Prisionera del pasado - Christyne Butler - E-Book

Prisionera del pasado E-Book

Christyne Butler

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Beschreibung

Hombre indómitos.1º de la saga. Saga completa 6 títulos. ¿Cuáles son sus verdaderas intenciones, señor Pritchett? La gran inundación sufrida en Montana ha traído a Rust Creek Falls a hombres de todo tipo. En el pueblo todo el mundo habla del guapo forastero Dean Pritchett. Dicen que el carpintero de ojos verdes de Thunder Canyon ha venido para ayudar a reconstruir la escuela. ¡Pero tenemos una exclusiva! Corre el rumor de que Dean tiene un especial interés en nuestra Shelby Jenkins. Sí, esa Shelby Jenkins, la madre soltera que se quedó embarazada por sorpresa cuando estaba en el instituto. Parece que Dean se metió en una pelea para defender su honor. Sin embargo, la dulce Shelby teme que su amor no sea duradero...

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Seitenzahl: 256

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Prisionera del pasado, n.º 92 - agosto 2014

Título original: The Maverick’s Summer Love

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4604-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Vaya, eres la imagen de la felicidad doméstica.

Dean Pritchett ni siquiera levantó la vista del libro electrónico. No había necesidad. Tenía la sensación de que su hermano no había terminado todavía.

—Da la impresión de que disfrutas demasiado del ciclo de centrifugado de la lavadora —continuó Nick con tono sarcástico—. Creo que llevas mucho tiempo metido en esta caravana, hermanito.

Dean cambió el peso del cuerpo mientras la vieja lavadora que tenía detrás adquiría más velocidad, pero no se movió a pesar de las bromas de su hermano. El primer fin de semana que pasó en aquel hogar móvil pagado por el gobierno aprendió que poner algo pesado en la parte superior de la lavadora, como su propio cuerpo, era la única forma de evitar que la máquina bailara por la minúscula zona de lavado durante el último ciclo.

—Estás celoso porque yo la vi primero.

—Yo prefiero «centrifugar» a la antigua usanza —Nick apoyó el hombro contra la puerta abierta—. Y ya va siendo hora de que tú hagas lo mismo.

Dean alzó finalmente la vista.

—Yo paso, gracias.

—Respuesta incorrecta, amigo. Podría haber funcionado cuando papa y Cade todavía estaban aquí, pero ahora necesito un nuevo copiloto.

Dean se quedó mirando a su hermano. Era el más bajito de los chicos Pritchett, pero tenía cuerpo de jugador de fútbol americano. Todo músculo. El mismo pelo rubio y los ojos azules de su hermano mayor y de su hermana pequeña. Por el contrario, Dean había heredado el tono verde de los ojos de su madre. Nick también tenía encanto, lo que le garantizaba siempre compañía.

—No has necesitado copiloto desde que tenías catorce años y volviste a casa con el número de teléfono de tres animadoras en el bolsillo. Y las tres mayores que tú —le recordó Dean.

Nick sonrió.

—Sí, eran buenos tiempos. Pero si crees que te voy a dejar aquí mirando ese cacharro toda la noche, estás muy equivocado —le quitó a Dean la tableta de la mano.

—Eh!

—Al menos dime que estás leyendo algo picante —miró la pantalla y torció el gesto—. Espera, ¿Obras completas de Jane Austen? Eso es de chicas.

—Jane Austen es una de las grandes de la literatura —le espetó Dean—. Su obra es eterna, y era la autora favorita de mamá. Ella me regaló mi primer libro.

La lavadora terminó de centrifugar. Dean se bajó y recuperó el libro electrónico para cerrarlo.

—Vamos, es hora de dejar los libros y tomarse unas cervezas —Nick se apartó de la puerta—. Y quítate esa camiseta.

Dean se miró la camiseta gris en la que se leía en letras mayúsculas: LOS HOMBRES AUTÉNTICOS LEEN.

