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Cuando Chris Broad, un joven inglés, aterrizó en un pueblo rural del norte de Japón para impartir clases de inglés, fue tal el caos y el choque cultural, que creyó que había tomado la peor decisión de su vida. Sin embargo, esa aventura duró diez años y lo llevó a crear Abroad in Japan, el canal extranjero de YouTube más exitoso del mundo. Con un estilo ágil y mordaz, Chris descubre esta tierra con una mirada occidental y lentamente se deja seducir, y nosotros también, por el país nipón. Así paseamos por los exuberantes arrozales del campo y luego por las frenéticas calles iluminadas con neón de Tokio; probamos el yakitori y el sushi, que nada tiene que ver con el popularizado en Occidente; asistimos a un bonenkai, la fiesta de trabajo en la que se bebe hasta «olvidar el año» y conocemos la jerarquía al hablar según seamos keigo o senpai (los más jóvenes o los más ancianos de la conversación). En Japón es un extraordinario viaje por la tierra del sol naciente, en el que descubriremos los escenarios, las comidas y costumbres que dan forma a la literatura japonesa. Y comprenderemos mejor a un país que era hermético hasta hace poco y hoy es el epicentro de las tendencias.
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Seitenzahl: 429
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Un viaje único a una de las culturas más antiguas y fascinantes del mundo.
Cuando Chris Broad, un joven inglés, aterrizó en un pueblo rural del norte de Japón para impartir clases de inglés, fue tal el caos y el choque cultural, que creyó que había tomado la peor decisión de su vida. Sin embargo, esa aventura duró diez años y lo llevó a crear Abroad in Japan, el canal extranjero de YouTube más exitoso del mundo.
Con un estilo ágil y mordaz, Chris descubre esta tierra con una mirada occidental y lentamente se deja seducir, y nosotros también, por el país nipón. Así paseamos por los exuberantes arrozales del campo y luego por las frenéticas calles iluminadas con neón de Tokio; probamos el yakitori y el sushi, que nada tiene que ver con el popularizado en Occidente; asistimos a un bonenkai, la fiesta de trabajo en la que se bebe hasta «olvidar el año» y conocemos la jerarquía al hablar según seamos keigo o senpai (los más jóvenes o los más ancianos de la conversación).
En Japón es un extraordinario viaje por la tierra del sol naciente, en el que descubriremos los escenarios, las comidas y costumbres que dan forma a la literatura japonesa. Y comprenderemos mejor a un país que era hermético hasta hace poco y hoy es el epicentro de las tendencias.
CHRIS BROAD es un cineasta británico y creador deAbroad in Japan, uno de los canales extranjeros más grandes de YouTube sobre Japón con más de 2.5 millones de suscriptores y 400 millones de visitas. A lo largo de diez años y doscientos videos, Chris ha visitado las cuarenta y siete prefecturas de Japón, centrándose en la comida y la cultura. También cubrió temas como el desastre de la central nuclear de Fukushima, el terremoto de Tohoku y el tsunami. Sus experiencias lo han convertido una voz autorizada sobre la vida en Japón, que lo han llevado a la BBC, TEDx, NHK yJapan Times.
Foto del autor: ©Peter+Murray
Dedicado a la increíble comunidad de Abroad in Japan, quienes me acompañaron durante la última década en esta loca travesía.
Enero de 2012
Estaba sentado en la esquina de uno de los cavernosos aposentos de la embajada japonesa en Mayfair, Londres, un salón impresionante con una araña dorada colgando del techo y una lujosa alfombra roja, pero que ahora estaba prácticamente vacío, sin que hubiese nada que me distrajera de mis nervios, cada vez más intensos. El único mueble era una mesa; encima, una tableta mostraba los resultados del examen de gramática inglesa que acababa de completar. No deslizar una mirada furtiva exigió todas mis fuerzas.
Hay pocas cosas en la vida más desesperantes que una entrevista de trabajo para un puesto que deseas con toda el alma. Tras una eternidad de cinco minutos, se abrieron las imponentes puertas de roble frente a mí y uno de los empleados de la embajada me hizo pasar a un salón tan impresionante como el anterior y me indicó una silla individual junto a una mesa larga, frente a dos entrevistadores circunspectos.
Había estado esperando este momento con ansia durante tres años y, en los siguientes minutos, un japonés de mediana edad, cortés pero sin emociones aparentes, y un británico de aspecto algo más severo (un exalumno del programa en el que esperaba obtener una plaza) decidirían mi destino. Todo el conjunto me daba la sensación de poli bueno/poli malo, lo que no ayudó a calmar mis nervios.
En 1987, con el objetivo de mejorar la competencia en lengua inglesa y fomentar la internacionalización de base, el Gobierno japonés lanzó una iniciativa para llevar hablantes nativos de inglés a escuelas de todo el país. En las dos décadas siguientes, el programa JET se convirtió en el programa de intercambio de profesores más grande del mundo, con más de cinco mil participantes al año procedentes de cincuenta y siete países.
Para mí, era el pasaje dorado a una aventura espectacular al otro lado del mundo. Ahora, tras haber sorteado un proceso de solicitud por escrito bastante largo, solo debía superar el último obstáculo.
Había investigado obsesivamente las entrevistas en Internet y había descubierto que el secreto del éxito consistía en ser demasiado positivo. El profesor extranjero perfecto debe mostrarse como genki (元気) en todo momento. Esta palabra japonesa de uso común significa «enérgico» o «animado» y, como nadie usó nunca esas dos palabras para describirme, me costó mucho mantener una sonrisa rígida durante los treinta minutos de la entrevista.
–¿Cómo es su japonés? –preguntó el exalumno británico, deslizando el bolígrafo sobre mi formulario de solicitud.
–No –respondí, y al instante me encogí ante mi torpe respuesta–. Lo siento. . . No quise decir que no. No es bueno, digo. Sin duda pienso aprender, si tengo la suerte de que me den el trabajo, por supuesto.
El entrevistador japonés, que ojeaba mi solicitud, se rio por lo bajo cuando llegó a la página donde aparecían mis preferencias de ubicación.
–A ver, en las ubicaciones preferidas de su petición puso que le gustaría vivir en la campiña o en Kobe. ¿Podría explicar por qué?
Todo el mundo sabía que la forma más rápida de fallar una entrevista de JET era solicitar un destino en Tokio. En el programa hay pocas posiciones disponibles en la capital, densamente poblada, y, salvo que uno tenga una buena razón para ir ahí, queda como la elección propia de alguien perezoso o desinformado.
