Entremeses - Miguel de Cervantes - E-Book

Entremeses E-Book

Miguel de Cervantes

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Auténtico enamorado del teatro, como hombre de su época, Cervantes no es sólo el maestro inigualable de la novela, sino que también es un extraordinario dramaturgo, enormemente original e incansable experimentador. Obras teatrales cortas, de estética cómica, popular y costumbrista, los Entremeses representan el teatro de entretenimiento en su estado más puro: farsas y amoríos, chascarrillos y equívocos, adúlteras y bobos se mueven al servicio de una trama principalmente humorística. Y los Entremeses de Cervantes están considerados por la crítica moderna como modelos de verdad realista y dramática, donde el autor despliega toda su capacidad irónica y crítica a fin de censurar, entre burlas y veras, algunos de los principales vicios del ser humano, en su época y hoy en día: la incultura, la corrupción, el poder del dinero, la hipocresía social, todo un vasto retablo de la necedad humana. En definitiva, pequeñas obras maestras que ponen de manifiesto una nueva y penetrante actitud del artista ante la realidad y una voluntad de búsqueda y renovación de medios expresivos en el teatro de su época.

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Entremeses

MIGUEL DE CERVANTES

ENTREMESES

EDICIÓN DE

MARÍA TERESA OTAL

En nuestra página web: www.castalia.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

es un sello editorial propiedad de

Primera edición impresa: 2014

Primera edición en e-book: febrero de 2016

© de la edición literaria: Mª Teresa Otal

© de la presente edición: Castalia Ediciones 2014, 2106

Avda. Diagonal, 519-521

08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

ISBN: 978-84-9740-658-1

Depósito legal: B.27277-2015

Composición digital: Newcomlab, S.L.

Introducción

1. La España de Cervantes

La vida de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1617) discurre entre los reinados de los primeros Austrias: Carlos I, Felipe II y su hijo Felipe III. Es uno de los momentos más interesantes de la historia de España, en el que nuestro país alcanzó gran influencia en el panorama internacional. Sin embargo, y tras la apariencia de un gran imperio, se escondían síntomas de desgaste político, económico y social, que mentes preclaras como la de don Miguel supieron vislumbrar y reflejar en su obra literaria.

Bajo el gobierno de Carlos I se completó la primera vuelta al mundo y la colonización de México y Perú. Su política exterior se centró en luchar contra los turcos y la herejía protestante; la interior en tratar de frenar el descontento de la nobleza peninsular –desbancada por los nuevos aristócratas flamencos que había traído el emperador– y de contener la indignación que su política despertaba en amplios sectores de la población, que se alzaron en armas contra el monarca (rebelión de las germanías y comuneros).

Su hijo, Felipe II, también padeció sublevaciones en Aragón, y continuó la política militar de Carlos, aunque el éxito no siempre le acompañó. Se anexionó Portugal, pero el norte de los Países Bajos se independizó. Acometió varias campañas militares contra los musulmanes –de las cuales Lepanto, en la que participó Cervantes, fue la más famosa–, pero fracasó en su lucha contra el enemigo protestante en Francia y en Inglaterra (desastre de la Armada Invencible).

Felipe III fue un monarca de escasa capacidad para gobernar, circunstancia que aprovechó el duque de Lerma, que asumió amplios poderes como «valido», que ni su abuelo ni su padre hubieran permitido. Y, aunque los comienzos de su reinado fueron más pacíficos que los de sus antecesores, pronto volvió a embarcarse nuestro país en una nueva empresa bélica, la guerra de los Treinta Años.

En este período España se sumió en una profunda crisis económica, reflejada en sucesivas bancarrotas (1575, 1596, 1607), que vinieron motivadas tanto por lo gravosas que resultaban las campañas militares (para cuyo gasto no eran suficientes el oro y plata traídos del Nuevo Mundo) como por la incapacidad española para potenciar la industria y el comercio, que no podían competir con el creciente poderío inglés y holandés. A ello hay que añadir que la clase nobiliaria española sentía poco aprecio por el trabajo y la actividad mercantil, y la burguesía tenía poco peso. También tuvieron que ver en esta recesión económica graves desequilibrios demográficos: la expulsión de los moriscos (1609) –que habían sido mano de obra barata para trabajar en labores agrícolas–, las bajas ocasionadas por las guerras, la creciente emigración a América, las epidemias y pestes que azotaron a la población española en este período, así como un importante éxodo rural, que hizo crecer desmesuradamente las ciudades, sin que éstas fueran capaces de proporcionar ocupación a toda la población que iba llegando. Las calles se llenarán de soldados lisiados y de mendigos, caldo de cultivo de la picaresca.

