Entre naturaleza y arquitectura - Marta Llorente - E-Book

Entre naturaleza y arquitectura E-Book

Marta Llorente

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Beschreibung

El jardín es un lugar híbrido desde sus orígenes, nace del anhelo humano por domesticar la naturaleza y de nuestra eterna búsqueda de la belleza, y representa, por todo ello, el espacio de mayor tensión entre lo natural y lo artificial. Como representación del paraíso perdido es asimismo universal, de ahí que a lo largo de la historia se hayan creado infinidad de idílicos vergeles que responden a la imaginación, las aspiraciones y las necesidades de sociedades concretas. En estas extraordinarias páginas Marta Llorente nos invita a aproximarnos de forma sutil a la realidad del jardín desde múltiples perspectivas: el itinerario por edenes pasados y presentes, reales y ficticios, nos ayudará a comprender su función en el tejido urbano, las manifestaciones que ha tenido en la literatura y el arte, y su futuro como espacio natural en un contexto de emergencia climática. «Necesitamos, según Marta Llorente, arquitectos que sean como músicos, capaces de escuchar el pulso de la vida urbana y convertirlo en armonía». Judit Carrera, El País «Marta Llorente contribuye a recuperar el sentido y los valores de la idea de jardín que debería de incorporarse a un proyecto urbano y arquitectónico». José Ramón Navarro Vera, La Provincia «Un recorrido delicioso». La Voz de Galicia

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MARTA LLORENTE

ENTRE NATURALEZA

Y ARQUITECTURA

EL REMANSO DEL JARDÍN

ACANTILADO

BARCELONA 2023

CONTENIDO

Jardines y paisajes: entre arquitectura, literatura y naturaleza

I. JARDINES, CASAS Y CIUDADES

La ciudad y el jardín

Casa y jardín

II. LA ARQUITECTURA DEL JARDÍN: TIERRA, AGUA, PIEDRA Y ACERO

Tierra y agua. El origen: técnicas y alegorías

Agua y piedra. El Renacimiento: mitos y representaciones

Naturaleza, piedra, acero y vidrio

III. JARDINES DE LA LITERATURA Y DEL ARTE. JARDINES SECRETOS PARA UN FIN DE SIGLO

«El largo murmullo de las hojas secas» (Valle-Inclán)

«El lado del jardín dorado por el sol» (Oscar Wilde)

«Mi jardín es una obra lenta» (Claude Monet)

«Otros ecos habitan el jardín. ¿Los seguimos?» (T. S. Eliot)

IV. MÁS ALLÁ DEL JARDÍN: LA FRONTERA CON LA NATURALEZA

Nombrar y señalar la naturaleza: topónimos, mapas, taxonomías y silencios

El asombro ante la naturaleza: tiempo de quietud y tiempo para recorrer caminos

Paisajes y lejanías. El camino de regreso al jardín

El microcosmos biológico: el bosque, las flores, la vida en la tierra y el jardín

Nota final

Lista de ilustraciones

A la memoria de mi madre, Ana María Díaz (1925-2020), que nos leía los cuentos de Jardín umbrío.

Para Laura, mi nieta, recién llegada al mundo en2021, a quien espero leérselos algún día.

[La editorial no se responsabiliza del contenido de ninguno de los portales de la red mencionados en el libro].

La renuncia a toda obstinación fue justamente el mandamiento supremo que me impuse; yo, mono libre, me sometí a ese yugo. Pero, a cambio, el acceso a los recuerdos se me fue cerrando cada vez más. Al principio, de haberlo querido los hombres, aún habría podido regresar a través del gran portón que forma el cielo sobre la tierra, pero a medida que mi fustigada evolución progresaba, el portón se volvía cada vez más bajo y más estrecho; me fui sintiendo mejor y más anclado en el mundo humano; el vendaval que desde mi pasado soplaba sobre mí se ha ido calmando; hoy es sólo una corriente de aire que me refresca los talones; y ese agujero remoto por el cual ese aire llega y por el que yo mismo llegué un día se ha vuelto tan pequeño que, aunque tuviera la fuerza y la voluntad suficientes para regresar hasta él, me arrancaría la piel del cuerpo al atravesarlo.

FRANZ KAFKA,

Informe para una academia,1917

[trad. Juan José del Solar]

JARDINES Y PAISAJES:

ENTRE ARQUITECTURA,

LITERATURA Y NATURALEZA

He seguido en estas páginas el camino que lleva al jardín. He recogido palabras y he reconocido imágenes que dan cuenta de la realidad de estos recintos en la literatura, en el arte y en el espacio que habitamos. El itinerario es errático, no pretende—ni puede—ser exhaustivo. Sólo he querido detenerme en algunas imágenes capaces de iluminar el sentido del jardín como parte del espacio construido y habitado. He buscado, en todo momento, el apoyo de la literatura, porque creo que la palabra poética y las voces narrativas ayudan a comprender mejor lo que ha significado el territorio singular del jardín. Y porque apuntan con claridad hacia lo que acaso queremos que esta forma de espacio siga siendo en el futuro. Pero he atravesado también muchos lugares construidos y algunos lugares de ficción, jardines del pasado y del presente, y jardines inventados por el arte.

En las páginas que siguen he perseguido entender el sentido del jardín, pero no he querido escribir su historia, que es infinita. Aunque hay una línea de tiempo que va siguiendo, como una raíz oculta, las transformaciones que los jardines han ido experimentando con el paso de las edades, de los siglos y de los años. Esa corriente temporal que recorre todo el libro muestra la capacidad del jardín para adaptarse al cambio y su resistencia para mantenerse como deseo y proyecto humano.

El jardín es y ha sido mucho más que una realidad construida en la tierra, ha sido una idea, una forma de pensamiento, una imagen. Ocupa un lugar en el espacio que media entre la naturaleza y la cultura, sin decidirse del todo por uno de sus extremos. El jardín es un lugar de cruce y de frontera. Ha sido creado con los materiales de la vida y con las habilidades del arte. Es el lugar artificial más próximo a la naturaleza según la cultura del espacio dominante en esta parte del mundo desde la cual escribo. Pero sus versiones han estado también presentes en muchas otras culturas y todas las lenguas que hablan acerca del mundo, desde que tenemos memoria, han hablado también de los jardines.

El jardín, desde luego, es útil: es necesario para aliviar la dureza del entorno, cada vez más construido. Pero no hay ninguna cultura que, al imaginar un jardín, no haya traspasado el límite de la necesidad para dotarlo del derroche de las emociones. Creo que el jardín se define en parte por el exceso, por el deseo de belleza y por el gusto por el artificio. El jardín es y ha sido un espacio de placer. Si no hubiera obedecido a esa pasión, no sería necesaria su creación y bastaría con dominar las tierras cultivadas, con cuidar de los huertos y campos productivos, para hacer del mundo un lugar habitable.

Los jardines han surgido en creaciones vastas y ambiciosas, extendidas sobre el suelo para el disfrute reservado a los poderosos y los príncipes de la tierra. Pero en toda la historia han existido lugares más modestos que pueden darse igualmente a nuestro gozo íntimo y reservado. El jardín se abre también en la miniatura de los balcones con macetas, en los rincones del huerto donde se siembran las flores, en las terrazas, donde es posible contemplar el mundo desde la altura, cercanas al cielo y a las nubes. Estos espacios dejarían de ser considerados figuras del jardín, si no permitieran la contemplación serena, si no ofrecieran su instante de quietud y el puro placer de los sentidos.

El jardín, en sus versiones míticas o sagradas, representa el lugar del origen, el paraíso, pero es, también, el lugar del destino que aguarda del otro lado de la historia, su meta. Su poder simbólico ha dominado históricamente sobre sus formas. Los idilios han alimentado su imagen ideal y las alegorías han hecho del jardín un territorio semejante al alma, con el enredo de sus pasiones.

