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Este es un libro sobre el uso público de la historia, o mejor, sobre el uso público de la ruina. La autora parte de la constatación de la situación actual de Roma donde imperan unos principios conservacionistas que remontan sus orígenes a una «religiosidad patrimonial» de la Italia fascista y que siguen aplicándose sin mayor discusión. Una situación en la que campa un uso público de la historia inconsciente, donde a pesar de un conservacionismo, hay pérdidas de patrimonio a diario. Las políticas patrimoniales y el urbanismo requieren de «intervenciones de adaptación y transformación en tiempos mucho más rápidos que los impuestos por la investigación arqueológica de campo». La solución a este desajuste temporal ha venido de la mano de las «técnicas de acumulación», guardamos los objetos y la documentación como una solución al olvido pero terminando irremediablemente por olvidarse.
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Seitenzahl: 268
Veröffentlichungsjahr: 2014
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EN TORNO A LA PIEDRA DESNUDA
ARQUEOLOGÍA Y CIUDAD
ENTRE IDENTIDAD Y PROYECTO
EN TORNO A LA PIEDRA DESNUDA
ARQUEOLOGÍA Y CIUDAD
ENTRE IDENTIDAD Y PROYECTO
Andreina Ricci
Edición e introducción
de Ricardo González Villaescusa
Traducción de Mónica Granell
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,
ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,
en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico,
electrónico, por fotocopia o por cualquier otro,
sin el permiso previo de la editorial.
Título original:
Attorno alla nuda pietra. Archeologia e città tra identità e progetto
Donzelli editore, 2006
© Andreina Ricci, 2006
© De esta edición: Universitat de València, 2013
© De la edición e introducción: Ricardo González Villaescusa, 2013
© De la traducción: Mónica Granell, 2013
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
Diseño del interior y maquetación: Inmaculada Mesa
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Fotografía de la cubierta: Foro de Roma
ISBN: 978-84-370-9333-8
Edició digital
Para Nicola y Tommaso,en recuerdo de Francesco.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA,
de Ricardo González Villaescusa
PREFACIO
1. UN AIRE NUEVO
1. Ruinas en zonas verdes y ruinas imaginadas
2. Arqueología y «uso público de la historia»
3. Aislamiento de los monumentos y religión de la política
4. El «futuro» se separa del «pasado»
2. HERENCIAS DIFÍCILES
1. Centro histórico y ciudad nueva
2. Los recintos de la memoria
3. Un paréntesis sobre la «no intervención»
4. Memoria y lugares
5. Nuevos aislamientos
6. Religión de la política/culto de lo antiguo
7. Restos indescifrables
8. Autoctonías romanas
9. Autoctonía y «familiaridad»
10. Identidad: ¿condición o proceso?
11. Alteridad negada y «nuda piedra»
12. Bienes culturales y «estado de excepción»
3. PARTIR DEL PRESENTE
1. Nuevas alianzas
2. Interpretación y «universo consensual»
3. Proyecto arqueológico y traducción
4. Proyecto arqueológico y relato
BIBLIOGRAFÍA
En torno a la piedra desnuda es un libro sobre el uso público de la historia, o mejor, sobre el uso público de la ruina. Tenemos la costumbre de separar el trabajo de enseñantes e investigadores de la antigüedad y sus restos del de la patrimonialización de los vestigios. Los restos exhumados tienen un interés indudable para comprender y explicar mejor el pasado pero solo un acto positivo, intencionado y normativo los convierte en objeto de protección legal.
Esa protección legal es ontogenética. En las sociedades del primer mundo, en las sociedades con Historia, las que elaboran relatos históricos nacionales, los restos de sociedades pretéritas antes de ser exhumados, antes de conocerlos, son protegidos en un grado que requiere de su documentación y registro antes de ser destruidos o inhumados por nuevas construcciones o infraestructuras. Estudiamos los restos porque nuestra sociedad ha desarrollado una sensibilidad a lo antiguo, a eso que llaman, demasiado a la ligera, nuestra identidad. En ocasiones, tras su exhumación esos restos son objeto de una conservación y exhibición públicas. Se trata de un acto de memoria. P. Ricœur nos recuerda que esa es la plusvalía que aportan los testimonios materiales en relación con las fuentes escritas para el estudio de la Historia, su tangibilidad: «es la relación entre significación fenomenológica de la imagen-recuerdo y la materialidad de la huella (…) [la huella] tiene valor de signo: para pensar la huella hay que pensarla a la vez como efecto presente y como signo de su causa ausente».
