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Kalli había accedido a casarse con Nikolos Varos, un hombre al que no había visto jamás solo porque así lo había concertado su querido abuelo. Pero cuando su abuelo murió el mismo día de la boda también lo hicieron sus razones para casarse... Niko se puso furioso al darse cuenta de que Kalli lo había dejado plantado y decidió hacerla pagar por tal humillación. Para ello insistió en que Kalli siguiera adelante con el plan de renovar su casa... lo que ella no sabía era que él también estaría viviendo allí. Kalli tampoco imaginaba la atracción que iba a surgir inmediatamente entre los dos; además, Niko estaba empeñado en recuperar a la novia que lo había dejado plantado en el altar.
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Seitenzahl: 228
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Renee Roszel
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Matrimonio concertado, n.º 1645 - marzo 2020
Título original: To Catch a Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-148-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
KALLI entró en el despacho privado de Nikolos Varos consumida por la pena y presa de un pánico irracional. Gracias a Dios, en la recepción no había ninguna secretaria que le impidiera el paso. No habría soportado tener que dar explicaciones. Lo que tenía que hacer, tenía que hacerlo rápido y sin histerismos.
El torbellino que azotaba su mente impidió que se fijara en el espacioso despacho de techos altos. Sabía que el señor Varos era un hombre rico, pero, inmersa en sus propios problemas, aquello no le interesaba lo más mínimo. Conteniendo las lágrimas a duras penas, se acercó a un hombre alto y muy serio, sentado detrás de una mesa de acero y reluciente cristal. Plantó las manos en el vidrio y fijó la vista en la corbata rayada del señor Varos. Estaba demasiado acalorada y avergonzada como para mirarlo a los ojos.
«¡Qué cobarde eres!», se dijo. «¡Míralo a los ojos! Cualquiera que vaya a dejar a su prometido el mismo día de la boda, al menos tiene que decírselo mirándolo a los ojos. ¡Vamos, por Dios!»
Con un estremecimiento, levantó la vista. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que casi podía oírlo.
–Señor Varos –comenzó, perpleja de que su voz demostrase una determinación que estaba lejos de sentir–, no puedo seguir adelante con la boda.
El hombre abrió mucho los ojos y la boca, como si quisiera decir algo. Pero Kalli no le dio opción.
–Mi abuelo ha muerto. Anoche –le espetó–. Cuando mi madre me llamó para decírmelo, me di cuenta de que había accedido a casarme con usted solo porque era lo que él quería. La idea del matrimonio fue suya, no mía. Yo acepté por… por lealtad a mi familia.
El señor Varos abrió de nuevo la boca. Esa vez, Kalli le impidió hablar con un ademán.
–Lo sé, lo sé. Mi familia es griega y muy tradicional, como la suya. Y el matrimonio de mi madre, a pesar de que fue convenido por sus padres, salió muy bien. Y también es cierto que nuestros abuelos eran extraordinarios amigos y que su mayor deseo era unir nuestras dos familias –Kalli buscaba desesperadamente las palabras más apropiadas, esforzándose por demostrar una determinación irrevocable–. Pero yo soy estadounidense, señor Varos. Nací en Estados Unidos y… y… y no puedo con esto, no puedo. Compréndalo, por favor, compréndalo… Y espero que algún día pueda perdonarme.
Giró sobre sus talones y salió a toda velocidad, sin dejar de reprenderse por su cobardía. Salir corriendo de aquel modo era imperdonable, pero se encontraba al borde de la histeria y del derrumbe emocional, y no tenía fuerzas para afrontar una contestación airada, por mucho que la mereciera.
Se dijo que había tomado la decisión más apropiada. Al fin y al cabo, aquel matrimonio no era más que un asunto de negocios con el que el amor no tenía nada que ver. Y para corroborarlo, ¿dónde había encontrado a su «prometido»? En su despacho. A las siete de la mañana del día de su boda, su novio estaba ¡en su despacho!
