Entre pueblo e Imperio - Mario Barcellona - E-Book

Entre pueblo e Imperio E-Book

Mario Barcellona

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Impolítica e irrepresentable: así define este ensayo la sociedad del presente con la vista puesta en varios procesos complementarios que han discurrido durante las últimas décadas. Entre estos procesos cabe mencionar: la expulsión de masas de trabajadores de la producción y su sustitución por robots; el dominio de los poderes financieros globales sobre la voluntad de las poblaciones; la desagregación social como consecuencia del imperativo individualista; la recomposición oligárquica de la estratificación social, y la profundización de la crisis ecológica. Un marco insolidario y cerrado a la imaginación colectiva que se ha convertido en la crisis sistémica de un capitalismo hiperproductivo pero sin empleo suficiente, y por consiguiente con escasez de demanda, en el que el autor sitúa la emergencia de formas populistas de agregación de la insatisfacción masiva. En estas condiciones, emergen como tareas prioritarias recuperar el sentido fuerte de la política e inventar nuevas instituciones que permitan representar democráticamente las aspiraciones a una vida digna. Frente al olvido sistemáticamente organizado, la contribución de este volumen consiste en recuperar los esfuerzos que se han dado en el campo de lo que antes se entendía como izquierda para avanzar sobre un horizonte más igualitario, así como en formular, en diálogo con algunas tendencias emancipatorias del presente, un programa de mínimos que parte de la necesidad de recuperar la centralidad del conflicto en torno al trabajo y la distribución de la producción social, y de hacer frente a los grandes riesgos ecológicos. "¿Son el imperio del capital y la miseria del pueblo un destino inmutable? Es la pregunta que se hace Mario Barcellona en este volumen, que tiene el mérito de plantear una posible izquierda por venir y una democracia solidaria por inventar". (Le Monde diplomatique)

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Entre pueblo e ImperioEstado agonizante e izquierda en ruinas

Mario Barcellona

Traducción de Juan-Ramón Capella, Antonio Giménez Merino,José Luis Gordillo y Joan Ramos Toledano

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Derecho

 

 

 

Título original: Tra Impero e popolo. Lo Stato morente e la sinistra perduta

© Editorial Trotta, S.A., 2021 http://www.trotta.es

© Mario Barcellona, 2021

© Juan-Ramón Capella, Antonio Giménez Merino, José Luis Gordillo y Joan Ramos Toledano, traducción, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (EPUB): 978-84-1364-045-7Depósito Legal: M-22270-2021

ÍNDICE

 

Para empezar: el problema que va a ser tratado

1. EL DERECHO Y EL CONFLICTO: LAS CATEGORÍAS DE LO JURÍDICO PARA LEER LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL

1. Conflictos como conejos

2. El conflicto, el orden jurídico y el duodécimo camello

3. Agricultores y médicos, artesanos y guerreros: Aristóteles, el conflicto y la «medida»

4. Vencedores y vencidos

5. Las razones de los vencidos

6. Más de dos mil años después

7. Hacia el tercer milenio

2. EL MARXISMO, LA TRANSICIÓN Y LA EXTINCIÓN DEL ESTADO: EL DOMINIO DE LA CONTINGENCIA Y UN HORIZONTE DE SOCIEDAD SOLIDARIA

1. El conflicto, la epistemología de la contingencia y la «pensabilidad» de una transición a un orden renovado

2. Un mundo trastornado, la crisis de la política y la izquierda «por llegar»: el viejo Marx entre funerales precipitados y retorno incierto

3. La crisis de la izquierda como problema general de la democracia

4. La transición y sus dos distintas acepciones: el problema del paso de un orden social a otro y la cuestión de una «sociedad transitoria»

5. La transición y el paradigma de 1789: una época en la que dentro del viejo orden surge el principio distributivo de una sociedad «por llegar»

6. El Estado social como momento de una transición larvada pero fracasada: el orden «igual» de la burguesía, el «derecho desigual» y la distribución política de la riqueza producida

7. La extinción del derecho y del Estado y el «comunismo» como sociedad postpolítica más allá de un horizonte socialista: entre revolución de la técnica y revolución del espíritu

8. «De cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades» como horizonte de una «sociedad solidaria» posible, el «derecho desigual» como su forma jurídica, y sus posibles materializaciones graduales

9. Del gobierno de la crisis al gobierno de la sociedad: el espacio de la izquierda y la herencia marxiana

10. Los populismos, la izquierda y las condiciones de un horizonte que haga presagiar una sociedad solidaria

3. PUEBLO Y POPULISMOS: EL MALESTAR SOCIAL Y UNA PERSPECTIVA BLOQUEADA

1. Una sociedad bloqueada: el populismo, la crisis de la democracia y la decadencia de la política

2. La naturaleza global de la «revuelta» y el antagonismo entre élite y «pueblo»: distinciones e interrogantes que se plantean

3. La transformación de la estratificación social de pirámide en reloj de arena: el «pueblo-parte» y la retórica populista

4. El pensamiento único y la «sociedad líquida»: el imaginario individual y la crisis de la democracia como condiciones específicas del auge populista

5. La crisis y su escenario: la sociedad abandonada, el miedo a caer y la unificación populista

6. Los caminos de la «cultura» de derechas y el desarme de la «cultura» de la izquierda

7. La concentración de la riqueza y la financiarización de la economía: el escenario inminente de las crisis

8. Los escenarios futuros y una izquierda a su altura

4. POR UN HORIZONTE PARA LA IZQUIERDA POR LLEGAR : EL IMPERIO, EL ESTADO Y LA SOCIEDAD SOLIDARIA

1. El problema del nuevo horizonte y las distintas estrategias de «lo común»

2. La doble referencia de los «bienes comunes»: una metáfora «a mitad de camino»

3. Los «bienes comunes» y las necesidades primarias: entre el utilitarismo propietario y la lógica burocrática

4. Los «bienes comunes» entre eficiencia y valores: la medida y su creación en el imaginario social

5. Los «bienes comunes», lo público y la crisis de la política: globalización y democracia

6. De los «bienes comunes» a la estrategia de la «sociedad de los derechos»: el Estado como «convención universal», el «intercambio necesario» y la insustituibilidad de la política

7. De los «bienes comunes» a la estrategia de «la sociedad de lo común»: el Imperio, la economía del conocimiento y la multitud 189

8. El capitalismo del conocimiento y la apropiación del valor en forma de precio: del intercambio entre capital y trabajo al intercambio entre mercancía y salario difuso en el mercado general

9. El «Triunfo de la técnica» y la contradicción fundamental del capitalismo cognitivo: entre la necesidad de una demanda creciente y «el fin del trabajo»

10. El Imperio, el Estado y la «espada» del Leviatán: la guarnición armada de la propiedad y la organización del acceso a los recursos

11. El Estado y lo común: los límites de una utopía

12. El Estado y la política: la naturaleza informal del mercado, la «forma» como único recurso contra el Imperio y la constitución contradictoria de la democracia

13. La izquierda «por llegar» y la democracia solidaria por inventar

14. Prolegómenos de una democracia solidaria: tres grandes socializaciones y

15. La reforma política del «cuerpo del rey»

Para acabar: un resumen en torno a tres puntos

PARA EMPEZAR: EL PROBLEMA QUE VA A SER TRATADO

¿Una vez más, «Un fantasma recorre el mundo»?

