Epistolario de Manuel José Mosquera Arboleda - Manuel Pareja Ortiz - E-Book

Epistolario de Manuel José Mosquera Arboleda E-Book

Manuel Pareja Ortiz

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Beschreibung

Entre la colección de documentos originales del archivo histórico de la Universidad de La Sabana, se encuentra un epistolario de Manuel José Mosquera Arboleda (Popayán, 1800-Marsella, 1853), conformado por 79 cartas de este payanés ilustre, fechadas entre los años 1837 y 1853, que constituyen una fuente primaria de utilidad para aproximarse al proceso de formación de la nación colombiana. Estos documentos nos permiten conocer directamente algunos de los acontecimientos políticos, sociales y económicos más importantes de Colombia y de Europa en la primera mitad del siglo XIX. Sirven también para observar cuestiones eclesiásticas y religiosas relevantes de la historia del país, relacionadas con la figura del que entonces era arzobispo de Bogotá, Manuel José Mosquera. De las 79 cartas escritas por Manuel José Mosquera, 66 están dirigidas a su hermano Manuel María y las13 restantes a personajes varios. Casi todas están redactadas en Bogotá, salvo 19 escritas en Villeta durante su convalecencia antes del destierro, una en Ubaque y dos en París.

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Seitenzahl: 493

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Manuel José Mosquera Arboleda (Popayán, 1800 - Marcella, 1853)

Pintor: José Miguel Figueroa Gaona (Bogotá, 1809 - 1874)

Oleo sobre tela. 98,5 x 81,5 cm

Museo Nacional de Colombia

Programa Piezas en diálogo

Donación de José Domingo Caicedo Rojas (1886)

EPISTOLARIO DE MANUEL JOSÉ MOSQUERA ARBOLEDA

Pareja Ortiz, Manuel, autor

Epistolario de Manuel José Mosquera Arboleda / Introducción, trascripción y notas de Manuel Pareja Ortiz. -- Chía : Universidad de La Sabana 2024.

348 páginas ; cm.

Incluye bibliografía

ISBN 978-958-12-0662-9

e-ISBN 978-958-12-0663-6

Doi: 10.5294/978-958-12-0663-6

1. Cartas colombianas 2. Epistolarios 3. Colombia (Historia) Siglo XIX 4. I. Mosquera Arboleda, Manuel José II. Pareja Ortiz, Manuel III. Universidad de La Sabana (Colombia). IV. Tit.

CDD C 866.5

CO-ChULS

Reservados todos los derechos

© Universidad de La Sabana

© Manuel Pareja Ortiz

Edición

Dirección de Publicaciones

Campus del Puente del Común

Km 7 Autopista Norte de Bogotá

Chía, Cundinamarca, Colombia

Tels.: 861 55555 – 861 6666, ext. 45101

www.unisabana.edu.co

https://publicaciones.unisabana.edu.co

[email protected]

Primera edición: abril de 2024

ISBN: 978-958-12-0662-9

e-ISBN: 978-958-12-0663-6

DOI: 10.5294/978-958-12-0663-6

Número de ejemplares: 50

Corrección de estilo | María José Diaz Granados

Diseño editorial | Boga visual

Fotografía imagen de cubierta | fragmento de la obra Apoteosis de Popayán | Autor: Efraín

Martínez Zambrano

Impresión | Xpress Estudio Gráfico Digital

Hecho el depósito que exige la ley.

Queda prohibida la reproducción parcial o total de este libro, sin la autorización de los titulares del copyright, por cualquier medio, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático.

Esta edición y sus características gráficas son propiedad de la Universidad de La Sabana.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

EL AUTOR Y LAS CARTAS

TRANSCRIPCIÓN Y NOTAS

LOS DESTINATARIOS DE LAS CARTAS

SEMBLANZA DE ALGUNAS DE LAS PERSONAS MENCIONADAS EN LAS CARTAS

BIBLIOGRAFÍA

NOTAS AL PIE

Introducción

Entre la colección de documentos originales del archivo histórico de la Universidad de La Sabana, se encuentra un epistolario de Manuel José Mosquera Arboleda (Popayán, 1800-Marsella, 1853), conformado por 79 cartas de este payanés ilustre, fechadas entre los años 1837 y 1853, que constituyen una fuente primaria de utilidad para aproximarse al proceso de formación de la nación colombiana.

La mayoría de las cartas están dirigidas a su hermano Manuel María, mientras este representaba al gobierno neogranadino en Londres, en las que el autor le va relatando desde Bogotá los sucesos que ocurrían en el país. Estos documentos se nos presentan como una ventana abierta que permite contemplar directamente algunos de los acontecimientos políticos, sociales y económicos más importantes de esa época en Colombia y, en menor medida, en el mundo europeo de esos años de la primera mitad del siglo XIX. Sirven también para observar de primera mano algunas cuestiones eclesiásticas y religiosas relevantes de la historia del país en ese periodo, relacionadas con la figura del que entonces era arzobispo de Bogotá, Manuel José Mosquera.

A través de las cartas de Manuel José se pueden apreciar, entre otras cosas, aspectos de la génesis y evolución de los partidos políticos tradicionales colombianos, el desarrollo de la guerra de Los Supremos, el asesinato de Sucre y la incriminación de Obando.

La publicación y anotación de este epistolario de Manuel José Mosquera permitirá conocer de buena tinta aspectos de la vida de este payanés poco conocido hoy, pero muy apreciado en su tiempo; sus cartas darán luz sobre acontecimientos del proceso de formación de Colombia, quizá desdibujados por el transcurrir del tiempo o la posterior historiografía patriótica o ideologizada. Sus misivas podrán confirmar o aclarar datos dudosos de personas o hechos de los años en que son escritas. En últimas, serán un buen aporte para la historia de Colombia de hace casi doscientos años.

El objetivo principal de la colección Cartas del sur es sacar a la luz pública los escritos que se conservan en el archivo histórico de la Universidad de La Sabana, para que puedan ser instrumento de investigaciones que enriquezcan el conocimiento del acontecer histórico de nuestra patria.

Además de la transcripción de las cartas de Mosquera –que ocupan la mayor parte de este volumen–, se esboza previamente una breve semblanza de su autor, así como un brevísimo análisis interno de las epístolas antes de pasar a su transcripción. Se han hecho algunas anotaciones a las cartas, para precisar hechos históricos, personas y lugares aludidos. Al final, se esbozan algunas pinceladas biográficas de los destinatarios de las cartas, y de algunos de los personajes más relevantes mencionados, puestos en orden alfabético para facilitar su consulta. También se añade una sucinta bibliografía sobre Manuel José Mosquera.

El título de esta colección –Cartas del Sur– se le debe al doctor David Mejía Velilla, quien fue el pionero de esta aventura editorial histórica, cuando se hizo cargo de parte del fondo de documentos del archivo Arroyo, y lo puso a disposición de la Universidad de La Sabana.