–La verdad es que sería feliz viviendo donde sea en la campiña. Me gusta la idea de tener un rol mayor en una comunidad pequeña. Podrían mandarme a una cueva en Hokkaido y estaría encantado.
La sala cayó en silencio y me di cuenta de que habían tomado en serio lo de la cueva. Los entrevistadores intercambiaron miradas perplejas antes de seguir.
–Pero ¿por qué Kobe?
Era algo que temía que me preguntaran, ya que, a decir verdad, el razonamiento para elegir Kobe era muy pobre: había pasado unos días explorando Japón en Google Maps y había llegado a la conclusión de que Kobe estaba perfectamente ubicada a mitad de camino entre Kioto y Osaka, dos ciudades que me intrigaban, cercanas una de la otra pero totalmente opuestas en cuanto a tradición y modernidad. Además, Kobe era famosa por su carne marmoleada, mundialmente famosa, y había cometido la tontería de asumir que esta carne legendaria debía ser barata y accesible para los residentes de Kobe; por lo tanto, me parecía que vivir ahí tendría sentido.
–Francamente, la carne de ahí parece espectacular.
Temía otra ola de silencio, pero respiré aliviado cuando ambos entrevistadores estallaron de risa.
–¡Bien pensado! –dijo el japonés–. La carne de Kobe es realmente deliciosa.
Había esquivado una bala, pero sabía que todavía no estaba a salvo. Había una última cosa que temía que me preguntaran. En mi solicitud había comentado que había leído muchos libros sobre Japón y cité uno en particular, sobre el wabi-sabi, una filosofía y estética budista que es particularmente difícil de definir.
–Chris san, dice aquí que usted ha leído sobre el wabi-sabi. ¿Podría explicarnos qué es?
La mejor manera de describir el concepto de wabi-sabi (侘び寂び) es que se trata de abrazar las imperfecciones y apreciar la belleza de lo incompleto o imperfecto. A menudo, las piezas de cerámica más valoradas en Japón son aquellas que parecen asimétricas, simplistas o modestas. Esta ideología está en la raíz profunda de la vida japonesa.
Hubiese sido fantástico responder algo así. En cambio, miré al suelo y mascullé:
–Eh, es como… bueno…
El japonés me miró intensamente por encima de sus gafas, y me di cuenta de que esta era una pregunta de vida o muerte. Era mi oportunidad para demostrar que tenía las habilidades de comunicación que se esperaban de un docente.
–Bueno, a ver, el tema con el wabi-sabi es que es algo que no puede ser definido así sin más. Es más un sentimiento o una emoción que un concepto claro y definible.
Qué discurso de mierda.
Por suerte para mí, el sentido del humor se le activó de nuevo.
–Ja, ja, cierto, realmente es algo difícil de explicar. ¡Te entiendo! –Soltó una risa, y siguió–: Bueno, eso es todo por ahora, gracias.
Había terminado.
Tropecé al salir del imponente edificio y crucé la calle hacia la estación Green Park del metro mientras pensaba, de corazón, que era imposible que me dieran ese trabajo.
Sin embargo, algo debió funcionar entre todas mis respuestas desastrosas. Tal vez mi descripción evocativa del wabi-sabi, tal vez la desesperación de haberme ofrecido para vivir en una cueva en Hokkaido, pero doce semanas después, para mi estupor y deleite, recibí una carta informándome que había sido aceptado. Mi vida estaba a punto de dar un giro brusco casi diez mil kilómetros al este, hacia un país del que casi no sabía nada, por un trabajo para el que me sentía terriblemente mal preparado.
Julio de 2012
Viajar entre Londres y Tokio es una transición brutal, que implica cruzar ocho husos horarios y una brecha cultural para la que nada me pudo haber preparado.
Cuando les dije adiós a mis padres y arrastré el carrito cargado de maletas a la zona de salidas del aeropuerto de Heathrow, no tenía la más mínima idea de cuándo los vería otra vez o cuántos años iba a pasar fuera. Cualquier atisbo de tristeza fue bloqueado por la adrenalina y la ansiedad del viaje que estaba por empezar. El viaje de Heathrow al aeropuerto de Tokio Narita duraría unas doce horas y me infligiría el peor desfase horario posible cuando llegara.
Mirando por la ventana, observé a los techos de Londres dar paso al mar del Norte y los bosques escandinavos, hasta que poco a poco desaparecieron todas las marcas de civilización, ya que pasamos casi todo el vuelo a once mil quinientos metros por encima de la remota tundra siberiana.
Mi idea era dormir un poco pero la muchacha sentada a mi lado, una colega del programa JET, roncaba tan ruidosamente que ahogaba incluso el zumbido de los motores del avión. Descartada la conversación, hojeé un manual barato de frases japonesas hasta que me quedé dormido mientras trataba de memorizar mi presentación para el discurso en la escuela.
Con veintidós años y recién salido de la universidad, apenas si podía creer que mi primer trabajo como graduado fuera al otro lado del mundo, en un país donde no conocía a nadie, con un lenguaje que, en realidad, no comprendía.
Aunque siempre había querido visitar Japón, la idea de vivir ahí no había cruzado mi mente hasta que, con dieciocho años, descubrí el programa JET en un vuelo a Francia. Iba sentado junto a una amable pareja de mediana edad cuya hija en ese momento estaba enseñando en Japón, y se emocionaron al enterarse de que mi idea era viajar por el mundo y enseñar inglés cuando me graduara. Cuando terminó el vuelo, me habían convencido para apuntarme, despertando así una nueva pasión.
Ya que toda esta travesía había comenzado por una charla con desconocidos en un avión, era una lástima que el vuelo de hoy, mucho más largo, no hubiese generado otro encuentro capaz de cambiar mi destino. Solo ronquidos industriales y frustración.
Pasadas las doce horas, desperté con un golpe seco cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Narita. La vista del lúgubre edificio de la terminal me resultó bastante decepcionante. No había tejados kawara ni pagodas. Un vistazo rápido al paisaje no encontró una visión distante del Monte Fuji cubierto de nieve. No había casi nada que indicara que habíamos aterrizado en Tokio; en cierto sentido, no lo habíamos hecho.
Pronto nos dimos cuenta de que el aeropuerto de Narita no estaba precisamente en Tokio, sino setenta kilómetros al este de la ciudad, en medio de unos arrozales.
Cuando salí de la terminal y entré en la tarde abrasadora, me espantó lo horriblemente húmedo que era el aire: con cada respiración sentía que inhalaba una bocanada de vapor. Por suerte, antes de que mi sangre se evaporara, me subieron junto a los otros miembros de JET a un bus, y elevé una plegaria a los dioses agradeciendo el milagro supremo que es el aire acondicionado mientras arrancamos por la autopista hacia Tokio.