—Me la regaló Abby por Navidad. Es la última camiseta limpia que me queda.

Nick miró la pila de ropa limpia y recién doblada, vio una camisa de botones estilo del Oeste todavía caliente de la secadora y se la lanzó.

—Toma, ponte esto. A las chicas de Rust Creek Falls les encantan los vaqueros.

Dean gruñó. La familia Pritchett tenía un rancho en Thunder Canyon, a unos quinientos kilómetros de allí, así que técnicamente sí se les podía llamar vaqueros. Dios sabía que tanto él como sus hermanos habían trabajado la tierra con su padre desde que habían podido andar. Y sí, muchas veces llevaba un sombrero de vaquero ahora que trabajaba allí en el pueblo para que no le diera el sol en los ojos.

Pero era del negocio familiar, Carpintería Pritchett e hijos, conocida por hacer preciosos muebles a mano, de lo que vivían sus hermanos y él. Y también era la razón que les había llevado a aquella pequeña comunidad ranchera el mes anterior. Rust Creek Falls había sido duramente azotada el Cuatro de Julio por lo que ya se conocía como la Gran Inundación de Montana. Dean fue uno de los primeros en acudir a la llamada que pedía voluntarios para reconstruir el pueblo, y enseguida se le unió el resto de la familia. Habían instalado un taller en el grupo de caravanas situadas en la parte oeste del pueblo.

Afortunadamente, la mayoría de las tiendas y los servicios de Rust Creek Falls ya estaban otra vez en marcha, excepto la escuela, que había sufrido muchos daños. Muchas casas y ranchos todavía necesitaban reparaciones, sobre todo las situadas en la parte sur del río, que se había desbordado durante la inundación.

Dean y su familia habían trabajado todo el día durante las dos primeras semanas, pero ahora su padre y su hermano mayor habían vuelto a casa para ocuparse del rancho y del negocio familiar mientras Dean y Nick habían decidido quedarse un tiempo.

Y tal vez Dean todavía más.

—Vamos, estamos perdiendo el tiempo —Nick lo apartó de su camino y abrió la tapa de la lavadora—. Yo me encargo de meter la ropa en la secadora y tú te pones guapo. Los dos sabemos que tú vas a tardar más que yo.

Dean le dio a su hermano una colleja suave antes de meterse en el minúsculo baño para lavarse y cambiarse. No es que fuera la primera vez que iba al único bar del pueblo. Había estado allí un par de veces, pero solía preferir los libros a la mayoría de la gente que conocía.

Dean vio en el espejo la sombra de la cicatriz que le recorría el centro del pecho cuando se abotonó la camisa. Le echaba la culpa de su modo de ser a una infancia plagada de misteriosos problemas de salud que le habían tenido la mayor parte del tiempo recluido. Pero todo cambió cuando le operaron el primer año de instituto y le arreglaron la válvula defectuosa del corazón. Enseguida se volvió tan atlético como el resto de la familia, pero eso no significaba que hubiera pasado de la noche a la mañana de ser un chico tranquilo a convertirse en un ligón como Nick.

Qué diablos, la mayor parte del tiempo mantenía la boca cerrada y dejaba que las mujeres hablaran. Había aprendido con el paso de los años que la mayor parte de las mujeres encontraban en su silencio un desafío al que no podían resistirse. Así que les dejaba intentarlo. Y si conseguían que hablara, no solían quedarse cerca demasiado tiempo después de eso. Aquella era una lección que había aprendido años atrás.

Apartó de sí aquellos recuerdos, apagó la luz y se dirigió a la parte frontal de la caravana.

—¿Lo ves? Tú has tardado más. ¿Listo para irnos? —su hermano estaba esperando en el salón y ya se había puesto su habitual sombrero de vaquero. Agarró el de Dean, que estaba en un gancho colgado, y se lo lanzó.

Dean, que había decidido salir sin sombrero, lo dejó en la mesita auxiliar y consultó su reloj, sorprendido al ver que ya eran más de las nueve. Pensó que solo tendría que quedarse a tomar una cerveza o dos antes de que su hermano encontrara la compañía de otra persona.

