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En que creer es una compilación de piezas periodísticas escritas a lo largo de más de dos décadas. Dice Paul Johnson, historiador y columnista inglés, que "todas las buenas columnas son sobre la humanidad y la naturaleza humana, y son personales". Precisamente, los textos de Otto Granados que conforman este libro son, en sus propias palabras, meditaciones y pensamientos sobre "la fé y la religión; la felicidad y las políticas públicas, la vida privada y la psicología de los políticos; la defensa del mérito y el es- fuerzo o las tensiones y conflictos entre visiones del mundo distintas y plurales, lo mismo que de la corrupción consentida; el derecho a morir; el ascenso de la depresión y el Alzheimer; la industria del matrimonio o los buenos deseos para vivi mejor cada año". La prosa de Granados tienen la virtud de la claridad y sus preguntas nos llevan al pasado cercano, pero también al caos de la vida contemporánea. El lector se encontrará en éstas páginas con un itinerario depreocupaciones y, con suerte, una luz de optimismo sobre éstas mismas.
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Seitenzahl: 268
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Otto Granados Roldán
Un ingenioso comentarista afirmó alguna vez quecuando el punto de referencia son siglos, se le llama historia; si son décadas, se trata de sociología, y si son días o años, es periodismo. Visto así, este es un libro de periodismo y, para más inri, de periodismo de opinión.
Para quien ha dedicado buena parte de su vida a la política y la academia, que es mi caso, hacer periodismo de opinión ha resultado una actividad fascinante y formativa y, en más de un sentido, otra manera de hacer política, aunque con frecuencia esté potencialmente orientada a lectores específicos que son apenas una porción del público masivo al que intentan llegar (o por lo menos a eso aspiraban hasta antes de la revolución digital) los periodistas profesionales y de tiempo completo.
Hecha esta aclaración, escribir artículos, columnas y ensayos de manera más o menos regular permite hacerse escuchar, tener una voz eventualmente dirigida a interlocutores (y quizá, con suerte, atrapar algunos lectores) a los que se quiere enviar un mensaje, a veces elíptico o codificado, a veces claro y directo. Cualquiera que sea el sentido, sucede que en ambas pistas el escribano es visto como un outsider: los periodistas dicen que uno no pertenece al oficio y los políticos lo confinan, en el mejor de los casos, a la academia o, peor aún, al territorio de ese magma que se conoce como intelecto.
Sin embargo, publicar habitualmente tiene otras ventajas: obliga a consultar datos e información, rastrear precedentes, articular ideas, elaborar mensajes, argumentar opiniones de manera más o menos coherente, e impone, si se quieren decir cosas con cierta perspicacia, mordacidad e ironía, una disciplina notablemente útil para la política, lo mismo la de salón que la de calle, que es, por cierto, la única realmente existente. Al final del día, como dice Judith Butler, el periodismo “es, inevitablemente, un lugar de lucha política”, y, en consecuencia, una forma de asumir una posición pública. En suma, aunque suene anticuado en estos tiempos de conversación pública superficial, mentirosa y frívola, ayuda gradualmente a adquirir un saber ordenado y tratar de aprovecharlo en la práctica.
Y, por último, hacer un artículo o un ensayo es un ejercicio bastante divertido, en particular cuando no se tienen responsabilidades públicas, es decir, cuando hay distancia y espacio suficientes para la reflexión, y, por lo tanto, se puede escribir con libertad y desenfado acerca de todo lo divino y lo humano, sin otra pretensión que opinar, informar, entretener y establecer, de tarde en tarde, un diálogo con los lectores que envían algún correo electrónico —generalmente amigos o familiares— para recordarme mis afinidades políticas; corregir alguna expresión; enojarse; reclamar que alguna tía está contrita por lo que dije acerca del Papa, insultar alegremente, o, de plano, solicitar algún servicio, desde una beca hasta un empleo.
Empecé a publicar reseñas bibliográficas en 1977, unas dos al mes, gracias a la generosidad de Vicente Leñero y Armando Ponce, en la revista Proceso; más tarde un artículo semanal y ensayos largos en el periódico El Día; guiones para programas de análisis en Imevisión; comentarios radiofónicos; crónicas y entrevistas en un singular semanario de Xalapa, Punto y Aparte, así como numerosas columnas en otras publicaciones poco conocidas que, siguiendo la costumbre usual de aquellos años —“es más impor- tante imprimir facturas que ejemplares”, repetían los editores—, circulaban únicamente en las oficinas gubernamentales que les daban publicidad.