El autor y las cartas

El autor

Manuel José Mosquera Arboleda fue hijo de José María Mosquera Figueroa y de María Manuela Arboleda Arrachea. Nació en Popayán el 11 de abril de 1800, y falleció en Marsella (Francia) el 10 de diciembre de 1853. Hermano de Joaquín y Tomás Cipriano Mosquera, presidentes de la república de Colombia, y hermano mellizo de Manuel María, diplomático colombiano, que se le adelantó en el nacimiento, según afirmó en el testamento su madre, María Manuela.1

Infancia y juventud (1800-1820)

Según afirma Manuel María, su hermano, Manuel José heredó de su padre una inteligencia clara y un alma generosa, y de su madre una acendrada piedad: “aleccionado constantemente, tanto por el ejemplo, como por la doctrina en una familia de costumbres patriarcales, en la cual abundaban y estaban siempre vivas las tradiciones del honor y de la virtud de los antepasados”.2

Payanés de corazón, pocos meses después de recalar en Bogotá como arzobispo le escribía en 1836 a su primo y amigo Santiago Arroyo:

En mis amarguras suelo calmarme con una remota y casi indefinible esperanza de que volveré a pasar la tarde de mi vida en Popayán. No extrañaría la sociedad, porque no sé si la hay en Bogotá, según el aislamiento en que vivo por inclinación y por cálculo: en Popayán yo gozaba de todas las escalas de la sociedad, porque la tenía hasta con la gente del pueblo… ¡Compadre mío: no todo el mundo es Popayán!3

De niño se caracterizó por su excesiva vivacidad e inquietud, lo que influyó en detrimento de su aplicación, pero una vez entrado en la adolescencia, cedió bien pronto, con la madurez de la razón, en un verdadero ardor por adelantar en su instrucción y, en cierto modo, en recuperar el tiempo perdido –ardor que, lejos de apagarse, se acrecentó con la edad–.4

Cuando Manuel José apenas contaba diez años, nos dice su hermano Manuel María:

Aparecieron en el Nuevo Reino de Granada los primeros movimientos revolucionarios, y comenzó bien pronto la guerra civil entre el partido que sostenía la causa del rey y el que luchaba por independizar aquellas provincias de la corona de España; guerra dilatada que duró catorce años, y cuyas vicisitudes por la varia suerte de las armas y por la peculiar situación geográfica de Popayán, redujeron esta capital a la dura condición de una plaza fronteriza, ocupada y desocupada alternativamente diez y seis veces por las tropas contendientes y por los opuestos gobiernos.5

Durante los seis primeros años del proceso de independencia, la situación escolar en Popayán resultó también muy complicada:

Casi siempre era preciso suplirlos por maestros particulares, mediante los esfuerzos de algunos padres de familia, que se apresuraban a lograr los intervalos de reposo, para promover del modo posible la enseñanza de sus hijos. Don José María Mosquera6 era entre todos el primero que fomentaba, y cuando era necesario costeaba por sí solo, esta educación común suplementaria, a fin de que del beneficio que reportaban sus propios hijos, participasen igualmente los demás jóvenes de la provincia. A su celo y vigilancia paternal se debieron los escasos frutos, que en tan agitados tiempos pudieron recogerse por un número desgraciadamente bien limitado de alumnos; hasta que llegó a reorganizarse en 1818 el Seminario Conciliar por el señor obispo don Salvador Jiménez y a formalizarse en él los estudios y la disciplina escolar, bajo la dirección inmediata del Rector doctor don José María Grueso. Habiendo ya hecho Manuel José Mosquera sus estudios de latinidad, siguió allí el curso de filosofía elemental, en la clase regentada por el Vicerrector doctor don Pedro Antonio Torres.7

En esas circunstancias vio su vocación al sacerdocio, y el 15 de mayo de 1819 el obispo de Popayán, monseñor Jiménez Enciso, le confirió las cuatro órdenes menores,8 después de haberse preparado con los ejercicios espirituales prescritos en el colegio de misiones de San Francisco.9

Estudios en Quito (1820-1823)

El 6 de marzo de 1820, José María Mosquera, el padre de Manuel José, le comunicó a su hermano Joaquín –que ya residía en España– el traslado de los mellizos a Quito “para que comiencen sus estudios en aquella Universidad, pues los de este Seminario se han interrumpido con los acontecimientos del día, y con haberse dispersado todos los discípulos”.10 La ida a Quito se debió, no solo a la tranquilidad que vivía entonces esa ciudad en comparación con Popayán y el sur de la Nueva Granada, sino también porque allí se encontraba Joaquín, el primogénito de José María, y hermano mayor de Manuel José. “Esta determinación tomada y ejecutada presurosamente como las circunstancias lo requerían, fue un acto de previsión y de buen cálculo, cuyo acierto se probó por los resultados”.11

Poco después de incorporarse al seminario de Quito, Manuel José recibió en la universidad de esa ciudad el grado de bachiller en filosofía. Se matriculó en clases de jurisprudencia, alcanzando resultados brillantes, a base de esfuerzo, robándole tiempo al descanso y al sueño.

Casi siempre estaba ya en pie antes del alba, para dar principio a las obras del día por un largo rato de oración mental ante el Tabernáculo de la Capilla […] La gravedad de sus costumbres y de su porte se aliaba perfectamente con una singularísima jovialidad de índole, que le concilió en breve el respeto y el afecto.12

Habiendo regresado Joaquín Mosquera Arboleda a Popayán después del armisticio que en 1821 se celebró entre Bolívar y el general Morillo, jefe del ejército real en la Nueva Granada, continuaron en Quito Manuel José y Manuel María al cuidado y la protección de don Manuel Larrea, marqués de San José, antiguo amigo de su padre.13

En enero de 1822, Manuel José viajó a Pasto el 2 y 3 de febrero para recibir las órdenes clericales de subdiaconado y diaconado de manos del obispo de Popayán, monseñor Jiménez Enciso. Inmediatamente después regresó a Quito.14 Así se lo comunicó por carta su padre, José María, a su hermano Joaquín Mosquera Figueroa:

En Quito continúan sus estudios los dos mellizos, han dado ya tres exámenes de Derecho Civil, y uno de Canónico, restándoles uno sólo de ambos. Manuel José, que ha estado siempre decidido por las Órdenes pasó a Pasto donde el Sr. D. Salvador, y lo ordenó inmediatamente de Subdiácono y Diácono, sin exigirle ni aún la congrua, porque no olvida nuestra amistad.15

Clérigo en Popayán (1823-1835)

En mayo de 1823, Manuel José alcanzó los grados de bachiller, licenciado y doctor en Derecho Civil y Canónico, y finalizó los estudios de Teología en el seminario. En el mes de octubre regresó a Popayán, vía Guayaquil y Buenaventura, porque los caminos entre Pasto y Popayán continuaban siendo inseguros en esa época.16

El 9 de noviembre de ese año, el obispo de Popayán, Salvador Jiménez Enciso, lo ordenó sacerdote en esa ciudad; y un mes después, el 8 de diciembre, celebró su primera misa solemne en la catedral, ante la presencia y alegría de sus padres, parientes y amigos; su hermano Manuel María alcanzó a estar presente, como menciona su padre en una carta a Santiago Arroyo:

Llegó Manuel María bastante mejorado el 6 del corriente [diciembre] con lo que logró asistir a la misa cantada de Manuel José y me trajo carta de Joaquín [Mosquera Arboleda] de Lima de 13 del corriente en que me dice esperaba concluir en este mes y venirse, a no presentarse algún embarazo que no alcanzaba a preverlo.17

La madre de Manuel José, María Manuela Arboleda, falleció pocas semanas después, en enero de 1824, lo que embargó de dolor a toda la familia, y empañó las alegrías que había traído la ordenación sacerdotal de Manuel José. Así se desprende de la carta que su padre le escribe a Santiago Arroyo agradeciéndole su pésame por la muerte de su esposa:

La muy apreciable de Ud. del 21 del próximo pasado renueva en mi corazón la ternura de mi recomendable y amada María Manuela que siempre conservaré en mi memoria con el distinguido aprecio que le profesé por mil títulos. Conozco que la tomó para sí su verdadero dueño, y esto es lo que me hace llevadera su separación y la esperanza de que algún día nos volveremos a unir en Dios y por Dios libres de las penalidades de esta vida tan miserable, y así tan querida, porque no separamos el corazón de la tierra. A mis hijos todos varones y mujeres he manifestado las finas expresiones con que Ud. nos manifiesta a todos la fiel compañía que nos ha hecho en nuestro pesar, y corresponden a Ud. con toda la gratitud, y el afecto que le profesan.18

El 5 de abril de 1824, José María Mosquera le escribe a Santiago Arroyo el susto que pasó la familia la noche anterior con motivo del nacimiento de su nieta Mariana, la primogénita de Tomás Cipriano Mosquera, y la intervención de Manuel José: “Tomás sigue trabajando con empeño, y ahora le comunicaré el parto de Mariana, quien dio anoche un niño muy hermoso, y lo bautizó Manuel José porque parecía ahogarse, pero está del todo bueno y lo mismo la madre”.