—Vamos.

Dejaron las camionetas aparcadas y recorrieron andando en la noche veraniega la distancia que separaba el grupo de caravanas del Ace in the Hole. Era un bar rudo por los cuatro costados, al que acudían los vaqueros, los trabajadores del molino y ahora los voluntarios que habían acudido a ayudar al pueblo a recuperarse.

El aparcamiento del bar estaba lleno de camionetas aquel jueves por la noche, algún que otro coche y unas cuantas motos. Sobre la puerta brillaba el cartel de neón con un as de corazones rojo.

Una vez dentro, Dean ajustó la mirada a la tenue luz mientras seguía a su hermano hacia la abarrotada barra que recorría el local de lado a lado. Unas mesas redondas rodeaban la pequeña pista de baile que había en medio de la sala.

Había un minúsculo escenario en una esquina, pero el entretenimiento musical de aquella noche procedía de una antigua gramola que todavía tocaba tres canciones por veinticinco centavos. Al fondo había unas mesas de billar y un par de juegos de dardos cerca de la puerta que siempre estaban ocupados.

Dean y Nick ocuparon dos taburetes libres en la barra, pero un respiro en la música y el sonido de la voz de un hombre hicieron que miraran hacia el taburete de la esquina más lejana, igual que el resto de los clientes.

—Hola a todos, ¿podéis escucharme un momento, por favor?

Dean reconoció al hombre que se había puesto de pie. Era Collin Traub. La joven castaña y guapa que estaba sentada a su lado era Willa Christensen, su esposa desde hacía menos de una semana. Tanto Dean como Nick habían asistido a su boda el sábado anterior. De hecho, todo el pueblo de Rust Creek Falls había estado allí.

—Hay algo que quiero compartir con vosotros —dijo Collin—. Algo que mi mujer y yo acabamos de decidir.

Collin miró a su mujer, que asintió brevemente con la cabeza.

—Hemos estado trabajando juntos desde la inundación y hemos conseguido mucho en poco tiempo, pero todavía falta un largo camino por recorrer. Sé que este pueblo va a salir más reforzado que nunca, aunque parte de esa fuerza se ha perdido con la trágica muerte del alcalde McGee. Su muerte durante la inundación ha dejado un vacío en nuestro pueblo, así que he decidido presentarme como candidato para ocupar su lugar.

La gente empezó a aplaudir y a lanzar vítores, y rodearon a Collin y a su mujer al instante para felicitarlos.

—Supongo que a la gente de aquí le parece una buena idea —dijo Nick.

—Traub parece bastante popular. Igual que tú —Dean se inclinó hacia él para hacerse escuchar por encima de la música de la gramola—. ¿Por qué estoy aquí? Te lo pregunto de nuevo.

Nick se encogió de hombros y agarró unos cacahuetes del cuenco que tenían delante.

—Necesitas disfrutar de un poco de compañía femenina. O estás trabajando, o metido en la caravana solo o andas por ahí con un grupo de chicos.

Dean tenía que admitir que su hermano estaba en lo cierto. Cuando no estaba relajándose en la caravana se le podía encontrar en el parque. Una noche, cuando estaba dando un paseo, se encontró con dos adolescentes peleándose tras un partido de fútbol. Intervino para separarlos y a partir de entonces hacía de árbitro en los partidos, por lo que pasaba mucho tiempo en el parque con los chicos.

Antes de que pudiera responder a la sugerencia de Nick, una voz dulce los llamó desde el centro del bar.

—¡Hola, chicos, bienvenidos! Enseguida estoy con vosotros.

Dean dirigió la mirada hacia le camarera rubia y menuda. No la conocía, a pesar de lo pequeño que era el pueblo.