Con el tiempo, estas colaboraciones se volvieron más constantes y, a partir de 2001 y hasta 2013, mientras organizaba un centro de estudios en el Tecnológico de Monterrey, inicié una columna, Heterodoxias, en los diarios La Crónica de Hoy y La Razón, ambos fundados y dirigidos con habilidad y juicio por Pablo Hiriart, que me alentó a hacerlo, y que hasta ahora ha sido la etapa más intensa de esta vertiente de mi vida profesional. Muchos de los textos aquí reunidos aparecieron precisamente ahí, y otros más en las revistas Nexosy etcéteray los diarios El País, El Financiero, Milenio yElMercuriode Santiago de Chile, en los cuales conté con la apertura y receptividad de Héctor Aguilar Camín, José Woldenberg, Juan Pablo García Moreno, Raúl Trejo Delarbre, Marco Levario, Antonio Caño, Javier Moreno, Carmen Morán Breña, David Marcial Pérez, Carlos Marín y el propio Hiriart. Por supuesto, los materiales incluidos en este libro mejoraron notablemente gracias al trabajo de orfebrería editorial, tan riguroso y elegante como cuidadoso y cálido, de Delia Juárez G. En suma, han sido cuatro décadas de colaboraciones periodísticas pero, especialmente, de tener la oportunidad de pensar, aprender y expresar —intentando hacerlo con una prosa clara y didáctica— análisis e ideas.
Por otra parte, todo ese itinerario me pudo haber llevado a dedicarme por completo al periodismo y a la gestión de la comunicación social, pues fue en ese mundo donde me formé originalmente y trabajé por un tiempo. Entre finales de los años ochenta y principios de los noventa del siglo pasado, por ejemplo, estuve en la administración de Carlos Salinas de Gortari como director general de Comunicación Social de la Presidencia de la República, una tarea a la que en realidad llegué como opción alternativa y que ya he relatado extensamente en otro libro.1
Hay que reconocer que el modelo comunicacional era entonces diametralmente distinto al del siglo xxi. Las tecnologías de la información no existían con los niveles de desarrollo actuales, ni las redes sociales, ni nuevas cohortes de periodistas mejor preparados, y la interacción con todo ese mundo era en buena medida expresión de un sistema tradicional sostenido en una combinación de intereses muy variados entre los gobiernos en turno y los propietarios de los diarios, la televisión y la radio.
Como entre gitanos no hay que leerse las manos, en aquella época todos sabían las reglas del juego, constituidas por una extraña combinación de factores, y trabajamos sobre esa base. Las cosas, por cierto, han cambiado muy poco.
Saber hablar para los medios es un arte. Requiere escoger pocas frases, cortas, directas, pegajosas, atractivas; exige destacar sólo lo importante y hablar no como si se predicara con las tablas de Moisés desde el monte Sinaí, sino ante personas que leen el diario, ven la televisión, escuchan la radio, usan las redes o navegan por Internet desde su casa o su dispositivo. Bien visto, son las mismas características deseables cuando se escribe un artículo, una columna, una crónica o un ensayo breve.
Supongo que, hasta aquí, es evidente que este libro es el producto de esas dos experiencias: la comunicación y la política. Y la conclusión es más que obvia: ni el periodismo es ciencia exacta, ni la política es actividad angelical.
Dice Paul Johnson, historiador y columnista inglés, que “todas las buenas columnas son sobre la humanidad y la naturaleza humana, y son personales”. Y, ciertamente, de los casi dos mil textos que he escrito y publicado en los últimos veinte años, he seleccionado aquí sólo un puñado que aborda temas lo más alejado de la coyuntura en que fueron escritos, siguiendo esencialmente mis intereses y preocupaciones intelectuales y políticas, o mis obsesiones muy personales, y buscando llegar al hipotético lector con cuestiones intemporales que, entonces como ahora, puedan llevarlo a otro nivel de reflexión. Tal vez sea cierto, en las palabras del cardenal Carlo María Martini, que “los nombres de las cosas tienen importancia porque no son sólo arbitrarios, sino fruto de un acto de inteligencia y de comprensión que, si es compartido por otro, lleva también al reconocimiento teórico de valores comunes”.