Así se titulaba un libro de Pietro Barcellona (Il capitale come puro spirito. Un fantasma si aggira per il mondo, Editori Riuniti, Roma, 1990) que hace más de veinticinco años identificaba con extrema lucidez las transformaciones radicales que la economía, la política y la sociedad empezaban a mostrar en el periodo en que la breve experiencia del Estado social llegaba a su fin.

Desde 1990 hasta hoy esas transformaciones han sacudido a todas las sociedades. Las estructuras y las ideas que habían llevado a un bienestar probablemente desconocido hasta entonces, y que habían impedido la reaparición de las tragedias materiales y espirituales de la guerra, han sido vaciadas. Y tales transformaciones han adquirido, además, un ritmo y una velocidad imprevisibles para la mayoría, al extremo de que parecen anunciar un cambio nuevo y bastante más radical del mundo y del modo de relacionarse de las personas que lo habitan.

Durante este tiempo, a fin de cuentas bastante corto, se han establecido y desarrollado exponencialmente las condiciones de «La tercera revolución industrial» —hay quien incluso la llama «Cuarta»— y de «La nueva revolución de las máquinas»; pero también de la «Bancarrota» y de «El fin del trabajo». Al punto que no falta quien se ilusiona con la llegada del «Postcapitalismo» y de «La sociedad de coste marginal cero».

Esas expresiones pueden parecer titulares efectistas, propios de esa ensayística anglosajona que siempre busca sorprender. Pero los datos disponibles son bastante elocuentes.

Y más elocuente aún es lo que se confirma a diario: la dificultad de las economías occidentales para reactivar el crecimiento; PIB nacionales que crecen —la mayoría con lentitud— sin que a diferencia del pasado crezca también el empleo estable; una difusa y cada vez más penetrante precarización del trabajo, más humillante aún que el propio desempleo; una polarización de la riqueza sin precedentes; el empobrecimiento de las clases medias y su caída en picado en las jerarquías sociales.

Este mundo en transformación parece haber liquidado la euforia de los veinte años a caballo del nuevo milenio, la aceleración del ascensor social que había prometido y que ahora parece dejar sin esperanza a unas sociedades convertidas en «líquidas», recorridas por la rabia y el miedo.

Y mientras esto sucede, la política, que después de la guerra había guiado la recuperación y había salido al rescate de enormes masas rurales y urbanas, parece haberse evaporado: despojada de las «ideologías» del «siglo breve»* y dominada por un «pensamiento único» que no parece en condiciones de ayudarla a entender el mundo, se ve arrollada por los populismos que crecen a ambos lados del Atlántico.

El ámbito de esta reflexión está configurado justamente por esto. Atañe a la crisis en que están sumidas las sociedades occidentales y a las transformaciones radicales de estas que parecen anunciarse, así como a las tres preguntas principales que se derivan de ambos aspectos: en qué punto estamos, hacia dónde nos dirigimos y qué otra dirección a la que dirigirnos podríamos vislumbrar con realismo.

El lector se preguntará con toda la razón por qué esta reflexión parte del derecho, de su relación con la «justicia» y de las transformaciones esenciales que ha experimentado con el paso del tiempo.

Aunque el derecho sea el oficio del autor, no es la razón que le mueve a hablar del derecho en el primer capítulo —y por consiguiente a reclamar un pequeño sacrificio inicial del lector—, o, al menos, no es la razón principal.

La razón principal reside en que dónde estamos, cómo hemos llegado hasta aquí y hacia dónde nos dirigimos tienen que ver con la manera de entender el conflicto que ha atravesado y aún atraviesa las sociedades occidentales, y con la circunstancia de que la mejor manera de captar las características, los actores y el espacio de dicho conflicto probablemente consista en interrogar al derecho.

Resulta plausible representar el derecho con la metáfora del esqueleto de una sociedad: aquello que la sostiene, le da forma y determina el orden sin el cual no sería la misma, no sería una sociedad —la sociedad considerada de vez en vez; aquello que en cada época instituye las condiciones que dan un sentido determinado a la convivencia humana y que garantiza la reproducción de esta—.

Por ello, en el derecho se lee posiblemente mejor que en cualquier otro sitio el terreno del conflicto, el orden paulatinamente instituido para apaciguarlo y la razón por la que este, a pesar de todo, es puesto en cuestión una y otra vez hasta que llega a ser revocado. El derecho también permite captar, en buena medida, los procesos a través de los cuales un orden social es pensado momento a momento y cómo, con idéntica sincronía, es imaginado un orden nuevo que se postula en su sustitución.

Así, este recorrido a través del derecho tiene por objeto identificar el conflicto, describir el núcleo del mismo y desarrollar las categorías que permitan interpretar su transformación; y también explicar a través de estas el modo en que ha evolucionado el conflicto sociopolítico a lo largo del siglo XX —el llamado «siglo breve»—, y cómo se articula —o más bien se ha desarticulado— en los inicios del nuevo milenio.

Hoy el conflicto se presenta desarticulado, pero ello no significa que haya desaparecido su razón de ser, ni por tanto que haya dejado de haber un margen para el cambio, para un horizonte o perspectiva que responda a las urgencias que nuestro tiempo parece revelar y anunciar.

Pese a ello, el presente parece negar precisamente esa posibilidad.

Aquí convergen principalmente dos factores sobrevenidos: uno teórico-social —por llamarlo de alguna manera—, por el que la contingencia es vista como el signo insuperable de nuestro tiempo; y otro —por llamarlo también de alguna manera— sociopolítico, por el que se tacha de irreversible el descrédito que pesaría sobre los viejos modos de pensar la transformación, sobre el Estado, sobre la política y sobre las ideologías que habían guiado la evolución.

Por ello, el segundo capítulo trata de examinar si desde donde nos hallamos podemos pensar una dirección que no sea esa a la que a priori estamos sujetos.

La epistemología de la contingencia sugiere que el tiempo actual ha dejado de ser representable dentro de un orden y que, en consecuencia, las continuas transformaciones y perturbaciones que lo atraviesan escapan a cualquier proyecto de cambio, es decir, a la posibilidad misma de pensar un orden distinto.

Pero no parece que esa lectura sea tan irrefutable como pretende ser: para empezar, la propia contingencia se puede circunscribir a la temporalidad y a la «decisión» que de un modo u otro la preside.

La categoría de la contingencia es un formidable instrumento de comprensión de los dispositivos de funcionamiento de las sociedades actuales y no está reñida con la idea de un orden: el orden de la contingencia es, a la postre, el orden del mercado, lo que hace que la posibilidad de pensar en su transformación en un orden distinto deba ser medida a partir de este.

Pero pensar en un cambio exige cuando menos dos cosas: que se dé efectivamente un pensamiento del cambio y que haya alguien que lo utilice, que trate de imaginar con realismo un orden nuevo y en base a ello ponga manos a la obra para reactivar el conflicto.

Durante todo el «siglo breve» ese pensamiento transformador se materializó en el marxismo y su utilización, a partir de interpretaciones diversas, corrió a cargo de las izquierdas.

Sin embargo, hoy las izquierdas revelan agotamiento por todas partes, y su crisis parece haber conllevado la del pensamiento por el que de una u otra forma se habían regido.

Precisamente por esto, pues, parece necesario ocuparse antes que nada, aunque suponga exhortar al lector al sacrificio de regresar por enésima vez a un debate que parece estar —y en parte está— lejos del presente. Pero es preciso preguntarse por el pensamiento sobre el que se plasmó la experiencia de las izquierdas, por lo que queda en pie de ese pensamiento —si es que queda algo— y por los términos en que aún es posible sacarle provecho para entender este mundo en transformación.

