–¿Me llamarás cuando hayas escrito la función?

–Sí.

–¿No se te olvidará?

–Seguro que eso no se me olvida.

Llegó el autobús de la línea 22 y Flor agarró la maleta con decisión. Antes de subir, Nomeacuerdo le preguntó:

–¿Somos amigos?

–Claro –respondió Flor.

Ella se montó en el autobús y se acomodó en un asiento, junto a la ventanilla. Agitó la mano para decirle adiós y, justo cuando el vehículo arrancaba, le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.

Nomeacuerdo regresó andando a su casa. Se confundió de calle tres o cuatro veces y por eso tardó mucho tiempo en llegar. Pero no le importó demasiado, pues por el camino se le ocurrió una idea para la función de marionetas.

Le pareció una idea estupenda, que hablaba de la palabra que más emoción le causaba en esos instantes: amistad.

Cuando al fin encontró su calle, entró en un bar que estaba abierto. El camarero de aquel local se llamaba Miguel Ángel y eran amigos desde niños.

–¿Qué quieres tomar? –le preguntó Miguel Ángel.

–No me apetece nada. Solo quiero que me digas el número de mi casa. Ah, y si no te importa, dime también el piso y la letra de la puerta. Es que... no me acuerdo.