Elogio de la edad media - Jaume Aurell i Cardona - E-Book

Elogio de la edad media E-Book

Jaume Aurell i Cardona

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Beschreibung

Los estereotipos presentan la época medieval como algo grotesco e incluso aterrador. Desde su hondo conocimiento de ese período, el autor propone una visión alternativa, liberadora y luminosa. Porque la vida en la Edad Media tal vez fuera más dura que la nuestra, pero también más bella. Sin omitir los errores, Jaume Aurell enfatiza los valores más sublimes, recurriendo a una estructura teatral en tres Actos: el primero presenta los personajes, desde Constantino a Carlomagno; el segundo, los elementos corales, desde los señores feudales a los mercaderes, y el tercero, los escenarios, desde el infierno de las pandemias al paraíso de los poetas y artistas. El texto, divulgativo y riguroso, enmarca así los siglos que separan a Constantino de Leonardo da Vinci.

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JAUME AURELL

Elogio de la Edad Media

De Constantino a Leonardo

EDICIONES RIALP

MADRID

Virgilio coronando a Dante (canto 27 del Purgatorio). Acuarela de Salvador Dalí. El mundo clásico, medieval y moderno conectados por sus sublimes artistas.

© 2021 by JAUME AURELL

© 2021 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

© Ilustraciones: DANILA ANDREEV

Cubierta @ Photoaisa. Despedida de Marco Polo en la Dársena de San Marco en Venecia. Biblioteca Bodleian, Oxford.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5396-9

ISBN (versión digital): 978-84-321-5397-6

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRELUDIO

ACTO I. ACTORES

ESCENA 1. CONSTANTINO

ESCENA 2. CLODOVEO

ESCENA 3. JUSTINIANO

ESCENA 4. MAHOMA

ESCENA 5. CARLOMAGNO

ESCENA 6. HUGO CAPETO

INTERLUDIO – AÑO 1000

ACTO II. CORO

ESCENA 7. GUERREROS

ESCENA 8. CLÉRIGOS

ESCENA 9. INTELECTUALES

ESCENA 10. FEUDALES

ESCENA 11. REYES

ESCENA 12. MENDICANTES

INTERLUDIO – AÑO 1300

ACTO III. ESCENARIOS

ESCENA 13. MUERTE

ESCENA 14. INFIERNO

ESCENA 15. LIMBO

ESCENA 16. PURGATORIO

ESCENA 17. PARAÍSO

ESCENA 18. TIERRA

LEGADO

MAKING-OF

ÍNDICE DESARROLLADO

ÍNDICE DE NOMBRES

AUTOR

COLECCIÓN HISTORIA

PRELUDIO

ESCRIBÍ ESTE ENSAYO DURANTE la primavera del 2020, en las prolongadas jornadas de confinamiento a causa de la pandemia del coronavirus. Me gustaría decir que lo compuse de un tirón, pero no fue así. La Edad Media es un período complejo, fascinante y lleno de contrastes. Las simplificaciones están de más. Por eso, durante la escritura me venía frecuentemente a la cabeza aquel juego de cartas del siete y medio. Lo conocía porque había jugado mucho con mis hermanos en los largos veranos en nuestra casa de Sant Feliu de Codines, un delicioso pueblecito barcelonés de montaña. La clave estaba en no quedarse corto, pero tampoco pasarse de la raya.

Este ha sido el reto de este libro: la ponderación. He intentado escribir un breve relato breve de la época medieval, desde la conversión de Constantino en 312 al nacimiento de Leonardo en 1452: una narración coherente de ese período de once siglos y medio, engarzando fechas, personajes, eventos, tendencias e interpretaciones. No era preciso excavar demasiado en cada uno de ellos, porque el lector siempre está a un clic de distancia —lo poco que tarda en acceder a internet— para profundizar en la vida de un personaje determinante, hacerse cargo de los detalles de una batalla o averiguar más sobre una tendencia intelectual, artística o religiosa. Por tanto, he reducido al máximo el aparato de fechas, dejando que la propia narrativa marcara los tiempos y los compases, las escenas y los escenarios.

Es obvio, por la estructura visible en tres “actos” y a su vez en dieciocho “escenas”, que he imaginado la Edad Media como una gran representación teatral, con sus actores, coros y escenarios. Esta metáfora me la inspiró hace muchos años la lectura de los clásicos del Siglo de Oro castellano. Y me ayuda a acercarme a la historia con la pasión, la imaginación y la narrativa del literato, aunque en mi caso salvando las reglas de la referencialidad. Lope de Vega utilizó esta imagen en Lo fingido Verdadero (1620) y Calderón de la Barca la sublimó en el auto sacramental El Gran Teatro del Mundo (1655). Pero fue Cervantes quien la había introducido por primera vez en el capítulo doce de la segunda parte del Quijote (1615). En uno de esos ingeniosos diálogos, don Quijote le confía a Sancho:

Pues lo mesmo —dijo don Quijote— acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y finalmente todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura.

Sancho se encarga, como es habitual, de bajarle los humos a su señor, y aporta otra interesante imagen de la acción de la historia del mundo:

Brava comparación —dijo Sancho—, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura.

Nunca he abandonado la metáfora de la historia como teatro del mundo, porque me resulta una figura verosímil y provechosa de las complejas relaciones entre sus actores individuales y colectivos, entre los eventos aparentemente relevantes y los que parecen no serlo, entre las grandes tendencias y las aportaciones personales. Además, Aristóteles estableció en su Poética que la medida ideal de un drama eran los tres actos, que es la estructura que he seguido en mi relato.

