En brazos de un seductor - Renee Roszel - E-Book
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En brazos de un seductor E-Book

Renee Roszel

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Beschreibung

Él era mucho más que un playboy... Taggart Lancaster había accedido a hacerse pasar por su amigo por una buena razón. Pero su papel de mujeriego estaba teniendo tanto éxito, que todo el mundo creía que así era él realmente. Mary O'Mara no quería tener nada que ver con un tipo así... el problema era que no le quedaba más remedio que pasar algún tiempo con él. Y según iba conociéndolo más a fondo, más confundida se sentía, ya que le resultaba imposible aceptar que ese hombre tan guapo y generoso tuviera la terrible reputación que tenía. Pero, cuando Mary por fin se rindiera a sus encantos, ¿podría su relación seguir adelante al descubrirse la verdad? Tag estaba empeñado en hacer que así fuera.

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Seitenzahl: 212

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Rennee Roszel Wilson

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

En brazos de un seductor, n.º 1815 - abril 2015

Título original: Surrender to a Playboy

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6328-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

En cuanto Taggart Lancaster saliera de su coche de alquiler, se convertiría en un impostor, en un hijo pródigo que regresaba al hogar después de dieciséis años de ausencia.

Taggart contempló por el parabrisas la elegante casa victoriana que se alzaba ante sus ojos. Una joya arquitectónica, cuyo color rojizo contrastaba con el verdor de los árboles de hoja perenne que la rodeaban. Apretó con fuerza el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y murmuró una maldición mientras se preguntaba qué estaba haciendo allí, y cómo había podido comprometerse a hacer semejante cosa.

Malhumorado, dejó vagar la mirada por el tejado de dos aguas de la casa mientras pensaba en lo hermosa que era toda la zona rural de las Montañas Rocosas norteamericanas, con sus bosques de pinos todavía vírgenes, sus impresionantes acantilados, sus abruptas cuencas, sus cascadas y las cumbres nevadas que parecían elevarse hasta aquel cielo de verano completamente azul.

Bonner Wittering, amigo suyo desde hacía muchos años, y el cliente de su bufete al que más tiempo dedicaba, le había dicho que las montañas de Colorado eran muy hermosas. Taggart recordó los Alpes suizos y el internado en el que ambos habían crecido. Al sentir que lo invadía una oleada de nostalgia, hizo todo lo posible por librarse de ella. Por culpa de su amistad incondicional, se había metido en aquel lío.

Bonner había tenido razón al decir que necesitaba unas vacaciones, pero además le habían dejado salir de la cárcel bajo fianza con la condición de que no abandonara Boston.

Como abogado de Bonner sabía que no podía permitirle abandonar la ciudad, y eso era exactamente lo que Bonner había dicho que haría si no le dejaban otra elección.

Taggart movió la cabeza de un lado a otro.

–Debo de estar loco –murmuró.

Nadie le habría hecho aceptar un plan tan extraño, pero Bonner era más que un hermano para él. Para desgracia de Taggart, su único argumento en contra del plan había carecido de peso, porque eran como dos gotas de agua.

–Bonner, viejo amigo, no podría decir quién está más loco de los dos –se había quejado Taggart–. Si tú por pedirme hacer una tontería tan increíble, o yo por aceptar llevarla a cabo.

Taggart pasó todavía un rato apretando con todas sus fuerzas el volante del automóvil.

–Hacerle un favor a un amigo no es ningún crimen –murmuró–. Has venido para que una anciana enferma se sienta feliz, así que, ¡muévete! –dijo tras soltar el volante–. ¡Sal del maldito coche!

Dejando a un lado su inquietud, respiró profundamente y salió del coche.

–La charada ha comenzado –murmuró, y sacó su equipaje del maletero.

Subió las escaleras de madera que daban al porche de la casa, y de nuevo tuvo que apartar de su mente la inquietud que le causaba haber aceptado hacerle aquel favor a Bonner. Desahogando parte de sus frustraciones en la pesada aldaba con forma de cabeza de león, anunció su llegada con la delicadeza de una ametralladora.

–No se dará cuenta de que no eres Bonner –murmuró mientras esperaba a que le abrieran–.Tenía diecinueve años la última vez que estuvo aquí, y la gente cambia. Además, la anciana está casi ciega y sorda.

