Épocas militares de los países del Plata - Eduardo Acevedo Díaz - E-Book

Épocas militares de los países del Plata E-Book

Eduardo Acevedo Diaz

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Épocas militares de los países del Plata compendia estudios históricos que Acevedo Díaz realizó sobre varios pasajes fundamentales de principios del siglo XIX. A pesar de su título, el libro incluye bastante más que descripciones bélicas: se ocupa minuciosamente de aquel período posterior a la Independencia, lleno de convulsiones sociales y de fronteras inestables en ambas orillas del gran río. Así, en sus páginas se tocan temas como las invasiones inglesas; las luchas, pactos e intereses cruzados entre referentes de la talla de Artigas y los caudillos del Litoral; la Campaña del Brasil; el exterminio de los charrúas (que el autor también abordara en sus ficciones), y varios más.

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Seitenzahl: 461

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Eduardo Acevedo Díaz

Épocas militares de los países del Plata

DE LOS PAISES DEL PLATA

[PRIMER TERCIO DEL SIGLO XIX.]

SEGUNDA EDICIÓN

Saga

Épocas militares de los países del Plata

 

Copyright © 1911, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726602289

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.#REF!

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PROEMIO

Los trabajos de carácter histórico que subsiguen, relativos á distintas épocas, se refieren á algunos sucesos notables de la vasta región del Plata durante las guerras de independencia y primeras luchas de vida institucional. No ha de buscarse entonces en ellos la cohesión obligada de una narración compleja, sino una corta serie de episodios culminantes de índole militar como jalones que señalan largos espacios á recorrer en la historia política de dos pueblos, á los cuales vinculó siempre un destino solidario.

Varios de esos relatos han visto la luz ha bastantes años en periódicos y revistas americanas; pero considerando de interés su reproducción, hemos creído oportuno reunirlos en volumen, corregidos y depurados de errores consiguientes á su primera publicidad.

Fundados en datos tan fidedignos como imparciales, según podrá deducirse por su procedencia y citas respetables, todo nuestro propósito ha consistido en sustraerlos al extravío y al olvido que á las publicaciones aisladas ó dispersas cabe en suerte.

En su conjunto comportan una contribución á la historia de los países del Plata sobre determinados acontecimientos del primer tercio del siglo xix , y sobre el carácter y tendencias de personalidades resaltantes en la política, en la diplomacia y en las armas durante ese período.

Se leerá en ellos con frecuencia, el juicio culto y circunspecto de uno de los actores en los sucesos, acaso de los pocos bien preparados por su ilustración y rectitud para emitirlo sin reservas muchos lustros después.

En esa autoridad reposa el contexto de lo que va á leerse, exceptuando otros informes con que hemos creído conveniente complementarlo, dada la seriedad de su origen, y nuestras observaciones particulares en cada caso digno de especial atención.

 

Roma, á 11 de septiembre de 1910.

I EL REAL DE SAN FELIPE

INGLATERRA EN EL PLATAAÑO VI

I EL REAL DE SAN FELIPE ( 1 )

INGLATERRA EN EL PLATA ( 2 )

Año VI

 

la segunda expedición inglesa.—sir samuel achmuty.—su ejército.—arribada á maldonado.—las tropas del cabo.—plan de ataque á montevideo.—k la vela.—desembarco entre la isla de flores y la costa del este.—actitud del marqués de sobremonte.

guarnición del real de san felipe.—cifras exactas.—la caballería del virrey.—pascual ruiz huidobro.—primera escaramuza.— una carga de la infantería ligera.—la salida.—un ardid de guerra.—la emboscada fu-

nesta.—batalla del cardal.—maciel.—el escuadrón de nativos.

la escuadra acoderada y los trenes de batir. — bombardeo simultáneo.—el talón del gigante.—la brecha.—doscientos cañones en acción.—angustias de la plaza.—parlamento rechazado.—el refuerzo de arce.—el lienzo del sudeste y el cubo del sur.

al asalto en cinco columnas.—episodio heroico de la brecha.—el 36 inglés.—cuerpo á cuerpo al pie del baluarte.—húsares y voluntarios de carlos iv.—muerte de mordeille, comandante de los húsares, y de los coroneles ingleses dalrimpe, vassal y brownrigg, jefes del 40, del 36 y del cuerpo-rifles.―nicolás de vedia.—el cañón de la ciudadela.—epílogo sangriento.

después del triunfo.—actividad comercial.— la estrella del sud.—causas de la invasión y planes de los estadistas ingleses.—sus efectos y proyecciones.—tema sociológico.

I

En la primera quincena del mes de octubre del año 1806, ignorábase aún en Londres la reconquista de Buenos-Aires; y el día once partió de las costas británicas una expedición de tropas escogidas, en número de cuatro mil cuatrocientos soldados á las órdenes del brigadier general sir Samuel Achmuty, trayendo por convoy el navío «Ardent» y tres buques más de guerra al mando del contralmirante Sterling.

Este experto marino venía á hacerse cargo de todas las fuerzas navales en el río de la Plata, retirándose el almirante Popham á Inglaterra, donde debía ser sometido á un proceso.

Sir Samuel Achmuty era un soldado virtuoso, espíritu liberal y sólida cultura.

Oriundo de Nueva York, é hijo de un cura de parroquia, por lo que sus primeros estudios fueron teológicos, este ilustre soldado figura en su juventud como voluntario y gana el grado de alférez en la batalla de Long Island.

De Norte América pasa con el regimiento número 52 á los ardientes climas de la India, rudo teatro de veteranos y de héroes, y hace la ardua campaña del Misore con brillantes pruebas de pericia, de actividad y de valor. En presencia de esas aptitudes nada comunes, lord Cornwallis le nombra brigadier de las tropas de Bombay, y luego por algunos años, desempeña el cargo de ayudante general del Indostán tres antes de expirar el siglo. Regresa á Inglaterra en 1799 con el grado de coronel, sale para el mar Rojo, y en el cabo de las Tempestades se le da el mando de una brigada, con la que marcha á Suez para incorporarse á sir Baird que allí se encuentra con las fuerzas de la India. Atraviesa áridos desiertos y entra en tierra de Egipto, donde se le honra con nuevo puesto distinguido. Vuelve á Londres en 1806, cuando llegaba la nueva de la conquista de Buenos-Aires por el general Beresford. Recibe entonces orden de marchar á ese destino con un refuerzo, y á su arribo al Plata, se informa del gran desastre de su compañero de armas.

El fuerte isleño no sufre nada en su temple ante la gravedad del hecho. Piensa por el contrario que es preciso atenuar los efectos de la derrota con una victoria profícua. Es hombre capaz de afrontar las aventuras de epopeya, velando por el honor de su causa. Se penetra y mide los alcances de la empresa, de la empresa difícil y temeraria para otro capitán que, como él, no hubiese paseado la bandera de su patria por todas las zonas del mundo.

