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Eduardo Acevedo Diaz

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Beschreibung

Esta obra cuenta en grandes panoramas el hervor revolucionario, mientras la dominación luso brasilera se esfuerza en consolidar la conquista de la llamada Provincia Cisplatina. Esta obra constituye la narración de la reconstrucción de la historia uruguaya, en el período de formación de la nacionalidad.

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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Nativa

Capítulo 1 - Tiempos viejosCapítulo 2 - El medio ambienteCapítulo 3 - Los tres ombúesCapítulo 4 - Los secretos del monteCapítulo 5 - Los cuentos de Don AnacletoCapítulo 6 - Las nuevas de GuadalupeCapítulo 7 - Al caer de la tardeCapítulo 8 - Hogar de antañoCapítulo 9 - En pos de la aventuraCapítulo 10 - Rulos y nazarenasCapítulo 11 - CuaróCapítulo 12 - Prole del pamperoCapítulo 13 - De la cuchilla al monteCapítulo 14 - Vida cimarronaCapítulo 15 - La mujer del martreroCapítulo 16 - De monte en monteCapítulo 17 - Azucenas silvestresCapítulo 18 - El nido de torcazCapítulo 19 - Una carga en dispersiónCapítulo 20 - Heridas de sable y flechaCapítulo 21 - El remansoCapítulo 22 - SombraCapítulo 23 - Una dianaGlosarioPágina de créditos

Capítulo 1 - Tiempos viejos

Allá por los años de 1821 a 1824, cuando la nacionalidad oriental aparecía aún incolora casi atrofiada al nacer por rudísimos golpes capaces de producir la parálisis o por lo menos la anemia que se sucede siempre a la postración y al prolongado delirio, -la libertad de la palabra escrita no alcanzaba tal vez el vuelo de una campana, y por el hecho la propaganda tenía límites circunscriptos a un círculo popiliano -estrecha, somera, recelosa, lapidaria, espantadiza como ave zancuda que se abate en una loma en donde no hay para ella alimento, y al pretender remontarse a los aires se arrastra primero azotando el suelo con la punta de las alas y prorrumpiendo en desafinadas notas. Era este un fenómeno natural. Toda resistencia había cesado desde hacía pocos meses, y la robusta sociabilidad que sangrara por cien heridas durante cerca de dos lustros para darse su autonomía propia o recuperar su equilibro primitivo, había sido asimilada por un poder mayor, a título de Estado Cisplatino. Desde luego, esta sociabilidad había sido atacada en sus fundamentos, en sus tradiciones, en sus costumbres, en su idioma, en sus propensiones nativas -sustrayéndosela a la vida solidaria de sus congéneres por la razón de la fuerza y la lógica de la conquista. Explícase así entonces, por qué la libertad del pensamiento no gozaba de más espacio que el que recorre una flecha; cuando a semejanza del ave viajera -sentada apenas la planta- no emigraba con sus intérpretes a mejores climas.

Este estado de cosas se debía en mucho a la política observada por el señor de Pueyrredón y por el Dr. Tagle; quienes, adversarios decididos de don José Gervasio Artigas, hombre de gran influencia personal y política en todas las provincias del litoral uruguayo, y por lo mismo entidad poderosa, habían logrado con astuta diplomacia atraer sobre el territorio oriental una invasión, que fue portuguesa, como pudo ser de otra nacionalidad cualquiera que se hubiese prestado a la aventura, -quizás al solo objeto de quebrar por siempre la prepotencia del caudillo, y no con el de entregar al extranjero la más rica zona del antiguo virreinato.

Al proceder así, el Directorio de Buenos Aires se consideraba débil e incapaz materialmente de dominar con sus elementos propios el exceso de energía de la misma revolución a quien debía su existencia, -exceso encarnado en la personalidad de Artigas, que por entonces desempeñaba una función formidable en su médium propio, por inspiración nativa, como resultado lógico de la ruptura de los vínculos coloniales, sin atingencia tal vez con el ideal de los pensadores y con estricta sujeción a los impulsos instintivos de la masa ajena a los cálculos y convenciones arbitrarias de los gobiernos-. Pero, que la ocupación del territorio oriental por un ejército portugués -compuesto de tropas escogidas que habían luchado con las de Napoleón Bonaparte en la península- no podía ser convencional, temporaria o transitoria, lo constataron bien pronto los hechos por el carácter mismo que revistió la ocupación, por los actos significativos que se sancionaron y por la actitud de resistencia activa asumida por los orientales, cerca de cinco años después de vencido Artigas; actitud que el gobierno argentino se vio en el caso de segundar vencido a su vez en el terreno de los hechos y de las ideas, borrando con el codo de la fuerza bruta lo que había hecho la mano de sus nerviosos diplomáticos. -El señor de Pueyrredón y el doctor Tagle -estadistas de circunstancias- creyeron acaso de buena fe, mirando los hombres y las cosas con el catalejo de su época, no con el lente de que en estos tiempos nos servimos hasta para observar nebulosas, -que la personalidad de Artigas resumía todo lo que ellos consideraban el mal de la época; y que, abatida esta personalidad, la parte dañada del organismo entraría en cicatrización: lo que equivalía a decir que el caudillo se asemejaba en cierto modo a un tumor en el cerebro, que una vez extirpado devolvería con el equilibrio exigible la marcha normal a sus funciones.

De este error serio, que se padeció entonces, provinieron males mayores. Don José Gervasio Artigas -a quien asignóse de esa manera un poder personal dañino absoluto, al punto de considerársele como fuente generadora de desobediencias y rebeldías indomables, o como fuerza extraordinaria de acción y reacción de donde emanaban y a donde refluían todos los extravíos y rabias locales de las multitudes armadas-, no fue producto exclusivo de un molde que debía servir por el contrario de forma a múltiples entidades más o menos influyentes, como que ya estaba preparado y dispuesto en la fragua del cíclope ciego -o por lo menos de un solo ojo- que se llamó coloniaje. Aquellos gobernantes parecieron no tener en cuenta que en la incubación de nacionalidades o en la formación embrionaria de soberanías nuevas, no es el caudillo sea cual fuere su prestigio el que crea los instintos, las propensiones, la idiosincrasia y la índole genial del pueblo en cuyo medio se agita y se impone, sino que es la sociabilidad la que lo educa, lo adoba, lo eleva y lo hace carne viva de sus ideales invencibles y aun de sus brutalidades heroicas, con ayuda del clima y de las costumbres austeras; pues como lo comprueba la historia, atentamente analizada, las pasiones de la masa se condensan siempre en individualidades típicas, que son como sus válvulas de escape, o sus centros de atracción en cuyo redor giran todas las fuerzas activas para modelarse y darse una significación y un poder propios en el tiempo y en el espacio. Por eso, las personalidades típicas surgen ya dominantes y se hacen prepotentes; y por eso aun cuando no hubiese surgido Artigas, la fuerza espontánea que lo abortó habría engendrado otros de su talla por la sencilla razón de que él no era una causa sino un efecto.

Eliminado Artigas de la escena, y a pesar de los desastres terribles que él no habría soportado en parte siquiera si en la vida del conjunto que le seguía no hubiesen palpitado los instintos poderosos de que fue intérprete genuino, aun cuando hubiera abusado de sus facultades de mando; -eliminado decimos, el caudillo, acosado por todas partes por el sable, el plomo, la deslealtad y la traición, dejando detrás un sangriento reguero de nueve años de batallas, teniendo por delante un último combate desigual y más allá el destierro perdurable-, persistieron no obstante las causas verdaderas del conflicto y por evolución natural y ley histórica de segregamiento y recomposición, las tendencias ingénitas de que hablamos, ya en punto de desborde fatal y necesario, comenzaron a destruir hasta en su última pieza el edificio de la colonia, organización vetusta que hasta ese momento había interesado conservar a los que dirigían la marcha de los sucesos para ofrecer un armazón apropiado y conveniente a las ideas monárquicas de que estaban poseídos y a que querían someter sin forma de plebiscito a las muchedumbres altivas.