Pero el jardín no es exclusivo de las culturas y edades que buscan su sentido en los símbolos y en las representaciones. También es un lugar que pertenece a los juegos de la vida cotidiana. Es puro presente, y su realidad se abre cada día a la luz, en cualquier lugar del mundo. Su territorio requiere esfuerzo y trabajo, necesita manos hábiles que sepan cómo modelar la tierra y acompañar la sorprendente germinación de las plantas. Es el lugar donde se pueden conocer y preservar las formas de vida de las plantas, de los animales, de los insectos.

El jardín ha sido universal, no global: en cualquier lugar del mundo han brotado jardines que responden a la imaginación, a las mitologías, a los sueños y a las reivindicaciones de una sociedad concreta. En cada lugar del mundo, los jardines han hecho un poco más amable el entorno habitado y construido y han creado reservas para sus peculiares hábitos culturales. Hoy los jardines tienden a unificarse en respuesta al mundo global que estamos vistiendo con los mismos paisajes de la era postindustrial. El diseño de espacios ajardinados sigue siendo amable, mientras busca el patrón de una misma belleza, pero pierde vínculos con el entorno y con la cultura de cada sociedad y de cada clima y geografía del mundo. El jardín contemporáneo tiende a desentenderse de su historia, y subraya la uniformidad cada vez más presente de la arquitectura que se ocupa de dar forma a los espacios libres.

Creo que es legítimo decir que el jardín es una forma de arquitectura. Pero también lo es decir que, entre todas las creaciones de la arquitectura, el jardín representa el espacio que mayor tensión mantiene entre lo construido y lo habitado, lo artificial y la naturaleza. Podría considerarse, entonces, el ámbito más rebelde con respecto a las leyes de la arquitectura, porque en su suelo la naturaleza trata siempre de recobrar sus derechos y liberar a los seres vivos de la tiranía del arte. El jardín es una obra de arquitectura que se construye con los materiales robados a la naturaleza, con el fin de imitarla o incluso de suplantarla, de contravenir sus leyes y tratar de domesticarla.

Sin el jardín, la arquitectura parece incompleta. Recurrimos a los jardines para caminar o descansar, para cuidarlos y modelarlos, porque nos ayudan a sostener, día a día, la vida que transcurre sobre el inerte mundo del asfalto y junto a los muros de piedra, acero y vidrio, de las grandes ciudades y poblaciones; porque los jardines pueden darnos el sosiego que nos niegan las calles, las carreteras, los edificios cerrados en los que gastamos el tiempo y la vida.

Tampoco las casas, convertidas en guaridas y en colmenas, pueden darnos ese mínimo respiro que necesitamos. Por eso, los parques públicos celebran la victoria de las reivindicaciones de las gentes que han querido recuperar estos paraísos para mejorar las condiciones de sus vidas particulares, en un sentido muy real, que habla, más allá de la necesidad, de libertad y derecho. Para responder a esta necesidad, sería preciso considerar con mayor atención la forma y los materiales de los espacios verdes, su relación con la naturaleza y con sus recursos, que no deberían incrementar el consumo inmoderado y el deterioro actual del planeta.

El jardín es también un territorio anímico y personal. Ensoñación y memoria son cajas donde los jardines se guardan. En cada una de nuestras vidas puede que exista la memoria de un jardín. Un espacio segregado del mundo que puede estallar de vitalidad al llegar la estación propicia y ofrecer su aspecto más brillante; o que puede cubrirse de musgo, o de hojas secas, cuyo murmullo representa bien la melancolía que nos ha llevado a traspasar sus puertas. El jardín vive todas las estaciones y en cada una de ellas habla de distinto modo a la imaginación y a la memoria.

El jardín habla siempre acerca del tiempo. Hay aún mucho sentido que recuperar en los jardines perdidos, abandonados, en aquellos que, antes de llegar a su ruina definitiva y desaparecer disueltos en la tierra, llenan de significado la literatura y el arte y dan de sí, a veces, sus imágenes más bellas. Si el tiempo y el abandono embellecen el jardín es porque su territorio tiende, con todo derecho, a regresar al punto de partida, cuando la naturaleza decide reclamar sus espacios.

Este libro se ordena en cuatro secuencias de un mismo camino. En el primer tramo he querido comprender la relación de los jardines con las ciudades y con las casas, con los lugares que la arquitectura destina a todo lo que necesitamos para vivir. He querido ver cómo los grandes jardines privados del pasado han sido engullidos por los tejidos de las ciudades. Y comprobar cómo, al recuperarlos, han acabado formando parte del carácter y de la historia de esas mismas ciudades. Se trataba, también, de establecer la relación que el jardín mantiene con la casa, con el lugar más íntimo que destinamos a la existencia humana. La casa me ha permitido considerar las versiones más variadas del jardín ligadas al microcosmos doméstico. Los jardines extienden, más allá de las puertas de las casas, los sentimientos de liberación, de intimidad, pero también de opresión, que encierra a veces el espacio vital. Las formas del jardín se adaptan a su función de umbral de la casa o se internan en su espacio y se añaden a la cadena de sus estancias. Pero el jardín no es un hábitat y he comprobado que no es ni puede ser un lugar para vivir.

En un segundo tramo, vuelvo muy atrás en el tiempo para recoger la evolución de las técnicas que han trabajado, labrado y mantenido los recintos de la arquitectura singular del jardín y que han levantado sus caprichos. El jardín ha derrochado fuerzas para dominar la misma naturaleza a la que parece querer acercarnos. Fuerzas humanas, materiales y recursos mecánicos y energéticos. La tramoya del jardín es un verdadero espectáculo, si se rompe el velo que la oculta. Para dar forma a los jardines ha sido necesario aprender a desviar los cursos del agua y a remodelar la topografía natural de las tierras, se han tenido que drenar o irrigar esas mismas tierras, hacerlas fértiles, implantar cultivos extraños al clima que requieren la construcción de las cálidas burbujas de los invernaderos, se han trazado caminos sembrados de imágenes de piedra que acompañan nuestros pasos. Los jardines han creado fuentes que parecen quimeras y que ocultan máquinas ingeniosas, han erigido templetes, folies, escaleras, han excavado grutas y han distribuido en parterres la vivacidad de la hierba o la pluralidad infinita de las flores. Los jardines son el fruto de un esfuerzo incansable para mantener la selección de las especies vegetales y defenderlas del curso natural de sus mutaciones e hibridaciones. La industria introdujo hace apenas dos siglos cambios radicales en la construcción de edificios y jardines que ponen punto final a este recorrido y cierran esta parte de la historia que viene de los orígenes.

La tercera etapa del recorrido busca algunas versiones puramente literarias del jardín, paralelas a ciertas interpretaciones del arte, de la pintura, en un tiempo acotado que parte del fin del siglo XIX y sigue hasta mediados del XX, en los años de la segunda postguerra mundial. En este tramo más angosto he querido ver de cerca no tanto lo que la literatura dice acerca del jardín, sino acercarme a los jardines que viven todavía en la literatura, que han nacido de la poesía y del arte. En este tiempo, que es breve y accidentado, parece que la construcción del jardín apaga sus ambiciones y ya sólo se limita a repetir fórmulas pasadas y, en cierto modo, decadentes. En cambio, en el arte y en la literatura, el jardín adquiere tintes melancólicos, pero también llenos de luz, aunque se trate de la pura luz de la memoria. He intentado comprender por qué, en el umbral de nuestro tiempo, los jardines con sus idilios tendían a desaparecer bajo el peso de una realidad empeñada en solucionar los irreversibles problemas de la era industrial, de las ciudades de postguerra y las carencias del hábitat que se demostraban urgentes. Creo que ésas son las razones de ese último vigor que aparece en los jardines que ha creado el campo especial de la poesía.