Un punto a favor de Narita es que te permite apreciar la descomunal escala de la ciudad más grande del mundo. El viaje comienza en las llanuras sin fin de la prefectura de Chiba, donde pequeños grupos de casas tradicionales japonesas aparecen entre extensiones de arrozales. Poco a poco surgen algunos pueblos junto a la autopista, y los arrozales son reemplazados por edificios funcionales de apartamentos y vallas publicitarias con hombres sonrientes y mujeres con productos de belleza imprescindibles. Divisé un motel medio chabacano con forma de castillo medieval y el curioso nombre «Hotel Tiempo de sonreír y amar» estampado en el techo.
Treinta y siete millones de personas llaman hogar al área del gran Tokio. La cifra parece incomprensible –la mitad de la población británica en una sola ciudad–, pero, cuando tus ojos se posan por vez primera sobre la silueta de la ciudad, la cifra se vuelve creíble.
En el espacio de una hora, todo lo verde había desaparecido. Cuando el bus pasó el puente Rainbow en la bahía de Tokio, nos vimos totalmente rodeados por rascacielos y la icónica Torre de Tokio, la respuesta japonesa a la Torre Eiffel, se asomaba en el horizonte. Con la cara pegada a la ventana, estaba totalmente asombrado de que, sin importar a donde mirara, había más rascacielos, más hormigón, más caos. En términos de mera escala, dejaba a Londres en ridículo.
Serpenteando a lo largo de autopistas cada vez más complicadas, por pasos elevados ensartados entre filas de edificios cubiertos de carteleras donde celebridades glamurosas nos tentaban con cerveza Asahi y whisky Suntory, el autobús nos llevó cada vez más dentro del corazón de Tokio. El viaje de dos horas fue como ir en una montaña rusa, con el estómago encogido mientras subíamos y bajábamos por las rampas de la autopista, pero por fin llegamos al prestigioso Keio Plaza Hotel en el distrito de rascacielos de Shinjuku que, con dos torres y 1.400 habitaciones, era uno de los pocos espacios suficientemente grandes para recibir la llegada anual de docentes de JET.
Nos bajaron del autobús y olí por primera vez el aire de verano de Tokio: cálido, húmedo y repleto del penetrante olor de las aguas residuales del decadente sistema de tuberías de la ciudad, oculto bajo unas calles totalmente inmaculadas.
Hasta ese momento, me sentía orgulloso y especial por haber entrado en el programa JET, pero, cuando entré en el enorme lobby del Keio Plaza Hotel, apenas uno más entre mil rostros extranjeros, entendí que no era más que un engranaje en una máquina bien aceitada.
Al llegar al frente de la cola, un japonés me dio una tarjeta magnética para mi cuarto, en el piso veinticinco. Estaba compartiendo una habitación triple con dos chicos ingleses con pinta de deportistas. Abrí de golpe la puerta y los encontré hablando de rugby entre carcajadas; mi llegada pareció una molestia.
–¿Y dónde vais vosotros? –pregunté, descargando mi mochila en la cama de la ventana, la única sin equipaje encima.
–Voy para Himeji, justo al lado del castillo más famoso de Japón –declaró Michael con arrogancia, como si el castillo le perteneciera.
–Sí, y yo voy para Nagasaki, amigo –sonrió Colin.
Maldita sea. ¿Por qué no me tocó Nagasaki o Himeji?
–¿Y dónde vas tú? –preguntó Michael, curioso de ver si podía superar su castillo.
–Estoy en Yamagata, en el norte.
–¿Ah, sí? No lo conozco –sonrió con satisfacción Michael, consciente de haber ganado el concurso de ubicación de JET.
Me sentía agotado después del viaje interminable, pero mi agitación superaba el cansancio. Dejé a Colin y Michael discutiendo de rugby y masculinidad y me escabullí del cuarto hacia la luz agonizante de Tokio al ocaso. La puesta de sol iluminaba los pisos superiores de las torres que centelleaban en el distrito de rascacielos y las cumbres gemelas de la Torre Metropolitana de Tokio, que según mi guía de Japón ofrecían «la mejor vista de Tokio gratis», llamaron mi atención.
Soy un obsesivo de las plataformas de observación y me he subido a muchas torres de distintas ciudades en busca de vistas, desde Shanghái y Seattle a Barcelona y Berlín. Pero, cuando salí del ascensor de la Torre Metropolitana de Tokio y apoyé mi frente cansada contra las ventanas de la cima, miré asombrado a lo largo de una ciudad que parecía no tener fin. Desde donde estaba, en el centro de la metrópolis, hasta la silueta difusa de las montañas que rodeaban la ciudad, solo veía hormigón. La visión era tan excitante como aterradora.
En veinte minutos, la oscuridad se apoderó del paisaje y millones de lucecitas empezaron a encenderse en las ventanas salpicadas por el horizonte; pronto destellaban a través de toda la extensión, tan hipnóticas como fuegos artificiales. Era la primera vez que veía Tokio al atardecer y me pareció que la ocasión merecía celebrarla.
Apoyado en un taburete en la ventana de la (carísima) cafetería del mirador, me comí un trozo (ridículamente caro) de tarta de chocolate, mientras contemplaba al sol ponerse sobre treinta y seis millones de personas. Cuando devoré el último bocado, estaba tan cansado que me desplomé sobre la mesa y me quedé dormido. Debí estar en brazos de Morfeo casi media hora antes de que una camarera se acercara y me diera un golpecito en el hombro para echarme.
A continuación vinieron dos días de capacitación intensiva y sesiones de orientación, salpicadas con intentos desesperados de intimar con mis nuevos compañeros. Los seminarios de JET fueron una nebulosa de jet lag y sobrecarga de información; en mi segundo día, en vez de atender una charla importante sobre lo que no había que hacer en Japón, me pasé la mañana en la cama recuperándome con un paquete insípido de patatas fritas con sabor a salsa de soja que compré en un 7-Eleven. Más tarde entré a hurtadillas cuando hablaban de cómo trabajar con docentes japoneses, con la esperanza de que nadie hubiese notado mi ausencia llena de patatas. Una chica británica llena de entusiasmo llamada Amy, que estaba en su segundo año de JET, dirigía el taller y planteó una serie de preguntas de elección múltiple al nervioso auditorio.
–Si un docente japonés comete un error en inglés en frente de la clase, ¿qué deberíais hacer? A. Detener la clase y señalar el error; B. Seguir la clase y decirle algo al docente con disimulo, sin que lo vean los alumnos; C. Ignorar el error y dejar que la clase continúe.
