En el mayor silencio - René González Barrios - E-Book

En el mayor silencio E-Book

René González Barrios

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Beschreibung

Era ayudante del Gobernador español de Victoria de Las Tunas, su hombre de confianza. Nadie sospechaba que el francés Charles Filiberto Peiso, fuese el agente Aristipo de la inteligencia mambisa, figura clave en la toma de la mencionada ciudad. Tampoco levantaba dudas de su fidelidad a España la hija del general español Emilio March, la dulce joven María Machado, agente secreta del lugarteniente general Calixto García. Nadie imaginaba que el ilustre músico holandés Hubert de Blank y el agente 209 de los servicios secretos del Ejército Libertador eran la misma persona. El presbítero Guillermo González Arocha, cura de Artemisa, bajo el seudónimo de Virgilius, era, sorprendentemente, el Delegado de la Revolución en Vuelta Abajo. Este libro revela la identidad de los pioneros de los órganos secretos de la Revolución cubana, inspiradores de los nuevos soldados del silencio.

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Seitenzahl: 248

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Edición: María Luisa García Moreno

Diseño de cubierta: Eugenio Sagués Díaz

Diseño interior: JCV

Maquetación digital: JCV

Primera edición:La inteligencia mambisa.Dirección Política FAR, 1988

Segunda edición:En el mayor silencio.Editora Política, 1990

® René González Barrios, 2020

® Sobre la presente edición: Editorial Capitán San Luis, 2020

ISBN: 9789592115583

Editorial Capitán San Luis.

Calle 38 No. 4717 entre 40 y 47, Reparto Kholy, Playa.

La Habana, Cuba.

[email protected]

www.capitansanluis.cu

https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Nota a la tercera edición

La primera edición de este libro, publicada con el título de La inteligencia mambisa, fue realizada por la Imprenta Central de las FAR y data del año 1988. En 1990, la Editora Política lo publicó de nuevo esta vez con el título de En el mayor silencio.

Desde entonces, su autor ha continuado investigando sobre el tema y dispone de un significativo volumen de información para, en un futuro cercano, entregar una versión ampliada del texto.

A más de 20 años de su primera publicación, En el mayor silencio, texto escrito por el coronel de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, René González Barrios, no ha perdido en lo más mínimo su vigencia. Todo lo contrario.

Surgido para rescatar del olvido la memoria de un nutrido grupo de combatientes que, desde las filas del enemigo, luchaban por el logro de la independencia de Cuba, hoy no solo es un homenaje a ellos, sus protagonistas, sino que se convierte en una ofrenda de respeto a todos los cubanos que, desde la clandestinidad, ocultos, en secreto, han peleado por la libertad y la dignidad de Cuba, en cualquier minuto de nuestra heroica ­historia.

Entre esos hombres y mujeres que calladamente lo han sacrificado todo, en ocasiones hasta el amor de sus seres más queridos, se encuentran los Cinco Héroes Prisioneros del Imperio: ellos también lucharon desde el Norte por preservar a Cuba del terrorismo, ellos también son combatientes del silencio y merecen nuestro respeto y veneración.

Esta edición presenta algunas modificaciones con respecto a las anteriores. Se concibe como un homenaje al Ministerio del Interior en su 50 aniversario y es un tributo especial a esos cinco compatriotas que “en el mayor silencio” vigilaban, desde las entrañas del monstruo, el sueño reparador y la obra redentora y creadora de un pueblo en revolución.

La editora

Para servir mejor,

en el sacrificio desconocido

o en el silencio prudente.

José Martí, Patria, 1894

Presentación

Interiorizando la sentencia de nuestro Héroe Nacional de que “es profanación el vergonzoso olvido de los muertos”,1 realizamos el presente trabajo dirigido a reestablecer su lugar en la historia al nutrido grupo de héroes anónimos de la patria que forjaron con sus actos nuestros primeros servicios secretos revolucionarios.

