Enfermar y curar - Estela Roselló Soberón - E-Book

Enfermar y curar E-Book

Estela Roselló Soberón

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Beschreibung

Mediante una serie de historias de vida que se introducen en los rincones más íntimos y secretos de la vida cotidiana femenina, el lector se adentrará en un universo de relaciones entre mujeres y curanderas, sujetos que tuvieron que construirse como personas a partir de la negociación constante entre los estereotipos femeninos de la cultura católica barroca y las experiencias personales que no siempre coincidieron con aquellas creencias preconcebidas. Amor y desamor, enfermedad y curación, maternidad y deseo son los hilos conductores que cruzan los relatos de este libro. En sus páginas, la historia de las emociones, el cuerpo y el individuo moderno muestran la complejidad y la diversidad de la construcción y experiencia de la femineidad en un reino americano, mestizo y barroco como fue la Nueva España.

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Seitenzahl: 459

Veröffentlichungsjahr: 2018

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ENFERMAR Y CURAR

HISTORIAS COTIDIANAS DE CUERPOS E IDENTIDADES FEMENINAS EN LA NUEVA ESPAÑA

HISTÒRIA / 181

DIRECTORES

Mónica Bolufer Peruga (Universitat de València)

Francisco Gimeno Blay (Universitat de València)

Pedro Ruiz Torres (Universitat de València)

 

 

CONSEJO EDITORIAL

Pedro Barceló (Universität Postdam)

Peter Burke (University of Cambridge)

Guglielmo Cavallo (Università della Sapienza, Roma)

Roger Chartier (EHESS)

Rosa Congost (Universitat de Girona)

Mercedes García Arenal (CSIC)

Sabina Loriga (EHESS)

Antonella Romano (CNRS)

Adeline Rucquoi (EHESS)

Jean-Claude Schmitt (EHESS)

Françoise Thébaud (Université d’Avignon)

ENFERMAR Y CURAR

HISTORIAS COTIDIANAS DE CUERPOS E IDENTIDADES FEMENINAS EN LA NUEVA ESPAÑA

Estela Roselló Soberón

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Estela Roselló Soberón, 2017

© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2017

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Ilustración de la cubierta:

Joaquín Sorolla, Después del baño (1916). Museo Sorolla

Maquetación: Inmaculada Mesa

Corrección: Communico-Letras y Píxelex, S. L.

ISBN: 978-84-9134-209-0

ÍNDICE

ALGUNAS ACLARACIONES ANTES DE INICIAR

PRIMERA PARTELAS CURANDERAS EN LA NUEVA ESPAÑA: HISTORIAS BARROCAS DE IDENTIDAD FEMENINA

I. EL SIGLO XVII ESPAÑOL: UNA CULTURA DE PERSONAS Y DE PERSONAJES

1. El ser humano en un mundo en transformación

2. La persona en el pensamiento cristiano

3. El barroco novohispano y las mujeres como personas

4. El caso de Ana de Vega: una curandera mulata de Puebla de los Ángeles

5. Individuo y sociedad: Ana de Vega y los pormenores de una identidad femenina novohispana

II. CURAR Y SER MUJER EN LA NUEVA ESPAÑA

1. Lo femenino y el oficio de curar

2. Las curanderas y su función social

3. Atributos y cualidades personales de las curanderas

III. HEROÍNAS O BRUJAS: EL SUJETO, LA FAMA Y LA REPUTACIÓN

1. Las curanderas como personas

2. Las curanderas como personajes: la buena y la mala fama

SEGUNDA PARTEEL CUERPO EN EL CENTRO: LA IDENTIDAD Y LA INTIMIDAD FEMENINAS EN LA COTIDIANIDAD DE LA NUEVA ESPAÑA

I. EL CUERPO Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA PERSONA EN LA CULTURA DEL BARROCO Y LA REFORMA CATÓLICA

1. El cuerpo en el pensamiento cristiano

2. Cuerpo y sujeto en las sociedades de la Temprana Edad Moderna

3. El cuerpo femenino en la cultura católica hispánica del siglo XVII

4. El cuerpo femenino en el universo simbólico novohispano

II. ENFERMAR, CURAR Y SANAR

1. Micaela de Ybarra: « lo que tenía le quité, agora lo que tiene veamos si hay quién se lo quite»

2. Francisca Avilés y la hidropesía de doña Antonia López de Cárdenas.

3. Las manos de Ana de Estrada

4. Los ardores de Manuela María y los granos de Lucía

5. Doña Ana Manríquez de Lara y su mal de San Lázaro

III. ATRAER Y DESEAR: LO SECRETO Y LO ÍNTIMO EN LA COTIDIANIDAD FEMENINA

1. Los chupamirtos de Agustina de Lara

2. Entre médicos y curanderas: los accidentes melancólicos de doña Tomasina del Castillo

IV. UNA VEZ MÁS, EL CUERPO EN EL CENTRO: COMPLICIDADES DE LA COTIDIANIDAD FEMENINA

1. Los servicios de Micaela de Linares

2. La lectura de manos de Inés Cano de Montezuma

3. Madalena: estar o no, el gran enigma cotidiano

4. La Madre Chepa, Isabel Hernández, Catalina González y una vez más, la Linares: menesteres en el oficio de partear

PARA CONCLUIR

DETRÁS DEL ESPEJO DE ISABEL HERNÁNDEZ

BIBLIOGRAFÍA

ALGUNAS ACLARACIONES ANTES DE INICIAR

El libro que el lector tiene en sus manos surgió como parte de una historia que se remonta al año 2009. Fue entonces cuando la doctora Alicia Mayer me hizo la generosa invitación de formar parte de la planta de investigadores del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM que ella dirigía. La idea era ingresar en el Instituto tomando la estafeta de la doctora Josefina Muriel y continuar, así, con la tarea de investigar la historia de las mujeres en la Nueva España. La invitación constituía un honor y, a la vez, una verdadera responsabilidad, ya que, por un lado, había que dar continuidad a la importante labor de la doctora Muriel, pero, por otro, había que pensar en aquellos problemas que hacía falta explorar y abordar desde otras metodologías y otras perspectivas historiográficas para enriquecer el conocimiento de las mujeres en la historia colonial.

Hablar de historia de las mujeres en la Nueva España era acercarse, de manera obligatoria, al trabajo de Pilar Gonzalbo Aizpuru, Asunción Lavrín, Rosalva Loreto y Doris Bieñko de Peralta. En el caso de la primera, su obra constituía y constituye el punto de partida fundamental para todos aquellos historiadores interesados en escribir la historia de las mujeres de aquella sociedad, muy especialmente de aquellos que desean comprenderla y conocerla desde el fenómeno de la educación y de la vida cotidiana. En el caso del resto, sus investigaciones eran y son la referencia necesaria para escribir la historia de la religiosidad femenina y la vida en los conventos de monjas novohispanas. En realidad, yo no quería hacer historia de las monjas, ni tampoco de la educación; sí, en cambio, de la vida cotidiana.