Además, ni siquiera había salido con él. Siempre estaba viajando, ocupado en sus negocios. ¿No le habían mantenido sus asuntos financieros internacionales ocupado hasta el último minuto? Por supuesto que sí. Con toda seguridad, aquella boda no tenía ninguna importancia para él.
Por otra parte, seguro que aquel no era el primer trato en que fracasaba. Se sentiría decepcionado, quizá molesto, pero pronto lo superaría. Cuando se calmara, se dijo Kalli, le escribiría una larga carta de disculpa.
Qué sola se sentía. Suspiró profundamente. Ojalá el abuelo Chris no hubiera sufrido aquella crisis fatal. Lo único que la consolaba era saber que su madre, Zoe Angelis, que había cuidado a su suegro durante largos años, había permanecido al lado de este hasta el último momento. Zoe sentía tanto aprecio por el abuelo, que se había quedado en Kansas cuidándolo, aun sabiendo que eso significaba perderse la boda de su única hija.
Ya que la boda se había anulado, Kalli solo podía hacer una cosa: volver a su hotel, hacer las maletas y dirigirse a San Francisco. Debía volver a Kansas para estar con su madre y decir el último adiós a su abuelo Chris.
El día 1 de junio se estaba transformando en una auténtica pesadilla para Nikolos Varos. Su vuelo desde Tokio se había retrasado no solo una, sino dos veces, con el consiguiente riesgo de que se perdiera su propia boda. Luego, de madrugada, nada más llegar, se había encontrado con que el piso estaba inundado debido a una gotera. Había quedado en tal estado que tuvo que ponerse el esmoquin de su boda en el cuarto de baño de su despacho.
Y en aquel momento, mientras se lo estaba poniendo, su prometida, a la que todavía no conocía, había irrumpido en su oficina y anunciado a su perplejo ayudante que no podía casarse con él.
Se asomó por la puerta entreabierta del baño y oteó el horizonte. La mujer se había ido, pero su ayudante estaba atónito, como si hubiera sufrido una parálisis repentina, con la vista fija en la puerta.
Niko se apoyó en el marco de la puerta y exhaló un suspiro:
–¿Qué ocurre, Charles? –preguntó con cinismo–. ¿Es la primera vez que te dan calabazas?
El humor de Niko sacó a su ayudante del estupor.
–¿Es eso lo que ha pasado?
Niko negó con la cabeza. Estaba desorientado debido al desfase horario y a la falta de sueño. Llevaba setenta y dos horas sin dormir, cerrando sus asuntos para poder marcharse de luna de miel.
–La verdad es que soy nuevo en este negocio, pero ese discurso me ha parecido un «adiós».
Se fijó en Charles, un hombre meticuloso y sombrío, concentrado siempre en los detalles y con una prominente y patricia nariz. Aunque era de natural pálido y grave, Charles parecía tan impresionado por el reciente ataque que Niko sintió compasión por él.
«¿Por él?»
Constató que aún no se había dado plena cuenta de lo que le había ocurrido. Estaba demasiado cansado para enfadarse, pero sabía que muy pronto, y a pesar del cansancio, sería presa de la rabia.
Se apartó de la pared, ajustándose el esmoquin.
–Es absurdo que me quede aquí lamentándome. Tengo que actuar.
–¿Debo informar a los invitados?
–¿Qué? –dijo Niko, frunciendo el ceño, sorprendido por la pregunta–. Por supuesto que no…
–Pero…
–Charles –interrumpió Niko. Había algo que sí tenía claro, no era su ayudante, sino él quien tenía que informar a sus amigos de que su boda se había anulado–, mientras yo le doy a mis invitados la mala noticia, tú ocúpate de averiguar el número de teléfono de esa mujer.
–¿Quiere que llame a su novia al hotel? –dijo Charles. Parecía preocupado.