Pero en realidad ambas prácticas profesionales están íntimamente ligadas, o deberían estarlo. La del profesor-investigador tiene su razón de ser en el reconocimiento y comprensión del pasado a través de los vestigios. La puesta en valor de estos a la vista de la sociedad solo puede llevarse a cabo por un ejercicio de traducción de significados de los mismos porque su interpretación no es simple. Pero la conservación y puesta en valor, está íntimamente ligada a la práctica que de la investigación se hace: la traducción es comprensión y explicación, y éstas solo pueden originarse en la investigación. Al mismo tiempo, algunas de las pocas aplicaciones prácticas que tiene la investigación fundamental de la Historia y de la Arqueología son los oficios relacionados con el patrimonio que, en tiempos de crisis, son los pocos que proveen de alumnos a nuestras disciplinas.
A. Micoud distingue diferentes políticas de patrimonialización a lo largo del último siglo que no son necesariamente evolutivas en el tiempo, sucediéndose a grandes rasgos, pero permaneciendo presentes más allá de sus momentos dominantes. Las políticas patrimoniales conservacionistas surgen en el siglo XIX, con el nacimiento de los Estados-Nación: los pueblos atraviesan temporalmente su contingencia espacial. Una primera concepción de las políticas de «patrimonialización» de carácter nacional privilegió los símbolos que definían el ser de una nación (el Volksgeist hegeliano) a través, por ejemplo, de los museos arqueológicos nacionales como reservorios de los «emblemas» que definían ese ser y, por tanto, había que conservarlos. En Europa surge una política patrimonialista en torno a la posguerra mundial (a finales de los años 70 en nuestro país) que prestaba atención a los símbolos de entidades locales, de formas de vida, que el progreso industrial amenazaba y que había que salvar o documentar con urgencia. Por último, con el tardo-capitalismo, nos hemos volcado en gestionar un patrimonio que se ha convertido en un recurso. Es el tiempo en que hay que decidir «lo que se guarda» y «lo que se tira» o «lo que se reinterpreta», lo que nos une entre los que formamos parte de la misma sociedad y entre sociedades que se suceden en el tiempo, entre las generaciones del pasado y las del futuro.
Así, el presente libro surge de un presupuesto pragmático, la autora parte de la constatación de la situación actual de Roma donde imperan unos principios conservacionistas que remontan sus orígenes a una «religiosidad patrimonial» de la Italia fascista y que siguen aplicándose sin mayor discusión. Una situación en la que campa un uso público de la historia inconsciente, donde a pesar de un conservacionismo a ultranza, hay pérdidas de patrimonio a diario. La autora, propone pues, ante la situación, una nueva reflexión para integrar el patrimonio arqueológico en la ciudad.
El proyecto conservacionista de restos arqueológicos es un ideal de la modernidad. En 1870, cuando la ciudad de Roma alcanza la capitalidad de la Italia reunificada, la capital es entre 10 y 20 veces más pequeña que sus homólogas París o Londres. Los disturbios urbanos de 1848 tuvieron lugar entre huertos o solares yermos. Las intervenciones urbanas e inmobiliarias del Risorgimento atribuyeron a la ciudad una «cuota de modernidad» que pudiera compensar el peso de la Edad Media; la esencia de una nación embrionaria donde la antigüedad no es otra cosa que «el prólogo de la modernidad» en afortunada expresión de I. Wallerstein. Y todo ello, como buen proyecto moderno y urbano, lo fue a costa del sacrificio del campo circundante, la periferia de la ciudad, allí donde la expansión urbana «moderna» se hizo con una violencia y rapidez inusitadas. Un espacio que, especialmente en Roma, está pleno de preexistencias urbanas que, cuando fueron conservadas, se convirtieron en vacuolas de historia encapsuladas y rodeadas de modernidad, a modo de fragmenta de un discurso inconcluso.
