Una esposa para Navidad - Renee Roszel - E-Book
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Una esposa para Navidad E-Book

Renee Roszel

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Beschreibung

Vivir bajo el mismo techo resultó mucho más apasionante de lo que él había creído... Trisha August deseaba ser independiente y estaba dispuesta a todo para conseguir el dinero suficiente para empezar su propio negocio. Por eso casi no podía creerlo cuando el famoso Lassiter Dragan le prometió hacerle un préstamo. Pero había una trampa... a cambio ella tendría que convertirse en su "esposa" durante las Navidades. Lassiter Dragan había prometido no volver a permitir que el amor lo hiciera vulnerable. Por eso lo mejor era conseguir una esposa temporal para mejorar la imagen de su empresa. El problema fue que no tardó en descubrir que se estaba enamorando de su mujer...

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Seitenzahl: 230

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Renee Roszel

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una esposa para navidad, n.º1916 - abril 2017

Título original: A Bride for the Holidays

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9671-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El sonido del teléfono rompió el silencio y Trisha contuvo la respiración, pues sabía que era la llamada que había estado esperando, su última oportunidad. Al ir a contestar, tropezó con el cubo de la fregona que Amber Grace, su empleada a tiempo parcial, había sacado para limpiar el suelo. Por fin, agarró torpemente el teléfono, que casi tiró antes de ponérselo en la oreja.

–Gourmet Java Joint de Ed –contestó, y tragó saliva para ocultar los nervios en su voz–. Trisha August al habla.

En seguida reconoció la voz de su interlocutor, el cajero del banco con su veredicto sobre el préstamo. El corazón le latía tan deprisa que apenas oía por encima de su sonido. Era el momento de la verdad. Entre una ansiedad creciente y cierto optimismo, escuchó y asintió, incapaz de pronunciar algo que no fueran síes y noes, mientras el banquero hablaba en un tono educado pero distante.

Entonces sintió que se le paraba el corazón. Había oído tantas veces aquel discurso de rechazo que no soportaba escucharlo una vez más.

–Pero soy muy responsable y una trabajadora muy eficiente. ¡Haré cualquier cosa por el préstamo!

–Agradecemos su interés por el Kansas City Unified Bank.

–¡Haré lo que me pidan! –gritó–. Por favor, denme una oportunidad.

–Muchas gracias por su interés –se despidió el banquero sin hacer caso de sus ruegos.

Trisha se quedó con el teléfono en la mano llena de rabia por la injusticia que cometían con ella. Estaba convencida de poder hacerlo; sólo le hacía falta el dinero necesario.

–¡Sin dinero no se puede pedir dinero! –gritó mientras colgaba con furia el teléfono–. ¿Cómo abre la gente sus negocios?

–Es una buena pregunta –respondió una voz de hombre.

Sobresaltada porque hubiera entrado un cliente sin que ella lo hubiera advertido, miró al mostrador y vio a un hombre alto, con un abrigo camel que supuso fabricado con el mejor cachemir. Los hombros, cubiertos de ropas caras, y el cabello oscuro, brillaban por la nieve, que refulgía con la luz fluorescente. A pesar de ello, lo que más llamó la atención de Trisha fue el rostro. No sonreía, pero tenía un lado del labio ligeramente curvado hacia arriba, en un gesto que le confería cierta indiferencia arrogante. Su mirada era penetrante y valorativa, aunque a Trisha le resultaba difícil ver el color de sus ojos bajo sus tupidas pestañas. Marrones, pensó, quizá grises. Debió de estar observándolo mucho tiempo, porque de repente el cliente carraspeó.

–Quería un café.

Trisha se sintió estúpida. Rodeó a Amber Grace y su mopa y entonces se dio cuenta de que la adolescente también se había quedado paralizada.

–La leche no se va a limpiar sola –le dijo en un aparte.

–Ah, sí –contestó la chica, saliendo de su ensueño, y continuó limpiando.