Al final, en un último tramo, he escapado del universo protegido del jardín para explorar mejor las fronteras que lo separan de la naturaleza; fronteras que limitan también la totalidad de espacio habitado. He querido considerar la posibilidad que le queda al jardín de sobrevivir en una tierra superpoblada, que va agotando día tras día sus reservas naturales. He tratado de entender la seducción que sigue ejerciendo su espacio sobre nuestra imaginación y nuestros sentidos, a pesar de este derroche de energía que sabemos que ha representado en casi todas las culturas y edades del mundo. El jardín forma parte de esa misma naturaleza que, por otro lado, limita su sentido: parece querer regresar a ella finalmente, en este tiempo que es, ya, el nuestro. Pero la naturaleza sabe escapar a cualquier red de sentido con la que tratemos de apresarla: incluso escapa al análisis de la ciencia, a la red gráfica de la cartografía y al mapa, a la maleza de los topónimos y de la taxonomía que ha dado nombre a todos los seres vivos.

Las últimas páginas contienen sólo breves apuntes sobre los distintos paisajes aún preservados de la tierra; paisajes que nos ponen en una relación más estrecha con el medio natural: los claros del bosque, las selvas, las praderas de la montaña, la orilla del mar, donde baten las olas. Algo de todos estos paisajes y territorios podría dar aún sentido al jardín. Algo del jardín vemos al contemplar estas imágenes. Sobre todas estas semejanzas y diferencias entre la naturaleza y las creaciones de la cultura he ido escribiendo al final, como si así me pudiera acercar un poco más al jardín, rodeándolo para entender su necesidad, su ambigüedad y sus contradicciones. He recorrido el territorio del jardín para pensar su extrañeza entre otras formas del espacio que habitamos.

I

JARDINES, CASAS Y CIUDADES

¿Y el jardín? ¿Dónde el jardín?

—En el medio.

JORGE GUILLÉN,

«Jardín en medio», 1943

El jardín es y ha sido un lugar agitado por fuerzas opuestas. Por un lado, lo solicitan las fuerzas de la tierra y de la vida; por otro, los recursos de una cultura técnica que se esfuerza por adecuar el medio a nuestros usos y hábitos. Un cruce de caminos donde se encuentra la eterna dinámica de los seres vivos con los sofisticados deseos de nuestra imaginación poética y estética. En algún momento hemos sentido el asombro de encontrarnos en el pequeño cosmos del jardín como en una encrucijada entre naturaleza y cultura. Sentimos que ese lugar es distinto al marco del territorio que lo circunda. Sus leyes no pertenecen plenamente al ámbito de lo salvaje, pero tampoco al de la arquitectura, al de la casa y la ciudad. El jardín posee un orden propio que lo diferencia por completo del entorno construido. En cada jardín, el mundo trata de hacerse visible, convertirse en paisaje, para ser, al mismo tiempo, arte y representación.

Con relación a los caminos que emprendemos, a nuestros movimientos en el espacio, el jardín supone un lugar de encrucijada: hemos entrado en el jardín, pero seguimos estando de paso. No es un lugar para permanecer. El jardín tiene sus horas: horas de trabajo y horas de contemplación. Puede parecer que nos captura y que detiene el tiempo, pero ese tiempo es transitorio y termina por devolvernos a casa o al universo compartido de la ciudad.

LA CIUDAD Y EL JARDÍN

A pesar de su tendencia al artificio, los jardines han demostrado ser cada día más necesarios. Por eso forman ahora parte de la red de funciones programadas por el urbanismo, que desde la época industrial se ha aplicado a rotular líneas y distribuciones racionales de los usos colectivos sobre el suelo. Las estructuras de comunicación, calles, avenidas, carreteras y caminos que van y vienen desde otros lugares alcanzan al final los muros y las puertas de los jardines y parques públicos. Algunos jardines quedan atrapados en esas estructuras que fluyen cada vez de manera más rápida, y sólo los acabamos descubriendo en algún paseo errático por alguna ciudad. Es posible que sean esos encuentros los que preferimos, porque lo fortuito tiene un poder especial para modelar la memoria. En otros momentos, buscamos deliberadamente un jardín concreto: lo conocemos bien y necesitamos revivir su belleza y el tiempo de placer que nos dio un día, las horas de soledad o de melancolía ya vividas antes en ese lugar.

Un poema de Jorge Guillén, «Jardín en medio», deja entrever un paseo por uno de esos parques que rompen con la agitación ruidosa de la ciudad y que nos ofrecen unas horas libres. Un lugar que devuelve con creces el tiempo perdido porque guarda, como dice Guillén, más regalos de los que esperamos. El poema, largo y rítmico, no permite identificar el jardín, pero tampoco importa en qué ciudad y en qué país se encuentra: acoge, igual que muchos otros lugares, el vuelo de las mariposas, los caminos de la luz y del viento, el brillo de las corolas y la sombra de los árboles. Cito tres estrofas centrales que tienen el pulso del caminar:

¡Qué buen calor!

Un ambiente De secreto,

Banco, follaje, penumbra,

Sol inmenso.

¿Sobrará tanta belleza?

Yo la quiero.

Basta acaso que un ocioso

Goce, lento.

Paraíso:

Una paz sin dueño,

Y algún hombre

Con su minuto sereno.

Al salir del jardín, devuelto ya el poeta a las calles de la ciudad, dirá:

Mas… ¿Otra vez? He ahí Recompuesto,

El discorde mundo en torno,

Tan ajeno.

El poema gira de pronto hacia la conciencia del «hecho mismo de vivir», el «vivir aún» y «el morir tan cierto», y terminará trascendiendo el espacio para recordar el tiempo, un tiempo que rompe la cadencia que conduce hacia el final, en el curso de la existencia.

¿Y el jardín? ¿Dónde el jardín?

—En el medio.1

El jardín se abre en un lugar concreto y nos da la oportunidad de vivir el instante de su apertura. Encajado en la trama de la ciudad, no tiene límites difusos. Los caminos que conducen a parques y jardines, públicos y privados, abren sus puertas para recibirnos y las cierran al despedirnos. En nuestra cultura, el jardín siempre ha poseído fronteras. Su territorio necesita esa concreción, separarse del entorno confuso y mantener celosamente sus valores. Los límites del jardín, que aparecían como barreras terribles en la alegoría medieval del Roman de la Rose, han seguido presentes en la realidad y en la literatura.

En El jardín de los Finzi-Contini, la novela de Giorgio Bassani publicada en 1962, la fiereza de los muros del jardín trae un eco de la alegoría medieval. Los muros son vistos desde fuera como guardianes de un tesoro inalcanzable. Abiertos después, son capaces de desvelar al fin la belleza que guardan, cómplices del amor entre quien refiere la historia—no conoceremos su nombre—y la joven Micòl. En la novela, esos muros se cerrarán para siempre, de manera dolorosa e irrevocable.2 El jardín y la casa serán abandonados a la fuerza por los Finzi-Contini, deportados en 1943. En el dilatado recinto del jardín, recorrido en bicicleta en los días luminosos, el amor se abre paso. Es un amor sin palabras. Las únicas palabras que intercambian se refieren al jardín: Micòl se detiene ante cada árbol, lo nombra, explica su historia y sus cualidades botánicas, mientras refuerza su orgullo, la distancia social que separa a su familia de la de su amigo, ambos de la comunidad judía de Ferrara. El jardín representa esa barrera social, es una zona de frontera que proyecta su sombra sobre la ciudad. Pero a ese jardín se entra en la novela sabiendo ya que ni todo el arraigo de sus centenarios árboles podrá contener el destino final de los miembros de una familia que desaparecerá en los campos de exterminio. Es un final anunciado en las primeras páginas, ante el panteón de la familia, en el cementerio de Ferrara, donde la ausencia de los desaparecidos refuerza el vacío del sepulcro y su absurda retórica monumental.