Por las razones expuestas, ese pensamiento interesa aquí desde dos puntos de vista: el de las categorías que permiten leer la transformación —cómo entender en qué punto estamos— y el de las razones por las cuales el futuro imaginado a partir de dichas categorías parece haber quedado sin asidero social —por qué ha fracasado—.

Ambos puntos de vista parecen tener su «lugar» teórico común —ahí donde se formalizan las categorías que permiten formular las preguntas pertinentes— en el aspecto crucial de dicho pensamiento relativo a la transición: cómo entender y distinguir, en general, el paso de una época de la sociedad a otra, y cómo y en qué dirección, específicamente, proyectar el abandono de la «sociedad burguesa».

Muchas de las dificultades con las que se ha encontrado el pensamiento de Marx —o con las que han tropezado sus muy variadas interpretaciones, volviendo trágicas las praxis materializadas en su nombre— parecen emanar de la distinta concepción de la transición con la que, por este orden, primero se analizó la transición del feudalismo al capitalismo y, luego, se interpretó el paso del capitalismo al orden destinado a sucederle, la llamada «sociedad comunista».

Estas dos concepciones de la transición, si bien se piensa, atañen a problemas distintos, pese a que en general hayan sido indebidamente superpuestos: la primera pretende definir el «proceso» que guía el paso de un orden de la sociedad a otro; mientras que la segunda postula un «intervalo» entre la destrucción del capitalismo y el advenimiento de la «sociedad comunista» concerniente a la disputa en torno a la plausibilidad y a la naturaleza de una sociedad intermedia —la llamada «socialista»— que presentaría un carácter intrínsecamente transitorio y completamente instrumental. De esta superposición de planos y problemas distintos cabe que procedan tanto una indeterminación en la manera de preguntarse por los procesos generales de transformación de las sociedades como una pésima interpretación del modo en que es posible concebir un más allá de la sociedad «burguesa».

La transición puede ser entendida, en cambio, como un proceso —que puede ir hacia atrás, de tiempos y resultados inciertos— en el curso del cual, dentro de la sociedad saliente, empiezan a desarrollarse —de manera al principio subalterna— relaciones de distribución de la riqueza que responden a un principio distinto y nuevo.

Resituar la transición, y el análisis de los procesos a través de los cuales se desarrolla, en torno a relaciones de distribución —y no en torno a relaciones de propiedad— no solo ensancha los tiempos del proceso, sino que modifica sus datos indiciales, por lo que hace posible el acercamiento a través de una comprensión distinta.

Resituar la transición, por de pronto, sirve para cambiar la manera habitual de valorar el periodo del welfare: induce a fijarse en las señales de una discontinuidad debida a una complicación sobrevenida en la distribución de la riqueza y, con ello, a imaginar un novum distinto de aquel en que generalmente se piensa o se había pensado.

La imagen de un más allá de la «sociedad burguesa», en su diversidad de versiones, siempre se ha vinculado al principio «de cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades». Pero las distintas y en su mayoría antagonistas modalidades ideadas para materializarlo han sido concebidas siempre —al menos en las representaciones que las han enfrentado dramáticamente— como cualitativamente homogéneas, en el sentido de que siempre han acabado por ser imaginadas como órdenes sociales que, pese a implementar dicho principio con graduaciones distintas, presentaban sin excepción una naturaleza esencialmente política: su fundamento estaba en la decisión, en una deliberación de la polis. Justamente ese origen y esta característica común de dichas modalidades explican, respectivamente, por qué han sido interpretadas en sucesión inmediata e imaginadas la una en función de la otra —la «sociedad socialista» como premisa transitoria de la llamada «sociedad comunista»—, dentro de un espacio histórico concebido como un «intervalo»; y por qué, por el contrario, el rechazo de esta relación de sucesión y de este instrumentalismo tiene que ver con la incapacidad para imaginar la transición misma —la socialdemocracia como versión política avanzada de un modo capitalista de producir que se admite como imposible de trascender—.

Si bien se piensa, una sociedad donde el principio «de cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades» se encuentre en vigor de forma íntegra e ilimitada se rige —solo puede regirse— más bien por un orden espontáneo, por un actuar recíproco intrínsecamente subjetivo y necesariamente al margen de la coerción jurídico-política. Por ello, se trataría de una sociedad cualitativamente distinta de todas las demás —incluso de las que mantienen como perspectiva tal principio—; sería una formación social en la que una revolución del espíritu ha sofocado el conflicto y ha creado una sociedad post-política, que precisamente por ello puede prescindir del derecho y del Estado.

En cambio, una sociedad que conciba dicho principio políticamente —esto es, que lo asuma «a su medida» en virtud de una decisión de la polis y lo materialice en los términos propios de esta determinación suya— representa más bien una forma social enteramente distinta y completamente autónoma, identificable por la primacía que atribuye a las «posibilidades» y a la «necesidad» en la distribución de la riqueza, y que, precisamente por ello, hace gala forzosamente de un particular modo de ser del derecho y del Estado.

Si esto, por un lado, puede valer para explicar el trágico equívoco que incubó la ruptura de las izquierdas en la primera mitad del siglo XX, por otro lado, conduce a pensar que el advenimiento del Welfare State en la segunda mitad del «siglo breve» introdujo en el orden mercantil una distribución «política» de la riqueza que, con su derecho desigual correctivo del derecho igual de la «sociedad burguesa», comenzó a delinear una futura sociedad solidaria, en condiciones de sancionar a través de su derecho y de su Estado, y por caminos democráticos, la preeminencia de la «posibilidad» y de la «necesidad» sobre la pura distribución mercantil de la riqueza.

Ello sugiere, a su vez, que el del welfare fue un periodo de la «sociedad burguesa» en el que, en torno a esos dos principios de la distribución de la riqueza —el mercado y la necesidad—, se desarrolló un conflicto respecto del cambio social; y también que el actual sea en cambio el periodo en que dicho conflicto parece haber acabado con —o estar acercándose a— la derrota de la transformación imaginada y emprendida de aquel modo.

En tercer lugar, guste más o guste menos, todo lo anterior lleva a pensar que dicha derrota —o ese inexorable declive— no es en realidad necesariamente irreversible; no se trata de un destino. Y por último, pero más importante aún, que una perspectiva que quiera salir al paso de las convulsiones sociales que parece anunciar la incipiente «nueva revolución de las máquinas» no puede dejar de lado ni el problema correspondiente a «de cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades», ni el de las distintas maneras en que este principio aún podría ser conjugado hoy.

Solo que tal principio pertenece al viejo patrimonio de las izquierdas y parece que estas han dejado de existir. Y los movimientos que en su lugar han hecho suyo el malestar social han asumido características populistas y exhiben temáticas que parecen prescindir completamente de la invocación de dicho principio.

Los observadores atentos invitan a distinguir el envoltorio populista que cubre la protesta actual de lo que hay en su interior.

Una distinción correcta, pero insuficiente.

Insuficiente porque deja sin explicar por qué lo que hay dentro ha adoptado este envoltorio y no otros, en particular el madurado por las izquierdas durante más de un siglo.

E insuficiente asimismo porque deja sin explicar, también con carácter preliminar, qué es exactamente y cómo se ha formado lo que ha hallado expresión con este nuevo envoltorio.

Sobre estas cuestiones gira el capítulo tercero:qué se encierra en el interior de una protesta ciega respecto del futuro y en qué condiciones se podría retomar la reflexión sobre este.