Las ideas que forjaron los Estados modernos en Europa (el método inductivo de Bacon, el racionalismo de Descartes y las teorías científicas de Newton, Torricelli, Galileo o Boyle) apenas tienen cabida en España. En su lugar, la Contrarreforma católica, la preocupación por la limpieza de sangre o el honor personal sujeto a algo tan frágil como la opinión de los demás pesarán en exceso sobre los espíritus. La vida y la belleza siguen presentándose como algo deleitable, pero están lejanos los tiempos en que los renacentistas reafirmaban su fe en la naturaleza humana; por el contrario, el hombre barroco adopta una actitud escéptica y pesimista ante el mundo y la existencia: todo es caduco y fugaz, hay una abrumadora presencia de los claroscuros, de los contrastes y de la muerte.

En todas las manifestaciones artísticas se observa que la sencillez y el equilibrio expresivos serán sustituidos progresivamente por la oscuridad, el movimiento, el exceso y una llamativa tendencia a mezclar contrarios (la belleza y la fealdad, el mal y el bien, la luz y la sombra, el idealismo y el realismo). En el ámbito literario, temas y motivos siguen siendo en esencia los mismos que en el período renacentista, pero las formas son cada vez más complicadas y los conceptos más condensados. Es lo que conocemos como culteranismo y conceptismo, movimientos ambos que son caras de una misma moneda: el culteranismo, que encubre la forma con su abuso de los recursos retóricos, y el conceptismo, que llega a oscurecer el fondo con su exceso de frases ingeniosas. Sin embargo, y como también ocurrió en las otras artes, esta es una época gloriosa para nuestra literatura, tanto que se considera como el Siglo de Oro de las letras españolas: se inventa la novela moderna (con Guzmán de Alfarache y Don Qui - jote), los poetas cultivan una poesía culta (su máximo exponente será Góngora), brillan los ingenios de Quevedo y Gracián, y, sobre todo, es la época en la que triunfa la comedia nueva con Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca.

2. Miguel de Cervantes: vida y obra

En 1547 nació Miguel de Cervantes Saavedra en Alcalá de Henares (Madrid). De familia numerosa y humilde, en su infancia supo lo que era pasar penalidades económicas. Aunque estudió en un colegio de jesuitas, nunca llegó a obtener un título universitario, a pesar de que con apenas veinte años publicó ya sus primeros versos. Muy joven se alistó como soldado y se fue a Italia. Participó en la batalla de Lepanto (1571), en la que fue herido y perdió la mano izquierda. De regreso a España, su nave fue asaltada por piratas turcos y Cervantes fue hecho prisionero. Trasladado como cautivo a Argel, intentó fugarse sin éxito varias veces, y, tras cinco años en poder de los berberiscos, fue rescatado por los frailes trinitarios y pudo volver a nuestro país en 1580.

Después pasó años de penuria económica, en los que intentó sin éxito conseguir un empleo. Por entonces comenzó a escribir sus obras teatrales, que, aunque con escaso éxito, alguna de ellas llegó a representarse. También probó fortuna con la prosa, y escribió la novela pastoril La Galatea. Se casó con la joven Catalina de Salazar.

En 1587 se trasladó a Sevilla como recaudador de impuestos. Este oficio le permitió recorrer buena parte de Andalucía y La Mancha, y conocer así sus gentes y costumbres. Sin embargo, poco duró en este empleo: su celo le llevó a confiscar trigo de la Iglesia, y acabó en la cárcel, acusado injustamente de fraude.

En 1603 Cervantes vive en Valladolid, ciudad donde residía la corte. Dos años después ve publicada su obra maestra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que conoció seis impresiones en el mismo año. El éxito de la obra no se tradujo, sin embargo, en una mejora de su situación económica: se decía en la época, incluso, que sobrevivía gracias a que sus hermanas, sobrina e hija vendían su honor.

Cuando los reyes regresan a Madrid, también lo hacen Cer - vantes y su familia. Corre el año 1606. Cervantes frecuenta reuniones literarias, arrecia su enemistad con poetas de éxito como Lope de Vega, publica sus Novelas ejemplares, el Viaje del Par - naso, la segunda parte del Quijote, las Ocho comedias y ocho entremeses y cuando le sorprende la muerte, el 22 de abril de 1616, estaba ultimando Los trabajos de Persiles y Sigismunda.

Así pues, Miguel de Cervantes, que hoy se considera el mayor de nuestros escritores, en vida no gozó ni de privilegios ni de fortuna, y aunque escribió la mayor de nuestras novelas, siempre ansió la suerte de aquellos que, como Lope de Vega, eran aplaudidos por el público en los corrales de comedias.

Y es que nuestro autor fue un hombre que amaba profundamente el teatro y valoraba en su justa medida tanto el trabajo que hacían los comediantes como los creadores de las obras, a los que considera «necesarios en la república, como lo son las florestas, las alamedas y las vistas de recreación, y como lo son las cosas que honestamente recrean»1. Quien así se expresa es Tomás Rodaja, protagonista de una de sus más célebres novelas ejemplares, El licenciado Vidriera, tras cuyas opiniones vemos siempre las ideas del propio Cervantes.