Hubo una pausa momentánea hasta que un tipo impaciente con acento del sur de Estados Unidos gritó:
–¡La B!
–Exacto, la idea es no avergonzar al docente frente a la clase y generar fricción con un colega. Aunque, cuando ocurre, lo mejor es evaluar cada caso en sí mismo, dependiendo del maestro.
Cuando ocurre. Se me ocurrió justo en ese momento que los docentes japoneses de inglés tal vez no fueran tan buenos en inglés después de todo. Hasta entonces, me había imaginado ocupando un rol secundario en las clases, guiado por un superior competente. No se me había ocurrido que yo podría ser la persona con más conocimientos de la clase. De repente, la responsabilidad del papel me pareció mucho más pesada.
***
Debido a la clara ausencia de intereses en común, me mantuve al margen de mis compañeros de habitación, Colin y Michael; todos los intentos de charlar o intimar habían sido estériles. Sin embargo, en nuestra tercera y última noche en Tokio, en vista de que no conocíamos a nadie más en la ciudad, decidimos ir juntos al picante distrito rojo de Shinjuku. Los coordinadores del programa JET nos habían advertido a todos de que nos alejáramos de Kabukicho, porque los vendedores ambulantes solían atraer a turistas desprevenidos a bares turbios manejados por las mafias locales. Predeciblemente, las advertencias tuvieron el efecto contrario: ahora teníamos que ir.
La entrada a Kabukicho estaba señalizada por un enorme portal iluminado de rojo, y la carretera descendía hacia un despliegue deslumbrante de carteles y luces de neón que prometían comida, sake, karaoke y amor. Una valla de un night club mostraba a seis jóvenes en bikini sonriendo y llamando a los juerguistas con los brazos abiertos. Al lado, un anuncio con la silueta de una vaca y la palabra Wagyu se refería a un restaurante de carne cercano, escondido entre una pila de edificios. A la derecha de la vaca, había una imagen de un par de manos masajeando una espalda bajo la palabra en inglés Flamingo y una lista de precios; por ejemplo, noventa minutos por 2.500 yenes. Salía vapor de una chabola que vendía bollos en un agujero en la pared, y el ensordecedor sonido de los eslóganes y jingles que se reproducían simultáneamente en pantallas publicitarias del tamaño de un autobús sonaba por encima de mi cabeza. Abrumado e ingenuo, no tenía idea de lo que estaba pasando.
Acostumbrado a las tiendas y restaurantes británicos, que suelen estar en la planta baja, me llamó la atención la verticalidad de las opciones gastronómicas japonesas. Los restaurantes y bares estaban apilados unos encima de otros, con letreros de neón que indicaban qué podía encontrarse en cada piso. Aunque le daba a las calles una estética futurista e incluso cyberpunk, también volvía la elección de lugar un tanto intimidante, ya que no había forma de mirar dentro. Tomamos un ascensor al tercer piso de un edificio cuyo brillante anuncio prometía cócteles, pero cuando las puertas se abrieron vimos un salón lúgubre con una barra repleta y un barman que hacía un gesto de X con los brazos. El bar estaba lleno o no nos querían allí; rápidamente nos escabullimos.
Al final nos quedamos en un lugar de sushi a nivel de calle al que al menos nos pudimos asomar por las ventanas. Nos tranquilizó la vista de un interior bullicioso, con un equipo de chefs que vestían los característicos delantales y sombreros blancos y que preparaban apasionadamente sushi nigiri.
Al entrar por primera vez en un restaurante japonés, casi me desmayo cuando todos, desde los chefs hasta los camareros, estallaron en un «¡Irasshaimase!» (¡Bienvenidos!). Fue un auténtico coro de tonos, desde la voz profunda y resonante del jefe de cocina hasta el chillido agudo de una camarera que pasaba por allí y equilibraba delicadamente dos platos de madera de hinoki.
Era la hora punta al final de la tarde y la gente se zambullía en los restaurantes para cenar, por lo que casi todos los asientos del restaurante estaban ocupados y solo quedaban tres taburetes en la barra. Una joven que corría entre las mesas se acercó a nosotros con prisa, levantando tres dedos para indicar el tamaño de nuestro grupo. Asentimos.
–¡Hai, douzo! Por aquí, por favor. –Nos condujo hasta la barra y colocó una taza de té verde humeante delante de nosotros; luego desapareció hacia una mesa cercana.
En el Reino Unido había comido sushi apenas dos o tres veces, y solo de supermercado. La experiencia de un pescado insípido pegado sobre un bloque de arroz durísimo no me había seducido particularmente. Al sentarme, mientras me preparaba para degustar el plato original, me quedé absorto por la media docena de chefs, quienes trabajaban veloces y al unísono en pos de una cocina que parecía más una obra de arte que comida.
Tres chefs rebanaban suntuosos cortes frescos de atún y salmón, mientras otros dos moldeaban el arroz en bolas perfectas con sus manos. Noté que otro chef con un pequeño soplete quemaba metódicamente una rodaja de atún que descansaba sobre una bola de arroz, haciendo que el pescado pasara de rosado a marrón dorado bajo el resplandor de la llama. La pieza terminada se colocaba cuidadosamente en un plato de madera junto a una variedad de nigiri con distintos aderezos, desde huevas de salmón hasta una tortilla de aspecto esponjoso y tiras de pescado blanco que nunca había visto antes. El aroma dulce y atractivo del atún grasiento chamuscado se mezclaba con el olor del pescado fresco, ya de por sí abrumador, lo que daba al salón la atmósfera de un puerto costero, y no la de estar en medio de la ciudad más grande del mundo.
Los menús no estaban en inglés, pero, por suerte, tenían fotos de cada pieza de sushi, todas irresistiblemente tentadoras. Señalé una bandeja que incluía tres cortes de atún: akami, un corte rojo oscuro y carnoso; ootoro, el más graso de todos, de aspecto rosa claro, y chutoro, el corte de grasa media. Los tres cortes habían sido chamuscados, desmenuzados, rebanados y envueltos a la perfección, servidos como nigiri de sushi prensado a mano, rollos de maki y algunas rodajas de sashimi servidas sobre una cama de rábano daikon, junto con una masa de wasabi. La bandeja de doce piezas de sushi tenía un precio de 2.700 yenes (24 dólares), bastante más cara que en el supermercado.
Me metí el primer nigiri de chutoro en la boca.