Aunque no lo estuviera, Taggart sabía que era difícil que se diera cuenta del engaño, porque tanto Bonner como él tenían el pelo negro y los ojos castaños. Poseían la misma constitución atlética, aunque Taggart era un poco más alto. Los dos iban al gimnasio con regularidad y jugaban al baloncesto en un equipo de aficionados. Además del parecido físico, Taggart conocía la historia de Bonner tan bien como la suya, así que bien podría hacerle el favor de complacer a su anciana y enferma abuela que quería volver a ver al único familiar vivo que le quedaba antes de morir. La haría feliz, y eso era lo único importante.

La puerta se abrió, y apareció una mujer robusta vestida con un vestido de flores. Rondaría los cincuenta, y tenía el pelo castaño y corto, un poco canoso. La expresión de su rostro era educada, pero fría.

–¿El señor Wittering? –le preguntó, con un tono de voz que no denotaba precisamente que hubiera estado deseando conocerlo.

Taggart asintió.

–Llego un poco tarde. Mi vuelo… –no terminó la frase. Al fin y al cabo, lo más normal era que los vuelos llegaran con retraso.

–Sí, ya hemos llamado para informarnos.

Taggart tuvo la sensación de que los habitantes de aquella casa habían temido en algún momento que Bonner se hubiera echado atrás, que hubiera decidido no ir a ver a su abuela en el último momento como había sucedido en otras ocasiones. Se sintió mal por no haber llamado para tranquilizarlas, pero al fin y al cabo el vuelo solo se había retrasado una hora, y había recuperado parte del tiempo en la carretera.

–Lo siento –dijo–. Debería haber llamado.

–Habría sido muy amable por su parte –le respondió la mujer secamente.

A Taggart no lo sorprendió su actitud, sino que sintió compasión por ella. Seguramente sería la persona que se ocupaba de cuidar a la abuela de Bonner y que tantas veces le había escrito para suplicarle que visitara a la anciana.

–Me gustaría ver a mi abuela lo antes posible –dijo, como suponía que hubiera hecho un nieto arrepentido.

La expresión de la mujer se suavizó un poco, y casi esbozó una sonrisa.

–En cuanto le muestre su habitación, haré saber a Miz Witty que está deseando verla.

La mujer le hizo un gesto para que entrara y lo dejó pasar.

–Soy la señora Kent, el ama de llaves. Todo el mundo me llama Ruby.

–Encantado de conocerte, Ruby.

La siguió por el vestíbulo hasta las escaleras. No tuvo mucho tiempo de mirar a su alrededor, pero le dio la sensación de que la casa estaba decorada con una mezcla de objetos antiguos y modernos. La porcelana y las pinturas abundaban. Enseguida pensó que, seguramente, serían piezas originales coleccionadas a lo largo de los años.

Aquella casa le pareció muy acogedora de inmediato. Olía a productos de limpieza para los muebles y a… mujer. El aire estaba impregnado de aroma a flores frescas, baños aromáticos y velas. Su hogar había olido también de manera muy parecida hasta que Annalisa…

–Esta es su habitación, señor Wittering –le dijo Ruby, interrumpiendo su melancólica ensoñación. Se detuvo en lo alto de las escaleras y abrió una puerta.

–Llámame… Bonner –le pidió Taggart mirando para otro lado, de manera que el ama de llaves no viera en su rostro el desagrado que le había producido mentir sobre su nombre.

–Si insistes… Bonner –respondió cuando Taggart volvió a mirarla–. La habitación de Miz Witty se encuentra a otro lado del vestíbulo, en la parte de atrás de la casa. Le diré que has venido. Tomate tu tiempo para refrescarte, y luego ve a verla.

–Gracias Ruby.

Taggart entró en la habitación. Era muy soleada, y estaba decorada con unos muebles muy sencillos de madera, pintados de manera que se viera la veta y patinados con cera a mano. Las flores frescas, colocadas cerca de la ventana, inundaban la pieza con su fragancia. Estaba claro que se pretendía que el huésped se encontrara a gusto.

Dejó la maleta en el suelo, y cuando se volvió hacia el ama de llaves para agradecerle que le hubiera asignado una habitación tan agradable, la mujer ya se había marchado. Salió al pasillo y la vio meterse en la habitación de Miz Witty, sin duda para anunciarle la importante noticia de que… «el hijo pródigo» había regresado. Al menos eso era lo que ellas creían.