Invita al contralmirante Sterling que lo acompañe á ganar laureles en cambio de los perdidos, tomando por asalto al Real de San Felipe; y dispone que las tropas del Cabo, al mando de Backhouse, que vivaquean en Maldonado en rededor de la batería de la Ballena, engrosen su columna de ataque.

Esta resolución tenía algo de romancesca; pero era propia de quien había recorrido á pie las asperezas de Norte América, en elefante las comarcas misteriosas de la India, en camello los desiertos africanos y las llanuras del Egipto, y en navíos de línea casi todos los mares del globo.

Ahora, siempre en pos de proezas gloriosas, se prestaba á montar á caballo en tierra de charrúas.

Confiaba en su estrella, abrigaba la fe del puritano, esa fe que ha operado prodigios y realzado la vida humana en la comunión de la virtud y del trabajo.

Los jefes y oficiales que le acompañaban no desmerecían de las calidades de su general, formando un conjunto bizarro, notable por lo armónico de su estructura y la cohesión del esfuerzo, tanto como por su severa disciplina.

La costumbre de la obediencia y el culto de la lealtad primaban en esas tropas selectas, y por eso aparecían más temibles en la hora de prueba para el Real de San Felipe.

Dejando una pequeña guarnición en la isla de Gorriti, el general Achmuty zarpó de Maldonado el día trece, y el quince echó su escuadra el ancla al este de la Punta de Carretas, entre la isla de Flores y la costa.

La fuerza de ataque compuesta de seis mil hombres, desembarcó en las playas del Buceo tres días después.

Figuraban en ese ejército los cuerpos-rifles al mando de Brownrigg y Troller; el de granaderos al de Campbell y Tucker; el regimiento 36 al de Vassal y Nuguent; el regimiento 40 al de Dalrimpe; el 87 al de Buttler y Miller, y el 17 de dragones ligeros; dos destacamentos de igual arma del 47; una compañía del 71, y un cuerpo de gentes de mar á las órdenes de Lumley.

Cuando las naves de línea y transportes se aproximaron á la costa, el virrey Sobremonte al frente de toda su caballería, ochocientos infantes y ocho cañones, marchó á impedir el desembarco; pero estas fuerzas puestas luego por dicho jefe á las órdenes del coronel Allende, limitáronse á formar en una loma distante próximamente media legua de las costas.

El virrey sin decisión ni iniciativa, como esperándolo todo del acaso y nada de la bravura militar, se resignó así á observar á tres mil metros de distancia, el desembarco de las tropas inglesas y el desfile de sus lucidos regimientos.

Con aquella oleada fosforescente de aceros y de bronces, venían propósitos é ideales muy distintos á la costumbre hispano-colonial; prospectos de porvenir más liberales que los impuestos á la raza por leyes caducas; fuertes ambiciones de ensanche y energías creadoras que ofrecían trasformar en mercado positivo el fabuloso Eldorado, y en fecundo como libre agente de producción el esfuerzo del hombre.

Hasta cierto punto, la invasión causó perplejidad.

El virrey con su ejército, no se opuso á que las naves de guerra se aproximasen á las playas y depusieran en tierra su poderoso cargamento. Rifles, granaderos, cazadores, dragones, piezas de grueso calibre, sacos de pólvora y de balas, armones y rodajes, fusiles de repuesto, pesados morteros, fuerte marinería ocuparon las colinas y quebradas entre sones de trompetas, tambores y charangas. Uno de los barcos unía á los ecos el estruendo de su artillería.

Sin duda aquellas salvas arrancaron de su especie de estupor á los hombres de armas que permanecían inmóviles en las lejanas lomas, porque al fin se produjo una ligera refriega en las avanzadas.

No se blandió una lanza. La caballería con los cañones, quedóse en alturas apartadas, y los infantes españoles se retiraron á sus murallas.

En la primera de estas armas, no se había alistado sino un corto grupo de nativos.

II

La guarnición de Montevideo preparada desde el año anterior para la defensa, se componía de cuatro compañías del regimiento El Fijo; tres de dragones también de línea, de Buenos-Aires; ciento ochenta artilleros veteranos; un cuerpo de artillería de milicia; un batallón de infantería del mismo rango; otro recién formado con el título de voluntarios de Carlos iv , al mando del mayor Nicolás de Vedia; un cuerpo de húsares llamado de Mordeille ( 3 ) organizado con las tripulaciones de los corsarios«Reina Luisa» y « Oriente», en su casi totalidad franceses; una legión de Miñones catalanes; otra de voluntarios de nueva creación, sin disciplina; y alguna fuerza de marina habituada á la pelea.

Entre veteranos y bisoños, infantes, artilleros y marinos, alcanzaban á sumar dos mil cien hombres de combate distribuídos en la ciudadela, ángulos, cubos y bastiones.

Incluídos los reclutas y voluntarios de artillería, era escasa la fuerza de esta arma para el servicio de ciento ochenta piezas de grueso calibre, culebrinas y falconetes que coronaban las murallas.

La caballería, que se encontraba fuera de ellas, constaba de dos mil trescientos hombres de milicias cordobesas y paraguayas al mando de los coroneles Allende y Espinola.

Comprendía esa columna un escuadrón de voluntarios de la provincia y un destacamento del cuerpo de blandengues. Acampaba en su mayor parte en las lomas adyacentes á la Punta de Carretas, y el resto en sitios inmediatos al portón del Sur.

Estas milicias eran las que el virrey Sobremonte había reunido en Córdoba con el fin de socorrer á Buenos-Aires en su conflicto; las que, una vez en marcha, destituído el virrey por «inepto y pusilánime» á exigencia del pueblo ante la junta de notables instituída, y suplantada por Liniers, viéronse en el caso de pasar á la banda oriental con su jefe á la cabeza y de incorporarse á la guarnición de Montevideo.

Explícase así la presencia de elementos tan heterogéneos en tan apartada zona; elementos que, á sus diferencias de origen, adunaban una indisciplina incorregible y ninguna instrucción militar.

Los nativos, ó «tupamaros» por ironía, á quienes se tenía alejados de la vida colonial activa y que en el período aciago y dramático á que nos referimos, no daban muestras de grande inquietud ó zozobra, estaban representados en la caballería por un grupo reducido de voluntarios.

Este pequeño grupo, como se verá en seguida, fué la única fuerza á caballo que se atrevió á cargar sobre la robusta unidad de combate inglesa, aun en medio de su triunfo.

Mandaba la plaza, como sucesor de Bustamante y Guerra, Pascual Ruiz Huidobro, militar pundonoroso, de noble pasión por su causa y su bandera, y capaz por sus aptitudes de dirigir con brillo la defensa.

III

Al siguiente día del desembarco, el ejército inglés avanzó hacia el Cardal.

Llamábase así la zona que se extiende al sudeste del oratorio conocido por El Cristo, entonces despoblada por completo, cubierta de cardizales y surcada de hondonadas profundas. Uno que otro maizal á cuadros dispersos rompía la monotonía agreste del terreno, inadecuado para la maniobra de la caballería.