Lo primero que noté fue el shari, el arroz en sí, tal vez el ingrediente más subestimado del sushi fuera de Japón. Estaba impregnado de vinagre, sal y azúcar y tenía un sabor distintivo, dulce y picante, y una textura pegajosa pero firme que lo hacía fácil de coger, al tiempo que se deshacía sin esfuerzo en mi boca. Nunca había comido nada igual. El «sushi» que había probado en el Reino Unido parecía un delito de odio en comparación.
Y luego estaba el atún chutoro en sí. Tenía una consistencia mantecosa que se derretía en la boca y evocaba a un buen churrasco; de manera sorprendente, no tenía casi ningún sabor a pescado. El equilibrio de grasa y carne le daba un sabor increíble, sobre todo cuando se complementaba con un toque sutil de wasabi.
–Ah, mierda. Con que así sabe el sushi –observé.
–Esto deja en ridículo al sushi británico –balbuceó Colin, respirando un instante antes de abarrotarse con más sushi.
Cuando nos trajeron el atún a la mesa, había temido que no fuera suficiente; todo parecía tan delicado... Pero había subestimado lo mucho que llena el arroz con vinagre y, tras comer la última pieza, estaba a punto de estallar.
Sin embargo, la cena empeoró cuando Michael insistió en pedir otro plato para terminar.
–Mi amigo en Japón me dijo que tenía que probar esto cuando viniera a comer sushi. Se llama shiokara.
Ninguno de nosotros lo conocía, pero me empecé a preocupar cuando vi la expresión de desconcierto de un chef que escuchó nuestro pedido.
Unos momentos después, descubrimos que Michael no tenía los mejores amigos.
Una camarera nos trajo tres platos pequeños y los puso frente a cada uno. Parecía que alguien había destripado un pez y tirado las entrañas sangrientas en un tazón.
Porque, literalmente, eso habían hecho.
Resulta que ike no shiokara significa «tripas de calamar fermentadas».
–¿Había que probarlo, eh? –dije mientras hundía mis palillos en el mejunje blando de color marrón.
–Sí. Aunque me temo que es hora de partir hacia el castillo de Himeji –respondió Michael, de repente menos arrogante, y se levantó para irse.
El chef que estaba rebanando un filet de atún detrás del contador se rio de nuestras reacciones.
–Ganbatte en! ¡Buena suerte! –nos alentó, sosteniendo el puño en broma como si nos esperara una batalla.
Para no defraudar a mi paladín, probé un bocado y al instante sentí que se me arrugaba la lengua ante el sabor salado y amargo. Me lancé a por mi té verde. Varios cocineros y clientes del bar chillaron y aplaudieron con alegría.
Había sobrevivido a mi primera incursión a un restaurante de sushi japonés y, dejando de lado las tripas de calamar fermentadas, había sido toda una revelación.
Agosto de 2012
Al final de la intensa luna de miel que fueron los tres días de iniciación en Tokio, todas las personas que había conocido ahí se esfumaron; nunca más las vería.
Algunas tomaron trenes bala hacia ciudades exóticas como Osaka, Himeji y Kobe, donde probablemente comerían la carne wagyu que yo anhelaba probar. Los menos afortunados se amontonaron en buses que iban a las prefecturas menos exóticas de Chiba y Saitama, cerca de Tokio. Cualquier atisbo de seguridad que hubiera podido sentir se desvaneció con los rostros medio conocidos que se desvanecían a lo lejos.
En mi caso, me acompañaron en un minibús al aeropuerto de Haneda para el vuelo de una hora a Yamagata, junto con otro colega de JET, un tipo tímido pero amistoso llamado Mark, oriundo de Colorado, y nuestro acompañante japonés, que nos entregaría directamente a nuestros colegas nipones en lo que parecía un glamuroso intercambio de prisioneros.
Cuando despegó nuestro avión, empecé a sentirme cada vez más nervioso. Dentro de poco estaría en una escuela, tratando de presentarme como un docente. Para tranquilizarme, hurgué en mi bolsillo y saqué mi carta de empleo, ya medio arrugada. Había una frase escrita por mi coordinador de JET en Yamagata, a la que volvía una y otra vez:
–Felicidades, Chris. Has ganado la lotería de ubicación de Japón.
Miré las palabras con un temor creciente.
Las posibilidades de que estuviera a punto de llegar a algún lugar emocionante parecían remotas e imposibles. En los días llenos de ansiedad antes de viajar a Japón, me había apresurado a aprender tanto como pudiera sobre Yamagata, la prefectura rural que pronto se convertiría en mi hogar durante los siguientes años de mi vida.
Una búsqueda en Wikipedia sobre la región y su población de 500.000 habitantes solo había generado un resultado: «Yamagata es famosa por sus cosechas de cerezas».
Espectacular. No había mención alguna de monumentos, festivales o cualquier cosa de valor histórico o cultural. Pero había cerezas; menos mal, con eso sobreviviría.
Me puse a analizar con lupa el tono de aquella carta, demasiado positivo. Tal vez no fuera más que una trampa para dorar la píldora de que, en realidad, me habían mandado a la peor región de Japón.
Cada vez más preocupado, me distraje mirando por la ventana. Estábamos volando sobre la impresionante cordillera de Ōu, que baja como una espina dorsal por el centro de Japón y que, con quinientos kilómetros, es la más larga del país; pronto se convertiría en la barrera física entre toda la gente que conocía y yo. Las montañas eran indudablemente hermosas, con cumbres agudas y rocosas que daban paso a bosques frondosos e interminables. Aunque la mayoría de las imágenes representativas de Japón muestran la extensión urbana de Tokio o los techos rojos de los templos en Kioto, la verdad es que el setenta por ciento de la superficie del país está compuesta por montañas y bosques. El paisaje montañoso es la razón por la que una parte tan grande de la población está amontonada en las llanuras intermedias; de ahí surgen las megaciudades de hormigón de Tokio, Nagoya y Osaka.
Nuestro acompañante japonés, que hasta entonces había permanecido callado, de pronto se inclinó hacia adelante y señaló fuera de la ventana.
–En invierno, estas montañas, mucha nieve –sonrió, ominosamente.
Asentí en respuesta, ignorante de que los pocos centímetros de nieve que me habían tocado en el Reino Unido no eran nada comparados con lo que vería más tarde ese año. No tenía idea de que las montañas de Ōu sufren algunas de las mayores nevadas en el planeta entre diciembre y marzo, por lo que escapar de Yamagata en los meses de invierno es casi imposible.