Los éxitos de las armas cubanas en Las Guásimas, EI ­Naranjo, La Sacra, Palo Seco, Mal Tiempo, Calimete, Guáimaro, Las Tai-ronas y Ceja del Negro, por citar solo algunos, son bastante ­conocidos y han colmado de gloria a sus protagonistas. Poco se ha dicho, y siempre de manera muy general, de los agentes secretos de la revolución, y de la osadía, destreza y valor de los exploradores insurrectos, los primeros en detectar el enemigo y casi siempre los primeros también en enfrentarlo.

La actividad de inteligencia es siempre difícil y compleja, mucho más en tiempo de guerra. La calidad y oportunidad del trabajo informativo influye grandemente en el éxito de las operaciones militares. Aunque con medios inferiores, el jefe militar que ha poseído mejor información muchas veces ha conquistado la victoria.

Un ejemplo de ello, durante nuestras guerras de independencia, lo constituye la toma de la ciudad de Victoria de las Tunas por el mayor general Vicente García, el 23 de septiembre de 1876, la que se consumó gracias a la encomiable labor de sus agentes en el interior de la plaza.

Si difícil era obtener el triunfo en un combate campal contra el poderoso ejército colonialista, tanto o más engorrosa era la tarea de los revolucionarios infiltrados en las altas esferas de la administración española, expuestos constantemente a la villanía, soberbia y cólera de los sanguinarios voluntarios y, por consiguiente, a una segura sentencia de muerte por el delito de infidencia a manos de los nunca benévolos tribunales de la colonia.

Los nombres de Charles Filiberto Peisó, Federico Pérez Carbó, Sixto de Guereca, José de J. C. Pons y Naranjo, ­Perfecto Lacoste, Hubert de Blanck, Alfredo Martín Morales, y de mujeres como ­María Escobar, Magdalena Peñarredonda y Edelmira Guerra ocupan en nuestra historia un sitial tan alto como el que los heroicos combatientes de la manigua conquistaron en los campos de ­batalla.

A pesar de haber consultado una extensa bibliografía, las fuentes para el estudio de esta temática resultan bastante vírgenes y existen numerosos materiales al respecto. El gobierno español, una vez terminada su dominación en Cuba, trasladó a su país gran parte de la documentación perteneciente a los archivos cubanos. Entre aquellos legajos figuraban los de la policía, de imprescindible consulta para conocer la actividad de inteligencia enemiga en las filas de la revolución, así como su apreciación sobre las organizaciones secretas mambisas en toda la Isla.

El objetivo primordial de este trabajo es ofrecer alguna luz sobre el surgimiento y desarrollo de los servicios secretos del Ejército Libertador así como sentar las bases para ulteriores investigaciones sobre esta temática. A la vez pretendemos rendir homenaje a todos los hombres y mujeres que, en las filas y retaguardia enemiga, supieron cumplir con celo sus deberes sagrados para con la patria.

René González Barrios

Laborantismo

La palabra inteligencia tiene dos acepciones fundamentales: la primera vinculada con las facultades intelectuales del hombre y una segunda referente al trato y correspondencia secreta que mantienen entre sí dos o más personas o naciones.

Precisamente, por la segunda acepción de la palabra, se conoce en la actualidad al conjunto de actividades secretas y de espionaje que, con sus diferentes características, se ha llevado a cabo a lo largo de la historia de la humanidad, desde el surgimiento mismo de las sociedades clasistas.

Es posible que el término inteligencia con que se nombran hoy los servicios secretos se haya derivado de Intelligence Service, famoso órgano de espionaje y contraespionaje inglés, fundado en 1870.

Fue a partir de la aparición del Estado que empezaron a desarrollarse de manera organizada los primeros servicios secretos que conoció la historia. En ese instante también cobró auge el espionaje dirigido a diferentes esferas: la economía, la ­política y la guerra. Esta última ha sido históricamente la que ha requerido mayor especialización.

