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Cuando Chris Broad, un joven inglés, aterrizó en un pueblo rural del norte de Japón para dar clases de idioma, fue tal el caos y el choque cultural, que creyó que había tomado la peor decisión de su vida. Sin embargo, esa aventura duró diez años y lo llevó a crear Abroad in Japan, el canal extranjero de YouTube más exitoso del mundo. En Japón es un extraordinario viaje por la tierra del sol naciente en el que descubriremos los escenarios, las comidas y costumbres que dan forma a la literatura japonesa. Y comprenderemos mejor a un país que era hermético hasta hace poco y hoy es el epicentro de las tendencias.
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Seitenzahl: 429
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Millones de turistas llegan año a año a Japón tratando de desentrañar una de las culturas más antiguas, complejas y fascinantes del mundo.
Cuando Chris Broad, un joven inglés, aterrizó en un pueblo rural del norte de Japón para dar clases de idioma, fue tal el caos y el choque cultural, que creyó que había tomado la peor decisión de su vida. Sin embargo, esa aventura duró diez años y lo llevó a crear Abroad in Japan, el canal extranjero de YouTube más exitoso del mundo.
Con un estilo ágil y mordaz, Chris descubre esta tierra con una mirada occidental y lentamente se deja seducir, y nosotros también, por el país nipón. Así paseamos por los exuberantes arrozales del campo y luego por las frenéticas calles iluminadas con neón de Tokio; probamos el yakitori y el sushi, que nada tiene que ver con el popularizado en Occidente; asistimos a un bonenkai, la fiesta de trabajo en la que se bebe hasta “olvidar el año” y conocemos la jerarquía al hablar según seamos keigo o senpai (los más jóvenes o los más ancianos de la conversación).
En Japón es un extraordinario viaje por la tierra del sol naciente, en el que descubriremos los escenarios, las comidas y costumbres que dan forma a la literatura japonesa. Y comprenderemos mejor a un país que era hermético hasta hace poco y hoy es el epicentro de las tendencias.
CHRIS BROAD es un cineasta británico y creador de Abroad in Japan, uno de los canales extranjeros más grandes de YouTube sobre Japón con más de 2.5 millones de suscriptores y 400 millones de visitas. A lo largo de diez años y doscientos videos, Chris ha visitado las cuarenta y siete prefecturas de Japón, centrándose en la comida y la cultura. También cubrió temas como el desastre de la central nuclear de Fukushima, el terremoto de Tohoku y el tsunami. Sus experiencias lo han convertido en una voz autorizada sobre la vida en Japón y lo han llevado a la BBC, TEDx, NHK y Japan Times.
Foto del autor: © Peter+Murray
Dedicado a la increíble comunidad de Abroad in Japan, que me acompañó durante la última década en esta loca travesía.
Estaba sentado en la esquina de uno de los cavernosas aposentos de la embajada japonesa en Mayfair, Londres, un salón impresionante con una araña dorada colgando del techo y una lujosa alfombra roja, que ahora estaba prácticamente vacío, sin que hubiese nada que me distrajera de mis nervios cada vez mayores. El único mueble era una mesa; encima, una tablilla tenía los resultados del examen de gramática inglesa que acababa de completar. No deslizar una mirada furtiva exigió todas mis fuerzas.
Hay pocas cosas en la vida más desesperantes que una entrevista de trabajo para un puesto que deseas con toda el alma. Tras una eternidad de cinco minutos, se abrieron las imponentes puertas de roble delante de mí y uno de los empleados de la embajada me hizo pasar a un salón tan impresionante como el anterior y me indicó una silla junto a una mesa larga, frente a dos entrevistadores circunspectos.
Había estado esperando este momento con ansias durante tres años y, en los siguientes minutos, un japonés de mediana edad, cortés pero sin emociones aparentes, y un británico de aspecto algo más severo (un exalumno del programa en el que esperaba obtener una plaza) decidirían mi destino. Todo el conjunto me daba una vibra de policía bueno/policía malo, lo que no ayudó a calmar mis nervios.
En 1987, con el objetivo de mejorar la competencia en lengua inglesa y fomentar la internacionalización de base, el gobierno japonés lanzó una iniciativa para llevar hablantes nativos de inglés a escuelas de todo el país. En las dos décadas siguientes, el programa JET se convirtió en el intercambio de profesores más grande del mundo, con más de cinco mil participantes al año procedentes de cincuenta y siete países.
Para mí, era el pasaje dorado a una aventura espectacular del otro lado del mundo. Ahora, tras haber sorteado un proceso de postulación por escrito bastante largo, solo debía superar el último obstáculo.
Había investigado obsesivamente las entrevistas en internet y había descubierto que el secreto del éxito consistía en ser demasiado positivo. El profesor extranjero perfecto debe mostrarse como genki (元気) en todo momento. Esta palabra japonesa de uso común significa “enérgico” o “animado” y, como nadie usó nunca esas dos palabras para describirme, me costó mucho mantener una sonrisa rígida durante los treinta minutos de la entrevista.
–¿Cómo es su japonés? –preguntó el exalumno británico, deslizando el bolígrafo sobre mi formulario de postulación.
–No –respondí y, al instante, me encogí ante mi torpe respuesta–. Lo siento. . . No quise decir que no. No bien, digo. Sin duda pienso aprender, si tengo la suerte de que me den el trabajo, por supuesto.
El entrevistador japonés, que ojeaba mi postulación, se rio por lo bajo cuando llegó a la página donde aparecían mis preferencias de ubicación.
–A ver, en las ubicaciones preferidas de su postulación indicó que le gustaría vivir en la campiña o en Kobe. ¿Podría explicar por qué?
Todo el mundo sabía que la forma más rápida de fallar una entrevista de JET era pedir ser ubicado en Tokio. En el programa hay pocas posiciones disponibles en la capital, densamente poblada, y, salvo que uno tenga una buena razón para ir ahí, queda como una elección perezosa o desinformada.
–La verdad es que sería feliz viviendo donde sea en la campiña. Me gusta la idea de tener un rol mayor en una comunidad pequeña. Podrían mandarme a una cueva en Hokkaido y estaría encantado.
La sala cayó en silencio y me di cuenta de que habían tomado en serio lo de la cueva. Los entrevistadores intercambiaron miradas perplejas antes de seguir.
–Pero ¿por qué Kobe?
