Encuentros - Carmen Guaita Fernández - E-Book

Encuentros E-Book

Carmen Guaita Fernández

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Beschreibung

Un libro que reúne reflexiones, parábolas y citas memorables para explicar el impacto que supone en cada vida singular el encuentro con los demás y el motivo por el que cada ser humano es, aquí y ahora, un presente imprescindible. Encuentros con nuestro cuerpo, con el interior del propio ser, con nuestro carácter y con la naturaleza. La autora, con esta obra, parte de la convicción de que cada vida es singular y está edificada sobre los encuentros que va teniendo con los demás en su día a día. El dibujo de nuestra vida es original, único e imprevisible y se enriquece con nuevas personas y experiencias, y, ya sea a solas o no, cada encuentro ayudará a trazar nuevos senderos y cimientos sólidos donde edificar la esperanza.

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Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Introducción

Parte I

El tiempo presente

Parábola del impaciente

El cuerpo

Nuestro nombre

La interioridad

Parábola del marqués de Medianías

En construcción

La naturaleza

Parte II

Dime niño, ¿de quién eres?

De vez en cuando

Sueños

Dónde se puede encontrar a un niño

La muñeca

Parábola de los rayos X

Tantas madres

Papá

El mapa

Parábola de la nueva vida

Nido vacío

Parte III

Cara a cara

Parábola del viajero

Subir, subir...

Parábola del centro comercial

Arriba

Lluvia de confeti

Material para cartas de amor

Parábola del hada madrina

Homenaje sin fotos

Parábola del espejo

Tesoros

Parábola del filósofo racista

La madurez

Parábola de la maleta

El legado

Las abejas

Manos y zapatos de campesina

Parábola de la casa quemada

Una enfermedad rara

Los desvivientes

Parábola de Misericordia

El desierto

Parábola del remero

Encuentros con el arte

La respuesta del actor

La música

La carta de Adina

Parábola del hombre feliz

Invisibles

Parábola de las diferencias

Hamlet

Útero

Parábola de la pequeña Ruth

Parábola de las tres lápidas

Verde esperanza

Parábola de los muros

Parte IV

La barra

Parábola del espíritu

Saltadores

En busca de Abrahán

Encuentros

Próximos títulos en esta colección

Notas

Colección dirigida por Luis López González

Carmen Guaita (Cádiz, 1960), Licenciada en Filosofía, es maestra especialista en Ciencias Sociales y en Pedagogía Terapéutica. Es autora de novelas, biografías y libros de ensayo, entre los que destacan Los amigos de mis hijos (2007), Contigo aprendí (2008), La flor de la esperanza (2010), Desconocidas (2010) y Memorias de la pizarra (2012), publicados en SAN PABLO. Colabora habitualmente en las plataformas educativas como INED 21, Magisnet, Anexos y Otro mundo es posible; en las revistas Escuela y 21 y en el programa de radio La noche en vela, de RNE. Es miembro de la Comisión de Arbitraje, Quejas y Deontología de la Federación de Asociaciones de Prensa de España (FAPE). Está casada y es madre de dos hijos.

2.ª edición

© SAN PABLO 2017 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

© Carmen Guaita Fernández 2017

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 9788428561136

Depósito legal: M. 32.426-2017

Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

Printed in Spain. Impreso en España

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www. conlicencia.com).

Para mi madre.

«Todos los hombres que han vivido antes que yo

están presentes en el fondo de mí

y no cesan de hacerme oír sus voces.

Todos los que viven conmigo,

incluso los más alejados de mí,

están presentes a mi lado y no cesan de hablarme,

incluso cuando solo creo escucharme a mí mismo.

Es la humanidad entera quien actúa

y habla en mí».