Al llegar a las puertas de su despacho, Niko dio media vuelta, como si comenzara a percatarse del significado de lo que había ocurrido. Lo habían dejado tirado, como si no fuera más que un par de zapatos viejos; y lo habían hecho el día de su boda. Habían llegado invitados de todos los rincones del planeta. Estarían presentes miembros de la realeza, algunos jefes de estado, incluso una representación de Hollywood. Cincuenta pisos más abajo, quinientos invitados esperaban mientras su futuro y su orgullo acababan de recibir una patada en la espinilla por parte de una maldita mujer de Kansas… ¡de Kansas! Casi sentía lástima de sí mismo, en realidad se sentía igual que un fiel empleado al que hubieran despedido de su trabajo sin el menor motivo.
–Exacto, quiero que llames a mi novia a su hotel… Es decir, a mi ex novia.
–¿Y qué le digo?
–No te preocupes por eso, Charles, cuando vuelva, te diré lo que tienes que decirle.
Salió del despacho. Su cansada mente podía calificar con absoluta precisión lo que había sucedido: le habían infligido una humillación en toda regla. Pulsó el botón del ascensor, dispuesto a dirigirse al restaurante donde sus invitados estaban a punto de comenzar un copioso desayuno. Al cabo de unos segundos, tendría que hacer frente a la situación más embarazosa de su vida. Frente al público más distinguido que había reunido jamás, se vería obligado a admitir que, casi frente al altar, su prometida le había comunicado que no podía casarse con él.
Se quedó mirando fijamente la puerta del ascensor con ganas de darle un puñetazo. En vez de hacerlo, sacudió la cabeza a un lado y a otro, mesándose los cabellos. Era una estupidez romperse los nudillos solo porque una chica de Kansas lo había dejado plantado. En vez de un puñetazo, se limitó a pulsar de nuevo el botón, aunque a punto estuvo de hundirlo.
Él, Nikolos Varos, tan condescendiente con sus amigos divorciados, tan irónico, echándoles siempre en cara su incapacidad para mantener unida a la familia. A él jamás le ocurriría algo así. A él, Nikolos Varos, nunca podría sucederle algo así.
–Oh, vamos, mírate –masculló–, señor Perfecto, ni siquiera has sido capaz de llevar a una mujer al altar.
Tras años de escuchar y padecer discusiones entre sus padres, de oír las quejas continuas de sus amigos y presenciar sus divorcios, había decidido que era mejor recurrir a la sabiduría y experiencia de los mayores y contraer matrimonio de acuerdo a la lógica, las creencias y los valores compartidos.
Al recordar las palabras de Kalli, tenía que cerrar los puños de rabia. Desde que tenía memoria, recordaba las interminables charlas de su abuelo Dionisos sobre la familia Angelis. Había oído mil veces el relato de cómo, a la edad de doce años, había salvado a Christos Angelis de morir ahogado durante una excursión de pesca. Desde aquel momento, habían sido uña y carne, y no tardaron en jurarse que algún día unirían sus dos familias. Al principio, la idea de casarse con una chica de Kansas le pareció absurda, increíble. Comenzó a cambiar de opinión al ver la fotografía de la chica, a la que había encontrado muy atractiva.
Distaba de ser una belleza clásica: tenía el pelo oscuro y largo, los ojos color lavanda y una sonrisa extraña y cautivadora. Su imagen, desde luego, no podía influir negativamente en la decisión. A su favor también estaba la procedencia común de las familias Varos y Angelis. Ambas eran originarias de la aldea griega de Kouteopothi, y compartían creencias y tradiciones. Y lo que era más importante, ambas familias estaban unidas por la vieja promesa de dos ancianos que se habían pasado la vida maquinando para verla cumplida.
Considerando esos factores, Niko no había tardado en aceptar el proyecto. Siempre había concedido gran importancia a la lógica y al orden, de modo que, finalmente, aceptó un papel activo en toda aquella trama destinada a ver satisfecha la promesa de su abuelo.