Era algo que temía que me preguntaran y, a decir verdad, el razonamiento para elegir Kobe era bastante pobre: había pasado unos días explorando Japón en Google Maps y había llegado a la conclusión de que Kobe estaba perfectamente ubicada a mitad de camino entre Kioto y Osaka, dos ciudades que me intrigaban, cercanas una de la otra pero opuestas en términos de tradición y modernidad. Además, este lugar era hogar de la mundialmente famosa carne marmolada, y había cometido la tontería de asumir que este legendario producto debía ser barato y accesible para los residentes; por lo tanto, me parecía que vivir ahí tendría sentido.
–Para serles franco, la carne de ahí parece espectacular.
Temí otra ola de silencio, pero respiré aliviado cuando ambos entrevistadores estallaron de risa.
–¡Bien pensado! –exclamó el japonés–. La carne de Kobe es realmente deliciosa.
Había esquivado una bala, pero sabía que todavía no estaba a salvo. Había una última cosa que me inquietaba que me preguntaran. En mi postulación había comentado que había leído muchos libros sobre Japón y cité uno en particular, sobre el wabi-sabi, una filosofía y estética budista que es muy difícil de definir.
–Chris san, dice aquí que usted ha leído sobre el wabi-sabi. ¿Podría explicarnos qué es?
La mejor manera de describir el concepto de wabi-sabi (侘び寂び) es que se trata de abrazar las imperfecciones y apreciar la belleza de lo incompleto o imperfecto. A menudo, las piezas de cerámica más valoradas en Japón son aquellas que parecen asimétricas, simplistas o modestas. Esta ideología está en la raíz profunda de la vida japonesa.
Hubiese sido fantástico responder algo así. En cambio, miré al piso y mascullé:
–Eh, es como… bueno…
El japonés me miró intensamente por encima de sus lentes y me di cuenta de que esta era una pregunta de vida o muerte. Era mi oportunidad para demostrar que tenía las habilidades de comunicación que se esperaban de un docente.
–Bueno, a ver, el tema con el wabi-sabi es que es algo que no puede ser definido así no más. Es más un sentimiento o una emoción que un concepto claro y definible.
Qué respuesta de mierda.
Por suerte para mí, el sentido del humor se le activó de nuevo.
–Jaja, cierto, en verdad es algo difícil de explicar. ¡Te entiendo! –soltó una risa y siguió–: Bueno, eso es todo por ahora, gracias.
Había terminado.
Me tropecé al salir del imponente edificio y crucé la calle hacia la estación Green Park del metro mientras pensaba, de corazón, que no había manera de que me dieran ese trabajo.
Sin embargo, algo debió funcionar entre todas mis respuestas desastrosas. Tal vez fue mi descripción evocativa del wabi-sabi o la desesperación de haberme ofrecido para vivir en una cueva en Hokkaido, lo que hizo que doce semanas después, para mi estupor y deleite, recibiera una carta informándome que había sido aceptado. Mi vida estaba a punto de dar un giro brusco casi diez mil kilómetros al este, a un país del que casi no sabía nada, por un trabajo para el que me sentía terriblemente mal preparado.
Viajar entre Londres y Tokio es una transición brutal que implica cruzar ocho husos horarios y una brecha cultural para la que nada me pudo haber preparado.
Cuando le dije adiós a mis padres y arrastré el carrito cargado de maletas a la sala de partida del aeropuerto de Heathrow, no tenía la más mínima idea de cuándo los vería otra vez o cuántos años iba a pasar afuera. Cualquier atisbo de tristeza fue bloqueado por la adrenalina y la ansiedad del viaje que estaba por empezar. El viaje de Heathrow al aeropuerto de Tokio Narita tomaría unas doce horas y me infligiría el peor desfase horario posible cuando llegara.
Observé por la ventanilla los techos de Londres dar paso al mar del Norte y los bosques escandinavos, hasta que poco a poco desaparecieron todas las marcas de civilización y viajamos a once mil quinientos metros por sobre la remota tundra siberiana una buena parte del vuelo.
Mi idea era dormir un poco, pero la muchacha a mi lado, una colega del programa JET, bostezaba tan ruidosamente que opacaba incluso el zumbido de los motores del avión. Descartada la conversación, hojeé un manual de frases japonesas hasta que me quedé dormido.
Con veintidós años y recién salido de la universidad, apenas si podía creer que mi primer trabajo como graduado fuera del otro lado del mundo, en un país donde no conocía a nadie, con un lenguaje que en realidad no comprendía.
Aunque siempre había querido visitar Japón, la idea de vivir ahí no había cruzado mi mente hasta que, con dieciocho años, descubrí el programa JET en un vuelo a Francia. Iba sentado junto a una amable pareja de mediana edad, cuya hija en ese momento estaba enseñando en Japón, y se emocionaron al enterarse de que mi deseo era viajar por el mundo y enseñar inglés cuando me graduara. Para cuando terminó el vuelo, me habían convencido de anotarme, despertando así una nueva pasión.
Puesto que toda esta travesía había comenzado por una charla con desconocidos en un avión, era una lástima que el vuelo de hoy, tanto más largo, no hubiese generado otro encuentro capaz de cambiar mi destino. Solo ronquidos industriales y frustración.
Pasadas las doce horas, desperté con un golpe seco cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Narita. El aspecto lúgubre del edificio de la terminal me resultó bastante anticlimático. No había techos con tejas kawara o pagodas. Eché un vistazo rápido al paisaje y no encontré un distante monte Fuji cubierto de nieve. No había casi nada que indicara que habíamos aterrizado en Tokio; en cierto sentido, no lo habíamos hecho.
Pronto nos dimos cuenta de que el aeropuerto estaba ubicado a setenta kilómetros al este de la ciudad, en medio de unos arrozales.
Cuando salí de la terminal y entré en la tarde abrasadora, me espantó lo horriblemente húmedo que era el aire: con cada respiración sentía que inhalaba una bocanada de vapor. Por suerte, antes de que mi sangre se evaporara me subieron junto con los otros miembros de JET a un bus, y elevé una plegaria a los dioses agradeciendo el milagro supremo que es el aire acondicionado mientras arrancábamos por la autopista hacia Tokio.
Un punto a favor de Narita es que te permite apreciar la descomunal escala de la ciudad más grande del mundo. El viaje comienza en las llanuras sin fin de la prefectura de Chiba, donde pequeños grupos de casas tradicionales japonesas se destacan entre extensiones de arrozales. Poco a poco surgen algunos pueblos junto a la autopista y los arrozales son reemplazados por edificios funcionales de apartamentos y vallas publicitarias con hombres sonrientes y mujeres con productos de belleza imprescindibles. Divisé un motel medio chabacano con forma de castillo medieval y el curioso nombre “Hotel Sonrisa Tiempo de Amor” estampado en el techo.