Lo encerrado en ese interior parece proceder de una doble simplificación social y política que se ha producido en las comunidades nacionales, así como de los procesos que la han originado.

La primera simplificación parece tener que ver con la transformación de la estratificación social, que ha dejado de ser la pirámide del pasado para convertirse en el reloj de arena actual, en la brecha de las sociedades actuales —y de sus clases medias de antaño—. Las sociedades actuales exhiben una franja superior, en cuyo vértice se han instalado las élites que controlan gran parte de la riqueza y/o que han puesto su propio bienestar a resguardo de las crisis; y una franja inferior mucho más numerosa, irremediablemente expuesta al empobrecimiento y al descenso en las jerarquías sociales, y una marcada ralentización del ascensor social que comunicaba ambos vasos tiempo atrás.

La segunda simplificación es hija de la primera y consiste en una percepción indiferenciada del «pueblo-parte» compactado en esa franja inferior del reloj de arena social, con el consiguiente abandono de los vínculos sociales del pasado y la transformación de la clase social en una categoría sin asidero político concreto.

Ambas simplificaciones, sobre las cuales se ha venido construyendo la unificación populista, remiten a procesos diversos pero relacionados entre sí, puestos en marcha en las sociedades occidentales hace unos treinta o cuarenta años: por un lado, el aumento cada vez mayor de la desigualdad en el reparto de la riqueza y la drástica caída política de las clases más débiles —y tras ellas de las clases medias—; por otro lado, el vaciamiento de las soberanías nacionales y la crisis de la democracia; finalmente, la atomización radical, el individualismo masivo gracias al cual todos estos procesos suscitados por la globalización han podido ser vehiculados dentro del cuerpo social.

La fragua populista se vale del dispositivo del doble miedo suscitado por estos procesos entre las capas sociales que resultan derrotadas: la paralizante tenaza entre el miedo a que este marco social las desplace cada vez más hacia abajo y el miedo a que un cambio del marco haga desaparecer lo que, por poco que sea, les queda todavía.

Por otra parte, estos mismos procesos dan cuenta también de la «desaparición» de las izquierdas.

Estas se han rendido pronto a la violencia del «pensamiento único», de las virtudes benéficas del mercado, y, casi avergonzadas de sus orígenes «estatalistas», han amputado el brazo del que se sujetaban privatizando sus economías mixtas y procediendo a desmantelar —en grados diversos, si se quiere— la estructura de servicios y derechos sociales que habían erigido en el «siglo breve», dando así carta de naturaleza, incluso se diría que con entusiasmo, al vaciamiento de las soberanías nacionales y al deterioro del Estado-nación.

De ahí se desprende una doble mutación de estas izquierdas: una antropológica, de sus grupos dirigentes, que ha transformado su aspecto y su habitus mental; y otra política que, mediante la adopción del punto de vista del realismo, ha llevado al abandono progresivo de toda pretensión correctora del mercado y de la búsqueda de un asentamiento social distinto.

Sin embargo, esta doble mutación parece haber agotado su perspectiva.

La crisis financiera de 2007-2008 y las contradicciones de la economía que la originaron, además de aplacar la euforia mercantil de las izquierdas, han revelado el déficit cognitivo y político que estas habían acumulado: prácticamente ciegas ante la profundidad de los cambios madurados en el sistema productivo y ante los aún más radicales que parecen anunciarse; en dificultades para advertir la gravedad de los golpes que dichos cambios infligían al cuerpo social; desarmadas ya de instrumentos incisivos de intervención; desprovistas de herramientas de análisis capaces de ver más allá de las tradicionales políticas subestructurales; y, sobre todo, sin una perspectiva capaz de hacer frente a las transformaciones económicas y sociales anunciadas por los nuevos escenarios, e incapaces de movilizar hacia objetivos que estuvieran a la altura de este reto.

Eso, probablemente, explica por qué los populismos han crecido tanto y tan rápidamente: el miedo al hundimiento carece de una representación adecuada y el miedo al cambio está desprovisto de una perspectiva tranquilizadora.

También pone en claro que no se puede esperar mucho de las izquierdas tal y como se presentan hoy, o por lo menos mientras sigan presentándose así, y que la izquierda «por llegar», o aquello que haya de tomar el relevo y asumir su función, está necesitada de nuevas palabras, de alguien que pueda pronunciarlas creyendo en ellas y resultando creíble, y de nuevas adhesiones bajo formas organizativas también nuevas.

Por encima de todo, queda claro que es preciso imaginar un nuevo horizonte, una nueva perspectiva: es posible que el principio «de cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades» mantenga aún capacidad para aglutinar un orden distinto al del mero dominio del mercado; sin embargo, para ser verosímil debe ser sostenido por una nueva «narración» y por un nuevo «arsenal». Para ponerlos en pie hay que interrogarse sobre las transformaciones acaecidas —y sobre las aún más radicales que el sistema productivo y el cuerpo social podrían experimentar a no tardar—, así como sobre las sendas y las formas practicables para hacerles frente.

El pensamiento con capacidad de incidencia no tiene ojos para aquello que va más allá de la contingencia. Entregado al optimismo mercantil, solo ofrece espacio teórico a las emergencias ontológicamente reversibles.

A pesar de ello, el presente solo parece ofrecer unas pocas narrativas nuevas con ambición de llenar el espacio que antes ocupaba la izquierda: la de los llamados bienes comunes, limitada pero con aspiraciones y potencialidades expansivas; la estrategia de los derechos, que se aproxima a ella pero con propensión a englobarla dentro de un orden principalmente «individual-libertario»; y la estrategia de lo común, que apunta más bien hacia el germen de un orden de «libre acceso y cooperación espontánea» cuya razón de ser está en el nuevo capitalismo cognitivo y en sus nuevas ontologías sociales.

Sobre estas narrativas versa el cuarto capítulo:hacia dónde ir y por qué ir. Se intentará responder a las tres cuestiones fundamentales que el análisis anterior deja abiertas: por qué existe, si es que existe, la necesidad de un nuevo horizonte; qué papel juega el Estado, si es que juega alguno, dentro de este nuevo horizonte; cómo articular, si es que se puede, un nuevo principio distributivo que, a través de nuevas articulaciones de «posibilidad» y «necesidad», devuelva el vigor a las izquierdas —o a aquello que esté destinado a ocupar su lugar— y permita vislumbrar un nuevo horizonte o perspectiva para ellas.

El Imperio, la crisis de los Estados nacionales y el despliegue de las potencias globales «sin lugar ni nombre», en el tiempo de la «nueva revolución de las máquinas» y del «infocapitalismo», conforma el escenario sobre el que se concretan dos interrogantes cruciales: el futuro de la producción y del trabajo, y el problema del Estado. Un escenario ya tomado en consideración por quienes han visto en el Imperio el signo de nuestro tiempo —lo cual es hoy común a analistas de extracción teórica muy distinta e incluso con simpatías políticas opuestas—: a un lado estarían las transformaciones básicas de la economía que han comportado la revolución informática, el desarrollo del nuevo capital cognitivo y las nuevas relaciones sociales derivadas de esto; y, al otro lado, el deterioro del Estado-nación y el cambio social que lo sigue, donde la «multitud» parece estar ocupando el lugar del «pueblo».

Sin embargo hay otra posibilidad de comprender e interpretar estos fenómenos, con consecuencias también distintas.