Hablar de la Edad Media equivale a referirse de uno de los pilares de la tradición de Occidente, cuyos valores comparten, más o menos parcialmente, muchas otras civilizaciones. Pero siempre he pensado que su valor más específico es que se trata de la época de los orígenes de valores, instituciones y formas de espiritualidad que luego se han desarrollado extraordinariamente: el movimiento monástico a partir de san Benito, la monarquía cristiana a partir de Clodoveo, la ortodoxia a partir de Justiniano, el islamismo a partir de Mahoma, la idea de Europa a partir de Carlomagno, la figura del “héroe fundador” a partir de la desintegración carolingia, la recuperación del derecho romano a partir de la reforma gregoriana, el nacimiento de las universidades, el espíritu de los mendicantes a partir de Francisco y Domingo, las monarquías “nacionales”, el espíritu mercantil y el humanismo.

El Acto Primero (“Actores”) detalla el período entre el año 300 y el 1000, en el que se verifican con más claridad esos orígenes, personificados en Constantino, Clodoveo, Justiniano, Mahoma, Carlomagno y los “héroes fundadores” de las nacientes dinastías como Hugo Capeto en Francia. Se resumen las tendencias políticas, religiosas y culturales que se desplegaron en los siguientes siglos, y que continúan presentes en nuestra actualidad en su mayor parte. La relevancia de los orígenes es mayor que la de las continuidades, o al menos —desde mi punto de vista—, tienen más relevancia histórica. Otra cuestión diferente es quién juzga dónde y cuándo se forman esos orígenes, pero ahí debe asumir el pacto implícito que fija con el autor, aunque luego el lector configure su propia historia basándose en el texto que tiene delante.

En el Acto Segundo (“Coro”), que discurre entre el año 1000 y el 1300, se imponen, en cambio, las colectividades y los desarrollos, disminuyendo el protagonismo de las individualidades y los orígenes. Ya ha pasado el tiempo de las grandes quiebras, las formaciones tectónicas y los héroes fundadores, y las tres grandes civilizaciones —Occidente, Bizancio, islam— ahondan en sus propias raíces y desarrollan sus instituciones específicas. El coro toma la iniciativa frente a los actores, y se conjuga en el “nosotros” que he intentado sintetizar en los títulos de cada una de esas escenas: los tres órdenes feudales —guerreros, campesinos y eclesiásticos en la 7 y 8—, los nuevos agentes urbanos —ciudadanos, artesanos, mendicantes e intelectuales en las escenas 9 y 12— y los tres tipos monárquicos que se suceden en este período —feudales, santos y sabios en la 10 y 11—. La narración se remansa en este espacio temporal, y la clave cronológica, que había marcado el primer acto, se convierte un tanto más reflexiva. Esto permite profundizar algo más en las corrientes subterráneas que vivifican la sociedad, más que en los eventos que la ilustran desde la superficie.

La narración culmina con el Tercer Acto (“Escenarios”), que trata de comprender los intensos ciento cincuenta años que median entre la aparición de la Divina Comedia de Dante, hacia el 1300, y el (supuesto) final de la Edad Media, hacia 1450. Como es bien perceptible, me baso precisamente en los escenarios creados por Dante en su imperecedera Comedia: la muerte causada por la pandemia; el infierno infligido por la guerra; el limbo donde se pretende arrinconar —sin éxito— a las mujeres; el paraíso de los literatos, artistas e intelectuales; el purgatorio en el que se refugian los mercaderes y, por fin, el regreso a la tierra de los humanistas del siglo XV. Por tanto, este acto no está focalizado ni en los personajes del primero ni en los colectivos del segundo, sino más bien en los contextos en los que se enmarcan tanto los personajes como los grupos socioprofesionales: la economía agraria en la escena 13, el panorama político en la 14, el marco de las mujeres en la 15, la economía mercantil en la 16 y el escenario literario, artístico e intelectual en la 17 y 18.

Muchos piensan que este último tramo de tiempo (1300-1450) representa el pórtico de la Edad Moderna y, por tanto, es la época “premoderna” o época de “transición”. Sin embargo, aunque se hace con la mejor intención de realzarlos, yo me niego a que Dante tenga que ser etiquetado de “prehumanista”, Giotto de “prerenacentista”, Felipe el Hermoso de “preautoritario”, Marsilio de “preconsensualista” o Christine de Pizan de “prefeminista”. Me parece que reducir estos personajes preminentes a una función precursora es como lo que hacen algunos comentaristas deportivos mediocres cuando condicionan toda la interpretación del juego al resultado final. La historia suele ser más compleja. Los hechos hay que interpretarlos en su propio contexto, no en una visión a posteriori. Es cierto que los medievalistas estamos ya acostumbrados a ese instinto invasivo tan característico de la modernidad, que es una manifestación más de su innata inclinación hacia la colonización, incluso cultural. Así se genera ese fenómeno intelectual tan desagradable de la modernización de la Edad Media. Por eso me interesaba dedicar un acto específico a este período, supuestamente de transición, pero en realidad con entidad propia. Y también he pretendido mitigar la poco honrosa y simplista etiqueta de “crisis” al siglo XIV, porque es preferible —cada vez me convence más— definirlo como una “época de contrastes” o “época de diversidad”.

Cada escena se inicia con una imagen, que pretende simbolizar algún aspecto esencial, y con una cita, que procede de una fuente primaria de la época y que juzgo particularmente relevante del tema que se trata en las páginas siguientes. Al inicio de cada escena señalo también un evento inicial y uno final, que van enlazando unas escenas con las consecutivas. Esos jalones son esenciales para mantener la cadena que anuda todas las escenas del libro, y le dota —espero— de coherencia narrativa. Quien busque un relato estrictamente cronológico de los eventos políticos y militares de la Edad Media, puede leer separada y sucesivamente las escenas 1-8, 10, 11 y 14, donde encontrará una narración, sin solución de continuidad, desde la conversión de Constantino en 312 a la caída de Constantinopla en 1453. Con todo, el resto de las escenas —las que privilegian los aspectos sociales, económicos, culturales, intelectuales, religiosos y artísticos— respetan el curso cronológico, que me parece siempre el entramado básico de cualquier estructuración histórica, sin el cual no es posible una explicación bien contextualizada del pasado.