El Estado, producto y manifestación del carácter irreconciliable de las contradicciones de clases, necesita de una fuerza pública capaz de garantizar sus intereses. Como bien explica Engels en su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, esa fuerza publica “[...] no está formada sólo por hombres armados, sino también por aditamentos materiales, las cárceles y las instituciones coercitivas de todo género [...]”.2 Los órganos secretos están comprendidos entre esas instituciones. La labor de inteligencia no tiene necesariamente que realizarse ­entre dos naciones diferentes. El Estado puede también hacer inteligencia sobre sus ciudadanos, con el objetivo de conocer la situación interna del país y como parte del conjunto de medidas que se pueden tomar para garantizar el orden.

Una breve ojeada a la antigüedad evidencia que en todas las grandes campañas militares, el trabajo de inteligencia de-sempeñó un papel de primer orden.

Aníbal, durante la Segunda Guerra Púnica (siglo iii a.n.e.) organizó un eficaz servicio secreto. Según varios historiadores de la antigüedad, en más de una ocasión el famoso general cartaginés, disfrazado con una peluca y una barba falsa, penetraba en los campamentos romanos.

Alejandro Magno, por ejemplo, fue el primero en utilizar en el siglo iv a.n.e. la censura postal como medio de inteligencia. Durante sus guerras contra los persas, comenzó a notar cierto descontento que minaba la disciplina y el orden interno de sus tropas. Para descubrir las causas que originaban esa situación, levantó la prohibición de que los soldados escribieran a sus familiares, como se había establecido al comienzo de la invasión.

A los pocos días partió el correo. Alejandro Magno ordenó detenerlo en el camino y estudiar detenidamente las cartas. De esa forma supo las causas del disgusto de sus tropas, los nombres de los instigadores del desorden y de quienes se oponían a sus disposiciones.

El rey asirio Asurbanipal hacía que sus agentes escribieran los mensajes en barro y luego los encerraran en un recipiente del mismo material. Así garantizaba, de forma rústica, la inviolabilidad de la correspondencia y la conservación del secreto.

Por una estratagema de los guerreros hititas, el faraón ­egipcio Ramsés II estuvo a punto de perder la vida en un combate en el año 1312 a. n. e. El hecho ocurrió cerca de la ciudad de Kadesh, en la Siria septentrional. Dos hititas, fingiendo ser desertores, comunicaron al faraón noticias falsas acerca del ejército enemigo. Los egipcios atacaron y cayeron en un cerco del que ­milagrosamente pudo escapar el faraón con sus tropas.

La propia Biblia no deja de señalar la importancia del empleo de los servicios secretos y el espionaje. Dios, según ella, uno de los primeros trabajos que acometió fue la organización de esa actividad, responsabilidad que, por su peso e importancia, encomendó al profeta Moisés. La Biblia afirma que un buen trabajo de espionaje brinda generosos frutos.

Como vemos, desde la antigüedad y parejamente con el sur-gimiento de las clases sociales y el Estado, apareció la faena de los órganos secretos, que, a lo largo de los siglos, ha ­mantenido un vertiginoso ritmo de desarrollo, acelerado aun después de las dos guerras mundiales.

En estos momentos, la inteligencia se ha convertido en una verdadera ciencia a causa de la especialización alcanzada en sus diferentes esferas; pongamos como ejemplo mas representativo la utilización de satélites y computadoras.

El surgimiento de la inteligencia en nuestro país tiene características muy peculiares y se diferencia totalmente de su aparición en el mundo antiguo. Al llegar los colonizadores españoles, encontraron una población que se desenvolvía aún en la vida ­comunitaria y que no tenía la más mínima idea de lo que eran el Estado y las clases sociales.

Los aborígenes cubanos, por lo tanto, no desarrollaron ningún servicio secreto, aunque en lo que se refiere a la exploración, una de las formas más importantes de hacer inteligencia, se desenvolvieron con bastante soltura. El cacique Guamá sostuvo durante diez años una eficaz guerra de guerrillas contra las tropas españolas, a las que venció en más de una oportunidad. Ante la superioridad en hombres y armamentos que presentaban los españoles, nuestros aborígenes empleaban la sorpresa y se valían de la exploración.

Los indicios primigenios de la actividad secreta revolucionaria en Cuba aparecen con los movimientos conspirativos de la primera mitad del siglo xix. Siempre que se conspira, se hace una u otra forma de inteligencia, lo que no quiere decir que ambos términos tengan igual significado.