3. La fiesta teatral barroca

Para comprender mejor lo que suponen los entremeses cervantinos es necesario repasar el ambiente literario y teatral en el que surgieron:

El teatro fue el género literario de mayor éxito popular en el siglo XVII, y un auténtico espectáculo de masas, comparable en la actualidad a los grandes eventos musicales y deportivos. Nun - ca, antes ni después, ha habido tal pasión en nuestro país por las representaciones dramáticas. Los dramaturgos-poetas componían sus obras a una velocidad de vértigo, y normalmente duraban en cartel tres o cuatro días, pues los espectadores siempre estaban ávidos de novedades; sólo las piezas de más éxito podían llegar a mantenerse durante una quincena.

El espectáculo comenzaba entre las dos y las cuatro de la tarde (dependiendo de la estación del año) y era la suma de varias piezas: la principal (una comedia o auto sacramental, de unos tres mil versos, dividida en tres actos o jornadas) y, entre una jornada y otra se insertaban otras obras menores (de aproximadamente unos diez o quince minutos de duración cada una), de manera que en las cuatro horas más o menos que duraba toda la representación el escenario no estaba nunca vacío (en el barroco existía un auténtico horror vacui –horror al vacío– en la escena). Comenzaba todo con la música de guitarras, vihuelas o arpas, que servía para calmar el tumulto generado por el público y señalar el comienzo de la fiesta. Enseguida se recitaba una loa (composición dramática breve, que servía para introducir la comedia, alabar a algún personaje o captar la benevolencia del público). Le seguía la primera jornada de la comedia. En el descanso se interpretaba un entremés (pieza teatral jocosa de un solo acto). Tras la segunda jornada, había un baile (espectáculo dramático en que se representaba una acción por medio de la mímica y danzas). Luego se representaba la tercera jornada, y todo acababa con una mojiganga (obra teatral muy breve, pensada para divertir al público). La función completa finalizaba al anochecer.

En ciudades y pueblos importantes las representaciones se realizaban en un principio en tablados desmontables, generalmente en las plazas o en los pórticos de las iglesias, pero a finales del siglo XVI se pasó a contar con unos lugares fijos, los corrales, que eran patios interiores de una manzana de casas, con un tablado para la actuación. La escenografía comenzó siendo muy sencilla (los diálogos de los actores y la imaginación de los espectadores suplían todas las deficiencias), aunque, poco a poco, tanto la tramoya como los accesorios escénicos y el vestuario de los actores se fueron enriqueciendo, ya que el género teatral se llegó a convertir en un negocio lucrativo para quienes lo ejercían, y eso contando con que parte de sus ganancias las dedicaban al mantenimiento de hospitales y a la beneficencia.

Las personas que intervenían en el proceso dramático eran las siguientes:

• Las piezas teatrales eran escritas por los poetas.

• A los poetas les compraban sus obras (con todos los derechos incluidos) los autores de comedias –lo que hoy en día llamamos directores–, que eran quienes contrataban a los actores, y arrendaban los locales donde se realizaban las actuaciones.

• Los actores, que estaban integrados en compañías, debían incluir –entre sus habilidades– dotes dramáticas y facultades para el canto y el baile; y, aunque envidiados en muchos casos por el resto de la población por lo vistoso de sus atuendos y su gran popularidad, no gozaban de excesiva reputación, lo cual perjudicaba su imagen moral.

• Los espectadores pertenecían a todos los estamentos sociales (nobles, clérigos, incipiente burguesía, pueblo llano, población marginal) y acudían en masa al teatro tanto en pueblos como en ciudades, todos ellos ansiosos de ver acciones y pasiones sobre la escena. Sin embargo, aunque juntos en un mismo local, nunca estaban revueltos: cada uno –según su posición social, su condición o el dinero que pagaba por la entrada– disfrutaba del espectáculo desde lugares diferentes. Los nobles (e in - cluso el propio rey) desde las «celdas», los burgueses desde la «galería», las mujeres desde la «cazuela», y los hombres veían las representaciones desde el «patio», unos sentados y otros –los que pagaban menos, e incluso llegaban a colarse en el espectácu lode pie y junto a la puerta. Especialmente famosos eran los «mosqueteros», que acudían al espectáculo provistos de carracas, pitos y otros objetos ruidosos, y podían con sus gritos hacer triunfar o fracasar una obra; y, en una época en la que las rencillas entre los poetas estaban a la orden del día, no era extraño que un escritor pagara a estos hombres para hacer fracasar la obra de un rival. Por tanto, el teatro barroco fue un espectáculo de masas, en el que –además de los «apretadores», que debían hacer hueco para que cupiera cuanto mayor número de público mejor– debían también intervenir a menudo los «mantenedores del Orden» ya que, como sucede en ocasiones en la actualidad, también eran frecuentes los incidentes y altercados.