En estos sitios, que no dominaba el cañón de la ciudadela—ó fortaleza de San Felipe—que ese nombre tenía, los invasores se apoderaron de pocos caballos, y de algunos vecinos para que les sirvieran de guías.

Desde el alba, la caballería de la plaza había formado á su frente en dos alturas algo apartadas, con los cañones, los cuales abrieron fuegos contra las avanzadas de cazadores ingleses.

Los isleños marcharon en tres columnas hacia el sitio indicado: la derecha bajo las órdenes del general Lumley, la izquierda á las del coronel Browne, y la reserva á las de Backhouse.

La primera fué atacada por la caballería, sin éxito.

Siguiendo en su avance todo el grueso, recibió un vivo fuego de tercerola y metralla á la distancia, con pérdida de algunos hombres.

El general Achmuty cayó al suelo, muerto su caballo.

De pie, é ileso, mandó cargar á la bayoneta sobre la artillería española.

Esta carga de frente, fué llevada por un batallón de cazadores al mando de Brownrigg, quien llegó hasta la boca de los cañones, apoderándose de uno, y compeliendo al repliegue á las fuerzas de la plaza. La caballería quedó en las lomas.

Todo el ejército español formó entonces en la plaza de la Matriz y calles convergentes, para salir en busca del enemigo, confiándose su mando al brigadier Lecoc y á don Javier de Viana, como mayor general.

Pero, en los preparativos se pasó la tarde y transcurrió la noche, hasta romper el día veinte que encontró ya á las tropas en condiciones de marcha.

La caballería se dirigió por la derecha hasta una distancia de veinte cuadras de la plaza, é hizo alto en el espacio intermedio del Cordón y la costa Sud.

La infantería salió á las cuatro de la mañana en una sola columna por el portón de San Pedro, á tambor batiente y banderas en alto, y tomó el camino de la Aguada para evitar el nutrido fuego de varios buques de guerra que batían la cuchilla que va de la ciudadela al Cordón. Al llegar á la casa de Muiños efectuó una conversión hacia El Cristo, lo dejó á su izquierda y varió de dirección, desfilando por un camino que estaba detrás de ese oratorio.

Por este movimiento, enfrentóse la columna con el ejército inglés que se hallaba formado media legua más adelante.

La vía por donde marchaba la columna española al son de sus músicas militares, era de catorce á diez y seis metros de anchura, cerrada por cercos de quintas, zanjas y hornos de ladrillo á sus dos flancos.

En medio de ella estaban las avanzadas del enemigo compuestas de cuatrocientos hombres de varios cuerpos.

Los españoles vinieron al choque, acometiéndolas con tal bizarría, que el coronel Browne desde el ala izquierda vióse en el caso de enviar gran parte del regimiento 40 á las órdenes de Campbell en protección.

Esas compañías cargaron la cabeza de la vanguardia y recibidas con igual bravura, retrocedieron al fin un corto espacio.

El 40 tuvo que lamentar la muerte del oficial Fitz Patrick, quién afírmase, expiró exclamando: dulce et decorum est pro patria mori.

A vista de lo que ocurría al frente, el grueso español hizo un alto por breves momentos; mas bien pronto continuó su marcha sin nueva etapa hasta una distancia de una milla pasado El Cristo, en cuyo punto se hallaba interrumpido el camino por una gran quinta con extenso maizal muy crecido y denso.

Entre esas espesas gramíneas, de emboscada, se había echado vientre á tierra parte de la infantería inglesa sin que hubiese sido descubierta por las partidas de vanguardia, que al llegar allí, tomaron la vía de la derecha siguiendo las del enemigo.

La emboscada era temible: dos cuerpos de rifles y un batallón de infantería ligera, formando un total de mil quinientos hombres.

Así que esta tropa escogida se puso en pie, decirse pudo que la batalla estaba perdida al iniciarse.

IV

Cuando la columna española, precipitada por su propio ardor é ignorante del peligro que había de romper su unidad y su nervio, llegó á la calle traviesa y á trecho de quince ó diez y ocho metros del maizal, el enemigo abrió de improviso un fuego graneado tan vivo, que cayeron casi enteras las primeras mitades como derribadas por un ciclón.

Las que seguían ocuparon en el acto los huecos con serenidad y extremo coraje, quedando igualmente exterminadas en pocos minutos.

En el suelo se removía un gran montón de heridos y moribundos estorbando el avance.

No siendo posible el despliegue, ni evolución ordenada alguna en medio de aquella lluvia de proyectiles disparados á quema ropa, al punto de que formaban con la humareda compacta atmósfera los tacos ardiendo, y rota la fibra de la infantería española asi fusilada de frente, se desordenó la columna, rompiéronse las filas, se hizo una agrupación informe, estrujáronse bajo mil plantas cadáveres y heridos, y todos se lanzaron fuera de la funesta angostura en que morían sin defensa. Las voces de mando se perdieron en el tumulto.

Fué tan terrible el conflicto, que, no pudiendo los hombres correr por estorbarse los unos á los otros en el reducido sitio donde una imprevisión fatal los había arrojado, se separaban con rudo esfuerzo de la masa viviente en que se hundían las balas como en una inmensa esponja, y se precipitaban en las zanjas de las quintas, sucumbiendo allí todos á bayoneta, esgrimida de un modo implacable.

Otros, rendidos por la fatiga y el cansancio en uno de los días más ardientes de aquella estación, no pudiendo avanzar sino al paso, eran con facilidad alcanzados por el acero enemigo que los atravesaba inermes en tierra.

Entre muchos, cúpole ese fin al capitán de milicias Francisco Antonio Maciel, fundador del hospital de Montevideo.

La tragedia tuvo caracteres pavorosos.

Se mató hasta con golpes de culata. Del sitio de la emboscada al Cordón ( 4 ), un trecho corto, la carretera quedó sembrada de sangrientos despojos. Se llegó á este lugar casi en torbellino, mezclados y confundidos todos los cuerpos, acosados por el cañón cargado á metralla, sin voz de mando, sin toques de ordenanza, sin resistencia y sin alientos.

Detrás de la deshecha columna quedó un reguero de armas, cananas y morriones.

Aunque nadie mordía el cartucho, empujados hacia el recinto amurallado por una borrasca de sangre y plomo, bajo un sol abrasador, uno que otro rasgo denunció el temple de raza. Un sargento se batió á bayoneta junto á una zanja hasta caer exánime. El porta Bianqui, herido en una pierna se arrastra entre el tropel, arranca del asta la bandera, la oculta en su pecho y la salva, salvándose él mismo como en alas de aquel viento de muerte.

En este gran desastre, la infantería española dejó seiscientos cadáveres á lo largo de la nefasta carretera que barría la metralla en casi toda su extensión.

La caballería que había quedado á retaguardia, hacia el flanco derecho, y que desde el día anterior se hallaba cerca del antiguo caserío de los negros, no tomó parte en la acción; y dejando abandonada á la infantería desde el comienzo hasta el final del luctuoso drama, huyó por la capilla de Pérez á la campaña con el marqués de Sobremonte á la cabeza ( 5 ).