A partir del 26 de mayo de 1824, Manuel José se desempeñó durante cinco años como rector de la iglesia del Rosario de Popayán, y llevó a cabo otras tareas eclesiásticas y académicas en la ciudad.19

Tres años después, el 24 de abril de 1827, fue nombrado por el gobierno de Colombia vicerrector de la recién creada Universidad del Cauca, y se le asignó la cátedra de Derecho Civil. Por su parte, el obispo de Popayán lo nombró vicario general de la diócesis en 1828, y ese mismo año se recibió de abogado ante la Corte Superior del Distrito del Cauca.20

En febrero de 1829 fue elegido por unanimidad, y confirmado por el gobierno del país, rector de la universidad del Cauca, sucediendo en ese cargo a José Antonio Arroyo, primer rector. Durante su mandato (1829-1834), Manuel José acrecentó la biblioteca del claustro, enriqueció el gabinete de física y la dotó con una imprenta, importando todo ese material desde Francia. Restauró el edificio en el que tenía su sede la universidad, que era el antiguo convento de los dominicos, contiguo a la iglesia de la que era rector. Tuvo que afrontar con tacto el modo de contrarrestar en los alumnos de la universidad los efectos perniciosos de las doctrinas utilitaristas de Betham y las ideas materialistas de los escritos de Tracy, impuestas por Santander en el plan de estudios del Estado.21

En el mes de junio de ese año opositó y alcanzó el cargo de canónigo doctoral de la catedral de Popayán, presentado por Bolívar, presidente de la república. Al acto de la oposición asistió su padre, José María, quien murió pocos días después al resultar contagiado de una fiebre perniciosa.22

Con los problemas políticos que se originaron en 1830 al disolverse la Nueva Granada, los tres hermanos de Manuel José –Joaquín, Tomás y Manuel María–, salieron del país y permanecieron algo más de tres años en el extranjero, por lo que Manuel José se ocupó del cuidado de sus familias y bienes. La acumulación de estos nuevos trabajos, más sus responsabilidades eclesiásticas y académicas, resquebrajaron su salud:

Por primera vez se vio desfallecer esa incansable energía, cuando llegó a faltarle de todo punto el tiempo necesario para evacuar tantos y tan discordantes negocios. Acudiéronle entonces algunos amigos, compadecidos del estado de angustia y amargura en que un día le hallaron; no precisamente para dividir con él el trabajo, sino para proporcionarle ejercicio y distracciones, que diesen tregua a las tareas, solaz al espíritu y restauración a las abatidas fuerzas. Una de las recreaciones que solía así permitirse, era la de concurrir y tomar parte en los estudios prácticos que él mismo promovía, y en que se ensayaban los músicos y cantores de la capilla de la catedral, en cuyo adelantamiento tomaba particular interés.23

Permaneció al frente de la Universidad del Cauca hasta 1834, cuando el Congreso de la Nueva Granada lo eligió para presentarlo ante la Santa Sede como candidato para ocupar la sede episcopal de Bogotá, que se encontraba vacante. Después de meditarlo detenidamente, aceptó la candidatura. El 19 de diciembre de 1834, el Santo Padre Gregorio XVI lo nombró arzobispo de Bogotá. Monseñor Jiménez Enciso lo consagró obispo en la iglesia de San Francisco de Popayán el 28 de junio de 1835, y tomó posesión de la sede bogotana el 21 de septiembre de ese año. Su hermano Joaquín lo sucedió al frente de la rectoría de la Universidad del Cauca.24 Ese mismo año, la Santa Sede reconoció oficialmente la República de la Nueva Granada, lo que ocasionó malestar en los ambientes palaciegos del monarca español Fernando VII, que se resistía a reconocer su independencia.

Al recibir el nombramiento del Santo Padre como arzobispo de Bogotá, Manuel José cedió todos sus bienes patrimoniales a personas de su familia necesitadas, “y sólo se reservó el valor de su pontifical, ornamentos, biblioteca, vestuario, y modesto menaje de su casa, y una suma de cinco mil pesos en dinero”.25

Arzobispo de Bogotá (1835-1852)

Manuel José viajó a Bogotá el 31 de agosto de 1835, acompañado de un franciscano, fray Miguel González, como capellán y confesor, y un joven, Manuel María Peña, como mayordomo de su casa, a quien conocía desde su infancia.26

De camino a la capital de la república organizó el viaje para poder administrar el sacramento de la confirmación en los pueblos de su recorrido, teniendo en cuenta que durante los veinte años anteriores no se había administrado este sacramento por las guerras que asolaron el país. En tres semanas que duró el viaje pudo confirmar a seis mil personas entre “adultos y párvulos”.27

El 21 de septiembre de 1835, Manuel José arribó a Bogotá. Al término del homenaje público que le tributaron las autoridades civiles el 10 de octubre, el presidente Santander le comentó en privado: “Señor arzobispo: esto ha sido para V. el día del ‘Hosanna’: yo conozco a mi gente: prepárese V. para la tarde del ‘Crucifige’”.

En efecto, desde su entronización como arzobispo de Bogotá, Manuel José tuvo que enfrentar la animadversión de algunos que formaban parte del partido que gobernaba entonces el país, apoyados en la prensa oficialista, incluido el mismo presidente Santander.28 Este, como presidente de la república neogranadina, restableció ese año las doctrinas utilitaristas de Bentham en el plan general de estudios, a pesar de la protesta de muchos padres de familia e instituciones. Santander hizo publicar varios artículos de prensa para sostener y justificar su resolución, “los que a ninguno ha convencido”.29 El arzobispo Mosquera aconsejó a los sacerdotes de su diócesis que no recibieran en confesión a los profesores que explicaran las teorías de Bentham y a los alumnos que escucharan esas explicaciones, lo que provocó una fuerte reacción de Santander y sus seguidores.

La arquidiócesis de Santa Fe de Bogotá comprendía entonces las antiguas provincias de Bogotá, Tunja, Socorro, Pamplona, Mariquita y Neiva, donde habitaban los dos quintos de la población total de la Nueva Granada, es decir, un millón de almas aproximadamente. Desde los tiempos del arzobispo Martínez Compañón (1737-1797), hacía casi cuarenta años no se había llevado a cabo una visita pastoral del Ordinario a la archidiócesis.30

A partir de 1836, y durante seis años, inició de forma metódica viajes periódicos a lo largo y ancho de la archidiócesis, haciéndolos compatibles con las tareas pastorales que exigían su presencia en Bogotá. Conoció personalmente a todos los sacerdotes de su circunscripción eclesiástica, y “no quedó distrito alguno que no recorriese, pueblo grande o pequeño que no visitase, deteniéndose en cada uno el tiempo necesario”. Viajes que se vieron interrumpidos por las guerras civiles que asolaron algunas regiones de la nación entre 1839 y 1841. Durante este tiempo alcanzó a administrar el sacramento de la confirmación a más de doscientas mil personas. En carta a Santiago Arroyo de 28 de septiembre de 1836, le comentaba sobre la visita pastoral de ese año:

He encontrado la mayor parte de los pueblos bien servidos y estoy contento con mis curas, que en lo general cumplen bien […] Los pueblos conservan la fe y su inocencia antigua, a excepción de los que están en los caminos reales. Sin embargo, de todo no estoy satisfecho, porque una visita no es bastante y es preciso repetirla; […] sin frecuentes visitas en que se predique constantemente, no se repara la moral ni recobra su vigor la disciplina y sin conocimientos prácticos no es posible gobernar. En el año entrante emprenderé por otro lado hasta donde pueda; y espero en Dios que me dé la robustez que ahora, en cuyo viaje no he sentido la más leve novedad.31