Este es el contexto en el que se desenvolvía el género del entremés en vida de Cervantes, género que, desde el punto de vista artístico, es el más importante de los que integran el llamado «teatro breve del Siglo de Oro» (loas, jácaras, bailes y mojigangas), y una parte tan esencial del espectáculo teatral, que –según testimonios de la época– de la calidad del entremés representado dependía muchas veces el éxito o el fracaso de una «tarde de teatro».

4. El entremés

Según el diccionario etimológico de Joan Corominas, la palabra entremés procede del catalán o del francés antiguo (entremès), y tiene históricamente una doble acepción: la gastronómica («manjar entre dos platos principales») y la literaria («entretenimiento intercalado en un acto público»). Parece que, en origen, ambas estuvieron muy ligadas: «poner algo entre dos cosas».

Se sabe que a lo largo del siglo XV durante las fiestas y banquetes de algunas cortes palaciegas europeas ligadas con la casa de Austria se representaban ciertas piezas cómicas o mimos, y también hay documentación (1439) de que el Consell Municipal de Barcelona poseía una casa, en el llamado «carrer dels Entremesos», donde se guardaban las marionetas y otros títeres que servían para divertir a la gente. Sea como fuere, en 1565 Joan Timoneda utilizó el término entremés para referirse a unas piezas dramáticas breves, de carácter cómico, que se intercalaban entre obras mayores (comedias o autos). Este vocablo desplazó definitivamente a las otras denominaciones que habían tenido estas obras menores a lo largo del siglo XVI («pasos», «momos», «autos», «farsas», «entremedios»...).

Por tanto, el entremés es un subgénero dramático menor, una pieza en un solo acto, que posee carácter cómico, que recrea un ambiente y costumbres populares. No es privativo de una época determinada –aunque la barroca sea la de su esplendor– y en cada momento ha tenido diferente denomi - nación.

Su origen hay que buscarlo en el teatro humorístico de finales del siglo XV y de todo el XVI, en las obras de Juan del Encina, Lucas Fernández, Diego Sánchez de Badajoz, Gil Vicente, Sebastián de Horozco, Joan Timoneda… Éstos escriben pequeñas piezas dramáticas, generalmente en prosa, que serán el germen del entremés áureo. En ellas suelen abusar del humor burdo y exagerado (con cierta propensión a la «sal gorda»), y poseen un carácter casi mímico. Algunos de ellos representan una acción no exenta de la principal, es decir, están intercalados en las propias comedias (se los llamará posteriormente «entremeses embutidos», como, por ejemplo, el que aparece en la Comedia Florista de Avendaño, de 1551).

Merecen especial atención los «pasos» de Lope de Rueda, a quien Lope de Vega consideraba un maestro. Son sus obras de tema popular, y es creador de una serie de personajes cotidianos que tendrán larga vida en el teatro del XVII, como recuerda el propio Cervantes, en el prólogo a sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, cuando dice que los tipos más frecuentes en estas piezas son: «ya de negra, ya de rufián, ya de bobo y ya de vizcaíno, que todas estas cuatro figuras y otras muchas hacía el tal Lope con la mayor excelencia». Su paso más conocido es Las aceitunas.

Sin embargo, el entremés alcanza su madurez artística en el siglo XVII. Los de Cervantes, pese a no haber sido representados en vida del escritor, son los que con el tiempo han conseguido más fama y los que han sido representados más veces en el ámbito del teatro profesional posterior a esta época. Casi todos los dramaturgos barrocos cultivaron el entremés: Quevedo, Moreto, Calderón de la Barca, Salas Barbadillo, Hurtado de Mendoza, Vélez de Guevara, Cáncer… Quiñones de Benavente está considerado el máximo cultivador del género, él fue quien generalizó el uso del verso en estas obritas, dio un trasfondo moral a las críticas siempre presentes en los entremeses, y, junto con Cervantes, el que mayor influencia tendrá en autores posteriores.

Lope de Vega, en su Arte Nuevo, definió el entremés como «una acción» cómica «entre plebeya gente» (v. 72). Y, si analizamos este tipo de obra dramática menor, podemos concluir que casi todos los entremeses barrocos que conocemos responden a las siguientes características:

• Solían intercalarse entre las dos primeras jornadas de una comedia u obra larga.

• Tenían como objetivo entretener al público: de ahí su carácter jocoso, crítico y burlesco. Es especialmente interesante cómo explotan la comicidad verbal y la escénica. Por ello son esenciales en él los diálogos y la pantomima, hasta el punto que tiene muchos puntos en común con la «commedia dell’arte» y los elementos carnavalescos.