Aquel ruido pavoroso del año XX pudo ser oído hasta en los confines remotos, como el de una selva virgen devorada por el incendio; y si no podía compararse con el de la diana majestuosa de una victoria preparada por la táctica sesuda y la combinación habilísima del genio y de la experiencia, era al menos el anuncio al mundo de que un pueblo convertía en ruinas el viejo edificio de instituciones que lo habían condenado por tres siglos a la oscuridad y al silencio, para resurgir de entre ellas, reconstruyendo con el sudor de su frente y el solo esfuerzo de sus brazos, resignado al gran dolor de la resurrección por el sacrificio, y fortalecido por la esperanza sublime de las recompensas en el futuro y de la inmortalidad en la historia. -Noble y valiente muchedumbre semi-bárbara, que tuvo el coraje de oponerse a la corriente de las ideas deslumbrantes de cortes y reyes, infiltrando en los mismos organismos privilegiados que eran intérpretes cultos del pensamiento, con un robusto sentimiento de conservación propia- savia inagotable de libertad y de república.

Vencido pues, el caudillo, no acabaron los caudillos -como muerto el león no se extingue la leonera. La leona era la nacionalidad embrionaria, y había sido ella demasiado fecunda para que pudiesen contarse sus fieros engendros. Aún errante con su caudillo de una a otra ribera, cuando era perseguida desde Montevideo al Ayuí sin piedad ni perdón, y desde el Catalán al Sauce entre una borrasca de sangre, había librado con suerte hasta en tierra extraña, pues, a ella debió Ramírez echar melena. Concíbese así cómo con el sentimiento irreductible de la independencia individual subsistiera el de la emancipación de pago, de distrito y de provincia, tanto más exacerbado cuanto mayor era el obstáculo opuesto a la libertad suspirada. Los «tupamaros» que habían sido pródigos de sacrificios años antes consagrando existencia e intereses a la causa suprema de la autonomía local, mantenían intacta su aspiración patriótica en medio de las graves vicisitudes de su tiempo y aguardaban pacientes el día histórico de la insurrección final que había de asegurar por siempre con su éxito la vida libre.

Los acontecimientos en su trabazón lógica habían venido sucediéndose de tal manera que, bajo cierto punto de vista podría afirmarse que ellos habían dado cohesión y firmeza a la obra del patriotismo, iniciada y perseguida en la sombra no obstante todas las perfidias y debilidades de algunos prohombres que se imponían en la escena.

En confirmación de estos juicios recurramos por un momento a la historia sine ira et studio -según la frase de Tácito-, encadenando los hechos que caracterizan en su doble faz social y política el periodo tormentoso a que aludimos.

El reino de Portugal, que en otras épocas de grandeza y poderío había extendido su dominio a las más apartadas regiones del mundo, era por el año 1820 una verdadera dependencia de su colonia en América en donde gobernaba don Juan VI, su rey de derecho divino, arrojado de la patria y de sus lares por la soberbia del vencedor de Austerlitz. A esta condición mísera no podía avenirse fácilmente aquel pueblo emprendedor y altivo, acostumbrado a su gobierno propio, ni consentir podía que su testa coronada administrase justicia a más de dos mil leguas, pues que el rey tenía por asiento y corte la ciudad de Río Janeiro. En medio de tales circunstancias, sintiéronse los portugueses estimulados por el movimiento militar de la Isla de León, e iniciaron uno análogo en la ciudad de Oporto, dándole por base y objetivo la necesidad de la organización de un gobierno constitucional y el regreso a Lisboa de Don Juan VI con toda su familia. Ejército y pueblo confraternizaron, y la aspiración se cumplió. Reuniéronse las Cortes, sus propósitos trascendieron al Brasil, y la simple enunciación de un régimen constitucional encontró formal acogida en la antigua colonia, dando el ejemplo las provincias septentrionales; excepción hecha de la de Pernambuco que en vez de ese régimen quería el de la libertad, y que en recompensa de tan levantado anhelo fue sometida y bañada en sangre. La provincia uruguaya adherida también por la fuerza a las de la corona, y que entre ellas aparecía como una placa de acero soldando las roturas de un oro viejo, siguió el movimiento, a iniciativa de las tropas reales y por sugestión de un coronel Antonio C. Pimentel, quien llegó a imponerse a su jefe el General don Carlos Federico Lecor, obligándolo a hacer causa solidaria con el ejército de Portugal y a presidir un consejo de militares, designados por los mismos regimientos y reparticiones anexos.

En la capital del reino, el pronunciamiento se hacía más difícil por encontrarse allí el monarca, y pesar en mucho la influencia de la corte sobre el espíritu público. Pero, el hecho era fatal, de consecuencias inevitables; y, aun cuando el rey llegó a hacer caso omiso del llamado de las Cortes, que pedían su regreso, lanzando a luz su manifiesto de Febrero de 1821, en el cual anunciaba la intención de enviar como emisario ante ellas al príncipe don Pedro, quien debía consultarlas -acerca de la carta constitucional a jurarse-, el pueblo penetrado por intuición de que era la fórmula liberal la que se resistía, y obedeciendo ya con cierta vehemencia a los secretos impulsos producidos por la conciencia del poder propio, se opuso a esa determinación; y unida una fracción civil considerable a las tropas en una plaza pública, manifestáronse los deseos de que el monarca acogiese sin observación alguna y ordenase el juramento de la constitución que las cortes impusieran al reino. Juan VI tuvo que acceder a la exigencia popular, prescribiendo el juramento a su misma familia, con él a la cabeza; y, en pos de este suceso notable, viose en el caso de volver a Portugal, designando a don Pedro como regente del reino del Brasil hasta que se hiciese efectiva aquella constitución.

Efectuada la vuelta a Europa del asendereado príncipe, el Brasil quedó nuevamente en una posición subalterna, tributario de la antigua metrópoli que, por una singular anomalía había llegado a ser en los últimos tiempos una dependencia de su colonia. Asaltaron entonces a ésta, que acababa de gozar de los honores metropolitanos con la presencia de su monarca, los mismos escrúpulos y susceptibilidades locales que habían influido en el pueblo portugués para convocar a Cortes y exigir el regreso de Juan VI a Lisboa; susceptibilidades y escrúpulos que, aparte de la fuerza moral que les daba el hecho de la posesión de muy ricos y vastos territorios, llegaron a adquirir mayor incremento cuando a raíz de la vuelta del rey, las cortes, en un documento dirigido a los gobiernos europeos, cometieron el error de lamentarse de las franquicias acordadas al Brasil por su soberano con perjuicio del reino de Portugal. En el espíritu público de la grande y opulenta colonia, esta manifestación imprudente produjo el efecto de relajar aún más los vínculos de obediencia y disciplina, revelándolo en el fondo, y predisponiéndolo a resistir con energía toda tendencia que importase recolonizar bajo la base de un sometimiento pasivo. Verdad es que sin esto, el quebrantamiento de los lazos coloniales estaba realizado en la voluntad del pueblo y que sólo era necesaria la forma en que se debía operar el segregamiento, tanto más lógico y fatal, cuanto que la colonia que se consideraba como parte -en el fondo y del punto de vista geográfico, demográfico y político también, en lo que se relacionaba con la vida por venir-, podía decirse que superaba al conjunto o por lo menos a la metrópoli, en la esencia de sus elementos naturales y en el poder incontestable de sus recursos económicos.

Ajeno quizás a la existencia de este peligro inminente que no habría pasado desapercibido a un gobernante hábil, y tomando a lo serio con malicia o sin ella lo que el señor de Pueyrredón y su ministro el doctor Tagle le habían sugerido, al pedirle la ocupación de la provincia oriental, -don Juan VI por una real orden publicada en Montevideo en Junio de 1821, disponía que esta provincia «determinase sobre su suerte y felicidad futura, recibiendo esta prueba de la liberalidad de sus principios políticos y de la justicia de sus sentimientos, y que al efecto se mandase convocar un congreso extraordinario de diputados de los pueblos, que, como representantes de la provincia, fijasen la forma en que habían de ser gobernados, consultando el bien general; y, que los diputados fuesen nombrados libremente- sin sugestión ni violencia.»