Durante mucho tiempo, el tema de la construcción del sujeto, de la conciencia individual, de las identidades y de la persona en los siglos XVI y XVII había sido mi interés primordial y mi obsesión más constante.1 Comprender los procesos mediante los cuales los hombres y las mujeres de aquella época habían experimentado la individualidad, la forma en que estos habían cobrado conciencia de quiénes eran y de en qué medida eran responsables de sus actos, de sus decisiones y de sus vidas me parecía no solo un tema fascinante, sino un problema de mucha relevancia para entender la historia de los procesos que han permitido que las personas se constituyan como personas a lo largo del tiempo.

Por otro lado, hacía tiempo que me había introducido en el estudio de la historia de las emociones y, de manera más reciente, en la historia del cuerpo. Pronto comprendí que lo que yo quería escribir era una historia sobre los procesos mediante los cuales las mujeres de la Nueva España se habían hecho más conscientes de su individualidad y de quiénes eran a partir de la relación cotidiana con su cuerpo. Dicha historia debía ofrecer la oportunidad de explorar la historia de la conciencia personal femenina, de la subjetividad y del yo interior de las mujeres en la Nueva España.

Ahora bien, no me interesaban las monjas, de las que se había escrito más, sino las mujeres seglares, de quienes, más allá de los trabajos de Pilar Gonzalbo, no se había dicho tanto o, por lo menos, no de la manera en que yo quería decirlo.

Ciertamente, los trabajos sobre religiosidad femenina y más específicamente sobre la escritura de las monjas tocaban de manera importante el problema de la construcción del sujeto. Tanto Lavrín como Loreto y Bieñko habían hablado de la importancia de la experiencia de la sensualidad en la construcción del yo entre las monjas novohispanas que escribían. En el caso de las demás mujeres, las que salían de sus casas todos los días a los mercados, las plazas, las calles y las iglesias, la historia prácticamente no se había acercado a los espacios más privados en donde ellas mismas observaban y vivían su cuerpo de forma más próxima y cercana. Aquel era el lugar en el que yo me quería colocar para recoger huellas e indicios de la intimidad femenina en aquella sociedad.

Lo siguiente fue buscar los documentos. En principio, encontrar las fuentes para reconstruir la relación cotidiana de las mujeres de la Nueva España con su cuerpo no parecía fácil. A diferencia de lo que ocurre con la historia europea del mismo periodo, la pintura no parecía muy útil para esta investigación. La temática religiosa, pero más aún la presencia de escenas y personajes prácticamente idénticos a los presentes en las pinturas europeas, impiden rastrear huellas de la cotidianidad propiamente novohispana en el arte colonial. Quedan siempre los cuadros de castas del siglo XVIII, pero en ellos, más allá de algunas posturas para desempeñar ciertos oficios –la manera de sentarse para echar las tortillas, la forma de acomodarse para hilar en los telares, el modo como algunas vendedoras cargan los bultos o las cestas, por mencionar solo algunas– o de las distancias físicas y gestos de afecto entre padres e hijos, esposos y esposas, tampoco se revela mucho sobre la relación cotidiana de las mujeres novohispanas con su propia corporalidad. Por otro lado, los cuadros de castas también plasman, en realidad, imágenes que obedecen más a estereotipos y modelos ideales que a otra cosa. En cuanto a otro tipo de fuentes pictóricas, tales como las escenas de paseos y de ciertas diversiones presentes en algunos biombos de la época, estas tampoco dicen mucho sobre el fenómeno que me interesaba explicar.

Porque el objeto de esta investigación era rastrear indicios que ayudaran a escuchar la voz de las mujeres al referirse a su cuerpo. Evidentemente, encontrar fuentes que permitieran escuchar aquella voz no era tarea sencilla. Sin embargo, las fuentes inquisitoriales que yo conocía abrían bien la posibilidad de rastrear detalles microscópicos de la vida cotidiana de muchas mujeres que, en efecto, manifestaron sus preocupaciones corporales diarias de diferente manera.

Aquí merece la pena hacer una aclaración importante: en el caso de esta investigación, utilizar las fuentes inquisitoriales resultaba francamente atractivo porque era la vía más útil para abrir una ventana desde la que asomarse a las realidades más íntimas, privadas y cotidianas en torno a la relación que tenían muchas mujeres novohispanas con su cuerpo. Sin embargo, no me interesaba rastrear las prohibiciones o la condena que el Santo Oficio pudiera haber hecho hacia ciertos comportamientos vinculados con la experiencia corporal femenina. Además, también es importante decir que lo que se buscaba en este tipo de fuentes eran palabras, situaciones, preocupaciones, emociones, rutinas, hábitos, prácticas o comportamientos que permitieran descifrar y reconstruir los significados de dicha experiencia en aquella sociedad virreinal. Es decir, de acuerdo con lo que se estaba buscando en dichas fuentes, tampoco era relevante analizar los documentos inquisitoriales desde una perspectiva institucional; no interesaba detenerse en la naturaleza de los procesos, en lo que estaba detrás de los interrogatorios ni en los propios juicios. Solo interesaba rastrear los detalles microscópicos de la realidad corporal femenina que podían encontrarse en ellos.

Ahora bien, a pesar de que a lo largo de la investigación no se estudiarían los aspectos propiamente institucionales de la Inquisición, sin duda había que tomar en cuenta las posibilidades heurísticas de este tipo de fuentes, reparar en sus silencios y en sus posibles tendenciosidades. Durante siglos, la Iglesia había visto el cuerpo femenino con recelo y suspicacia y, en ese sentido, el Santo Oficio había fungido como un observador privilegiado.

En la vida cotidiana, la Inquisición se interesó por vigilar cualquier comportamiento o realidad corporal femenina que pudiera atentar contra el dogma o la ortodoxia cristiana y, en ese sentido, que hubiera podido poner en riesgo el orden y la estabilidad social. De ahí la persecución inquisitorial de relaciones incestuosas, adúlteras o bígamas, situaciones que se veían registradas en muchos de los documentos que se revisaron para construir el cuerpo de fuentes para esta investigación. Sin embargo, como lo que interesaba no eran las prohibiciones o tabúes perseguidos por la Iglesia, ni el afán de control de esta institución sobre el cuerpo femenino, la información sobre «delitos sexuales» no se analizó en función de las prohibiciones, sino aprovechando los detalles sobre la cotidianidad corporal femenina que este tipo de documentos proporcionaba.

Por su parte, las historias que hablaban sobre la salud y la enfermedad comenzaron a aparecer cada vez más ricas y sugerentes. En ellas, los sujetos enfermos hablaban de sus dolores, describían sus sufrimientos y molestias físicas y revelaban, también, todo lo que hacían en busca del alivio y la curación de sus males. Esta documentación registraba los nombres que las mujeres utilizaban para referirse no solo a sus padecimientos, sino también a sus síntomas, a las partes de su cuerpo, a diversas sensaciones corporales cotidianas; así como a sus miedos y a sus esperanzas. Las historias que narraban las experiencias cotidianas en torno a la salud y a la enfermedad permitían mirar a muchas mujeres que durante días, semanas o meses observaban la evolución de sus propios cuerpos, lo cual parecía cada vez más interesante en el intento de reconstruir la historia de la experiencia del yo interior femenino en la cotidianidad.