Durante el descenso final, me asomé para ver una llanura de treinta kilómetros cubierta de verdes arrozales y cruzada por carreteras perfectamente rectas que llevan al monte Chōkai, un volcán que se erguía siniestro en el horizonte. Pude ver la cima a través de la neblina de verano, a 2.200 metros de altura, y me pregunté si esta cumbre imponente me mataría en caso de erupción. Después de todo, en el Reino Unido los terremotos y las erupciones volcánicas son eventos que solo aparecen en las noticias o navegando en Wikipedia. Pronto descubriría, para mi alivio, que el volcán estaba más o menos dormido; la última vez que había lanzado una humareda escasa había sido en 1974. En vez de temor, el monte Chōkai pronto se convertiría en un recordatorio diario de lo afortunado que era de vivir en un paisaje tan magnífico y exótico.
La llanura de Shonai estaba ensartada entre el mar de Japón al oeste y la cordillera de Ōu al este, lo que lo convertía en un paisaje espectacular. No podría haber sido tan distinto de los campos caóticamente demarcados y las colinas onduladas de la campiña inglesa.
Aquí había un sentido del orden, como si cada campo hubiese sido meticulosamente dividido en rectángulos, y la llanura era perfectamente plana, antes de dar paso súbitamente a las imponentes montañas. Era increíble ver por primera vez el contraste entre el color turquesa del mar, el verde intenso de los arrozales y el azul difuso de las cimas de las montañas. No recomendaría visitar Japón en agosto salvo que queráis experimentar lo que siente un pollo en las brasas, pero no hay duda de que el paisaje está en su punto más álgido en verano.
–Damas y caballeros, pronto estaremos llegando al aeropuerto de Shonai. Por favor, abróchense los cinturones y prepárense para el aterrizaje.
Metí la carta en el bolsillo y me abotoné la camisa. Vestía ropa formal de trabajo porque me habían advertido que me llevarían directamente del aeropuerto a conocer al rector de la escuela; en efecto, sería mi primer día de trabajo.
A estas alturas, mi cabeza era un desastre; mi estómago se retorcía por los nervios y gracias al jet lag sentía una neblina mental que me impedía hablar con coherencia. Me aterraba la idea de conversar con alguien en inglés o de hablar en japonés. Sospechaba que estaba a punto de convertirme en el profesor de inglés despedido más rápido en la historia de Japón.
Al acercarnos a la sala de llegadas, Mark se agachó a anudarse los cordones de los zapatos. Tuve una leve esperanza de que significara que él también estaba ansioso.
–¿Estás un poco nervioso? –le pregunté, con la esperanza de compartir algo de camaradería JET.
–No, no mucho –dijo, atándose los cordones sin una pizca de emoción.
Hijo de puta.
Después del ruido y la conmoción de Haneda, el aeropuerto de Shonai parecía muy pequeño. El vuelo había llegado casi sin pasajeros; parecía que las cerezas no habían seducido a muchos turistas japoneses. Me empecé a preguntar en qué me había metido, pero tuve que salir de golpe de mi espiral descendente. La hora de la verdad había llegado: cargamos nuestro equipaje a través de las puertas de llegada para conocer a nuestros nuevos colegas. La primera prueba.
La puerta se abrió para mostrar dos grupos expectantes de docentes japoneses, con carteles que llevaban nuestros nombres. Un hombre alto de mediana edad con gafas metálicas alzó el que decía «Senséi Chris» con una sonrisa amistosa. Lo rodeaban dos colegas que parecían mayores, un hombre con gafas casi idénticas y una mujer que sonreía y saludaba.
Era un comienzo alentador.
–Bueno, Mark, supongo que hasta aquí… –me di media vuelta para despedirme, pero Mark ya se había ido con su grupo. Amigos para siempre, claro.
Mi acompañante japonés se inclinó rápidamente hacia los colegas que me esperaban.
–Encantado de conocerle –me dijo, y se desvaneció como una aparición. Ahora sí, me habían quitado las ruedas de apoyo y debía tratar por mi cuenta con mis tres nuevos compañeros.
Caminé hacia ellos, saludando con ambas manos y un exceso de entusiasmo.
–¡Konnichiwa, hola! –dije, y todos se inclinaron.
–Konnichiwa. Encantados de conocerle, Chris san.
–Por favor, déjeme tomar esto –dijo el más alto y cogió el carrito, donde puso el cartel–. ¿Tal vez quiera un café?
–Sí, por favor. El jet lag me ha matado –dije, nervioso. Los tres asintieron con una sonrisa y me señalaron el pequeño café del aeropuerto.
Después de pedir cafés con hielo y sentarnos en una mesa esquinera, sentí todos los ojos encima. Los tres docentes seguían sonriendo, como si se les hubieran congelado las expresiones.
–Entonces, Chris san, ¿ha tenido un buen vuelo? –dijo el mayor para romper el silencio incómodo.
–Ha sido un vuelo decente, pero, Dios santo, ¡el jet lag! Tokio fue muy intenso, con la avalancha de capacitaciones y demás. Y hacía tanto calor que casi ni pude dormir mientras estuve ahí –escupí sin pausa.
Silencio. Miré a mis tres colegas y sus caras permanecían inmóviles, aunque habían asentido amablemente.
Seguían sin responder. Tal vez había dicho algo ofensivo o inapropiado. Tomé un sorbo largo de café helado para llenar el silencio, rogando que alguien dijera algo. El hombre mayor miró a sus colegas antes de hablar con dulzura.
–Chris san. ¿Tal vez podría repetir lo que ha dicho, un poco más despacio, por favor?
Ah, mierda. No habían entendido ni una palabra de lo que dije.
Pronto descubriría que, de los once docentes japoneses con los que me tocaba trabajar, solo uno había vivido más de tres meses en el exterior, y por lo menos tres no hablaban ni entendían nada de inglés. Por amables que fueran en su mayoría mis colegas, hablar bien inglés no parecía ser un requisito para convertirse en un profesor de inglés en Japón. Esto en parte explica lo bajo que aparece Japón en el ránking de competencia en lengua inglesa, situado en el puesto cincuenta y tres de cien países, muy por debajo de China y Corea del Sur.
Por lo rápido que hablé (y por mi acento británico, ya que en Japón suele enseñarse inglés estadounidense), todo lo que dije les resultó básicamente indescifrable.
–El vuelo estuvo bien. Pero estoy muy cansado, con jet lag. ¡Hace tanto calor en Tokio! –dije lenta y deliberadamente, y funcionó. Me di cuenta de que mi forma habitual de hablar, sarcástica y llena de metáforas y jerga británica, no serviría aquí. Tendría que simplificar mi vocabulario de manera dramática para comunicarme, y, en consecuencia, me vería como más aburrido de lo que ya soy. Con el tiempo, gesticular con las manos se volvería algo muy común en mis interacciones.