Aunque liberal en la forma como se ve, esta real orden importaba en el fondo una anexión perpetua de la provincia oriental a la corona de Portugal, Brasil y Algarbes; porque gobernándola por entonces el General Lecor, cuya espada valía indudablemente menos que su pericia en la intriga, debía suponerse que a sus arterías diplomáticas quedaba librada la elección de los representantes del pueblo, y más aún robustecía esa creencia en los espíritus sensatos la especial circunstancia de que quienes debieran de convocar el congreso eran los miembros del Cabildo, -hechuras del General Lecor.

Sucedió así, en efecto. Casi todos los diputados que se eligieron con ese motivo o móvil determinante, eran hombres que habían recibido prebendas y distinciones honoríficas de parte del rey, a cuya causa por el hecho estaban obligados, considerándola los más muy por encima de las toscas propensiones y egoísmos de pago, sintetizados en las palabras de «patria» e «independencia», especie de bramidos de jaguareté con que los caudillos semi-bárbaros llenaban las soledades. El 18 de julio -día que se haría memorable cerca de dos lustros después gracias a esos caudillos-, reuniéronse en la sala capitular los miembros del congreso con una compañía de granaderos portugueses a la puerta, como custodia de honor. Esos diputados eran los que debían decidir de la suerte de la provincia; y, previo un discurso que pronunció como suyo el señor Jerónimo Bianchi y cuya paternidad se atribuía a don Nicolás Herrera, votóse la incorporación de la provincia al reino, bajo el nombre de Estado Cisplatino, siendo una de las bases del tratado que el Barón de la Laguna continuaría en el mando del país.

Como era natural, este acto consumado fue objeto de plausibles demostraciones por parte de la prensa de Río Janeiro, que veía realizada por fin, por el libre consentimiento del pueblo oriental, la anexión de su rico territorio a la gran monarquía portuguesa.

El mismo General Lecor se encargaba sin embargo poco después -una nota datada en Enero de 1822 dirigida al ministerio, e inserta en el Diario do Goberno de Lisboa- de dejar consignado para la historia, que «para asegurar el éxito, se sirvió del influjo que tenía sobre los empleados públicos, necesariamente dependientes del gobierno, para inclinar sus votos en favor de la reunión a la monarquía.»

Como se denunciase bajo esta forma por el Barón de la Laguna, el proceder incorrecto de que él mismo se jactaba haber hecho uso para uncir a extraños destinos los de un pueblo infortunado, tan inconsulto al respecto como oprimido por un poder formidable, las cortes portuguesas se creyeron en el caso de no prestar su aquiescencia a esa conducta, por el momento; aun cuando el escrúpulo debía desaparecer casi incontinenti, pues que, sin sancionar los actos del General Lecor, y como si se tratase de bienes de sucesión vacante, tuvieron el intento de entregar el territorio oriental a la España en cambio de la insignificante plaza de Olivenza cedida a aquella por el tratado de 1801; lo que prueba que Portugal se consideraba propietario por el derecho de la fuerza de lo que Fernando VII reclamaba a título de soberano haciendo intervenir en su gestión al congreso de la Santa Alianza. Aun cuando la inicua permuta no se realizó, la prensa brasilera alzó alto su protesta, creyéndola factible, pues que ella no importaba otra cosa que un golpe a cercen a la integridad de un gran reino, que privaría al Brasil de una de sus más envidiables zonas; -lo que prueba también que la colonia portuguesa, con bríos y alientos propios de la mayor edad, tenía ya hechos sus cálculos serios sobre la transcendencia que entrañaba la conservación y plenitud de su dominio en la ribera oriental del Plata.

Este nuevo antecedente, de importancia internacional, vino a aumentar los motivos de descontento entre los brasileros. Las cortes portuguesas habían hecho referencia en su manifiesto a las naciones, invocándola como una de las causas poderosas de decaimiento y atraso para la metrópoli, la libertad de comercio acordada por el príncipe regente a los puertos de la colonia, dentro de los que podían desde entonces echar el ancla los buques de todas las banderas del mundo: consagración de un principio liberal que honraba al gobernante, colocándolo al nivel de las prácticas avanzadas que había de proclamar pronto la teoría revolucionaria dueña ya de los espíritus pensadores y latente en el pueblo; y, aunque no debiera atribuirse a esa razón la decadencia lamentada, sino a causas múltiples y complejas, su enunciación simple, a la vez que indiscreta, y las medidas adoptadas posteriormente en sentido de restringir en absoluto los derechos de la colonia al punto de pretenderse someterla a una existencia precaria, prepararon el desmembramiento y la independencia.

El Brasil, vasta zona maravillosa provista de riquezas incalculables y habitada por un pueblo que había ya recibido muy provechosas lecciones de la experiencia, no podía consentir en la resurrección del viejo sistema, ni tolerar las humillantes pertinacias de un ayo caduco; y así fue cómo, después que las cortes, obedeciendo a un encelamiento peligroso, crearon por ley un todas las provincias brasileras juntas gubernativas independientes de la regencia, con responsabilidad únicamente ante aquéllas, y dictaron decretos imponiendo en uno al príncipe que regresase a Portugal y viajase de incógnito por diversos países a fin de completar su educación política, -en otro suprimiendo los tribunales superiores de justicia y de comercio, así como distintas instituciones creadas bajo el gobierno de don Juan VI; después que modificaron la organización militar de cada provincia, enviando nuevos contingentes de tropas regulares para apoyar sus decisiones, y que declararon írritos y nulos todos los actos realizados por la regencia en beneficio de los pueblos y por iniciativa de éstos, no quedó ya duda alguna a los nativos de que se trataba de arrebatarles hasta la última prerrogativa local y de derecho propio; y, en vísperas de pronunciarse enérgicamente en desobediencia activa- anticipóseles su regente el día siete de Setiembre de 1822 cumpliendo con la aspiración popular, al grito de «independencia o muerte», en los campos de Ipiranga, en donde fue aclamado Emperador constitucional del Brasil.

Estos graves sucesos consiguientemente, tuvieron su inmediata repercusión en el Estado Cisplatino, ocupado por una fuerza militar portuguesa a la sazón de tres mil quinientos hombres, aparte de las tropas auxiliares. Su comandante, en jefe General Lecor, bien penetrado de la trascendencia del hecho consumado en el Brasil, apresuróse a encauzarse en la corriente; pero, hallando oposición seria en muchos elementos de acción que por razón de nacionalidad y espíritu caballeresco querían conservarse fieles y leales a la causa lusitana a la cual siempre habían pertenecido, adoptó por resolución irse a la campaña arrastrando los contingentes que le eran afectos. Con motivo de esta actitud por él asumida, Montevideo sólo conservó como guarnición algo más de un millar de Voluntarios Reales. La salida de Lecor respondía a la conveniencia de ponerse cuanto antes al frente de los elementos brasileros que en los distritos esperaban un jefe, y que contaban ya con el apoyo de los orientales que obedecían las órdenes del Comandante después «Brigadeiro» don Fructuoso Rivera.