Taggart decidió dejar que Miz Witty tuviera tiempo de asimilar la noticia. Se puso a deshacer la maleta y a colocar su ropa en el armario. Decidió no quitarse el traje, aunque no recordaba haber visto nunca a Bonner con uno puesto, excepto cuando había hecho de padrino en su boda con Annalisa, y tres años más tarde… en su funeral. Pero Miz Witty seguramente no conocía la manera de vestir de Bonner. Además, la última vez que lo había visto habría estado de traje, ya que había sido en el funeral de los padres de Bonner, tras su trágica muerte bajo una avalancha de nieve mientras esquiaban.

Se echó un último vistazo en el espejo y salió de la habitación. Al llegar a la de Miz Witty, llamó a la puerta.

La alegría que notó en la voz que le pidió que entrara le hizo volver a odiarse a sí mismo por el engaño al que se había prestado.

Al entrar en la habitación, lo primero que le llamó la atención fue la enorme cama de madera tallada cubierta por una colcha de seda blanca y encaje, que daba la impresión de encontrarse ante un paisaje invernal. En medio, sobre numerosos cojines, se encontraba acostada una mujer pequeña, con la apariencia de una reina, piel de marfil y una sonrisa tan parecida a la de Bonner que Taggart se quedó impresionado. Tenía los ojos marrones, y peinaba sus cabellos blancos y rizados hacia arriba en una especie de recogido. Taggart pensó que era una mujer atractiva, de apariencia muy juvenil para haber cumplido ya los setenta y cinco. Llevaba un camisón blanco con encaje en el cuello y los puños.

Cuando tendió los brazos para dar la bienvenida a Taggart, pareció como si una enorme muñeca de porcelana hubiera cobrado vida.

–¡Pero si es mi Bonny!

Al ver cómo se le llenaban los ojos de lágrimas a la anciana, Taggart sintió un deseo imperioso de regresar a Boston y darle una patada en el trasero a Bonner por haber descuidado a aquella frágil mujer tan parecida a una muñeca. Sin dudarlo más, Taggart cruzó la alfombra persa, y se acercó a la cama para dejarse abrazar. La anciana olía a polvos de talco y a suave jabón francés.

–Me alegro mucho de verte, Miz Witty –dijo contra la fría mejilla de la anciana–. Tienes un aspecto maravilloso.

Bonner le había enseñado una fotografía de su abuela, pero para tener diez años más y encontrarse al borde de la muerte, Taggart la veía de maravilla. Le habían dicho que estaba sorda y ciega, pero no llevaba ni siquiera gafas, y parecía haberle oído muy bien llamar a la puerta.

–¿Cómo estás? –le preguntó en un tono de voz normal para comprobar su audición.

–De maravilla. Todavía siento un poco de debilidad en la pierna derecha como para andar y tuve una neumonía muy fuerte, pero cada día me siento con más energías.

Se quedó mirándolo y Taggart tuvo que hacer un gran esfuerzo para que no se le notara en el rostro el nerviosismo. Se preguntó si podría ver lo bastante bien como para darse cuenta de que no era Bonner. Una oleada de ira volvió a invadirlo. Por un momento deseó que se diera cuenta de que era un impostor. Detestaba tener que mentirle de aquella manera.

La anciana le acarició la mejilla con cariño.

–Eres mucho más guapo de lo que te recordaba.

Taggart se movió intranquilo, sin saber qué contestarle.

Una tos ligera, procedente de la puerta llamó su atención. Se volvió, y vio a una mujer que lo impresionó. Estaba mirando a Miz Witty, y vestía unos vaqueros, una camiseta rosa y unas zapatillas deportivas. Traía en las manos una bandeja con una tetera de porcelana, una taza y un plato de tostadas. Taggart se irguió, sorprendido por su casi mágica aparición. No la había oído entrar.

–Oh, Bonny, cariño –dijo Miz Witty–. Te presento a Mary O’Mara, la persona que me cuida. Vive también en la casa. Mary, este es mi nieto, Bonny.

Mary miró a Taggart. Le sonrió y le hizo un gesto con la cabeza educadamente.

–¿Cómo está, señor Wittering? –le preguntó con una voz que a Taggart le pareció muy sensual.

La joven avanzó hacia la cama, sin hacer ningún ruido. Casi parecía flotar. Taggart no pudo evitar seguirla con la mirada.