Hablo aquí, por ejemplo, de los dilemas de la fe y la religión; la felicidad y las políticas públicas; la vida privada y la psicología de los políticos; la defensa del mérito y el esfuerzo o las tensiones y conflictos entre visiones del mundo distintas y plurales, lo mismo que de la corrupción consentida; el derecho a morir; el ascenso de la depresión y el Alzheimer; la industria del matrimonio o los buenos deseos para vivir mejor cada año, entre otras cosas, muchas de las cuales tratan, creo yo, acerca de temas digamos heterodoxos en la prensa cotidiana pero significativos para explorar en qué creer en ese escenario incierto, impredecible y misterioso que es la vida.
En su momento, cuando se escriben piezas de esta naturaleza, en alguna medida se aspira a dejar en el lector una visión, un interrogante, una inquietud que contribuya a dotar de sentido, o, más modestamente, a introducir uno que otro elemento que ayude a entender un poco el caos de la vida contemporánea y a correr el tupido velo detrás del cual aparezca una luz de optimismo. No hay contradicción alguna. Creo que es San Juan de la Cruz quien ha usado el ejemplo del rayo de luz que atraviesa un cristal: cuanto más sucio esté el cristal, menos clara aparecerá la luz. Pero cuando el cristal está limpio y transparente acaba convirtiéndose él mismo en luz, aunque sea distinta de la luz que lo ilumina. En el fondo, algo de eso puede ser el periodismo de opinión.
Finalmente, es tal la velocidad con la que transcurren los acontecimientos en el mundo líquido de ahora que reunir casi un centenar de textos en un libro es una moneda al aire y puede parecer, a los ojos de los lectores, un itinerario de preocupaciones muy actuales o bien una pieza de museo. Confío en todo caso en el buen juicio de don Carlos Quijano, el veterano periodista uruguayo, de que nuestros textos adquieran, con el tiempo, “una perspectiva que puede resultar útil para quien desea ver, como en una sucesión de fotos instantáneas, el curso que han seguido ciertos acontecimientos durante una etapa concreta en la vida de un país o del mundo”.
De eso va, justamente, este libro.
Con este título, don Enrique Miret Magdalena,un respetado teólogo español, escribió años atrás un artículo en el que hacía un vigoroso y razonable llamado a la jerarquía eclesiástica para que guardara silencio ante el efecto de que, mientras más palabrería, nadie parecía hacerle caso. Y terminaba citando la experiencia vivida y contada por el filósofo Julián Marías sobre la deplorable liturgia suministrada en las parroquias de Madrid: homilías tan lamentables y de tan ínfima categoría religiosa que invitaban a los asistentes a salir corriendo para no pasar un mal rato.
Si eso ocurre en un país con la tradición cultural e histórica de España, ¿a qué refinados tormentos orientales no están sometidos los feligreses mexicanos cuando tienen que escuchar la ramplonería parroquial y la verborrea declarativa de sus clérigos? Ya la desmesura y las necedades que se oyen por parte de un sinfín de tontilocos que conducen programas en algunos medios electrónicos es una dosis cotidiana de arsénico más que suficiente.
En efecto, con el tiempo nos hemos ido acostumbrando a ver a los obispos en la prensa, la televisión y la radio, hablando sin ton ni son de todo lo terrenal y muy poco de lo divino. De oficiar, bautizar, bendecir, confesar, absolver, casar y aplicar los santos óleos —algunas de sus ocupaciones más socorridas— los sacerdotes en ascenso pasaron a ser personajes omniscientes y, como tales, se sintieron autorizados para hacer de sus palabras una especie de lápida verbal a propósito de cualquier tema o persona.
Ahora son investigadores policiacos, consejeros matrimoniales, terapeutas sexuales, economistas expertos, consultores fiscales, analistas políticos, asesores legales y especialistas en salud pública y, por lo tanto, se sienten movidos a opinar de cada uno de esos temas con tal sapiencia que uno tiene la curiosidad natural de preguntarse si sus credenciales al respecto provienen de la inspiración divina, el conocimiento académico o la experiencia práctica. Y lo más sorprendente: de lo que más debían hablar —el acompañamiento espiritual, la solidaridad, la búsqueda de la esperanza— es de lo que con frecuencia menos hablan a los laicos en las iglesias.