Trisha corrió al mostrador y sonrió, aunque notó que la sonrisa era forzada. Aquel préstamo le habría hecho cumplir su sueño, y se había esfumado. Aún no había tenido tiempo de sobreponerse de la injusta derrota, pero tuvo que ocultarlo en el fondo de su mente, pues sabía que aquél no era el momento ni el lugar para descargar su mal humor.

–Buenas tardes –saludó de forma tan amable como fue capaz–. Hoy tenemos tres mezclas especiales, vainilla y fresa, Jamaica con chocolate y naranja con…

–¿Tienen algo llamado café?

Entonces le vio mejor los ojos, gris plateado, un color poco habitual y llamativo, aunque la mirada era demasiado penetrante para sentirse cómoda. Por alguna extraña razón, le costó recordar si tenían algo llamado café.

–¿Qué le parece nuestro «Oscuro Secreto Colombiano»?

–Siempre que el oscuro secreto sea que tiene café.

–Le prometo que tiene café, señor –sonrió ella, a pesar de sus sueños rotos–. ¿Qué tamaño quiere: biggie, biggie-extra o biggie-boggle? –le preguntó, señalándole los diferentes tamaños.

–Mediano –contestó él.

–Sí, señor –concedió ella.

Le gustaba la gente que llamaba a las cosas por su nombre. Llenó un tamaño medio de café negro y fuerte mientras sentía la mirada del extraño clavada en su espalda. Le pareció curioso, pues casi todos los clientes observaban sus pasos, pero había algo distinto en la mirada de aquel hombre. Se ruborizó.

–¿De qué es el negocio para el que no le dan el crédito?

Le sobresaltó tanto la pregunta que estuvo a punto de tirar la taza de plástico, pero la sujetó bien y lo miró por detrás del hombro.

–Siento que haya escuchado eso. No pretendía… –intentó excusarse, más ruborizada aún, pues sentía que no debía despotricar delante de los clientes.

–No, cuéntemelo –la cortó él, y parecía totalmente serio–. Puede que conozca un sitio donde pueda acudir.

–No lo creo –repuso ella, mientras le daba la taza llena–; lo he intentado en todos los sitios de la ciudad, además de todo lo que he encontrado en Internet. Las únicas empresas que me lo concederían me cargaban unos intereses monstruosos.

–Vaya –comentó él.

Justo cuando iba a darle la taza, Trisha sintió un fuerte golpe en el omóplato que la desequilibró, y cayó para delante, dando con los antebrazos en el aluminio del mostrador. Hizo un gesto de dolor y se levantó para acariciarse la zona dolorida.

–¡Ay! ¿Qué diablos…?

–Uy, ¿a qué le he dado el golpe? –preguntó Amber Grace, con el tono nasal que utilizaba cuando perpetraba alguno de sus crímenes de ineptitud, y se giró a su jefa–. ¿Ha sido tu espalda?

–¿Tú qué crees? –le preguntó ella, mirándola fijamente a los ojos e intentando recobrar la compostura.

Amber Grace tenía su habitual cara avergonzada que indicaba «menos mal que soy la sobrina de Ed», pero un instante después su expresión cambió a una de horror.

–¡Oh! –gritó, y dejó caer la fregona para señalar–. Mira lo que le has hecho al hombre.

Aquellas palabras estallaron en la cabeza de Trisha como metralla. No le hizo falta volverse para comprender que el caro abrigo de cachemir del hombre estaba empapado en «Oscuro Secreto Colombiano». Un extraño sonido salió de su garganta, pensando en que había perdido su paga de la semana, que sería lo mínimo que le costaría limpiar aquel abrigo. Reacia y con sentimiento de culpa, se atrevió a mirar al hombre empapado, que tenía la atención fijada en su abrigo. Cuando la miró, su expresión era cualquiera menos de alegría.

–¡Oh, Dios mío! –lamentó Trisha, que habría dado lo que fuera por volver unos segundos atrás–. Lo siento muchísimo.

–¿Servilletas? –pidió el hombre, con la misma mano extendida que antes había estado a punto de agarrar la taza.

–Oh, claro –repuso ella, y sacó un montón de debajo del mostrador.