Aunque enhebrándolos en una misma narrativa, la intención de este libro es combinar el relato de los hechos con la reflexión de las problemáticas, enfatizando aquellas que alcanzan más resonancia en el mundo contemporáneo. Por tanto, debo reconocer que la selección de eventos, personajes y tendencias está muy condicionada por su relevancia en la actualidad. Hace ya muchos años aprendí en el tratado Sobre la utilidad de la historia de Nietzsche, que hacer una historia atractiva y relevante para el presente —una historia crítica, alejada de la historia inerte de los arqueologistas— no tiene por qué dañar su referencialidad. Este es el criterio, por ejemplo, que me ha llevado a iniciar la narración con la conversión de Constantino, acabar el primer acto con la emergencia de los “héroes fundadores” de las modernas naciones o concluir el segundo con los frescos que Giotto dedicó a Francisco, los cuales constituyen una auténtica declaración de principios de la emergencia de un nuevo mundo urbano, mercantil y cultural.

La Edad Media es la gran desconocida de la historia y, muy probablemente, también la más distorsionada. Para muchos de nosotros, una de las manifestaciones más patentes del paso inexorable del tiempo es comprobar, con cierta desazón, el aumento de la graduación de las gafas para leer. Eso exactamente nos pasa con la Edad Media: no somos capaces de verla en directo, sin intermediarios. Nuestra visión actual de la Edad Media ha pasado, de hecho, por cuatro grados de miopía y distorsión, acrecentados sucesivamente por renacentistas, ilustrados, románticos y posmodernos. Primero, renacentistas y humanistas pretendieron introducir una solución de continuidad en el pasado, saltándose la anodina edad media —que en realidad conocían muy poco— para acceder directamente a los clásicos. Segundo, los ilustrados proyectaron todos sus demonios anticlericales y laicistas contra la Edad Media, y agudizaron deliberadamente el contraste entre una época oscura como la medieval y su época ilustrada, clarividente,de las luces. Tercero, en su bienintencionado intento de rehabilitar la Edad Media, los autores del Romanticismo acentuaron sus elementos más grotescos, burlescos y esperpénticos, algo que está todavía incrustado en el imaginario colectivo.

Finalmente, los posmodernos también han querido conectar directamente con la Edad Media, descartando la modernidad como una anomalía —como los renacentistas habían hecho saltándose la época medieval—. Pero han actuado así con el propósito de proyectar todos sus demonios en la Edad Media, como lo habían hecho los Ilustrados. Esos miedos se reavivan ahora con el deseo de exaltar aquellos personajes marginales y periféricos que mejor reflejan la desazón posmoderna: brujas, prostitutas, mendigos, locos, inquisidores, excéntricos. Es obvio que también los hubo en la Edad Media, como en todas las épocas. Pero, muy al estilo Michel Foucault, cuando otorgan entidad de categoría a la anécdota o el detalle excepcional, distorsionan de nuevo todo el inmenso panorama medieval, para adaptarlo —para reducirlo y limitarlo— a su agenda posmoderna.

Desde luego, no pretendo presentar aquí una imagen idealizada de la Edad Media, porque tampoco respondería a la realidad, al igual que me lo propuse en los capítulos que le dediqué en mi Genealogía de Occidente. Como todo período histórico, entraña sus luces y sus sombras, sus aciertos y sus errores, sus avances y sus retrocesos, sus razones y sus sinrazones y, en definitiva, sus herencias positivas y sus herencias espurias. Todas las épocas tienen sus claroscuros. Son como la vida misma: ni de una claridad deslumbrante ni de una oscuridad tenebrosa. No creo que, con los sufrimientos causados hoy día por las pandemias, las crisis económicas y los conflictos laborales, los atentados terroristas, los conflictos armados en tantos lugares de África y Asia, las formas encubiertas de esclavitud, las multitudes hacinadas de refugiados y las enormes áreas donde los trabajadores son tratados sin piedad y sin otorgarles ningún derecho, podamos lanzar nosotros las campanas al vuelo y dar lecciones a otras edades del pasado. Conviene no caer en generalizaciones simplistas —más aún en el caso de una época tan extensa como la medieval— y aproximarse a ella como a cualquier otra, con los mismos deseos de aprender de sus aciertos, de dejarse deslumbrar por sus más sublimes creaciones, de asentarse en su sólida tradición y de evitar sus errores.

Finalizo este proemio haciendo referencia a las magníficas ilustraciones que acompañan el texto, elaboradas por el artista ruso Danila Andreev. En una época esencialmente analfabeta como la medieval, las imágenes cobraban una relevancia excepcional. Basta detenerse con atención ante uno de esos maravillosos capiteles de los serenos claustros románicos, donde se transmiten realidades tan profundas a través de unas formas aparentemente sencillas, para darse cuenta de la enorme capacidad de los medievales para leer el lenguaje simbólico de las imágenes. Si los medievales eran esencialmente analfabetos de las palabras, nosotros lo somos de las imágenes. Por este motivo, me parecía importante acompañar el texto con unas ilustraciones, también de carácter simbólico más que realista, que trataran de expresar lo mejor posible la indisoluble unidad entre la palabra y el icono tan propia de las sociedades medievales. El artista ha procurado mantener una línea sencilla y simbólica —una actitud tan medieval—, privilegiando los dos emblemas que le han parecido claves de este periodo: la mano y la paloma; la acción humana y la trascendental. Estas serían las dos formas de acción “histórica” con las que ha pretendido relacionar las imágenes con la historia que se narra. Las primorosas letras miniadas que inician cada una de las escenas, inspiradas también en los modelos de la época, son la mejor muestra de esta intrínseca compenetración entre la letra y la imagen.

El Elogio de la Edad Media no sería completo sin estas ilustraciones, cuidadosamente diseñadas y armónicamente acomodadas al texto. Mi agradecimiento va, por tanto, en primer lugar, a Danila, por su magnifica tarea de ilustrador, así como a quienes tuvieron la amabilidad de leer el manuscrito del texto y transmitirme unas valiosísimas sugerencias, que he procurado introducir en el texto: Juan Ignacio Apoita, Paola Bernal, José Luis González, Montserrat Herrero, José Enrique Ruiz-Domènec, José María Sanz Magallón, Miguel Ugalde.