Treinta y siete millones de personas llaman hogar al área del gran Tokio. La cifra parece incomprensible –la mitad de la población británica–, pero cuando tus ojos se posan por vez primera sobre la silueta de la ciudad, se vuelve creíble.
En el espacio de una hora todo lo verde había desaparecido. Cuando el bus pasó el puente Rainbow en la bahía de Tokio, nos vimos totalmente rodeados por edificios y la icónica Torre de Tokio, la respuesta japonesa a la torre Eiffel, se asomaba en el horizonte. Con la cara pegada a la ventanilla, estaba asombrado de que, sin importar a donde mirara, había más rascacielos, más concreto y más caos de los que nunca había visto. En términos de mera escala, dejaba a Londres en ridículo.
Serpenteando a lo largo de autopistas cada vez más complicadas, por pasos elevados ensartados entre filas de edificios cubiertos de carteleras donde celebridades glamorosas nos tentaban con cerveza Asahi y whisky Suntory, el autobús nos llevó cada más hondo al corazón de Tokio. El viaje de dos horas se sintió como ir en una montaña rusa a toda velocidad y con el vacío en el estómago cada vez que subíamos o bajábamos una rampa de autopista, pero por fin arribamos al prestigioso Keio Plaza Hotel en el distrito de rascacielos de Shinjuki que, con dos torres y mil cuatrocientas habitaciones, era uno de los pocos espacios suficientemente grandes para recibir el flujo anual de docentes de JET.
Nos bajaron del autobús y olí por primera vez el aire de verano de Tokio: cálido, húmedo e impregnado de un olor a cloaca que emana de la tubería de la ciudad, en descomposición pero escondida bajo calles inmaculadas.
Hasta ese momento, me sentía orgulloso y especial por haber ingresado al programa JET, pero cuando entré en el enorme lobby del Keio Plaza Hotel, entendí que apenas era uno más entre mil rostros extranjeros, un engranaje en una máquina bien aceitada.
Al llegar al frente de la cola, un japonés me dio una tarjeta magnética para mi cuarto, en el piso veinticinco. Estaba compartiendo una habitación triple con dos chicos ingleses con pinta de deportistas. Abrí de golpe la puerta y los encontré hablando de rugby entre carcajadas; mi llegada pareció una molestia.
–¿Y para dónde van ustedes? –pregunté, descargando mi mochila en la cama de la ventana, la única sin equipaje encima.
–Voy para Himeji, justo a la par del castillo más famoso de Japón –declaró Michael con arrogancia, como si el castillo le perteneciera.
–Sí, y yo voy para Nagasaki, amigo –sonrió Colin.
Maldita sea. ¿Por qué no me tocó Nagasaki o Himeji?
–¿Y para dónde vas tú? –preguntó Michael, curioso de ver si podía superar su castillo.
–Estoy en Yamagata, en el norte.
–¿Ah, sí? No conozco –sonrió con satisfacción Michael, consciente de haber ganado el concurso de ubicación de JET.
Me sentía agotado luego del viaje interminable, pero mi agitación superaba el cansancio. Dejé a Colin y a Michael discutiendo de rugby y masculinidad y me escabullí del cuarto hacia la luz agonizante de Tokio al ocaso. La hora dorada iluminaba los pisos superiores de las torres que centelleaban en el distrito de rascacielos, y las cumbres gemelas de la Torre Metropolitana de Tokio, que según mi guía de Japón ofrecían “La mejor vista de Tokio gratis”, me llamaron la atención.
Soy un obsesivo de las plataformas de observación y me he subido a muchas torres de distintas ciudades en busca de vistas, desde Shanghái y Seattle a Barcelona y Berlín. Pero cuando salí del ascensor de la Torre Metropolitana de Tokio y apoyé mi frente cansada contra las ventanas de la cima, miré asombrado a lo largo de una ciudad que parecía no tener fin. Desde donde estaba, en el centro de la metrópolis, hasta la silueta difusa de las montañas que rodeaban la ciudad, solo veía concreto. La visión era tan excitante como aterradora.
En un lapso de veinte minutos observé cómo la oscuridad barrió el panorama y millones de lucecitas salpicadas por el horizonte empezaron a encenderse; pronto destellaban a través de toda la extensión, tan hipnóticas como fuegos artificiales. Era la primera vez que veía Tokio al atardecer y me pareció que la ocasión ameritaba un festejo.
Apoyado en un taburete en la ventana de la (carísima) cafetería del mirador, me comí un trozo (ridículamente caro) de tarta de chocolate, mientras contemplaba el sol ponerse sobre treinta y seis millones de personas. Cuando devoré el último bocado, estaba tan cansado que me desplomé sobre la mesa y me quedé dormido. Debo haber dormido casi media hora antes de que una camarera se acercara y me diera un golpecito en el hombro para echarme.
A continuación vinieron dos días de capacitación intensiva y sesiones de orientación, salpicadas con intentos desesperados de intimar con mis nuevos compañeros. Los seminarios de JET fueron una nebulosa de jet lag y sobrecarga de información; en mi segundo día, en vez de concurrir a una charla importante sobre lo que no había que hacer en Japón, pasé la mañana en la cama recuperándome con un paquete insípido de papas fritas con gusto a salsa de soja que compré en un 7-Eleven. Más tarde entré a hurtadillas cuando hablaban de cómo trabajar con docentes japoneses, con la esperanza de que nadie hubiese notado mi ausencia llena de papas. Una chica británica llena de entusiasmo llamada Amy, que estaba en su segundo año de JET, dirigía el taller y planteó una serie de preguntas de elección múltiple al nervioso auditorio.
–Si un docente japonés comete un error en inglés delante de la clase, ¿qué deberían hacer? A. Detener la clase y señalar el error; B. Seguir la clase y decirle algo al docente con disimulo, sin que vean los alumnos; C. Ignorar el error y dejar que la clase continúe.
Hubo una pausa momentánea hasta que un tipo impaciente con acento del sur de Estados Unidos gritó:
–¡La B!
–Exacto, la idea es no avergonzar al docente frente a la clase y generar fricción con un colega. Aunque cuando ocurre, lo mejor es evaluar cada caso en sí mismo, dependiendo del maestro.
Cuando ocurre. Se me ocurrió recién en ese momento que los docentes japoneses de inglés tal vez no fueran tan buenos en inglés después de todo. Hasta este punto, me había imaginado ocupando un rol secundario en las clases, siendo guiado por un superior competente. No había pensado que podía ser la persona más experta del aula. De repente me empezó a pesar la responsabilidad de mi posición.