Poco a poco, las fuentes se fueron decantando y así, al final, decidí concentrar mi estudio en un conjunto de procesos y denuncias inquisitoriales en contra de sujetos absolutamente vinculados con la experiencia femenina de enfermar y sanar, como fueron, precisamente, las curanderas de la Nueva España.

De esta manera, conforme la pesquisa de fuentes avanzó, estas mujeres se convirtieron en coprotagonistas de la historia que quería contar: una historia que reconstruyera la relación cotidiana de las mujeres con su propio cuerpo, pero también sobre el universo de relaciones sociales que se habían tejido entre las curanderas y sus pacientes. En efecto, las historias de las curanderas, del cúmulo de sus conocimientos, sus acciones y procederes ofrecían, ya en sí mismas, el material de una historia que valía muchísimo la pena narrar. Eso sin tomar en cuenta la cantidad de detalles y minucias que los procesos en su contra arrojaban para explorar la realidad corporal femenina en muchas de sus dimensiones más cotidianas. De este modo, y casi de forma natural, los procesos y las denuncias contra curanderas se convirtieron en el cuerpo documental central de esta investigación.

Finalmente, el tema de esta terminó por definirse. La historia que se contaría sería una historia de mujeres en la Nueva España. También, una historia que revisaría la importancia que había tenido la experiencia cotidiana del cuerpo en la construcción de las identidades femeninas y del yo interior de las mujeres en aquella sociedad. Pero además, ahora, el horizonte se había ampliado. Al final, contar dicha historia desde la actuación de las curanderas, en la vida de las comunidades, barrios, ciudades, reales de minas y haciendas del virreinato, permitía hacer un estudio sobre quiénes habían sido aquellas mujeres, sobre qué las había hecho diferentes a otras, así como sobre la función que habían tenido aquellos personajes femeninos como intermediarios y negociadores culturales en el entramado de relaciones sociales en donde el cuerpo de otras mujeres había estado en el centro.

A decir verdad, poner la mirada en las curanderas de la Nueva España y en sus propias historias de vida también abonaba a favor de esa historia que buscaba comprender mejor el desarrollo de la subjetividad y la individualidad femeninas en aquella sociedad. Una vez ya definido este nuevo propósito, había que reparar nuevamente en la naturaleza particular de las fuentes inquisitoriales. Es decir, era necesario tener conciencia de los prejuicios, estereotipos y lugares comunes que se les atribuía para referirse a las curanderas y a sus historias.

Existían ya algunos estudios sobre curanderas en la Nueva España; sin embargo, para mi sorpresa, estos eran escasos y la mayor parte de ellos se habían hecho más desde la antropología que desde la historia. Los trabajos de Noemí Quezada y de Gonzalo Aguirre Beltrán eran los referentes clásicos. Más allá de estos, la historiografía novohispana se había ocupado más bien poco de estas mujeres.2 Es importante señalar que las investigaciones de Quezada y Aguirre Beltrán habían estudiado a las curanderas con el afán de comprender mejor la historia de la medicina novohispana, así como para mostrar la evidencia de eso que ellos entendían como «cultura mestiza» y que, de acuerdo con dichos autores, se expresaba, precisamente, en el actuar de estos personajes.

La historia que se presenta en este libro no es una historia de la medicina novohispana; tampoco es una historia sobre el fenómeno del mestizaje. Sin embargo, evidentemente, uno de sus temas centrales es el significado que tuvieron la salud y la enfermedad en el universo cultural novohispano. Al mismo tiempo, no es el propósito de esta investigación indagar en el complejo y polémico fenómeno del mestizaje, si bien en varios momentos se hará mención de la presencia de elementos procedentes de diversas tradiciones culturales en los tratamientos, conocimientos y procedimientos terapéuticos que las curanderas utilizaron en su quehacer.

Hay algunas cosas más. La primera: efectivamente, la categoría de «curandera» podría ponerse en tela de juicio al pensar que las fuentes que se utilizaron para estudiar a estos sujetos históricos fueron las inquisitoriales. Me explico. Ciertamente, en la Nueva España hubo muchas mujeres que fueron procesadas por el Santo Oficio al ser acusadas de ser curanderas. Como se verá a lo largo de las siguientes páginas, esta fue la denominación con la que se llamó a mujeres cuyas identidades individuales fueron no solo muy diferentes entre sí, sino también múltiples y diversas incluso para cada una de ellas. Sin embargo, a diferencia de las categorías de «bruja» o «hechicera», que muchas veces eran nombres utilizados más bien por la Inquisición o por la propia población que deseaba perseguir a mujeres que parecían peligrosas o al menos diferentes a las demás, en el caso de las curanderas dicho apelativo era utilizado por ellas mismas para identificarse y presentarse ante los otros.

Ser curandera o presentarse como tal no era lo mismo que ser bruja o hechicera. Si bien muchas mujeres que se identificaron con aquel oficio pudieron ser miradas o catalogadas de lo segundo, e incluso practicar ciertos procedimientos cercanos a la magia y a la hechicería, las mujeres que se consideraban curanderas y que eran vistas como tal se dedicaban, sobre todas las cosas, al arte de aliviar el dolor de los demás. Dolor que, en efecto, muchas veces era físico y producto de algún accidente, padecimiento o enfermedad, pero que en otras ocasiones –hay que decirlo desde ahora– era más bien afectivo y emocional.

Ahora bien, dada la naturaleza de las fuentes que se utilizaron para esta investigación, es decir, los documentos inquisitoriales, las curanderas de las que habla este libro son de todas las calidades con excepción de la indígena. Evidentemente, muchas de las curanderas que trabajaron en el mundo rural y urbano de la Nueva España fueron indias. Y si bien estas no pudieron haber sido procesadas ni juzgadas por el Santo Oficio a partir de la segunda mitad del siglo XVI y, por lo tanto, tampoco haber sido protagonistas de los documentos que he utilizado para escribir esta historia, muchas de ellas sí aparecen en estas fuentes, ya sea como ayudantes o acompañantes de las curanderas propiamente procesadas o acusadas ante la Inquisición, ya sea como personajes a los que se hace referencia de manera tangencial por parte de los testigos o las propias acusadas.

Es importante señalar, asimismo, que no todas las curanderas de la Nueva España fueron perseguidas. Muchas de ellas ejercieron su oficio dentro de los cánones más estrictos de lo que establecía el Protomedicato.3 Es probable que sus historias se puedan reconstruir a partir de otro tipo de documentos, pero las que protagonizan la historia de este libro fueron curanderas que vivieron en los márgenes de lo permitido y lo prohibido, condición que las hizo, en un estudio dedicado a los procesos de construcción de identidades individuales y del yo interior femenino, sujetos especialmente atractivos.

Para los historiadores dedicados al estudio de la Nueva España, el tema del cuerpo tampoco ha sido un asunto que haya llamado especialmente la atención. Este vacío historiográfico volvía aún más interesante la posibilidad de contar la historia que me estaba imaginando. Para subsanar la ausencia de trabajos sobre la historia del cuerpo en esta sociedad virreinal y americana, eché mano de la enorme producción que la historiografía europea –muy especialmente la española, la británica, la italiana y la francesa–tiene para el estudio del cuerpo, en general, y del cuerpo femenino en la Temprana Edad Moderna, en específico.