Tenía el cabello oscuro, largo y liso, peinado con raya al medio. Una brillante cortina que se movía de un lado a otro a cada paso que daba, acariciando sus mejillas… derecha, izquierda, derecha, izquierda. Taggart se sintió hipnotizado por el balanceo de aquellos sedosos cabellos acariciando las sonrosadas mejillas de la joven.

Cuando llegó hasta donde se encontraba él, lo miró fijamente, y un relámpago pareció destellar en sus ojos grises.

–Disculpe, señor Wittering –le dijo con una sonrisa en los labios y la misma voz sensual que antes.

Taggart se dio cuenta, de repente, de que estaba en medio, y se hizo a un lado sintiéndose como un memo.

–Perdone.

–No pasa nada –murmuró, y centró toda su atención en Miz Witty–. Nos hemos quedado sin mermelada de naranja. Espero que no te importe que sea de fresa.

–¡Perfecta!¡Deliciosa! –exclamó Miz Witty con júbilo, mientras entrelazaba sus fríos dedos con los de Taggart–. Nada podría parecerme mal hoy –le apretó los dedos con cariño–. Mi Bonny ha vuelto por fin a casa, y soy completamente feliz.

Taggart apartó la mirada de la joven para dirigirla a Miz Witty, y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Se le hizo un nudo en la garganta y le apretó también los dedos, pero fue incapaz de esbozar una sonrisa.

–Me alegro mucho de verte tan feliz –dijo Mary.

Al verla sonreír, Taggart pensó que le daba un vuelco el corazón. Después de la muerte de Annalisa, nunca había pensado que pudiera volver a sentir algo así.

–Espero que disfrute de su estancia aquí, señor Wittering –le deseó la joven con su sensual voz.

–Llámeme Bonner –le dijo Taggart, sintiendo que se le trababa la lengua como a un colegial.

–Gracias –le dijo, y volvió a centrar su atención en Miz Witty–. ¿Quieres que te traiga algo más?

–No, querida –le respondió la anciana mientras se servía el té–. Ve a descansar un poco –de repente se detuvo y frunció el ceño–. ¡Pero qué maleducada soy! –dijo mirando a Taggart–. Bonny, querido, ¿te apetecería una taza de té? ¿O tal vez picar algo? ¡Claro que quieres! –dijo sin dejarle responder–. Mary, por favor, pide a la cocinera más té y tostadas.

–Enseguida –respondió la joven, y se dio la vuelta para marcharse.

–Si tienes café… –dijo Taggart sin poder evitar sentirse decepcionado por la marcha de Mary–. Iré yo mismo a buscarlo. No tengo hambre.

Mary miró a Taggart.

–Por favor, no se moleste, señor, yo se lo traeré.

–De ninguna manera. Ahora mismo vuelvo –dijo mirando a Miz Witty, quien sonrió y se llevó la taza a los labios.

–Muy amable por tu parte. Es un verdadero tesoro –dijo sonriendo a Mary.

La joven le devolvió la sonrisa, y se dirigió hacia la salida sin hacer ningún ruido.

Taggart salió tras ella y cerró la puerta. La fragancia floral que había dejado la mujer embriagó sus sentidos. De repente, necesitaba volver a ver aquellos ojos, aquella sonrisa. No había sentido algo así desde el día en que había conocido a Annalisa, y no creía posible volver a sentir nada tan embriagador. Annalisa y él se habían enamorado el mismo día en que se habían conocido, y se habían casado tres meses después. El cortejo había durado lo mismo que la cena. En los postres, ya estaban comprometidos.

Había tardado mucho en volver a salir con una mujer. Tres años después de la muerte de su esposa, sus amigos le habían convencido para que saliera y conociera a otras jóvenes. Desde entonces no había llevado una vida de monje, pero tampoco era un mujeriego como Bonner.

El trabajo lo mantenía ocupado y, a decir verdad, estaba más acostumbrado a ser perseguido que a perseguir. Por eso casi se había asustado al sentir esa necesidad imperiosa de estar cerca de Mary O’Mara. Se preguntó por qué no era tan hosco como de costumbre. Nunca había sido del tipo de hombres que van detrás de las mujeres. Desde la muerte de Annalisa, no había vuelto a sentir un deseo tan fuerte de dirigirse a una mujer.