La naturaleza cognitiva que ha adoptado con ritmos aún vertiginosos la producción capitalista no provoca únicamente la sustitución de la vieja contradicción entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la apropiación por la contradicción que ahora se da: entre la naturaleza común y difusa del conocimiento —que orienta la producción y se incorpora a sus productos— y el carácter privado que después de todo caracteriza su control y la apropiación del valor que genera. Por eso no parece que baste con tomar en consideración la naturaleza —según se dice— parasitaria y entorpecedora de la tradicional mediación del capital, tratarla aisladamente, y hacerla declinar a través de estrategias de distanciamiento, de huida y de resistencia que coloquen en su lugar a lo «común» como espacio de las interacciones espontáneas de cada singularidad, de sus «naturales» propensiones cooperativas y de su creatividad.

Este proceso, que procede de la fecundidad exponencial de la relación entre tecnociencia y capital, ha modificado la naturaleza de las crisis de sobreproducción que afectan a las economías capitalistas: ha hecho crecer sobremanera —y no deja de hacerlo— la productividad del trabajo; ha provocado que el incremento de la riqueza privada deje de estar vinculado al intercambio directo entre capital y trabajo, y en cambio pase a estarlo al intercambio entre mercancías y salarios —es decir, a los precios y al mercado—; y ha creado de esta manera un torbellino en el que el desarrollo tecnológico, al destruir empleo cada día, erosiona incesantemente la base salarial destinada a ser intercambiada por las cantidades siempre crecientes de mercancías que es posible producir. Ha transformado las viejas crisis de sobreproducción en una crisis que tampoco es de subconsumo, sino que reviste una naturaleza nueva y sistémica, lo que permite definirla, convencionalmente, como una crisis recesiva.

Esta cualitativamente modificada contradicción entre la ilimitada producción de mercancías que anuncia la economía del conocimiento y el inevitable excedente de trabajo que esta produce ha llevado a preconizar, después del «fin del trabajo», el «fin del capitalismo». Sin embargo, puede que las cosas no sean exactamente así, o no al menos desde el punto de vista de los tiempos propios de la política —sobre todo de una «gran política» que se esfuerce en ver lejos—.

En el origen de esa crisis recesiva anida una contradicción que es propia del nuevo modo de producir y de la aceleración cognitiva que ha adoptado y que, sin embargo, por sí sola no parece bloquear directamente ni sus dispositivos de funcionamiento ni su capacidad para alcanzar su objetivo, la producción de beneficio, por lo que no determina necesariamente —al contrario de como se imaginaba tiempo atrás— su autodescomposición, su colapso espontáneo. Antes y más que una naturaleza económica esta contradicción tiene sobre todo un carácter social, al producirse entre la lógica económica que impulsa el modo de producir y la admisibilidad de las demandas de este por el cuerpo social sobre el que actúa; procede de una divergencia —que hasta hace poco parecía inconcebible— entre desarrollo económico y progreso social.

Por ello el «triunfo de la técnica» aún está lejos de haber aniquilado el organismo al que había traspasado sus gérmenes: el capital. En cambio, sí se ha llevado consigo a un chivo expiatorio: el trabajo —tanto el intelectual de las viejas clases medias como el terciario, cuyo desarrollo había servido para hacer frente a la desocupación manufacturera—, y con él la cohesión social y el modo mismo en que las personas se habían concebido, reconocido y comunicado entre sí tradicionalmente. El carácter socialmente constitutivo de lo sacrificado de este modo y el escenario de una sociedad fracturada que eso permite presagiar —un núcleo activo y en condiciones de consumir los productos tecnológicos que sostiene a una inmensa reserva en la que el «resto», inactivo y resignado a la simple subsistencia, recibe ayuda por no trabajar— es lo que justamente alimenta la contradicción del tiempo presente y de las potencialidades que podría destapar.

Se dice que ese triunfo que parece estar llamando a las puertas podría tener su incipit antes de que la generación actual pase de largo, y de hecho en las sociedades occidentales ya se deja notar en forma de desempleo y sobre todo de precarización. Por eso mismo reclama respuestas decisivas y pone al presente ante interrogantes cruciales.

Aunque a ese triunfo ya no se le pueden poner puertas, acaso se puede pensar en afrontar sus consecuencias, en imaginar un orden social capaz de redistribuir no solo la riqueza, sino también el trabajo y el conocimiento mismo.

No parece que un orden de ese tipo pueda prescindir del Estado, el cual, a pesar de todo, sigue siendo el espacio que permite articular y poner en práctica un principio distributivo susceptible de contraponerse al dominio del mercado.

Como tampoco parece que pueda prescindir de una nueva izquierda, o de una alternativa que asuma su función, que entienda finalmente que en relación a este problema se está jugando el partido de la sociedad «por llegar», y que por tanto hay que empezar a proyectar sus estructuras.

Eso pasa, antes que nada, por reflexionar sobre las tres grandes socializaciones que el tiempo actual del «triunfo de la técnica» y del «fin del trabajo» parece poner en el orden del día: la socialización progresiva del trabajo, la socialización selectiva del conocimiento y la socialización eficiente de la riqueza. Y por conciliar la pausa exigida por sociedades complejas como las actuales con la urgencia impuesta por el sufrimiento de los marginados y por la necesidad de conservar la vinculación social.

Al mismo tiempo, pasa por una reforma política del «cuerpo del rey»: la vuelta de la «gran política» y la recuperación de la comunicación política entre pueblo e instituciones de la democracia, con las formas nuevas que impone un tiempo nuevo.

Para acabar: estas reflexiones se refieren a menudo a la izquierda, pero desde la convicción de que no puede haber democracia real sin alternativas y de que, por eso mismo, el problema de la izquierda es ante todo un problema inherente a la democracia, es decir, un problema de todos.

Dichas reflexiones han sido traducidas al castellano por Juan-Ramón Capella y compañeros suyos de su escuela filosófica de Barcelona. Lo menciono por agradecer a Juan-Ramón y al resto de valientes amigos no solo el honor con el que han querido obsequiarme de este modo y la fatiga que han debido soportar, sino sobre todo las muchas observaciones y las preciosas sugerencias que me han hecho llegar afectuosamente a lo largo de la elaboración de este trabajo.

 

*  ‘Siglo breve’ es la expresión acuñada por el historiador E. J. Hobsbawm para referirse a un «siglo» iniciado con la Revolución de Octubre y finalizado con el derrumbe de la Unión Soviética [N. de T.].

1

EL DERECHO Y EL CONFLICTO: LAS CATEGORÍAS DE LO JURÍDICO PARA LEER LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL

1.Conflictos como conejos

Si a un viejo cazador siciliano se le pregunta qué sabe sobre conejos, responderá con una sonrisa sarcástica. Distintamente, si al jurista se le interroga por lo que sabe sobre el conflicto, lo que cabe esperar es una sonrisa más complacida que jocosa. Propenso a hacer gala de su saber, y no a cultivar la ironía, adornará su respuesta con un perentorio «se trata de mi oficio», y continuará con una docta justificación de este incipit presuntuoso.

Los juristas, en efecto, manejan conflictos, o más bien se debería decir que se ocupan exclusivamente de ellos, por mucho que en ocasiones piensen que se están ocupando también de otra cosa.

Los conflictos de intereses, los conflictos de atribuciones, los conflictos de competencia y jurisdicción, los conflictos de ley, etc., invaden las normas y por extensión los discursos enfrentados en torno a ellas1.