Los límites del jardín siguen teniendo sentido en situaciones actuales mucho más realistas y prosaicas. Los muros del jardín mantienen el valor simbólico que requiere la autonomía de un espacio segregado, además de ofrecer una separación práctica del entorno. El jardín es una reserva, un territorio excepcional que debe ser protegido del asedio de la ciudad y de su implacable y destructiva necesidad de espacio.

En el mapa de muchas ciudades del mundo, cuya mancha en el territorio se dilata hasta perder sus límites, se puede observar con claridad la impronta de los parques urbanos. Las figuras que en el mapa se colorean de verde para localizar los jardines rompen las retículas regulares de las calles, el damero organizado de los ensanches que se crearon durante la era industrial, o interrumpen la trama ovillada de los viejos centros. Los jardines representan, en cierto modo, formas de vacío: son como huecos que perforan el tejido regular de las construcciones. Han surgido en muchos casos de la apertura de privilegiados jardines palaciegos, incorporados a los bienes comunes de la ciudad. Suponen el justo retorno de lo que un día pagaron nuestros antepasados—con trabajo, privaciones y carencia de espacio—a la nobleza y a las primeras monarquías de la Edad Moderna. Los jardines recobrados por la ciudad son espacios que contrastan con ese lujo para el que nacieron y celebran cada día su apertura como una forma de libertad. Pasear por sus avenidas arboladas o echarse a descansar en la hierba son actos que refuerzan la imagen de un derecho conquistado con esfuerzo por las sociedades contemporáneas.

La ciudad de Madrid recuperó, a partir de 1767, el parque del Buen Retiro. Carlos III, monarca ilustrado, abrió los jardines durante las estaciones de verano y otoño, después de más de un siglo de haber servido al uso privado de los reyes y su corte, desde su inauguración en 1633, en tiempos de Felipe IV. En 1868, el parque pasó definitivamente a ser propiedad del municipio. Madrid dispone hoy también de las extensiones de los jardines del Alcázar y de la Casa de Campo, ampliados en la época de Felipe II. Estos recintos forman parte del magma de una conurbación que sigue creciendo, con más de cinco millones de habitantes.

El jardín real fue, en España, como en Francia y en otros Estados europeos, un asunto político. Su esplendor y pompa están asociados a la imagen del poder de las monarquías: a la imagen de una naturaleza sometida a su imperio terrenal. La tradición italiana del jardín que brillaba en torno a las villas Médici de Florencia había conseguido expresarse en creaciones refinadas y fantasiosas, que fueron capaces de guiar los sueños de los monarcas europeos, acaso menos ricos, pero más poderosos. En España, desde la época de Carlos V, pero, sobre todo, desde la de Felipe II, que reinó durante la segunda mitad del siglo XVI, la imagen del Imperio se contemplaba en la serie de jardines asociados a los palacios.

La actividad constructiva de Felipe II fue frenética en los distintos sitios reales: el monarca hizo crecer los límites de sus propiedades y destinó sus tierras a la creación de jardines y bosques. No sólo abrió territorios cultivados para el ocio y el placer de la corte, para sus jornadas de caza y pesca, para las ceremonias y fiestas, sino que organizó la explotación de los recursos de estas tierras, vendiendo lo que no consumía la Corona: leña y fruta, flores y semillas, seda y lana, hierbas medicinales y destilaciones para uso curativo y para la elaboración de perfumes. Los jardines de El Escorial, de la Casa de Campo, del Alcázar de Madrid y del palacio de El Pardo, en las inmediaciones de la villa de Madrid, convertida por el rey en capital, y los de Aranjuez o el Bosque de Segovia, ya lejos de ella, desplegaron las riquezas del arte y las curiosidades de una naturaleza bruscamente ampliada por el dominio de los territorios de ultramar.

El comercio de semillas y plantas americanas había tenido en España una entrada privilegiada en el puerto fluvial de Sevilla. En esta ciudad se probó, ya en el siglo XVI, el cultivo de estas especies vegetales en algunos jardines y huertos privados. En los jardines de Aranjuez, Felipe II ensayó, al mediar el mismo siglo XVI, el cultivo de plantas exóticas y medicinales, con el afán de sabiduría que define los primeros jardines botánicos de la Edad Moderna. En el palacio de Aranjuez, como en El Escorial, el rey contaba con laboratorios de destilación donde trabajaban médicos y herbolarios célebres. La rueda que enlazaba experimentos, saber y comercio de plantas y animales se fue poniendo en marcha en estos primeros jardines y Aranjuez fue, posiblemente, el primer lugar donde se exhibieron las plantas americanas en Europa.

El afán constructor de Felipe II es el que parece haber heredado Felipe IV, su nieto, cuyo reinado estuvo envuelto en los tintes otoñales de la España barroca. El joven rey, impulsado siempre por su valido, el conde duque de Olivares, emprendió la construcción del palacio y los jardines del Buen Retiro. Del palacio apenas nada queda, pero sus jardines siguen dando un carácter especial al Madrid contemporáneo, inseparables de la historia viva de la ciudad, de sus horas afortunadas y tranquilas o de las que fueron trágicas y violentas. En los sitios reales de la España barroca se subrayaba, más que la idea de un Imperio que empezaba a desmoronarse, la del Estado moderno y su poder protector y absoluto, al que Thomas Hobbes iba a llamar Leviatán en 1651. En una España minada por los conflictos bélicos, la dinastía de los Austrias iba a acabar pronto con el reinado del sucesor de Felipe IV, Carlos II—llamado «el Hechizado»—y con el desastre de la guerra de Sucesión, iniciada en 1701. Ése fue, en parte, el fin de un sueño de Estado que representa su ambición en las obras de palacios y jardines, fríos y pomposos, que contrastan con la ironía y el ingenio del arte y de la literatura del mismo siglo barroco.

Junto al palacio nuevo del Retiro, Felipe IV—cuya fisonomía es imposible olvidar gracias a los retratos de Velázquez—construyó, a partir de 1630, patios, jardines, estanques y canales, fuentes, grutas, paseos, juegos de pelota, plazas y ermitas: una amalgama de lugares de solaz diseñados por los arquitectos Giovanni Battista Crescenzi y Alonso Carbonel, que trabajaron junto a una larga lista de artistas y escenógrafos, entre los cuales se encontraba el ingenioso inventor de tramoyas y decorados: Cosme Lotti. El palacio se quiso construir en la cercanía del monasterio de los Jerónimos, donde los reyes habían establecido su retiro espiritual, ya desde la época de Felipe II. En memoria de esta vieja costumbre, en los jardines se erigió, o conservó, una curiosa serie de ermitas—San Juan, San Isidro, San Bruno, Santa María Magdalena, San Antonio «de los portugueses», San Pablo—. Las ermitas sirvieron también como cenadores y rincones de placer. Algunas estaban dotadas de biblioteca, jardín privado y estancias para alojar a miembros de la corte. Lo sagrado y lo profano se alternaban en estas construcciones diseminadas por el inmenso solar que ocupaba entonces la superficie equivalente a la mitad de la villa de Madrid.