En tanto se producían estos conflictos en el Estado Cisplatino, coincidentes con los provocados en las provincias de Marañón, Pará y Bahía, una sociedad secreta de patriotas existente hacía algún tiempo en Montevideo al habla con la mayoría de los miembros de su Cabildo, trataba de sacar utilidad de la emergencia para reiniciar la obra de redención. No había que resolver al respecto ningún problema, porque si alguno hasta entonces había aparecido insoluble, acababa de darle solución el filo de la espada; el Estado Cisplatino no era ya dependencia de Portugal, sino de su antigua colonia, porque aislados los últimos representantes militares del reino dentro del viejo Real de San Felipe quedaban por el hecho heridos de impotencia, sin vínculo de solidaridad alguna con el país dominado por los disidentes, y sin comunicación fácil con la metrópoli, a su vez imposibilitada para protegerlos con eficacia. Guiándose entonces por el espíritu de conservación propia y no ya por el deseo de retener una conquista ilusoria, el general portugués don Alvaro da Costa, cauteloso y prudente, propuso al Cabildo entregarle las llaves de la ciudad y aun dejarle hombres y municiones de guerra para su defensa, siempre que aquél le proporcionase los recursos necesarios para trasladarse con sus tropas a Europa. Esta proposición era tentadora. Los orientales adhirieron, prometiendo emplear todos los medios a su alcance para el logro del objeto, aun cuando alejado el enemigo del recinto, tenían siempre delante el peligro -tal vez más temible, del nuevo Imperio. Recurrieron al gobierno de Buenos Aires, de que formaban parte Don Bernardino Rivadavia y el Doctor Don Manuel F. García- el mismo que había intervenido en la oscura negociación de la ocupación de la Banda Oriental por los portugueses, en la época de Artigas. El gobierno argentino acogió bien al emisario, que lo fue el Coronel don Ventura Vázquez, e indicó a los orientales línea de conducta; con todo, la confianza nacida de esta actitud considerada sincera por los patriotas, debía desvanecerse en la hora decisiva como toda promesa banal de gabinete que tiene de sobra con las preocupaciones domésticas que absorben su actividad. La acogida sin embargo, dispensada al agente confidencial, y la buena dosis de consejos dados por el señor Rivadavia al Cabildo de Montevideo, entre los que resaltaba el de la conveniencia de que la opinión pública se pronunciase allí, antes de que a su vez lo hiciera el gobierno de que él era órgano caracterizado, dieron germen a varias iniciativas importantes no siendo entre ellas la menos digna de mencionarse, la aparición entonces en la capital del Estado Cisplatino de cuatro periódicos y otros impresos sueltos tendentes a levantar el espíritu local, en armonía con las instrucciones o indicaciones amistosas del gobierno de Buenos Aires. Santiago Vázquez, Antonio Díaz, Juan Francisco Giró y Diego Benavente -escritor de nacionalidad chilena-, fueron los encargados de esa misión elevada, conciliando la propaganda periódica con el interés momentáneo de los portugueses que la protegían, y ahondando la discordia entre éstos y los brasileros. Los alistamientos patrióticos comenzaron bajo estos auspicios; el general Costa dioles impulso con un batallón de libertos, y con armas y municiones para otro de cívicos y para un regimiento de caballería, que debía comandar el aguerrido oficial Manuel Oribe llamado a adquirir con él algunos laureles en jornadas parciales; pero, estos esfuerzos según se verá bien luego -estaban condenados a esterilizarse en el vacío y la indiferencia de los mismos que los habían alentado con sus promesas.

Como decíamos al principio, la prensa tuvo su misión y notable en los primeros años de la tercera década del siglo. Por lo menos devolvió al ánimo público su temple enérgico.

Aunque ensayos de gimnasia intelectual de espíritus superiores unos, menguados otros, no pocas de esas propagandas se fundaban en el hecho de una conciencia propia formada en el pueblo por los múltiples esfuerzos anteriores, en sentido de la emancipación absoluta. Eran tiempos de descomposición en el viejo virreinato, a la vez que de persistencia soberbia en la provincia oriental en sentido de los rumbos fatalmente abiertos por la acción revolucionaria. Los heroísmos desgraciados habían cubierto de semillas el surco, y como era fertilísima la tierra había engordado el grano y recomenzaba a cuajar con fuerza.

Francisco de Paula Pérez, periodista de términos medios, no conseguía con su PACÍFICO ORIENTAL satisfacer ni a monarquistas ni a liberales, a pesar de haber colocado al frente de su hoja esta sentencia de Lanjuinais, tan deleitablemente lírica entonces, como ahora: -«Felices de los pueblos y de los que los gobiernan, si sus derechos recíprocos determinados por una sabia constitución cumplida de buena fe, se sirven de mutua garantía y se afirman de año en año por los trabajos de consejos representativos».

La imprenta de Torres -después de los Ayllones- especie de potencia tan temible como poco conocida en la época de que hablamos, lanzaba a intervalos sobre el vecindario aturdido, tan pronto periódicos de lenguaje enigmático aunque comprensible por intuición al instinto popular, como hojas curiosísimas en el idioma fe Camoens que hablaban de la adhesión al rey con un candor admirable.

Antonio Díaz -después Teniente General de la República- el Coronel Santiago Vázquez y el joven patriota Juan Francisco Giró sostenían en LA AURORA la causa vencida, combatiendo las complacencias que se dispensaban a los usurpadores. El impreso llevaba por divisa el pulchum est bene facere rei publicæ de Salustio -viejo sátiro por entonces muy querido de los que hacían estudios de clasicismo.

Eran estos escritores, como los heraldos que golpeaban bajo, en los escudos del palenque desierto anunciando los combates de un porvenir cercano; y que, muerta por consunción su hoja, engendraban luego EL AGUACERO para conservar la llama con meritoria constancia, estampando por lema, ante las tristes veleidades de los coetáneos, estas palabras de Jesús según el evangelio de San Lucas: -«¡Ay de vosotros! que edificáis los sepulcros de los profetas, y vuestros padres los mataron». Y en pos de esta efímera hoja, EL PAMPERO, seguido de una RÁFAGA como suplemento, en cuyo frontis se consignaba este epígrafe sacado del canto tercero de la Araucana: «Nuestra fama, el honor, tierra y haberes a punto están de ser recuperados, -que el tiempo que es el padre del consejo,- en las manos nos pone el aparejo.» ¡Predicción de tiempos de gloria y desagravio que había de cumplirse! Pero, ese impreso cesó pronto también, así como EL CIUDADANO, que en sus cortos días pugnó valiente por alimentar el fuego del patriotismo en el corazón de los criollos.

Por otra parte, y obedeciendo a móviles distintos, el famoso fraile Francisco Castañeda, -primer condenado en un juicio de imprenta en el Plata- lejos de causarle el fallo mayor escozor que la disciplina en carne desnuda, se permitía dar a luz con sus viñetas historiadas aquel singular papel DOÑA MARÍA RETAZOS, «para instrucción y desengaño de los filósofos incrédulos que al descuido y con cuidado nos habían enfederado el año XX», -el doctor Bernardino Bustamente, clérigo avieso oriundo de la península, denunciaba en su Febo Argentino a Rivadavia, a Valentín Gómez, a Manuel García y a Nicolás Herrera como agentes principales de la anexión de la provincia al Portugal;- y, EL DUENDE DE ANTAÑO, por haberse tomado la libertad de escribir en sus columnas la palabra orientales, sinónimo de TUPAMAROS, dejaba en el acto de existir a una simple amenaza del sable de los lagunistas.

¡Tiempos extraños aquellos! Propósitos deliberados, tendencias ciegas, aspiraciones ardientes, patriotismos febriles, defensas de ideas impopulares, apologías de sistemas inicuos, todo esto iba reflejándose en los órganos de publicidad -por orden cronológico- bajo la inspiración de espíritus discrepantes y de caracteres opuestos; siendo de notar que, los que hablaron de «independencia» en un estilo más o menos alegórico -en atención a las medidas restrictivas de la época- eran los que merecían en el fondo la acogida benévola de una opinión pública por entonces pasiva y nada peligrosa en apariencia.