La artillería, que estaba en desproporción con el efectivo del ejército, pues constaba de diez y siete piezas, quedó también á retaguardia, excepto dos cañones de á ocho pertenecientes al cuerpo de húsares, que no tuvo oportunidad de utilizarlos en un terreno tan irregular como el del combate, y sobre todo en una acción en que se obró sin plan, ó si lo hubo, quedó interrumpido, por completo trastornado por la sorpresa y la confusión enorme causadas por la emboscada.

A pesar de esto, diez y seis piezas volvieron al recinto, quedando una sola en poder del enemigo.

A la salida de la carretera por donde se retiraba la infantería dispersa, existía un campo algo extenso. Los jefes y oficiales con la palabra, con el ruego y por fin con la acción, consiguieron detener allí tresçientos de los voluntarios de Carlos iv , de los húsares y de otros cuerpos, con dos cañones de á ocho.

Hicieron frente á los rifles y granaderos.

Cuando rompieron el fuego, la retaguardia de la columna de caballería iba desfilando al trote á menos de tres cuadras de aquéllos.

Varios oficiales gritaron que viniese en su auxilio, en un terreno en que sus escuadrones podían maniobrar con algún éxito.

Este llamado supremo á la lealtad y al deber no tuvo eco en aquella tropa colecticia, que prosiguió su marcha, mirando con indiferencia morir á los infantes en su postner esfuerzo. Lejos de manifestar anhelos de socorrerlos, apuraron los caballos para alejarse cuanto antes de su vista y de la metralla inglesa.

Sólo un capitán ya anciano de voluntarios uruguayos, que formaba parte en la extrema retaguardia, respondiendo á la voz del honor y acaso á la costumbre del peligro, se lanzó con bizarría al punto en que se peleaba.

Era un hombre fuerte y ágil á pesar de sus años. Su resolución entonó las fibras, arrancando voces de entusiasmo.

Pero, aun no había acabado de formar sus valerosos escalones en batalla, por el flanco derecho de la infantería, cuando una bala de rifle le rompió el cráneo.

Dos de sus oficiales y varios de sus soldados sucumbieron también bajo múltiples descargas de fusilería. El resto de aquellos bravos jinetes tuvo que dispersarse, al mismo tiempo que los infantes abandonaban el punto, impotentes para resistir el empuje.

En el sitio quedaban treinta muertos y heridos. En este episodio, el corto escuadrón uruguayo no volvió grupas sino después del toqúe de retirada.

Esta se efectuó en orden por parte del nesto de la infantería, que logró penetrar á la plaza con los dos cañones.

Los rifleros ingleses continuaron la persecución en todas direcciones, llegando hasta á diez cuadras de las murallas.

El eco de sus fanfarrias levantó gritos de cólera en los bastiones. Eran ésos los preludios de otra lucha sin cuartel, con el cinturón de granito por parapeto, y el ansia extrema del desagravio como medida de esfuerzo.

V

La derrota del Cardal privó á la plaza del concurso de setecientos hombres caídos en ella; y de dos mil trescientos que el virrey arrastró en su fuga. Tres mil combatientes eliminados en un solo día aciago.

La guarnición quedó reducida á mil trescientos escasos.

Con tales elementos, Ruiz Huidobro se preparó á la defensa, infundiendo el ánimo en los baluartes con su espíritu viril.

No fué tarea penosa la de retemplar hombres familiarizados con la lucha; los había de energía indomable en el recinto, capaces del sacrificio heroico por temperamento y por hábito.

Dentro de una plaza expresamente formada para la resistencia, con su cinto de sólidas murallas y poderosa artillería, sin más regla que la disciplina severa ni otra ley que la ordenanza militar, el hecho no sorprende: los hombres solían excederse á sí mismos en la emulación del valor y en el cumplimiento del deber.

El desastre, con ser de una magnitud asustadora y de trascendentales consecuencias, no abatió el temple de los pocos que sólo habían sufrido de un modo indirecto; la moral no se alteró por el pánico, que hizo irrupción de extramuros como una ráfaga fatídica; cerráronse los portones; echóse mano á las armas con potente brío y se esperó el ataque en disposición de extremar todos los recursos para repelerlo.

Al cuarto de alba del veinticinco, las avanzadas británicas se situaron en la quinta de Massini. en el Cordón, y en la de las Albahacas en la Aguada, reforzándose el grueso con un cuerpo de ochocientos marinos y piqueros al mando del capitán Donelly.

Durante tres días se sostuvieron recias guerrillas apoyadas por las cañoneras, á fin de proveer de agua á la plaza; pero no pudiendo esto conseguirse, y experimentando las tropas sensibles pérdidas en ese inútil empeño, hiciéronse cesar los ataques diarios, y desde entonces se trajo el agua en lanchas de la costa del Cerro, así como la carne y otros víveres.

El sitiador levantó una batería en la Aguada contra las cañoneras, sostenida por gruesos destacamentos de infantería, quedando completamente cerrada la plaza por la parte de tierra.

Pocas horas después, la artillería inglesa abrió fuegos contra los baluartes.

Estos fuegos se hacían simultáneamente por dos baterías de cañones y morteros construídas durante la noche, y por once buques de guerra entre fragatas, corbetas y bergantines acoderados frente al cubo del sur.

La escuadra batía con más de cien cañones el interior de la fortificación por el flanco derecho, causando sus balas y bombas considerables bajas en el recinto.

Fué aquel un cañoneo destructor que duró cuarenta y ocho horas.

Los proyectiles entraban sin tregua, pesando algunos de ellos gran número de libras; el estruendo era formidable; inmensas humaredas cubrían la costa y envolvían en su espeso celaje los bastiones del este y sur; el ruido de las trompas y tambores moría sin eco en medio de esa tronada; y por encima de las almenas, describiendo complicadas curvas de rastro fosforescente, cruzábanse las balas rojas como bólidos errantes para caer al fin en las calles, plazoletas y explanadas, chocando y rebotando con violencia imponente.

Muchas bombas lanzadas por enormes morteros, rodaban con la espoleta encendida á lo largo de las banquetas, chispeaban breves segundos y se perdían sin explotar en los huecos. Otras penetraban en los fosos estallando en fragmentos, sin otro efecto que rozar la muralla con sus pedazos de hierro. En cambio no pocas daban en el blanco, destrozando merlones y garitas de piedra, ó hacían astillas las cureñas, dejando sin vida oficiales y artilleros.

Esta clase de ataque por mar y tierra duró dos días como hemos dicho, sin dirigirse el enemigo á un punto determinado de la muralla para abrir brecha. No era ése su objeto, según lo dijo en su parte el general sitiador; sino el de intimidar á la guarnición.

Convencido de que los sitiados estaban lejos de ceder á pesar de aquella tempestad de hierro, el enemigo levantó una batería á seiscientos metros del muro, cuyos fuegos se dirigieron contra el cubo del sur, secundados por los de la escuadra. Esta batería demolió fácilmente, todo el revestimiento y el parapeto del cubo con una lluvia de balas rasas, sin que en medio de tan ruda prueba cesara un instante de contestar el cañón de la defensa.