Tenía el pelo largo, a la altura de los hombros, y le rozaba el cuello cuando se movía con profesionalidad, sirviendo bebidas a los clientes. Iba vestida como las demás camareras, con vaqueros oscuros y camiseta negra con el logo del bar, pero no había alterado la camiseta para mostrar más escote, como algunas de sus compañeras.

—¿Qué os sirvo, Nick? —preguntó en voz alta, girándose de medio lado mientras seguía trabajando.

—Un par de cervezas —le pidió él—. Para cada uno.

La joven asintió y fue a sacar dos cervezas de la nevera que había bajo la barra.

—No parece tener edad ni para estar aquí —Dean sintió una oleada de calor en el estómago cuando la vio agacharse y secarse las manos en el perfecto trasero—. Dime que no has intentado nada con ella, sería casi delito.

—¿Shelby? No, no es mi tipo.

«Mejor», pensó Dean haciendo un esfuerzo por apartar los ojos de la joven, sorprendido por la instantánea atracción que sentía. Una atracción que no estaba bien, teniendo en cuenta lo joven que debía ser.

—Además, tiene veintidós años, así que no me des sermones, abuelo —Nick agarró más cacahuetes.

Vaya, era muy joven. Dean tenía veintiocho, así que no había tanta diferencia, pero aun así…

—¿No te interesa, pero sabes su edad? —le preguntó a su hermano.

—Me lo dijo Rosey.

Antes de que Dean pudiera adivinar quién era Rosey, la rubia angelical se acercó a ellos. Dejó las botellas de cerveza en la barra delante de ellos y las abrió.

—Lo siento, Nick. Ya conoces las normas de Rosey. No se permite servir dos bebidas a la vez excepto los domingos.

—Bueno, tenía que intentarlo. Shelby, ¿conoces a mi hermano Dean?

Esta vez, ella le miró directamente, y aquel calor se hizo más fuerte cuando Dean captó el poder de aquellos ojos azules, la nariz perfecta y los labios libres de cualquier maquillaje.

—No, creo que no.

Por alguna razón que no pudo explicar, Dean le tendió la mano por encima de la barra.

—Dean Pritchett.

Ella le miró fijamente durante un instante antes de ofrecerle la suya. Tenía los dedos suaves y fríos.

—Shelby Jenkins.

—Encantado de conocerte, Shelby —por suerte las palabras le salieron con normalidad.

—Lo mismo digo —Shelby retiró la mano—. Pasadlo bien, chicos. Volveré dentro de unos minutos para ver si necesitáis algo.

Dean la vio marcharse y luego agarró la cerveza y dejó pasar el fresco líquido por la garganta, repentinamente seca. El siguiente pensamiento que le cruzó por la cabeza le salió por la boca sin que pudiera detenerlo.

—¿Qué hace una chica tan agradable trabajando en el Ace?

Su hermano bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

—Bueno, en el pueblo se dice que es demasiado agradable. No sé si me entiendes.

El trasfondo de aquellas palabras le hirió. Nada molestaba más a Dean que los rumores estúpidos.

Había tenido que lidiar con ellos de niño, cuando los otros chicos hablaban de él a sus espaldas por su aumento de peso y su falta de energía en las clases de gimnasia. Y después de la operación, cuando las carreras de larga distancia le proporcionaron músculos y premios, se dedicaron a decir de él que era el típico chico al que las chicas querían de amigo pero nada más.

Dean miró a Shelby. Con aquellos ojos azules y el cabello rubio y brillante, parecía un ángel. Un ángel inocente.

—Decir eso es horrible.

El tono duro de Dean hizo que su hermano frunciera el ceño, mostrando su confusión.

—Supongo que tienes razón —Nick agarró su botella—. Solo repito lo que me han contado.

—No debes creer todo lo que oyes.

Nick asintió para darle la razón, pero luego se centró en el partido que estaban retransmitiendo por televisión.

Cuando iban por la segunda cerveza, que les llevó Shelby, que ni siquiera miró a Dean, aunque fue él quien pagó, sintió un toquecito en el hombro.