Tuvo que afrontar y resolver el difícil problema de sostener económicamente la diócesis, cuyas rentas fueron reducidas drásticamente por el Congreso entre 1833 y 1834, con el objeto de dotar la nueva diócesis de Pamplona. Además, debió resolver su propio sostenimiento y el de las personas que dependían de él, habiendo renunciado a sus bienes patrimoniales al salir de Popayán y a los estipendios que le correspondían por el cargo eclesiástico.32

A finales de 1837, para salvaguardar la pureza de la fe de su grey, tuvo que enfrentar el problema de la difusión de biblias protestantes que pretendía llevar a cabo en la Nueva Granada la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera de Londres. En carta a George Burghal Watts, hijo del que fue cónsul británico en Cartagena, y enviado al país con esa misión por la Sociedad Bíblica, el arzobispo Mosquera le escribe:

No tengo por qué temer que la propaganda bíblica de que viene V. encargado por la citada Sociedad, haga progresos en la parte sana de mi grey; pero es propio del pastor repetir sus silbidos, aunque las ovejas estén avisadas de la proximidad del peligro. Sea cual fuere la diversidad de creencias que nos separa, sé muy bien que las relaciones de la caridad, y los deberes sociales se hermanan, aun cuando se difiera en la fe; y yo, sin faltar a la mía, tendré el mayor placer en acreditar a V. la gratitud con que recibo las expresiones con que me ha favorecido.33

Ese mismo año, con la llegada del primer representante de la Santa Sede ante el gobierno neogranadino, el internuncio pontificio monseñor Cayetano Baluffi (1837-1842), Mosquera tuvo que afrontar durante varios años acusaciones de regalismo, al plantear la necesidad de obedecer a las autoridades civiles de la república en las cuestiones civiles que no se oponían a la ley de Dios, como enseñan el Evangelio y la doctrina cristiana (cfr. Mt. 22, 21; Rom. 13, 1; Tito, 3, 1, etc.). Desde 1824, el gobierno de la Gran Colombia había adoptado curiosamente los planteamientos regalistas de la monarquía española del siglo XVIII, en contra del parecer de la Santa Sede, y del propio Manuel José Mosquera.

En esas asechanzas contra Manuel José tuvo un papel importante Ignacio Morales Gutiérrez, que pretendía restaurar en el país la autoridad de los gobernantes españoles, y con él un grupo de legitimistas que fueron denominados ultracristianos, los cuales mezclaban religión y política, y consideraban ilegítimas las autoridades republicanas de la Nueva Granada, por algunas medidas antieclesiásticas que se habían tomado en 1821 y 1826, como la supresión de los llamados “conventos menores”.34

Manuel José siempre se mantuvo firme en distinguir los dos ámbitos –el religioso y el político–, siguiendo las enseñanzas de Jesucristo: dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (cfr. Mt 22, 21), y de san Pablo (Rom. 13, 1; Tito, 3, 1); y defendió tanto la libertad legítima de ambas esferas, como el necesario diálogo sobre los asuntos comunes entre las autoridades civiles y eclesiásticas, a la vez que declaraba con valentía todo cuanto fuera en contra de la verdad doctrinal y moral de la religión católica y del Derecho Canónico. En la pastoral que dio a conocer el 23 de febrero de 1840 dejó claros estos planteamientos de fondo.35

A partir de 1838 inició también la batalla para reconstituir el seminario diocesano de Bogotá, con objeto de mejorar e intensificar la preparación de los candidatos a las órdenes sagradas. El seminario de la capital había sido erigido el 22 de junio de 1592 por el sexto arzobispo de la diócesis, Bartolomé Lobo Guerrero, pero se encontraba reducido, desde 1823, en buena medida al Colegio de Ordenandos creado ese año por monseñor Fernando Caicedo y Flórez, con sede en el antiguo convento de capuchinos de la capital.

Manuel José primero tuvo que reclamar ante el Congreso de la República la sede que en 1772 se le asignó al seminario diocesano, por intercambio de la sede anterior, que era el edificio del colegio San Bartolomé, perteneciente a los jesuitas hasta su expulsión en 1767. Después, debió exigir los fondos con los que había sido dotado el seminario anteriormente. Objetivos que lograría dos años después, en 1840, tras muchos esfuerzos.

En 1838, tuvo que afrontar también una polémica sobre el celibato sacerdotal desatada en algunos ámbitos políticos radicales de la capital, mediante un escrito titulado Compendio de doctrinas ortodoxas sobre la cuestión del matrimonio de los clérigos mayores,36 que editó y entregó a la prensa, así como a los obispos sufragáneos del país. El Senado de la república, apoyado en los razonamientos de Manuel José Mosquera, rechazó el 14 de marzo de 1839, en medio del aplauso general, los argumentos presentados para abolir el celibato sacerdotal.37

Preocupado por la salud moral y espiritual de sus feligreses, en abril de 1839 encabezó la lista de firmantes de un memorial en el que se pedía a los gobernantes de la Nueva Granada la supresión de los textos de Bentham y Tracy, tanto en los colegios como en los centros educativos superiores, porque esas teorías se fundamentaban en el utilitarismo y en el materialismo y podían dañar la fe de su grey.38 Estos autores –Bentham y Tracy– fueron introducidos por Santander en los planes de estudios oficiales, primero en 1826, y después a su regreso del exilio en 1833.39 En esta ocasión no fueron escuchadas las peticiones y los argumentos de Manuel José ante el Congreso, y sí provocaron críticas en sectores radicales de ese organismo, aunque como le escribe a su hermano Manuel María: “Espero que al concluirse el Congreso terminará la tempestad. Ayer declamó Montilla en el Senado contra mí, porque introduje una petición contra Bentham y Tracy. No se me dan dos pitos, porque yo sé lo que hago, por qué lo hago y qué objeto me propongo”.40

Después de dos años de invitaciones para recibirlo y hospedarlo en Bogotá, en esos días le llegó la noticia de la llegada a Santa Marta de monseñor Ramón Méndez, arzobispo de Caracas, desterrado por el gobierno venezolano por oponerse a la intervención del Estado en las cuestiones eclesiásticas del país. A finales de junio, Manuel José se trasladó a Facatativá para recibir al arzobispo de Caracas, pero se enteró de que este había sufrido “una caída que se dio de la mula el día que llegaba a esta parroquia” cerca de Villeta. Así le escribía a su hermano Manuel María:

Afortunadamente el golpe no fue peligroso, pero le asaltaron luego fiebres intermitentes, y lo he tenido casi a la muerte. El día 14 a la madrugada le administré los sacramentos; pero desde ayer tiene una notable mejoría que nos da muchas esperanzas. Le asiste el doctor Jorge Vargas, en quien tengo bastante confianza. Por supuesto permaneceré ya aquí, hasta que se mejore o muera el señor Méndez para llevarlo vivo o muerto a Bogotá. Si la enfermedad dura algo largo, pienso que se me entorpecerá la visita que pensaba hacer en agosto y septiembre.41

A pesar de la mejoría, monseñor Méndez falleció en Villeta el 6 de agosto de 1839, en brazos de Manuel José: “Dios ha permitido que el señor Méndez viniera a expirar en mis brazos, para que aprendiese yo como debe morir un obispo”.42 Manuel José lo había acompañado durante más de un mes en esa población, y facilitado la atención médica y los auxilios necesarios. Entonces se ocupó de trasladar su cuerpo a Bogotá, donde se celebraron solemnes exequias y fue sepultado con honores.43

Como buen patriota y payanés, Manuel José sufrió la situación compleja que vivió la Nueva Granada, y especialmente la provincia de Popayán, durante los años de la guerra de Los Supremos (1839-1842), que siguió de cerca, y de la que informaba puntualmente en cartas a su hermano Manuel María, que pocos meses antes de su inicio se había trasladado a vivir a Londres como encargado de negocios de la representación diplomática del país. En carta del 21 de febrero de 1840, le manifestaba: “Ya puedes considerar cómo estará mi espíritu tanto por los padecimientos públicos, que me afectan sobremanera, como por las críticas circunstancias en que se encuentran nuestros parientes y amigos de Popayán”.