Espero que la lectura de este breve relato de la Edad Media pueda paliar en parte la injusta mala fama de la Edad Media. Y ojalá, aunque admito que de momento soy escéptico, seamos capaces de devolver a esta época, con todas sus grandezas y todas sus ruindades, su verdadera entidad: sin reducirla a precedente de nada, sin generalizarla a una Edad Media y sin proyectar en ella nuestros propios demonios, nuestros prejuicios o los complejos que nos puedan atenazar. El lector tiene la palabra. Espero que no sea solo un testigo pasivo, sino también un espectador activo de estos escenarios que va a recorrer a partir de ahora y, por qué no, que sea capaz también de introducirse en la acción como un personaje más.

ACTO I

ACTORES

ESCENA 1

Constantino

Mientras Constantino esto imploraba e instaba perseverante en sus ruegos, se le apareció un signo divino del todo maravilloso. En las horas meridianas del sol, cuando ya el día comienza a declinar, dijo que vio con sus propios ojos, en pleno cielo, superpuesto al sol, un trofeo en forma de cruz, construido a base de luz y al que estaba unido una inscripción que rezaba: “con este signo vencerás” (in hoc signo vinces). El pasmo por la visión lo sobrecogió a él y a todo el ejército que lo acompañaba en el curso de una marcha y que fue espectador del portento. Y decía que para sus adentros se preguntaba desconcertado qué podría ser aquella aparición. En esas cavilaciones estaba, embargado por la reflexión, cuando le sorprendió la llegada de la noche. En sueños vio a Cristo, hijo de Dios, con el signo que apareció en el cielo y le ordenó que, una vez se fabricara una imitación del signo observado en el cielo, se sirviera de él como de un bastión en las batallas contra los enemigos.

(Narración de la batalla de Puente Milvio, octubre de 312, Eusebio de Cesarea, Vida de Constantino, I, 28-29).

SÍ ERAN LAS COSAS EN aquel tiempo:la historia de la Edad Media comienza con un milagro o, mejor dicho, con un relato de un milagro. La gente confiaba en quienes contaban los relatos, porque, reales o no, esos cuentos respondían a valores bien asentados en la mentalidad de los oyentes. Eusebio de Cesarea, autor de la primera historia eclesiástica, se ocupó de consolidar la leyenda de Constantino, el primer emperador cristiano. Forjó algo así como una fabulación de los orígenes de la conversión del Imperio romano al cristianismo. Eusebio nos persuade de que la conversión del primer emperador, como aquella de san Pablo, fue fruto de una intervención directa de Dios, en un momento culminante de su enfrentamiento con Majencio: en la batalla del Puente Milvio en octubre de 312.

Eusebio era consciente de que su audiencia cristiana comprendería perfectamente los símbolos que utilizó en su narración: el sol y la cruz. De hecho, el propio emperador, todavía pagano, no había captado el significado de la visión hasta bien entrada la noche cuando, en un sueño —otro de los procedimientos habituales utilizados por quienes referían leyendas—, se le hizo ver que lo que había percibido con sus sentidos era el signo propio de los cristianos. La imagen del sol y la cruz, junto al monograma de Cristo —la superposición de las letras griegas “Chi” (X) y “Rho” (P)—, se convirtieron en el estandarte del emperador, que recibió el nombre de labarum. Con ese signo, en efecto, Constantino venció la batalla y fue proclamado único emperador del imperio.

La noticia de la gran victoria llegó rápida a Roma. Informados de la inminente entrada del emperador en la urbe, los funcionarios romanos habían preparado los altares de los dioses paganos para celebrar los sacrificios que debían acompañar a su triunfo, según la costumbre habitual. Pero Constantino, saltándose los ritos paganos, se dirigió directamente al palacio imperial. Cundió el desconcierto. Unos meses más tarde, ya en el 313, promulgó el edicto de Milán, por el que legitimaba el culto cristiano junto a los demás cultos paganos. Dio así fin a las persecuciones, tras dos siglos y medio en que la Iglesia se había mantenido en la clandestinidad, debatiéndose entre la vida y la muerte. El Dios cristiano había vencido, aparentemente, a los dioses paganos. Pero, ¿de dónde había surgido esa doctrina?

El cristianismo había sido fundado tres siglos antes por un carpintero llamado Jesús, en Palestina, la tierra de los judíos colonizada por los romanos. Jesús pronto fue conocido como “Jesucristo”, puesto que al nombre elegido por sus padres se le añadió el nombre del Ungido (“Cristo”, en la traducción griega), el Hijo de Dios. Sus seguidores pronto empezaron a ser conocidos como “cristianos”. La conversión al cristianismo implicaba el compromiso de una preparación doctrinal (el catecumenado), la asunción de unas creencias intelectuales (resumidas en un credo), la práctica de unas conductas morales (sintetizadas en diez mandamientos) y la recepción de unos signos que transfundían la energía necesaria para mantener vivos esos compromisos (concretadas en siete sacramentos).

Desde el principio, la evangelización había encontrado una gran resistencia por parte de los judíos, que se negaban a reconocer que Jesucristo era el verdadero Mesías (“el Ungido”) anunciado por los profetas desde antiguo, y por tanto preferían por seguir con sus antiguas tradiciones. Desde la muerte de Jesús hacia el 33 hasta el concilio de Jerusalén hacia el 50, los apóstoles trataron de convencer a los judíos de que no había solución de continuidad entre el judaísmo y el cristianismo y que, por tanto, no había incompatibilidad entre las dos religiones. Pero los evangelizadores enseguida variaron el rumbo, porque se dieron cuenta de la enorme dificultad que entrañaba cambiar la postura de los judíos. Además, cayeron en la cuenta de que el cristianismo, tal como Jesús lo había anunciado, era una religión universal, no restringida a una etnia, y se dirigieron principalmente a los paganos —es decir, a los gentiles, tal como eran llamados por los judíos—.