***
Debido a la clara ausencia de intereses en común, me mantuve al margen de mis compañeros de cuarto, Colin y Michael; todos los intentos de charlar o intimar habían sido estériles. Sin embargo, en nuestra tercera y última noche en Tokio, en vista de que no conocíamos a nadie más en la ciudad, decidimos ir juntos al picante distrito rojo de Shinjuku. Los coordinadores del programa JET le habían advertido a todos que se alejaran de Kabukicho, porque los vendedores ambulantes solían atraer a turistas desprevenidos a bares turbios manejados por las mafias locales. Predeciblemente, las advertencias tuvieron el efecto contrario: ahora teníamos que ir.
La entrada a Kabukicho estaba señalizada por un enorme portal rojo, de donde una calle bajaba a un despliegue deslumbrante de carteles y luces de neón que prometían comida, sake, karaoke y amor. Una valla de un night club mostraba a seis jóvenes en bikinis sonriendo y llamando a los parranderos con brazos abiertos. Al lado, un anuncio con la silueta de una vaca y la palabra “Waygu” se refería a un restaurante de carne cercano, metido entre una pila de edificios. A la derecha de la vaca, había una imagen de un par de manos masajeando una espalda bajo la palabra en inglés “Flamingo” y una lista de precios; por ejemplo, noventa minutos por dos mil quinientos yenes. Desde un puestucho de bollos en el agujero de una pared subía vapor y encima retumbaba el sonido ensordecedor de jingles y eslóganes reproducidos en simultáneo por pantallas publicitarias del tamaño de autobuses. Abrumado e ingenuo, no tenía idea de lo que estaba pasando.
Acostumbrado a las tiendas y restaurantes británicos, que suelen estar en la planta baja, me llamó la atención la verticalidad de las opciones gastronómicas japonesas. Los restaurantes y bares estaban apilados unos encima de otros, con letreros de neón que indicaban qué podía encontrarse en cada piso. Aunque le daba a las calles una estética futurista e incluso cyberpunk, también volvía la elección de lugar un tanto intimidante, ya que no había forma de mirar adentro. Tomamos un ascensor al tercer piso de un edificio cuyo anuncio brillante prometía cócteles, pero cuando las puertas se abrieron vimos un salón lúgubre con una barra repleta y un barman que hacía un gesto de “X” con los brazos. El bar estaba lleno o no nos querían allí; en cuestión de segundos nos escabullimos.
Por fin elegimos un lugar de sushi a nivel de la calle al que al menos nos pudimos asomar por las ventanas. Nos tranquilizó la vista de un interior bullicioso, completo con un equipo de chefs que vestían los característicos delantales y sombreros blancos y que preparaban apasionadamente sushi nigiri.
Al entrar por primera vez en un restaurante japonés, casi me desmayo cuando todos, desde los chefs hasta los meseros, estallaron en un “¡Irashaimase! ¡Bienvenidos!”. Fue un auténtico coro de tonos, desde la voz profunda y resonante del jefe de cocina hasta el chillido agudo de una mesera que pasaba por allí y equilibraba delicadamente dos platos de madera de hinoki.
Era la hora pico al final de la tarde y la gente se zambullía en los restaurantes para cenar, por lo que casi todos los asientos del restaurante estaban ocupados y solo quedaban tres taburetes en la barra. Una joven que corría entre las mesas se acercó a nosotros con prisa y levantó tres dedos para indicar el tamaño de nuestro grupo. Asentimos.
–¡Hai, douzo! Por aquí, por favor. –Nos condujo hasta la barra y colocó una taza de té verde humeante delante de nosotros, luego desapareció hacia una mesa cercana.
En el Reino Unido había comido sushi apenas dos o tres veces y solo de supermercado. La experiencia de un pescado insípido pegado sobre un bodoque de arroz durísimo no me había seducido particularmente. Al sentarme, mientras me alistaba para el plato genuino, me quedé absorto por la media docena de chefs que trabajaban veloces y al unísono en pos de platos que parecían más una obra de arte que comida.
Tres chefs rebanaban suntuosos cortes frescos de atún y salmón, mientras otros dos moldeaban el arroz en bolas perfectas con sus manos. Noté que otro chef, con un pequeño soplete, quemaba metódicamente una rodaja de atún que descansaba sobre una bola de arroz, haciendo que el pescado pasara de rosado a café dorado bajo el resplandor de la llama. La pieza terminada se colocaba con cuidado en un plato de madera junto a una variedad de nigiri acompañados desde huevas de salmón hasta una tortilla de aspecto esponjoso y tiras de pescado blanco que nunca había visto antes. El aroma dulce y atractivo del atún grasiento chamuscado se mezclaba con el olor del pescado fresco, ya de por sí abrumador, lo que le daba al salón la atmósfera de un puerto costero, en vez de estar en medio de la ciudad más grande del mundo.
Los menús no estaban en inglés, pero por suerte tenían fotos de cada pieza gloriosa de sushi, todas tentadoras. Señalé una bandeja que incluía tres cortes de atún: akami, un corte rojo oscuro y carnoso; ootoro, el más graso de todos, de aspecto rosa claro; y chutoro, el corte de grasa media. Los tres cortes habían sido chamuscados, desmenuzados, rebanados y envueltos a la perfección, servidos como nigiri de sushi prensado a mano, rollos de maki y algunas rodajas de sashimi servidas sobre una cama de rábano daikon, junto con una masa de wasabi. La bandeja de doce piezas de sushi tenía un precio de dos mil setecientos yenes (veinticuatro dólares), bastante más caro que la comida de supermercado.
Me metí el primer nigiri de chutoro en la boca.
Lo primero que noté fue el shari, el arroz en sí, tal vez el ingrediente más subestimado del sushi, fuera de Japón. Estaba impregnado de vinagre, sal y azúcar y tenía un sabor distintivo, dulce y picante, y una textura pegajosa pero firme que lo hacía fácil de agarrar, al tiempo que se deshacía sin esfuerzo en mi boca. Nunca había comido nada igual. El “sushi” que había probado en el Reino Unido parecía un crimen de odio en comparación.
Y luego estaba el atún chutoro. Tenía una consistencia mantecosa que se derretía en la boca y evocaba a un buen churrasco; de manera sorpresiva, no tenía casi ningún sabor a pescado. El equilibrio de grasa y carne le daba un sabor increíblemente satisfactorio, sobre todo cuando se complementaba con un toque sutil de wasabi.
–Ah, la mierda. Con que así sabe el sushi –observé.
–Esto deja en ridículo al sushi británico –balbuceó Colin, que respiró un instante antes de abarrotarse con más sushi.