El recinto se fue ampliando durante los primeros años de la década de 1630. Las construcciones se levantaron con impaciencia y tuvieron siempre la mala fama de haber sido apresuradas y de presentar un aspecto descuidado. Los interiores del palacio, en cambio, fueron amueblados con lujo y decorados con cientos de obras de arte. Los primeros patios y jardines que se adecuaron fueron los destinados al rey, a la reina y al príncipe. También se pudo ver pronto el llamado «jardín ochavado», por las ocho avenidas que partían de su centro. Estos jardines y patios obedecían a trazados rígidos, metódicos, regulares, aunque en su amalgama parecía reinar el desorden. La parte de los jardines que se alejaba de los edificios del palacio se dispersaba en paseos y avenidas que reyes y cortesanos recorrían en carrozas fabricadas a propósito para el Retiro. La propiedad toda se justificaba en el aire campestre de un verdadero retiro a la romana, cumplía con el deseo de escapar de una ciudad que se extendía, en realidad, a su mismo lado.

En el Buen Retiro destacaba el ambicioso trabajo hidráulico para abastecer fuentes, estaques y albercas. Los juegos de agua estaban unidos por dos canales—el río Grande y el Chico—que conseguían que el parque se acercara en esplendor acuático a los sofisticados sistemas de las villas italianas. En el estanque Grande, que era en realidad un inmenso depósito, se alimentaban estos canales que llevaban el agua a todos los rincones arbolados. Los jardines parecían rebelarse contra la imagen árida, bella y dramática de la meseta castellana.

El carácter de la fiesta barroca se anunciaba en todos los espectáculos que acogían los patios, los jardines, la isla del estanque Grande, la gran explanada del Coso que fue nivelada, con enormes fatigas, a la entrada del recinto, así como en el interior de los edificios. Las fiestas, mascaradas y espectáculos teatrales se repetían en las salas del palacio, en el salón de Reinos y en el edificio llamado el Coliseo, inaugurado en 1640. Para los bailes de la corte se construyó, en 1637, el Casón—uno de los pocos edificios que han sobrevivido al tiempo y donde vimos por primera vez en España, en 1981, el Guernica, de Picasso—. En el Casón se bailaron ya los aires de los fandangos cortesanos que un siglo después inspiraron a Boccherini, que vivió en la corte española en la época de Carlos III, para componer los ritmos de uno de sus quintetos para cuerdas y guitarra, el Quinteto en Re mayor, n.º 4, cuyo tercer movimiento es conocido como Fandango.

Para celebrar el Buen Retiro, escribieron sus obras los poetas, autores de comedias y dramas de la brillante generación que le era contemporánea. Calderón de la Barca, autor de un auto sacramental dedicado al Retiro, escribió numerosas obras y diálogos para las fiestas, justas poéticas y comedias. Una de estas comedias, que glosaba las aventuras de Ulises en el palacio de Circe, titulada El mayor encanto, amor, se estrenó en 1639 en la isla del estanque Grande, con gran aparato escenográfico y se siguió desde las orillas y desde barcas suspendidas en las aguas calmas del estanque.

Mientras se construían el palacio y los jardines del Buen Retiro, Diego Velázquez, que ya era pintor de la corte desde 1623, se encontraba de viaje en Italia. Felipe IV, que amaba a Velázquez, el más joven entre todos sus pintores, impulsó este viaje en 1629, para que se formara y supervisase la compra de objetos de arte, algunos de ellos destinados a surtir las colecciones reales del Alcázar y las del Buen Retiro. Velázquez visitó Venecia—la bella ciudad del agua que ya nunca se apartó de su memoria—y en 1630, Roma, donde se alojó en el Vaticano, y después, a finales de la primavera y durante dos meses, en la Villa Médici. Veinte años más tarde, en 1649, volvió a Italia, a Venecia y a Roma, y por primera vez visitó Florencia y Nápoles. Entre ambos viajes, pintó algunos lienzos que se añadieron a otras obras anteriores—como La fragua de Vulcano—para decorar las salas del palacio del Retiro: los retratos ecuestres de los reyes y del príncipe, La rendición de Breda, y otros retratos de los bufones favoritos de la corte.

En la Villa Médici de Roma, durante su primera estancia, pintó Velázquez dos preciosos pequeños lienzos considerados una rara muestra de pintura de paisaje.3 Ambos dan una visión muy distinta del arte y del jardín, lejos del gusto que dominaba en las construcciones reales de España. Se trata de miniaturas donde un rincón queda detenido en un instante de tiempo. Dos momentos de luz, dos visiones distintas y concretas, escogidas. Son apuntes hechos al paso, durante las horas vividas en la villa romana. Hoy los vemos como si aquellas horas volvieran, por la frescura de las pinceladas y por esa captura del instante que sólo el arte puede hacer que sea solemne. Los apuntes son premoniciones de una visión del jardín que llegará mucho más tarde, ya en el umbral de nuestra época, y recuerdan a la pintura au plein air del impresionismo.

Fig. 1

En ambos apuntes aparece un motivo arquitectónico semejante: un arco palladiano—o serliano—centrado entre dos vanos arquitrabados. Quizá ese motivo arquitectónico fuera el foco del interés del pintor, pero las pinturas no quieren ser una lección de arquitectura clásica. Obedecen sólo de manera distraída a la nueva arquitectura italiana, apenas introducida en España. Surgen, en cambio, de la curiosidad de una mirada fortuita que une la arquitectura al jardín.

En el apunte que se conoce como «Entrada de la gruta», el muro y el arco se ven descuidados: acaso en obras. El arco está tapiado con bastos tablones de madera. Sobre la construcción, coronada por una balaustrada, se levantan, airosos, imponentes, los cipreses. El fondo de esta pintura es ciego, está sellado, como el propio muro, por la pantalla que forman los árboles detrás de la gruta. La luz capturada permite pensar en el atardecer. La luz abraza en su unidad el mundo material de la arquitectura, los árboles, y el fragmento de cielo.

Fig. 2

El segundo apunte parece pintado bajo otra luz, que hace presentir la mañana. Una luz que desgrana los rayos del sol por toda la escena, al atravesar las copas de los árboles que cubren parcialmente el cielo. El paisaje lejano puede verse detrás de la logia que acoge una estatua de Ariadna dormida, una escultura que aún se conserva en los museos de Roma, perteneciente a las colecciones de antigüedades de Fernando I de Médici, gran duque de la Toscana, que concluyó las obras de la villa. Pero la estatua tampoco es el objeto de este apunte, su masa en sombra no se destaca de la atmósfera del jardín, que es lo que ha quedado impreso para la memoria. Junto a la estatua, una figura en penumbra, también de espaldas, está mirando hacia la lejanía, hacia la espesura de la Villa Borghese, desde la colina del Pincio, que es el lugar que ocupa la Villa Médici. Es una figura solitaria y pasiva, acaso contemplativa, como las que algún día iba a pintar Caspar David Friedrich.

Ninguna de las dos pinturas permite localizar exactamente el lugar del jardín, al confrontarla con lo que queda de aquel espacio, hoy muy transformado. Pero tampoco importa ya, pues basta que ambos rincones habiten el ocasional instante de luz que motiva los apuntes.

La mirada que cada artista lleva consigo durante la vida se desvanece. Sólo nos queda buscarla en su obra. Por eso aún podemos ser cómplices, a través de los ojos de Diego Velázquez, de esa ironía: la de una visión concreta, parcial, instantánea, fija en un muro deteriorado o sobre una estatua oculta por la penumbra. Imágenes que quedan lejos del énfasis de las pinturas paisajistas que empezaban a extenderse en su época, como las de Nicolas Poussin—de las que acaso aprendió, pero que no imitó—, impecables en cuanto a la técnica, pero demasiado irreales para sugerir la atmósfera de la naturaleza. Precisamente Poussin y otros pintores paisajistas de la época, como Claude Lorrain, participaron en el encargo de decorar la Galería de los paisajes del Retiro, con lienzos de escenas pastoriles—muy del gusto literario de la época—o escenas de anacoretas que vivían su retirada existencia ante el decorado de paisajes rústicos. Los temas de esta galería pretendían reforzar la ilusión campestre y la vida piadosa, con las que se justificaba el desmesurado proyecto del Retiro.