LOUIS LAVELLE

Introducción

El poeta Pablo Neruda cuenta en sus memorias que en el año 1949 se vio obligado a huir de Chile, su país natal, y hubo de cruzar los Andes para llegar a la Argentina. Hizo aquel tremendo viaje a caballo, acompañado por un grupo de guías. Atravesaron túneles de piedra y desfiladeros salvajes, vadearon ríos helados y tuvieron que rodear enormes peñascos. Una mañana, súbitamente, llegaron a una pradera «acurrucada en el regazo de las montañas». La atravesaba un riachuelo de agua clara, la pintaban de colores miles de flores silvestres y estaba enmarcada por un cielo intensamente azul. Allí se detuvieron. En el centro de aquel círculo mágico se hallaba la enorme calavera de un buey. Neruda observó asombrado cómo los guías que lo acompañaban dejaban monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso, como una ofrenda de pan y auxilio para los viajeros que llegaran allí después que ellos. Al terminar, danzaron alrededor de la calavera abandonada «repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron», y Neruda comprendió «que había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas regiones de este mundo». Comprendió que el ser humano necesita pan, auxilio y encuentros.

* * *

Hace muchos años1, mis hijos, mi marido y yo acudimos a un estreno de cine. Nos había invitado el protagonista principal, uno de los mejores actores españoles, que era –y sigue siendo– amigo nuestro. La película se llamaba La casa de mi padre. La encontramos cargada de valores y nos gustó muchísimo.

Cuando regresábamos a casa íbamos charlando sin parar, encantados. Sobre todo, los chicos. El más joven de los dos, con su talante de sabio y su curiosidad por todo, decía: «Es una película muy buena. Se entiende perfectamente que el conflicto es un desencuentro, ya no me lo tienen que explicar». El mayor estaba muy emocionado por haber compartido algún rato con aquel gran artista. Yo notaba que tenía ganas de contarme algo y, cuando se acostó, me acerqué a su dormitorio. Entonces él me dijo esto que escribo sin añadir retórica: «Mamá, le he dicho a nuestro amigo que él me había cambiado la vida y puede pensar que soy un exagerado, pero no exagero nada. Yo tengo una teoría sobre la vida, y como soy tan visual y todo lo veo en imágenes y en colores mientras lo pienso, es una teoría gráfica. Pienso que la vida es una línea pero no una línea ya trazada sobre la que andamos, sino una línea que nosotros mismos vamos trazando mientras vivimos, como si tuviéramos siempre en la mano un lápiz. Cada persona que se cruza con nosotros, aunque sea un niño que nos ha mirado una mañana, mueve la línea un poquito, la desplaza unos milímetros porque ha entrado en nuestra vida. Y así la línea va formando rectas, curvas, subidas o bajadas, picachos y espirales, unas veces da vueltas para volver al mismo punto, otras, se estira muchísimo hacia el horizonte, o se quiebra y luego se recompone. Y él, desde que ha entrado en mi vida, ha movido mi lápiz con experiencias insólitas, me ha hecho pensar, me ha dado grandes oportunidades de aprender que nunca me hubierais podido dar vosotros o conseguir yo solo, y está formando en mi línea un dibujo completo. Por eso le di las gracias».

Aquella noche, insomne y emocionada, comprendí que mis hijos ponían en palabras un aspecto esencial del ser humano: cada vida singular está edificada sobre los encuentros con los demás. Y aquella noche fue para mí también un bello encuentro con ellos, en el cual tuve acceso a su visión del mundo y comprendí que eran mayores ya, bellos por dentro y reflexivos.

* * *

El dibujo de nuestra vida es original, único, armónico, significativo, imprevisible. Nunca es banal ni absurdo. Siempre está abierto y se enriquece con nuevas formas y colores, con nuevas personas dispuestas a mover el lápiz. Como se desarrolla en un espacio y un tiempo determinados, entre seres singulares y a partir de hechos concretos, necesitamos el encuentro de persona a persona. Y esto es así, aunque a veces nos recorra el escalofrío del momento insociable y anhelemos la soledad que permite reconstruir las vivencias; aunque nos sumerjamos de vez en cuando en el anonimato de la multitud y nos guste ser bañistas a plena piel en una playa atestada o hinchas que corean la misma consigna en un estadio de fútbol.

Ya sea en la construcción a solas de nuestra singularidad, ya sea saliendo a conocer experiencias por los caminos del otro, cada encuentro ayudará a nuestro lápiz a trazar nuevos senderos, cimientos sólidos donde edificar la esperanza.

Porque la vida es el encuentro.