Cuando se dio la vuelta se encontró con Jasmine Cates y Cecelia Clifton, dos voluntarias más de Thunder Canyon.

—¡Mira quién está aquí! —Cecelia sonrió—. Dean, creo que es la primera vez que te veo en el bar.

—Sí, mi hermano pensó que esta noche le vendría bien un cuidador.

Las chicas se rieron y Nick las saludó, sugiriendo que se sentaran los cuatro en una mesa vacía. Dean añadió unas monedas al cambio que Shelby había dejado en la barra e iba a seguir a los demás cuando le vibró el teléfono en el bolsillo. Lo sacó y vio que tenía una llamada de Abby, la mujer de su hermano Cade.

—Guardadme un sitio —dijo—. Voy a contestar esta llamada.

Salió, y cerca de la puerta, pulsó la tecla.

—Hola, Abby, ¿han llegado bien a casa papá y Cade?

—Sí, llegaron hace unas horas. Te llamo desde casa de tu padre. Cade y él están aparcados frente a la televisión viendo el partido.

—Sí, nosotros estamos haciendo lo mismo en el bar del pueblo.

—Cade me ha hablado de ese sitio. No tiene nada que ver con el Hitching Post, ¿verdad?

Dean pensó en el restaurante con bar estilo Oeste americano de Thunder Canyon, que había sufrido una completa renovación el otoño pasado.

—No se parece en lo más mínimo.

—Al menos hay un sitio en el pueblo en el que la gente puede relajarse y divertirse un poco. Tu padre y Cade nos han hablado del trabajo que habéis hecho desde que estáis ahí.

—Todavía queda mucho por hacer —afirmó Dean.

Su cuñada guardó silencio, y durante un instante Dean pensó que se había perdido la conexión.

—Esa es una de las razones por las que te llamo, Dean —dijo entonces Abby con tono preocupado—. Mi hermana Jasmine acudió a Rust Creek Falls con el primer grupo de voluntarios, y desde entonces solo hemos hablado con ella un par de veces.

—Ha sido una gran ayuda, Abby. Ha trabajado codo con codo con nosotros para limpiar la escuela, que estaba completamente inundada —Dean miró hacia el objeto de su conversación, que estaba sentada con su hermano con una cerveza en la mano—. De hecho, Cecilia y ella están aquí esta noche con Nick y conmigo.

—Oh, qué bien —Abby parecía aliviada—. ¿Te pido un favor? ¿Podrías echarle un ojo? El mes pasado sufrió una ruptura muy dolorosa, algo que nadie de la familia entendimos porque el chico con el que salía parecía perfecto para ella.

Como si no fuera suficiente con tener que cuidar de Nick.

—Mira, Abby, no creo que me corresponda a mí…

—No te estoy pidiendo que la espíes. Solo que te asegures de que no cometa ninguna estupidez. Por favor.

Dean dejó escapar un suspiro. No podía negarle nada a Abby.

—De acuerdo.

Dean se estaba guardando el móvil en el bolsillo unos segundos más tarde cuando se oyó el sonido de cristales rotos.

Se dio la vuelta y vio a una de las camareras pegada a Shelby. Entre ellas había una bandeja volcada y unas botellas de cerveza rotas en el suelo. Entonces, Shelby se recompuso y dio un paso atrás.

—Bueno, alguien va a tener suerte esta noche —se agachó para recoger las botellas rotas—. Al menos conseguirá una cerveza a cuenta de la casa.

Dean contuvo el deseo de ir a ayudarla a limpiar. Sobre todo al ver que la otra camarera se limitaba a agarrar su bandeja y seguir con lo suyo.

Shelby le miró. El mensaje de su mirada era claro.

«No te acerques».

Así que Dean fue a reunirse con sus amigos y ocupó la silla vacía al lado de la de Jasmine. Nick y Cecilia estaban en la abarrotada pista de baile, cada uno con una pareja. Dean giró la silla para mirar hacia el bar. Sí, para poder echarle un ojo a Shelby. Y no, no sabía por qué, pero había algo en ella que le llamaba la atención.