Velázquez pintó también escenas que evocaban los mitos antiguos, pero las pobló de figuras humanas, cotidianas. Perfiló algunos paisajes que nunca dominaron sobre las figuras. La mirada de Velázquez parece hecha también de melancolía y piedad—no sólo de ironía—en los retratos de bufones, enanos y sabandijas de la corte. El pintor pudo entrever la dignidad del ser humano por encima de su destino, a pesar del brutal desprecio que su época demostró hacia los desvalidos. Encontró sus modelos entre los desarrapados de las calles de Madrid y los convirtió en poetas, como su Esopo, o en dioses, como su Vulcano. Junto al parque del Retiro, en el Museo del Prado, edificado por Juan de Villanueva para guardar las colecciones reales de historia natural, convertido después en pinacoteca, están todas estas figuras que parecen interpelarnos. Figuras que podrían darnos una imagen de la vida en la villa de Madrid en el siglo XVII, al otro lado de las tapias del Retiro. Mientras, algunos de estos personajes anónimos conocieron los senderos del parque, espiaron las fiestas reales o participaron en ellas como bufones para divertir o entretener a la corte.

En el Buen Retiro, parcialmente terminado durante el reinado de Felipe IV, mientras Velázquez desarrollaba la maestría de su obra, debió de ser espectacular ver a los reyes y a los cortesanos navegar en las góndolas de plata, oro y cristal enviadas desde Nápoles, o asistiendo a las naumaquias en el estanque Grande, según la moda italiana que ya había creado esas diversiones tan costosas en los palacios y en las villas florentinas. Los reyes se entretenían, además, con luchas—a menudo a muerte—de fieras que se guardaban en el edificio de la Leonera, en el parque. Una pajarera llena de aves exóticas, traídas de otros continentes, complacía asimismo al rey y a la corte: fue llamada el Gallinero, nombre que dieron al Buen Retiro el rencor y las burlas populares.

Los árboles del Retiro, ajenos a estas intrigas, celebraban en parte la magnitud que aún conservaba el Imperio: eran su testimonio. Muchos fueron traídos ya crecidos de las Nuevas Indias, de los dominios españoles, dado que su cultivo había progresado en el siglo que sucedió al primer comercio de semillas y plantas americanas y exóticas. En el tiempo en que el Buen Retiro empezaba a mostrar la rareza de esas especies arbóreas, ya los jardines botánicos se habían extendido por toda Europa. Y las plantas y semillas que entraron por el puerto del Guadalquivir nutrían los jardines botánicos de Pisa, de Padua, de Bolonia.4

En España, después del insólito despliegue de poder que quisieron mostrar ante el mundo los últimos Austrias, sus herederos, los primeros Borbones, continuaron las obras en las residencias reales y quisieron adaptar los jardines del Retiro a la moda francesa que ya triunfaba en Versalles, en los jardines más ambiciosos que se habían visto hasta entonces, iniciados en 1661, justo cuando el Retiro entraba en decadencia.

Los jardines reales han sido en España escena cómica y trágica, ya no de las ilusiones del arte, sino de las peripecias de la historia. El palacio de Aranjuez fue el escenario de los desordenados sucesos de 1808, cuando los ciudadanos asaltaron y saquearon el palacio, invadiendo los espectaculares jardines, y precipitaron la caída de Manuel Godoy, secretario de Estado, llamado Príncipe de la paz. La escena que vieron los jardines y el palacio fue recreada en el Episodio nacional de Galdós titulado El19 de marzo y el2 de mayo, el tercero de la primera serie. Ambas fechas reúnen los sitios de Aranjuez y del Retiro. Su lectura nos lleva desde el recinto del primero hasta el del segundo, convertido en cuartel del Ejército de Napoleón, que respondió al Levantamiento del 2 de Mayo en Madrid. Una vez más, sentimos cómo estos antiguos feudos entran en la historia de un pueblo y de una ciudad.

Los mismos lugares han sido recreados por la amabilidad de sus sombras y paseos, por la belleza de sus rumores. Joaquín Rodrigo, en 1939, viviendo aún en París, compuso el Concierto de Aranjuez para guitarra y orquesta, quizá recordando días pasados en aquellos jardines, ya sosegados. El concierto se estrenó tras la tragedia de la guerra civil y llevó con los acentos de la guitarra un poco de armonía a una España rota, en los primeros momentos de una postguerra que iba a ser interminable y opresiva.

Los jardines de Aranjuez nunca fueron urbanos. En el Real Sitio no se permitió ningún asentamiento que no estuviera vinculado a la corte y la población quedó detenida en el pasado. Con el tiempo, creció de forma tímida, pero la impronta del palacio y de los barrios adyacentes de servicio sigue dominando el lugar, que ahora se visita como un museo, un lugar turístico que sólo he conocido extrañamente vacío, poco frecuentado.

Por el contrario, el parque del Retiro ha sobrevivido y es más activo ahora sin el palacio, porque pertenece a una ciudad inmensa y siempre vital. Si volvemos hoy al parque, después de todo el tiempo que ha permanecido cerrado durante la pandemia de 2020, encontramos uno de los espacios más poblados de Madrid, donde la ciudad recobra su latido. Veremos que por el gran estanque pasean pequeños botes para la diversión de la gente. Aún reconoceremos algunas obras tardías, levantadas a modo de folies en una zona reservada a la corte real, diseñada según el gusto inglés durante el reinado de Fernando VII: la Casa de las fieras, convertida en una apacible biblioteca pública, o la Casita del pescador, la Casa del contrabandista, que albergó una colección de autómatas, y la Montaña artificial. Y podremos descender a través del parque para conocer la luz espléndida, atrapada, como dentro de una burbuja, en el Palacio de Cristal que se levantó en 1887.

Fig. 3

Los árboles, magníficos en todas las épocas del año, no son ya los que se plantaron hace cuatro siglos, aunque sobrevive, desde 1639, un ejemplar de ahuehuete (Taxodium mucronatum), una especie de origen mexicano. Muchos son todavía los árboles que crecieron después de la guerra de la Independencia, cuando los jardines sufrieron graves desperfectos por la instalación del cuartel general de los franceses. Madrid, desde que recuperó plenamente el parque en 1868, disfruta de sus más de ochenta especies de árboles, que siguen regalando a todo el mundo su sombra en verano, y que ayudan a soportar mejor el abrumador calor propio de la ciudad, incrementado por la radiación de la conurbación actual.5

Si, después de este paseo por los jardines reales del Renacimiento y el Barroco en Madrid, regreso a Barcelona, me llama una vez más la atención que apenas podamos encontrar zonas verdes, a pesar de la densidad de su población. Barcelona, que se abre a la llanura del mar, disfruta de un único parque cercano al centro histórico: el parque de la Ciudadela, que procede de la liberación, en 1869, del asentamiento militar, después de que la ciudad perdiera la condición de plaza fuerte. Josep Fontserè, maestro de obras, ganó el concurso para edificar el nuevo parque. Dibujó, sobre el suelo recuperado al terreno militar, una gran herradura, un trazo que trata de negar toda memoria del pasado. El parque de la Ciudadela se alinea con las construcciones de parques democráticos, nacidos para el ocio y el respiro de las ciudades, como el Central Park de Nueva York, pero es de proporciones tan modestas como las de la ciudad.