El conspirador tiene que actuar de manera oculta e ilegal; necesita crear escondrijos, comunicarse por medio de contraseñas o claves y actuar de forma compartimentada. Debe, además, guardar con extremo cuidado los secretos y tener informantes en todos los puntos vitales del país o lugar donde conspira. Todas esas particularidades son propias también de la inteligencia.

La diferencia fundamental entre conspiración e inteligencia estriba en que la primera se realiza con un fin que debe hacerse público para alcanzar el respaldo de la población o de un sector específico. Sus líderes, en un momento determinado, llegan también a conocerse y asumen la dirección de las fuerzas que pretenden mover. En el caso de la inteligencia, sus protagonistas siempre deben permanecer en el más absoluto anonimato, incluso, después que triunfe o desaparezca la causa por la que trabajan.

Los conspiradores saben quienes son sus aliados porque se comunican fácilmente. Los agentes secretos aparecerán siempre, o generalmente, como personas ajenas a las preocupaciones de las mayorías, como elementos neutrales e inofensivos o como seres totalmente repulsivos e indeseables. No es objetivo nuestro analizar la actividad conspirativa en Cuba en su conjunto. Solo queremos señalar que a lo largo de la primera ­mitad del siglo xix, en todas y cada una de las conspiraciones llevadas a cabo, independientemente de la corriente ideológica que las sostuviera, los cubanos aprendieron a hacer inteligencia de manera espontánea.

Félix Varela, en 1824, publicó, en el periódico El ­Habanero, el artículo “Sociedades secretas” en el que refleja las características de las primeras asociaciones de este tipo en nuestro país:

Las conspiraciones perseguidas hasta ahora son obra de sociedades secretas, y estas son el más firme apoyo del gobierno, y el día que sepa que están verdaderamente extinguidas es cuando más debe temer. Parecerá esta una paradoja, pero es una verdad muy obvia, pues aún cuando no se quisiese discurrir sobre su fundamento, bastarían los hechos para demostrarla. En primer lugar las ­dichosas sociedades secretas entre los españoles y entre todos los que hablan este idioma son de ­secreto a ­voces, todo el mundo sabe su objeto y ­operaciones, y sólo se ignoran algunas puerilidades, y algunos ­manejos bien subalternos e insignificantes cuando se tiene conocimiento de lo principal. Por otra parte el gobierno hace entrar en ellas espías, y nada se le escapa, y por consiguiente pone los medios de dividir la opinión y evitar todos los golpes; mientras mayor sea el numero de sociedades secretas tanto mayor es la posibilidad, o mejor dicho la certeza de que jamás harán nada.

Las sociedades de la Isla de Cuba lo mismo que las de España no son más que la reunión en secreto de un partido, que ni adquiere ni pierde por semejante reunión, y lo que hace es perturbarlo todo aparentando misterios donde no hay más que mentecatadas en unos, picardía en otros y poca previsión en muchos, que de buena fe creen que todos los asociados operan siempre como hablan, y que tiene la misma honradez que ellos.3

Este tipo de sociedades continuó operando en la Isla hasta que la mano dura del capitán general Miguel Tacón4 las ­extinguió completamente. Entre 1850 y 1851 reaparecieron en La Habana los francmasones y fundaron varias logias en todo el país, desde las que secretamente se conspiraba contra España y que se intensificaron a raíz de las expediciones de Narciso López.

Tanto en Cuba como en Puerto Rico, los conspiradores se organizaron en juntas masónicas, donde llevaban a cabo sus labores separatistas. Las autoridades coloniales consideraron siempre aquellas sociedades como nidos de revolucionarios.

Las juntas y los clubes o sociedades secretas, diseminados en toda Cuba fueron en su conjunto el terreno fértil, donde surgieron los futuros agentes secretos de la revolución.

El historiador cubano César García del Pino en un trabajo publicado en la Revista de la Biblioteca Nacional “José Martí” se refiere a una de las organizaciones conspirativas que después de realizar una activa propaganda revolucionaria y anticolonialista, al comenzar la Guerra de los Diez Años, se convirtió en una red de inteligencia.