–¿Mary? –le dijo cuando llegó a su altura–. ¿Puedo llamarte Mary? –le preguntó con una sonrisa–. ¿Eres tú la Mary que… me escribió esas cartas?

Mary se detuvo bruscamente y se volvió hacia él. Entonces Taggart vio la transformación que habían sufrido aquellos ojos que tanto había deseado volver a mirar. Los ojos de la joven brillaban con furia y malicia.

–Sí, yo soy «esa» Mary –la voz sensual que él tanto había querido volver a oír se había transformado en agresiva–. ¿Cómo se ha atrevido a descuidar así a una mujer tan maravillosa durante tantos años, maldito egoísta?

Taggart se quedó sin habla ante semejante transformación. Aquel cambio de actitud lo había pillado con la guardia bajada.

–Por el bien de Miz Witty, cuando estemos delante de ella seré educada y fingiré que no lo encuentro repulsivo –susurró–. Lo llamaré Bonner en su presencia, si eso es lo que ella desea, y haré un esfuerzo para no escupirle en los ojos cuando me llame Mary. Por lo demás, señor Wittering, procure no cruzarse en mi camino.

Capítulo 2

 

Taggart se quedó mirando a Mary O’Mara mientras bajaba las escaleras muy enfadada. El aire a su alrededor todavía chisporroteaba con su rabia, y hasta pensó que podía percibir el aroma a ego chamuscado.

–¡Qué carácter! –musitó mientras se aflojaba el nudo de la corbata.

Como abogado, estaba acostumbrado a encontrarse con todo tipo de reacciones adversas por parte de la gente con la que trataba, pero aquella no la había visto venir. Ahora se preguntaba por qué había estado tan ciego. Aquella mujer se había pasado los últimos dos años suplicando a Bonner que visitara a su abuela, y siempre había recibido negativas por respuesta. Era lógico que reaccionara de aquella manera. Algo en aquellos hermosos ojos grises había interferido con el radar que tenía en su mente para detectar cuando alguien era sincero o no. El rapapolvo que acababa de recibir lo había pillado con la guardia completamente bajada.

–Hasta ahora he recibido en esta casa muestras de desconfianza, adoración y odio. Muchas gracias, Bonner, viejo amigo –murmuró con ironía.

Bajó los escalones de dos en dos. No tenía ganas de tomar café, pero le había dicho a Miz Witty que iba a buscar una taza, así que no podía regresar con las manos vacías. Tal vez un buen café le quitaría el gusto amargo que le había dejado la señorita O’Mara en la boca.

Al llegar a la planta baja, se dirigió a la parte trasera de la casa pensando que allí debía de estar la cocina. Acertó, y nada más entrar se encontró a la mujer que tanto parecía odiarlo, junto a una rubia de apariencia robusta, atractiva, aunque no tanto como Mary O’Mara.

Cuando la rubia percibió su presencia, lo miró de arriba abajo. Sin embargo, la señorita O’Mara hizo todo lo contrario: le dio la espalda para mostrarle lo mal que le sentaba verlo allí. Taggart no entendía por qué estaba tan molesta por su aparición. Al fin y al cabo ya sabía que quería una taza de café; no iba a ir a buscarlo a Brasil.

–Hola –dijo la rubia, que se apartó de la cocina, donde parecía haber estado revolviendo una salsa, y se cruzó de brazos sobre sus voluptuosos pechos con la cuchara de madera todavía en la mano.

Llevaba puestos unos vaqueros, como Mary, pero mucho más ajustados y, aunque vestía una camisa de hombre, le estaba tan prieta a la altura de los senos que algunos de los botones se habían soltado dejando a la vista parte de un sujetador de color rojo.

–Así que este es el chico malo del que tanto he oído hablar.

Lo que había estado revolviendo con la cuchara era del color de la salsa de tomate. Una gota se desprendió de la cuchara y cayó al suelo.

–Pauline, está goteando –le advirtió Mary, señalando la cuchara.

La rubia siguió sin apartar la mirada de Taggart.

–Bueno, disculpa, pero es que hacía mucho tiempo que no entraba un hombre tan guapo en mi cocina.

A Taggart lo sobresaltó el descaro con el que hablaba aquella mujer.