El proyecto moderno por excelencia de la Italia mussoliniana continuará con la puesta en exergo de la ruina en una «manipulación pedagógica de la historia» que sentó las bases de las políticas de conservación hasta nuestros días aunque con matices que merecen ser resaltados: el aislamiento y la monumentalización de los restos arqueológicos y la relación espacial que mantienen pasado y futuro en el seno de la ciudad. En el proyecto mussoliniano pasado y futuro pretendían unirse en la vía de los Foros Imperiales y el proyecto del Palazzo Littorio, la sede orgánica del partido de Mussolini en la ciudad de Roma, que debería sintetizar la continuidad entre la Roma de los césares y la Roma fascista, confiando el «dogma de la patria» a los nuevos monumentos y a los antiguos. Pero a pesar de todos los intentos y proyectos, el edificio no llegó a término, quizá debido a que la magnificencia del pasado podía oscurecer el presente fascista, dejando definitivamente la continuidad entre pasado y presente en manos de recursos habituales hoy en día: museos o monumentos aislados.
En Roma más que en cualquier otro lugar, aunque no exclusivamente, la reacción de la posguerra fue de indignación contra cualquier intento de transformación del centro urbano: presente y futuro no debían mezclarse, la ruina no debía verse afectada por el proyecto. Eliminaciones, aislamientos, añadidos o reconstrucciones miméticas fueron proscritos definitivamente de las políticas y prácticas de conservación de los centros históricos. Las consecuencias fueron de dos tipos. Por un lado la periferia de la ciudad sufrió las consecuencias a que aludíamos anteriormente, fue el lugar donde el proyecto de ciudad pudo materializarse sin cortapisas y, por otro, la conservación de los centros fue objeto de políticas pasivas o «defensivas», donde lo prohibido domina sobre lo preceptivo.
Me parece que ahí radica uno de los problemas mayores a los que nos hemos enfrentado desde los años 90. Asistimos desde finales de los 70 a pérdidas de testimonios de formas de vida que la industrialización amenazaba y que había que preservar o documentar con urgencia. Las políticas patrimoniales, fundamentalmente urbanas y más tarde en el campo, requieren de «intervenciones de adaptación y transformación en tiempos mucho más rápidos que los impuestos por la investigación arqueológica de campo». La solución a esta inconmensurabilidad de los tiempos del proyecto urbano y los tiempos de la investigación ha venido de la mano de las «técnicas de acumulación», guardamos los objetos y la documentación como una solución al olvido pero terminando irremediablemente por olvidarse. No es difícil hacerse una idea porque es lo que nos ocurre a diario en nuestras casas, en nuestras mesas de trabajo: lo que no queríamos olvidar acaba sepultado bajo una pila de cosas que no queremos olvidar. De esta forma caemos en lo que la autora denomina «utopía de la fuga». La práctica arqueológica deviene una ambición de acumulación ilimitada, los idola quantitatis de Gombrich, las piezas del puzle infinito que permiten sublimar a los arqueólogos su práctica profesional cuando aplazan eternamente las respuestas, una «mística del patrimonio», como hemos llamado en otra parte. Porque la arqueología acaba por convertirse en la búsqueda del fragmento de cerámica, de edificio, de ciudad que nos falta de la sacrosancta antiquitatis. Como dice S. Settis ¿qué puede haber más «moderno» si no es el fragmento con su inherente carencia, el germen de algo, lo incompleto, que aguza la mirada del observador? Si, además, consideramos que en los modelos liberales de gestión patrimonial, la supervivencia del profesional solo puede alcanzarse multiplicando hasta el infinito las intervenciones, obtendremos algunas respuestas al fracaso del modelo actual de gestión.
De esta forma acumulamos cantidades ingentes de objetos y de información posponiendo el momento en que nos ocuparemos de su interpretación. Los hallazgos, las excavaciones puntuales de la ciudad, son letras del alfabeto, fonemas, pero no constituyen un texto y la única manera de convertir esos sonidos en un discurso coherente es integrarlos en los diferentes «libros» que representa cada una de las ordenaciones del territorio que se han sucedido en el tiempo. Lo mismo puede decirse de los fragmenta de realidades rurales que se conservan aquí o allá, fruto de las intervenciones preventivas.