Por otro lado, tanto para abordar el estudio del cuerpo femenino en la Nueva España como para analizar la importancia y la función que habían tenido las curanderas en la articulación de diversas relaciones en aquella sociedad, decidí acercarme a varios autores de la antropología clásica que, sin duda, sugirieron muchas de las preguntas, las hipótesis y las ideas principales de esta investigación. En ese sentido, una de las particularidades de esta es, inevitablemente, el acercamiento a la mirada antropológica para urdir explicaciones históricas.

Otra aclaración más, de orden también metodológico. Una vez que se tuvieron claras las fuentes, los dos ejes temáticos –por un lado, las curanderas en sí mismas y, por otro, la construcción de la conciencia y las identidades femeninas a partir de la relación cotidiana que las mujeres tenían con su propio cuerpo–, así como la riqueza de acercarse a las obras antropológicas para encontrar un hilo conductor que articulara las reflexiones y el análisis histórico, hubo que decidir cómo se quería narrar esta historia. Esta vez, la respuesta fue casi automática: esta se contaría a partir de las historias de vida. Así, los trabajos de historia de las mujeres de Natalie Zemon Davis fueron, evidentemente, muy sugerentes e iluminadores. También lo fueron, sin duda, el trabajo y las reflexiones que se desprendieron del Seminario de Historias de Vida en la Nueva España dirigido por el doctor Gabriel Torres Puga, del que formé parte entre 2009 y 2012.

Solo me queda hacer una última pausa, antes de empezar propiamente la narración de esta historia; la más importante, quizás: agradecer a todas las personas e instituciones sin las cuales habría sido verdaderamente imposible llevar a cabo esta investigación.

En primer lugar, quiero mostrar mi agradecimiento al Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, en el que he encontrado todo el apoyo académico y todas las condiciones necesarias para hacer de mi trabajo un verdadero placer. A los estudiantes y becarios que me ayudaron con la transcripción de muchos documentos y con la organización del material bibliográfico: Marina Téllez, Paulina Leal, Melina Figueroa, Angélica Muñoz, Aura M. Medina, Óscar Chávez y, muy especialmente, Francisco Ríos.

A lo largo de este camino, he tenido la suerte de conocer y encontrarme con personas que me han enseñado mucho sobre la historia de las mujeres, que me han mostrado otras formas de hacer historia y que me han reconciliado, en gran medida, con este oficio. A Isabel Morant, todo mi agradecimiento por lo anterior, pero sobre todo porque la escritura de este libro se convirtió en el inicio de una generosa amistad con ella.

El recorrido para llegar hasta aquí fue largo y, por momentos, no poco accidentado. Durante este he tenido la fortuna de contar con la compañía y el cariño de mis amigos. A todos los que estuvieron allí no tengo palabras para agradecerles suficientemente su generosidad, aliento y sentido del humor. Muchos de ellos leyeron algunos borradores, dialogaron conmigo y me hicieron comentarios y sugerencias que enriquecieron bastante el trabajo de esta investigación. Por todo ello, gracias a Florencia Gutiérrez, Fausta Gantús, Daniela Gleizer, Susana Sosenski, Gabriel Torres Puga, Alfredo Ávila, Javier Sanchiz, Fernando Escalante, Gerardo Medina, Alejandro Araujo, Amaya Garritz, Pilar Martínez, Carmen Yuste, Ivonne Mijares, Alicia Mayer, Mario Vergara, Alberto Baena Zapatero, María Alba Pastor, Miruna Achim, Rosalva Loreto, Elia Espinosa y Jorge Traslosheros. Asimismo, gracias a Maricruz Arias por su cálida y sabia compañía, y gracias a Claudia Ayala por haber iniciado conmigo todo esto.

Por último, mi agradecimiento a Estela Soberón, Emi, José Luis, Galo, Natalia, Tere, Alfredo, Martha, Jaime y Jorge por su entrañable e incondicional estar. Y, por supuesto, a Galo y a Francisco, por iluminar siempre el camino.

1 Ya en la investigación sobre la construcción del sentimiento de culpa y el mecanismo del perdón en la Nueva España, estos habían sido temas de interés fundamental para mí. Mientras escribía el presente libro, tuve la fortuna de recibir la invitación de la doctora Mónica Bolufer para incorporarme a su proyecto de investigación colectiva sobre la construcción del yo interior en el Antiguo Régimen, lo cual fue muy estimulante para seguir con una investigación que, en efecto, se insertaba de maravilla en aquella temática.

2 En años recientes, se han escrito algunos otros trabajos que exploran el mundo de las curanderas en diferentes regiones de Nueva España. Entre ellos se encuentra, por ejemplo, el artículo de Raquel Martín Sánchez «Las hechiceras en la Colima novohispana: en busca de una genealogía de la práctica médica femenina», que describe y enumera una serie de documentos inquisitoriales en contra de algunas mujeres que se llamaban a sí mismas «médicas» o sanadoras en Colima en el siglo XVIII.

3 El Protomedicato fue un tribunal cuya función era vigilar el ejercicio y la enseñanza de la medicina, así como cuidar la higiene y la salud pública. Los orígenes del Protomedicato se remontan al siglo XV. En 1477, los reyes Fernando e Isabel hicieron efectivas las reglamentaciones para fundar dicha institución. Si bien en la Nueva España el tribunal se fundó cerca de 1630, ya desde 1525 el Ayuntamiento de la ciudad de México nombró al doctor don Francisco de Soto primer protomédico del reino; la función del doctor Soto consistió en controlar las actividades médicas de la capital del virreinato y evitar que ningún médico o cirujano sin título ejerciera el oficio. Véase José Ortiz Monasterio: «Agonía y muerte del protomedicato de la Nueva España, 1831. La categoría socio profesional de los médicos», Historias, 57 (enero-abril 2004), pp. 35-50.

PRIMERA PARTE

LAS CURANDERAS EN LA NUEVA ESPAÑA: HISTORIAS BARROCAS DE IDENTIDAD FEMENINA

I. EL SIGLO XVII ESPAÑOL: UNA CULTURA DE PERSONAS Y DE PERSONAJES

EL SER HUMANO EN UN MUNDO EN TRANSFORMACIÓN

Entre los siglos XV y XVI, el humanismo cristiano y, muy particularmente, el humanismo cristiano español insistieron en la idea de que el hombre poseía una dignidad especial que hacía de los seres humanos criaturas distintas al resto de las otras que habitaban en el universo. Bajo aquella mirada, el ser humano era único porque poseía razón, libertad y voluntad. Y era precisamente a partir de aquellas cualidades como el hombre podía tomar decisiones y convertirse en un sujeto autónomo, consciente, independiente y responsable de sus propios actos.1

La cultura barroca del siglo XVII no solo heredó el interés humanista en el problema del hombre, sino que se volcó sobre él, convirtiéndolo en el tema de reflexión más importante para muchos teólogos, escritores, poetas y juristas deseosos de explorar y comprender mejor la realidad humana.2A decir verdad, el interés de la cultura barroca hispánica en la indagación sobre el hombre se insertaba en un contexto histórico y cultural más amplio. En muchas regiones europeas, el Humanismo y el Renacimiento de los siglos XV y XVI habían concentrado su mirada en entender al ser humano como un individuo.3

Para la segunda mitad del siglo XVI y durante todo el siglo XVII, si bien de manera claramente distinta, los movimientos de las reformas religiosas, tanto el protestante como el católico, heredaron aquella mirada e intentaron desentrañar en qué consistían la verdadera libertad y la autonomía de los sujetos.4 En el caso de la Reforma católica y de las expresiones de religiosidad que se desprendieron de ella, el interés en comprender mejor la individualidad humana dejó a los hombres y a las mujeres expuestos a muchas dudas, preguntas y sentimientos vinculados con la preocupación por descubrir quiénes eran ellos mismos y también por descifrar cuál era el sentido de su propia existencia.