Pero los negocios lo habían obligado a permanecer mucho tiempo alejado de Estados Unidos y había tenido que cancelar diversas citas destinadas exclusivamente a conocer a Kalli. A pesar de todo, la idea de casarse con ella había ido tomando forma en su cabeza, hasta el punto de que había firmado un contrato prematrimonial absolutamente justo con ella y había llegado a cambiar su testamento –lo cual, en aquellos momentos, le parecía inconcebible.
Pero la pequeña señorita Angelis había irrumpido en su despacho y había dejado bien claro que pensaba aguarle la fiesta. Niko estaba furioso. Nadie se había atrevido a romper un trato con él, y aquella no iba a ser la primera vez.
–Señorita Kalli, no se va a salir con la suya –masculló, justo en el momento en que se abrían las puertas del ascensor–. Tres semanas bastarán.
Las puertas volvieron a cerrarse y Nikolos Varos inició el descenso.
En aquellos momentos, Kalli se negaba a pensar en nada. Quería olvidar la cara de perplejidad de su ex prometido y concentrarse en el viaje de vuelta a Kansas City, aunque, desde luego, iba a ser un día horrible.
¿Qué demonios iba a hacer con el traje de novia? ¿Empaquetarlo?, ¿venderlo? Su madre y ella habían pasado horas bordando cientos de perlas en la pechera –perlas falsas que habían sido cuentas de muchos collares baratos comprados al peso en un mercadillo–. Pasó las manos sobre ellas. ¡Cuánto trabajo en balde! ¿En qué hora se le habría ocurrido contraer un matrimonio de conveniencia? Solo había una explicación: tenía que haber sufrido un ataque de locura temporal.
Suspiró con resignación, dobló el vestido y lo metió como pudo en la maleta. Tuvo que sentarse encima de esta para poder cerrar la cremallera.
–¡No te compadezcas de ti misma, Kalli Angelis! –se reprochó–. No estabas enamorada… ¡Oh, vamos, por supuesto que no! Pero si antes de verlo en persona solo lo conocías por una vieja instantánea de cuando tenía diecisiete años… –tenía que admitir que el hombre del despacho no se parecía en nada a la fotografía que su abuelo llevara en la cartera durante años.
Según el abuelo Chris, Nikolos había visitado a la familia en Kouteopothi el verano anterior a que él se fuera a vivir con ella y con Zoe.
–La diferencia está en la sonrisa –se dijo Kalli.
En efecto, el hombre que había visto en el despacho parecía adusto y grave, y desde luego muy alejado de la imagen que el abuelo le había transmitido: siempre le había dicho que Niko era de complexión atlética y muy divertido, y que continuamente se estaba riendo. Quizá las preocupaciones habían disipado aquella sonrisa, se dijo Kalli.
–Además, por mucho que al abuelo le pareciera un chico maravilloso, ¿quién dice que fuera apropiado para mí? El dinero no lo es todo.
En aquel momento sonó el teléfono. Kalli se levantó de la maleta con un sobresalto y dio un traspié.
–Maldita sea –masculló.
¿Quién demonios llamaba? ¿Su madre?
–Claro, que también puede ser el señor Varos. Ha decidido pegarme un tiro antes de que huya de la ciudad.
Descolgó diciéndose que, si en efecto se trataba del señor Varos, tenía todo el derecho a colgar. Otra acción deleznable, pero qué importaba… Ya tenía bastantes problemas a los que enfrentarse.
–Dígame… ¿Mamá?
–No.
Kalli reconoció la voz enseguida. Aquel seco monosílabo solo podía pertenecer al hombre frío y grave que acababa de conocer.
–Ah, señor Varos –dijo, tragando saliva–, ahora no puedo hablar. Tengo que tomar un avión –explicó. Pero no era totalmente cierto, tan solo estaba en lista de espera, pues todos los vuelos a Kansas City estaban llenos. Claro que el señor Varos no tenía por qué saberlo.