El SEMANARIO POLÍTICO redactado por Manuel Arana, -súbdito portugués, atacaba en 1823 los actos del General Lecor y a la prensa de Río Janeiro- que a su vez seguían el impulso dado al pueblo brasilero desde la aclamación en el campo de Ipiranga. Arana era uno de aquellos escritores de antaño que se creían inconmovibles en su tribuna mientras sostuvieran los derechos del más fuerte; y, como, aparte de esa convicción, contaba él con el apoyo moral del Cabildo, tenía abierta la suscrición de su periódico en la calle del Fuerte, librería de Yáñez, y repartía cien ejemplares de cada impreso a los Voluntarios del Rey -lo que era un lujo extraordinario de propaganda en aquella época de la candileja y de la pajuela. La prédica no salía con todo del circuito amurallado, y fue como un estertor de agonía para la dominación portuguesa, a la que se agregaron bien luego como últimos destellos de una llama que muere las propagandas de EL PUBLICISTA MERCANTIL, y de Costa en LA GACETA.

Lo único de notable que ésta denunciaba, a mediados de 1824, era el hecho de la aparición en el puerto en donde echó anclas, del primer buque a vapor que surcaba las aguas del Plata, trayendo al tope la bandera inglesa; y el otro, insertaba como digno final de sus tareas los oficios de mutua despedida entre el General don Alvaro De Costa Comandante en Jefe de los Voluntarios Reales y el Cabildo de Montevideo. Fuera de esto, nada más puede exprimirse de sustancial en las hojas amarillentas sobre las cuales sudaban parcamente las prensas de la TIPOGRAPHIA DO ESTADO; siendo justo sin embargo, consignar aquí que todos esos periódicos al defender a los portugueses fueron buenos auxiliares de los patriotas, cuya causa patrocinaban, «por conveniencia» y por lealtad. Pero, -los únicos esfuerzos intelectuales que en realidad tuvieron influencia benéfica, porque llegaron a rozar en lo vivo el sentimiento local de los nativos, fueron los de Díaz, Vázquez y Giró, contra todas las tendencias conservadoras de los García, los Obes y los Herrera-, marqueses y barones convencidos de una monarquía ideal. Aquellos periodistas, verdaderos precursores de la prensa libre de doctrina y de combate, conocían indudablemente el terreno en que ejercitaban sus fuerzas mejor que los caballeros sin feudo y apasionados de la heráldica que consideraban al terruño harto pequeño para dividirse por sí solo en señoríos; mas, si bien en su prédica invocaban aspiraciones realmente populares, estaban lejos de sostener el principio de una independencia absoluta que era en el fondo el ideal de los orientales aunque este anhelo constante y ferviente no trascendiese en actos o deliberación pública alguna. Preciso es reconocer que si no lo sostenían en esa forma, no era porque creyesen que con la desaparición de Artigas del teatro de la lucha había cesado la causa de resistencia en los orientales a reincorporarse a Buenos Aires o a cualquier otro país; sino porque así convenía hacerlo, desde que el señor de Pueyrredón y su ministro el doctor Tagle habían sido los primeros en atribuir a la sola voluntad indómita del caudillo lo que atribuir debieron a la voluntad indómita de la masa.

El señor Rivadavia, más perspicaz tal vez, no participó de la opinión de sus antecesores, y por eso las promesas del gobierno de que formaba parte no llegaron a cumplirse, quedando nuevamente los orientales, en el periodo de que hablamos, relegados a su suerte.

Con todo, la prensa contribuyó a los propósitos certeros de la lógica secreta. Verdad que eran pocos los que creían en sus vaticinios patrióticos o en sus visiones proféticas entre la clase pensadora, que nunca tuvo fe en el instinto y en el músculo librados a su sola fiereza.

El espíritu de nacionalidad seguía en incubación lenta; los pasados esfuerzos locales no habían aún dado forma a su obra, que no era una obra sin nombre, pues tenía su significación, sus alcances al porvenir, sus lineamientos claros en lo presente trazados con las puntas del sable y de la lanza tintas en sangre generosa. En el fondo de esa sociabilidad sin iniciativa ostensible, al parecer inerme, persistía no obstante, como hemos dicho, la primitiva tendencia al cambio con la propensión nativa a la rebeldía y a la acción. Estas energías viriles no podían expandirse y difundir de pago en pago la fiebre de la pelea, como en otros días no lejanos, hasta tanto no se reconstituyese la base de resistencia que consistía en la junción de los egoísmos locales a la vez que en la refundición de esfuerzos en sentido de la unidad de familia y de un destino común.

Tras del caudillo sólo había quedado denso polvo en la atmósfera mezclado a la sombra de una gran derrota gloriosa; pero, recordábanse en los hogares algunos nombres que eran como esperanzas risueñas, a la vez que rayos luminosos de los primeros heroísmos a través de aquel polvo de las batallas sin suerte; y aniversario de sacrificios cruentos en defensa del terrón, cuando sólo peleaba un grupo de soldados irregulares contra ejércitos aguerridos, guerrilleros contra maniobristas, oponiendo al número el denuedo, y llevando cargas a fondo sobre la estrategia hábil y el cuadro doble. Así fue cómo se marcaron con sangre desde entonces en el mapa geográfico y en las tablas de los anales, los nombres de India Muerta -de Ibiracoay -de San Borja -de Corumbé -de Aguapey -de Arapey -del Catalán -campos y ríos testigos mudos de una lucha desesperada, apenas alternada por algunas victorias estériles cuyas dianas se perdieron sin eco en el desierto.

Tal era el estado de las cosas y de los espíritus, en el instante histórico y preciso en que comienza nuestro relato, -desarrollo lógico del plan que nos impusimos en nuestro libro anterior, diseñando allí sus primeros lineamientos.

Esta introducción se hacía necesaria para vincular épocas y eslabonar sucesos, y también para dar una idea clara, en sus efectos, de las causas impulsivas y móviles determinantes de los actos, esfuerzos y sacrificios de patriotismo de la generación heroica que no creyó concluida su obra generosa hasta después que declaró a la faz del mundo que su tierra era ya independiente de todo poder extranjero, y que se imponía como forma definitiva de gobierno las instituciones libres; -no para desconocerlas y deshonrarlas- sino para trasmitirlas a la prole nutrida con sangre de valientes y sudores de martirio, a fin de que ella las llevase sin cobardías ni vacilaciones hasta sus últimas consecuencias.

Capítulo 2 - El medio ambiente

¡Buenos tiempos aquellos en que la ciudad de San Felipe no era más que un hacinamiento confuso de casas bajas sin revoque, con techos de teja, distribuidas y alineadas en calles muy estrechas sin solado firme llenas de lodo, alumbradas con velas de sebo en faroles de pescante, con plazas en que crecían hierbas y pacían bestias, campanarios al ras de las cumbreras, cementerios dentro del recinto, casernas de granito y negros trozos de muralla, como roto cinturón, dispersos hacia el norte y el levante entre pantanos y malezas! Por entonces la plaza de la Matriz servía de mercado o feria, realizándose allí sobre los cordones de la vereda, junto a postes y cadenas las ventas y compras de legumbres, hortalizas, pasteles, frutas y mazamorra con leche, confundidas todas las clases y razas, blancos, negros, pardos, zambos, cambujos, indios; propietarios, mercaderes, militares y esclavos; con calzones de tres botones unos, de uniformes otros, de chiripaes estos, aquellos de melena y poncho, en tanto una de las charangas lusitanas provista de «chinchín» con adornos de cerdas, lanzaba a los aires sus marciales ecos desde la acera del Cabildo.

Tiempos famosos aquellos de usos y costumbres sencillas, en que los goces y novedades sociales se reducían al cuento y a la intriga en las salas de pesados cortinados, y la virtud era tan austera que por la menor falta se reducía a penitencia una doncella en la casa de ejercicios, bajo la dura regla de la beata mercedaria Sor María de Jesús; en que se llevaba el rapé blanquillo o colorado en cajas con música, usándolo como quien aspira oxígeno puro hasta las mismas ancianas pulcras; en que el recato iba al extremo de no mirar con fijeza a los hombres, y el sentimiento del pudor al punto de no enseñar jamás las vírgenes en sus composturas y modas, ni el nacimiento siquiera de la garganta. ¡Ya están lejos! En tales épocas, la inocencia colonial no había sufrido merma alguna: se conservaba íntegra, atribuyéndose el milagro a la educación de convento. Si una pierna hermosa mostraba la liga, el pecado era grave: prohibido también estaba bajo pena de reclusión el amorío con el rabillo del ojo. Este hecho, no consentido por la autoridad paterna, comprometía seriamente el porvenir de una doncella.