Probablemente las razones sean varias. A diferencia de otras en el mundo, la jerarquía eclesiástica mexicana nunca ha brillado por su densidad teológica, su profundidad filosófica o sus dotes intelectuales. No es fácil encontrar, por ejemplo, un Carlo María Martini, el arzobispo de Milán, entre otras cosas porque, surgida en parte como vía de ascenso social y económico, como bien lo muestra Jesús Reyes Heroles en su obra sobre el liberalismo mexicano, la profesión clerical (como la carrera militar) era la alternativa que muchas familias pobres y rurales encontraban a la mano para darles manutención, educación y ocupación a sus hijos.
Aún algunos exponentes del “alto clero” —Luis Martínez del Río, Pascual Díaz, Miguel Darío Miranda, José Garibi Rivera o Ernesto Corripio, algunos de ellos sibaritas y hombres cultos sin duda—, fueron dirigentes eclesiásticos influyentes y poderosos por sus relaciones con el régimen, la coyuntura política o sus alianzas con las élites mexicanas, pero no por sus aportaciones a la reflexión doctrinaria, teológica o litúrgica. Podría incluso decirse que las cosas no han ido para mejor: con pocas excepciones notables entre sacerdotes relativamente jóvenes —como el antiguo rector del Colegio Mexicano en Roma, Ricardo Cuéllar, hoy alto funcionario de la Conferencia Episcopal para América Latina—, la jerarquía que mayor visibilidad mediática tiene es la que parece estar menos dotada. Baste ver, cualquier día, el elemental equipamiento intelectual y hasta la ordinariez retórica de altos representantes como Juan Sandoval Íñiguez y Ernesto Rivera Carrera para darse cuenta de lo bien que le haría a la iglesia católica (y sobre todo a sus miembros) un descanso a la palabra de la jerarquía.
La otra razón puede ser más de orden político. Como no parecen interesarle a la jerarquía los temas trascendentes que en cambio sí preocupan a laicos y seglares —la moral católica, las cuestiones teológicas, los problemas de la fe—, entonces concentran su energía física y declarativa en volverse actores políticos, para los cuales la comunicación mediática y la perorata sobre los temas y escándalos del momento son vitales. Sin medios no hay política; pero, vieja verdad, fundir política y religión es el mejor camino al integrismo. Sacerdotes o políticos, pero nada de que dos personas distintas y sólo un obispo verdadero.
Nadie espera, por supuesto, restricciones a la libertad de los ciudadanos —y los clérigos lo son igual que cualquiera— para decir lo que les venga en gana, barbaridades incluso, ni que se revierta la reforma constitucional sobre la existencia de las iglesias, que no es el origen del problema. Pero bien harían los obispos, como recuerda Miret, en escuchar a San Juan de la Cruz que recomienda un “silencio amoroso” que les es imposible hasta ahora practicar.
18 de septiembre de 2001
Es demasiado temprano para encontrar una explicación racional a los acontecimientos de Nueva York y Washington del martes 11 de septiembre de 2001, y para imaginar con certeza los detalles de la respuesta norteamericana; las consecuencias para la presidencia de George Bush; los efectos sobre la vida cotidiana y la actitud de los Estados Unidos hacia el resto del mundo, México incluido, y, en suma, el impacto en la política global y la seguridad colectiva.
Aunque sea una obviedad, es inevitable señalar, en primer término, que los atentados suicidas contra objetivos extraordinariamente emblemáticos de los Estados Unidos y, en cierto sentido, del modo de vida de Occidente, han revelado —una vez más y de la forma más terrible—, una milenaria historia de conflictos entre culturas y formas encontradas de pensar, creer, ser y actuar, que conviene recordar para comprender los hechos del 11-S. Es decir, de confirmarse la responsabilidad de la banda terrorista encabezada por Osama bin Laden o de alguna otra que milite en las filas del extremismo islámico, estaríamos ante la expresión de un choque de hondas raíces históricas y religiosas entre civilizaciones diferentes que, como predijo Samuel P. Huntington en 1993, podría perfilar “la dimensión fundamental y más peligrosa de la política global”.
