Eres lo que comunicas - Manuel Campo Vidal - E-Book

Eres lo que comunicas E-Book

Manuel Campo Vidal

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Manuel Campo Vidal, sociólogo, profesor de comunicación y reconocido periodista, lo sabe mejor que nadie: somos lo que comunicamos, y por eso en este libro se identifican, se describen y articulan las claves para conseguir la excelencia comunicativa: la palabra y su poder, el valor del silencio, la escucha imprescindible y el impacto de la emoción. Una obra eminentemente práctica, porque con técnica, trabajo y ensayo se puede ser un excelente comunicador que sorprenda al auditorio, que emocione con sus palabras y también con sus silencios, y Manuel Campo Vidal es, tal vez, el mejor profesor en la materia para enseñarnos a serlo.

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© Manuel Campo Vidal, 2018.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO210

ISBN: 9788491870319

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

INTRODUCCIÓN: COMUNICACIÓN COMO ÍNDICE DE HUMANIDAD

PRIMERA PARTE. LAS CLAVES DE LA EXCELENCIA

1.LA EXCELENCIA EN LA COMUNICACIÓN

EL PODER DE LA PALABRA

EL CONTRAPODER DEL SILENCIO

EL PODER DE LA EMOCIÓN

EL CONTRAPODER DE LA ESCUCHA

2. LOS DIEZ MANDAMIENTOS DEL BUEN COMUNICADOR

SEGUNDA PARTE. LOS EJEMPLOS BRILLANTES: CUATRO HISTORIAS, CUATRO PERSONAJES Y CUATRO DISCURSOS

1. EL ARTE DE CONTAR LA VIDA

2. CUATRO HISTORIAS: TORRIJOS Y PINOCHET, CUBA, RICARDO LAGOS Y COLOMBIA

3. CUATRO PERSONAJES: OBAMA, TRUMP, EL PAPA FRANCISCO Y EL REY FELIPE VI

4. CUATRO DISCURSOS: OBAMA, GORDON BROWN, SHAKIRA Y FRANCISCO MARTÍNEZ

TERCERA PARTE. LAS TÉCNICAS BÁSICAS DEL DISCURSO Y LA INTERVENCIÓN PÚBLICA

1. PROTOCOLO DE LA INTERVENCIÓN COMUNICATIVA

2. TÉCNICAS DE PROGRESO EN COMUNICACIÓN

3. INGENIERÍA Y PRODUCTIVIDAD DE LA COMUNICACIÓN

EPÍLOGO: DE LO MAL, O DE LO BIEN, QUE SE ENSEÑA COMUNICACIÓN

AGRADECIMIENTOS: LA ESCUCHA PERMANENTE

NOTAS

INTRODUCCIÓN

COMUNICACIÓN COMO ÍNDICE DE HUMANIDAD

Cualquier persona debe preguntarse «¿Quién soy?», «¿Cómo soy?».

La respuesta es que eres lo que comunicas. Ni más, ni menos.

Hay carreras profesionales aparentemente grises o poco relevantes en las que, a pesar de merecerlo, no se hace la luz porque el dominio de la comunicación no asiste a su protagonista. Le falta casi siempre la palabra exacta, el silencio oportuno, la emoción sensible, el liderazgo sereno. La intervención precisa en el momento adecuado.

Se equivoca quien conceda poca importancia a esta cuestión. Termina confundido y sin ser capaz de explicarse la razón por la que siempre le falta un empujón final a su carrera profesional y a su proyección social. No comprende por qué algunos competidores en esa carrera sí alcanzan el objetivo que él se había propuesto, ve cómo otros le adelantan en su recorrido y siente que en su caso es como si su motor no tuviera fuerza para seguirlos.