Notando entonces los sitiadores que el terraplén del cubo era de mucho espesor y que allí se sepultaban las granadas entre nubes de tierra, como en una masa esponjosa, construyeron á cuatrocientos metros del portón de San Juan otra batería de seis cañones de catorce y dos morteros.

Al lado derecho del portón había un lienzo de muralla de veinte metros, sin terraplén interior, sin foso ni contra-escarpa, siendo el punto más vulnerable de toda la fortificación de la parte de tierra.

Conocido en el acto fué pues, el intento. Se trataba de abrir brecha.

Esa batería recibió los fuegos de muchos cañones de la plaza. Sus defensores reparaban con presteza los estragos, improvisaban nuevos espaldones de sacos de tierra y de fagina, para cubrirla por el flanco derecho, en tanto se renovaban las andanadas para abrir brecha en aquel lienzo débil del cinturón.

Sus obuses no cesaron de arrojar granadas un momento; la artillería de mar duplicaba sus esfuerzos, enviando al sitio escogido una tromba de plomo y hierro, á tal extremo, que en el último día de enero la abertura habíase aumentado hasta hacerse practicable en una extensión de once metros.

Estaba sin embargo obstruída en mucha parte por las ruinas del muro, lo que dió motivo á un fuego vigoroso para escombrarla, que persistió tenaz y abrasador todo ese día y el siguiente, hasta dejar casi limpio el terreno.

El lienzo de muralla quedó partido en partes iguales, y batido como lo había sido sin descanso por ciento veinte piezas de grueso calibre, presentaba un gran boquerón capaz de dar paso á una columna de ataque y que en breve debía convertirse en boca de infierno por la obstinación desesperada de la resistencia.

En la noche del día primero de febrero, determinóse cubrir la brecha con una pila de cueros vacunos de tres metros de espesor, reconociéndose en este expediente una verdadera coraza impenetrable á los proyectiles de gran potencia.

Abierta la brecha, era empero por esta incurable herida por donde debía escaparse todo el vigor de la defensa.

VI

Los heroicos trabajadores nocturnos consiguieron levantar un parapeto de cueros de un metro y medio de altura; pero, como esta obra de hércules se realizaba bajo el fuego mortífero de la batería de brecha y de las naves de guerra que se acoderaban frente al cabo del sur, del que sólo distaba la brecha cien pasos, era considerable la pérdida que sufrían los piquetes que sucesivamente enviaban los distintos cuerpos.

Ante el efecto exterminador de la metralla que estallaba sin cesar frente al hueco, los más esforzados llegaron á vacilar y hasta buscar refugio detrás de los trozos de muralla que se conservaban en pie.

En aquella hora angustiosa, dominando los estampidos sordos y encadenados, oíanse junto al boquerón voces enérgicas, alaridos y gritos de muerte.

Por el suelo rodaban los hombres como derribados por un huracán. Todos los apiladores de oficio habían perecido.

Los piquetes que les sucedieron en la tremenda labor, caían destrozados entre nubes de polvo y arena. Sobre los cuerpos palpitantes avanzaban otros trepidando, atropellándose en pelotón, ó concluyendo por desprenderse de la carga antes de alcanzar la brecha.

Un capitán gallego de milicias, hombre de alta estatura y maciza complexión, alzando sus acentos sobre el tumulto, se abalanzó á grandes pasos trayendo sobre los hombros un montón de cueros; conminó airado á la tropa, precipitóse á la brecha, volteó su carga sobre la pila, y cuando retrocedía desafiando de frente el peligro, una bala de cañón le acertó en el pecho, dándolo de espaldas en los escombros. Pareció que al choque se había roto una marmita de hierro.

A la obra incesante de la metralla dirigida con acierto, uníase el estrago de las piedras del lienzo despedazadas y proyectadas en fragmentos en todas direcciones al bote de las balas rasas.

Como espumas de grandes olas lanzadas á los aires al romperse en los cantiles, llenaban la atmósfera guijarros y arenas entre espesa humaza de pólvora, cegando á los combatientes y aumentando su sed devoradora.

En ese día se había padecido, pues el agua que se transportaba del Cerro, era muy poca, y en la plaza no se contaba sino con tres ó cuatro algibes. Soldados y apiladores, sofocados por el calor y la tierra, mordían plomo á falta de agua. Con una bala en la boca, caían atravesados por otras de mayor volumen ó mutilados por los tarros de clavos y balines que salpicaban por todas partes.

Al mismo tiempo que los defensores, en titánica faena, obluctaban así por cubrir la brecha, formando espaldones con los cadáveres hacinados á cien metros del sitio, en el cubo, una lluvia de grandes proyectiles había reducido á escombros todo el revestimiento de la obra, arrasado los parapetos y abierto inmensas grietas en las explanadas.

Por encima de esta hostilidad vigorosa é inexorablemente sostenida, reventó en el arruinado cubo un cañón de hierro, mutilando varios hombres.

Una metralla penetró en una garita de piedra, lanzando por la ojiva hacia afuera un chorro de fuego, cortados y casquijos confundidos.

Con todo, el baluarte siguió haciendo disparos con una sola pieza que le quedaba firme en sus afustes.

Delante de la brecha la mortandad acrecía, sin lograrse aumentar en proporción la altura del parapeto improvisado.

Aquella labor de colosos, ya no era de la hora final.

Ordenóse entonces dejarla en el estado en que se hallaba. De otra suerte se hubieran multiplicado estérilmente cruentos sacrificios. No era posible otro remiendo á la muralla, especie de talón en aquel lugar del gigante de piedra, por donde se iba la vida entre estertores.

VII

En la aurora que se siguió á esa noche de cruda acción, apenas transcurrido un intervalo de una hora de silencio, cual si uno y otro combatiente se hubiese sentido con ansias de respirar, redobláronse las descargas en graduación aterradora en los dos campos. Más de doscientos cañones y morteros funcionaban á la vez, bajo una atmósfera pesada y asfixiante cruzando sus fuegos sin tregua. Espesa capa de humo flotaba sobre el recinto y descendía á los techos y calles en gruesas volutas, borrando toda perspectiva. El ruido era ensordecedor, intenso, continuado. La pequeña ciudad fuerte era una sola batería á todos rumbos, con excepción del noroeste, y de la escuadra inglesa caían sobre ella, en series inacabables, cantidades de elementos destructores.

Algunas piezas de hierro reventaron en los bastiones de la plaza, coadyuvando en la obra de exterminio.

A cierta hora comprobóse que casi todos los artilleros de línea habían muerto.

Llamóse entonces para el servicio de las baterías á la milicia de esa arma, compuesta de moradores del recinto; y pocas horas después, vióse también que muchos de ellos habían sucumbido al pie de los cañones.