–Será solo un momento.
Kalli cerró los ojos y se dejó caer sobre la cama. Su vida entera pasó ante sus ojos. Nada podía ser peor que una voz tranquila cuando una sabía positivamente que merecía una dura reprimenda. A continuación, seguiría una larga y lógica argumentación a la que no podría oponer ningún motivo sólido.
–¿En qué puedo ayudarlo?
«¿Por qué demonios no has colgado?», se preguntó. «Te va a crucificar».
–Puesto que trabaja usted en proyectos de reconstrucción histórica, le agradecería mucho que se quedara en California tres semanas más, en la casa victoriana de reciente adquisición que habíamos designado como su residencia… Su consejo sería muy útil. Como sabe, el proyecto de reforma del mobiliario formaba parte del acuerdo matrimonial –Kalli se quedó de piedra, no podía creer lo que estaba oyendo–. Hay que renovar la mansión, puesto que dentro de seis meses se va a celebrar una gran reunión. En vista de ello, el tiempo se ha convertido en un factor esencial.
Kalli sacudió la cabeza. No podía creer lo que estaba oyendo. Esperaba cualquier tipo de respuesta menos aquella. Su ex prometido hablaba igual que un funcionario. Qué error pensar que lo había ofendido al dejarlo plantado. ¡Ja! Muy al contrario, el señor Sangre de Horchata no solo no estaba ofendido, sino que le ofrecía un empleo.
Una de las razones de que hubiera aceptado el matrimonio, aparte del deseo de complacer a su abuelo, había sido que el señor Varos era un hombre con muchos contactos. En aquel matrimonio concertado en virtud de la lógica y no de los sentimientos, lo más importante eran las contrapartidas. El señor Varos quería una esposa perfecta y un par de hijos, y ella… bueno, ella quería ventajas profesionales. Para Kalli, decorar la mansión del señor Varos podía suponer una gran promoción, pues su trabajo podría aparecer en revistas como Architectural Digest. ¿Por qué iba a ser Varos el único en obtener ventajas de aquel matrimonio?
–¿Señorita Angelis?
La voz grave la sacó de sus reflexiones.
–Eh…, sí, sí, dígame.
–No, dígame usted a mí.
A Kalli jamás se le pasó por la mente que Varos quisiera contar con ella después de dejarlo plantado, de manera que aceptar su proposición le parecía irreal. Dejaba a un hombre plantado en el altar y, al cabo de una hora, ese mismo hombre le ofrecía un empleo fantástico… Incomprensible.
–Pues es usted muy… ¿Está usted seguro?
–Como acaba de decirme, señorita Angelis, apenas tiene usted tiempo, ¿podría darme su respuesta?
Kalli no sabía qué decir. La oferta para trabajar en su casa, después de romper su promesa de matrimonio, demostraba, por parte de Varos, una gran tolerancia. Pero, ¿cómo tener la arrogancia de aceptarla? Por otro lado, ¿qué había de malo en aceptarla? ¿Cuántos asesores de restauración histórica de Kansas tenían la oportunidad de aparecer en las páginas de Architectural Digest?
–¿Sigue usted ahí, señorita Angelis?
Kalli volvió a salir de su estupor.
–Sí, sí, aquí sigo –dijo. Tenía una idea y tenía que expresarla–. Es usted muy amable al ofrecerme ese trabajo, considerando… lo que ha pasado. En realidad, lo que me preocupa…
–A mí casi no me verá, señorita Angelis. Si voy a casa, no será por verla a usted, y todas mis visitas serán muy breves.
¿Cómo demonios había deducido que era eso lo que iba a preguntar? Por lo visto, aparte de tolerante era muy intuitivo.