Ed era muy tacaño con sus preciadas servilletas impresas, y siempre insistía en dar a cada cliente sólo una, así que Trisha supuso que también las tendría que descontar de su sueldo.

–Amber Grace, corre a traer toallas de papel –apremió Trisha, mientras apretaba un taco de servilletas en el abrigo del hombre–. No sabe cuánto lo siento –se disculpó, y mientras lo secaba, se dio cuenta de que no había un átomo de grasa en su abdomen–. Debo insistir en que me deje secarle el estómago.

–No es necesario –rechazó él, después de haber puesto las manos sobre las de ella y seguir él–. Creo que el estómago se ha librado de la mayor parte del café.

–Oh –balbució ella, incapaz de creer que había utilizado aquella palabra–. Quería decir su abrigo. Si quiere se lo puedo llevar a una tintorería. Es lo menos…

–Simplemente póngame otro café.

Trisha tragó saliva al pensar en que en los cinco meses que llevaba trabajando con Ed nunca le había tirado el café a nadie, y ahora no sólo le tiraba uno entero a un cliente, sino que además se ofrecía a limpiarle el estómago. De repente se encontró contemplando la mirada dura aunque sexy del hombre, hipnotizada. Sentía una contradicción, pues era una mirada fría pero sin embargo tenía un aire interesante que llamaba poderosamente su atención, aunque no sabía qué era. Desconcertada, se dio cuenta de que se había perdido en sus pensamientos.

–¿Qué, disculpe?

El hombre dejó las servilletas en el mostrador encharcado de café y aceptó las toallas de papel de Amber Grace.

–Gracias –le agradeció a la chica, y se limpió el abrigo, aunque, extrañamente, no dejó de mirar a Trisha–. Le he dicho que si me puede servir otro café y olvidarse de mi abrigo.

–Ah, de acuerdo –repuso ella, tan nerviosa que era incapaz de pensar correctamente.

–¿Amber Grace?

Trisha se sorprendió al escuchar al extraño dirigirse directamente a la sobrina de Ed, y los miró por detrás mientras preparaba otro café.

–¿Sí, señor? –preguntó la adolescente con una sonrisa estúpida en su cara pecosa.

–¿Por qué no recoges el café del mostrador? –le sugirió él, dándole el rollo de toallas.

–Vale –aceptó ella, sin borrar la estúpida sonrisa mientras secaba el mostrador.

Trisha volvió a rellenar la taza de café, mientras le reconcomía que no volverían a ver a aquel cliente nunca más, pues entre su poco profesional despotrique sobre el préstamo y la ineptitud de Amber Grace, su impresión respecto a los empleados de Ed no podía ser muy buena. Y eso sin contar con que le hubiera tirado el café encima, por no hablar del incidente del estómago.

La mirada lánguida del hombre parecía ejercer un extraño efecto en las mujeres, pues tanto ella como Amber Grace parecían haber hecho una apuesta por ver quién podía hacer más el ridículo. Trisha se preguntó si provocaría lo mismo en todas las mujeres, o si le podría echar la culpa a alguna fuga de gas del dentista de al lado. No pensó que tuviera tanta suerte, pues de ser así él estaría igual, y tan sólo había medio sonreído desde su llegada, aunque desde el incidente del café no había vuelto a sonreír.

Por la cara de tonta que tenía, se dio cuenta de que Amber Grace estaba totalmente obnubilada por el atractivo cliente, lo cual no le extrañaba, aunque, por desgracia, no ayudaba mucho a la diligencia de la chica. Trisha rellenó la taza y se la ofreció procurando resultar profesional.

–Regalo de la casa –le dijo, sin preocuparse en pensar que quizá luego la tendría que pagar–. Ha sido muy amable.

–No ha sido culpa suya –negó él, aceptando la taza, lo cual en aquella ocasión resultó menos peligroso, pues Amber Grace estaba apoyada en la barra, sonriendo al hombre, que dio un trago–. No está mal; creo que efectivamente tiene café.

Trisha se sorprendió al verse de nuevo sonriendo. Nunca había conocido a un hombre que pudiera torcer la boca un poco y provocar una sonrisa de verdad.