Parte I

Hay algunos encuentros ineludibles, comunes a todos los seres humanos y a la vez fieramente singulares. Son los encuentros con el tiempo que nos toca vivir, con nuestro cuerpo y nuestro nombre, con el interior del propio ser, con las particularidades de nuestro carácter y con la naturaleza.

A ellos quieren aproximarse las siguientes reflexiones y parábolas.

El tiempo presente

«Es fácil definir el tiempo
como lo pasado, presente y futuro.
Sin embargo, esta distinción es inexacta.
Porque cada momento es lo mismo
que la suma de los momentos, un proceso,
un pasar, ningún momento
es realmente presente y, por ende,
no hay en el tiempo presente, pasado ni futuro.
Lo presente no es el concepto del tiempo.
Lo eterno es, por el contrario, lo presente.
El momento es aquel en el que entran
en contacto el tiempo y la eternidad».
SÖREN KIERKEGAARD

Los encuentros que marcan nuestra vida se desarrollan siempre en un momento presente, a ese nivel esencial que define el gran Kierkegaard. Un presente construido por las historias del pasado y que esconde, en las decisiones que vamos tomando, las claves del futuro. Pero también un reflejo vivo y centelleante de lo eterno.

Esa suma de momentos es el presente en el cual vivimos, el minuto a minuto actual en que se ponen en contacto el tiempo tasado de nuestra vida y el tiempo insondable. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, estoy viva; quien las lee está vivo. Ambos existimos en un momento presente que fluye y nos pone en contacto. Estamos llevando a cabo un encuentro entre personas que no se efectúa de manera simultánea sino en un nivel de eternidad.

Hace algunos años comprendí que el tiempo es un lugar. Los seres humanos no podemos separar el ahora del aquí. Ni del cómo y el con quién. Por eso me parece que comprender el valor de los encuentros precisa de ese paso previo que es comprender el valor del tiempo.

Como muchos filósofos nos han recordado, podríamos ser el resultado efímero de una metamorfosis. Seguro que alguna vez hemos pensado en nuestra vida como en la de una mariposa: disfrutamos apenas un minuto de belleza entre esa oruga insegura y feúcha que fuimos en el pasado y la incertidumbre del futuro que desconocemos. Hemos considerado la alegría como un «apenas», un «ya se fue», y más de una vez nos ha sorprendido que ese «ya se fue» afecte de igual forma a la tristeza. Tal vez, a estas alturas, la pérdida de seres queridos nos ha empapado con un recordatorio perenne de la fugacidad del tiempo, al modo pesimista de nuestros escritores barrocos: «De la brevedad engañosa de la vida» se titula uno de los más bellos sonetos de Góngora.

A veces paramos un segundo a tomar resuello y entonces nos preguntamos casi sin querer: ¿Qué somos? ¿Caminantes que no se detienen nunca? ¿Piezas del engranaje de la comunidad, el trabajo y la sociedad? ¿Sacos de obligaciones? ¿Entes zarandeados por las circunstancias? ¿Consumidores de los anuncios, porcentajes de las encuestas? ¿Figuras incompletas? ¿Rescoldos de juventud? ¿Proyectos de ancianidad?

Pues bien, cada uno de nosotros, así en singular, es una persona única. En su ahora, en su hoy. No somos mariposas, pero si lo fuésemos, nuestra vida sería la de un ser bello y pleno que despliega sus alas y sabe volar mientras dure. Por eso debemos comprender que nosotros, como las mariposas, somos un presente.

Constituimos una parte esencial de nuestro entorno y a través de los encuentros aportamos sentido, con frecuencia sin saberlo, a la vida cotidiana de muchas personas. Sin embargo, venimos escuchando desde hace siglos un refrán estoico que nos trata como si fuésemos granos de polvo: «Nadie es imprescindible». ¿Cómo que nadie? Al menos, y tirando por lo bajo, todos lo somos para que la realidad sea exactamente como es. Cada uno de nosotros es fuente de valores, espejo en el que alguien se mira, encarnación de un alma eterna. Vivimos y, por tanto, estamos en tránsito, abiertos a las mil posibilidades de los encuentros pero siempre y en toda circunstancia completos, dignos y plenos. Cada ser humano es, ahora mismo, un presente imprescindible.