–Bueno… –dijo Kalli, vacilando. Si dejarlo plantado prácticamente en el altar no lo molestaba, ¿quién era ella para negarle una nueva oportunidad?–. Pero, por supuesto, tengo que ir a Kansas City, al funeral de mi… –se interrumpió, le costaba pronunciar aquellas palabras sin emocionarse. Aún no se había acostumbrado a la ausencia de su abuelo.
–Por supuesto. Supongo que le bastará con una semana en Kansas. Notifíqueme la fecha y la hora de su regreso y enviaré a alguien a recogerla.
La línea se cortó. Tras unos segundos escuchando la señal, Kalli se dio cuenta de que el señor Varos había colgado, dando el trato por cerrado.
Estaba confusa, pero si ella no había dicho «no», ¿no equivalía eso a decir «sí»? La reforma de la mansión Varos les convenía a ambos. Ella se sentiría menos culpable por haberlo plantado y la mansión se revalorizaría enormemente. Además, suponía tanto trabajo que mantendría su mente ocupada y, gracias a ello, podría distraer su pensamiento de la muerte de su abuelo.
–Muy bien –musitó, dejando el auricular en su sitio–, le veré dentro de una semana, señor Varos.
Se quedó sentada en la cama, mirando al frente, abstraída. El día fijado para su boda había sido agotador, y lleno de tristeza y sentido de culpa. Nunca se había comportado como aquel día, tan mal. Se avergonzaba tanto de sí misma… Además, era tan antinatural verse recompensada por la persona a la que había ofendido…
Pero, ¿lo había ofendido en realidad? Oyendo al señor Varos, nadie lo diría. Al parecer, para Nikolos Varos, verse rechazado por Kalli Angelis no tenía ninguna importancia.
Sacudió la cabeza y se incorporó. En aquellos momentos, no tenía la fuerza mental como para sentirse sorprendida o perpleja por su indiferencia. Cerró la maleta lo mejor que pudo. Había llegado el momento de volver a casa, consolar a su madre y despedirse de su querido abuelo.
Niko se puso el polo de punto y se miró el espejo del baño de su despacho. Puesto que ya no necesitaba el esmoquin, podía ponerse algo más cómodo. Cómodo físicamente, pues en realidad estaba muy enfadado, tanto, que lo sorprendía que no le saliera humo de las orejas.
Cuando volvió a entrar en la oficina, Charles colgó el teléfono y se levantó del sillón de cuero.
–¿Cuándo va a volver?
–La próxima semana –respondió su empleado–. Le he dicho que enviaré a alguien a buscarla al aeropuerto, tal y como usted me dijo –nervioso, se puso a revolver unos papeles que había encima de la mesa–. ¿Cómo sabía que iba a aceptar? –preguntó sin poderlo evitar.
Nik se estiró en un intento de aliviar la tensión en los músculos.
–Por codicia, Charles. Codicia y orgullo –masculló–. Tú te limitaste a ponerle el cebo adecuado, y ella ha picado.
Charles se puso unas cuantas carpetas delante del pecho.
–Estaba convencida de que yo era usted, señor –estaba muy serio, con una expresión casi acusadora. Niko reprimió su enfado: aquella era una de las desventajas de contar con un personal tan íntegro–. No pretenderá hacer algo precipitado, ¿verdad, señor?
Algo en el tono de su subordinado hizo que despertara en su interior una llamarada de ira que le costó reprimir.
–Claro que no: pienso planear cuidadosamente cada detalle de mi venganza.
Charles se puso aún más pálido.
–¡Señor! Recuerdo bien que fue capaz de hacer llorar al director general de Megatronics… No pretenderá…
–¡No digas ridiculeces! No lloró, lo que pasaba era que tenía una infección en un ojo –puntualizó Niko con indisimulada ironía–. Ese tipo no era más que un estúpido: tiró por la borda muchos millones por no hacer caso de mis consejos, y yo lo único que hice fue hacérselo ver. La señorita Angelis –continuó– va a aprender por propia experiencia cómo trato a los que se atreven a romper las promesas que me han hecho.