Cuando nos trajeron el atún a la mesa, había temido que no fuera suficiente; todo parecía tan delicado. Pero había subestimado lo mucho que llena el arroz con vinagre y, tras comer la última pieza, estaba a punto de estallar.
Sin embargo, la cena viró para mal cuando Micheal insistió en pedir otro plato para terminar.
–Mi amigo en Japón me dijo que tenía que probar esto cuando viniera a comer sushi. Se llama shiokara.
Ninguno de nosotros lo ubicaba, pero me empecé a preocupar cuando vi la expresión de desconcierto de un chef que escuchó nuestra orden.
Unos momentos después, descubrimos que Michael no tenía los mejores amigos.
Una mesera nos trajo tres platos pequeños y los puso frente a cada uno. Parecía que alguien había destripado un pez y tirado las entrañas sangrientas en un tazón.
Porque, literalmente, eso habían hecho.
Resulta que ike no shiokara significa “tripas de calamar fermentadas”.
–¿Había que probarlo, eh? –dije mientras hundía mis palillos en el mejunje blando de color café.
–Sí. Aunque me temo que es hora de partir hacia el castillo de Himeji –respondió Michael, de golpe menos arrogante, y se levantó para irse.
El chef que estaba rebanando un filet de atún detrás del contador se rio de nuestras reacciones.
–¡Ganbatte en! ¡Buena suerte! –nos alentó, sosteniendo el puño en broma como si nos esperara una batalla.
Sin ganas de decepcionar a mi campeón, probé un bocado y al instante sentí mi lengua arrugarse ante el sabor salado y amargo; rápidamente me lancé al té verde.
Varios chefs y clientes en la barra gritaron y vivaron de alegría.
Había sobrevivido a mi primera incursión a un restaurante de sushi japonés y, fuera de las tripas de calamar fermentadas, había sido nada menos que una revelación.
Al final de la intensa luna de miel que fueron los tres días de iniciación en Tokio, todas las personas que había conocido ahí se esfumaron; nunca más las vería.
Algunas tomaron trenes bala hacia ciudades exóticas como Osaka, Himeji y Kobe, donde probablemente comerían la carne waygu que yo anhelaba probar. Los menos afortunados se amontonaron en buses que iban a las prefecturas menos exóticas de Chiba y Saitama, cerca de Tokio. Cualquier atisbo de seguridad que haya podido sentir se desvaneció con los rostros medio conocidos que se perdían a lo lejos.
En mi caso, me escoltaron en un pequeño bus al aeropuerto de Haneda para el vuelo de una hora a Yamagata, junto con otro colega de JET, un tipo tímido pero amistoso llamado Mark, oriundo de Colorado. Nos acompañó nuestro cuidador japonés, que nos entregaría directamente a nuestros colegas japoneses en lo que parecía un glamoroso intercambio de prisioneros.
Cuando despegó nuestro avión empecé a sentirme cada vez más nervioso. Dentro de poco estaría en una escuela, tratando de presentarme como docente. Para tranquilizarme, hurgué en mi bolsillo y saqué mi carta de empleo, ya medio arrugada. Había una oración escrita por mi coordinador de JET, oriundo de Yamagata, a la que volvía una y otra vez:
–Felicidades, Chris, has ganado la lotería de ubicación de Japón.
Miré las palabras con un temor creciente.
Las posibilidades de que estuviera por llegar a algún lugar emocionante parecían remotas e imposibles. En los días llenos de ansiedad antes de viajar a Japón, me había apresurado a aprender tanto como pudiera sobre Yamagata, la prefectura rural que pronto se convertiría en mi hogar por los siguientes años de vida.
Una búsqueda de Wikipedia sobre la región y su población de quinientos mil habitantes solo había generado un resultado: “Yamagata es famosa por sus cosechas de cerezas”.
Espectacular. No había mención alguna de monumentos, festivales o cualquier cosa de valor histórico o cultural. Pero había cerezas, menos mal, con eso sobreviviría.
Me puse a sobreanalizar el tono de mi carta, demasiado positivo. Tal vez no fuera más que una trampa para dorar la píldora de que en realidad me habían mandado a la peor región de Japón.
Cada vez más preocupado, me distraje mirando por la ventanilla. Estábamos volando sobre la impresionante cordillera de Ou, que baja como una espina dorsal por el centro de Japón y, con quinientos kilómetros, es la más larga del país; pronto se convertiría en la barrera física entre toda la gente que conocía y yo. Las montañas eran indudablemente hermosas, con cumbres agudas y rocosas que daban paso a bosques frondosos e interminables. Aunque la mayoría de las imágenes representativas de Japón muestran la extensión urbana de Tokio o los techos rojos de los templos en Kioto, la verdad es que el setenta por ciento de la superficie del país está compuesta por montañas y bosques. El paisaje montañoso es la razón por la que una parte tan grande de la población está amontonada en las llanuras intermedias; de ahí surgen las megaciudades de concreto de Tokio, Nagoya y Osaka.
Nuestro cuidador japonés, que hasta ahora había estado callado, de pronto se inclinó hacia adelante y señaló fuera de la ventana.
–En invierno, estas montañas, mucha nieve –dijo, mostrando rechazo.
Asentí en respuesta, ignorante de que las escasas pulgadas de nieve que había visto en el Reino Unido no eran nada comparadas con lo que vería más tarde. No tenía idea de que las montañas de Ou sufren algunas de las mayores nevadas en el planeta entre diciembre y marzo, por lo que escapar de Yamagata en los meses de invierno es casi imposible.
Durante el descenso final, me asomé para ver una llanura de treinta kilómetros cubierta de verdes arrozales y cruzada por carreteras perfectamente rectas que llevan al monte Choukai, un volcán que se erguía siniestro en el horizonte. Pude ver la cima a través de la neblina de verano, a dos mil doscientos metros de altura, y me pregunté si esta cumbre imponente me mataría en caso de erupción. Después de todo, en el Reino Unido los terremotos y las erupciones volcánicas son eventos que solo aparecen en las noticias o navegando en Wikipedia. Pronto descubriría, para mi alivio, que el volcán estaba más o menos dormido; la última vez que había lanzado una humareda escasa había sido en 1974. En vez de temor, el monte Choukai pronto se convertiría en un recordatorio diario de lo afortunado que era de vivir en un paisaje tan magnífico y exótico.
La llanura de Shoani estaba ubicada entre el mar del Japón al oeste y la cordillera de Ou al este, lo que la convertía en un paisaje dramático. No podría haber sido tan distinto de los campos caóticamente demarcados y las colinas onduladas de la campiña inglesa.