Por algo así como mil cuatrocientos años, la tensión entre los pueblos de tradición cristiana y musulmana ha sido no sólo una fuente constante de violencia en varias regiones, sino que ha llevado, por parte del islam especialmente, a la construcción de una concepción que integra religión, estado y política en una sola teología que consiste en defender, por todos los medios posibles, la única fe realmente existente y válida. Para el pensamiento islámico más radical, no caben dos visiones del mundo sino sólo la eliminación del otro como única posibilidad de que prevalezca una sola verdad, una sola identidad y una sola forma de comprender los misterios de la vida y el sentido de la existencia: el único camino es el nuestro, lo demás es impureza y pecado.
No de otra manera se interpretan los enfrentamientos de los últimos tres siglos. De acuerdo con Huntington, se estima que entre 1757 y 1919 se produjeron 92 adquisiciones de territorio musulmán por parte de gobiernos no musulmanes; hacia 1995, sesenta y nueve de esos territorios habían vuelto a dominio musulmán y unos cuarenta y cinco estados independientes contaban con poblaciones mayoritariamente islámicas. Añádase que, entre 1820 y 1929, la mitad de las guerras en que estuvieron involucrados dos estados de religión diferente fue entre musulmanes y cristianos.
Ese itinerario filosófico, en el contexto de una profundización de los antiguos enfrentamientos en Medio Oriente y la creciente participación de los Estados Unidos en ellos, llevó a los pueblos musulmanes de distintas nacionalidades y en los más diversos países (se calcula que hay unos mil 800 millones de musulmanes en el mundo) a imprimir un renovado vigor a la propagación de su fe, a radicalizar el integrismo en la observancia religiosa, y a identificar a Occidente (y a la principal nación en este hemisferio) como el enemigo fundamental del islam. Según The Economist, tan sólo entre 1989 y 1993, es decir, poco después de la guerra del Golfo, el número de mezquitas en Asia central creció de 160 a 10 mil y el porcentaje de jóvenes musulmanes alcanzó su nivel demográfico más alto en los años ochenta.
Al mismo tiempo, en parte por el resurgimiento islámico y en parte por las condiciones de pobreza en la región, la mayoría de los líderes árabes comenzaron a utilizar más frecuentemente las referencias al islam como un recurso para conectar con los resortes espirituales de la población, pero también empezaron a aflorar las distancias entre los gobiernos relativamente moderados (como Jordania, Egipto, Marruecos o Túnez, por ejemplo) y los gobiernos radicales (Irán, Iraq, Sudán, Afganistán, Libia e, incluso, Arabia Saudita), distancias que, a su vez, condujeron a la formación de grupos extremistas que se consideran los auténticos poseedores de la verdad islámica, los defensores del reino frente a los infieles y los facultados para usar la violencia e imponer, como escribió John Kelly en 1980, “castigos humillantes a los occidentales” y expresar así “su desprecio por la cristiandad y la primacía del islam”.
Esas circunstancias, ya sedimentadas por el odio hacia los norteamericanos y judíos, se vieron exacerbadas, además, por la cohesión que produjo al interior del fundamentalismo la derrota de Iraq en la guerra del Golfo y por su encono ante la tibieza con que reaccionaron a ella algunos gobiernos árabes. En una perspectiva más amplia, esa explosiva combinación parece haber sido el caldo de cultivo de varias organizaciones terroristas alentadas, protegidas, armadas y financiadas por gobiernos radicales —como la encabezada por Osama bin Laden— para llevar a cabo la “guerra santa”.
Aunque la evolución de este conflicto a lo largo del tiempo ayuda a entender mejor los atentados, probablemente es inexacto decir que éstos fueran del todo inesperados. Si ya desde el islam se hablaba de guerra, tras el bombazo de 1993 en el World Trade Center los propios norteamericanos empezaron a usar también el mismo término y las encuestas levantadas en 1994 en Estados Unidos indicaban que el 69 por ciento de la población creía que el terrorismo internacional era una “amenaza grave”. De nuevo Huntington: “Si los musulmanes declaran que Occidente hace la guerra al islam, y los occidentales afirman que ciertos grupos islámicos hacen la guerra a Occidente, parece razonable concluir que está en marcha algo muy parecido a una guerra”. Era 1993.