A purgar esas y otras transgresiones de la ley moral, llamaba cada mañana la campana tartajosa de San Francisco. A veces la concurrencia era tan numerosa que el recinto aparecía muy reducido, y tan densa la atmósfera, que se hacía necesario habilitar el atrio para los sermones en días bonancibles. En concepto de algún circunstante campesino, «el aire de adentro podía cortarse en tajadas por lo espeso.»

Limpias las conciencias, bien podía irse al teatro. Cerca éste del Fuerte, con unas puertecicas que obligaban al concurrente a clavar la barba en el pecho al penetrar en un vestíbulo de circo, ofrecía en su interior a la claridad dudosa de un gran disco de candilejas el aspecto de un retablo corregido y aumentado de maese Pedro, dada la perspectiva del escenario, el género del espectáculo y el vestuario pintoresco de los cómicos de la legua que declamaban a asfixiarse, más que en beneficio de la pieza clásica en el interés del aplauso. La asistencia del gobernador y de los jefes superiores en los palcos, así como la de damas principales engalanadas de prendas de oro y brillantes que hacían juego con las presillas, medallas y galones militares, y correspondían al frac y chaleco blanco de raso de los caballeros, daba tono al centro y poderoso estímulo a los personajes que se movían desaforados en las tablas. Mientras en éstas se mutilaba sin piedad a Calderón de la Barca, sorbíase rapé con disimulo y funcionaba el catalejo.

Aparte de este inocente entretenimiento, el bello-sexo tenía también el de bailes y saraos para resarcirse de las largas horas de oratorio y místicas vigilias en rosarios y misas de alba. Desplegaba en esas exhibiciones, no muy frecuentes, en la casa de gobierno o en la capitular, lujo extremo y buen gusto; descollando las cabezas y bustos hermosos con el peinado a lo María-Luisa, los pies pequeños dentro del zapato blanco con flores de oro y los brazos de formas tornátiles, cubiertos a mitad por el guantelete fino. Los rulos naturales y perfumados jugaban al descuido, rozando a la pareja en la contradanza y el minué, y domeñaban suaviter in modo la soberbia del conquistador. De ahí que, al bailarse luego las reposadas cuadrillas, los rostros lusitanos aparecieran encendidos. Este efecto de los «tirabuzones» solía así ser superior al de la mirada y la sonrisa.

Los centros escogidos para los hombres, eran los cafés. En salones estrechos y bien ahumados por el tabaco, reuníanse en las primeras horas de la noche y platicaban sobre los asuntos de interés preferente, con la mesura que las circunstancias exigían. Hacíanse también tertulia en varias casas particulares de españoles viejos y de «lagunistas» decididos, o sea partidarios de la anexión. El pro y el contra en estas reuniones aristocráticas, llegaban a asumir proporciones de disputa de barrio; pues, como en toda época difícil, todos tendían a buscar en la escena su colocación más conveniente.

En la calle denominada más tarde de Treinta y Tres, extendíase hasta una y otra costa del río una línea de casuchas, cobertizos y barracas, -moradas de gente pobre. Olíase en todo ese trayecto a palometa y pescadilla de rey, y exhibíanse a los ojos de los transeúntes remangas, aparejos y redes de jorro, cañas y relingas, piolas y plomadas, así como hombres descalzos cargados de palancas y de peces. Más interesante que todo eso, a no dudarlo, según la tradición, era la abundancia de rostros lindos en la prole femenina; afirman que allí brillaban tantos ojos expresivos y lucíanse tantos gentiles cuerpos, que la galante oficialidad portuguesa afluía en masa al barrio de los pescadores con el intento de bucear en la seguridad de encontrar perlas.

Hacia la parte del mediodía, a poca distancia, la escena cambiaba por completo: chatos edificios dispersos de ladrillo desnudo en callejones tortuosamente delineados, eran madrigueras de negros africanos y de zambos, donde se bailaba a la luz del candil -única que en ciertas noches hendía a trechos las tinieblas después del toque de queda. A este barrio costanero concurría con guitarras el peonaje de carretas del hueco de la Cruz, para mezclar a sus hábitos de campo un poco del placer de poblado, refinando en algo el gusto silvestre con la tosca golosina del suburbio: germinación y principio del tipo híbrido que había de desarrollarse y difundirse paulatinamente en las afueras en el andar del tiempo, sin llegar al nivel del hombre de ciudad ni ponerse a la altura del gaucho altanero. El baile de «candil», debía ser el precedente forzoso del baile de «academia». El tipo primitivo empezaba a derivar por ley de evolución y, como el avestruz macho, incubaba sin saberlo el huevo del «compadrito» al calor del vaho del conventillo y del sensualismo grosero.

En cambio de estas clases que no se alzaban del nivel común por la naturaleza del sistema imperante y la índole misma de su origen, coexistían otras dos sin excluirse ni chocarse; por el contrario, vinculadas sólidamente, mantenían el equilibrio de los intereses económicos y financieros, sustentando con sus robustas fuerzas las situaciones más difíciles, como que eran las que explotaban las fuentes de la producción y el trabajo. Bajo tal forma debían reputarse los comerciantes y ganaderos o hacendados. Los primeros constituían una clase verdaderamente privilegiada, formando con las segundas un rango superior; teniendo como reglas de procederes, viejas leyes y estatutos coloniales que se consideraban en su aplicación como inviolables. El tribunal del Consulado había dado, en su carácter de institución excepcional, seriedad y tono a este gremio; el que, por otra parte se imponía por sí mismo, a partir de la proverbial honradez de sus actos.

Si bien eran limitados los capitales en giro, llenaban por completo las exigencias del mercado; y aún se atesoraba, sin tirantez ni usura. Los estancieros, dueños de la grande propiedad, -no conocida entonces la pequeña sino en reducida escala y, por lo mismo, embrionarias la agricultura e industrias accesorias,- constituían a su vez un factor poderoso, y quizás la piedra angular de la vida económica. De tal modo primaba como industria el pastoreo, que las demás, sin excluir la de transportes tan necesaria a su incremento, nacían y se desarrollaban anémicas, -ya que no se extinguieran en breve tiempo-, como las plantas que brotan a la sombra del «yatay» o del «ahué» legendario.

En esas grandes propiedades, -a veces comarcas enteras,- pacían numerosos ganados, que cuidaban pastores de índole tan bravía como la de los mismos toros indómitos. ¡Las soledades nivelaban los instintos! Sustraíanse por épocas inmensos rebaños; consumían multitud de reses los ejércitos; ocultábase en los montes por falta de rodeo la flor misma de la hacienda vacuna; -pero, todo eso no disminuía de una manera sensible la cantidad enorme de animales útiles esparcidos en abruptas sierras y feraces como una bendición del suelo. La riqueza pecuaria pues, merecía ser calificada de don natural, desde que en nada se hacían sentir por entonces la previsión y el cuidado para su aumento, mejoramiento y cruza. El crecimiento espontáneo suplía el esfuerzo del hombre, y no importaba mucho al grande propietario que un tercio de los novillos gordos se hubiesen hecho cimarrones, y que la lana de sus ovejas fuese ordinaria y tosca, y llevase de adorno mil abrojos y flechillas. ¡Cosas del tiempo, y virtudes del clima!