Aceptémoslo, esta situación ocurre en nuestro país y en los más próximos. Las «listas de espera» a que sometemos los restos recuperados (muebles o inmuebles) son, en realidad, una pérdida de información y esta acción técnica, mecánica… y, aparentemente, neutra, nos inhibe de responsabilidad. Si aceptamos esta realidad es probable que podamos abordar soluciones cuya finalidad sea la conservación selectiva de conocimientos y valores esenciales, en otras palabras, la no intervención de manera juiciosa. En lugar de construir una lista de criterios de urgencia, de «urgencia conservacionista», una lista del deterioro, al fin y al cabo, ¿no sería más productivo definir las prioridades, en función de la representatividad territorial, del significado en ese territorio que puede tener un objeto o un asentamiento en lugar de valorarlo en sí mismo?
Esos gestos aparentemente neutros son la culminación de la modernidad, la parálisis a la que nos conduce la miríada de interpretaciones posibles, de relatos igualmente válidos. Frente al uso público de la Historia al servicio de una legitimación en la construcción de los Estados o de los regímenes totalitarios, los arqueólogos somos los «aguafiestas» cuando se trata de desenmascarar la «confusión cuidadosamente urdida sobre la definición de la antigua Bélgica» en palabras de E. Warmenbol. Pero no podemos caer, cual movimiento pendular, al otro extremo, postmoderno, aquél en el que las ruinas tengan una función predominantemente estética, multiplicándolas con virados de color a la manera de A. Warhol, o vinculadas a una memoria social indefinida en la que cada cual ve en la ruina, no la Historia, sino lo antiguo.
De esta manera se consolida el divorcio entre el valor histórico, confiado a los especialistas, y el valor de lo antiguo, condescendido al público y gestionado por los profesionales de lo patrimonial. Unos profesionales que, cómo hemos advertido en ocasiones para nuestra realidad nacional, carecen de «las competencias adecuadas» y que deberían reconsiderar (ellos, junto a los políticos del asunto) los fines mismos de la conservación.
Ante este panorama, la autora propone una alternativa donde los arqueólogos tienen el «deber de comunicar de manera responsable sobre los fragmentos poco reconocibles», dotados de una especial sensibilidad por disciplinas como el urbanismo, la arquitectura, la antropología…, que les permita poner en relación los vestigios del pasado con la ciudad contemporánea. Originando un debate que surja de los lugares y los ciudadanos, de abajo hacia arriba, de las posibilidades reales de la conservación y no de abstractas utopías. Unas interpretaciones-traducciones que, a la manera de las ediciones-traducciones críticas de autores griegos o latinos, aporten los elementos que nos permiten interpretar y traducir los restos arqueológicos de una manera y no de otra, sin aversión por la selección, eliminación o sesgos que produce cualquier intento de interpretación, de forma que el especialista y el profano puedan construir identidades y memorias. En este sentido, el proyecto arqueológico se convierte en una auténtica obra de traducción. Una traducción en la que la trama que da sentido a los objetos y asentamientos aislados son los sistemas territoriales que se han sucedido en el tiempo. En esa trama los asentamientos tenían una intencionalidad y en la actual debe asignárseles otra bien distinta que aporte significado a los habitantes de la ciudad actual.
SOBRE LA AUTORA Y EL CeSTer
Andreina Ricci ha sido profesora en Siena, Pisa y Cagliari y, desde el año 1991, es catedrática en la Universidad de Roma ‘Tor Vergata’ donde enseña metodología de la investigación arqueológica y arqueología clásica. En 1993 junto a colegas de otras disciplinas (economía, ingeniería, letras, medicina, ciencias), fundó el Centro Interdepartamental para el estudio de las transformaciones del territorio (CeSTer) del que es directora. En este centro se lleva a cabo una investigación integrada sobre la transformación del paisaje natural y cultural así como la modelización y la gestión automática de datos. La zona de aplicación de referencia de estas investigaciones se lleva a cabo en espacios de la zona sureste de Roma (propiedad de la universidad de «Tor Vergata») donde desde hacía una década se llevaba a cabo la investigación arqueológica dirigida por la cátedra de Metodología y Técnicas de investigación Arqueológica que ocupa A. Ricci.
En este contexto ha llevado a cabo una importante labor de divulgación de la riquísima arqueología de las «afueras de Roma» o Fuori dai Fori, eslogan que pone en valor en una exposición la arqueología encontrada fuera del centro monumental de Roma. El objetivo de la exposición es ayudar a hacer comprensible y más familiar, los restos y ruinas de Roma que se encuentran más allá el centro histórico.