Pudiera creerse que todo había terminado aniquilada la artillería veterana, hecha pedazos la artillería de milicias, derruidos los cubos, desmontadas las piezas de preferencia, inutilizadas otras, destruída la cortina del sudeste, apagado el fuego del cubo del sur; y que, quebrado ya el nervio de la defensa, alguna mano arriara la bandera que ondulaba en la cúpula de la fortaleza de San Felipe.

Pero, no fué así.

A las cuatro de la tarde de ese día, el general sitiador mandó un parlamento, intimando la rendición de la plaza.

Este parlamento no mereció ser oído por el gobernador Ruiz Huidobro; y vuelto al campo inglés, renovóse á la media hora el fuego con la anterior intensidad.

Mientras iba en incremento el furor de la pelea, se recibió por el Cerro un refuerzo de trescientos hombres, que venían de Buenos-Aires á las órdenes del inspector Arce.

Una parte de esta tropa ocupó el bastión del parque de artillería, que por el lado del sur flanqueaba la brecha, con seis piezas de artillería volante. El resto fué á reforzar el cuerpo diezmado que guardaba la pila de cueros.

Los soldados de la guarnición que á todas horas estaban sobre la banqueta, bajo un sol sofocante desde el veinte de enero, sin ninguna reserva, mal alimentados, hasta privados del agua necesaria, se hallaban rendidos por completo, pues disminuidos en exceso los artilleros de milicia, los infantes eran destinados por pelotones como auxiliares de éstos, á más del servicio que hacían en la línea.

Empezaba á decaer el ánimo por el rigor de las privaciones y la enormidad de la fatiga. La extenuación hacía sentir sus efectos de un modo alarmante entre los hombres de mayor energía muscular.

Explícase así que en la noche las tropas durmieran profundamente al pie del parapeto, sin exceptuar las que estaban inmediatas á la brecha, vencidas por el cansancio y el calor extraordinario de esos días.

La jornada había sido abrumadora. Recién al caer la noche se había aplacado el bombardeo y distribuídose entre los soldados una ración de aguardiente.

Acaso no fué esta ración medida, ni prudente.

El brebaje los enervó. Hasta las dos y media de la mañana del tres, el descanso no fué interrumpido, pudiéndose decir con verdad que esa calma era la precursora de un supremo peligro y un desesperado esfuerzo.

A esa hora la noche estaba obscura, sin una estrella.

No había escuchas frente á la brecha; y si los había, ni ellos ni los centinelas vieron nada de sospechoso.

Sin embargo, mucho era lo que se agitaba en las tinieblas y avanzaba hacia el muro, en tanto dormían los defensores del recinto su sueño de piedra.

VIII

El ejército inglés, dividido en cinco columnas, se dirigía al asalto.

Lo hacían á la sordina, aprovechándose de todos los accidentes del terreno, favorecidos por las tinieblas y confiados en el relajamiento de la moral militar en la plaza.

En su mayor parte tropas veteranas, que habían combatido contra ejércitos franceses en campañas memorables, familiarizadas con una táctica y una estrategia superiores, á la vez que robustecidas en su intento por la fácil victoria que coronó el desembarco, debía ser para ellas de normal acceso la empresa que acometían bajo las órdenes de expertos capitanes.

La primera de sus columnas se componía de los cuerpos-rifles y de un batallón de infantería ligera; la segunda, de los granaderos del ejército; la tercera del regimiento número 36.

Eran las destinadas al asalto.

Las dos restantes, formadas de los regimientos 40 y 87, debían sostenerlas.

Esa noche el estuario estaba en calma y muy bajo, y permitía el desfile sobre las peñas que rodeaban el cubo del sur. Por otra parte, la lobreguez profunda ayudaba á la maniobra.

Fué así que, por encima de estos peñascos, arrastrándose de vientre con gran audacia y sigilo, los rifleros penetraron por el cubo del sur sin ser notados.

Corriéronse hasta la brecha por el lado interior de las murallas, y hallando dormida la guarnición que apostaba cerca del parque de artillería, cargaron sobre ella á la bayoneta, matando é hiriendo gran número de hombres impunemente.

Precipitaron luego su marcha á lo largo del muro, y al tropezar con un batallón de milicias postrado también por el sueño y la fatiga, lo acometieron al arma blanca. Aterrados por la sorpresa, los milicianos se agruparon en desorden y huyeron hacia el centro, perseguidos, casi mezclados con los rifleros.

En tanto, el regimiento número 36 se dirigía á la brecha por el exterior.

Era tal la obscuridad reinante, que la tropa llega al muro, y no halla aquélla de pronto.

Sus oficiales tantean, golpean la piedra con el pomo de sus espadas, y sentidos al fin por la fuerza del parque, rompe ésta el fuego y difunde la alarma.

Por largos minutos la columna de ataque es acribillada á balazos.

Permanece, no obstante, firme, hasta la llegada del apoyo.

Un oficial del 40 palpa la pila y la monta con denuedo, para caer, mortalmente herido. En seguida el regimiento se encarama y entra como un torente al recinto, dejando doscientos cuarenta hombres tendidos bajo las descargas de fusilería y metralla del baluarte.

Detrás precipitábanse otras tropas con igual intrepidez. No hallan ya resistencia en aquel punto y el 36 se lanza hacia la batería de San Sebastián, en cuya fortificación y en la plazoleta inmediata bajo el baluarte del sur de la ciudadela, se encuentra de improviso con los húsares de Mordeille y los voluntarios de Carlos iv formados frente á la brecha.

Las tinieblas se habían aumentado con la humareda de la pólvora, de tal modo, que ni españoles ni ingleses pudieron avistarse hasta que estuvieron unos de otros á diez pasos de distancia.

Ese casi contacto fué solemne é imponente.

Dióse entonces la voz: ¿quién vive?

Los asaltantes, por boca de un pardo que habían tomado por fuerza en el Cordón para utilizarlo por guía, hicieron contestar: ¡España!

Sobre la voz rompieron en una descarga cerrada, que se contestó por otra á quema ropa.

Prodújose en el acto un nuevo drama sangriento.

Como la columna inglesa había desplegado sobre todo el frente de la española, y no era tiempo de volver á cargar ni aun de morder el cartucho, dado el corto espacio que separaba á los combatientes, trabóse la pelea al arma blanca, cuerpo á cuerpo, en medio de la mayor confusión.

Esta se hizo más terrible por lo lóbrego de la noche.

En medio del conflicto, el 36 inglés es reforzado por la columna de granaderos; pero asimismo el combate continúa con creciente energía, enconado, sin gloria, atacándose los hombres como fantasmas, sin elección de enemigos, librados al coraje individual, ciegos en los golpes, cayendo en la misma charca confundidos los cuerpos de compañeros que no habían logrado reconocerse.

Los dos batallones españoles quedan reducidos á menos de la mitad. Muchos oficiales han seguido la suerte de sus soldados. Las bayonetas británicas alcanzan al bravo Mordeille, jefe de los húsares, que aun atravesado por ellas, mata antes de morir. Los nestos de la infantería, rodeados por todas partes, siguen luchando; por último, agobiados por el número, caen prisioneros muchos de esos valientes del postrer esfuerzo ( 6 ).