Aquí había un sentido del orden, como si cada campo hubiese sido dividido con meticulosidad en rectángulos para que la perfecta llanura plana diera paso de manera súbita a las imponentes montañas. Era increíble ver por primera vez el contraste entre el color turquesa del mar, el verde intenso de los arrozales y el azul difuso de las cimas de las montañas. No recomendaría visitar Japón en agosto salvo que quieran experimentar lo que siente un pollo a las brasas, pero no hay duda de que el paisaje está en su punto más alto en verano.
–Damas y caballeros, pronto estaremos llegando al aeropuerto de Shonai. Por favor, ajústense los cinturones y prepárense para el aterrizaje.
Metí la carta en el bolsillo y me abotoné la camisa. Vestía ropa formal de trabajo porque me habían advertido que me llevarían directo del aeropuerto a conocer al rector de la escuela; en efecto, sería mi primer día de trabajo.
A esta altura, mi cabeza era un desastre; mi estómago se retorcía por los nervios y gracias al jet lag sentía una neblina mental que me volvía incapaz de hablar con coherencia. Me aterraba la idea de conversar con alguien en inglés, ni hablar en japonés. Sospechaba que estaba a punto de convertirme en el profesor de inglés despedido más rápido en la historia de Japón.
Al acercarnos a la sala de arribos, Mark se agachó a amarrarse los cordones de los zapatos. Tuve una leve esperanza de que significara que él también estaba ansioso.
–¿Te sientes un poco nervioso? –le pregunté, con la esperanza de compartir algo de camaradería JET.
–No, no mucho –dijo, atándose los cordones sin una pizca de emoción.
Hijo de puta.
Después del ruido y la conmoción de Haneda, el aeropuerto de Shonai parecía muy pequeño. El vuelo había llegado casi sin pasajeros; parecía que las cerezas no habían seducido a muchos turistas japoneses. Me empecé a preguntar en qué me había metido, pero tuve que salir de golpe de mi espiral descendente. La hora de la verdad había llegado: cargamos nuestro equipaje a través de las puertas de llegada para conocer a nuestros nuevos colegas. La primera prueba.
La puerta se abrió para mostrar dos grupos expectantes de docentes japoneses, con carteles que llevaban nuestros nombres. Un hombre alto de mediana edad con lentes metálicos alzó el que decía “Senséi Chris” con una sonrisa amistosa. Lo rodeaban dos colegas que parecían mayores, un hombre con lentes casi idénticos y una mujer que sonreía y saludaba.
Era un comienzo alentador.
–Bueno, Mark, supongo que hasta acá… –me di media vuelta para despedirme, pero Mark ya se había ido con su grupo. Amigos de por vida, claro.
Mi cuidador se inclinó rápidamente hacia los colegas que me esperaban.
–Encantado de conocerlo –me dijo y se desvaneció como una aparición. Ahora sí, me habían quitado las ruedas de apoyo y debía tratar por mi cuenta con mis tres colegas nuevos.
Caminé hacia ellos, saludando con ambas manos y un exceso de entusiasmo.
–¡Konnichiwa, hola! –dije, y todos se inclinaron.
–Konnichiwa. Encantados de conocerlo, Chris san.
–Por favor, déjeme tomar esto –se ofreció el más alto y tomó el carrito, donde puso el cartel–. ¿Tal vez quiera un café?
–Sí, por favor. El jet lag me mató –dije, nervioso. Los tres asintieron con una sonrisa y me señalaron el pequeño café del aeropuerto.
Después de que ordenamos cafés helados y nos sentamos en una mesa esquinera, sentí todos los ojos encima. Los tres docentes seguían sonriendo, como si se les hubieran congelado las expresiones.
–Entonces, Chris san, ¿fue un buen vuelo? –preguntó el mayor para romper el silencio incómodo.
–Fue un vuelo decente, pero, Dios santo, ¡el jet lag! Tokio fue muy intenso, con la avalancha de capacitaciones y demás. Y hacía tanto calor que casi ni pude dormir todo el rato que estuve ahí –escupí sin pausa.
Silencio. Miré a mis tres colegas y sus caras permanecían inmóviles, aunque habían asentido con amabilidad.
Seguían sin responder. Tal vez había dicho algo ofensivo o inapropiado. Tomé un sorbo largo de café helado para llenar el silencio, rogando que alguien dijera algo. El hombre mayor miró a sus colegas antes de hablar con dulzura.
–Chris san. ¿Tal vez podría repetir lo que dijo, un poco más despacio, por favor?
Ah, mierda. No habían entendido una palabra de lo que dije.
Pronto descubriría que de los once docentes japoneses con los que me tocaba trabajar, solo uno había vivido más de tres meses en el exterior y, por lo menos, tres no hablaban ni entendían nada de inglés. Por amables que fueran en su mayoría mis colegas, hablar bien inglés no parecía ser un requisito para convertirse en un profesor de inglés en Japón. Esto en parte explica lo bajo que aparece Japón en el ránking de competencia en lengua inglesa, ubicado en el puesto cincuenta y tres de cien países, muy por debajo de China y Corea del Sur.
Por lo rápido que hablé (y por mi acento británico, en Japón suele enseñarse inglés estadounidense), todo lo que dije les resultó básicamente indescifrable.
–El vuelo estuvo bien. Pero estoy muy cansado, con jet lag. ¡Hace tanto calor en Tokio! –dije lenta y deliberadamente, y funcionó. Me di cuenta de que mi forma habitual de hablar, sarcástica y llena de metáforas y jerga británica, no serviría aquí. Tendría que simplificar mi vocabulario de manera dramática para comunicarme y, en consecuencia, me vería como más aburrido de lo que ya soy. Con el tiempo, gesticular con las manos se volvería algo muy común en mis interacciones.
–Ah, sí, ¡hace tanto, tanto calor en Tokio en verano! –dijo el más viejo y los otros dos asintieron.
A continuación se presentaron de manera formal. El más joven era senséi Nishiyama. Bastante alto para un japonés, tenía cerca de cuarenta años y había pasado tres meses en Canadá aprendiendo inglés. Lo hablaba lenta y metódicamente, poniendo mucho cuidado en no cometer errores gramaticales. Esta forma de hablar resultaba inquietante y casi robótica, apenas suavizada por su sonrisa cálida, aunque no del todo natural.