Desde el momento de su creación, el CeSTer, ha sido capaz de ofrecer un conjunto de conocimientos y metodologías que se han puesto al servicio de la Universidad, y de otras instituciones que operan en la zona (Direcciones del Patrimonio, Ayuntamientos, entidades locales y administraciones territoriales, instituciones culturales, operadores privados…).
Andreina Ricci forma parte desde 1995 de la Comisión de vivienda y urbanismo de la ciudad de Roma. En 1996 fue nombrada miembro del Grupo de Estudio sobre la formación en el área de Patrimonio cultural establecido por el Ministerio de Enseñanza Superior y de Investigación Científica. En 1999 fue nombrada miembro del Comité Científico de la Conferencia Nacional de Paisaje creada por el Ministerio de Cultura. En los últimos años, se ha dedicado al estudio de la relación entre el patrimonio cultural y la ciudad contemporánea en relación con el impacto del cambio urbano en el patrimonio arqueológico y monumental.
SOBRE EL LIBRO
Mario Vargas Llosa afirma en la presentación de la Biblioteca de Plata, colección de novelas del siglo XX que recopiló en una editorial, que los libros de una biblioteca dialogan entre ellos. Estoy convencido de esa afirmación. Los libros que he contribuido a difundir al público hispano de Henri Galinié y ahora, este de Andreina Ricci, sobre la práctica de la arqueología urbana dialogan en numerosas ocasiones. La inexistencia de preguntas sobre los objetivos de la práctica arqueológica, la «utopía de la fuga» aplazando las respuestas, la imposibilidad de la reconstrucción de la realidad antigua, la futilidad de las ciencias exactas para el conocimiento histórico…, son algunos de los temas que los une, pero dejo al lector descubrir por sí mismo ese diálogo.
Compré el libro en Nápoles, y a la vuelta, lo leí en una noche. Al principio fue el insomnio el que me incitó a abrirlo, luego fue la excitación de leer a alguien que se atrevía a abordar cuestiones que nos asustan a los arqueólogos, lo que me impidió cerrar los ojos hasta no haber acabado con el texto.
Pensé que este libro, junto al de Henri Galinié, debería formar parte de las lecturas de los arqueólogos y estudiantes de arqueología de habla hispana. Ya sé que se dice que los estudiantes y arqueólogos hablan lenguas como el francés o el italiano. Es posible, aunque no del todo cierto, pero comparto con Umberto Eco que el idioma del futuro es la traducción. La creencia en que podría existir un idioma unitario internacional también es una utopía.
RICARDO GONZÁLEZ VILLAESCUSA
Catedrático de Historia Antigua y Arqueología
Université de Nice Sophia-Antipolis
Benicarló, 29 de agosto de 2013
BIBLIOGRAFÍA
AGAMBEN, G., Mezzi senza fine. Note sulla politica, Turín, Bollati Boringhieri, 1996.
ANDERSON, P., Los orígenes de la posmodernidad, Barcelona, Anagrama, 2000.
BARRERÉ, C., D. BARTHÉLÉMY, M. NIEDDU y F. D. VIVIEN, Réinventer le patrimoine. De la culture à l’économie, une nouvelle pensée du patrimoine?, París, L’Harmattan, 2004.
GALINIÉ, H., Ciudad, espacio urbano y arqueología. La fábrica urbana, Valencia, PUV, 2012.
GONZÁLEZ VILLAESCUSA, R., «Le rêve du celte», introducción a T. Jacquemin, Étude critique des premières origines prêtées aux tribus celto-belges, Bruselas, Mémoires de la société Belge d’études celtiques, 34, 2011.
— «Introducción a la edición española», introducción a H. Galinié, Ciudad, espacio urbano y arqueología. La fábrica urbana, Valencia, PUV, 2012.
MICOUD, A., «La patrimonialisation ou comment redire ce qui nous relie (un point de vue sociologique)», en Réinventer le patrimoine. De la culture à l’économie, une nouvelle pensée du patrimoine?, París, L’Harmattan, 2004, pp. 81-96.
OLMO ENCISO, L., «Un arqueólogo en la ciudad: en los inicios de un ensayo», Cuadernos de Prehistoria y Arqueología Universidad Autónoma de Madrid, 37-38, 2011-2012, pp. 39-52.