El 17 de julio de 1839, Manuel José, en una carta pastoral a los párrocos de la arquidiócesis de Bogotá, les escribía sobre el tema:

No nos es posible mirar con indiferencia que invocando el nombre santo de la religión, se pretenda trastornar el orden y faltar a la obediencia debida a las autoridades nacionales. En ningún caso pueden justificarse actos revolucionarios con pretextos religiosos; y a más de criminalidad, son un manantial inagotable de males para los pueblos.44

En medio de la compleja situación política y social que vivía el país, el 23 de febrero de 1840 el arzobispo Mosquera publicó una pastoral recomendando a sus fieles la sumisión y obediencia a las autoridades civiles, imitando a los primeros cristianos, como un medio de apaciguar los brotes de violencia que de nuevo se extendían con rapidez por la Nueva Granada.

A pesar de sus diferencias con Santander, Manuel José le atendió en sus últimos momentos, y le administró la Unción de los Enfermos el 28 de abril de 1840, ocho días antes de su muerte. En carta a Manuel María, fechada en Bogotá el 1 de mayo de 1840, le escribía:

El General Santander se halla gravemente enfermo, y en peligro, cuando él podía cooperar mejor que ninguno a conciliar los partidos. A propósito de Santander, ha dado pruebas de muy sincera penitencia, se ha reconciliado con sus enemigos incluso Márquez, y creo que si escapa será ya otro hombre. Debemos desear todos que se restablezca, porque es la primera notabilidad, y porque su experiencia nos será siempre útil.

Después de dos años de requerimientos al Congreso, Manuel José logró, a finales de 1840, recuperar la sede del seminario de Bogotá, debiendo ceder parte de ella, así como el nombre original. En carta a su hermano Manuel María, el arzobispo le cuenta: Yo he conseguido mi Seminario este año: aunque no me han devuelto el edificio entero, sino que mandan partirlo.45 José Manuel Restrepo Vélez, el primer historiador neogranadino, dejaba constancia el 4 de octubre de 1840 en su Diario Político y Militar:

Hoy se ha instalado en esta ciudad el nuevo Colegio Seminario bajo la dirección del Señor Arzobispo Mosquera, quien le ha dado los estatutos. Se ha separado del antiguo Colegio de San Bartolomé, que también queda subsistente; el Seminario había estado siempre unido a dicho colegio. Se espera que el Seminario será un semillero de hombres virtuosos que tanto necesitamos.46

El arzobispo de Bogotá estuvo muy pendiente del seminario desde su primer año de andadura, buscando los profesores que pudieran dictar las clases adecuadamente, los libros para disponer de una buena biblioteca que fundamentase la preparación filosófica y teológica de los futuros sacerdotes, alumnos para el seminario, y los medios materiales para sacarlo adelante. Al finalizar el primer curso lectivo escribía a su amigo Rufino Cuervo:

Hablaré a usted de mi Seminario, mi consuelo, mi ocupación, mi recreo. En medio del torbellino lo he llevado adelante y tengo cincuenta y siete motivos. El día 31 concluirá el primer año, pasado entre angustias, sobresaltos y temores; pero con una tan visible protección del cielo, que si yo no tuviera fe la habría adquirido ahora. No se ha aprovechado el tiempo tan bien como era debido, merced a las agitaciones que hemos vivido; pero se ha estudiado más que en otros colegios y bajo nuestro sistema eminentemente religioso. El público “sensato” está satisfecho; los filosofistas bravos, y los antipáticos siempre los mismos. Trabajo sin embargo hasta donde puedo; y espero que si Dios nos da paz, el Seminario irá adelante.47

Para sostener económicamente el seminario, nos cuenta José Manuel Restrepo, que Manuel José:

Dictó un decreto el 31 de enero de 1841 para organizar la cuota tridentina o sea la porción que todos los beneficios eclesiásticos de la Arquidiócesis debían pagar anualmente para su sostenimiento; por cartas del Señor Mosquera a su hermano Manuel María sabemos que esta cuota y la forma obligatoria de hacerla efectiva fue motivo para que algunos sacerdotes no vieran con gusto el impuesto y la mala voluntad se extendió contra el Seminario.48

En otro orden de cosas, el 14 de enero de 1841, Manuel José celebró en la catedral el funeral por el alma del coronel Juan José Neira, muerto una semana antes como consecuencia de las heridas que sufrió en la batalla de La Culebrera, entre Funza y Chía, contra las tropas que pretendían tomar Bogotá y acabar con el gobierno del presidente Márquez, dentro del marco de la guerra de Los Supremos.49

El 18 de marzo de ese año, el Congreso de la Nueva Granada eligió a Manuel José miembro del Consejo de Estado, pero el interesado no aceptó, para poder desempeñar con total independencia su tarea de pastor y prelado de la arquidiócesis bogotana.50

Un año después, el 28 de abril de 1842, el arzobispo Mosquera recibió una gran alegría, fruto de un empeño en el que venía luchando desde su llegada a la sede episcopal bogotana. Ese día se expidió una ley que abría la puerta para el regreso de los jesuitas a la Nueva Granada. Desde 1767 habían sido expulsados de todos los territorios de la monarquía española por orden del rey Carlos III. Mosquera, entusiasmado, le escribe pocos días después a su amigo y pariente Santiago Arroyo: “Está ya arreglado el negocio de los jesuitas y se publicará el domingo todo en ´La Gaceta´. Estoy escribiendo al Papa y al Padre Roothan, General de la Orden, y se tocan otros resortes. Espero fundadamente que vendrán y que será un elemento de orden para reformar la moral”.51

De todas formas, las dificultades no faltaron para que regresaran estos religiosos a la Nueva Granada, y solo hasta dos años después de la expedición de la ley llegaron los primeros jesuitas a Colombia. De todas formas, su permanencia no duraría mucho, porque en 1850, durante el gobierno de José Hilario López, de nuevo fueron expulsados del país.

Su hermano Manuel María le facilitó desde Londres la consecución de libros para la biblioteca del seminario. En carta del 1 de abril de 1842 se lo agradecía:

Te las doy también y muy expresivas por el afecto con que miras mi Seminario, y por los libros que le preparas. Supongo que pueden estar a la fecha en camino, o tal vez en Santa Marta o Cartagena. Ya está avanzado el 2º de mi seminario y va andando regularmente, aunque no como yo lo deseara; pues no tengo hombres de las disposiciones que requiere un establecimiento de esta clase. Si hay paz, espero irlo mejorando sucesivamente.52

En 1842 hubo cambio de nuncio en la Nueva Granada. Monseñor Baluffi dejó el cargo a monseñor Savo. Manuel José esperaba que las relaciones con el nuevo nuncio fueran mejores que con Baluffi, pero pronto comprobó que no iba a ser tan fácil. En carta a su hermano Manuel María le confiesa:

El señor Savo continúa enfermo y no he podido tratarlo, pero entiendo que está muy unido con Baluffi, y es probable que siga la misma rara conducta. Su fisonomía nada me ha gustado: es desairado, falto de finura y algo tosco en su exterior. Juzgo que su misión sea verificar los informes dados por Baluffi y si no tiene tino para pulsar el país repetirá los disparates. En fin, veremos lo que muestra.53

La marcha del seminario lo tenía contento, consciente de las dificultades existentes. En carta a Manuel María le escribía:

Mi Seminario es lo único que marcha bien: el buen orden gana diariamente en el colegio; la moral de los jóvenes es buena. Cumplen con recogimiento y fervor los deberes religiosos, y si yo tuviera hombres más a propósito para las cátedras, haría muchos progresos; pero como todo es relativo en el país, se hace en el Seminario lo mejor que se puede, y a lo menos saldrá de él gente moral.54