Explica del Pino que, en 1862, se reunió en La Habana un grupo de patriotas que decidió constituirse en:

[...] agrupación política organizada que, difundiendo la idea de la independencia, fuera preparando adeptos que en un día indeterminado, pero ciertamente venidero, estuvieran preparados para todo evento, es decir para fomentar la revolución. Organizose el Club como centro político, como núcleo de conspiradores; púsose en seguida en directa comunicación con una Junta Revolucionaria Cubana que existía en New York y que dirigía el Sr. Villaverde, y como en aquellos días llegase a esta capital un folleto en francés escrito por Pelletan,65 titulado “La Termithe”, en cuyo folleto el ilustre publicista francés hacia un brillante paralelo entre el trabajo subterráneo de esa clase de hormigas y el trabajo oculto de los propagandistas de las ideas de libertad que minaban el imperio de Francia: la lectura y comentarios que de este folleto se hizo por los miembros de la naciente asociación, fue causa de que se diera a esta el nombre de club de la Bibijagua, dadas la semejanza de propósitos que los identificaba con el autor del folleto y la circunstancia de ser nuestra tropical bibijagua un trabajador subterráneo constante y sigiloso: este nombre que empezó a usarse como un mote humorístico, llegó mas tarde a considerarse en serio y a usarse hasta en algún documento de importancia”.6

El club de la Bibijagua, una vez iniciada la revolución de 1868, tuvo como mayor mérito “haber podido burlar, durante años, la eficaz vigilancia de la policía”.7 Entre los miembros del club se destacaban las figuras de Sixto de Guereca, quien a lo largo de la Guerra Grande se desempeñó como valioso agente revolucionario, y José María Aguirre, con posterioridad mayor general del Ejército Libertador cubano.

A estos pioneros de la inteligencia y de lo que después fueran los servicios secretos revolucionarios se les llamó a lo largo de todas nuestras guerras, laborantes.

Sobre el origen de tal término para nombrar a los agentes secretos en los años iniciales de la Guerra Grande, surgió una interesante polémica entre el poeta Juan Clemente Zenea y el periodista Rafael María Merchán,8 ya que habían publicado sendos artículos bajo el titulo de “Laboremos” y, por consiguiente, a uno u otro se le atribuía la parternidad de la denominación.

Lo cierto es que en ambos artículos, entre líneas, se incitaba a luchar de manera velada y secreta contra el colonialismo ­español, fundamentalmente por medio de la propaganda. ­En realidad, la palabra laborante proviene del término latín labo-remus y su empleo para nombrar a los agentes secretos viene dado, según cuenta la historia, por un emperador romano que en una reunión solemne dijo a sus súbditos: laboremus. El propio Zenea afirmaba que “antes del emperador ­susodicho ya los chiquillos de Roma sabían conjugar el presente de subjuntivo del verbo laborare”.9

La política integracionista del gobierno colonial, reafirmada con el fracaso de la Junta de Información, provocó que el sector pensante de la sociedad cubana —los líderes de opinión, independientemente de su posición política con respecto a nuestra soberanía— se sintiera deprimido e ignorado.

Comenzó de esta manera una guerra de carácter sui géneris. La población civil, carente de armas, trató de llevar a las autoridades de la Isla a un estado de impotencia y desesperación. Por medio de propaganda oral, rumores e impresos anónimos, los hacendados, comerciantes, intelectuales y la población, fundamentalmente de las ciudades, llevaron a cabo una ardua ­lucha cívica contra el sistema colonial imperante.

El pueblo se incorporó al laborantismo pues encontraba en él una forma de combate contra el colonialismo español. De ese modo, manifestaba todo su odio al sistema de cosas impe-rante, a la vez que propagaba las villanías, crímenes y abusos de las fuerzas del orden.