Debían hacerlo en un corto espacio de tiempo (en torno a quince o veinte minutos): por ello son piezas breves.

Ello obligaba a los escritores a crear situaciones y personajes fácilmente comprensibles por los espectadores: en los entremeses siempre se tratan temas costumbristas, de la vida cotidiana, muchos de ellos procedentes del folclore y de los cuentecillos tradicionales. Sus personajes son «tipos» de extracción popular (como bobos, viejos cornudos, alcaldes iletrados, alguaciles que se dejan sobornar, soldados pobres, sacristanes, estudiantes aprovechados…).

Se empleaba una tramoya muy sencilla: para su representación eran necesarios pocos enseres: sillas, algún instrumento musical, pequeños objetos (cuchillos, bacías, servilletas...). Son los detalles de la vestimenta el principal elemento de decoración.

Podían escribirse en prosa o en verso, aunque poco a poco este último acaba por imponerse.

Al principio, estas piezas solían terminar «a palos» (recurso cómico). Pero Quiñones de Benavente y Cervantes lo cambiarán por un baile, en el que intervendrán músicos, cuya función será señalar con sus cancioncillas la conclusión del entremés.

Según predominara en ellos el enredo, las costumbres, la pintura del entorno o de los personajes, había diferentes tipos de entremeses. Los de enredo están basados en una intriga montada sobre un engaño; en otros lo que importa es el retrato de costumbres, sobre todo urbanas; los hay también que se limitan a un desfile de personajes ridículos; mientras que otros se centran en la comicidad verbal. En el estudio de los entremeses cervantinos veremos de nuevo esta clasificación, pues se ejercitó en todos estos tipos.

Conforme avanzan los siglos XVII y XVIII el entremés va tornándose cada vez más ordinario y tosco, hasta el punto de que los ilustrados acabaron por prohibir oficialmente este género dramático (en 1780). No obstante, y como los géneros cómicos seguían gozando del favor del público, autores como Ramón de la Cruz y González del Castillo desarrollaron un nuevo género, los sainetes –piezas teatrales herederas del entremés–, aunque bastante más extensas que éste, con argu - men tos más com plejos, y con un nuevo catálogo de personajes (afrancesados, castizos, abates…).

En los siglos XIX y XX pervivirá esta modalidad dramática en las obras de Arniches y en las de los hermanos Álvarez Quin - tero, todos ellos destacados exponentes del costumbrismo y el humor.

5. Los entremeses de Cervantes

En 1615 publica Cervantes el volumen Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados. Por el título, ya nos damos cuenta de que, al contrario de lo que solía suceder normalmente con las piezas teatrales –que conocían su representación antes de ir a la imprenta–, estas obras de Cervantes fueron impresas antes de que ningún autor de comedias las presentase ante el público. Cervantes, uno de los mayores creadores de toda nuestra literatura, sentía auténtica inclinación por el teatro, pero nunca llegó a cosechar el éxito de sus colegas. Sus fórmulas dramáticas no gustaban al gran público y, aunque es considerado uno de los mejores entremesistas de todos los tiempos, confiesa en el prólogo de esta obra: «no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese», y por eso «dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica», de tal manera que a él no le quedó más remedio que dar a conocer sus producciones no desde las tablas –como él anhelaba–, sino desde la imprenta: «Torné a pasar los ojos por mis comedias, y por algunos entremeses míos que con ellas estaban arrinconados, y vi no ser tan malas ni tan malos que no mereciesen salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor a la luz de otros autores menos escrupulosos y más entendidos. Aburríme y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece. Él me las pagó razonablemente; yo cogí mi dinero con suavidad, sin tener cuenta con dimes ni diretes de recitantes».

Sin embargo, la influencia que ejercieron en autores posteriores fue enorme, ya que Cervantes dotó a este género de una complejidad y riqueza que no había tenido hasta entonces.

Además de los ocho que aparecen en la publicación de 1615, tradicionalmente se le han atribuido a don Miguel otros entremeses, como Los habladores y El entremés de los romances. Sin embargo, no acaban de ponerse de acuerdo los críticos en este punto en cuanto a su filiación, de manera que en esta edición sólo se aparecerán los que él mismo reconoció: El juez de los divorcios, El rufián viudo llamado Trampagos, La elección de los alcaldes de Daganzo, La guarda cuidadosa, El vizcaíno fingido, El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca y El viejo celoso.

Comparten con los de otros autores contemporáneos suyos las características que hemos mencionado más arriba, pero su gran riqueza hay que encontrarla en:

• Una aguda caracterización psicológica de sus personajes, que, aunque sean a veces ridículos y grotescos, en muchos momentos alcanzarán una gran altura moral al tener que hacer frente a las normas sociales imperantes.

• La pintura de las costumbres y de la realidad social del momento, que Cervantes ve casi siempre desde una óptica moral.