De todas las construcciones del parque, de entre sus folies, sobresale, aparatosa y ecléctica, la gran cascada: contiene el inventario completo de una arquitectura de manual, con reminiscencias de los grutescos propios del universo histórico del jardín. En la cascada, el joven Gaudí colaboró con el propio Fontserè y acaso introdujo en ella los primeros apuntes de su desbordante fantasía, que más tarde llevó al límite en el parque Güell.

En la Ciudadela hay, en cambio, una pieza de arquitectura única por su belleza y elegancia: el Umbráculo, obra del mismo Fontserè, un edificio ya propio de la era industrial, de estructura parcialmente metálica, cerrado y cubierto por celosías de lamas de madera. Su interior está bañado por una luz que atraviesa el aire y crea penumbra para que las palmeras vivan acunadas por las sombras. La luz peculiar del Umbráculo recuerda la de las casas del ensanche de Barcelona que, a pequeña escala, repiten en su interior las virtudes de la sombra matizada, gracias al filtro de las persianas de librillo.

Fig. 4

En el parque de la Ciudadela, uno de los viejos edificios de la ciudadela militar, el Arsenal, fue remodelado para ser residencia de los reyes que, en Barcelona, siempre han estado de paso. Ahora el edificio es la sede del Parlamento de Cataluña, pero antes albergó el Museo de Arte Moderno, con los cuadros de Casas, de Mir y de Nonell, que recuerdo haber visto allí siempre, además del estanque con la estatua del Desconsol, de Josep Llimona, colocada en 1907. El arte catalán de fin de siglo era una de las joyas que se podían disfrutar al final de los paseos por el parque de los años de mi infancia; hoy las pinturas han sido trasladadas al MNAC, el Museo Nacional de Arte de Cataluña, en Montjuïc.

En Barcelona, la montaña de Montjuïc es como un libro donde todas las versiones del jardín se suceden en el tiempo y se superponen en el espacio. Sus laderas habían sido un lugar popular de paseo de los barceloneses, en los márgenes de la ciudad apenas urbanizados, donde había sólo algunas fuentes y merenderos. A principios del siglo XX, una parte de la montaña, escarpada y salvaje, se fue ajardinando en proyectos sucesivos entre los que destacan las primeras actuaciones de Jean-Claude Nicolas Forestier, procedente de París, con la colaboración del arquitecto Nicolás María Rubió i Tudurí. Los trabajos de Forestier se empezaron en 1916 y fueron ganando espacio a la montaña, tendiendo escaleras y abriendo plazoletas sombrías, donde brotaban fuentes y se ofrecían bancos acabados con azulejos. Las obras más notables se hicieron con motivo de la Exposición Universal de 1929, en la zona que se conoce como Jardines de Laribal, y se terminaron en la construcción del Teatre Grec, que replicaba la forma de los antiguos teatros al aire libre, y donde se siguen representando espectáculos que alivian las noches calurosas del verano barcelonés. Entre los distintos espacios ajardinados que se han ido abriendo en la montaña desde entonces, se estableció un modesto jardín botánico—hoy conocido como Jardín Botánico Histórico—abierto en 1941, cerca de los restos de la antigua cantera llamada la Foixarda, que ha dado la piedra y el color a las construcciones de Barcelona durante siglos. En este jardín se encuentran algunos de los árboles más antiguos de la ciudad.

Estos jardines han sufrido golpes de abandono y fortuna sucesivos, como todas las obras que surgen de momentos singulares del tiempo y luego son olvidadas. Antes de estas reformas—y quién sabe desde cuándo—se extendían por la montaña grupos de barracas que dieron techo a la primera ola de inmigración que vino a la ciudad, atraída por el trabajo que ofrecía la modesta industria a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y que requería la construcción de los edificios que fueron ocupando el Ensanche, trazado por Ildefonso Cerdá. Fueron las exigencias de una ciudad que iba levantando la burguesía empresarial que ha caracterizado a la sociedad catalana. En Montjuïc, los jardines se siguieron abriendo después de mediados del siglo XX y desplazando los asentamientos barraquistas que seguían creciendo en los años del desarrollismo.

La montaña, quizá antes incluso de que se asentaran en sus laderas las barracas, estaba también ocupada por pequeños huertos. Estos huertos debían de tener el aspecto de un jardín de jardines, cultivado de manera espontánea, como en muchas periferias urbanas. Una descripción de este paisaje hecha por Sempronio, y citada por Manuel Vázquez Montalbán—en su trepidante síntesis literaria de la historia y geografía de la ciudad, Barcelonas—sirve para imaginar lo que desapareció bajo las trazas de los nuevos jardines de 1929:

Entre la espesa vegetación se abría una infinidad de caminos laberínticos, flanqueados por paredes de caña, por encima de las cuales colgaban las ramas de las higueras y los cerezos. De vez en cuando las puertecillas de los huertos interrumpían las paredes […] Los huertos eran trabajados hasta el último centímetro de tierra. Sólo dejaban un paso estrechísimo en medio del cultivo para dar paso a las glorietas y los emparrados. Bajo cubierto, bancos, mesa y alacenas para la alfarería y las herramientas. Las paredes de las barracas florecían de campánulas, lirios y rosales. El árbol genuino de Montjuïc era la higuera.6

Si siguiéramos remontando el tiempo, tendríamos que recordar que Montjuïc debió de ser el lugar de los primeros asentamientos indígenas, los enigmáticos layetanos, que vieron fundar la Barcino romana en el llano, a sus pies, en el siglo I antes de Cristo. Quizá también ellos cultivaban sus huertos en un suelo que apenas guarda su memoria. La montaña fue, desde los inicios de la cartografía científica, a partir del siglo XVI, el punto de vista más recurrente para mostrar la impronta completa de la ciudad. Arriba, la mole del castillo, construido sobre el emplazamiento de una antigua fortaleza después de la guerra de Sucesión, a mediados del siglo XVIII, recordaba que Barcelona había sido una plaza fuerte y que, en su historia, los episodios de saqueos, motines y sublevaciones han estado siempre presentes. En Montjuïc estaban los ojos de la ciudad, que vigilaban el mar desde arriba. Y desde Montjuïc, la propia ciudad había sido castigada por insumisa, bombardeada con más de mil bombas de cañón en 1842 por el general Espartero, y en 1843, por el general Prim.

Los fosos del castillo han sido escenario de violencia y represión. Allí se fusiló al fundador de la Escuela Moderna, el educador anarquista Francisco Ferrer Guardia, en 1909, acusado, en un proceso manipulado e injusto, de instigar la rebelión de la Semana Trágica. Mi abuela materna, que de niña había ido a aquella escuela libre, me contó esa historia con un dolor que contrastaba con la felicidad de sus recuerdos de la escuela, donde aprendió en una libertad que mi generación envidiaba. En los fosos del castillo se fusiló, durante la guerra civil, primero a los sublevados bajo el mando de las tropas franquistas, luego a los republicanos vencidos. Es imposible saber cuántos murieron en esa fortaleza. La sangre y la pólvora han quedado grabadas en sus muros.

El cementerio judío, del que viene el nombre de la montaña, ya había sido desmantelado en el asalto al Call de Barcelona, en el siglo XIV, y algunas de sus piedras sepulcrales se habían empleado en la construcción de la catedral, cercana al corazón de la fundación romana, en el Monte Táber, donde todavía pueden verse las inscripciones hebreas, si las buscamos. Algunas estelas grabadas se ven entre la vegetación, en la misma montaña, aunque es posible que otras se encuentren aún bajo el suelo. Montjuïc sostiene tanto los signos ocultos como los visibles de la historia de los barceloneses. Considerando su pasado, es fácil preguntarse si sobre territorios tan marcados por el dolor y la violencia puede construirse un jardín que devuelva a la ciudad la paz que le ha resultado tan cara.