–Cuénteme ahora lo de su negocio.

A Trisha le sorprendió el ofrecimiento, pues antes había pensado que le preguntaba sólo por ser amable. No podía imaginar que de verdad le importara.

–No quisiera aburrirlo.

–Si de verdad quiere algo –le dijo él tras tomar otro trago de café– no debería dejar pasar una oportunidad de poder conseguirlo.

–Vamos, cuéntaselo –le apremió la voz hipnotizada de Amber Grace.

Los dos miraron a la adolescente, vestida con una horrenda mezcla de colores, un polo amarillo y pantalones azul turquesa con una ridícula gorra también turquesa, reminiscencia de lo que habría llevado una enfermera de los cincuenta. Su cabello rojo parecía de paja y los dos aros de su nariz brillaban con las luces fluorescentes. Amber Grace era la típica niña que constituía un sufrimiento para sus padres, por no hablar de la pesadilla que suponía para un encargado. Sin embargo, los horribles colores del uniforme no eran culpa de la chica, sino de Ed, que los había comprado por Internet. Trisha conocía a su jefe, y estaba segura de que éste había recuperado el dinero de aquel saldo, pues hacía a sus empleados comprarle los uniformes. Salvo por el pelo rojo y los pendientes, Trisha sabía que ella tenía el mismo aspecto.

Nunca le había preocupado lo feo que era su uniforme hasta aquel momento, en que se dio cuenta de lo hortera que le debía de parecer a aquel extraño tan bien vestido, cuyo atuendo era muy clásico y elegante. Procurando no obsesionarse por aquello, tomó las toallas y continuó recogiendo el café.

–Bueno –comenzó–. Lo que tengo en mente es una boutique para perros, donde puedan venir los dueños con sus perros y usar mi equipo, mis bañeras, tijeras, etcétera, para bañarlos y cepillarlos por un precio mucho más bajo de lo que cobraría un peluquero canino profesional.

Había contado tantas veces su perorata que se la sabía de memoria, lo cual era una suerte, pues aquel hombre tenía algo que le hacía perder el control.

–He visto sitios similares –continuó–. Uno en Wichita y otro en Olathe, y a los dos les iba muy bien. Los clientes están encantados. Sé que mi tienda sería un éxito aquí en Kansas City. He visto un local en alquiler. Con un préstamo de veinticinco mil dólares y mucho trabajo duro lo dejaría muy bien. Hasta tengo un nombre fantástico ya, Días de perros de agosto.

–Interesante nombre.

–Es un juego de palabras –explicó ella, volviéndose a centrar en la limpieza, pues no podía mirarlo a los ojos sin pensar en lo sexy que era. Se aclaró la garganta–. Me apellido August. Soy Trisha August –se presentó, y suspiró–. El único problema es que no consigo financiación. He trabajado en muchos sitios a lo largo de los años, incluso en varias peluquerías caninas, así que lo sé todo sobre ellas. La última en la que trabajé cerró cuando el propietario se jubiló y por eso tuve que aceptar este trabajo –se quejó, y dejó las toallas mojadas. Entonces lo miró muy seria–. He ahorrado cada céntimo que he podido y no me importa trabajar duro y muchas horas para cumplir mi sueño. Pero todos los bancos me sueltan el mismo sermón, que los negocios pequeños son muy arriesgados y muchos fracasan el primer año, que los bancos tienen que seguir reglas estrictas, la importancia de las garantías bancarias y que yo soy joven y no tengo activos como experiencia previa y todo eso. A los bancos no les importa lo duro que trabajaría, sólo les importa que soy joven y pobre. Y no soy tan joven, tengo veintiocho años y llevo ganándome la vida desde lo dieciocho. ¡Y si fuera pobre no necesitaría un crédito! –exclamó, sin poder reprimir su rabia–. Esa llamada que ha oído era mi última esperanza.

Un movimiento captó su atención y Trisha se volvió a la puerta, por la que entró un hombre vestido de uniforme oscuro de marinero, sobre el que refulgía la nieve. El joven se quitó la gorra de forma marcial y la sujetó bajo el brazo. A Trisha le pareció guapo, de poco más de veinte años y musculoso. Vio que también llevaba guantes y botas militares.