Por no desautorizar sin embargo, el sentencioso dicho de que el ojo del amo engorda el buey, casi todos los hacendados abandonaban la ciudad en ciertos meses del año, acompañados de sus familias, para ponerse al frente de sus estancias y vigilar de cerca las faenas, tomando en ellas alguna parte activa. Aparte del móvil del interés, cedíase también a un hábito consagrado, cual era el de procurarse el aire libre y los placeres campestres en la estación estival. La atmósfera de Montevideo durante los calores, y la falta de mayores alicientes dentro de la esfera de una existencia rutinaria, agravada por el sistema opresivo de los dominadores, impelía a los nativos a alejarse sin pena en busca de goces más tranquilos. De ahí que los hacendados, aun a riesgo de contrariedades frecuentes por el estado de desasosiego en que se encontraba la campaña, pasasen largas temporadas en sus establecimientos, -invierno y verano, a veces; más dispuestos a sufrir aquellos que a vegetar en una atmósfera, viciada, tolerando en silencio actos depresivos de gobierno y miserias de cortesanos.

¡Siempre se respiraba en los campos un aire puro, y la pluma de ñandú se agitaba al soplo del pampero en la cabeza de los caciques!

Capítulo 3 - Los tres ombúes

Denominábase así una estancia situada sobre la margen del río Santa Lucía, hacia sus primeros afluentes; considerada entonces por sus numerosos ganados vacuno y yeguarizo como uno de los mejores establecimientos de campo. Pertenecía al hacendado don Luciano Robledo, criollo opulento y bien querido, sin que esto hubiera sido parte a que en las pasadas guerras, se le hubiese respetado en sus intereses en la medida del aprecio y buena fama de que gozaba.

El casco, «tronco» o casa principal se componía de un rancho de techo de paja brava, «cumbrera» y costaneras de «lapachillo» y «sauce negro», «tijeras» de quebracho, paredes de «cebato» o quincha con entretejidos de ramas de «ñangapiré»; dos ventanillas a la parte del oriente de alfeizares adornadas con macetas de rosas y claveles, puertas bajas y estrechas, pero de buenos cerrojos; y tres habitaciones -dos dormitorios a los costados y en el centro el comedor, sin otro solado que la costra dura y seca, con buen nivel. Paralelo a éste se levantaba a pocos metros otro rancho de dos piezas para peones, una enramada y cocina. Como adherencia, un horno pequeño también de «cebato». En la cocina, durante las primeras horas de la noche, ardían dos candiles, que unidos a las luces del comedor formaban una buena «luminaria», según el capataz. Las de la cocina consistían en dos cucharones ya inválidos llenos de sebo, con dos mechas de trapo por pabilos o núcleos de combustión, cuyos cucharones reposaban en dos marcas de hierro inservibles a su vez, clavadas por los mangos en el suelo a poca distancia del fogón. Extinguida esta «luminaria», quedaba el fuego alimentado por grandes ramas, de manera que en las altas horas, y aun cuando en parte las cubriesen las cenizas, enormes brasas reflejaban al exterior su rojiza lumbre, y servían para una nueva hoguera al despuntar la aurora. En medio del patio formado por los dos compartimientos, se veía el barril de agua sobre su rastra, y en desorden algunos arbolillos, enredaderas agrestes, plantas de saúco, recios higuerones y hermosos laureles. Notábase asco en el conjunto. El piso de tierra dura, limpio de yerbas, tanto en el patio como en las veredas cubiertas en parte por los aleros, se extendía plano por los contornos hasta la entrada de una pequeña huerta llena de legumbres, tronchudas hortalizas, albahacas, matas de sandías y gramíneas en grupo hinchadas de espigas.

La morada no dejaba de ser alegre, pues estaba blanqueada en su exterior y por dentro; las puertas y ventanillas tenían su mano de pintura verde; las plantas crecían airosas por el cuidado asiduo; y todo en sus detalles, revelaba la sencillez de costumbres del tiempo. Verdad que, en muchos sitios, lo negruzco del «cebato» se imponía a la capa de cal, y la madera tosca mal cepillada, al verdegay de la pintura; pero, no era posible exigir más en una estancia de hacendado rico, pues eso mismo era un lujo, el que no privaba a las avecillas y a los insectos que coparticipasen con toda inocencia de sus ventajas. En los extremos de troncos de las «tijeras», los «mangangaes» de fuerte aguijón habían horadado la madera fabricando hondas cuevas, a los bordes de cuyas aberturas circulares formaban excrecencias amarillas los residuos de su miel ardiente, y en ciertas horas veíanse llegar los vellosos insectos color de tabaco con sus presas entre las antenas fornidas, revolotear irritados en redor de las cabezas de los que en el patio estaban, zumbar un momento ante sus cuevas como inmóviles en el aire, al batir rápido de sus alas vidriosas semejantes al hielo de los charcos, y sepultarse al fin en sus tugurios con el dardo temible a la vista móvil y retráctil, por si acaso venía una agresión por retaguardia, -lo que solía ocurrir cuando a alguna traviesa se le antojaba pincharlos con una pajita-. Debajo de los aleros, el movimiento de vida era mayor. Allí, entre la pared de «cebato» y la techumbre de paja brava, como si las aves la considerasen masiega enorme sobre colosal terrón, habían formado golondrinas y «ratoneras» sus nidos primorosos de plumas y ramitas en gran cantidad; de modo que, siendo el periodo de la cría, sentíase al oscurecer y al alumbrar el día un piar confuso y plañidero que llegaba a revestir las proporciones de un coro o de una orquesta de flautas cuando se entraban las pequeñas madres con gusanillos y lombrices de tierra en los picos sacudiendo sobre las nidadas sus alas rumorosas.

El cerco de la huerta era mixto. De un lado, palos de sauce y molles a pique, asegurados por guascas peludas; de otro, exóticos agaves espinosos ya proyectos en su mayor parte, pues con raras excepciones, de cada planta que extendía a todos rumbos sus hojas erizadas de pinchos, se elevaba robusto un pitaco sólo comparable a un tubérculo o a un espárrago gigantesco, provisto de barbas fibrosas de un color negruzco como el del cogollo. Estos frutos o vástagos únicos del agave, que hienden el espacio a gran altura como últimas manifestaciones de la fecundidad y de la energía de la pita que luego se seca y muere, después de haber alimentado con sus hojas carnudas a los grandes bueyes aradores, no surgen ni crecen simultáneamente sino según la edad o grado desarrollo de la planta. Por manera que, de una parte veíase pitacos nacientes, blandos y jugosos en la cúspide, al punto de poder ser allí tronchados a un golpe de cuchillo, con su corteza verde-esmeralda y sa extremidad cónica -así tierna como el casquete de un hongo; y por otra-, liseras fornidas de coraza dura, con sus brazos recios en forma de arcos y sus ramilletes macizos remedando candelabros de antiguos veladores, en cuyas anteras amarillentas venían los colibríes en la hora del crepúsculo a libar su agreste polen. Trepadoras de florecillas moradas se enroscaban desde la raíz al pitaco en ciertos ejemplares, formando espirales de largas guías que en algunas se extendían lejos en pintoresca confusión.

Algo más allá del cerco, copudos y ramosos, se elevaban tres ombúes de amplia circunferencia, troncos gruesos de corteza ya grietada, raíces enormes que serpeaban sobre el nivel hendido, horcaduras en diversos ramales que servían de lechos a los gallináceos caseros, y grandes racimos de frutos verde-mar muy nutridos y compactos. Estos colosos tenían ya la cabeza calva y algunos claros en derredor, por donde penetraban veloces con las alas tendidas en busca de sombra, tordos y urracas bullangueras.

Veíase a poca distancia un corral pequeño para majada del «tronco» circuido de cardos en flor, de torcidos y nudosos postes sujetos con tiras de piel vacana, cerrado en la entrada por maderos entrelazados, de un piso blando y esponjoso en su interior -resultante, de ocho o diez capas de residuos, del que se alzaban efluvios azulados bajo los ardores solares a modo de humareda de ardidos cuyo fuego no se nota, pero que se difunde en el sub-suelo afectando toda la masa combustible. Estos vapores o exhalaciones brumosas cesaban así que la pezuña del enjambre oprimía la inmensa esponja y que nuevos materiales aumentaban su nivel, para continuar al día siguiente en densa niebla, adunadas las humedades del piso con el relente de la noche.