RICŒUR, P., La mémoire, l’histoire, l’oubli, París, Le Seuil, 2000.
SÁNCHEZ LEÓN, P. y J. IZQUIERDO MARTÍN (coords.), El fin de los historiadores. Pensar históricamente en el siglo XXI, Madrid, siglo XXI Editores, 2008.
SÉTTIS, s., El futuro de lo clásico, Madrid, Abada Editores, 2006.
WALLERSTEIN, I., Ouvrir les sciences sociales, París, Descartes & Cie, 1996.
WARMENBOL, E., La Belgique gauloise. Mythes et archéologies, Bruselas, Racine, 2010.
Siempre que se habla de bienes culturales, sobre todo de los bienes arqueológicos distribuidos por el territorio, afloran sentimientos diferentes y, a menudo, contrapuestos, porque varios son los sujetos que entran en relación (voluntaria o involuntaria, directa o indirecta) con los numerosos restos y ruinas presentes en nuestro país: estudiosos, representantes de las fuerzas políticas, administradores locales, trabajadores de las instituciones públicas responsables de la tutela del patrimonio, representantes del empresariado más vinculado a las transformaciones urbanas y asociaciones culturales y medioambientales.
Sin embargo, entre otros muchos, hay un problema que, por lo general, se pasa por alto: el significado que estas preexistencias tienen hoy en el imaginario de los ciudadanos y sus comunidades, a efectos de elaborar identidades colectivas cada vez más «múltiples» y «diferenciadoras». No se trata de algo superficial, ya que atender el problema o eludirlo puede condicionar políticas de la tutela sensiblemente diferentes o con orientaciones diversas. Y es evidente que se trata de un problema, o de una relación, que todavía está por investigar o resolver. De hecho, más allá del recurso frecuente y mecánico (sobre todo, en ocasiones oficiales o académicas) a conceptos como identidad y memoria, los fragmentos de la ciudad antigua manifiestan una evidente alteridad resultando, en la mayor parte de los casos, indescifrables o incluso invisibles. Está claro que este tema implica a los arqueólogos y su trabajo; o por lo menos, a aquellos arqueólogos que, aun dedicados a fondo a la investigación científica, cultivan también una pasión cívica que les empuja a interesarse por las repercusiones sociales de sus investigaciones y descubrimientos. En otras palabras, si aceptamos que la arqueología es una disciplina histórica de pleno derecho, los arqueólogos no pueden dejar de tener en cuenta, al igual que los estudiosos de otras disciplinas históricas, el uso público de la historia que se ha hecho, y que aún hoy se hace, para controlar el imaginario colectivo.
Desde hace tiempo se está reflexionando sobre cómo, en los siglos XIX y XX, los monumentos antiguos y los vestigios del pasado fueron ampliamente utilizados por la pedagogía política en el proceso de «nacionalización de las masas», encendiendo auténticas «pasiones identitarias». En esta misma dirección es igualmente legítimo, u obligado, preguntarse qué finalidades pedagógicas, en la actualidad, cumple la «puesta en escena» de nuestras preexistencias, y con qué resultados.
Movida, entonces, por propósitos civiles más que científicodisciplinares, he reordenado en este ensayo un conjunto de consideraciones y pensamientos madurados progresivamente en años de excavaciones, de confrontaciones teóricas sobre el método y de experimentaciones didácticas, que me han llevado a reflexionar sobre si, y sobre cómo, los resultados de la investigación arqueológica pueden contribuir a mejorar la relación identitaria entre la ciudad y los ciudadanos, armonizándose con las tramas, en acelerado movimiento, de la ciudad contemporánea.
El escenario elegido es Roma, por la razón de que toda su extensa superficie está llena de una gran cantidad de restos, desde el centro histórico a los tejidos más desiguales de las periferias urbanas extremas y de reciente edificación.