Unos instantes más tarde, Shelby salió con una bandeja llena de cervezas para los vaqueros de una mesa cercana. Charló con ellos, e incluso permitió que uno de los hombres le deslizara los dedos por el antebrazo antes de retirarse con la misma sonrisa distante que le había regalado a él.

Cuando se dio la vuelta, le pilló mirándola.

Shelby entornó un instante los ojos, y Dean se preguntó por un instante si debía ser él quien retirara la mirada. Pero Shelby se limitó a darse la vuelta sobre sus botas de vaquera y volvió a la barra.

Dean apuró la mitad de la cerveza y luego se dio cuenta de que había una creciente pila de papelitos en la mesa.

—¿Estás decidida a dividirla en la mayor cantidad de fragmentos posible? —le preguntó a Jasmine mirando cómo deshacía la etiqueta plateada de la botella de cerveza con la uña.

—No empieces, Dean. Esta noche no —ella agarró con fuerza la cerveza, pero luego se pasó la mano por la mejilla.

Estaba llorando. Dean pensó en lo que Abby acababa de contarle.

—¿Estás bien? ¿Quieres hablar de ello?

Jasmine se apartó un rizo dorado del hombro y le miró a los ojos.

—No a las dos cosas, pero gracias por preguntar.

Dios, lo estaba haciendo fatal.

—¿Y qué te parece si bailamos?

Jasmine volvió a dejar la cerveza en la mesa.

—No, gracias. Solo quiero quedarme aquí sentada, ¿de acuerdo?

Dean asintió.

—De acuerdo. Pero si necesitas hablar con alguien…

—Eres un buen amigo, Dean —Jasmine se inclinó hacia delante y le dio un beso fugaz en la mejilla—. Pero, por favor, cállate.

Dean obedeció y se reclinó en la silla, dirigiendo al instante la mirada hacia la guapa camarera.

Su mente repitió las palabras que había pronunciado su hermano sobre Shelby. Aquellos rumores no podían ser ciertos, y menos teniendo en cuenta cómo le había rechazado a él. ¿Y por qué le importaba tanto que le mirara como si fuera un trozo de barro que se le había quedado pegado a las botas?

Capítulo 2

Típico de los hombres. No se conformaban con lo que tenían delante.

Shelby Jenkins podría estar pensando en cualquiera de los clientes que había aquella noche en el Ace in the Hole, pero no. El hombre que ocupaba sus pensamientos incluso un día después era Dean Pritchett.

Y todo porque le había pillado mirándola más de una vez la noche anterior.

A pesar de que tenía a una chica guapa prácticamente sentada en su regazo y besándole. La misma chica con la que se había marchado unas horas más tarde.

De acuerdo, tenía que admitir que ella le había mirado antes, cuando sus miradas se encontraron en el espejo que había detrás de la barra, pero solo porque acababa de contar el dinero que Dean le había dejado en la barra antes de ir a sentarse a la mesa con su hermano y sus amigas.

¿Una propina del cien por cien por cuatro cervezas?

Lo primero que se le pasó por la cabeza fue devolverle el dinero.

Era muy consciente de todos los jueguecitos de cantina, y no estaba interesada en formar parte de ninguno de ellos.

Y, sin embargo, su cuenta bancaria necesitaba cada dólar que pudiera obtener, y si aquel vaquero guapo y rubio pensaba que una propina generosa iba a conseguirle puntos, ella no tenía ningún problema en dejarle que pensara así.

Ni tampoco en dejarle las cosas claras si intentaba utilizar su generosidad para aprovecharse.

Shelby miró hacia la creciente clientela del viernes por la noche. Se acercaba la hora de cierre. Comprobó sin pensar los grifos de los barriles de cerveza para asegurarse de que estaban cerrados. Habían dado la última llamada veinte minutos atrás, y se sabía de memoria los pasos que tenía que dar.