–¡Por el amor de Dios, Pauline! –dijo Mary, que estaba al lado del fregadero bebiendo agua. Con el vaso en la mano, se acercó a donde estaba la cocinera, haciendo como si no viera a Taggart, y le quitó la cuchara de madera de la mano–. Estás poniéndolo todo perdido con la salsa de los espaguetis.

–¡Vaya!

La rubia miró al suelo y se encogió de hombros, lo que contribuyó a que se le abriera aún más la camisa.

–¡Pauline! –exclamó Mary, mirando con severidad hacia donde estaba Taggart–. Tienes la camisa desabrochada –le dijo, y se apresuró a abrocharle los botones–. Estaré en el sótano si me necesitas.

–Gracias, mamá –dijo Pauline, sin apartar la mirada de Taggart.

Mary desapareció por la parte de atrás de la cocina, y Taggart pensó que, incluso odiándolo, o más bien a Bonner, la presencia de la joven electrizaba el lugar donde se encontrara, y su ausencia hacía que todo se volviera anodino.

–La verdad es que nunca he visto a Mary tan… tan… –Pauline hizo un gesto de desagrado, y colocó las manos como si fuera a arañar a alguien.

–¿Tan llena de remordimientos? –sugirió Taggart con ironía.

La cocinera pareció confusa por un momento, pero enseguida se echó a reír.

–Sí, eso es. Cuando Mary puede permitírselo, asiste a clases nocturnas de enfermería. Se supone que las enfermeras se llevan bien con los enfermos, por muy difíciles que sean. Siempre pensé que tenía muy buen carácter, hasta que apareciste tú.

Taggart se quedó pensativo. Al parecer Mary se llevaba bien con todo el mundo excepto con el mujeriego Bonner Wittering.

–Tal vez le caiga mejor si contraigo alguna enfermedad mortal, como por ejemplo la peste negra –murmuró Taggart.

La cocinera volvió a echarse a reír.

–Eres muy gracioso –le dijo con un guiño–. Gracioso y guapo. Así me gustan los hombres.

Taggart empezó a sentirse incómodo por el rumbo que tomaba la conversación. Ya había conocido a otras mujeres como aquella. En realidad se mostraban descaradas para que no se les notara la poca seguridad que tenían en ellas mismas.

La cocinera se acercó a él y le tendió la mano.

–Me parece que no nos han presentado. Soy Pauline Bordo. Miz Witty y Mary me llaman «la Cocinera», cosa que detesto –volvió a guiñar un ojo a Taggart–. Tú puedes llamarme como quieras.

Taggart se recordó a sí mismo que la actitud de la joven solo respondía a inseguridad, y trató de mostrarse de una manera civilizada.

–Yo soy… Bonner.

–Ya lo sabía. En realidad todo el pueblo sabe que estás aquí.

Taggart no se alegró de que su fama lo precediera. Hasta ahora se habían mostrado hacia él de tres maneras: con devoción, desconfianza y odio. Pauline le estaba mostrando una cuarta: la lujuria. No estaba muy seguro de desear saber cuál iba a ser la que más predominara.

Taggart miró a su alrededor y vio la cafetera. Por suerte para él estaba medio llena. La señaló con la cabeza.

–He venido a servirme un café. Miz Witty está esperándome.

Pauline no le soltó la mano.

–Yo no vivo en la casa como Mary y Ruby. A las siete de la tarde suelo estar libre –dijo, y lo sujetó también con la otra mano–. Normalmente tengo alguna cita, pero no tienes más que silbar, y vendré corriendo, guapo. He oído hablar mucho de ti.

Taggart pensó que seguramente no habría oído cosas buenas.

–Lo tendré en cuenta –le aseguró.

Tras conseguir soltarse de las manos que lo sujetaban, se acercó a la cafetera, tomó una taza y se sirvió café lo más rápido que pudo. En todo momento, sintió los ojos de la cocinera sobre él. Cuando se volvió, la encontró en el mismo sitio que la había dejado.

–Bonito trasero –le dijo Pauline, riendo.

Para su asombro, lo sorprendió el comentario. Trató de mantener la calma, pensando de nuevo en la inseguridad de ese tipo de mujeres, pero se dijo a sí mismo que no debía darle ningún tipo de esperanza.

Sin embargo, recordó que era Bonner Wittering, famoso mujeriego, y debía mostrarse como tal. Sin sonreír, levantó su taza a modo de saludo burlón.