Junto al corral, hacia el bajo de la loma, se alzaba un rancho en ruinas lleno de agujeros con su «quinchado» de paja hecho polvo por las lluvias, paredes de tierra y cañas abiertas por doquiera y mostrando puntas agudas de travesaños y varas, desmoronado en la parte superior del «mojinete», con una puerta transformada en boquerón deforme y un ventanillo hecho ojiva descomunal por la acción del tiempo. De entre la paja disuelta salían «yuyos» y borrajas, así como del que fue pavimento -ahora recorrido por batracios y culebras. El cardo borriqueño con sus largas pencas y alcachofas circunvalaba la ruina en grandes matas, y la cicuta formaba espeso boscaje en un extremo -borrando toda huella de planta humana. En el interior, de una de las «tacuaras» laterales y sujeto a un gancho de asta de venado prendido a su vez en otro de alambre viejo, pendía una lonja de cuero duro, que había sido quizás la codicia constante del «tucu-tucu» y de la comadreja durante largos meses.

Después de estos escombros, la soledad extendíase por delante con su naturaleza selvática llena de accidentes y verdores eternos, murmurios de caudales de agua cristalina y sordos rumores de ganados, que en la puesta del sol se aglomeraban en una meseta a paso tardo entre bramidos, parándose a intervalos para arrojar la tierra por encima de los lomos recalentados o para chocar sus cuernos con ruido seco y estridente. Por esos sitios y a tales horas las perdices en parejas buscaban su yerba favorita o sus gusanillos de tierra; la gama erguía su cabeza airosa a la orilla de algún bañado para lanzarse a la carrera entre los arbustos, encorvado en forma de asa su apéndice caudal; y los ñandúes en grupos subían la ladera a paso mesurado, el cuello tieso, silbando melancólicos en coro extraño con múltiples reptiles.

En el fondo del declive de la alti-llanura que formaban en su nexo las cuchillas, seguían entre breñas su trayectoria culebreando las aguas de un riacho que concluía en plano descendente a espaldas de la huerta. Esta adyacencia de aguas a la tierra ligera de la planicie de capa vegetal mediocre, siempre dominada por el sílice, daba incremento a las malezas, a la mielga y al trébol, acumulando en su ribazo un verdadero boscaje verde y denso. En el borde opuesto, sobre un plano hendido que no era más que un estero, diversas hoyas o charcas por él alimentadas daban vigor y vida a los pajales, a las cardas, a los «ceibos» y a los juncos en enmarañado mapa de masiegas, trozos ramosos, islas de arbustos y prodigiosa masa de rectos bastones que encubrían esas humedades tan queridas de los palmípedos, así como tremedales temibles y «cañadas» silenciosas.

En la hondanada profunda corría el río, orlado de montes en sus dos riberas.

De una a otra escarpa del río, el doble velo o cortina de vegetación, ora tendiéndose amplio a lo largo de las márgenes sin dejar en descubierto claro alguno, ya ocultándose en los recodos bruscos del terreno para reaparecerá lo lejos siempre lozano y verde como un saurio colosal que escondiera en el horizonte la cabeza, presentaba desde la alti-llanura el aspecto de un solo bosque tupido e inaccesible sin permitir seguir a la mirada las sinuosidades y caracoleos caprichosos de la cuenca.

Algo encantaba, sin embargo, estos lugares solitarios; y era la presencia en el pago de las dos hijas del hacendado Don Luciano Robledo, Natalia y Dorila; quienes, huérfanas de madre, le acompañaban siempre en sus excursiones obligadas a la estancia. Ni una ni otra se hacían en ello violencia. Algunos meses de campo no las fatigaban, habituadas desde muy niñas a la vida promiscua de pueblo y campaña. Por otra parte, sus goces habían sido siempre limitados. La educación del tiempo no daba lugar al refinamiento de gustos; y de ahí que don Luciano recordase con frecuencia aquel proverbio «a lo que te criastes», cuando se exigía de él algo que no fuese discreto o no se encuadrase dentro del plan de su economía doméstica.

Si bien Natalia tenía el cabello castaño, llamábanle Nata la rubia, para distinguirla de otra de su mismo nombre pero muy morena que vivía en el campo vecino, y era como la virgen del pago por antigüedad y fama. Nuestra «rubia» superaba en exceso con todo, las gracias de su rival, sin dejar de ser criolla y tan dada como aquella a la vida campestre. Tenía unos ojos garzos grandes con pestañas espesas y cejas admirablemente arqueadas de un color casi dorado, la nariz fina y correcta, el cutis blanco sembrado de rosas frescas, pequeña la boca de labios finos, muy rojos, húmedos y un tanto fruncidos -verdadera flor de carne- que al entreabrirse mostraba una doble fila de dientes tan reducidos en su tamaño, limpios y parejos que bien parecían obra de artificio; la barba recogida hacia adelante con un hoyito en el medio, el óvalo perfecto con esa pelusilla propia de fruta incitante, erguido y saliente el busto, cuanto era de curvo el torso -como de persona que se ha ejercitado siempre en el caballo; y, por último, la mano y el pie armónicos -vale decir- éste de empeine alto y ancho aunque corto, y aquella de dedos regordetes con algunas grietas y punzadas de aguja en las yemas.

Esparcíase por el rostro de esta joven tal aire de dulzura y candidez, que inspiraba simpatía a primera vista, como si en él se retratase toda su vida interna -así cual se reflejan en melancólicas sombras los árboles, las nubes y las aves fugitivas en el remanso tranquilo de un arroyo.

Su hermana Dorila, menor que ella, pues contaba diez y siete años, de estatura media, delgada y flexible como un gajo de membrillo, morocha pálida de ojos par los muy vivos y penetrantes, muchas cejas, fosas hondas y oscuras, nariz de alas abiertas, boca grande de labio inferior carnudo, un lunarcillo sombrío cerca del hoyuelo de la barba, el pabellón de la oreja pequeña bien ajustado al rostro, cabellera negra abundosa cuyas trenzas formaban en sus extremos como penachos de crespas hebras, y pie bien ceñido al zapato -era una joven nerviosa e inquieta a quien parecíale bien hacer siempre su gusto, sin que la libertad de que gozaba impidiera no obstante, que a su corta edad cavilase a ocasiones y cayese en hondas tristezas después de exageradas alegrías.

Alguna vez se había observado, después de una carrera frenética en caballo criollo mal domado de crines a retazos, copete ralo y cola convertida en escoba por los abrojos -ya detrás de la manada arisca, ya en pos de los ñandúes salvajes-, que ella se apeaba junto al río, en la barranca del vado, y largando el cabestro, se sentaba en algún terrón del ribazo con la mano en la mejilla y la mirada fija en el agua dormida, como absorta, sin color en el rostro e inmóvil, al punto de que a su lado abatieran el vuelo los patos picazos y se lanzaran tranquilos al río sacudiendo las alas hasta rociarla con una lluvia de menudas y brillantes gotas.

Dora -que así la conocían- era por otra parte activa y diligente en los quehaceres domésticos, fuerte para la fatiga, hacendosa sin reservas, a extremo de que su hermana mayor hallaba descanso y consuelo en su fortaleza de ánimo.

Una y otra se levantaban con el alba por necesidad y por costumbre; juntas veían transcurrir las horas; y con el mismo hastío esperaban que llegase la del reposo, que era la primera a veces de la noche -con sus balidos de corderos quejumbrosos, sus cantos de gallos regalones y su aullar de mastines somnolientos.

Volvía la aurora a aparecer, y con ella idéntica existencia.

Cuidaban de la huerta y de unas plantas que daban flores olorosas. Cuando aspiraban con ansia sus perfumes se quedaban pensativas. Sobre el borde de un pozo pendían claveles del aire -blancos, anémicos, de un aroma suave- que demoraban muchas lunas sin abrirse, a pesar del rocío de la altura y del vaho frío del abismo; pero que, ya abierto el cáliz, se crecían bajo el calor de las manos y de los labios de las que en silencio buscaban como un placer solitario su dulce veneno.