–Señor –dijo–, ya está arreglado el pinchazo. Cuando esté listo…

–Gracias, Jeffrey –contestó el guapo cliente que había estado escuchando sus planes de negocio–. Voy enseguida.

–Por supuesto, señor.

Trisha vio la nieve caer en el resplandor de la farola a través del escaparate. No eran más que las cuatro y media y ya estaba oscuro. No había cesado de nevar en toda la tarde y pensó que debía de haber por lo menos treinta centímetros, y que, aunque aún estaban a dieciocho de diciembre, de seguir así podrían tener una verdadera Navidad blanca aquel año.

El hombre vestido de marinero se fue, dejando tras de sí un reguero de nieve medio derretida. El guapo cliente tomó una de las servilletas que Trisha no había usado para limpiar el café y escribió algo en ella.

–Su idea tiene fundamento, señorita August. Llame a este hombre y concierte una cita con él. Su oficina está en el edificio Dragan; cuéntele lo que me ha contado a mí –le indicó, y le dio la servilleta–. Creo que él la ayudará.

–¿El edificio Dragan? –repitió ella, confusa, a lo que él asintió.

–Dígale que la envía Gent.

–Gent, de acuerdo. ¿En qué planta, cómo se llama la empresa?

Trisha se sorprendió de escuchar su propia voz, pues sonaba a pánico. Sabía que aquel hombre se marcharía, y no quería; no podía imaginar no volver a ver aquellos ojos grises.

–Los de seguridad le indicarán –aseguró él, y se dio la vuelta.

–¿Habla en serio, señor Gent? –inquirió ella, a quien le costaba creerlo.

Al ver que no obtenía respuesta, alzó la vista de la servilleta y se dio cuenta de que se había ido, tan silenciosamente como había entrado. Entonces volvió a mirar la servilleta, deseando contra todo pronóstico que fuera cierto. El hombre había escrito Herman Hodges, Dragan VC y después aparentemente había firmado, pues ponía algo como «Gent». Se preguntó con ironía si aquel pedazo de papel manchado de café podría ser en serio la llave hacia sus sueños.

–Guau –exclamó, a lo que Amber Grace se movió, regresando de su ensueño–. Nada –se disculpó, y se guardó cuidadosamente la servilleta en el bolsillo del pantalón, mientras pensaba que no perdía nada por intentarlo.

Capítulo 2

 

Trisha estaba sentada muy incómoda en el borde de la silla en la oficina de Herman Hodges, en el piso número cincuenta del edificio Dragan, intentando ocultar su ansiedad. Deseaba levantarse e ir a la ventana para ver caer la nieve, pues siempre la relajaba, y en aquel momento lo necesitaba más que nunca. Sin soltar el bolso, no dejaba de mirar al sexagenario calvo corpulento mientras éste hojeaba su escueta vida laboral. La carpeta contenía todos los planes recopilados meticulosamente referentes a su boutique canina, así como el estado de sus cuentas. No tenía más que una cuenta de ahorro con dos mil trescientos noventa y un dólares con ochenta y siete céntimos, todo cuanto había ahorrado en una década. Sin ninguna otra posesión, ni siquiera un coche, a Trisha no la animaba mucho el rostro del hombre, que seguramente se estaría preguntando qué estaba haciendo en aquel lugar.

Cuando el señor Gent le había recomendado que se acercara al edificio Dragan para hablar con el señor Hodges, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que éste fuera socio de Dragan Venture Capital Inc., una compañía de la que había oído hablar y de la que nunca hubiera imaginado que se metería en sumas tan insignificantes como el préstamo de veinticinco mil dólares que necesitaba. Sin embargo, se había negado a echarse atrás cuando el amable agente de seguridad la había acompañado a la lujosa sede de Dragan Venture Capital en el piso cincuenta, pues tenía presentes las palabras de aquel extraño tan atractivo.