El dominio desde Montjuïc sobre el Pla de Barcelona nos lleva ahora a pasear por sus jardines y miradores, acompañados de la silenciosa ciudad, que parece dormir a nuestros pies, viendo surgir entre las azoteas las torres de sus iglesias medievales y el infinito horizonte del mar. En la cara oculta a la ciudad, en la ladera que se inclina hacia el sur y que casi roza la línea de la costa, se extiende el cementerio que recibe el nombre de la montaña, escalonado, empinado sobre esta zona escarpada que da al puerto industrial. Buena parte de esta ladera que mira al mar, ya cerca de las zonas ajardinadas, es, todavía hoy, un terreno que parece marginal, inestable, descuidado. En la parte más empinada se encuentran los jardines de Costa i Llobera, inaugurados en 1970. Recuerdo haber paseado hace años por aquí, entre enormes cactus, pitas, chumberas y agaves que mostraban esas cicatrices que causan los años y las raras heladas a estas plantas de tierra árida, heridas también por grafitis que soportaban como si fueran libros vegetales. He vuelto de nuevo esta primavera y, aunque apenas nada parece igual a mis recuerdos, en esta zona, todavía angosta y poco accesible, se sigue sintiendo, por encima de todo, la radiación del sol y su luz multiplicada por el deslumbrante reflejo del mar.

Fig. 5

Fig. 6

El poeta Jaime Gil de Biedma, nacido en el mismo año de la exposición, dedica un poema a este lugar, mientras recorre los jardines, ya deteriorados, en 1962: «Barcelona ja no és bona o mi paseo solitario en primavera». En el poema, superpone las imágenes de una memoria feliz que conocieron sus padres en 1929, el año en que nació, a las del jardín descuidado, por cuya pendiente asciende despacio, tropezando en las piedras donde las higueras agarran sus raíces. El tiempo transcurrido es el nervio de este poema: dibuja un arco desde el pasado hacia el futuro, que se extiende sobre el momento exacto del paseo, en el presente. Éste es el final del poema, que merece ser leído en su integridad:

Sólo montaña arriba, cerca ya del castillo,

de sus fosos quemados por los fusilamientos,

dan señales de vida los murcianos.

Y yo subo despacio por las escalinatas

sintiéndome observado, tropezando en las piedras

en donde las higueras agarran sus raíces,

mientras oigo a estos chavas nacidos en el Sur

hablarse en catalán, y pienso, a un mismo tiempo,

en mi pasado y en su porvenir.

Sean ellos sin más preparación

que su instinto de vida

más fuertes al final que el patrón que les paga

y que el salta-taulells que les desprecia:

que la ciudad les pertenezca un día.

Como les pertenece esta montaña,

este despedazado anfiteatro

de las nostalgias de una burguesía.7

El futuro de la montaña se abre para los hijos de la inmigración, nacidos ya en la postguerra, con el deseo de que puedan poseer plenamente el espacio marginal que fue suyo durante los años de su abandono.

Los jardines son verdaderos teatros privilegiados para comprender la historia y el carácter de la ciudad, de cualquier ciudad. Los ritmos con los que el tiempo modela estos espacios forman parte de ese carácter. Todo jardín puede regresar de manera brusca al pasado, a un estado selvático, a la naturaleza. Es lo que parece desear la tierra, siempre latente bajo el orden impuesto. La materia vegetal es activa, y es rebelde ante las normas de la construcción, escapa a ellas con la vitalidad propia de los seres vivos. En los jardines abandonados se han quedado los fantasmas, quizá sólo en forma de recuerdos: sólo ellos saben vivir en sus rincones. A pesar de la fuerza de la naturaleza, que trata de recuperar lo que es suyo, en el lugar donde existió un jardín la tierra no volverá nunca al estado anterior, porque su suelo quedará alterado. Los jardines abandonados guardan semillas de las especies vegetales que crecieron y florecieron antes, quizá durante años, incluso siglos. En su suelo quedarán para siempre los signos de los cambios que sufrió la tierra.

También en Montjuïc queda el registro de esta historia natural, acompañada de los restos de las construcciones que embellecieron la montaña hace ya casi un siglo, algunas desaparecidas y otras reconstruidas, como el Pabellón Mies van der Rohe, cuando los jardines se restauraron de nuevo en 1992, con motivo de la celebración de los Juegos Olímpicos. La relativa dificultad de acceso sigue protegiendo estas laderas de los excesos de la multitud: la soledad y la libertad parcial de su vegetación las embellecen, y así, los pájaros y los gatos y otras criaturas vivas pueden habitar a su modo la montaña que fue salvaje. La soledad ha propiciado en Montjuïc los encuentros amorosos, y los ha protegido, como en muchos otros jardines y parques del mundo, tan reservados como lo son los rincones de esta montaña barcelonesa.

A las ciudades contemporáneas ya no les bastan estos parques históricos y buscan la creación de jardines en espacios marginales, a veces residuales, o insólitos. Es un proceso que caracteriza a todas las grandes poblaciones que pueden permitirse el lujo de planificar sus recursos. Las urbes más modernas y equipadas han creado jardines verticales en fachadas que suplen—sólo en parte y sólo en forma de simulacros—la carencia de lugares verdes. Las cubiertas ajardinadas y vegetales, que ya existieron en tiempos olvidados—las vemos en la arquitectura vernácula de algunos países nórdicos, como en Islandia—, realizan una función cívica y medioambiental, al retener el agua de la lluvia y facilitar el ciclo de su retorno a la atmósfera. Pero estas cubiertas, que hoy se imponen como medida paliativa al deterioro ambiental que ocasiona el exceso de suelo edificado, tampoco suplen la carencia de jardines en una ciudad, ya que apenas están abiertas a unos pocos.

Le Corbusier defendió estas cubiertas vegetales hace ya un siglo. Las construyó en sus propias casas, en los años veinte. Celebraba el salvaje crecimiento de la maleza en la cubierta de la casa que construyó para sus padres a orillas del lago Leman, en 1922. Subido a ella—lo dejó escrito—gozaba de la visión privilegiada de los gatos y admiraba la vitalidad de una vegetación cuyas semillas traía el viento con generosidad y que dejaba crecer a sus anchas. La belleza de la cubierta residía precisamente en su desorden, en su libertad, como si se tratara de una cabellera salvaje.

Los parques públicos creados por la lógica de la planificación nacieron a mediados del siglo XIX para enfrentar los primeros problemas de densidad urbana, para paliar el deterioro ambiental, cuya conciencia se ha ido reforzando en la segunda mitad del siglo XX. Hoy los llamamos pulmones verdes: siguiendo la metáfora biológica que utilizó el paisajista visionario británico John-Claudius Loudon, quien impulsó la renovación de los parques públicos ingleses. La metáfora es acertada, dado que la vegetación respira y equilibra, entre los ciclos del día y de la noche, una cantidad estable de dióxido de carbono (CO2) y oxígeno. La lógica de estos paisajistas—primeros higienistas—se ha seguido poniendo a prueba en los nuevos jardines inscritos en las periferias o abiertos en solares ganados a la ciudad. Los nuevos parques públicos son como piezas injertadas o recortadas en el laberinto de calles y avenidas de las ciudades históricas. La historia de las reivindicaciones ciudadanas está bien surtida de episodios en que la población ha llevado la iniciativa de la creación de zonas verdes y ha luchado por ellas.8

En Manhattan, la creación de Central Park aligeró, desde finales del siglo XIX