Miguel Varona Guerrero, al referirse a los efectos que causaba la actividad de los laborantes, plantea:

Cada vez que el Laborante cubano aprovecha determinada oportunidad para clavar algún insidioso ­dardo en el quebrantado espíritu del intransigente adversario, veíase a este, cual embravecido toro que embiste ciegamente contra cualquier trapo rojo de torero, arremeter contra la supuesta masa anónima laborante, por medio del asesinato de estudiantes, descargas de rifle contra las multitudes, carga de caballería militar sobre lugares de reunión popular, encarcelamientos arbitrarios y compontes”.10

Entre los voluntarios españoles —el enemigo más ­encar-nizado del laborantismo, quizás por ser uno de los blancos favoritos de la propaganda anticolonial— se hizo común y muy popular en los años posteriores al levantamiento del 10 de Octubre, la siguiente copla:

El que diga que Cuba se pierde

mientras Covadonga se venere aquí:

es un pillo, traidor laborante,

canalla, insurrecto, cobarde mambí.11

El empleo de la propaganda por parte de la población para manifestar su oposición al régimen colonial, caracterizó la primera fase del laborantismo: la cívica. La proliferación de las ideas independentistas y el comienzo de la guerra marcan el inicio de una segunda etapa, superior en madurez e ­importancia: la de su adaptación y absorción por las organizaciones ­secretas como sistema de inteligencia, en función del movimiento separatista.

Poco tiempo después del 10 de Octubre de 1868, se creó en La Habana un comité revolucionario al que sus fundadores llamaron la Junta de los Laborantes. La lidereaba el abogado José Morales Lemus12 y como miembros figuraban hombres de importante posición socioeconómica.

A finales de 1868, con ayuda de la Junta de los Laborantes, partió de La Habana rumbo a Bahamas un numeroso grupo de estudiantes capitalinos que más tarde arribarían a las playas cubanas con la primera expedición armada que recibió la revolución.

La política de libertad de imprenta del capitán general Domingo Dulce13 fue aprovechada por la Junta de los Laborantes para lanzar una fuerte campaña propagandística antiguberna-mental.

Canceladas las libertades decretadas por Dulce y recrudecida la represión política en Cuba con los fusilamientos diarios y la deportación de 250 detenidos políticos a las prisiones de Fernando Poo, en África, la dirección de la Junta de los Labo-rantes, permeada como estaba de elementos reformistas y poco resueltos, abandonó precipitadamente el país. Renunciaba así a la lucha directa contra el enemigo. Sus miembros engrosaron las filas de la emigración y fundaron en territorio norteamericano algunos clubes y sociedades llamadas de laborantes que no eran precisamente secretos, sino clubes de emigrados.

Pese al desmembramiento de la junta, la actividad del labo-rantismo creció fervorosamente en la ciudad de La Habana, que se convirtió en enero de 1869 en un verdadero campo de batalla entre dos contrincantes: los laborantes de un lado y del otro, los voluntarios españoles que habían decidido acabar con el laborantismo por su propia cuenta.

Con el fin de propagar de manera pública las ideas indepen-dentistas en contraposición a las reformistas, muy en boga por aquellos días, algunos laborantes de la capital, ya asociados secretamente, acordaron con un popular actor de la compañía de Bufos Habaneros, que en su actuación de la noche del 21 de enero de 1869 en el teatro de Villanueva, diese un viva a la independencia y otro al presidente Carlos Manuel de ­Céspedes. Todo ocurrió según lo planificado y los vivas del actor Jacinto Valdés fueron respondidos entusiastamente por el público presente en el teatro.

La prensa integrista puso en duda de inmediato el papel de los voluntarios, los que a su vez se sintieron impotentes ante tamaña osadía y decidieron hacer pagar caro el gesto a los promotores. El periodista Gonzalo Castañón —célebre en la prensa nacional de aquellos tiempos por sus posiciones reaccionarias— llegó a decir en un artículo dirigido a los voluntarios que “[…] era insigne cobardía que teniendo ellos la fuerza y estando en sus manos los fusiles, se dejaran insultar de aquella manera”.14

La noche del 22, el teatro de Villanueva se vio completamente rodeado de voluntarios armados. Los laborantes, previendo el desenlace de los acontecimientos, habían repartido armas de fuego entre sus seguidores para responder a cualquier agresión de las fuerzas españolas.