De esta manera, la cultura tridentina inauguró una serie de interrogantes que tenían que ver con el deseo y la posibilidad humana de construirse como un ser nuevo y distinto, pero también como un ser que vivía siempre bajo el auxilio y el auspicio de Dios. En ese sentido, la sensibilidad barroca planteó la intrínseca tensión entre la voluntad individual y la voluntad divina, así como la constante inquietud por hacerlas compatibles. También la cultura española del siglo XVII habló con especial interés de las apariencias que engañaban, de las realidades contrarias a lo que se miraba y se veía. Estaban, además, la vida y la muerte; la irremediable fugacidad de la existencia. Pero, sobre todo, entre los temas centrales: el hombre hecho a imagen y semejanza de su Creador. Es allí, en aquella analogía, donde el hombre podía reconocer y encontrar la trascendencia de su dignidad, de esa condición que lo convertía en una persona, es decir, en un sujeto capaz de ejercer su libre albedrío y decidir, con ello, el destino de su vida así en la Tierra como en el Cielo.

Efectivamente, para el siglo XVII, no solo el Barroco español se preguntó por todo esto. En muchas partes de Europa, el arte y la ciencia hicieron de la identidad, la responsabilidad individual y la consciencia temas centrales de sus reflexiones y expresiones.5 Muchos teólogos, filósofos, escritores, poetas, pintores y escultores se interesaron en explicar y plasmar la verdadera naturaleza del Hombre. Los avances científicos y tecnológicos, de la óptica y de la medicina, por ejemplo, permitieron observar detalles del cuerpo humano que no habían sido percibidos con anterioridad a simple vista.6 Pero además, los cambios, movimientos y transformaciones de orden económico, político, geográfico, social y cultural también incidieron en el surgimiento de aquella nueva conciencia en torno a la subjetividad.

Las guerras de religión, la expansión y consolidación de las monarquías, el desarrollo del racionalismo, las migraciones al Nuevo Mundo, la crisis económica, el embate de dos Iglesias proselitistas y combativas fueron algunos de los fenómenos que obligaron a los europeos de aquella época a plantearse nuevas preguntas y a colocarse frente a la vida de forma distinta a como lo habían hecho hasta entonces. En el caso español, el siglo XVII significó, además, un periodo en que el hambre, la miseria, las pestes, la baja demográfica asolaron la vida cotidiana de la mayor parte de la población. Todas estas condiciones generaron un ambiente mental y emocional particular, en el que dominaban las sensaciones de confusión, decadencia, desorden, pesimismo y soledad. La necesidad de encontrar caminos y respuestas que contribuyesen a descubrir nuevas certezas, a volver a encontrar el rumbo y, más mundanamente, que permitieran sobrevivir en una realidad difícil habría puesto a los sujetos en mayor contacto con sus propias necesidades, es decir, habría incrementado el ejercicio de la introspección y de la autoobservación.

Se ha hablado mucho sobre la cultura barroca española como aquella cultura obsesionada con la existencia de verdades engañosas y de un orden oculto detrás de lo aparente.7 En realidad, para España, el siglo XVII sí debió haber sido un periodo en que la realidad cambiaba y se transformaba de manera confusa y poco clara, lo que hubiera originado un estado en el que las cosas se volvían borrosas e imprecisas. En ese contexto, la pregunta por la identidad y por el ser habría cobrado características peculiares y particulares. Si todo era falso y lo que los ojos percibían era solo una máscara que escondía lo que había detrás, los seres humanos también formaban parte de ese juego de trampas y engaños. Si detrás de la apariencia de las cosas había realidades ocultas pendientes de descubrir y desentrañar, detrás de los hombres y las mujeres había identidades verdaderas que era necesario descifrar.8 El interés en revelar la verdadera identidad de los sujetos no debió de ser exclusiva de los otros, sino sobre todo una preocupación personal de cada uno de los seres humanos que, en medio de tanto cambio y confusión, de tantos problemas y penurias materiales, también tenía que ocuparse de desenredar el nudo de tensiones y contradicciones internas que lo constituían para comprender, así, quién se era en realidad. El camino de la introspección y del autoconocimiento no debió de ser sencillo, pero para aquellos que deseaban salvarse en el Más Allá y sobrevivir mejor en este mundo seguramente lo mejor fue no eludir recorrerlo.

Como en toda sociedad, en las sociedades barrocas españolas los sujetos tuvieron que representar diversos personajes. En el mundo de Gracián, Quevedo y Cervantes, las personas tuvieron que interpretar distintos papeles de acuerdo con lo que se exigía y se esperaba de ellas en diversos momentos y situaciones de la vida.9 En un orden social jerárquico, estamental y profundamente católico, los estereotipos de comportamiento ideal y virtuoso circulaban y eran bien conocidos por la población. Esto no significaba que la gente se esmerara en ser o vivir realmente de forma «virtuosa», pero sí, en cambio, que muchas personas habrían intentado fingir vivir de acuerdo con aquellos cánones, esto es, que habrían buscado aparentar serlo y actuar como si lo fueran. De esta manera, la vida cotidiana de aquellas sociedades se habría distinguido por la constante oscilación entre sujetos que buscaban comprenderse y constituirse como personas y la actuación o representación de distintos personajes por parte de estas. Antes de continuar, vale la pena hacer un breve paréntesis sobre el origen y el significado que tuvo el concepto de persona para el pensamiento cristiano y contrarreformista de la época.

LA PERSONA EN EL PENSAMIENTO CRISTIANO

Durante siglos, el problema del sujeto, la persona, el individuo y la identidad ha estado en el corazón del pensamiento cristiano. Desde los primeros tiempos del cristianismo, este heredó aquellos conceptos del pensamiento grecolatino y los incorporó a su nuevo discurso teológico.10

De esta manera, algunos de los primeros padres de la Iglesia retomaron el término latino identitas para referirse a «la cualidad de aquel que es el mismo (idem.)».11 De igual forma, el pensamiento cristiano habló del sujeto como aquel ser humano que poseía una «sustancia propia», mientras que definió al individuo como el ser que Dios había creado como una unidad indivisible.12

En cuanto a la noción de persona, esta fue una de las aportaciones más importantes del cristianismo al pensamiento occidental. Y a pesar de que definir el término ha sido y es siempre problemático debido a sus múltiples acepciones, cuando se busca el origen del significado cristiano de dicho concepto es necesario volver la mirada, una vez más, al pensamiento grecolatino. De acuerdo con la tradición ciceroniana, el cristianismo entendió que la persona era aquel atributo que el ser humano podía tener de «propio y singular». Por lo demás, el término remite, obviamente, al derecho romano, que define a la persona como aquel ser humano «libre, sujeto de derechos y deberes».