• Y en su manejo magistral de la ironía y del humor –generalmente con recursos verbales–, que nos invita más a la sonrisa que a la risotada.

Las diferencias entre unos y otros apuntan más bien a su disposición formal (seis están escritos en prosa, y dos en verso), al peso que concede en ellos a la acción dramática, al uso consciente del habla propia de determinados estamentos de la sociedad (visible especialmente en los diálogos), y a los temas tratados (matrimonios desiguales, la vida del hampa, la obsesión por el honor y la honra…).

En la presente edición, y dado su carácter divulgativo y escolar, antes del texto dramático de cada uno de los entremeses se incluirá una breve introducción, que dará cuenta de su contenido y del significado global del mismo; también se repasarán los personajes y, como un homenaje a Cervantes, se darán unos apuntes para su posible escenificación y representación, ya que, aunque él no los vio nunca representados, siempre suspiró por que lo fueran.

Miguelde Cervantes

Entremeses

El juez de los divorcios

Introducción:

Este entremés en prosa trata sobre cuatro casos de desavenencias matrimoniales, y las razones que los solicitantes exponen a un juez para que les consiga un divorcio rápido.

Por la sala del tribunal desfilan una serie de personajes, y, a través de sus diálogos, Cervantes no sólo narra situaciones con mucha gracia, sino que también nos ofrece un auténtico cuadro de la España de la época, con sus mercados, sus garitos de juego, sus carasoles, su ociosidad, sus oficios, la vida de la calle, la prostitución…

Los maridos son un viejo achacoso, un soldado sin oficio ni beneficio, un cirujano que quiere aparentar ser médico, y un mozo de carga borrachín. Sus mujeres son alegres, impacientes e insolentes. En el fondo, ni ellas ni ellos quieren seguir bajo el yugo conyugal. Pero se encuentran con un juez que no es muy partidario de deshacer uniones, de manera que todos ellos encuentran la misma respuesta: su demanda queda aplazada para otro momento. Cuando ya han pasado las cuatro parejas, llegan los músicos cantando, y recordándole al juez la alegría que está viviendo un matrimonio al que el propio magistrado también le negó el divorcio.

Algunos autores afirman que en este entremés hay ciertas alusiones autobiográficas: la figura del cirujano (el padre de Cervantes ejerció ese oficio), la del soldado hidalgo y pobre, empeñado en encontrar trabajos o comisiones (que tanto nos recuerda los padecimientos que sufrió el propio escritor), los conflictos domésticos (son bien conocidos los que tuvo don Miguel en su casa), el ambiente madrileño… Pero, aparte de referencias a su propia vida, esta pieza teatral es interesante porque muestra los problemas sociales que existían en la España de Cervantes: mujeres jóvenes casadas con viejos, cirujanos que practicaban la medicina, hidalgos empobrecidos que hacían poemas pero no trabajaban, gente que buscaba ser favorecida con un oficio administrativo que nunca llegaba, cristianos nuevos siempre bajo sospecha… y administradores de la justicia más interesados en enriquecerse con los problemas ajenos, que en solucionar realmente los casos.

Sus personajes:

Los componentes del tribunal son el Juez, un Escribano y un Procurador.

El Procurador es el encargado de representar a las personas en el juicio; el Escribano hace de secretario, dando fe de todo lo que acontece, y el Juez dicta sentencia.

Las cuatro parejas demandantes las componen: un Vejete y Mariana, un Soldado y Guiomar, un Cirujano y Aldonza de Minjaca, y un Ganapán –es decir, un mozo que se encarga de transportar paquetes y bultos– que acude solo a pedir ser descasado de su mujer.

Como en todo entremés, los Músicos siempre cierran la pieza, en este caso cantando unas redondillas que llevan de estribillo el dicho hoy todavía vigente de que «más vale el peor concierto, / que no el divorcio mejor».

Vayamos ahora a la caracterización de los personajes:

Llama la atención que sólo las mujeres que se presentan ante el juez tienen nombre diferenciador (Mariana, Guiomar y Al - donza). Sus maridos, así como los representantes de la justicia, son «tipos» (un vejete, un soldado, un cirujano, un ganapán), es decir, arquetipos humanos perfectamente reconocibles por el espectador, dado que responden a un modelo prefijado de sus rasgos físicos y psicológicos.

–Tanto el Juez, como el Procurador y el Escribano son personajes que aparecen ante el espectador vestidos de una manera pulcra y seria, con ropas de color negro, calzas –que dejan las piernas al descubierto, con medias también oscuras– y cuello de lechuguilla. El Escribano se acompañará de una pluma de ave para escribir.

–Las tres mujeres tienen características similares: son jóvenes, de clase popular y lengua desenvuelta. Podrían vestir una saya de colores y sin mangas sobre camisa blanca o de color claro, corpiño y una falda o basquiña bajo el delantal.