El periódico separatista El Sol de Cuba, que se publicaba en Veracruz, reportó así los hechos de aquel día:

En el curso de la representación, comenzaron las alusiones de circunstancias, y de ahí siguieron necesariamente los entusiasmos, tras de los cuales vinieron los vivas a Céspedes, a Cuba, etcétera, salpicados con mueras a los españoles o gorriones, con mil apodos que tienen aquí los nobles descendientes de Pelayo; las señoritas antes citadas, se levantaban de sus ­asientos en los palcos, y saludaban con los pañuelos contestando a los vítores, y por fin una de las cómicas sacó al escenario la bandera cubana”.15

Los sucesos se desencadenaron rápidamente. Luego de un altercado entre dos guardianes del teatro y un oficial que pretendía reprimir las ovaciones; comenzó el tiroteo de los voluntarios que, con bayonetas caladas, atacaron la institución cultural, donde permanecían los laborantes armados.

Agotado el parque de que disponían los revolucionarios, los voluntarios ocuparon el edificio. Rabiosos por el elevado número de bajas sufridas y sumidos en la impotencia, pretendieron quemar el recinto con todos sus ocupantes dentro.

Durante los días que siguieron al hecho, la capital vivió bajo el terror, pues los voluntarios tomaron la justicia por su cuenta con el afán de destruir el fantasma del laborantismo.

Los sucesos del teatro de Villanueva “[...] abrieron una nueva etapa de la lucha revolucionaria en la Habana […]”.16 Hasta los reformistas fueron víctimas de las represalias.

En el mes de mayo de 1869 apareció en la ciudad de La Ha-bana un periódico clandestino con el nombre de El Laborante. La publicación tuvo una gran importancia desde el punto de vista político. En sus páginas se podía leer la verdad sobre las acciones militares que desarrollaban nuestros mambises; se desen-mascaraban, de manera irónica y jocosa, las mentiras y desa-ciertos de la prensa colonialista, que tergiversaba a su antojo las informaciones; se denunciaban los crímenes del cuerpo de voluntarios y los traidores, y se incitaba a la lucha armada.

Bernardo Costales Sotolongo, uno de los fundadores de dicho tabloide, decía que en medio de la represión existente:

[...] era de ver y admirar, como un grupo pequeño de conspiradores, nos reuníamos, primeramente en el expreso de Francisco Bombalier, y después en la casa accesoria, que al efecto se alquiló, situada en la calle de Compostela número 110, casi esquina a Luz. En ésta se instaló clandestinamente la imprenta de El Laborante, ocupando la parte baja, y los entresuelos su editor y director José C. Delgado, tipógrafo natural de Cienfuegos, que hacia tiempo residía en esta capital y que procedía de la imprenta del periódico El Siglo, de perdurable recordación. Por más de dos años, casi tres, sostuvimos en La Habana, baluarte del españolismo, esa clandestina publicación que salía a luz y nosotros repartíamos quincenalmente; y que para desorientar las pesquisas de la policía, hacíamos figurar impresa, algunas veces en Guanabacoa otras en Regla, Jesús del Monte, Arroyo Naranjo, Marianao.17

El Laborante comenzó a publicarse de manera semiclandes-tina usando un lenguaje velado en la manifestación de sus ideas y, una vez agotado tal recurso por la persecución de las autoridades, pasó a la más absoluta clandestinidad. En su portada, bajo el título, podían leerse cintillos como “Imprenta ambulante de los laborantes”, “Se suplica su circulación”, “Periodiquín que se introduce en todas partes”.

El número del 3 de octubre de 1869 de El Laborante planteaba el traspaso de la propiedad del periódico a la naciente sociedad de Los Peligrosos, que se haría cargo de la publicación. La nombrada sociedad secreta era, al parecer, una maniobra de desinformación de los redactores del periódico, pues ella estaría compuesta por los mismos miembros fundadores, quizás con alguno que otro cambio. Por ejemplo, Bernardo Costales Sotolongo fue fundador de El Laborante y es, según plantea César García del Pino, uno de los colaboradores en esta nueva etapa.