Más allá de estas consideraciones, la gravedad del hecho y el reconocimiento de que la guerra es la continuación de la política por otros medios, impone a la administración Bush la obligación de dar una respuesta severa, precisa, rápida y, hasta donde sea factible, concluyente. De manera unánime esta es la posición del Congreso, de los medios de comunicación y de la opinión pública no sólo en los Estados Unidos sino en buena parte del mundo occidental, y, en este sentido, no caben argumentaciones morales —o, por lo menos, no en el sentido convencional— ni motivadas en el derecho común. Como escribió Robert Kagan, Estados Unidos no debe actuar como si los autores fueran criminales sino guerreros, no razonando con ellos o intentando apaciguarlos o procediendo bajo las reglas legales propias de simples asesinos, sino de la única forma posible: “ir a la guerra contra aquellos que han lanzado esta terrible guerra contra nosotros” (The Washington Post, septiembre 11, 2001). El objetivo básico de esta opción —por lo demás, la única posible— es ejecutar una operación militar de tal fuerza, oportunidad y magnitud que permita no sólo encontrar y castigar a los responsables de los atentados, sino tratar de acabar con las fuentes que los alimentan y protegen, al menor costo posible en términos de un recrudecimiento aún más violento de la crisis en Medio Oriente o la emergencia de otras nuevas, y con el horizonte de seguridad más prolongado posible.
Se sabe cuándo una guerra empieza, pero nunca cómo ni cuándo va a terminar. En este caso, la formulación de la respuesta no será fácil pues, por un lado, Estados Unidos debe identificar y probar la autoría de los ataques y, por otro, tener una logística suficientemente eficaz como para dar con ellos y liquidarlos. En la hipótesis de Bin Laden, si en diez años logró integrar y armar a su organización, ejecutar algunos atentados y esconderse en alguna parte de Afganistán, cabe preguntarse si Estados Unidos cuenta con nueva información para, ahora sí, ubicarlo y castigarlo. Añádase que, seguramente, él y su banda mantienen, sobre todo después del 9/11 , una mayor movilidad física bajo la protección y la complicidad del Talibán, lo que hará más compleja la acción militar, y que, en tal escenario, la lucha puede desencadenar un backlash(en la forma de otros atentados en otros lugares del mundo, como Gran Bretaña) a fin de dispersar las operaciones militares occidentales y no reducirlas únicamente a territorio afgano. Este es el primer desafío.
La segunda cuestión es cómo lograr que la gran coalición internacional en marcha incluya también a una parte de los gobiernos árabes. Si bien Pakistán —uno de los escasos gobiernos que reconocen al régimen talibán— ha comprometido ya su cooperación con Estados Unidos —muy importante por la frontera que comparte con Afganistán—, y otros Estados condenaron rápidamente los ataques, es difícil predecir cuál será su posición ante la respuesta norteamericana, en especial por las consecuencias frente a los países árabes más radicales y los riesgos de que el extremismo doméstico se acentúe. Aún en el supuesto de que buen número de los líderes árabes moderados apoyen la reacción bélica, esta actitud puede conducir a otro efecto: ahondar las divisiones al interior de la comunidad árabe y alejar, mucho más de lo que ya estaban antes del 9/11, las posibilidades de un nuevo acuerdo de paz entre el gobierno israelí y la Autoridad Nacional Palestina.
Por último, tal vez la cuestión crucial es tratar de saber cómo garantizar, en el escenario más exitoso para los Estados Unidos, la construcción de un horizonte de seguridad colectiva en Occidente para el mediano y largo plazos, y que pueda encontrarse algo parecido a una estabilidad mínima o funcional en Medio Oriente. Estos son, sin duda, los temas mucho más delicados, y para los cuales, objetivamente, nadie tiene una respuesta convincente. De un lado, si como dice el presidente Bush, esta es la primera guerra del siglo xxi, habrá que prepararse para otras, preferiblemente a un costo humano menor, en los próximos años, y el mundo aprenderá a protegerse con más eficacia en términos de inteligencia oportuna y de nuevos márgenes de seguridad. En cambio, no hay muchos elementos para ser optimista respecto de la segunda cuestión. Algunos piensan que es posible construir un escenario de paz limitada trabajando en algunas de las raíces del problema: el subdesarrollo y la pobreza en buena parte del mundo musulmán. Tal vez este camino pueda dar frutos a muy largo plazo, pero cambiar los orígenes culturales, el fanatismo religioso y una dinámica de violencia tan consistente por siglos, tomará muchas décadas y costará muchas vidas. La historia es implacable.