No existe ninguna definición de persona en las Escrituras judeocristianas. Sin embargo, hay en ellas un antecedente histórico y cultural que vale la pena considerar para rastrear el origen de dicho concepto en la historia occidental de nuestra era. Una de las características más importantes de la historia de salvación judeocristiana es la relación individual que existe entre el ser humano y un dios que no es una abstracción o un ser zoomorfo, sino un sujeto egocéntrico, inteligente, con voluntad y que es, en sí mismo, una persona.13 Es interesante pensar que, al estar hecho a imagen y semejanza de él, el hombre también lo sería.14

En realidad, en un principio, las reflexiones patrísticas en torno al concepto de persona se concentraron en entender la naturaleza de la Santísima Trinidad y no la del ser humano. Fue mucho tiempo después, ya en el siglo XIII, con santo Tomás, cuando los teólogos comenzaron a utilizar el concepto para referirse al hombre.15

Sin embargo, ya mucho antes, en el siglo IV, san Agustín había sugerido que el término persona provenía del vocablo latino personare, que significa ‘sonar a través de algo’; más específicamente, en latín, personare es ‘la voz que resuena a través de una máscara’.16 Estas eran las palabras que utilizaba el filósofo romano Boecio entre los siglos V y VI para explicar lo anterior: «El nombre de persona parece haberse tomado de aquellas personas que en las comedias y tragedias representaban hombres pues persona viene de personar porque, debido a la concavidad, necesariamente se hacía más intenso el sonido».17

Esta última definición interesa mucho para reflexionar en torno a la construcción de la persona en el periodo barroco, pues ofrece la sugerente imagen de un sujeto que se convierte en persona al hacer sonar su voz a través de una máscara y dar vida a un personaje.18

Pero regresando al punto central: en el pensamiento cristiano, la idea de persona se asoció siempre con la noción de unidad. De acuerdo con dicha religión, los sujetos solo pueden convertirse en personas cuando hay una unidad estructural dentro de ellos mismos, es decir, cuando existe una unión «de la sustancia y la forma, del cuerpo y del alma, de la conciencia y del acto».19 Los sujetos que gozan de dicha unidad son los únicos capaces de asumir un sentido de autoconciencia, de independencia, de autonomía y de responsabilidad individual.20

Durante la Edad Media, muchos teólogos y literatos insistieron en el concepto de persona en términos de la racionalidad, la individualidad y la naturaleza inmortal del alma de cada sujeto.21 Y es que, como se ha dicho ya, los siglos XVI y XVII fueron testigos de un incremento en el interés y la preocupación por comprender la importancia que tenían la persona, el individuo y la autoconciencia en el devenir de la vida y de la historia humana.22

Este fenómeno cultural se expresó lo mismo en el arte que en la religión, la ciencia y la filosofía. Así, por ejemplo, mientras pintores como Rubens y Rembrandt se dedicaron a plasmar los gestos irrepetibles y los movimientos propios de los rostros y los cuerpos que retrataban, muchos médicos –como Harvey o Sanctorius– realizaban autopsias para comprender el funcionamiento interno del cuerpo humano. Por su parte, algunos teólogos –como Richard Baxter o Miguel de Molinos– discernían en torno a los caminos para encontrar la salvación del alma, mientras Descartes y Spinoza reflexionaban sobre la naturaleza del raciocinio humano.23

Todo esto ocurría en el ámbito de las élites europeas del siglo XVII. Sin embargo, entre las personas comunes y corrientes, el tema de la salvación del alma, la nueva movilidad social, así como la intensificación de los intercambios materiales y culturales entre personas que viajaban y se movían de ciudad en ciudad, de un lado del océano al otro, también generaron nuevas posibilidades para explorar la propia subjetividad, así como una mayor autoconciencia sobre el peso que tenía la responsabilidad individual en la construcción de un destino y una personalidad particulares.

En el caso de las sociedades católicas, la importancia del libre albedrío en la toma de decisiones para controlar las pasiones del alma y los apetititos del cuerpo fue crucial en la constitución de hombres y mujeres que, al menos en teoría, tuvieron que hacer examen de conciencia y asumir sus responsabilidades cotidianas. Esto habría sido esencial en la construcción de sujetos que se vivieron a sí mismos como personas en aquel contexto cultural.

EL BARROCO NOVOHISPANO Y LAS MUJERES COMO PERSONAS

La sociedad novohispana del siglo XVII no fue idéntica a su homóloga peninsular. Las realidades americanas y mestizas de un orden económico, político y social que se había originado apenas un siglo antes imprimieron a dicha realidad particularidades que la hicieron distinta a la realidad europea. Por otro lado, lo que en España fue una época de crisis económica y moral, en este lado del mundo fue un periodo de recuperación material y de optimismo, al menos para el proyecto criollo que comenzaba a florecer, tomando la estafeta de aquello que en Europa estaba en plena decadencia y llegando a su fin.24

Es decir, mientras que en España las guerras, el hambre, las pestes y la pobreza habían tenido efectos terribles y habían provocado una importante baja demográfica en muchas regiones, en la Nueva España el siglo XVII, por el contrario, fue un momento de repunte poblacional e inicio de un periodo de recuperación y estabilidad económicas. Tras un siglo XVI que había diezmado a la población indígena, que había cimbrado y transformado por completo el antiguo orden de la sociedad prehispánica en aras de la fundación de un nuevo reino hispánico y católico, el siglo XVII significó el comienzo de un nuevo capítulo en la consolidación política y cultural de la sociedad virreinal.25

Ahora bien, no obstante las grandes diferencias entre un universo y otro, de este lado del mar, las culturas barroca y tridentina fueron centrales en la articulación de las relaciones sociales y culturales que dieron orden y sentido a la vida cotidiana. Si bien los sentimientos de confusión, desencanto, suspicacia y pesimismo que imperaban en la sociedad de la península no se vivieron así en la sociedad barroca y tridentina novohispana, lo cierto es que el disimulo, el encubrimiento, la hipocresía y el engaño sí formaron parte importante en el entramado de las relaciones cotidianas de esta sociedad. Y es que, como la peninsular, la novohispana fue una sociedad católica, jerárquica y estamental en la que las personas fluctuaban a lo largo de un amplio espectro de identidades que las hacían oscilar entre la persona y los diversos personajes que debían representar durante el transcurso de su vida. Porque además, a todos aquellos elementos ya presentes en el orden político, social y cultural español, se sumaba otro componente significativo: el de la calidad de las personas.26 Este último elemento materializaba esa identidad compleja que tenía que ver con la combinación de muchos aspectos entre los que se encontraba el origen indio, español o africano de cada sujeto.