–¡Oh, no! –una gota de sudor le resbaló a Charles por la frente. Parecía tan asustado que Niko no pudo por menos que sentir una punzada de compasión. Aunque su ayudante era un colaborador excelente, no podía soportar el menor asomo de rudeza.
Niko le dio un afable apretón en el hombro.
–No te preocupes, que no me la voy a comer cruda –bromeó–. Lo único que voy a hacer es dedicarle a mi ex un poco de atención.
Charles dio un respingo que advirtió a Niko de que el apretón empezaba a dolerle, así que retiró la mano.
–¿Acaso no crees que se merece un pequeño correctivo?
Charles tragó saliva, pero no dijo ni una palabra.
A Niko le hubiera gustado que su segundo de a bordo demostrara algo de simpatía, pero no le dijo nada. Se quedó mirando al hombre que tenía enfrente, aferrado al montón de carpetas como si fueran un escudo.
–Quizá tu actitud sería diferente si fuera tu nombre el que corriera de boca en boca por todo San Francisco –le reprochó–, si estuvieras a punto de convertirte en el hazmerreír de la ciudad.
CUANDO una semana más tarde Kalli bajó del avión que la llevó de vuelta a San Francisco, no tenía la menor idea de lo que la esperaba. Aquella mañana había llamado a la oficina del señor Varos para comunicarles la hora de llegada de su vuelo, pero solo pudo hablar con la telefonista, quien muy fríamente se había limitado a decirle que le daría el recado a la persona adecuada.
Todavía la atormentaban las dudas sobre la conveniencia de aceptar aquel trabajo, casi hasta temía ser víctima de una sádica broma y quedarse tirada en el aeropuerto. No era capaz de imaginar cómo alguien podía ser tan magnánimo como el señor Varos lo había sido con ella al ofrecerle aquella oportunidad, después de lo que había hecho.
Llegó al final del largo pasillo de entrada a la terminal, donde buena parte de los pasajeros de su vuelo fueron recibidos por familiares o amigos, mientras que otros, con el teléfono móvil pegado a la oreja, se dirigían veloces a las paradas de taxi, de camino, sin duda, a importantes reuniones de negocios.
Había tanto jaleo a su alrededor que, inquieta, se preguntó cómo iba a ser capaz de distinguir entre semejante tumulto a la persona a la que habían encargado que fuera a esperarla… Eso si es que en verdad había ido alguien a buscarla.
Se apoyó en una columna, mirando nerviosa a su alrededor, preguntándose si el señor Varos le habría enseñado al empleado designado para ir al aeropuerto la foto que ella le había enviado antes de la boda. La sola idea de que hubiera decidido dejarla allí plantada, después de haberle hecho emprender semejante viaje, la hacía estremecer.
–¿Para qué diantres habré venido? –murmuró entre dientes. Con un suspiro de desaliento, dejó la bolsa que llevaba al hombro en el suelo. Por enésima vez, volvió a repasar mentalmente la situación: para empezar, había dejado plantado al señor Varos, quien, casi inmediatamente, le había ofrecido la oportunidad de redecorar su mansión, proposición que ella había aceptado de la forma más irreflexiva. Durante aquella interminable semana había estado a punto más de mil veces de llamarlo para decirle que lo había pensado mejor, y que prefería rechazar su oferta, pero al final había optado por lo contrario.
Lo que la había hecho decidirse había sido ver algunas fotos de la mansión de Varos, la antigua Glandingstone House, un precioso edificio que se remontaba a finales del XIX.
Renunciar a aquel trabajo sería como si un atleta rechazase participar en los Juegos Olímpicos después de haber sido seleccionado. Aquella oportunidad era lo que había estado esperando toda su vida, la materialización de todas sus ambiciones.