Por lo pronto, lo único seguro es que, después del 11-S, nada será igual para la presidencia de George Bush ni, al menos por un largo tiempo, para la vida cotidiana de la sociedad americana. Más que los daños humanos y físicos, el impacto psicológico ha sido devastador. Hasta ahora, la única y, como afirmara Zbigniew Brzezinski, la última superpotencia global había logrado escribir una historia de éxito político, económico, cultural y militar sin paralelo en la humanidad. En lo interno, y a pesar de tropiezos muy diversos, la sociedad americana, es decir, esa especie de nación de naciones, pudo construir una sociedad funcional, razonablemente civilizada y, sobre todo, segura.
Aun cuando, objetivamente, la estructura económica, industrial y financiera de los Estados Unidos está intacta, sus universidades y centros de investigación en funcionamiento, su poderío militar sin daño y el comportamiento ciudadano ha sido más que sereno, ver íconos tan simbólicos derrumbarse ante un ataque tan cruel e inesperado, ha erosionado profundamente el andamiaje emocional de los norteamericanos y los temores de que ello podría conducir a un replanteamiento de lo que, hasta hoy, ha sido su estilo de vida.
La mayoría de los observadores coinciden en una respuesta militar pero también, en igual grado, en que ésta no trastorne la convivencia habitual que norma las relaciones cotidianas, su capacidad de inclusión de otras minorías en el tejido social, el respeto escrupuloso del estado de derecho, las libertades civiles y la tolerancia propia de una democracia consolidada. En suma, escribió en su editorial The New York Timesel miércoles 12 de septiembre, “Bush y el Congreso deben balancear cuidadosamente la necesidad de incrementar la seguridad con la necesidad de proteger los derechos constitucionales de los americanos. Esto incluye a los americanos de origen islámico, quienes podrían fácilmente convertirse ahora en el objetivo de otro período de xenofobia americana y de discriminación étnica”.
¿Será posible ese balance? Parece difícil. Para empezar, elevar los niveles de seguridad requiere una acción preventiva, eficaz y oportuna, y ésta solo puede lograrse mediante un sistema de información y de inteligencia que inevitablemente corre el riesgo de minar la privacidad de los ciudadanos, la plena libertad de movimiento, la fluidez aeroportuaria, y, más grave todavía, de provocar la sensación de inseguridad en los espacios públicos y las ciudades. En segundo término, probablemente afectará la capilaridad en las fronteras norteamericanas, entre otras cosas porque a Estados Unidos ingresan, cada año, 475 millones de personas y 125 millones de vehículos, uno de los cuales sirvió, por cierto, para que en diciembre de 1999 llegara, procedente de Vancouver, Ahmed Ressam, un asociado de Bin Laden, en un automóvil repleto de explosivos.
Es ampliamente sabido que, sobre todo en épocas de estancamiento económico, la mayoría de las sociedades desarrolladas albergan sentimientos encontrados ante el fenómeno migratorio y Estados Unidos, el mayor país receptor, no es la excepción. Hace pocos años, por ejemplo, Wayne Cornelius, un experto en temas migratorios, al referirse en particular a la inmigración latina, aseguró que constituye una preocupación mayor pues “cambia el equilibrio etnocultural del país de manera inaceptable, conduciendo potencialmente a una crisis de identidad nacional”.
En estricto sentido, ante una crisis psicológica como la generada por los atentados, sería natural esperar no sólo un mayor rigor en la política migratoria, cuando menos por un tiempo prolongado, sino también un deterioro en el equilibrio cívico y social entre ciudadanos de diferentes orígenes étnicos. Como escribió una periodista estadunidense de origen musulmán: “Estoy sintiendo lo que los seis millones de americanos musulmanes sienten: el miedo de que seremos también considerados culpables a los ojos de América si en efecto los locos detrás de estos actos terroristas fueron musulmanes”. (Reshma Memon Yaqub, “I’m not the enemy”, The Washington Post, septiembre 13, 2001.)