No obstante, he privilegiado Roma por algunas de mis experiencias profesionales. Formé parte, junto con arquitectos, ingenieros, geólogos y expertos en derecho urbanístico, de la Comisión consultiva municipal del Ayuntamiento de Roma desde 1995, y durante casi ocho años; un periodo en que la administración ciudadana, con gran fuerza, se afanó en buscar una nueva «calidad urbana». En esos años, también dirigí el trabajo de elaboración de un mapa informatizado de todas las presencias arqueológicas (romanas y medievales) visibles en la ciudad contemporánea. Estas experiencias han constituido un observatorio de extraordinario interés, que me han permitido ver con mis propios ojos tanto la multiplicidad de soluciones que pueden producir las propias leyes de tutela, como algunas características, significativamente recurrentes, de la obra de salvaguarda. Pero el trabajo de campo y la actividad didáctica en una Universidad (Roma Tor Vergata), situada en los límites de la metrópoli, también han enriquecido posteriormente, con estímulos e interrogantes, mi recorrido profesional. La relación que, en esos lugares, se establece con los restos del pasado es muy diferente de la que le viene a uno a la cabeza cuando piensa en el centro de Roma y sus monumentos más famosos. Allí, una miríada de fragmentos de antiguos edificios, calles, acueductos, torres y caseríos tienden a encontrarse/enfrentarse con las realidades contemporáneas más diversas, como franjas de campo romano, barrios ilegales, áreas de muy reciente urbanización o asentamientos de viviendas que acaban volviéndose, a su vez, «históricos».
Me pareció entonces que Roma, en su totalidad, se prestaba bien a una reflexión sobre el uso público de los restos del pasado, puesto en marcha hoy en contextos urbanos muy diversificados y variados. Una reflexión que he considerado urgente, frente a la manifestación de una política de los bienes culturales que está cada vez más encaminada proyectar eventos que pasan muy rápidamente, y que corren el riesgo de no dejar una huella significativa en el público. El problema es conocido, aunque no tiene fácil solución. El acceso de las masas a los grandes acontecimientos culturales representa un esfuerzo que tiende a hacer circular conocimientos y configurar un posible refinamiento de las costumbres. Sin embargo, queda por resolver la cuestión de si, por falta de planificación cultural, todo esto no se reduce a uno de los muchos consumos superficiales a los que, cada vez más, está abocada nuestra sociedad.
El objetivo de este texto es, por tanto, plantear algunos puntos que obstaculizan una política más democrática de los bienes culturales y proponer alguna idea que señale la posibilidad de que, entre los guardianes del patrimonio y los ciudadanos, entre los restos del pasado y la ciudad del presente, llegue a establecerse una relación basada en un nuevo plano de reciprocidad.
De ninguna manera se oculta que esta orientación comporta, para el arqueólogo, un giro radical de perspectiva, forzándolo a un enfrentamiento más serio con la contemporaneidad. Una dimensión que, a menudo, ha sido descuidada, por no decir olvidada, por parte de los especialistas de las disciplinas clásicohumanísticas. De hecho, solo desde el presente puede ponerse en marcha esta «nueva alianza», aunque se trate de arqueología o de un pasado de lo más remoto.
La serie de reflexiones que propongo aspira, en resumidas cuentas, a poner de relieve la necesidad de dirigir una mayor y diferente atención a la arqueología común, presa hoy de eslóganes ocasionales y prohibiciones cada vez más coercitivas e ineficaces. Una atención que, asumiendo como objetivo hacer que los «restos inmuebles» sean familiares a los habitantes de los diversos contextos urbanos, debería partir de los espacios antes que de los museos, de los ciudadanos antes que de las artimañas de los especialistas, para promover, así, un mayor alcance del valor histórico de las preexistencias urbanas. Y esta es la tarea a la que, en mi opinión, debería dedicarse el proyecto arqueológico, entendido como una obra de auténtica interpretación-traducción-relato, capaz de hacer comprensibles y, por lo tanto, realmente utilizables, los resultados de la investigación disciplinar. Cada vez me voy convenciendo más de que los objetos del pasado, que también encontramos sin querer, caminando por la ciudad, deben hablar. Y no tanto como un «deber de memoria», sino para que puedan adquirir un sentido, una calidad o un valor que les haga emerger de la multitud opaca y superabundante en la que se encuentran.
Para concluir esta breve introducción, debo subrayar la importancia que han tenido para mí, en la reflexión sobre estos temas –esenciales y, sin embargo, disciplinariamente distantes de la arqueología–, los amigos con los que, durante estos años, he tenido la suerte de discutir con frecuencia. La mirada que cada uno de ellos ha dirigido a los argumentos abordados en este texto ha constituido un alimento del que he extraído sugestiones y sugerencias, más valiosas cuanto más nuevas o diferentes eran de las vinculadas a mi formación profesional.