Al ver al señor Hodges arquear una ceja mientras cerraba la carpeta con toda su vida, su determinación flaqueó. Casi podía ver el «gracias por su interés» formándose en sus labios. Intentando mantenerse positiva, se aclaró la garganta y se sentó más recta en la confortable silla de cuero.

–Bien, señorita August –comenzó el empresario, con una sonrisa amable pero no cálida–, veo que le ha puesto mucha dedicación y esfuerzo a su…

–Días de perros de agosto –culminó ella, al observar que él no sabía cómo llamarlo.

–Eso es, Días de perros de agosto, un nombre muy inteligente.

El hombre se incorporó y posó las manos sobre la carpeta. Tenía la apariencia de una persona con éxito y autoritaria, hundido en su sillón de cuero y vestido con un traje gris marengo, camisa blanca y corbata de cachemir negra, verde y morada. También se fijó en sus uñas, con una manicura perfecta, y se sintió muy incómoda a pesar de su mejor traje verde esmeralda y sus zapatos recién lustrados. Ahora fue ella la que se preguntó qué hacía en aquel lugar.

–Verá, señorita August, Dragan Ventures es una compañía internacional centrada en iniciativas que puedan dominar velozmente mercados emergentes y de rápido crecimiento, y basa su interés en recuperar de diez a veinte veces más en un plazo de cinco a ocho años, mediante OPAs o fusiones. Nuestro eje central de inversión es el área de las comunicaciones, tecnología, productos semiconductores…

Hizo una pausa, en la que Trisha supuso que esperaba alguna respuesta.

–Entiendo –mintió, segura de que él sabía que no era cierto.

–Para serle sincero, señorita August –le advirtió, inclinándose hacia delante, como si le hiciese falta para intimidarla–, incluso aunque consideráramos el suyo como un buen riesgo de negocio e invirtiéramos en, eh, salones de belleza caninos, nuestra inversión mínima es de cinco millones de dólares. ¿Ha probado en su banco local?

–Sí, señor, lo he intentado –repuso ella, frustrada e indignada por haber gastado un día libre en su trabajo para aquello.

–Gracias por su interés en Dragan Ventures Capital, señorita August –finalizó el inversor dejando el fichero sobre la mesa–. Sin embargo, como espero haberle hecho entender, no estamos en el negocio de…

–Sí, ya –cortó el horrible sermón que había oído cientos de veces–. Yo no creía que se metieran en empresas como ésta, pero cuando el señor Gent me sugirió que viniera a verlo, pensé, bueno, esperé…

–¿El señor qué?

–¿Perdón? –inquirió Trisha, al comprobar que el hombre se resistía a devolverle el fichero.

–¿Quién ha dicho que le sugirió que viniera a verme?

Por primera vez desde que había puesto los pies en el despacho del señor Hodges, Trisha vio en los ojos de éste algo que no fuera una fría indiferencia.

–El señor Gent –repitió, y cuando él la observó con sospecha, se explicó–. Supuse que el señor Gent sería cliente suyo. Actuó como si usted fuera a estar dispuesto a ayudarme.

–¿Dice que el nombre de este señor es Gent?

Trisha no sabía qué había dicho para ponerlo tan nervioso, y se preguntó si el tal Gent sería un estafador. Entonces imaginó que quizá el mandarla a aquel lugar había sido en venganza por haberle manchado el abrigo y que se estaría riendo de ella en algún lugar. Deseosa de salir lo más aprisa posible, abrió el bolso y sacó la servilleta.

–No me dijo su nombre, lo apuntó. Se lo enseñaré.

Se sentía tan ridícula que no era capaz de mirarlo mientras él agarraba la servilleta manchada y fruncía el ceño. El silencio era tan amenazador que necesitaba gritar.

–Verá, un hombre, un cliente de la cafetería en la que trabajo, me preguntó sobre mi idea de la boutique y me habló como si creyera que pudiera tener futuro, escribió su nombre en la servilleta y me dijo que viniera a verlo. Debí haberme dado cuenta de que era demasiado bonito para…

–¿Me disculpa un momento, señorita August?

–Eh, por supuesto –logró decir ella, que no comprendía nada.