Desde el punto de vista práctico, la venta o cesión de la propiedad del periódico era poco factible, máxime si tenemos en cuenta la constante persecución de las autoridades para capturar la imprenta y sus sostenedores. La realización de este tipo de acto hubiera dado facilidades al enemigo, lo que de seguro no permitirían los responsables de El Laborante, todos ellos experimentados conspiradores.

Entre los integrantes de la redacción de El Laborante, se en-contraban algunos de los hombres que durante la guerra fun-gieron como agentes del Ejercito Libertador.

Además del término laborante para citar a los agentes secretos de la revolución, en la época colonial se empleaban otros.

El decreto del 12 de febrero de 1869, firmado por Dulce, reconocía como infidentes a los que mantuviesen relaciones de inteligencia con los enemigos (revolucionarios) y a quienes propalaran noticias falsas o alarmantes. Los infidentes eran condenados en la casi totalidad de las veces a la pena de muerte.

Entre los libertadores se empleaban otras cuatro palabras, distintas a la de laborante. Nuestros agentes eran conocidos generalmente como confidentes. Comunicantes se les llamaba en la región oriental y cuandos en Camagüey. En Las Villas, según dice Fernando Figueredo Socarras en La revolución de Yara, se empleaba pacífico, aunque posteriormente se llamó de esta manera, de forma general, a todo el que viviera en las poblaciones ocupadas por los españoles, estuviesen o no al servicio de nuestra causa.

El propio coronel Fernando Figueredo Socarrás explica que en Camagüey a los colaboradores:

[…] se les llamaba cuandos, voz genérica con que se designó a todo el que junto al enemigo nos favorecía con su amistad por ser la palabra cuando la primera que pronunciaban siempre al encontrarse con un patriota que merodeaba cerca del campamento enemigo y a quien, avergonzados, trataban de explicar su presencia entre los españoles. cuando yo fui hecho prisionero..., cuando enfermó mi familia me arrastró... etcétera; motivo forzado del discurso del compungido ­cubano que precisamente tenía que comenzar con la palabra cuando. La voz se generalizó y se aplicó a cuantos se relacionaban con la zona enemiga. Los cuandos eran los cubanos al servicio de nuestra causa en el campamento enemigo. Cuandiar era marchar en comisión a la zona, y ese verbo se usaba en todos sus tiempos: Mañana estaré cuandiando; cuando yo cuandiaba, etcétera.18

El coronel del Ejército Libertador, Ramón Roa, dice que el apodo de “cuandos” aplicado a los agentes camagüeyanos está dado porque ellos, al encontrarse con las tropas cubanas, constantemente hacían preguntas como “¿Cuándo vienen ustedes a tomar el pueblo? ¿Cuándo vuelven ustedes a buscar noticias? ¿Cuándo se irán ellos? ¿Cuándo saldremos todos para el monte?”.19

En el cumplimiento de sus labores, estos agentes secretos de la revolución trabajaban con verdadero amor, dedicación y ab-negación; pero, sobre todo, con mucho cuidado.

A finales del año 1872 llegó a Cuba, con el objetivo de convivir con los insurrectos y entrevistar al presidente Carlos Manuel de Céspedes, el corresponsal del New York Herald, James O’Kelly. Luego de una breve estancia en La Habana, se dirigió a Santiago de Cuba, donde trató desde los primeros momentos de entablar relaciones con los agentes revolucionarios para que lo introdujeran en el territorio de Cuba libre.

Después de más de un mes de infructuosos intentos por llegar a las filas libertadoras y hacer contactos con los laborantes santiagueros, una carta anónima deslizada en la habitación del hotel donde se hospedaba, le explicó los pasos a seguir esa misma noche, para marchar hacia el territorio liberado.

Según el propio O’Kelly, el primer pensamiento que le asaltó al encontrar la carta fue “¿Es esto una red?”.20 Los capítulos X y XI de su libro La tierra del mambí,