En marzo de 1843 finalizó una visita pastoral a la provincia de Tunja.En el viaje de regreso, el día 11, en las cercanías de Gachancipá, auxilió al historiador José Manuel Restrepo, que acababa de sufrir un accidente en el caballo que montaba mientras se dirigía a Simijaca por motivos de salud. El arzobispo Mosquera lo auxilió para trasladarlo y alojarlo en la casa del cura de Gachancipá, y se encargó de avisar a la familia de Restrepo en Bogotá.55

Al llegar a Bogotá, Manuel José volvió a agradecerle a Manuel María la remisión de nuevos libros para el seminario: “Mucho tengo que agradecerte por el interés que has tomado en la remisión de libros, con lo cual me has hecho importantísimo servicio […] Me entregó Bunch el Atlas cronológico e histórico, que te agradezco infinito, porque me servirá para la instrucción del Seminario”.56

Las relaciones con el nuevo nuncio, monseñor Savo, no parece que fueran mejores que con el anterior, monseñor Baluffi. En carta a Manuel María le comentaba algunas impresiones:

Savo es también alhaja, aunque no tan preciosa como su predecesor: ya está haciendo mérito escribiendo mentiras para darse importancia; pero hasta ahora no ha dicho ninguna dañina. Su secretario abate Buscioni[57], pistoyano, es lo mejor que ha venido de Roma; no vale tanto como Valenci, pero es de mejor carácter.58

Desde finales de 1843, el arzobispo Mosquera tuvo que afrontar una pugna con el poder judicial neogranadino a raíz de la intrusión de la Corte Suprema de Justicia en una cuestión de jurisdicción eclesiástica como fue la suspensión del obispo de Panamá decretada por ese tribunal. Así lo relató en su diario José Manuel Restrepo el 18 de febrero de 1844:

Desde el mes de diciembre último se ha suscitado una cuestión delicada entre la Corte Suprema de Justicia y el Arzobispo de Bogotá. Por una queja de un clérigo de Panamá contra el Obispo de aquella diócesis, Monseñor Cabarcas, sobre el abuso de autoridad; la Corte Suprema, conociendo del negocio el señor Estanislao Vergara, declaró suspenso a dicho Obispo “del ejercicio público de su jurisdicción que autorizan las leyes” […] El Arzobispo reclamó enérgicamente esta resolución, manifestando, con razones convincentes, que la autoridad civil no había suspendido jamás ni podía suspender a los obispos de sus funciones episcopales, que son de derecho divino.59

La candidatura de Tomás Cipriano a la Presidencia de la República se convirtió entonces en otra preocupación más de Manuel José, como le escribía a su hermano Manuel María en octubre de 1843:

Nuestra República va regularmente y creo que podemos contar con el orden público durante la administración de Herrán. Ahora lo que yo temo es el aguacero de disgustos que me traerá la candidatura de Tomás, que no puede dejar de ser combatida, y que yo seré argumento de esos combates. Mi salud es buena en general; pero mis padecimientos de nervios se me han aumentado, parte por causas físicas, parte por causas morales. Entre éstas tiene mucha parte la candidatura de Tomás, que es cosa que me atormenta mucho. Sin embargo de todo, en diciembre saldré al campo, donde con baños y caballo espero ponerme bien.60

La controversia suscitada por la Corte Suprema de Justicia a finales de 1843, según comenta José Manuel Restrepo, fue el comienzo de malquerencias y críticas cada vez más agudas contra el arzobispo de Bogotá por parte de quienes vieron con malos ojos la actitud de apoyo al gobierno legítimo que adoptó Manuel José durante la guerra civil de Los Supremos (1839-1842); es decir, por parte de los derrotados en ella, que empezaron a llamarse “liberales”; algunos de estos veían en la actividad del arzobispo un renacimiento religioso en un país que ellos querían apartado de toda influencia eclesiástica.61

A pesar de las dificultades que Manuel José encontró para la llegada de los jesuitas a la Nueva Granada, los primeros religiosos de esta orden llegaron a Bogotá el 18 de junio de 1844, de donde habían salido expulsados ochenta y un años atrás.62

Ese mismo año, el arzobispo, junto con los demás obispos del país, presentaron una reclamación al Congreso muy bien fundamentada en argumentos jurídicos y teológicos, para salvaguardar los derechos eclesiásticos ante la intromisión de la Corte Suprema de Justicia en el caso del obispo de Panamá. El presidente Márquez suspendió momentáneamente la ley en la que se había fundamentado el fallo de la Corte Suprema de Justicia, pero esto no hizo sino retrasar el estallido de la tormenta que se venía incubando, porque, el 25 de abril de 1845, el nuevo presidente, Tomás Cipriano Mosquera, sancionó la ley que las cámaras legislativas habían aprobado, en contra del parecer del episcopado neogranadino y del santo padre Gregorio XVI, que en septiembre le pidió sin mayor éxito al general Mosquera la revocación de esa ley. Manuel José vio en esta reglamentación un futuro oscuro para la libertad de la Iglesia en la Nueva Granada, lo que comenzó a minar con fuerza su salud, “haciendo aparecer aquel grave mal del corazón que aumentándose con nuevas y mayores pesadumbres, lo llevó al fin al sepulcro” ocho años después.63

Sin embargo, a pesar de estos problemas, en 1845 el arzobispo Mosquera pudo separar el Seminario Mayor del Menor, dejando el Menor en manos de los jesuitas, y el Mayor en manos del clero secular, mejorando el profesorado y asegurando la rectitud doctrinal y moral en la institución, que era la niña de sus ojos desde que tomó posesión de la arquidiócesis de Bogotá diez años antes.64

En 1847, durante el mandato presidencial de Tomás Cipriano Mosquera, hermano de Manuel José, el Ejecutivo presentó ante el Congreso un proyecto de ley para suprimir los diezmos que pagaban los neogranadinos en sus parroquias para sostener el culto litúrgico de las iglesias y al clero, y sustituirlo por un impuesto que se pagaría al gobierno, y este asignaría un sueldo a los clérigos, equiparándolos a funcionarios públicos, como había ocurrido durante la Revolución Francesa en la etapa republicana. Ante esta medida, Manuel José informó al papa Pío IX de la situación y pidió consejo, además de protestar ante la Cámara de Representantes por el proyecto de ley que se debatía, ya que suponía una intromisión de la autoridad civil en el ámbito eclesiástico, y logró frenarlo.65

En octubre de ese año, las previsiones de Manuel José sobre los ataques de algunos políticos contra la religión en la Nueva Granada y sobre su futuro eran poco halagüeñas, como se desprende de la carta que le escribe a su hermano Manuel María:

La guerra sorda que me hacen a mí personalmente, a los jesuitas, a los dos Seminarios y a la Propagación de la fe, es guerra continua y que me causa daño. […] Y como la mayor parte de la gente piensa con lo que oye, cuando chispas adversas toman calor todos repiten lo mismo como cierto, lo admiten y produce la malignidad su efecto. Así es que en el triunfo de la oposición no sólo cuento con mi derrota, sino con mi ruina. Es muy concentrado el odio que toda esta gente me profesa, y con los malditos proyectos del Congreso de este año, que presentó el Gobierno, se me ha enajenado considerablemente parte del clero, y los frailes se han enconado más. Si todo parara en un extrañamiento sería para mi causa de un Te Deum, porque no me costaría mucho ir a vivir pobremente en cualquier parte donde se hablara español; pero antes de llegar a este caso me ajarán y humillarán a todo su gusto.66

El clima anticlerical que se respiraba entre algunos políticos radicales en la Nueva Granada iba in crescendo con el pasar del tiempo. Además, los vientos revolucionarios y, en algunos casos, antirreligiosos, que se desataron a partir de ese año en varios países europeos influyentes como Francia, Imperio Austro-Húngaro, Confederación Germánica, etc., llegaron con fuerza también a la Nueva Granada. Desde su atalaya, Manuel José podía discernir con conocimiento de causa la situación que se vivía, y prever el futuro a corto plazo. Así se desprende de las líneas que le escribe a su hermano Manuel María en febrero de 1848:

El porvenir es tristísimo; y más negro se ve cuando se echa la cuenta de los hombres que van subiendo a la escena pública, de las nuevas generaciones, que todos son impíos. No tenemos hoy esa impiedad de aturdimiento del tiempo de Colombia; pero con menos ostentación, es más profunda y sistemática. No hay remedio; el país se pierde, digan lo que quieran los que me tienen por melancólico y misántropo. No niego que estoy melancólico, y que me voy haciendo misántropo; pero no es por enfermedad, es por convencimiento; y a muchos les va sucediendo lo mismo, porque los desengaños que se reciben así lo requieren. Baste decirte que no hay hombre de quien confiar […] Bien poco agradable ha salido esta carta, pero así lo quiere el actual estado de las cosas. No creas que es pusilanimidad lo que hay en mí, sino convencimiento de que ya nada puede hacerse por los fatales elementos de que la sociedad se compone. El tiempo me vindicará, cuando se vea a qué extremos van caminando todos.67

En ese clima anticlerical, el gobierno no incluyó ese año en el presupuesto la partida prevista para las misiones que llevaban a cabo los jesuitas, que habían regresado cuatro años antes a la Nueva Granada con su beneplácito. Esto afectó incluso la salud de Manuel José, como le manifiesta a su hermano Manuel María, y lo llevó a plantearse la alternativa de renunciar a su cargo eclesiástico:

Vamos a vernos en grandes apuros para sostener a los jesuitas desde septiembre. González se negó a firmar el presupuesto con esta partida, y Osorio y Tomás cedieron; de modo que no lleva el presupuesto más que 4.000 pesos para fomento de misiones, de que casi nada podrá aplicarse a los jesuitas. El noviciado de Popayán que ofrecía buenas esperanzas va a verse sin medios de vivir. ¿Puede haber mayor canallada que negar el pan a los que fueron llamados por la legislatura? Ya puedes concebir lo que me haya afectado esto, que me ha herido de tal manera, que he estado dos semanas enfermo […] Yo he pensado mil veces en renunciar, y largarme a buscar un agujero donde acabar mis días ignorado de todos y en silencio absoluto. Sotomayor se me ha opuesto, y he suspendido mi resolución, pero persuadido como estoy de que ya nada puedo hacer, y de que cada día tendré más enemigos y menos fuerzas, creo prudente retirarme en tiempo. No puedes figurarte el estado de desunión y vinagrera en que está la República. Soy ya en ella un ente nulo, de manera que no hago más papel que de tener en mis manos una autoridad necesaria, y a cuyo ejercicio se ocurre también por mera necesidad, no porque dejen de mirarme mal todos los partidos, que juntos me sacrificarán el día del desorden. Así es que he ido cercenando mis relaciones y vivo encerrado devorando mis amarguras, y suspirando por hallar medio de salir de mi posición. Difícil es conseguirlo teniendo que luchar con el despacho en Roma para la renuncia, pero al fin querrá Dios otorgarme mis deseos.68

En el mes de agosto, a pesar del ambiente enrarecido en el país contra su persona y contra la Iglesia, Manuel José, accediendo a las sugerencias de su hermano Manuel María y de otras personas, le comunica que deja de lado la posibilidad de renunciar: “yo seguiré haciendo lo que pueda, para no faltar a mi deber; no llevaré adelante mi proyecto de renuncia”.Pero, previamente, le describe con mucho realismo la situación de soledad en la que se encuentra:

La cuestión se reduce a que estoy solo: me son adversos los dos cleros, con pequeñas excepciones; los partidos políticos me detestan, porque son pocos los que quieren la Iglesia, y en el resto hay una indiferencia fatal. La imprenta me da de cuando en cuando violentos ataques, y jamás ha habido un solo clérigo que me defienda: al contrario se celebran los ataques, y corren de palabra los que no llegan a la prensa. Solamente Ignacio Gutiérrez en “El Día” me defendió contra Obando, y mi familiar Torres en “El Progreso”. Un arzobispo que tiene cerca de 500 clérigos y siete conventos de frailes, y no cuenta entre todos con apoyo, ¿puede servir para algo? ¿Qué es lo que puede hacer? Nada más que seguir la rutina. Crees tú que yo haría falta, si me separase; pero esto es equivocado, porque en el estado de desprecio y odiosidad general en que me encuentro, no puedo ser útil, mucho menos necesario; antes bien la Iglesia será más atacada por odio a mí que por impiedad, y los ataques hallarán eco en el clero por la esperanza de salir de mí. Mis delitos con el clero secular y regular son: 1º El restablecimiento del Seminario y cobro del tres por ciento; 2º La traída de los jesuitas, y 3º Mi independencia, gobernando por mí sólo sin empeños, ni dejarme influir.69

A comienzos de 1849 le escribía a su hermano Manuel María sobre la persecución que se estaba llevando a cabo contra los jesuitas, que finalmente concluiría al año siguiente con una nueva expulsión de estos religiosos del país:

Aquí con una libertad de licencia intolerable, se prepara una persecución contra los jesuitas por el Congreso, y sabe Dios qué más se proyectará contra la Iglesia. No nace mi temor de la mala voluntad de los impíos solamente, sino de la enemiga de los clérigos y frailes, que atizan y apoyan todo lo que es contra los jesuitas y contra mí. Estamos en crisis bajo muchos aspectos, y como no hay sanción moral, ni más móvil que pasiones innobles, es más de temerse cualquier resultado.70

En abril de 1849, al subir José Hilario López a la Presidencia de la Nueva Granada, después de una elección marcada por la violencia, y con él el llamado partido liberal, que contaba no solo con gente equilibrada, sino también con otros elementos radicales que prevalecieron sobre los primeros, el presidente emprendió políticas que promovían con más fuerza la sujeción de la Iglesia al Estado. El arzobispo Mosquera emprendió una campaña en favor de la Iglesia, y ese mismo año creó el periódico El Catolicismo, como órgano de expresión de la curia bogotana. Se entabló una fuerte pugna con el Congreso y el gobierno nacional por la provisión de oficios eclesiásticos por parte de las autoridades civiles, sin sujeción a las reglas canónicas.

Consciente de lo que se le venía encima, en marzo le escribía a Manuel María:

López ofreció molestarme hasta obligarme a salir del país, y no dudo que lo cumplirá. El número de enemigos que tengo es infinito y los que se llaman mis amigos sólo sirven para compadecer mi situación: nadie hace nada por mí. Cada día es peor mi situación y no le veo más remedio que dejar el puesto y sepultarme en un agujero. El tiempo mostrará lo que deba yo hacer.71

Dos meses después de la toma de posesión de José Hilario López como presidente de la república, el 2 de junio de 1849 sancionó una ley en la que los diezmos de la Iglesia pasaron al erario del Estado, que se ocuparía de pagar un sueldo a los sacerdotes.72 Esta nueva intromisión de la autoridad civil en cuestiones eclesiásticas, contra todo derecho y sin tener en cuenta a la Santa Sede, pretendía controlar al clero y a las autoridades eclesiásticas dentro de la política regalista instaurada en la década de los veinte, heredada de la Corona española, e impulsada por las doctrinas galicanas de la revolución francesa, que pretendían establecer iglesias nacionales bajo control del Estado, desgajadas de la Iglesia católica.

El 12 de agosto de 1850 envió una carta de protesta al secretario de Gobierno, Manuel Dolores Camacho Ulloa, por la expulsión de los jesuitas decretada por el presidente José Hilario López el 21 de mayo de ese año. Comenzaba en estos términos:

En los aciagos momentos que corrían en 21 de mayo del presente año, elevé al Poder Ejecutivo una nota relativamente a la alarma en que estaba esta ciudad por el rumor de que iba a expedirse un decreto expulsando a los padres de la Compañía de Jesús; y las comedidas palabras en que mi nota fue concebida, no dejaron de manifestar cuan contrario a las garantías individuales consideraba yo semejante acto. En el mismo día recibí la contestación acompañándoseme la pauta extraordinaria que contenía el anunciado decreto de expulsión, y la proclama del Ciudadano Presidente. Si el decreto solamente era en efecto contrario a la Constitución y a las Leyes, los términos en que apareció concebido no dejaron la menor duda sobre ello; y yo quedé convencido con su lectura que en los jesuitas expulsos quedaban heridas nuestras garantías como sacerdotes católicos, y amenazadas las que tenemos como ciudadanos. Lo crítico de las circunstancias por la excitación en los ánimos, aconsejaba entonces no adelantar reclamación ninguna, a fin de minorar las causas de alarma, y dejar que el tiempo, ya que no curase, templase a lo menos lo acerbo de la pena. Dando lugar a otra ocasión más oportuna para hablar y ser oído.