El siguiente era senséi Kengo, quien tenía casi sesenta pero parecía tener cuarenta y pocos años. Era el que hablaba inglés con más seguridad de los tres y tenía un tenue acento estadounidense. Había viajado por el mundo, amaba tocar la guitarra y había aprendido inglés por su amor a la música. Había sido parte del movimiento pacifista de posguerra en Japón y había estado involucrado en protestas contra los militares y las bombas atómicas. Era el más entusiasta de los tres y parecía obsesionado con Londres; esperaba que eso jugara en mi favor.
La última fue senséi Saitou, que no tenía mucha confianza a la hora de hablar inglés.
–Mi inglés, ¡no muy bueno! –dijo por toda presentación y siguió tomando café.
Los tres eran muy distintos, pero todos eran, a su manera, amistosos y amables y un poco torpes.
–Chris san, el director está esperándolo. ¿Vamos? –sugirió Kengo y se levantó a pagar la cuenta.
Bebí las últimas gotas de café helado y nos pusimos de pie rumbo a la salida más próxima. Afuera, me topé con un calor abrasador y mi primera experiencia del sonido ensordecedor de las cigarras que forma la banda sonora del verano japonés: imaginen el sonido de un millón de grillos reproducido a doble velocidad a través de altoparlantes de festival. El exterior del auto de senséi Kengo estaba tan caliente que apenas pude abrir la puerta sin asarme los dedos.
Necesitaba refrescarme, y rápido; verme como si recién saliera de una piscina no era en absoluto la primera impresión que quería transmitirle al director de la escuela.
En los veinte minutos de viaje a la escuela me desplomé junto a la ventana, tratando de atrapar la brisa mientras conducíamos entre arrozales infinitos salpicados de aldeas, cada una con una puerta torii roja y hogares tradicionales japoneses cubiertos de tejas de techo kawara. El monte Choukai se erigía imponente sobre nosotros, con una perfección casi excesiva, como si la región hubiese sido terraformada para crear la quintaesencia de un paisaje japonés de videojuego. El paisaje y el chillido de las cigarras me recordaba que estaba muy lejos de casa; no había nada en este lugar que me resultara remotamente normal.
Por extraño que parezca, lo que más me confundió fue que no podía ver césped por ningún lado. Ahora que viví unos años aquí, me doy cuenta de que la mayoría de la gente ni siquiera nota su ausencia; en Japón, cada trozo de terreno es un arrozal, una montaña boscosa o está cubierto de cemento. Ninguna de las casas que pasamos tenía césped; en cambio, una mezcla de gravilla y árboles bien cuidados adornaba los pequeños jardines de cada hogar. Incluso los parques locales estaban, en especial, compuestos de gravilla y arena.
Luego aprendería que menos del uno por ciento de las escuelas en Japón tenían patios con césped y que en tiempos feudales solo los nobles tenían césped, que servía de ornamento, un festín para los ojos.
Lamentablemente, no había más tiempo para meditar sobre las minucias del césped: estábamos llegando al pueblo que sería mi hogar durante los próximos tres años de vida.
***
Sakata (酒田), que literalmente significa “sake, arrozal”, era un pueblo de apariencia común y corriente; de estar en Gran Bretaña, es probable que fuera descrito como venido a menos. Ubicado en la boca del río Mogami, en el pasado Sakata había sido un animado puerto mercante, pero sus días de gloria habían terminado hacía mucho.
Por cientos de años, los mercaderes habían exportado la lucrativa planta de alazor, que entre otras cosas se usaba para producir tinte para ropa y pigmento para un lápiz labial lujoso, desde Yamagata río abajo a Sakata y luego por la costa oeste de Japón a Kioto y Osaka. Este comercio había generado inmensas riquezas para Sakata y la llanura de Shonai, a tal punto que los Honma, un clan local, se convirtieron en los mayores terratenientes de Japón, con un gran legado de haciendas. Sin embargo, la apariencia poco próspera del Sakata contemporáneo daba pocos indicios de que semejante riqueza hubiese existido alguna vez.
El siglo XX no había sido muy amable con la región: en 1976, un trágico incendio en un cine local había quemado la mayor parte de la preciada arquitectura histórica del pueblo y arrasado con unas veintidós hectáreas en el centro.
Los edificios viejos habían sido reemplazados por torres de apartamentos genéricos y utilitarios, y otros edificios igual de desprovistos de cualquier rasgo de carácter. Lo único que redimía a Sakata era la costanera, poblada de árboles y enormes y rústicas bodegas de arroz hechas de madera, que daban a un canal lleno de botes pesqueros que se mecían sobre el agua. Estas bodegas, con sus techos de teja inmaculados, eran toda una fuente de orgullo para el pueblo y aparecían en cada mención de Sakata en internet.
Mientras el auto serpenteaba por las calles laberínticas, parecía haber una cantidad preocupante de tiendas y casas vacías o abandonadas, aunque prolijamente tapiadas, lo que me hizo preguntarme si me habían asignado la ciudad más decrépita de Japón. Pero cada vez que surgía este sentimiento de decepción era barrido de inmediato por la visión de un árbol de bonsai inmaculado, un torii rojo brillante frente a un santuario o un moderno restaurante de izakaya con el nombre en vistosos caracteres kanji.
Me sentía inquieto, quería saltar del auto y explorar, tal como había hecho durante los interminables seminarios en Tokio. Como en un videojuego de mundo abierto, quería desatarme y descubrir mi nuevo entorno. El problema es que había estado en horario laboral desde que había aterrizado en el país.
Mientras recorríamos el centro de Sakata, vi más tiendas abandonadas con las cortinas metálicas bajas y las ventanas entabladas. La atmósfera de pueblo fantasma indicaba uno de los problemas más grandes de Japón: la veloz despoblación.
La población de Japón llegó en 2010 a un máximo de ciento veintiocho millones; para cuando llegué, en 2012, había declinado casi un millón, y se predice que para 2050 va a ser menos de cien millones. El fenómeno golpeó en especial a las zonas rurales, dado que las generaciones más jóvenes huyen a ciudades próximas como Sendai o Tokio en busca de pareja y de oportunidades laborales que no involucren la agricultura.
En los pueblos rurales como Sakata, las escuelas a menudo cierran o se combinan con otras. La institución donde iba a trabajar era el resultado de la fusión de tres escuelas separadas en una nueva megaescuela, el secundario más grande en el norte de Japón. Al doblar la última esquina, el Liceo de Sakata apareció frente a nosotros: blanco y resplandeciente en el sol de la tarde, con el nuevo gimnasio destacándose a la par, era tal vez el edificio moderno más impresionante que me había cruzado en el recorrido por el pueblo.