–Ah, sí, ¡hace tanto, tanto calor en Tokio en verano! –dijo el más viejo, y los otros dos asintieron.
A continuación se presentaron formalmente. El más joven era senséi Nishiyama. Bastante alto para ser japonés, tenía cerca de cuarenta años y había pasado tres meses en Canadá aprendiendo inglés. Lo hablaba lenta y metódicamente, poniendo mucho cuidado en no cometer errores gramaticales. Esta forma de hablar resultaba inquietante y casi robótica, apenas suavizada por su sonrisa cálida, aunque no del todo natural.
El siguiente era senséi Kengo, quien tenía casi sesenta años pero parecía tener cuarenta y pocos. Era el que hablaba inglés con más seguridad de los tres, y tenía un tenue acento estadounidense. Había viajado por el mundo, amaba tocar la guitarra y había aprendido inglés por su amor a la música. Había sido parte del movimiento pacifista de posguerra en Japón y estuvo involucrado en protestas contra los militares y las bombas atómicas. Era el más entusiasta de los tres y parecía obsesionado con Londres; esperaba que eso jugara a mi favor.
El último fue senséi Saitou, que no tenía mucha confianza a la hora de hablar inglés.
–Mi inglés, ¡no muy bueno! –dijo por toda presentación, y siguió tomando café.
Los tres eran muy distintos, pero todos eran, a su manera, amistosos y amables y un poco torpes.
–Chris san, el director está esperándole. ¿Vamos? –dijo Kengo, y se levantó a pagar la cuenta.
Bebí las últimas gotas de café helado y nos pusimos de pie rumbo a la salida más próxima. Fuera, me topé con un calor abrasador y mi primera experiencia del sonido ensordecedor de las cigarras que forma la banda sonora del verano japonés: imaginad el sonido de un millón de grillos reproducido a doble velocidad a través de altavoces de festival. El exterior del coche de senséi Kengo estaba tan caliente que apenas pude abrir la puerta sin asarme los dedos.
Necesitaba refrescarme, y rápido; verme como si acabara de salir de una piscina no era en absoluto la primera impresión que quería transmitirle al director de la escuela.
En los veinte minutos de viaje a la escuela me desplomé junto a la ventana, tratando de atrapar la brisa mientras conducíamos entre arrozales infinitos salpicados de aldeas, cada una con una puerta torii roja y hogares tradicionales japoneses cubiertos de tejas de techo kawara. El monte Chōkai se erigía imponente sobre nosotros, con una perfección casi excesiva, como si la región hubiese sido terraformada para crear la quintaesencia de un paisaje japonés de videojuego. Ver y oír las cigarras me recordaba que estaba muy lejos de casa; no había nada en este lugar que me resultara remotamente normal.
Extrañamente, lo que más me confundió fue que no podía ver césped por ningún lado. Ahora que llevo unos años viviendo aquí, me doy cuenta de que la mayoría de la gente ni siquiera nota su ausencia; en Japón, cada trozo de terreno es un arrozal, una montaña boscosa o está cubierto de cemento. Ninguna de las casas que vimos tenía césped; en cambio, una mezcla de gravilla y árboles bien cuidados adornaba los pequeños jardines de cada hogar. Incluso los parques locales estaban mayormente compuestos de gravilla y arena.
Luego aprendería que menos del uno por ciento de las escuelas en Japón tenían patios con césped, y que en tiempos feudales solo los nobles tenían césped, y servía de ornamento, un festín para los ojos.
Lamentablemente, no había más tiempo para meditar sobre las minucias del césped: estábamos llegando al pueblo que sería mi hogar durante los siguientes tres años de mi vida.
***
Sakata (酒田), que literalmente significa «sake, arrozal», era un pueblo de apariencia común y corriente; de estar en Gran Bretaña, probablemente sería descrito como venido a menos. Situada en la desembocadura del río Mogami, en el pasado Sakata había sido un animado puerto mercante, pero sus días de gloria habían terminado hacía mucho.
Durante cientos de años, los mercaderes habían exportado la lucrativa planta del alazor, que, entre otras cosas, se usaba para producir tinte para ropa y pigmento para un pintalabios de lujo, desde Yamagata río abajo a Sakata y luego por la costa oeste de Japón a Kioto y Osaka. Este comercio había generado inmensas riquezas para Sakata y la llanura de Shonai, a tal punto que los Honma, un clan local, se convirtieron en los mayores terratenientes de Japón, con un gran legado de haciendas. Sin embargo, la apariencia poco próspera del Sakata contemporáneo daba pocos indicios de que semejante riqueza hubiese existido alguna vez.
El siglo XX no había sido muy amable con la región: en 1976, un trágico incendio en un cine local quemó la mayor parte de la preciada arquitectura histórica del pueblo y despejó unas veintidós hectáreas en el centro.
Los edificios viejos habían sido reemplazados por torres de apartamentos genéricos y utilitarios, y otros edificios igualmente desprovistos de cualquier rasgo de carácter. Lo único que redimía a Sakata era el paseo marítimo, bordeado de árboles y con enormes y rústicos almacenes de arroz construidos con madera que daban a un canal con barcas de pesca. Estas bodegas, con sus techos de teja inmaculados, eran toda una fuente de orgullo para el pueblo, y aparecían en cada mención de Sakata en internet.
Mientras nuestro coche serpenteaba por las laberínticas calles, parecía haber un número preocupante de tiendas y casas vacías o abandonadas, aunque bien tapiadas, lo que me hizo preguntarme si me habían asignado a la ciudad más decrépita de Japón. Pero, cada vez que surgía este sentimiento de decepción, era barrido inmediatamente por la visión de un árbol de bonsái inmaculado, un torii rojo brillante frente a un santuario o un moderno restaurante de izakaya con el nombre en vistosos caracteres kanji.
Me sentía inquieto, quería saltar del coche y explorar, tal como había hecho durante los interminables seminarios en Tokio. Como en un videojuego de mundo abierto, quería desatarme y descubrir mi nuevo entorno. El problema es que había estado en horario laboral desde que aterricé en el país.
Mientras recorríamos el centro de Sakata, vi más tiendas abandonadas con las persianas metálicas bajadas y las ventanas tapiadas. La atmósfera de pueblo fantasma indicaba uno de los problemas más grandes de Japón: la veloz despoblación.