La mortandad había sido igual en uno y otro campo.

Parecía concluída.

Pero aplacadas ya las iras, una ocurrencia inesperada vino á renovar el cruento choque.

Un jefe británico dijo en francés al mayor Nicolás de Vedia ( 7 ) de los voluntarios de Carlos iv , que en nombre del general del asalto intimase la rendición del fuerte de San Felipe, ó sea de la ciudadela.

El caso no era para hesitar, terminado el duelo á muerte.

El mayor Vedia dirigió una gran voz al baluarte. inmediato al sitio del drama y repitió lo que el jefe enemigo le había pedido.

En el baluarte se hallaban el general Tejada y el mayor general Viana. La respuesta fué negativa.

Mandaban esos jefes más de doscientos infantes que no habían hecho fuego sobre los ingleses, por hallarse los españoles mezclados con ellos en la pelea á bayoneta; y uno de esos soldados, por incidente casual ó de intento, disparó su fusil hacia la plazoleta á raiz de la briosa contestación.

Inmediatamente ese tiro fué secundado por toda la infantería y la artillería contra los ingleses y españoles aglomerados en la plazuela.

Reabierto así el fuego de un modo imprevisto y violentísimo, prodújose un movimiento tumultuoso revueltos como estaban ingleses y españoles en la plazoleta.

Instintivamente todos buscaron una salida, empujándose entre gritos y vociferaciones acompañadas de bayonetazos y furiosos golpes de culata, en tanto las descargas de fusilería y los disparos á metralla hechos casi encima de aquel hacinamiento de soldados que habían quedado sin fuerzas en la pelea brazo á brazo, sembraban por doquiera la muerte.

La voz de los oficiales de granaderos y del 36 se oyó con todo en medio del sangriento entrevero. Las aguerridas tropas formaron en columna, arrojando entre sus mitades á los prisioneros que no lograron evadirse como otros á favor del conflicto, de la humareda y de las sombras; y castigada por su flanco y centro por un granizo de plomo, arrancó la columna á tambor batiente hacia la plaza Matriz.

Mientras el cuerpo de granaderos y el 36 de infantería ligera salvaban sus unidades extremando la disciplina rigurosa, el regimiento número 40 penetraba en el recinto al amanecer, sin encontrar oposición.

El 87 escaló la muralla por el portón de San Pedro, en donde no existía más que un piquete de cincuenta fusileros con el capitán Rubo; siguió su marcha á paso de ataque hacia el lado de la brecha, sin más resistencia que la opuesta por ciento veinte miñones que guarnecían el portón del norte, cerca de las Bóvedas, los que al fin tuvieron que ceder en su resuelto empeño, quedando unos muertos y otros prisioneros; y al mismo paso, la columna se perdió en las estrechas calles que guiaban al cubo del sur.

Cuando los miñones tomaron la ofensiva cerca de las Bóvedas quemando sus cartuchos contra un enemigo seis veces superior, alzábase en la rada una gran columna de humo negro cuajada de chispas, y luego otras no menos densas que acabaron por formar nutridos nubarrones impregnando el aire de fuertes gases.

Era que varios buques españoles estaban ardiendo, entregados á las llamas por sus tripulantes, refugiados ya en la costa del Cerro.

Algunas explosiones sordas venían del lado del incendio á flor de agua, viéndose en esos instantes subir á considerable altura fragmentos de velamen y arboladura abrasados en medio de obscura masa de vapores, y muy pronto la corbeta «Descubierta» y varias cañoneras reducidas á carbones fueron á aumentar los fondos llenos de carroña de la bahía.

A las siete de la mañana, ya los invasores se habían hecho dueños de todos los puntos fortificados de la ciudad, á excepción de la Ciudadela, que se rindió una hora después.

Algunos grupos de los cuerpos de milicia y de tropa, consiguieron retirarse en botes para el Cerro. Otras pequeñas fuerzas dispersas, se desgranaron, ocultándose sus soldados en ciertas casas del recinto.

El día ardoroso, las llamas de la bahía, el humo aun persistente de la pólvora, la conglomeración de tropas, el amontonamiento de cadáveres y heridos en calles y plazas, mil despojos diseminados á lo largo de las murallas y entreverados con los escombros, cuerpos humanos en montones junto á las piezas sin cureñas, sangre en las explanadas, en las veredas, en los muros, todo contribuía á dar á la ciudad antes fuerte un aspecto de desolación y de ruina, cual si hubiese sido devastada por un gran incendio del que todavía se sintiese el ardor de las brasas y en el aire la la asfixia de las cenizas calientes.

Sólo en la última noche, la pérdida de los españoles fué de setecientos hombres muertos y heridos, y de setecientos prisioneros.

La de los ingleses fué algo mayor ( 8 ). Entre sus jefes más reputados sucumbieron Dalrimpe, Vassal y Brownrigg, respectivamente del 40, del 36 y del cuerpo de rifles. De sus brillantes oficiales quedó la flor sobre el terreno. Delante de la bnecha, dejaron la vida en crecido número los escogidos veteranos que constituían el nervio de su ejército. Allí la metralla hizo profundo estrago. También lo produjo el arma blanca en el entrevero de la plazoleta, donde la cólera del soldado llegó al paroxismo en lucha individual, ciega y desesperada.

Ese episodio trágico fué el que cerró la quincena de crudos é incesantes combates. En él se agotó toda la suma de la energía y del denuedo.

IX

En posesión el vencedor del que hubo de ser el último refugio del virrey en su dominio ( 9 ), refugio que éste consideró inseguro á pesar de sus artilladas almenas, prefiriendo los vastos campos desiertos, operóse un cambio rápido y sorprendente en la ciudad.

Un movimiento inusitado dió otro aspecto al recinto, al puerto y á los negocios, como si el gran riego de sangre hubiese robustecido las fuerzas vitales del país.

Numerosas naves cargadas de mercaderías, cuyo primer destino fué Buenos-Aires, y que habían venido con el convoy de guerra de sir Achmuty, se apresuraron á su descarga en Montevideo, inundando la plaza de artículos y géneros é imprimiéndole una especie de actividad febril.

Y no fueron solamente esas naves las que introdujeron la animación y el contento en el mercado tan estrecho de la vieja colonia; otras, en serie prolongada, fueron arribando también con sus grandes cargamentos de manufacturas, con que abarrotaban la plaza extendiéndose las transacciones hasta el interior del país.

Esta escuadra de paz y de comercio que seguía á los navíos de línea, tripulada por centenares de agentes de intercambio, no podía compararse ciertamente con los «pilotos» ó con las rémoras que acompañan al tiburón para aprovecharse de los despojos de su presa, pues sólo procuraba desprenderse de su valiosa carga por menos del precio de costo, interesando á los mismos navíos en sus negocios.

Esos comerciantes sabían bien que el secreto de los planes isleños no consistía en otra cosa que en abrir mercados á sus productos con la punta de la espada, como quien hace saltar puertas que se condenan, y tras de las cuales está el capital inmóvil y la riqueza virgen, inexplotada, exuberante ( 10 ).