Tal ha sido la causa del profundo silencio que he guardado en esta materia desde el 22 de mayo; pero como Prelado, pastor y Maestro de la grey que Nuestro Señor me ha encomendado, tengo sagrados deberes que llenar; y para satisfacer a ellos es que elevo mi voz al Supremo Gobierno hoy que, estando ya los padres Jesuitas fuera de la República, cesa el tiempo del silencio.73

La carta, muy ponderada pero firme, aduce las razones inconstitucionales de esa expulsión, así como la falta de fundamento de la acusación del presidente López, que calificó de letal y corruptora la influencia de la doctrina del jesuitismo. El arzobispo de Bogotá argumentó al gobierno en los siguientes términos:

Obligado por mi propio oficio de Pastor, Maestro y Prelado de la religión en mi Arquidiócesis a conocer y saber estas cosas, yo declaro y justifico delante de Nuestro Señor Jesucristo Juez de vivos y muertos, y que me ha de juzgar a mí, que la doctrina de los padres de la Compañía de Jesús en esta arquidiócesis ha sido de todo punto intachable, perfectamente conforme a la enseñanza de la Santa Iglesia Católica; y que así en el ministerio sacerdotal, como en el profesoral, siempre han dado una enseñanza ortodoxa, moral y provechosa a los hombres para su bienestar espiritual y temporal, con arreglo a la máxima del Apóstol, que llevaban haciendo ver prácticamente que “la piedad sirve para todo, como que trae consigo la promesa de la vida presente y de la futura”. Seguro estoy de que no podrá presentarse una sola doctrina que inculpe a los jesuitas en la Arquidiócesis, sea en los ministerios sacerdotales, sea en el profesorado: los hechos del copioso fruto recogido en las misiones y en el ordinario ejercicio del ministerio, como en la educación de la juventud prueban lo contrario. La piedad y la acendrada ortodoxia de los pueblos así lo proclaman, no sólo en la Arquidiócesis, sino en las cuatro diócesis donde los jesuitas han evangelizado; y lo que es más, mis venerables hermanos comprovinciales me lo han testificado diferentes veces. El juicio del Episcopado Granadino y el aplauso del pueblo católico forman un testimonio irrecusable, que justifica completamente a los padres jesuitas ante el mundo católico.74

José Manuel Restrepo Vélez escribió por esas fechas:

El partido rojo detesta al Señor Arzobispo porque no apoya sus demasías. En odio suyo erigieron el nuevo obispado de Boyacá, compuesto de las provincias de Tunja, Tundama, Vélez, Socorro y Casanare. También le han rebajado el sueldo de 8.000 pesos [anuales] que gozaba a 5.000 por una ley que aún no se ha publicado. El diputado Alfonso Acevedo, de la Cámara de Representantes, es el enemigo que más se encarniza en perseguir y molestar al Señor Arzobispo. El partido rojo quiere fastidiarlo hasta lo sumo para ver si da motivos de expulsarlo. El Señor Mosquera opone a todo una paciencia evangélica, aunque sin faltas a su deber.75

Los ataques a la Iglesia y a su representante en Bogotá, el arzobispo Mosquera, se recrudecieron en 1851. De una parte, algunos miembros del Congreso intentaron acabar con el seminario de Bogotá, incorporándolo de nuevo al Colegio Nacional de San Bartolomé, regido entonces por el Estado, desgajándolo de la jurisdicción del prelado, y quitándole todos sus bienes y rentas. De otra, pretendían instituir y consagrar obispos sin autorización del papa, elegir popularmente a los obispos y párrocos, instaurar el matrimonio de los sacerdotes, el matrimonio civil, y hacerse con todos los bienes eclesiásticos.76

Manuel José empleó con firmeza todos los recursos jurídicos a su alcance, con argumentaciones sólidas, fundamentadas en la Constitución y en las leyes de la república, así como en el derecho canónico, para defender los derechos de la Iglesia frente a los pretendidos abusos de algunos organismos y representantes del Estado, consciente de lo que esa batalla significaba para la nación, para las almas que tenía encomendadas, para su conciencia, y para su persona: “Yo no sólo veo en esto ataques a la Iglesia, sino un plan fijo para salir de mí, porque cuentan con mi resistencia, y la consiguiente expulsión. No temo esto, por mí, que aún me será saludable, sino por las consecuencias de mi Iglesia. Dios cuidará de ella.77

El proyecto de acabar con el seminario siguió adelante en la Cámara de Representantes. Sin embargo, el Poder Ejecutivo lo objetó cuatro días después, y quedó en suspenso hasta el año siguiente.78 No obstante, los hechos fueron por delante, como le contaba Manuel José al obispo de Cartagena el 7 de septiembre de 1851: “Ya no tengo Seminario, con motivo de los movimientos lo hicieron cuartel, y no se desocupará jamás. En el Congreso se consumará el despojo de los principales y otras cosas que aún existen. Todo corre a la barbarie”.79

Frente a las protestas mesuradas y razonadas del arzobispo, fueron adelante otros proyectos de ley en el Congreso durante los meses de mayo y junio. A finales de junio de 1851, le escribía al obispo de Cartagena Pedro Antonio Torres:

Yo he pasado la protesta al Gobierno en los términos que verá usted en la copia que le incluyo […] ya no es posible que guardemos silencio y dejemos que se desnaturalice la Iglesia en la Nueva Granada sólo porque así lo quieren gentes sin fe. Estoy resuelto a sufrir todo lo que venga sobre mí por estos pasos porque son necesarios y obligatorios en conciencia. Es probable que mi protesta sea pasada a la Corte Suprema para que me juzguen; pero yo no haré más defensa que repetir “Non licet” y “Non possumus”. He dado cuenta al Papa de todo esto acompañando copias, y desde luego no se quedará callado Su Santidad, sino que de su parte reclamará y protestará. La opinión nos es favorable, porque se despierta la fe con estos acontecimientos; y aún cuando no lo fuera, el deber ante todo.80

Todo este combate en defensa de los derechos de la Iglesia fue resquebrajando la salud de Manuel José Mosquera, que ya desde 1849 venía con problemas en el hígado, como le comunicaba entonces a su hermano Manuel María.81 Sin embargo, a mediados de julio, su salud se agravó. En carta al obispo de Cartagena el 14 de julio le escribía:

Mi salud no es buena: sufro constantemente del hígado; especialmente por las noches, de modo que para pasado mañana me ha prevenido una sangría el doctor Cheyne, si continúo en estas noches como en las anteriores, que sufro dolores fuertes con fiebre y mucha meteorización. El remedio principal sería Fusagasugá; pero el estado de las cosas no me permite salir. Será lo que Dios quiera.82

Un día después Manuel José enfermó gravemente. En septiembre, algo repuesto, le comunicaba al obispo de Cartagena:

Al fin puedo hoy escribir a usted, ya convaleciente de la grave y peligrosa enfermedad que me rindió el 15 de julio, y me tiene muy débil y sin cabeza para ocuparme en mi oficio. La Providencia quiso que el doctor Cheyne estuviese en pie, y me salvó, aunque a costa de bastante sangre y otros remedios fuertes. Vivo, y ahora me voy a Ubaque a convalecer, para ganar alguna fuerza con que hacer frente a los trabajos que preveo.83