A primera vista está claro que no todos estos conflictos se refieren al mismo objeto: unas veces conciernen a dimensiones propiamente materiales, o sea, a intereses y pretensiones incompatibles de individuos distintos; otras, en cambio, a dimensiones eminentemente formales, es decir, a normas y principios que identifican esos conflictos materiales y/o los procedimientos para su resolución con objeto de plantear opciones regulatorias del conflicto. Sin embargo, directa o indirectamente, todos los conflictos remiten en el fondo a la pretensión de alguien frente a otro —o a alguna acción que interfiere en la esfera del otro— y al rechazo a someterse por parte de este.

Los conflictos de que se ocupan los juristas son tan prolijos como los conejos del cazador, en el sentido de que la estructura que una norma da a un conflicto —el cómo resolverlo— no hace más que abrir las puertas a conflictos posteriores o derivados2.

Prácticamente hace un siglo, una comprensión general del derecho aún muy influyente atribuía a los conflictos de interés y a la manera de resolverlos el proprium del derecho, el origen práctico de las normas, el sentido de la función reguladora de estas y, en consecuencia, el canon por el que se debería regir su interpretación.

A una perspectiva bastante parecida también obedece la idea, más reciente y esta vez no de los juristas, o no solo suya, de que el derecho constituye una técnica de neutralización del conflicto.

Y hace algún milenio se explicaba que el derecho sirve ne cives ad arma ruant. Sin embargo, la idea de que el derecho opera como una técnica de neutralización del conflicto es algo más sofisticada que esa remota sentencia: a lo que parece aludir, si se ahonda en ella, es a un dispositivo que antecede al que suele apreciarse al conectar una norma a un conflicto.

Dicho dispositivo, del que los juristas se percatan en la práctica, actúa mediante la configuración de modelos generales de conflicto que permiten reconducir las posiciones contrapuestas al esquema binario lícito/ilícito. De suerte que, subsumiendo en él los términos de una contienda concreta, sea posible determinar a cuál de sus protagonistas da la razón el derecho y a cuál en cambio se la niega.

Una vez declarado del lado de quién está la ley, el derecho resuelve el conflicto contumaz, lo canaliza y —si se quiere— lo neutraliza.

Sin embargo, si bien se mira, la neutralización descrita se da realmente antes, a partir del momento en que los protagonistas de la contienda se encomiendan al derecho, o mejor, desde el momento en que conciben el conflicto que los concierne en los términos en que es representado por el derecho, ahormando su disputa al patrón de este.

Esta «prestación preliminar» del derecho —por llamarla de alguna manera— se distinguirá mejor si se piensa que los conflictos que el derecho neutraliza de este modo no forman parte de —sino que «anteceden» a— los conflictos que él mismo suele configurar en sus normas, que son aquellos de los que se ocupan en esencia los juristas.

Los conflictos contemplados por los juristas son, por lo demás, conflictos declarados, es decir conflictos que el sistema jurídico, por la urgencia que impone la complejidad social, ha redefinido desde su punto de vista.

Así pues, si se consideran atentamente, todos los conflictos declarados son conflictos secundarios, es decir, conflictos que se presentan estructurados y determinados sobre la base de los nomina que el derecho ha proporcionado a los conflictos primarios correspondientes —y que, por así decirlo, lo preceden—. Son secundarios porque solo se dan a partir de —y posteriormente a— la decisión constitutiva del punto de vista con el cual, o del horizonte de sentido dentro del cual, serán contemplados y tratados por el sistema jurídico3.

La consecuencia de la «apariencia» otorgada a este conflicto (primario) por el sistema jurídico a través de normas de este tipo y de los nomina que proporcionan es que la contienda central en torno a la apropiación de bienes queda en estado larvario y, al contrario, los conflictos entre propietarios son presentados solo como conflictos secundarios, entre sujetos enfrentados que se arrojan contratos, títulos sucesorios, usucapiones, etc., donde se impone quién puede deducir el «título» que prevalece legalmente. Con lo que el enfrentamiento radical sobre la pertenencia de los bienes se salda con una contienda sobre cuál es el título legal que debe prevalecer en cada caso, y quien se mida en ella se encontrará compartiendo la lógica general que siguió el ordenamiento cuando se ocupó de reconstruirla.

La función neutralizadora que cumple el derecho al nombrar los conflictos y transponerlos así desde el ámbito externo —la decisión en el marco de la complejidad social— al interno —el derecho como decisión sobre la complejidad— se produce por tanto en una doble dirección:

— dejando larvados los conflictos primarios;

— desposeyendo a los conflictos nombrados de la radicalidad inherente a los correspondientes conflictos primarios, a través de la remisión de la solución a criterios formales.

Es frecuente pensar que, justamente por darse antes que el derecho y por ser dejados por este en estado larvario, los conflictos primarios son impropios de la ciencia jurídica, y que por tanto esta puede (y en opinión de muchos, debe) obviarlos.

Pero a esta idea se le puede contraponer que, en general, una ciencia que ignora programáticamente los orígenes de su objeto es una ciencia demediada, limítrofe con la no-ciencia.

Lo destacable aquí, en cualquier caso, es que el estado larvario en que el derecho deja los conflictos primarios se produce siempre a partir de un horizonte de sentido específico, de un núcleo de sentido que inicialmente era solo «una parte» de esos conflictos4, pero que, al triunfar, pasa a adoptar el papel de guía para el tratamiento y solución de los conflictos citados. El derecho lo incorpora a su lógica, teniéndolo por propio, a la hora de estructurarlos y resolverlos. De lo que se colige que los horizontes y los sentidos que continúan larvados pueden contribuir efectivamente a una comprensión verdadera del horizonte y del sentido triunfantes y, por ende, pueden ayudar a definir la identidad del orden jurídico instituido y a orientar una interpretación correcta de este.

Importa también destacar —tal vez lo que más— que el horizonte y el sentido que continúan larvados, a pesar de todo, no quedan relegados definitivamente por el «ambiente» del orden jurídico instituido y, por tanto, pueden contribuir con razones a la crítica de este y operar —acaso con nuevas formas o determinaciones— como agentes de su evolución.

Clarificar el lugar en el que tienen su origen los conflictos primarios, cómo han de ser enfocados y resueltos, y el lugar que ocupan respecto al orden jurídico instituido no parece ser una tarea reservada a la ciencia jurídica. Tiene que ver más bien con la comprensión profunda del modo en que las sociedades se estructuran y se desarrollan, en que las personas cambian el sentido a través del cual se conciben y conciben las relaciones que tejen entre ellas y son cambiadas por él.

Por tanto, interrogado de manera correcta, el derecho es un punto de vista privilegiado, un observatorio excelente, con capacidad de revelar lo esencial, para captar tanto el estado de una formación social como su origen y la dirección que toma.

Para arrojar luz sobre todo esto, parece oportuno dejar de lado a los conejos y pasar a hablar de camellos.

2.El conflicto, el orden jurídico y el duodécimo camello

La manera que tienen los juristas de representar la «técnica» —en su sentido filosófico fuerte— con la que el derecho transpone el conflicto del ámbito externo al interno y lo vuelve reconducible, manejable y solucionable, puede ser ilustrada5 con la parábola del duodécimo camello:

Un rico propietario de camellos dejó a su muerte un testamento por el que repartía sus once camellos entre sus tres hijos, asignando la mitad al primogénito, una cuarta parte al segundo hijo y una sexta parte al tercero. Llegado el momento de dividir la herencia, empezaron los problemas. La mitad de once camellos hace cinco camellos y medio, de modo que el primogénito quiso redondear el lote paterno exigiendo el sexto camello. Los otros hermanos se opusieron, respondiéndole que bastante agraciado había sido ya por la voluntad del padre. Fue así como se originó un conflicto entre ellos.