–El Vejete, encorvado y con bastón, debe aparentar no tener ya dientes. Viste con el decoro propio de su edad: con chaleco y calzones cortos y oscuros, y camisa y medias blancas.

–El Soldado, aunque es pobre, va «bien aderezado», por ello viste camisa, jubón ajustado al cuerpo, calzones y medias de lana. Luce barba cuidada, lleva espada y se cubre con un sombrero de fieltro.

–El Cirujano va «vestido de médico», es decir, traje negro con cuello blanco y sombrero; usa zapatos con lazos negros. Y para aparentar que es médico de pulso y no un simple cirujano, lleva en la mano un libro de medicina, quizá de Galeno.

–El Ganapán es rudo, tiene la nariz algo enrojecida –como propia de los amigos del vino–, y se presenta ante el tribunal vestido pobremente: calzones raídos, chaleco sin camisa y una gorra o caperuza rota.

–Los Músicos gitanos tocan cascabeles y guitarras, bailan y cantan. Llevan chaqueta corta y calzones.

Apuntes para una posible escenificacióny representación:

Toda la acción va a transcurrir en un escenario de interior: una sala, en la que habrá una mesa y varias sillas.

Para su representación, además de la indumentaria arriba mencionada –que ya delata la caracterización esencial de los personajes– se necesitará también una pluma de ave para el Escri bano, un libro para el Cirujano, y unos cascabeles y alguna guitarra para los Músicos.

El entremés comenzará como suele suceder en estas piezas: con el sonido de guitarras que cesará tan pronto entren en escena el Juez, el Escribano y el Procurador. Se sienta el Juez en una silla, y el Procurador y el Escribano en otras dos. El Escribano se apoyará en la mesa para registrar por escrito todo lo que acontece.

Por las puertas laterales del escenario irán entrando los personajes conforme toque su turno, comenzando por el Vejete y Mariana. Cuando éstos terminen de formular sus demandas, se retirarán a un extremo del escenario, y entrarán el Soldado y doña Guiomar. A su vez, cuando estos también hayan terminado su exposición, se colocarán junto al Vejete y Mariana, y entonces entrarán el Cirujano y Aldonza de Minjaca. Harán lo mismo que los anteriores, y aparecerá el Ganapán, cuyo parlamento quedará interrumpido por la entrada en escena de los Músicos, que entonarán y bailarán una breve canción.

Personajes

JUEZ

ESCRIBANO

PROCURADOR

VEJETE

GUIOMAR

MARIANA

CIRUJANO

SOLDADO

ALDONZA DE MINJACA

GANAPÁN MÚSICOS

[Sale el JUEZ, y otros dos con él, que son ESCRIBANO y PROCURADOR. Se sienta el Juez en una silla, y entran el VEJETE y MARIANA, su mujer]

MARIANA–: A bien que ya está el señor juez de los divorcios sentado en la silla de su audiencia. De esta vez tengo que quedar dentro o fuera; de esta vez tengo que quedar libre de ataduras y obligaciones, como el gavilán1.

VEJETE–: Por amor de Dios, Mariana, que no pregones tanto tu problema. Habla despacio, por la pasión que Dios pasó. Mira que tienes disgustada a toda la vecindad con tus gritos; y, pues tienes delante al señor juez, con menos gritos le puedes informar de lo que vienes a pedir.

JUEZ–: ¿Qué disputa traéis, buena gente?

MARIANA–: Señor, ¡divorcio, divorcio, y más divorcio, y otras mil veces divorcio!

JUEZ–: ¿De quién, o por qué, señora?

MARIANA–: ¿De quién? De este viejo, que está presente.

JUEZ–: ¿Por qué?

MARIANA–: Porque no puedo aguantar sus impertinencias, ni estar continuamente atenta a curar todas sus enfermedades, que son inumerables; y no me criaron a mí mis padres para ser hospitalera ni enfermera. Muy buena dote2 le llevé cuando me casé con esta espuerta de huesos3, que me tiene consumidos los días de la vida. Cuando entré en su poder, me brillaba la cara como un espejo, y ahora la tengo con una vara de frisa encima4. Vuestra merced, señor juez, me descase, si no quiere que me ahorque. Mire, mire los surcos que tengo por este rostro, de las lágrimas que derramo cada día, por verme casada con esta momia.

JUEZ–: No lloréis, señora. Bajad la voz y enjugad las lágrimas, que yo os haré justicia.

MARIANA–: Déjeme vuestra merced llorar, que con esto descanso. En los reinos y en las repúblicas bien ordenadas, tendría que ser limitado el tiempo de los matrimonios, y de tres en tres años se tendrían que deshacer, o confirmarse de nuevo, como cosas de arrendamiento, y no que hayan de durar toda la vida, con perpetuo dolor para ambas partes.