Efectivamente, en un universo cultural así, el fenómeno de la construcción de las identidades personales, del sujeto, la persona y la individualidad no fue simple. En distintos momentos de su existencia, muchos hombres y muchas mujeres de muy diferentes orígenes, sectores, oficios, condiciones y calidades tuvieron que preguntarse por quiénes eran y las respuestas que obtuvieron no fueron siempre las mismas. En ocasiones, los sujetos tuvieron que preguntarse sobre su propia identidad en aras de actuar y conseguir mejores condiciones para subir de posición, moverse con mayor libertad e incluso sobrevivir. Como pasa siempre, en aquella sociedad, las identidades personales no fueron estáticas, sino más bien dinámicas y cambiantes, y así, un sujeto que en cierta época de su vida se presentaba y actuaba como indio en otro momento podía hacerse pasar como mestizo o incluso como español. Las identidades también podían fluctuar de situación en situación y, así, un mismo sujeto podía pretender presentarse a sí mismo como mulato y preferir que lo vieran como indio en otra circunstancia. Más allá del engaño o la simulación como estrategia de supervivencia, también es probable que los propios sujetos creyeran en la multiplicidad de sus identidades al justificarlas a partir de diferentes detalles presentes en sus propias historias de vida.27

Ahora bien, en el caso de las mujeres y de la construcción cotidiana de sus identidades individuales, de la construcción de ellas mismas como personas y de la actuación que tenían que desempeñar de diferentes personajes, el universo fue rico y complejo. Ciertamente, como se verá en las próximas páginas, en la Nueva España la cultura católica que predominó entre toda la población estableció modelos de comportamiento femenino ideal que todo el mundo conocía. A pesar de la enorme diversidad de mujeres que existió en la Nueva España –indias, mestizas, negras, mulatas, españolas, monjas, seglares, casadas, viudas, doncellas, solteras, vírgenes o amancebadas, por mencionar solo algunas de las identidades femeninas de aquella sociedad–, estas tuvieron que actuar dentro de un margen cultural que creaba ciertas expectativas en torno a lo que significaba ser mujer y a lo que debía ser la vida de las mujeres.

En realidad, es obvio que ninguna mujer pudo mantenerse completamente al margen de dichas expectativas; en ese sentido, es probable que algunas mujeres hayan tenido que aprender a actuar o a ser de acuerdo con lo que se esperaba de ellas o, al menos, que se hayan esforzado en lograrlo. Al mismo tiempo, es muy posible que muchas otras hayan conocido aquellos modelos, valores y representaciones de lo femenino y que no se hayan preocupado gran cosa por cumplir con ellos, actuar en consecuencia o parecerse a estos. No obstante, entre esos dos polos seguramente hubo una amplia gama de posibilidades; es decir, entre las mujeres que intentaban cumplir con el modelo ideal y aquellas otras que vivieron más bien despreocupadas por él, la mayor parte de la población femenina novohispana habría tenido que encontrar un punto medio para mirarse y construirse una identidad personal particular. El proceso de construcción de dicha subjetividad se habría dado en un ejercicio de cotejo cotidiano, en el que muchas novohispanas seguramente encontraron grandes inconsistencias y contradicciones entre su propia realidad y los estereotipos femeninos defendidos por la cultura católica.

Es decir, en la Nueva España, lejos de que los modelos de virtud femenina se cumplieran al pie de la letra o de que estos se pudieran ignorar por completo, la mayor parte de las mujeres de aquel reino tuvo que negociar con el discurso hegemónico y desarrollar así su propia identidad. El desarrollo de dicha personalidad habría supuesto el surgimiento de estrategias y mecanismos cotidianos que permitieron que muchas mujeres vivieran más de acuerdo con su propia realidad, más cómodamente y con una mayor tranquilidad espiritual, material y emocional. Cabe suponer que la búsqueda de aquellos mecanismos de supervivencia cotidiana habría sido un factor muy importante en el incremento de una conciencia personal que habría permitido que las mujeres descubrieran qué necesitaban y qué las hacía distintas a otros y a otras.

En pocas palabras, en la sociedad novohispana la construcción de la individualidad femenina, o mejor dicho, la construcción de las mujeres como personas, habría estado definida por un proceso cotidiano que habría involucrado una negociación constante entre los discursos de la cultura católica e hispánica predominante de la época y las propias realidades y experiencias personales que cada mujer tenía en su vida diaria.

Ahora bien, la autoobservación que las mujeres realizaron en su cotidianidad seguramente se dio en ámbitos muy diversos. Sin embargo, es evidente que una de las dimensiones privilegiadas para vivir aquel ejercicio de inspección personal y de introspección fue la corporal. La relación que las mujeres tuvieron con su propio cuerpo en la vida cotidiana habría sido un escenario fundamental en la construcción de una conciencia individual, así como en la construcción del yo interior femenino en aquella época.

Efectivamente, como se verá a lo largo de las siguientes páginas, entre las mujeres el autoreconocimiento de aquello que las hacía únicas y singulares se habría vivido, en gran medida, en los espacios íntimos en los que cada mujer habría intentado mirarse a sí misma y descubrir qué la hacía ser diferente. Sin embargo, si bien dicho proceso se habría vivido, entonces, en el ámbito de lo privado y de la soledad, entre las peculiaridades que definieron este proceso de construcción del sujeto femenino en aquella sociedad se encuentra la presencia de ciertos personajes interesantes que tuvieron un lugar y una función crucial. Estos personajes no fueron otros que las curanderas, mujeres expertas, precisamente, en cuidar, sanar, aliviar, observar y manipular el cuerpo de las pacientes que recurrían a ellas.

Tal como se verá a partir de este momento, en la Nueva España las curanderas fueron mujeres cuyas vidas oscilaron muy evidentemente entre la construcción de la persona y la representación de diversos personajes. Lo que sigue es el intento de reconstruir algunos pasajes de historias que ayuden a imaginar y reconstruir ese proceso de construcción de identidades femeninas barrocas; una historia de mujeres que habla de cuerpos femeninos y de su significado, pero sobre todo esta es una historia del universo de relaciones sociales que se articularon en torno a las curanderas a partir del cuidado y la atención que estas mujeres dieron a dichos cuerpos en la vida cotidiana de muchas villas, ciudades, pueblos, haciendas y rancherías de ese mundo rico y complejo que fue la Nueva España.

Es decir, la historia de este libro analiza el entramado de relaciones sociales que tuvieron como eje los padecimientos, las enfermedades, los deseos o las preocupaciones corporales de alguna mujer. Para escribirla se retomaron las ideas de Clifford Geertz, en el sentido de estudiar la cultura novohispana desde la trama de significaciones que permiten hacer descripciones densas de estas.28

EL CASO DE ANA DE VEGA: UNA CURANDERA MULATA DE PUEBLA DE LOS ÁNGELES

Ana de Vega comenzó a recordar aquella mañana del mes de julio de 1647. Solo habían pasado siete meses desde entonces. Ahora, dentro de la celda fría, la mulata de sesenta años volvía a ver la escena como si hubiese sido ayer. En sus oídos crujían las cenizas al removerse entre el fuego, el humo negro que se expandía por el patio se filtraba por su nariz y los rostros de los testigos aparecían nítidos en su mente. Estaban Francisco Sambrano, su padre –Juan García Sambrano– y Francisco Vázquez, el criado mestizo de ambos. Los tres hombres se encontraban perplejos, mirando el brasero de lumbre con espanto y expectación.