El capítulo trece de LosHechos de los Apóstoles narra con detalle el momento en que se produjo esta ruptura. En su primer viaje evangelizador por la actual Turquía, Pablo y Bernabé llegaron a Antioquía de Pisidia, donde obraron como de costumbre. Se dirigieron un sábado a la sinagoga y ahí predicaron a los judíos. Pero estos «se llenaron de celo, y contradecían con injurias lo que decía Pablo». Entonces, Pablo y Bernabé alzaron la palabra y declararon valiente y solemnemente: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la palabra de Dios; pero como la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volvemos a los gentiles». A partir de entonces, su predicación se encauzó principalmente hacia los gentiles. Este giro encontró también resistencia entre los judíos que se habían convertido al cristianismo, quienes se consideraban poseedores de ciertos privilegios. Pero finalmente se impuso esta orientación universal.

Pablo fue especialmente enérgico en este cambio de estrategia. Pero pronto pudo experimentar de que si la resistencia de los judíos frente al cristianismo se basaba en discrepancias doctrinales (la fe), los paganos veían problemático asumir el cambio de vida que implicaba convertirse (la moral). Hasta la irrupción del cristianismo, el paganismo había funcionado eficazmente como religión del Imperio. Su eclecticismo doctrinal, su amalgama de confesiones y su diversidad de cultos se avenían a la perfección con la realidad del estado universal, multiétnico y multinacional romano. Representaba una religión política, y por tanto generaba ningún tipo de tensión entre el ámbito espiritual y el temporal. Su exigua normatividad se podría asimilar a las sociedades occidentales secularizadas de la actualidad.

Pablo, originario de Tarso, fue un personaje clave en la primera expansión cristiana a lo largo del mundo pagano. Su triple condición de judío por nacimiento (de nombre, Saulo), por cultura griego (que adoptó como lengua de escritura) y romano por ciudadanía (de sobrenombre, Paulus), fue providencial para la extensión universal del cristianismo. Su figura ensambla las tres capitalidades que, para muchos, constituyen la esencia de la civilización occidental: Jerusalén, Atenas y Roma. Su apasionamiento por la nueva religión y su genuino aprecio por la civilización romana aunaron una combinación perfecta para persuadir a sus correligionarios de que era posible una cristianizacióndel imperio. Empezó a escribir tratados doctrinales y morales en griego (destacando la Epístola a los Romanos por su densidad doctrinal y la Epístola a los Hebreos por sus sublimes razonamientos), para alcanzar una audiencia más amplia y culta. Se presentó ante los sabios de Atenas, en un discurso memorable, recogido en el capítulo 17 de los Hechos de los Apóstoles,en el que les apelaba en su propio lenguaje anunciándoles ese “Dios desconocido” con el que se había encontrado en uno de sus monumentos. Romanización y cristianización no eran incompatibles, sino más bien lo contrario: se enriquecían mutuamente. El visionario Pablo se había adelantado tres siglos a la conversión de Constantino, y cuatro a la síntesis de Agustín.

Pero habría de pasar mucho tiempo antes de que esa armonización se hiciera una realidad. Pronto surgió el problema de la cohabitación del papa y el emperador en Roma. Desde la época de Augusto, el emperador ostentaba con orgullo el título de Pontífice(Pontifex Maximus), cabeza de la antigua religión romana. Había importado del Oriente helenizado la mística de la divina realeza (tal como se reflejaba en el título Basileus) para justificar su absolutismo imperial y legitimar su autoridad religiosa, según lo harían posteriormente los líderes bizantinos y rusos, desde Justiniano a Stalin. El cristianismo, en cambio, implicaba una cosmovisión que excluía tanto la adoración del emperador como el politeísmo. El papa estaba investido de una autoridad espiritual universal al ser la cabeza de la Iglesia cristiana y sucesor del primero y primado de los apóstoles: san Pedro. Por este motivo, al cristianismo se le consideró, desde sus orígenes, cuando apenas contaba con unas decenas de miles de seguidores, una amenaza para el Imperio. Los emperadores emprendieron entonces feroces persecuciones contra los cristianos, desde Nerón, a mediados del siglo i, hasta Diocleciano, a finales del siglo III. Sin embargo, debido a la llamativa actitud de quienes vivían en la esperanza de Cristo y a su firmeza ante esas dificultades, las persecuciones tuvieron un efecto contrario al que buscaban. Los mártires consolidaron la fe de los cristianos porque les proveyeron de unos héroes a quienes admirar e imitar.

El panorama empezó a cambiar cuando Constantino llegó al poder a principios del siglo IV. Concibió una novedosa estrategia de consenso entre el cristianismo y el paganismo, basada en la convicción de que esa vía sería más eficaz que la confrontación sostenida por sus predecesores. La política de tolerancia de Constantino no fue la causa de la expansión del cristianismo, sino la astuta respuesta del emperador ante su incesante crecimiento. Tras convertirse, Constantino no aparece como el clásico prototipo de converso vehemente, azote de los viejos ritos paganos. Su interacción con el cristianismo fue ambigua, no solo porque ni siquiera podemos documentar si su conversión fue genuina, sino también por su deliberadamente ambigua promoción de símbolos que integraban cristianismo y paganismo. El relato de su conversión en la batalla del Puente Milvio combina la creencia pagana en el Dios sol (sol invictus), en la que había sido educado el emperador, con el signo cristiano de la cruz. La fusión de los dos símbolos esenciales de cada una de las religiones es una vívida plasmación de su deseo de conciliar ambas, para contentar al pueblo.