JUEZ–: Si ese consejo se pudiera o debiera poner en práctica, y por dineros, ya se hubiera hecho. Pero detallad más, señora, las causas que os mueven a pedir divorcio.

MARIANA–: El invierno de mi marido, y la primavera de mi edad. El quitarme el sueño por levantarme a media noche a calentar paños y saquillos de salvado para ponerle en la ijada5. El ponerle ahora esto, ahora aquella venda –que atado le vea yo a un palo por justicia–. La preocupación que tengo de ponerle de noche alta la cabecera de la cama y jarabes para que le suavicen el picor y no se ahogue. Y el estar obligada a aguantarle el mal olor de la boca, que le güele mal a tres tiros de arcabuz6.

ESCRIBANO–: Debe de ser de alguna muela podrida.

VEJETE–: No puede ser, porque lleve el diablo la muela ni diente que tengo en toda ella.

PROCURADOR–: Pues ley hay que dice (según he oído decir) que por sólo el mal olor de la boca se puede descasar la mujer del marido, y el marido de la mujer.

VEJETE–: En verdad, señores, que el mal aliento que ella dice que tengo, no se engendra de mis podridas muelas, pues no las tengo, ni menos procede de mi estómago, que está sanísimo, sino de esa mala intención de su pecho. Mal conocen vuestras mercedes a esta señora; pues a fe que, si la conociesen, que la temerían, o se protegerían de ella santiguándose. Hace veintidós años que vivo con ella mártir, sin haber sido jamás confesor de sus insolencias, de sus gritos y de sus fantasías. Y ya va para dos años que cada día me va dando vaivenes y empujones hacia la sepultura. De tanto que grita me tiene medio sordo, y de tanto que me riñe, sin cordura. Si me cura, como ella dice, me cura a regañadientes; habiendo de ser suave la mano y la condición del médico. En resolución, señores, yo soy el que muero en su poder, y ella es la que vive en el mío, porque es dueña absoluta de toda la hacienda y las riquezas de nuestra casa.

MARIANA–: ¿Hacienda vuestra?, y ¿qué hacienda tenéis vos, que no la hayáis ganado con la que llevasteis en mi dote? Y son míos la mitad de los bienes gananciales, mal que os pese; y de ellos y de la dote, si me muriese ahora, no os dejaría valor de un maravedí7, para que veáis el amor que os tengo.

JUEZ–: Decid, señor: cuando entraste en poder de vuestra mujer, ¿no entraste guapo, sano y bien arreglado?

VEJETE–: Ya he dicho que hace veintidós años que entré en su poder, como quien entra como esclavo a remar en galeras, y es vigilado por un feroz calabrés8, y entré tan sano, que podía satisfacer todos sus deseos, como quien juega a las pintas9.

MARIANA–: Poco duró lo bueno.

JUEZ–: Callad, callad, en hora mala, mujer de bien, y andad con Dios, que yo no hallo causa para descasaros. Y, pues comiste las maduras, gustad de las duras; que no está obligado ningún marido a detener la velocidad con la que pasa el tiempo. Y descontad los malos días que ahora os da, con los buenos que os dio cuando pudo. Y no repliquéis más palabra.

VEJETE–: Si fuese posible, sería para mí un gran regalo que vuestra merced me librara de la pena de esta cárcel; porque, dejándome así, habiendo ya llegado a este rompimiento, será de nuevo entregarme al verdugo que me martirice. Y si no, hagamos una cosa: enciérrese ella en un monasterio, y yo en otro. Partamos la hacienda, y de esta manera podremos vivir en paz y en servicio de Dios lo que nos queda de la vida.

MARIANA–: ¡Malos años! ¡Bonica soy yo para estar encerrada! No soy amiga de redes, tornos, rejas y escuchas, que es el mundo que rodea a las monjas. Encerraos vos, que lo podréis llevar y aguantar, que ni tenéis ojos con qué ver, ni oídos con qué oír, ni pies con qué andar, ni mano con qué tocar: que yo, que estoy sana, y con todos mis cinco sentidos perfectos y vivos, quiero disfrutar de ellos abiertamente, y no por brújula, como quínola dudosa10.

ESCRIBANO–: Libre es la mujer.

PROCURADOR–: Y prudente el marido. Pero no puede más.

JUEZ–: Pues yo no puedo hacer este divorcio, quia nullam invenio causam11.

[Entra un SOLDADObien aderezado y su mujer, doña GUIOMAR.]

GUIOMAR–: ¡Bendito sea Dios!, que se me ha cumplido el deseo que tenía de verme ante la presencia de vuestra merced, a quien suplico, con mucho empeño, que me descase de este.

JUEZ–: ¿Qué cosa es de este? ¿No tiene otro nombre? Bien fuera que dijerais siquiera: «de este hombre».

GUIOMAR–: Un leño12.

[Dice el SOLDADOen un aparte]

SOLDADO