Cuando tenía dieciocho años y había necesitado trabajo, había empezado a trabajar a tiempo parcial de camarera en el Ace. Dos años después, servir detrás de la barra había sido una bendición. Enseguida aprendió las habilidades necesarias observando a las demás camareras y con muchas horas de práctica.

También aprendió de paso una dura lección sobre acostarse con un par de vaqueros al azar. Tras dos intentos fallidos de encontrar pareja antes incluso de que terminara la primera cita, Shelby decidió que el sexo sin compromiso no era para ella. No le gustaba sentirse utilizada. Además, cuando descubrieron que no era tan salvaje y libre como ellos pensaban, su interés en ella se desvaneció más rápidamente que el rocío de la mañana. Así que había aprendido a estar sola.

Sospechaba que los hermanos Pritchett habían estado hablando de ella antes de que sus amigas se unieran a ellos, sobre todo después del modo en que Dean le sostuvo la mano cuando los presentaron. Estaba acostumbrada a los cotilleos, la perseguían desde los dieciséis años. Pero la entristecía que incluso los recién llegados se sintieran con derecho a juzgarla.

Y, sin embargo, Dean había estado a punto de acudir a su rescate la noche anterior, cuando Courtney, una de las camareras nuevas y antigua enemiga suya, se topó contra ella con una bandeja llena de bebidas. Shelby se mordió la lengua cuando Courtney murmuró que había sido culpa de ella. Y luego le dejó claro al vaquero que podía arreglárselas sola, como siempre había hecho.

Limpió lo que se había caído e incluso sonrió a los vaqueros cuando les llevó las nuevas bebidas, cortesía de la casa.

Se estremeció al recordar el tacto sudoroso de uno de los tipos cuando se puso demasiado cariñoso. Algo que muchos de sus clientes consideraban que tenían derecho a hacer de vez en cuando.

Los pueblos pequeños. Shelby había nacido y crecido allí, y había sido etiquetada como uno de los ángeles caídos de Rust Creek Falls. Estaba más que harta.

Por eso su propósito de dejar algún día el pueblo había pasado a convertirse en una urgencia.

—Si sigues frotando la barra de ese modo le vas a hacer un agujero —dijo una voz ronca a su espalda.

Shelby se dio cuenta de que llevaba un buen rato limpiando el mismo punto. Arrojó el trapo al fregadero.

—Creí que te habías ido ya, Rosey —se giró y miró a su jefa—. ¿No tienes a nadie esperándote en casa?

—Sam me ha tenido esperando los últimos tres meses. Puede seguir unos minutos más con los pantalones subidos —la dueña del Ace se acercó al fondo de la barra y subió con destreza dos taburetes—. Además, no puedo marcharme sin cerrar como Dios manda.

Los vaqueros de la mesa cercana no se molestaron en disimular las abiertas miradas a Rosey, que estaba estupenda con sus vaqueros ajustados, la camisa de estilo pirata y el cinturón de cuero. Tenía el pelo negro como el ala de un cuervo que le caía hasta los hombros, los pómulos altos y una complexión esbelta. Parecía mucho más joven que alguien que acababa de celebrar su sesenta y cinco cumpleaños.

La gente gruñó cuando Rosey se acercó a la gramola y buscó una moneda en el bolsillo. Todo el mundo sabía lo que tocaba ahora.

Los gustos musicales de la clientela del bar se ceñían escrupulosamente a la música country de todas las épocas. Pero Rosey era hija de los sesenta, y le encantaban los grandes clásicos del rock antiguo.

Shelby apoyó los codos en la barra y sonrió. Cuando su jefa metió cuatro monedas de veinticinco centavos y pulsó su selección, el grupo que estaba en una de las mesas se marchó. Y cuando sonaron los primeros acordes, los vaqueros de una de las mesas apuraron sus cervezas y se marcharon también.

—Rosey, ¿de verdad tienes que poner esas viejas canciones todas las noches?