Un día pasó por allí un propietario de camellos mucho menos rico y, viendo la discusión entre los hermanos, decidió donar su único camello para que se sumara al caudal hereditario. Gracias a esta ayuda fue posible satisfacer por fin las pretensiones de los tres herederos. Al primero fueron a parar 6 camellos, la mitad de 12; al segundo 3 camellos, 1/4 de 12; y al tercero 2 camellos (1/6 de 12). Todos se pusieron de acuerdo porque, con arreglo a esta nueva circunstancia, ninguno estaba tomando más de lo debido. Para colmo, como el total daba 11 camellos, el donante pudo recuperar de paso el duodécimo camello.

Como es sabido, esta vieja historia árabe ha sido recuperada, sobre todo por algunos economistas, para sugerir consideraciones modélicas sobre la «economía del don» y su capacidad de generar riqueza y producir justicia social.

Es posible que los juristas vean en esta historia algo análogo: el derecho —el propietario de camellos que está de paso—, gracias al artificio —la adición del duodécimo camello—, resuelve el conflicto, recupera la paz y, sobre todo, deja a todos los contendientes convencidos de haber recibido lo que esperaban.

Desde este punto de vista parece indiscutible que el derecho opera a través de artificios, es decir, que es estructuralmente «artificial» y que, a pesar de ello, solo a través de él es posible desactivar el conflicto —o sea, que es estructuralmente «necesario»—. Como también que tales artificios funcionan construyendo un mundo paralelo —las tipologías normativas, es decir, los «casos cotidianos», los conflictos previstos y redescritos por la ley que «renombran» el mundo anterior— donde lo no dirimible se convierte en dirimible, es «renombrado», y por tanto ordenado según una lógica, y donde cada cual al final, parece recibir lo suyo, lo que le corresponde según esta lógica. La historia del duodécimo camello ilustra todo esto estupendamente.

Sin embargo, esta historia muestra también que ese «artificio», por bien que necesario, no parece del todo imparcial, y que la lógica que sostiene el conflicto, a la postre, parece privilegiar a quien goza de una posición más fuerte6.

A fin de cuentas, el primogénito recibe 6 camellos en vez de los 5,5 que le había dejado el padre, mientras que sus hermanos y coherederos acaban privados de la porción (o de una parte de ella: vid. in nota) del medio camello que el primogénito ha recibido de más7.

En suma, el duodécimo camello, es decir, el artificio del derecho, ha instituido una racionalidad que, si bien permite recomponer el conflicto, da a uno a costa de los demás, coincide con la racionalidad reivindicada por el primogénito —quien ya desde el principio, al poner el acento en el mayor peso de su posición, pretendía recibir 6 camellos en vez de 5,5— y sin embargo es acogida por todos como la que no solo permite una componenda sino que además ofrece una solución justa al conflicto: el conflicto es apaciguado sin guerra y regresa la paz, aunque esta contemple un vencedor y unos vencidos.

En relación al derecho, la vieja historia árabe parece reconstruir una secuencia que, grosso modo, se presenta de la siguiente manera: conflicto, «necesidad» de solucionarlo, «artificio», institución por este de una «racionalidad» que permite reconducir el conflicto, correspondencia de esta racionalidad con el reconocimiento de las expectativas de quien está en condiciones de hacer valer cierta «superioridad» y, pese a todo, apariencia de universalidad.

No obstante, considerada con atención, esta secuencia presenta numerosas contradicciones: del conflicto surge una «necesidad», que sin embargo solo es posible satisfacer mediante un «artificio»; este artificio, como tal, no puede aducir verdad alguna en su propio sostén, pero tampoco puede ser arbitrario; y, aunque solo puede darse dentro de la dimensión de la «temporalidad», se presenta en cambio como «universal».

El conflicto, en definitiva, sitúa al derecho en el espacio de las contradicciones más radicales —entre la realidad y el artificio, entre la temporalidad y la universalidad—, revela la intrínseca ambigüedad de este y vuelve necesaria, por tanto, una teoría que sea capaz de dar cuenta de ello.

Para encontrar sus piezas, se impone abandonar el desierto y los camellos, y retroceder aún más en el tiempo para interrogar a los filósofos de Atenas.

3. Agricultores y médicos, artesanos y guerreros: Aristóteles, el conflicto y la «medida»

Para hacer comprensible la ambigüedad del derecho sacada a la luz por la vieja historia del duodécimo camello —es decir, su revelarse como necesidad y como artificio, como algo asociado a lo universal pero determinado por la temporalidad— nada mejor el incipit de Aristóteles sobre la justicia8: los hombres, y con ellos sus obras, son physei completamente distintos e inconmensurables en sí mismos9, pese a lo cual, para establecer relaciones, precisan de una «medida» que los vuelva comparables y permita el intercambio social, sin el cual no es posible una comunidad ciudadana, una polis10.

No hay sociedad sin división del trabajo entre los individuos que la componen. La cual requiere que las actividades y/o los productos de cada individuo sean intercambiados con las actividades y/o los productos de los demás individuos. Pero cada individuo y cada obra o producto suyo son, in natura, esencialmente distintos de los demás individuos, obras y productos. Una desigualdad tan radical y general impide a primera vista cualquier intercambio, dificultando la reproducción social, pues: ¿cómo comparar e intercambiar los productos de la agricultura con la labor de los médicos, o las elaboraciones artesanales con el trabajo de los guerreros?

Debido a ello, la institución y la reproducción de una sociedad hacen absolutamente necesaria la creación de una medida (nomisma/nomos) que vuelva conmensurable para todos lo que en esencia es absolutamente inconmensurable11.

Esta medida constituye una exigencia universal, en el sentido de que es necesaria, inherente a cualquier sociedad en cualquier momento. Pero esta medida tan demandada es al mismo tiempo artificial, en el sentido de que no se produce naturalmente y tampoco se desprende lógicamente de su propia necesidad, sino que es instituida, creada en cada momento, por la sociedad.

Lo único natural es la inconmensurabilidad de cada hombre respecto a cualquier otro y de cada una de sus obras respecto a cualesquiera otras. La medida envuelve esta desigualdad universal dentro de una igualación universal.

De ahí que la ambigüedad derivada de la ubicación del derecho entre la necesidad y el artificio nazca justamente de esa inevitable ambivalencia originaria por la que el derecho es al mismo tiempo absolutamente necesario (ubi societas, ibi ius) y absolutamente artificial (auctoritas non veritas facit legem): el orden no es algo natural, no desciende de la verdad, sino que es una creación de los hombres, un artificio suyo.

De ello se desprenden dos consecuencias.

La primera es que, para instituir una igualación general de lo que en sí mismo es desigual, la medida comporta necesariamente el sacrificio de las diferencias.

La segunda es que, ya que no está en la naturaleza y es creada por la propia sociedad en cada momento, esa medida puede ser determinada de maneras distintas y por consiguiente es susceptible de transformarse en el tiempo y en el espacio.

Al implicar el sacrificio de las diferencias, y al poder ser determinada de maneras distintas, a esta medida le corresponde necesariamente establecer la modalidad del sacrificio, o, por ser más precisos, le es intrínseco practicar una igualación que responda de maneras distintas a la diversidad, privilegiando a unos y relegando a otros.