La población de Japón llegó en 2010 a un máximo de 128 millones; cuando llegué, en 2012, había disminuido en casi un millón, y se predice que para 2050 serán menos de 100 millones. Lo peor del fenómeno había golpeado a las zonas rurales, ya que las generaciones más jóvenes huían a ciudades próximas como Sendai o Tokio en busca de parejas y de oportunidades laborales que no involucraran la agricultura.
En los pueblos rurales como Sakata, las escuelas a menudo cerraban o se combinaban con otras. La institución donde iba a trabajar era el resultado de la fusión de tres escuelas separadas en una nueva megaescuela, el instituto más grande del norte de Japón. Al doblar la última esquina, el Liceo de Sakata apareció frente a nosotros: blanco y resplandeciente al sol de la tarde, con el nuevo gimnasio sobresaliendo al lado era tal vez el edificio moderno más impresionante con el que me había cruzado en el recorrido por el pueblo.
–Bienvenido, senséi Chris, al Liceo de Sakata –sonrió senséi Nishiyama al conducirnos a través del portón hasta el estacionamiento. Salimos del coche y nos detuvimos en la sombra del gigantesco gimnasio, que brillaba bajo el sol ardiente de la tarde. El asfalto irradiaba calor, estaba seguro de que podríamos haber freído un huevo en segundos.
Llamar escuela al Liceo de Sakata se quedaba corto. Era un complejo inmenso que comprendía tres edificios escolares recién construidos con aulas, el gimnasio, un salón lo suficientemente grande como para albergar una flota aérea (o, por lo menos, 1.200 estudiantes y 120 docentes) y un extenso patio de juegos cubierto de (os lo podéis imaginar) tierra.
Era una vista imponente, pero, para mi alivio, en ese momento parecía un pueblo fantasma, al igual que el centro del pueblo. Como era agosto, los estudiantes estaban de vacaciones de verano, excepto unos cuantos que permanecían en clubes o actividades. Mientras caminábamos hacia la entrada, pasaron tres muchachas en ropa deportiva, inclinándose y saludándonos con alegría; todos les devolvimos el saludo.
–Konnichiwa –dije animado, y las muchachas se fueron, de vez en cuando girándose para mirar con disimulo a su nuevo y desaliñado profesor de inglés. Podía imaginar su decepción.
Al entrar, me llamó la atención una diferencia notoria entre las escuelas japonesas y las británicas: filas y filas de estantes para zapatos. Cada persona que entra al edificio tiene que quitarse el calzado de calle, colocarlo en un estante y cambiarse a calzado de interior. Fue mi primera experiencia de la cultura japonesa anticalzado: siempre hay que quitarse los zapatos antes de entrar en un hogar japonés e incluso en algunos espacios públicos, y Dios nos libre si uno pisa un suelo de tatami con calzado deportivo. Una de las pocas veces que he visto a una persona japonesa perder en serio la calma fue una vez que un amigo entró en un baño público sin quitarse los zapatos y la mujer mayor de la recepción saltó de la silla y lo empujó fuera con fuerza.
Dado que era mi primera vez, me sentía raro como persona adulta por estar en calcetines en la entrada de mi nuevo lugar de trabajo, pero pronto me adaptaría a esta forma de pensar. Hoy, muchos años después, siento como si hubiese cometido un crimen si uso zapatos dentro de un edificio.
Como era mi primer día, y todavía no había invertido en la compra de un par de zapatos para interiores, senséi Kengo me dio un par de pantuflas y dijo:
–No se preocupe, Chris san. Mañana compraremos unos zapatos.
Nishiyama me guio dentro del cavernoso edificio, y pasamos junto a dos colegialas que se reían sobre un banco y espetaron:
–¡Hola!
–¡Buenas tardes! –dije con una sonrisa.
–¡Kakkoii! –respondió una de ellas y las dos se rieron. No tenía ni idea de lo que significaba, así que alcé los pulgares con la esperanza de que no me hubiesen dicho tonto.
–Lo han llamado cool –dijo senséi Nishiyama con una carcajada cuando nos habíamos alejado unos pasos.
Menos mal.
Kengo y Saitou iban detrás de nosotros, sonriendo todo el rato, como si tuviera mi propio séquito radiante.
En el interior del liceo hacía un calor espantoso, que amplificaba el olor de los pisos recién encerados. En los meses de verano, en vez de usar aire acondicionado, tan solo abrían las ventanas, lo que no ayudaba en nada a que la temperatura no fuera la de una sauna.
Mis zapatos chirriaban en los suelos inmaculados mientras pasaba junto a paredes cubiertas de ilustraciones de los estudiantes que representaban paisajes locales, y un cartel azul gigante de una mujer policía en estilo manga, que tenía una mano en alto debajo de las palabras en inglés «¡No! ¡Droga!». Supuse que estaba tratando de disuadir a los estudiantes de tomar drogas, pero por la sintaxis chapucera casi parecía como si la oficial alentase a los estudiantes a que pararan lo que sea que estuviesen haciendo y tomaran drogas inmediatamente.
Justo cuando empezaba a sentirme a gusto deambulando por la escuela vacía, llegamos a la puerta de la sala de profesores y Nishiyama se volvió hacia mí con su júbilo característico.
–Bueno, senséi Chris, antes de conocer al director, puede presentarse al resto de los profesores –dijo, como si me estuviese ofreciendo un viaje con gastos pagados a Disneylandia.
Dios mío.
–Eh, ¿cómo?, ¿ahora mismo?
–Deberíamos hacerlo ahora.
–Oh, ¡es que estoy algo trasnochado! –dije en broma, con media esperanza de escapar al terror abyecto de dirigirme a docenas de colegas.
–No se preocupe. Solo será una presentación breve.
Nishiyama abrió la puerta para revelar una extensa oficina rectangular llena de docenas de escritorios con libros, papeles y portátiles apilados encima. En un día normal de trabajo, habría unos 120 docentes en la sala corrigiendo, escribiendo, dormitando o disciplinando a los estudiantes por faltas de comportamiento.
Por suerte para mí, como eran vacaciones de verano, solo había unos treinta docentes ese día. Si la sala hubiese estado llena, creo que hubiese llorado. Alrededor de la sala, algunos docentes echaron un vistazo para calar al nuevo profe.
Sabía que necesitaba dar una buena impresión, y para eso tenía que al menos tratar de presentarme en japonés. Había logrado memorizar cinco frases clave de la presentación, pero imaginaba que me vendría abajo cuando tratara de decirlas frente a todo el mundo.
Me escoltaron por la sala hasta una mesa larga donde había tres vicedirectores sentados mirándome, como inspectores del gobierno.
Los tres se levantaron y me saludaron con una reverencia y un Yoroshiku onegaishimasu