La dulzura de la voz femenina que llegó desde la mesa del fondo no ocultaba el sarcasmo que borró la sonrisa del rostro de Shelby.

Las viejas bromas del instituto volvían a asomar sus feas cabezas.

—A nadie le gusta esa música vieja —continuó la remilgada rubia, que estaba sentada con dos amigas—. Excepto tal vez a los que nacieron en esos años oscuros.

Rosey se detuvo en una mesa que acababa de quedar libre y la limpió. Pasó por delante de la mesa de las chicas y señaló en su dirección con una botella vacía.

—Terminen sus bebidas, señoritas. Ya ha pasado su hora de acostarse.

Se les borró la sonrisa de la cara y siguieron hablando entre ellas.

Shelby agarró las botellas de su jefa y las dejó en la papelera de reciclaje.

—¿Cómo lo haces?

—Llevo enfrentándome a los comentarios impertinentes de los clientes desde que tengo edad legal para beber, así que no dejo que me afecten —Rosey se inclinó y le dio un caderazo cariñoso—. Tú deberías hacer lo mismo.

Era más fácil decirlo que hacerlo.

Shelby forzó una sonrisa y se giró hacia Rosey.

—Yo apenas supero la edad legal para beber, ¿recuerdas? Fui a la escuela con esas chicas.

—Sí, pero tú eres un alma vieja. Por no mencionar la perspectiva de lo que es importante en la vida —Rosey señaló con la cabeza hacia la mesa de las jóvenes—. Además, esta noche han bebido demasiado. ¿No te importa quedarte tú sola a cerrar?

La sonrisa de Shelby fue ahora auténtica cuando se inclinó hacia Rosey y le dio un rápido abrazo. A pesar de los años que las separaban, era su mejor amiga.

—Solo queda la mesa de las chicas y una con vaqueros en la esquina, los nuevos trabajadores del rancho McIntyre —Shelby dio un paso atrás—. Estoy segura de que todo el mundo se habrá marchado antes de que cante Elvis.

Rosey siempre terminaba su selección con una canción de amor del Rey.

—Ah, perdón. ¿Es demasiado tarde para tomar una cerveza?

Aquella voz grave de hombre hizo que Shelby se diera la vuelta.

Dean Pritchett.

Acababa de pasar justo la puerta de entrada del bar, e iba vestido más de sport aquella noche, con vaqueros desteñidos y una sencilla camiseta negra. La gorra de béisbol que llevaba en la cabeza había conocido mejores tiempos.

—Pensaba que ya habíais cerrado —continuó él avanzando unos pasos—. Pero luego oí la gramola y decidí probar suerte.

—Ya hemos dado el último aviso —a Shelby le salió la respuesta estándar sin pensar en ella, mientras su mente registraba que estaba solo. Ni su hermano ni ninguna rubia guapa cerca—. Lo siento, cerramos en menos de quince…

—Bueno, tal vez podamos servirle algo rápido —intervino Rosey interrumpiéndola—. Bueno, a menos que tenga algún problema con la selección musical.

Dean ladeó la cabeza y pareció escuchar atentamente antes de hablar.

—¿Quién podría tener algún problema con The Tokens? En la quietud de la noche es un clásico.

A Rosey se le iluminó la cara.

—Puedes quedarte. Shelby, sírvele una cerveza a este hombre.

—Gracias, señora.

—Por favor, no me llames señora. Mi nombre es Rosaline Marguerite Shaw, pero todo el mundo me llama Rosey —le tendió la mano.

Shelby sacó una cerveza de la nevera y vio como Dean estrechaba la mano de su jefa y caía bajo su hechizo, como todos los hombres que la conocían. Entonces, ¿por qué sintió un nudo en el estómago?

—Dean Pritchett —se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en la barra—. Este sitio es muy agradable, Rosey.

—Mi último ex valoraba más su libertad que este garito. A veces me pregunto quién salió beneficiado en el acuerdo.