Pero además, si algo llegaba a la mente de la mulata, aquello era el penetrante olor. En efecto, Ana recordó el fuerte olor a tripa quemada como si todo estuviera ocurriendo una vez más, en ese preciso instante. La escena se mostraba frente a ella con gran claridad. Sin embargo, a diferencia de lo que había sucedido hacía siete meses, ahora, Ana también sentía gran temor.

En el recuerdo, Ana de Vega rodeaba la hoguera haciendo grandes alharacas; con fuertes voces, apartaba a los testigos y les gritaba: «¡Ven cómo se extiende! ¡Apártense allá! ¿No ven el humo? ¡No los toque, que es muy grande su daño y los matará! Es cosa viva, en el fuego se menea, grande es su mal olor».29

Los dos Franciscos y don Juan se hacían a un lado, precavidos y horrorizados. A lo lejos, desde su cama de enferma, María Sambrano, mujer de don Juan, también miraba la escena con gran susto y sobresalto. La lumbre ardió durante un buen rato y ahora, meses después, las llamas de aquella hoguera casera resplandecían en la memoria de Ana haciéndola estremecer.

Sentada en un rincón de la celda, la mulata observó a su compañera de prisión, quien, como ella, apretaba en su mano con fuerza un rosario.30 Ana esperaba ser llamada para declarar en su cuarta audiencia. En las tres primeras los inquisidores le habían insistido en que intentara recorrer su memoria para recordar algún hecho o suceso que pudiera haberla llevado ante el Santo Oficio.31 Todo había sido en vano. Tres veces la curandera negó por completo tener idea alguna sobre el motivo que hubiera podido colocarla en aquella situación. Por ello, el fiscal había solicitado ya «poner a Ana en cuestión de tormento», en el que «debía estar y perseverar hasta que diga y declare la verdad».32

La sesión del tormento nunca llegó. Ya rumbo a la sala de la audiencia, Ana de Vega, de oficio reconocido curandera, recordó perfectamente el resto de la historia. Los hechos habían sido más o menos así.

A finales de junio del año 1647, la señora María Sambrano, vecina de Huejotzingo, había caído enferma de una grave enfermedad. Su marido, Juan García Sambrano, decidió llevar a curar a su mujer a Puebla, a casa de sus consuegros, quienes eran tocineros y vivían en el barrio del convento de Nuestra Señora de la Merced de aquella ciudad.

Durante algunos días, la enferma recibió la atención del doctor Bartolomé González Parejo, quien después de algún tiempo se declaró incapaz de curar a doña María y la desahució. De cualquier forma, al declarar que él creía que la enfermedad de la paciente era incurable, el médico dio una última esperanza a su familia y recomendó que esta buscara a una comadre curandera, mujer mulata o morisca (él mismo no lo sabía con precisión), casada con el mulato libre Juan de Alcázar, llamada Ana de Vega. De acuerdo con el médico, era probable que dicha mujer pudiera hacer todavía algo por la enferma.

Algún tiempo atrás, el doctor González Parejo había presenciado la actuación de la curandera, que, al parecer, había dejado bastante impresionado al médico. En el ingenio del conde de Orizaba, él, junto a otros médicos y la propia Ana de Vega, habían ido a atender a una parturienta que tenía dificultades. Frente a muchos otros testigos, la curandera señaló que aquella mujer no estaba embarazada, sino que había sido hechizada. Para solucionar aquel problema y curarla, rápidamente, Ana dio a la mujer una bebida «y le hizo echar tres demonios y unos menores con dos cuernos cada uno».33

Una vez que el doctor González Parejo testificó la curación, este no averiguó nada más. A partir de aquel momento, el médico quedó convencido de que la curandera era experta en «achaques de mujeres»,34 es decir, que dicha comadre entendía enfermedades femeninas que él no podía comprender.35 De esta manera, cuando el médico llegó a su límite profesional con María Sambrano, este señaló que «la cura de su enfermedad era de mujeres y no de médicos»,36 por lo que el galeno sugirió que lo mejor era llamar a la versada curandera pues quizás ella sí tendría algún remedio.

Fue María de la O, mujer de Cristóbal García, consuegra de María Sambrano, quien, frente a las instrucciones del doctor, ni tarda ni perezosa buscó a la dichosa Ana de Vega. Ana también vivía en Puebla, en la plazuela del Colegio de San Luis de los dominicos, así que la mulata pronto acudió al llamado de su nueva cliente.37 La curandera llegó a casa del tocinero y allí encontró a María, recostada en la cama.

Ana revisó a la enferma y tras una detenida inspección diagnosticó que alguien la había hechizado.38 Asustada, María de la O preguntó a la mulata quién había hechizado a su consuegra, en dónde lo había hecho, de qué manera y por qué. La propia enferma preguntó si había recibido aquel hechizo por la boca, a lo que Ana contestó que «si por la boca se lo hubiesen dado no durara ni tres días».39 Después, la curandera agregó que a María alguien le había echado los polvos del hechizo por encima de la ropa.40

A las preguntas sobre dónde había ocurrido aquella desgracia y quién la había perpetrado, la curandera señaló que todo había ocurrido en Huejotzingo y que quien lo había hecho era «una persona con quien [doña María] había tenido gran disensión y enojo».41

En cualquier caso, Ana de Vega prometió curar a la hechizada. Durante tres o cuatro días, la mulata dio a María «diferentes bebedizos», le proporcionó «medicamentos».42 Pronto, la enferma comenzó a sentirse mejor, así que ella y sus familiares decidieron regresar a su casa en Huejotzingo para que allí continuara sanando «con mayor comodidad».43 De esta manera, la familia Sambrano ofreció a la curandera doce pesos a cambio de que siguiera tratando a la enferma, y así Ana de Vega también dejó Puebla por unos días para ocuparse del proceso de curación de su paciente.44

Ya en Huejotzingo, María volvió a preguntar a la mulata quién le había suministrado el hechizo. Esta vez, Ana respondió con toda claridad: quien había hechizado a María había sido su nuera, Ana de Morales, la esposa de su hijo Francisco.45 Una vez proporcionada aquella información, Ana de Vega regresó a Puebla.

Ya en plena convalecencia, María refirió a su hijo Francisco lo que su sanadora le había contado. Al escuchar a su madre, este montó en cólera y se dirigió a la ciudad de los Ángeles en busca de Ana, para que ella le confirmara lo que su madre le acababa de comunicar.

Francisco Sambrano visitó a la mulata en su casa. Allí, ella repitió con todas sus letras lo que había dicho a su paciente y no solo eso, sino que aseguró a Francisco que, de ser necesario, ella misma se lo diría «en su cara» a la propia Ana de Morales.46

El hijo de la familia Sambrano no cabía de furia. Al preguntar a la curandera cómo estaba tan segura de que su mujer había hecho algo así, esta respondió «que era cierto y que no podía decir cómo lo sabía».47 Poco a poco, Francisco se fue convenciendo de lo que Ana de Vega le iba diciendo, mientras su ira crecía y alcanzaba niveles inimaginables.

Finalmente, la mulata hizo un ofrecimiento fatal: si Francisco quería, ella podía darle unos polvos para matar a su esposa en veinticuatro horas.48