Bush, por su parte, enfrentaba no solamente la herencia de un proceso electoral sumamente discutido, una recesión económica en marcha y una popularidad poco envidiable, sino también, ahora, vivir la peor crisis desde la presidencia de Roosevelt en 1941. Su lenta aparición el 9/11 y la eternidad de las horas en que volaba por el espacio aéreo norteamericano —comprensible por razones de seguridad—, parecen haber sido superadas por la decisión mostrada para conducir al país en una operación bélica, inspirar un liderazgo colectivo y prometer saciar la sed de venganza que los norteamericanos reclaman. Por ahora, obtener el apoyo bipartidista del Congreso, armar una amplia coalición internacional que lo respalde y su eficacia mediática pueden servirle enormemente para devolver a los norteamericanos una sensación de confianza y seguridad. Todo dependerá, sin embargo, del éxito que alcance a corto plazo en el terreno militar y nadie puede, en verdad, predecir lo que ocurra.
Así como es casi imposible adivinar el futuro inmediato, es más que posible, en cambio, advertir que el diseño de la política exterior norteamericana sufrirá alteraciones.
Con un mundo más o menos estable, cinco o seis poderes mayores y varios pequeños, una opinión pública mucho menos interesada en lo internacional y grandes dificultades para lograr un consenso en una sociedad multicultural y multiétnica, Estados Unidos parecía concentrarse preferentemente en los asuntos domésticos y con poca urgencia de definir qué tipo de política exterior necesitaría para el siglo xxi y cuál sería su nueva noción del “interés nacional”. Estados Unidos parecía estar enfrentando, anticipaba Henry Kissinger en Does America need a foreign policy?(2001), un último desafío: “transformar su poder en consenso moral, promover sus valores no por imposición sino por la aceptación comprometida en un mundo que necesita desesperadamente un liderazgo ilustrado”. Los ataques del 9/11, sin embargo, podrían posponer la definición de esa “nueva” política, al menos a mediano plazo.
Si bien es factible suponer que el orgullo nacional puede fertilizar la recuperación gradual de la autoestima colectiva y la seguridad entre quienes viven en suelo americano, los dilemas radican en la política exterior que Estados Unidos quiera ejecutar en el corto plazo: desde repensar los alcances de sus sistemas de defensa ante conflictos futuros con armas no convencionales hasta redefinir su papel en crisis internacionales y la naturaleza de sus relaciones con el mundo. Algunos piensan que es tiempo de que Estados Unidos adopte una actitud aislacionista, que deje de entrometerse en conflictos ajenos y que permita que los otros países se hagan responsables de sí mismos. Otros creen que los intereses norteamericanos son ya de tal magnitud en un mundo globalizado que la única forma de garantizar una genuina seguridad colectiva y una gobernabilidad basada en la consolidación democrática y la economía de mercado sólo es posible mediante una política multilateral más estrecha y mejor concertada con sus aliados.
En cualquier caso, es probable que Estados Unidos entre en lo inmediato en una especie de introversión con repercusiones sobre ciertos aspectos como su política migratoria o una acentuada selectividad para definir quiénes son sus verdaderos amigos y aliados, pero no podrá sustraerse por mucho tiempo a un papel incluso más activo en el orden internacional pues, en buena medida, de ello dependerá su seguridad nacional.
Si ese replanteamiento, cualquiera que sea el rumbo que tome, influirá ciertamente en sus relaciones exteriores, es obvio que México debe asumir una posición definida y acorde con la naturaleza de la crisis y con el perfil que el país tiene en el siglo xxi. Una nación de 127 millones de habitantes que tiene ya la segunda economía más grande de América Latina y es una de las quince más importantes del mundo, con una notable integración comercial con Estados Unidos, una frontera común de tres mil kilómetros y casi 25 millones de personas de origen mexicano, de primera y segunda generación, viviendo en territorio americano, debe tener una postura realista en este conflicto por razones de coherencia y de conveniencia.