Se lo quedó mirando mientras salía a toda prisa, preguntándose quién sería aquel señor Gent y si aquel hombre pensaría que ella era su cómplice en algún fraude. Se sentó derecha, tensa y con ansias por salir corriendo, idea que desechó al pensar que el amable hombre de seguridad que la había acompañado sería uno de los que verían su intento de huida en una de los cientos de cámaras y le cortaría el paso antes de llegar a la planta baja. Se dio cuenta de que estaba hiperventilando e intentó relajarse.

 

 

–¿Señor Dragan?

Lassiter no quitó la vista de sus papeles para apretar el botón del interfono.

–Dime, Cindy.

–Tengo a Jessica Lubek al teléfono.

–¿Quién? –insistió. Le sonaba aquel nombre, pero no recordaba de qué.

–La editora jefe de la revista El urbano sofisticado. Es su segunda llamada hoy.

–De acuerdo –contestó él al recordarla, enfadado consigo mismo por haberle estado dando largas toda la semana, a sabiendas de que necesitaba una respuesta al final del día–. Atenderé la llamada.

–Por la línea dos, señor.

–Buenas tardes, señora Lubek.

–Señor Dragan –saludó ella, por la voz, una mujer de unos cincuenta años–. Espero que haya aceptado hacer el artículo sobre Vacaciones en casa de Lassiter Dragan.

–Me halaga mucho su interés –comentó él con sinceridad, pues había estado analizando las ventajas e inconvenientes toda la semana.

–Eso no suena a un sí muy firme –protestó ella–. ¿Cómo podría convencerlo? ¿Le he comentado que Vacaciones en casa de… siempre es nuestro mayor éxito del año?

–Sí, señora Lubek. Y sé que le daría a Dragan Ventures una promoción valiosísima.

–Valorada en millones de dólares. Tenemos lectores en todo el mundo, como creo haberle mencionado.

–Cierto. Verá, señora Lubek…

–Llámeme Jessica.

–Gracias, Jessica. Déjame repetirte que tu oferta me interesa; es sólo que la última vez que aparecí en una revista la experiencia no fue positiva del todo.

–¿De verdad? –se interesó ella, e hizo una pausa para encenderse un cigarro–. ¿Puedo preguntarle cuál fue el problema?

Lassiter miró por el ventanal a la tarde cubierta, con la nieve cayendo muy deprisa, y pensó que el tráfico a casa sería un infierno. Miró el reloj, que daba las tres, y deseó que fueran las cinco y también que la decisión estuviera ya tomada.

–Supongo que mereces saberlo, después de haberte tenido pendiente toda una semana. Verás, hace cinco años la revista El toque Midasmensual hizo un reportaje sobre mí, ¿lo sabías?

–Sí, leí el artículo; era bueno. Midas es una buena revista de negocios, pero, perdone mi alarde, pero su tirada es mucho menor que la nuestra.

–Exacto –se rió él con ironía–. Pero incluso a pesar de su limitada tirada, después de ese artículo me encontré… –hizo una pausa, pues no sabía cómo explicarlo de forma delicada–. Bueno, debido al artículo de repente me encontré siendo el objetivo matrimonial de toda una horda rabiosa de mujeres estúpidas.

–Oh –contestó ella, y la oyó aspirar el humo de nuevo. También notó la sonrisa en sus labios–. Es una pena, señor Dragan. Debe de ser un infierno ser rico y guapo.

–Tienes bastante razón al ser irónica –se explicó él, sorprendido por la franqueza de la mujer–, la riqueza tiene muchas ventajas. Respecto a lo de guapo, eso depende de quién me mire. Por desgracia a estas mujeres no les habría importado que yo fuera una lombriz.

–¿Una lombriz? –lo cortó Jessica, aún con la sonrisa–. Como le he explicado, leí el artículo, y en él venía una foto de usted. Sinceramente, señor Dragan, usted se parece tanto a una lombriz como un pura sangre a un asno.

Lassiter se sentía molesto e incómodo con tanta guasa a su costa, aunque comprendió que pudiera resultar cómico para quien no lo hubiera sufrido.