La ambivalente actitud religiosa de Constantino tuvo unas consecuencias imperecederas para el devenir de la historia, puesto que inauguró el largo capítulo de las tensas relaciones entre la Iglesia y el estado. De entrada, evitó cualquier tensión con el papa, obrando con una astucia digna de encomio. Entregó al papa Silvestre I un palacio que había pertenecido a Diocleciano, sobre el que se construyó la primera gran basílica de culto cristiano, conocida hoy como san Juan de Letrán. La basílica era un edificio civil romano, dedicado a la administración de justicia y a las transacciones mercantiles, cuya estructura longitudinal se adaptó perfectamente a las necesidades de la liturgia cristiana. Básicamente, respondía a la configuración arquitectónica de las iglesias tal como las conocemos hoy. La asunción de la basílica romana como modelo de construcción de los templos cristianos constituye una de las manifestaciones más características de la ambivalente política pagano-cristiana de la época de Constantino.

Como segunda medida, Constantino promovió la primera reunión ecuménica (“universal”) de los obispos de la Iglesia: el concilio de Nicea (325). Esta gran asamblea inauguró la lucha frente a las herejías, un fenómeno típicamente tardoantiguo, que también es de naturaleza ambivalente, en su doble dimensión política y religiosa. La condena del arrianismo tenía, ciertamente, evidentes motivaciones estrictamente teológicas y doctrinales. La reducción de Jesucristo a su naturaleza humana, prescindiendo de la divina, hubiera desnaturalizado por completo al cristianismo. Pero su reprobación también beneficiaba al emperador. La herejía se había extendido en las regiones más periféricas del imperio, habitadas mayoritariamente por los pueblos germánicos, que eran su principal amenaza. Esto explica por qué los siguientes concilios fueron tan determinantes no solo para la integridad doctrinal de la Iglesia, sino también para las políticas del Imperio romano, y después del bizantino. Los herejes no eran solo enemigos de la Iglesia, sino que también constituían una amenaza para el imperio —este fue, de hecho, el espíritu de la Inquisición en la primera modernidad y de la represión religiosa de todos los tiempos—.

Constantino se las arregló para presidir el concilio de Nicea. El emperador era consciente de la solemnidad del momento. La unificación política del imperio occidental y oriental bajo un solo gobernante (324) coincidía con la unificación religiosa de la Iglesia cristiana surgida del concilio de Nicea (325). En su discurso inaugural, se presentó ante los obispos ataviado de lujosas vestiduras púrpuras (el color imperial), bordadas de oro y engastadas de piedras preciosas. Beneficiado por la ausencia del papa Silvestre, ocupó su sitió presidencial en el ampuloso trono que se había dispuesto para la ocasión. Los obispos le reconocieron como máxima potestad temporal, y le respetaron también como autoridad espiritual. La cosmovisión cristiana había reemplazado la pagana, pero el objetivo de Constantino de hacer compatibles política y religión permanecía intacto.

Jesucristo había declarado: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Pero la casuística se hacía tan compleja que no siempre resultaba sencillo acertar. No sabemos hasta qué punto los obispos eran conscientes del riesgo que esta estrategia comportaba, pero lo cierto es que se dejaron querer por Constantino. Algunos estaban exhaustos tras casi tres siglos de persecuciones, otros se alegraban por los cuantiosos beneficios económicos que les reportaba tal colaboración, y el resto tendría sencillamente miedo. Es algo parecido a lo que sucede hoy con la sumisión de la Iglesia ortodoxa rusa o de la Iglesia patriótica china a sus soberanos. Pero pronto se dieron cuenta de que no podían caer en la trampa de una excesiva dependencia del poder temporal.

La ocasión para darle la vuelta al marcador se presentó propicia en el año 390 en Tesalónica. Esta historia es bastante rocambolesca. Uno de los más laureados corredores de cuadrigas fue condenado a prisión acusado de homosexualidad. La plebe se levantó en sedición, puesto que —hoy, como ayer— no querían dejar de gozar de su héroe deportivo. El emperador Teodosio cedió, y permitió al auriga acudir al hipódromo para participar en las siguientes carreras. Pero, llegado el momento, ordenó a sus soldados entrar al estadio y masacrar a la muchedumbre reunida allí, como castigo por la sedición acaecida semanas antes. Las fuentes hablan de la muerte de siete mil personas. Probablemente exageran, pero la cifra da en todo caso una idea aproximada de la magnitud de la matanza. Indignado por el suceso, el obispo más célebre y respetado del momento, Ambrosio de Milán, obligó al emperador a arrodillarse en su presencia, ante el pórtico de la catedral, vestido de harapos, para que mostrara públicamente su arrepentimiento. Teodosio acudió y rectificó. Ambrosio justificó su postura con expresiones como “los palacios pertenecen a los emperadores como las iglesias a los sacerdotes” o “el emperador está dentro de la Iglesia, no sobre ella”.

Entre el gesto cesaropapista de Constantino en Nicea (325), presidiendo el concilio ataviado con las vestes imperiales, y la hierocracia de Ambrosio (390), que había obligado al emperador a arrodillarse en su presencia, habían pasado tan solo seis décadas. Constantino había presidido desde el mullido trono, mientras que Teodosio se había tenido que postrar en el duro suelo. De la política religiosa de Constantino se pasó a la religión política de Ambrosio; de la autocracia constantiniana, a la teocracia ambrosiana; de la sumisión de los obispos al emperador, a la sumisión del emperador a los obispos. A partir de entonces, la historia de Occidente quedó teñida de rojo por las tensiones generadas en esta oscilación, siendo el Concordato de Worms en 1122 y la paz de Wesfalia en 1648 puntos de inflexión y de consenso cruciales pero efímeras. En Oriente, las cosas fueron —por desgracia, quizás— mucho más sencillas. A partir de entonces, el cesaropapismo predominó, desde Bizancio a Persia, pasando por Rusia y el inmenso territorio dominado por el islam. En Persia (Irán), el presidente de la república posee también el título de Ayatolá,asimilable al de sumo sacerdote. En Rusia, el presidente de la nación tiene un dominio casi absoluto sobre la Iglesia ortodoxa, empezando por el privilegio de autorizar el nombramiento de los obispos. En estas cuestiones, sentir que existe una tensión entre lo político y lo religioso suele ser buena señal porque, de otro modo, suele significar que una de las dos prácticas —cesaropapismo o hierocracia— ha prevalecido sobre la otra.