Como en los tiempos gloriosos de la antigua Grecia, la Hellada homérica de las odiseas perdurables, audaz, inteligente, culta, que avasallaba razas con el valor, con la arenga, con la prédica, con el arte é infundía en el seno de los pueblos vencidos su grande espíritu, sus costumbres, su civilización envidiable, sus tendencias transformadoras, así la vieja Albion á pretexto de su guerra con España, pugnaba por abrirse un sendero aunque fuese de hormiga en un mundo casi desconocido, pero que no era dable ignorar sin desdoro á su raza varonil, emprendedora, ingeniosa, experta en la lucha, generosa en el triunfo, hábil en el cálculo, previsora en el mismo sacrificio, y que en pos de la matanza y de la conquista proclamaba las instituciones liberales como ciencia de gobierno en la tierra sometida, y el trabajo y el ahorro como bases de una grandeza futura.

Consecuentes con sus planes é instrucciones recibidas, á poco de adueñados de la plaza, los isleños fundaron un periódico para esparcir ideas y propósitos que endulzasen la amargura de la derrota en el ánimo de los vencidos.

Este periódico de carácter político é informativo, se intituló Southern-Star (Estrella del Sud) y confióse su redacción al joven abogado Buttler, quien en compañía de Bradford divulgó en sus columnas principios de emancipación y de autonomía propia.

Tal propaganda de doctrinas liberales, empleada como medio sugestivo, no pudo sin embargo obrar sobre el espíritu mal dispuesto de la población colonial, aun cuando en ella se combatiese con buenas razones al regimen caduco. No hubo eco; el teatro era pequeño; faltó el tiempo material que colabora en la tarea ímproba de domar instintos y de hacer carne las ideas.

Esas ideas no eran tampoco en absoluto desconocidas ( 11 ). Las teorías revolucionarias del último siglo habían salpicado como espuma de borrasca las sombrías almenas de Montevideo en plena dominación ibérica é inalterable religión del rey.

Por otra parte, la prédica de independencia y de libertad no era más que un halago—una esperanza.—La estrella resplandecía muy bella y luminosa, pero en muy remotos horizontes.

Este medio insinuante, tentador, en armonía con la cultura de la raza conquistadora, inócuo por el momento, era sin embargo necesario para encubrir los verdaderos móviles determinantes de la empresa, atrayendo en lo posible simpatías á los nuevos dominadores y á la vez atenuando por la ilusión de un porvenir risueño la acción violenta, y hasta la injusticia irritante del golpe de mano sobre territorios cuyo dominio exclusivo para España había consagrado el tiempo ( 12 ).

Por algunos historiadores se ha dado un carácter de misterio á estas invasiones. Se ha llegado hasta atribuir sus efectos á la iniciativa aventurera de próceres isleños, quienes, sin plan serio ni consulta previa á su gobierno se habían lanzado sobre la presa, al igual de las águilas soberanas del espacio que errantes en los aires se abaten al fin sobre la más escogida y selecta.

Alguien ha hecho responsable de la primera aventura al espíritu romántico del almirante sir Home Popham, quien desde el Cabo de Buena Esperanza con su ojo de álbatro descubre el Eldorado, arrastra con su elocuencia fascinadora á las tropas allí estacionadas, cruza el océano y las arroja sobre Buenos-Aires victoriosas.

Espíritu enamorado también de la gloria era el de sir Achmuty, que siguió las huellas de aquel marino ignorando el hecho de la reconquista; y que una vez sabedor de todo, sin excluir el detalle de haber tirado su acero á la plaza desde la explanada de la fortaleza su valeroso compañero Beresford, en señal de rendirse á discreción, se excede al infortunio y confiado en sí mismo y en el valor de los suyos empieza por batirse en el Cardal, sigue con el asalto triunfante á Montevideo, y concluye su poema de azares y de lucha peleando con éxito brillante junto á la plaza de toros de la capital del virreinato.

Pero, en puridad de verdad, no es en los arranques geniales de estos capitanes, ni en sus propensiones á las empresas aventureras fomentadas en sus campañas arduas del Asia y del Africa, donde deben buscarse las causas reales de la abortada conquista de la vasta zona del Plata.

Sabido es que la guerra entre Inglaterra y España empezó virtualmente según la frase de un distinguido publicista—en octubre de 1804,—por el ataque imprevisto de cuatro naves españolas que entraban al puerto de Cadiz procedentes de Buenos-Aires. La «Medea», la «Fama», la «Cora» y la «Mercedes» que así se llamaban, fragatas todas al mando de José de Bustamante, conducían cinco millones de pesos y un valioso cargamento de productos indígenas. Fué el capitán Moore con los buques ingleses de igual porte«Infatigable», «Medusa», «Amphion», «Lively», quien les llevó el ataque sin mediar declaración de guerra, iniciándose el hecho con la voladura de la«Mercedes», en cuyo pañol penetró uno de los primeros proyectiles. Ese desastre naval causó enormes pérdidas al comercio del virreinato.

Antiguas eran las pretensiones de Inglaterra al dominio del Plata, acaso como un consuelo á la pérdida de sus poderosas colonias del norte. Si bien elevadas, constituían la base, el punto de mira de los proyectos de absorción. Los prodigios naturales de estos inmensos territorios bañados por el océano en sus dilatadas costas y regados por soberbios ríos, con puertos envidiables, fertilidad asombrosa, inagotables fuentes de materias primas necesarias al desarrollo de la industria manufacturera; escasos de brazos y trabajadores idóneos por otra parte, sin movimientos fecundos de vida libre, como paralizados sus agentes productores en su misma acción mecánica por cien trabas y tributos abrumantes, sin otros alicientes que el pastoreo primitivo y el arado del tiempo de Moisés, eran datos de que estaban en posesión plena los hombres públicos de la fuerte nación, que á pesar de sus aparentes perplejidades, había al fin de encaminar de un modo sugestivo á lord Pitt, en los cálculos vastos de Melville.

Ya Adam Smith, en su libro«Investigación »acerca de la naturaleza y las causas de la ri-»queza de las naciones», había avanzado juicios exactos, clarovidentes, acerca de un futuro de prosperidad y grandeza reservado por su clima, la excelencia de sus tierras y su configuración geográfica á estas privilegiadas comarcas.

Eran mercados codiciados vehementemente desde antes de la guerra. Entraron en las vistas profundas de Addington, en la previsión sagaz de Pitt, en los planes extensos de Melville.

Home Popham en su tentativa, no hizo más que interpretarlos, llenar una aspiración ferviente, servir á los intereses comerciales de su país, á la vez que á la vanidad personal de su renombre.

En sus anteriores diferencias con España, por el año 1793, Inglaterra se preparó á atacarla en las colonias de Sud América, las predilectas siempre en sus designios y propósitos de conquista, y en las cuales ejercitó su acción con entera prescindencia de los demás dominios de la metrópoli.