Carpe diem no significa «goza de un instante que no vuelve», sino «eres el dueño de tu día». Si el «ahora» es el momento en que entran en contacto el tiempo y la eternidad, entonces es también la ventana desde la que nos mira Dios.

La vida solo tiene una dirección: hacia delante. El presente es el lugar donde se halla la ruta. Es bueno disponerse cada mañana a abrazar los encuentros que traiga consigo la jornada porque ellos serán quienes escriban la canción del tiempo.

Parábola del impaciente

«No corras, ve despacio,
que adonde debes ir es a ti solo.
Ve despacio, no corras,
que el niño de tu Yo, recién nacido,
eterno, no te puede seguir».
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

Un anciano fue a comprar esquejes de higuera. Parecía muy mayor, casi centenario, y el joven empleado del vivero se asombró un poco ante su demanda. La higuera es uno de los árboles de desarrollo más lento, tarda casi diez años en crecer, así que el vendedor se vio obligado a preguntar al viejo si podría esperar tanto tiempo. El buen hombre entonces le respondió:

Una mañana, cuando yo tenía casi su misma edad e iba camino de mi casa, descubrí un pequeño capullo varado en la corteza de un abedul. Noté en él una ligera vibración y comprendí de inmediato que la mariposa se estaba preparando para salir. Nunca había presenciado ese momento y esperé un largo rato pero, aunque la vibración interior del capullo era visible, la mariposa no se asomaba y yo tenía prisa. Me figuré que si lo calentaba con mis manos podría acelerar el proceso. Al cabo de un rato, me atreví incluso a exhalar mi aliento sobre él. Y entonces, ese pequeño milagro de la naturaleza comenzó a desenvolverse ante mis ojos impacientes. La envoltura blanca se desgarró y la mariposa salió arrastrándose, pero sus alas no estaban aún preparadas y el pequeño bichito tembloroso no podía desplegarlas. En vano la ayudé con mis dedos. No fue posible. Ella hubiera necesitado una maduración lenta, de horas al sol. Entonces ya era tarde. La pequeña mariposa murió en la palma de mi mano y su cadáver se pulverizó casi al instante, entre mis lágrimas y sobre mi corazón.

No supe esperar con paciencia mi encuentro con la belleza, me apresuré, me impacienté sin tener en cuenta que hay un ritmo que une al presente con la eternidad, y por eso aquella mariposa se convirtió en uno de los grandes pesos que cargo sobre mi conciencia. Así que ahora, muchacho, estoy preparado para ver crecer despacito a la higuera, o para dejarla plantada en el jardín y que mis nietos me recuerden a su sombra.

El joven empleado del vivero, en silencio, envolvió los esquejes y se los regaló al viejo.

El cuerpo

«El hombre no es ni ángel ni bestia.
Ni espiritual ni carnal. Es a la vez lo uno y lo otro.
El hombre es una planta enraizada en la tierra,
de la que extrae su sustancia
mantenido por el ritmo de su destino.
Pero ese destino es superior y atraviesa su vida
como una corriente de savia que,
sin arrancarle del suelo,
lo lleva cada vez más arriba».
EMMANUELMOUNIER

Existe una planta enraizada en el presente de un huerto, un jardín, un bosque, una historia concreta. Se alimenta de la savia que fluye desde abajo, nutricia en el encuentro y la aceptación de la tierra. En ella, lo corpóreo y sólido se eleva hasta lo más alto en un impulso inevitable, pero sin arrancarse nunca del suelo. Como una planta así es cada persona.

Aunque la metáfora del ser humano como árbol está en el lenguaje cotidiano y uno va echando raíces, andando por las ramas y dejando su herencia en hojitas, esta definición que escribe Mounier sigue siendo de las más bellas. En la vida de todos hay momentos –ante el nacimiento de un niño, por ejemplo, o ante la muerte– en que nos anonada la sensación de ser a la vez ángeles y bestias. Y, al igual que todos nuestros prójimos de la tierra, nos hemos comportado como ángeles y como bestias de manera sucesiva, en el mismo día, tal vez en los sesenta minutos de una misma hora. Hemos abrazado las raíces como una necesidad instintiva y hemos levantado la vista hacia las nubes para poder respirar mejor.