La posibilidad de determinar distintamente esa medida, y por tanto de orientar de maneras diferentes el sacrificio —que con la igualación se vuelve forzosamente implícito— provoca un conflicto concerniente a la propia condición de existencia de la sociedad, de la polis. Un conflicto que por definición tiene un carácter político, pues atañe a las condiciones de existencia de la polis, se desarrolla en la polis y se despliega en ella a través de un polemos en torno a la «medida más justa».

Pero que se discuta sobre la «medida más justa» supone que este conflicto sobre medidas se produce bajo la condición de «dar cuenta y razón» del porqué una deba prevalecer sobre otra, esto es, bajo el signo del logos.

De modo que la determinación de la medida es el resultado de una deliberación operable en cualquier práctica política que sirve para cerrar el conflicto: la medida es decidida en cada momento por la ciudad (polis) a través de un conflicto (polemos) que se desarrolla siempre, incluso cuando va acompañado del uso de la fuerza, bajo el signo de la «verdad» y de la razón, es decir, que es decidida políticamente pero también pensada universalmente.

La ambigua pretensión del derecho de prevalecer gracias a la fuerza de la decisión temporal que resulta de una deliberación, y al mismo tiempo de hallar su fundamento en la justicia universal, proviene por tanto del origen propiamente político y como tal «arbitrario» de la medida que sanciona, pero también de constituir un orden —necesariamente pensado como universal— asociado al orden justo.

Toda medida y por tanto todo «protovalor», que de vez en vez acaba adoptando la forma del nomos, es absolutamente artificial, arraiga inevitablemente en un conflicto y siempre es concebida como universal, por lo que es entendida y representada como «la justa medida».

Es artificial, arbitraria, porque, pese a ser del todo necesaria, resulta completamente artificial en cuanto a la determinación de su contenido: la medida es creada, decidida, en cada momento; pero al mismo tiempo se presenta como universal porque, a pesar de su artificialidad, siempre es concebida por quien la esgrime y propuesta (a la polis) como universal, como una medida no decidida coyunturalmente, sino válida para todos desde siempre y para siempre.

El derecho es, pues, la Justicia «deliberada». Pero tanto el uno como la otra se expresan como universalidad arbitraria y encierran el mismo enigma: «que la universalidad arbitraria resulta ser el fundamento y la condición de existencia de lo menos concebible como arbitrario: la comunidad ciudadana, la sociedad»12.

4. Vencedores y vencidos

Recapitulando, en el origen del derecho anida un conflicto que exige una medida. A pesar de su carácter artificial, esta invoca como propia una racionalidad universal13.

De momento se ha afirmado que este conflicto es inherente a la constitución misma de la polis y que tiene que ver con el intercambio social. Pero falta añadir algo más sobre el objeto de ese conflicto primario, sobre el modo en que es representado y sobre lo que comporta la medida que lo resuelve.

De ese conflicto habla Aristóteles sobre todo en relación con la justicia distributiva, relativa esencialmente al principio de apropiación de los bienes. Determinar la medida que debe regir el intercambio entre los productos de la agricultura y la labor de los médicos, o entre las mercancías artesanales y el trabajo de los guerreros, significa determinar qué porción de la riqueza que asegura el sustento y la reproducción de la polis va a parar a cada uno de los actores de la división social del trabajo. De modo que esta medida incluye una decisión sobre lo que debe permanecer indivisible y lo que en cambio es divisible, sobre cómo debe ser dividido esto —justicia distributiva— y sobre el modo en que lo dividido puede pasar de quien lo recibe a quien lo necesita —justicia conmutativa—.

Las cosas, y las personas que las hacen, son —como ya se ha dicho— invariablemente distintas, de modo que una división justa no es practicable de forma aritmética: solo se puede igualar a los diferentes, en realidad, estableciendo una proporción entre el agricultor y el médico, o entre el artesano y el guerrero, y sus obras respectivas.

Esta proporción necesita la referencia a un valor: lo diferente solo puede ser igualado según una axia. Agricultor y médico, trigo y tratamiento, pueden ser «medidos» recíprocamente a condición de que se establezca lo que cada uno vale respecto al otro, y en particular qué es lo que vale más.

Precisamente a través de este valor, de esta axia14 incorporada en la medida con objeto de garantizar su racionalidad —o su «mayor» racionalidad respecto a otras medidas posibles—, se determina el orden que rige la distribución y la circulación de la riqueza, es decir, el nomos llamado a gobernar la polis y su reproducción.

Pero los valores no se dan de forma natural. Al contrario: se contraponen a la realidad como el «deber ser» al «ser»; la esencia de un valor consiste en decir cómo debe ser el mundo, no en reproducirlo tal y como es.

Tampoco es posible determinar los valores mediante la razón. Como los valores pueden ser muchos y estar enfrentados entre sí, la determinación de cuáles deben prevalecer no se puede obtener por vía deductiva15.

Volviendo al ejemplo de Aristóteles, el agricultor y el médico, el artesano y el guerrero, y sus respectivos productos, son inconmensurables en sí, pero se vuelven comparables en el momento en que cada uno de ellos y sus respectivos productos son puestos en relación a través de una «medida común». Esta «medida común» supone necesariamente una proporción, y no puede determinarse mas que según un valor capaz de discriminar lo que vale más e instituir así una jerarquía, respectivamente, entre la laboriosidad del agricultor y el saber del médico, entre la habilidad del artesano y la virtud militar del guerrero. Pero establecer el mayor valor de la laboriosidad o el saber, o de la habilidad o la virtud militar, exige interrogarse acerca de cuál de estas virtudes es más propia del hombre o más útil para la sociedad, es decir, acerca de cuál de ellas es «másesencial». Y dado que la «verdadera naturaleza» del hombre o de la sociedad —o la prioridad del uno sobre la otra y viceversa— no es susceptible de ser conocida, a esa pregunta solo podrá responderse mediante una decisión, que como se ha dicho más arriba puede consistir también en una práctica, o sea, decidiendo caso a caso si lo que debe prevalecer en el hombre es su laboriosidad o su saber, su habilidad o su virtud militar, y —antes aún— si lo que prevalece es el hombre como tal o la sociedad que asegura su existencia.

Todo valor es la expresión sintética de una interpretación del mundo —en el sentido de F. Nietzche—, y por tanto el cribado, el sedimento de una visión del hombre y de su relación con la naturaleza y con los demás hombres.

De ahí que el conflicto primario se represente en la polis, se recree en ella, como un conflicto entre distintas interpretaciones del mundo, entre los valores que las condensan y las medidas que ponen a estos en movimiento.

El resultado, y por tanto la solución de ese conflicto, consiste en el predominio de un valor sobre los demás, en la definición —sobre la que la polis se pone de algún modo de acuerdo— de lo que prevalece, que es lo que determina el peso relativo del resto de valores.

Como el conflicto primario concierne singularmente a la distribución de los bienes, el valor que al final prevalece y se asienta como «medida común» determina a su vez quién tienen más peso en esta distribución —si los agricultores o los médicos, si los artesanos o los guerreros—, así como las partes progresivamente menores apropiables por el resto.

Y como este conflicto primario se escenifica como un conflicto sobre lo que tiene más valor, la medida que al final prevalece, el nomos que con ella se asienta, incorpora la interpretación del mundo que la sostiene, que ha garantizado su predominio y que rige por tanto en todas las relaciones sociales —y no solo, precisando, en las de mera apropiación— que tienen lugar en la polis16.

Por todo ello, el conflicto termina con la ley de la ciudad