Además de su ambigua política religiosa, Constantino dejó otro legado de enormes repercusiones históricas. Decidió revitalizar la antigua ciudad de Bizancio, fundada en un lugar estratégico por colonos griegos en 667 a. C., y rebautizándola como Constantinopla en 330. La Nueva Roma fue durante muchos siglos la ciudad más importante del mundo conocido. Estaba situada en un lugar estratégico, con unas murallas que la aislaban del continente e hicieron de ella un lugar inexpugnable. Desdichadamente, solo quedan algunos restos de la pretérita grandeza bizantina: una maltrecha columna dedicada a Constantino el Grande, que medía originariamente cincuenta metros de altura; el hipódromo, que constituía el centro deportivo y social de la ciudad; y el palacio de los Porfirogénetas. La ciudad no dejó de prosperar, y ganó progresivamente la partida a Roma, hasta convertirse de manera gradual en la capital del Imperio. Esto propició, por un lado, la preservación de las esencias imperiales durante un milenio más, hasta la caída del imperio bizantino en 1453. Por otro, aceleró la caída del imperio de Occidente.

Tras la muerte de Constantino ya nada fue igual en sus dominios. La historia de Roma desde su muerte en 337 está llena de altibajos, entre los que destaca la reaccionaria —aunque efímera— política filopagana del carismático y cultivado emperador Juliano el Apóstata. Pero ningún evento tuvo unas repercusiones tan desgarradoras y sensibles como el saqueo de Roma perpetrado por las tropas visigodas de Alarico en 410. Jerónimo, uno de los intelectuales y traductores más influyentes de la época, se lamentó: «Mi voz se ahoga en mi garganta y mis lágrimas empañan el texto cuando escribo. La ciudad que había conquistado el mundo entero ha sido conquistada». Un nuevo actor irrumpía en el escenario histórico: los pueblos germánicos.

ESCENA 2

Clodoveo

La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe, y que espera ya ahora con paciencia la patria definitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia, conseguirá entonces con creces la victoria final y una paz completa. Pues bien, mi querido hijo Marcelino, en la presente obra, emprendida a instancias tuyas, y que te debo por promesa personal mía, me he propuesto defender esta ciudad en contra de aquellos que anteponen los propios dioses a su fundador. ¡Larga y pesada tarea esta! Pero Dios es nuestra ayuda.

(Hipona, verano 412, Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios, 1.1).

RUSCAMENTE SACUDIDOpor las noticias que le llegan del saqueo de Roma por los bárbaros, el obispo de Hipona se siente impelido a poner algo de su parte para evitar el desplome de la civilización romana por la que tanto se sentía identificado, y empieza a redactar La Ciudad de Dios. Hay unas evidentes similitudes entre Pablo y Agustín: ambos son intelectuales apasionados por la civilización romana, e imbuidos de un profundo cristianismo. Pero, así como Pablo se encontró con una civilización romana en todo su esplendor y un cristianismo muy incipiente, Agustín tuvo que enfrentarse a una Roma muy decadente y un cristianismo ya maduro. Respondiendo a este fatalismo, Agustín traza en La Ciudad de Dios una sugerente analogía entre la Roma civilizada y la Ciudad eterna. La redacción se alargaría hasta el 426, con los vándalos asediando su propia ciudad, que terminarían conquistando en 430. En sus páginas cohabita un mensaje sobre un problema del tiempo de Agustín —la desazón por el desmoronamiento de la civilización romana ante el empuje germánico, así como la demostración de que los cristianos no habían sido la causa de esa decadencia— y otro imperecedero: una lectura escatológica de la historia universal, donde combaten las fuerzas del bien y del mal.

Agustín tenía motivos para estar preocupado. El legado de Roma era inmenso. En lo político, había experimentado las tres formas de gobierno (monarquía, república e imperio) que serían fuente de inspiración continua para posteriores civilizaciones. En lo administrativo, había conseguido un asombroso equilibrio entre centro y periferia, que le permitió consolidar sus conquistas con la implantación inmediata de un sistema de gobierno eficaz. En lo económico, había construido un ámbito económico global, el Mediterráneo, en el que una aparente frontera natural (el mar) se había convertido en un rico espacio de intercambio, no solo de productos materiales sino también de ideas. En lo jurídico, había diseñado una legislación y un sistema penal imperecedero, tan eficaz y preciso que sigue siendo fuente de estudio y admiración por los juristas contemporáneos. En lo cultural, había basado su expansión territorial no solo en la supremacía militar sino también en unos valores de civilización que llevaba inherente la imposición de una misma lengua (el latín) y de una misma religión (el paganismo y después el cristianismo), lo que favoreció una larga duración. Finalmente, había desarrollado una primera sociedad tecnológica, caracterizada por un plan racionalizado de obras públicas y la construcción de unas vías de comunicación que garantizaron la rapidez de la mensajería, la seguridad de los viajantes, el fomento del comercio y el intercambio de ideas.

El hundimiento de Roma se gestó tras una larga decadencia, que tuvo como epílogo la progresiva fusión entre los dos sustratos étnicos mayoritarios que cohabitaban el territorio imperial: el latino y el germánico. Ese mestizaje se fue produciendo de manera lenta, casi imperceptible por los contemporáneos. Pero en cambio algunos eventos militares tuvieron un efecto devastador y causaron una profunda conmoción psicológica en todo el Imperio. El saqueo de Roma en 410 fue probablemente el que causó una mayor conmoción, pero había sido precedida por la gran derrota militar en la batalla de Adrianópolis en 378, que se saldó con una gran victoria de los godos y la muerte del emperador Valente. Pero, ¿de dónde habían surgido esos pueblos capaces de descomponer al imperio por dentro, vencer a los romanos en el campo de batalla y saquear su mismísima capital?