–Bienvenido, senséi Chris, al Liceo de Sakata –sonrió senséi Nishiyama al conducirnos a través del portón hasta el estacionamiento. Salimos del auto y nos detuvimos en la sombra del gigantesco gimnasio, que brillaba en el sol ardiente de la tarde. El asfalto irradiaba calor, al punto de que yo estaba seguro de que podríamos haber freído un huevo en segundos.
Llamar escuela al Liceo de Sakata se quedaba corto. Era un complejo inmenso que comprendía tres edificios escolares recién construidos con aulas, gimnasio, un salón lo suficientemente grande como para albergar una flota aérea (o, por lo menos, mil doscientos estudiantes y ciento veinte docentes) y un extenso patio de juegos cubierto de (pueden imaginarse) tierra.
Era una vista imponente, pero, para mi alivio, en ese momento parecía un pueblo fantasma al igual que el centro del pueblo. Como era agosto, los estudiantes estaban en vacaciones de verano, excepto unos cuantos en clubes o actividades. Mientras caminamos hacia la entrada, pasaron tres muchachas en ropa deportiva, inclinándose y saludándonos con alegría; todos saludamos de vuelta.
–Konnichiwa –dije animado mientras las muchachas pasaban. Después de unos pasos se giraron a ver con disimulo a su nuevo y desaliñado profesor de inglés. Podía imaginar su decepción.
Al entrar me llamó la atención una diferencia notoria entre las escuelas japonesas y las británicas: filas y filas de estantes para zapatos. Cada persona que entra al edificio tiene que quitarse el calzado de exterior, colocarlo en un estante y ponerse un calzado de interior. Fue mi primera experiencia de la cultura japonesa anticalzado: siempre hay que quitarse los zapatos antes de entrar a un hogar japonés e incluso a algunos espacios públicos, y Dios nos guarde si uno pisa un suelo de tatami con calzado deportivo. Una de las pocas veces que vi a una persona japonesa perder en serio la calma fue una vez que un amigo entró a un baño público sin quitarse los zapatos y la mujer mayor de la recepción saltó de la silla y lo empujó afuera con fuerza.
Dado que era mi primera vez, me sentí raro, como persona adulta, estar en calcetines a la entrada de mi nuevo lugar de trabajo, pero pronto me adaptaría a esta forma de pensar. Hoy, muchos años después, siento como si hubiese cometido un crimen cada vez que uso zapatos adentro de un edificio.
Como era mi primer día y todavía no había invertido en un par de zapatos para interior, senséi Kengo me dio un par de pantuflas y dijo:
–No te preocupes, Chris san, mañana compraremos unos zapatos.
Nishiyama me guió adentro del cavernoso edificio y pasamos junto a dos colegialas que se reían sobre una banca y espetaron:
–¡Hola!
–¡Buenas tardes! –dije con una sonrisa.
–¡Kakkoii! –respondió una de ellas y las dos se rieron. No tenía idea de lo que significaba, así que alcé los pulgares con la esperanza de que no me hubiesen dicho tonto.
–Le dijeron cool –aclaró senséi Nishiyama con una carcajada cuando nos alejamos unos pasos.
Menos mal.
Kengo y Saitou iban detrás de nosotros, sonriendo todo el rato, como si tuviera mi propio séquito radiante.
Al interior del liceo hacía un calor ridículo, que amplificaba el olor de los pisos recién encerados. En los meses de verano, en vez de usar aire acondicionado, tan solo abrían las ventanas, lo que no ayudaba en nada a que la temperatura no fuera la de un sauna.
Mis zapatos chillaban en los pisos inmaculados mientras pasaba junto a paredes cubiertas por ilustraciones de los estudiantes que representaban paisajes locales y observaba un cartel azul gigante de una mujer policía en estilo manga que tenía una mano en alto debajo de las palabras en inglés “¡No! ¡Droga!”. Supuse que estaba tratando de disuadir a los estudiantes de tomar drogas, pero por la sintaxis chapucera casi parecía como si la oficial alentase a los estudiantes a que pararan lo que sea que estuviesen haciendo y tomaran drogas inmediatamente.
Justo cuando empezaba a sentirme a gusto deambulando por la escuela vacía, llegamos a la puerta de la sala de profesores y Nishiyama se volvió hacia mí con su júbilo característico.
–Bueno, senséi Chris, antes de conocer al director, puede presentarse al resto de los profesores –dijo, como si me estuviese ofreciendo un viaje todo pago a Disneylandia.
Dios mío.
–Eh, como, ¿ahora mismo?
–Deberíamos hacerlo ahora.
–Oh, ¡es que estoy tan trasnochado! –dije en broma, con media esperanza de escapar al terror abyecto de dirigirme a docenas de colegas.
–No se preocupe. Apenas una presentación breve.
Nishiyama abrió la puerta para revelar una extensa oficina rectangular llena con docenas de escritorios con libros, papeles y laptops apilados encima. En un día normal de trabajo, habría unos ciento veinte docentes en la sala corrigiendo, escribiendo, dormitando o disciplinando estudiantes por faltas de comportamiento.
Por suerte para mí, como eran las vacaciones de verano, solo había unos treinta docentes ese día. Si la sala hubiese estado llena, creo que hubiese llorado. Alrededor de la sala, algunos docentes echaron un vistazo para calar al nuevo profe.
Sabía que necesitaba dar una buena impresión y para eso tenía que por lo menos tratar de presentarme en japonés. Había logrado memorizar cinco oraciones clave, pero imaginaba que me iba a desarmar cuando tratara de decirlas frente a todo el mundo.
Me escoltaron por la sala hasta una mesa larga donde había tres vicedirectores sentados mirándome, como inspectores del gobierno.
Los tres se levantaron y me saludaron con una reverencia y un Yoroshiku onegaishimasu, un saludo japonés que literalmente significa “Por favor, sea favorable conmigo en nuestros tratos futuros” y se usa de la misma manera en que uno diría “Encantado de conocerlo” en nuestra lengua. Eran todos hombres de cincuenta o sesenta años, con su posición marcada por sus trajes de negocios y sus enormes escritorios en la cabecera del salón, mirando al resto del personal de manera intimidante y orwelliana.
Uno de los tres, pero solo uno, parecía genuinamente encantado por mi presencia. Cuando empezó a hablar con fluidez en inglés, me di cuenta por qué.
–Bienvenido, senséi Chris, soy Saitou. Es un placer conocerlo.
–Muchas gracias. Oh, eh, ¿Saitou?
Me volví hacia la señora Saitou, que me había acompañado desde el aeropuerto, pero los dos sacudieron la cabeza con una carcajada, negando con los brazos.
–Oh, no, no –rio Saitou–. Mucha gente en Sakata son Saitou. Demasiados Saitou.