Doy afectuosamente las gracias a Marc Augé, Luigi Caporossi Colognesi, Renzo Carli, Riccardo Francovich, Mario Manieri Elia, Giacomo Marramao, Francesco Piva, Salvatore Settis y Antonio Terranova. Debo un especial agradecimiento a Ricargo González Villaescusa, sin el cual esta edición española no hubiera sido posible.
Roma, agosto de 2013
A. R.
Sobre el Parque arqueológico central de Roma se ha estudiado, discutido y polemizado en ocasiones, circunstancias y gestiones diferentes, y los proyectos que se siguen sucediendo son la muestra de la complejidad de un espacio que todavía no se ha resuelto, al que se le han atribuido a lo largo del tiempo diferentes, pero siempre elevados, valores simbólicos.
Cada vez que se han tenido que lamentar retrasos en la sistematización de esta zona, sobre todo en los últimos años, se ha recordado siempre que se trata de un proyecto antiguo, que empieza por lo menos en el momento de la unificación de Italia. Esto es cierto pero, al mismo tiempo, no lo es.
Una de las primeras decisiones de la Comisión de Arquitectos e Ingenieros para la Ampliación y Embellecimiento de la Ciudad de Roma, formada el 30 de septiembre de 1870, fue la de prever la sistematización de esta zona de la siguiente manera:
Este amplio espacio, en principio, estará desprovisto de construcciones modernas y estará destinado únicamente a jardines públicos con los que se rodearán los restos de los edificios antiguos […]; estos jardines se extenderán hasta la Via Appia.1
Se trataba de un área no edificada, que se incluía en un programa funcional con un propósito proyectual bastante claro: hacer utilizable, para los ciudadanos, una parte de la ciudad en la que persistían «memorias antiguas», y que sería caracterizada, a partir de ese momento, como jardín público. El uso del término parque, que hoy estamos acostumbrados a asociar con este espacio, debe pensarse, en el caso de los proyectos posteriores a la unificación, como sinónimo de jardín, cuyo modelo debía ser el de los grandes parques urbanos construidos hacía tiempo en otras capitales europeas. El estudio proyectual de Corrado Ricci, ampliado y asumido por la Comisión pertinente constituida en 1919, lo confirma:
Será una visión verdaderamente magnífica la de los restos grandiosos enmarcados por el verde de los jardines, mil veces más bellos y sugerentes que los parques centrales de las grandes metrópolis, como el Hyde Park de Londres y el Tiergarten de Berlín.2
No sorprende en absoluto que se eligiera este lugar, con tal densidad de restos arqueológicos, para construir una «zona verde pública». De hecho, gran parte de la historia de los parques urbanos se ha relacionado con la historia de la puesta en valor, o incluso creación ex novo, de las ruinas.3 Antigüedades verdaderas o falsas que han sido utilizadas para elaborar auténticas Wunderkammern al aire libre; articular, con presencias inesperadas, una naturaleza también a veces artificialmente construida; o, en otros casos, crear rincones o escenarios para los paseos románticos. El mismo Paseo arqueológico refleja bastante fielmente este diseño.
Los jardines y ruinas han constituido siempre un binomio que, solo desde los años veinte, en Roma al menos, se ha ido deteriorando progresivamente o ha ido invirtiendo su jerarquía. Aún a finales del siglo xix, el diseño proyectado para el área central de Roma preveía que los restos arqueológicos debían desempeñar un importante papel que, sin embargo, no prevalecía sobre la idea de jardín o parque urbano consolidada en otros lugares. Los monumentos entraban en juego como memorias genéricas, como «recuerdos de familia» de los que se podía estar orgulloso, razón por la que se podían exhibir, y de los que se podía arreglar o liberar los alrededores de forma que pudieran disfrutarse mejor,4 pero en torno a los cuales se pretendía crear a pesar de todo una «zona verde pública». En lugar de crear un jardín en el que colocar posiblemente ruinas falsas, se partía de las numerosas e importantes ruinas ya existentes y se rodeaban de zonas verdes, «haciendo su corona de deliciosos jardines».5