Los pueblos germánicos provenían de un grupo etnolingüístico del norte de Europa, y se identifican por el uso de las lenguas germánicas —un subgrupo de la familia lingüística indoeuropea—. Los contactos entre romanos y germanos se establecieron desde muy antiguo, ya en el siglo I, cuando los límites del imperio se expandieron hasta el Rin y el Danubio. Algunos germanos fueron penetrando en sus fronteras como esclavos, coloni (trabajadores agrícolas), soldados, foederati (aliados) o mercenarios. Los romanos llamaban a los germanos “bárbaros”, utilizando la palabra griega que significaba “extranjero”, por su escaso grado de civilización. Los bárbaros que se asentaban en el imperio solían asimilar los valores, costumbres, lengua, religión y cultura romana. Los que permanecían fuera de sus fronteras eran romanizados en diverso grado, dependiendo de su proximidad con el limes o su disposición a ser colonizados. Se puede decir, por tanto, que la Edad Media era ya un mundo “poscolonial”, globalmente interdependiente, donde convergieron una gran pluralidad de culturas y civilizaciones de la antigüedad, que habían sido previamente asimiladas por la hegemónica Roma.

El primer testimonio romano sobre los pueblos germánicos lo proporciona Tácito a finales del siglo I en su tratado Germania:

Los germanos nunca se juntaron en casamientos con otras naciones, y así se han conservado puros y sencillos, y se parecen solo a sí mismos. De donde procede que un número tan grande de gente tiene la misma disposición y talle, los ojos azules y fieros, los cabellos rubios, los cuerpos grandes y fuertes solamente para el primer ímpetu. No son sufridores de calor y sed, pero llevan bien el hambre y el frío, acostumbrados a la aspereza e inclemencia de tal suelo y cielo.

Los germanos no tenían templos, pero ofrecían sus sacrificios y dones en los claros de los bosques, a las deidades teutónicas Tiu, Wodan y Thor, que Tácito tradujo como Marte, Mercurio y Hércules, respectivamente, algunos de los cuales han quedado inscritos en los nombres de la semana martes, miércoles y jueves (Júpiter, Jove).

A partir del siglo II, Roma empezó a experimentar un lento proceso de ósmosis con los pueblos germánicos que habitaban la periferia, que se fueron inmiscuyendo progresivamente a través de las cada vez más permeables fronteras. En ocasiones eran incluso bienvenidos. Salviano informa de que, cuando los visigodos invadieron el sur de la Galia, los agricultores los aclamaron como liberadores: «El enemigo es más indulgente que los recaudadores de impuestos».

Durante los siglos III y IV, las zonas limítrofes del imperio conocieron un constante flujo inmigratorio y cultural recíproco. Las incursiones germánicas eran por lo general escaramuzas esporádicas, destinadas a proveerse de un botín o a explorar eventuales posibilidades posteriores de conquista. Muchos de ellos fueron incluso contratados por los romanos para reforzar sus tropas, y algunos llegaron a tener cargos prominentes. Los dos grupos mayoritarios eran los occidentales (sajones, suevos, francos y alamanes) y los orientales (lombardos, vándalos y godos). Se trataba de sociedades organizadas en tribus, cuyo mando estaba siempre vinculado a la actividad militar.

La situación cambió radicalmente a partir del siglo V. El empuje de las hordas hunas, comandadas por su legendario líder Atila (395-453), que provenían de la lejana Mongolia pero se habían asentado ya muy cerca del Rin, empujaron a su vez hacia el oeste y el sur a los pueblos germánicos. En su deriva hacia Occidente, francos, burgundios y alanos empujaron a suevos y alanos a la península ibérica, vándalos al norte de África y visigodos a la Galia. Estas oscilaciones fueron una combinación de conquistas militares, flujos migratorios y asentamientos poblacionales.

El saqueo de Roma de 410 desencadenó una conmoción psicológica de proporciones análogas a las del atentado de las Torres Gemelas y se convirtió en uno de los detonantes del colapso del imperio. Muchos de sus territorios estaban ya de hecho ocupados y dominados por los germanos. Esto explica que en poco tiempo se organizaran los primeros “reinos germánicos”, que constituyen los gérmenes de las modernas naciones. En el norte de África, Genserico fundó el reino de los vándalos a partir de 429, que perduraría hasta la conquista de los bizantinos de Justiniano en 535. En Hispania, Eurico organizó el próspero reino visigodo de Tolosa a partir 476, que se transformó en el reino de Toledo a partir de 507 hasta la conquista musulmana en 711. En la Galia, Clodoveo construyó el reino de los merovingios a partir de 481, que tendría su continuidad con el imperio franco-germano carolingio y posteriormente con la dinastía capeta. En Italia, Teodorico fundó el reino de los ostrogodos desde 498 hasta la ocupación de los bizantinos de Justiniano a partir de 540. En Britania, anglos, jutos y sajones invadieron la tierra tras el abandono de los romanos, hasta la consolidación de diversos reinos anglosajones a partir del siglo VII.

Cualquier observador bien informado hubiera concluido que, de entre estas diversas etnias, el futuro pertenecía a los visigodos ibéricos de Eurico y a los ostrogodos itálicos de Teodorico. Sus élites eran más sofisticadas, civilizadas y cultas, y asimilaron bien las tradiciones romanas. Pero los francos habían conseguido una mayor integración entre la población germánica y la romana, especialmente tras su asunción del cristianismo, mientras que el resto de las etnias germánicas permanecieron un tiempo fieles a la herejía arriana. En un proceso muy típico del mundo tardoantiguo, la herejía no manifestaba simplemente desavenencias doctrinales, sino más bien singularizaciones nacionales y disidencias políticas.

El bautismo de Clodoveo se produjo en torno al año 500. Cuenta Gregorio de Tours en su Historia de los Francos