Miremos a nuestro alrededor y observemos: descubriremos a tantos personajes que encajan en esta descripción... Dedicaron años a formarse, se esforzaron en dominar complejas materias técnicas, científicas, económicas o del campo del Derecho, la Medicina o las Humanidades. Pero en sus escuelas y universidades se olvidaron de enseñarles cómo comunicar bien lo que sabían. O, tal vez, fueron ellos quienes no repararon en la importancia de contar brillantemente lo que hacían, y de este modo nosotros perdimos ocasión de conocer lo que son capaces de hacer y ellos dejaron escapar la oportunidad de un mayor reconocimiento.

Millones de personas en el planeta padecen ese mal, más extendido quizás en el mundo latino debido a que los sistemas educativos, salvo excepciones, no incluyeron la enseñanza de las habilidades comunicativas. No es una carencia letal, por supuesto, y además tiene remedio, pero se asemeja a una suerte de minusvalía profesional que con frecuencia hace perder a quien la padece oportunidades laborales, o de liderazgo público, o de promoción interna en sus organizaciones, ante sus jefes, compañeros y colaboradores. Y, por supuesto, ante sus clientes.

Lo advertía Bill Clinton y lo recoge Tony Blair en sus Memorias: «En la sociedad de la información en la que vivimos el 50% es comunicación y el otro 50% todo lo demás».1 Bajando a la arena de la empresa, un alto ejecutivo español, Ángel Simón, presidente de la multinacional Aguas de Barcelona (AGBAR), corregía al alza el porcentaje: «La comunicación es el 80%, todo lo demás solo el 20%».

El profesor italiano Cesare Sansavini, por su parte, relacionaba esta habilidad con el valor de las empresas: «El valor percibido de una organización está en relación directa con la capacidad de comunicación de su máximo directivo». Y, añadimos nosotros, el valor de un país está a su vez en relación con lo bien que comunican sus dirigentes.2

Y es que, tal y como asegura Paul Volcker, jefe de la Reserva Federal estadounidense de 1979 a 1987: «La realidad es la percepción de la realidad», algo que afirmó en relación con la economía, pero que también sirve respecto a la comunicación: tu empresa y tú podéis ser los mejores, pero si no se percibe así porque no sabéis contarlo bien, no se os concederá esa consideración.

«Eres lo que comunicas» es, pues, una afirmación aplicable con rotundidad al valor reconocido de cualquier persona elegida al azar, ya que, en el ámbito profesional, y seguramente también en la esfera personal, una palabra de más puede originar un conflicto, así como una palabra de menos impedir su posible reparación inmediata. Porque la bala y la palabra, cuando se disparan, nunca vuelven atrás. Atención al poder de la palabra: es herramienta, pero también arma.

Y si desde la antigüedad los griegos y los romanos ya sabían que la palabra era una de las dos vías para alcanzar el poder —la otra era el arte militar—, es legítimo preguntarse por qué en el mundo latino, que desciende directamente de Roma (España, Italia, Portugal y, por extensión, Latinoamérica), ha retrocedido tanto la palabra, su influencia y su estudio.

Es posible que en las facultades de Lenguas y de Historia se hayan conservado de forma irregular la oratoria, la retórica y la comunicación eficaz, pero, salvo excepciones, están al margen del sistema educativo, lejos de gobiernos y empresas, fuera de la Iglesia y de las órdenes católicas también, con la excepción de jesuitas y dominicos, la orden de los predicadores.

Sostiene la profesora María del Carmen Ruiz de la Sierva que «el sermón es la más clara representación de la retórica religiosa», ¡pero qué sermones tan pobres y tan previsibles escuchamos hasta que llegó el papa Francisco! Baste con entrar en una iglesia o con hojear el diario de sesiones de cualquier parlamento, especialmente del mundo latino, para comprobar la pobreza de las intervenciones en la actualidad. En cambio, si releemos la Historia del siglo XIX en España encontraremos noticia de políticos que alcanzaron la presidencia del Gobierno o de la República, como Joaquín María López o Emilio Castelar, proyectados por su capacidad de comunicación. Del mismo modo, en el Congreso de los Diputados de España, en el primer tercio del siglo XX, Azaña, Ortega y Gasset, Largo Caballero o Joaquín Costa deslumbraron por la calidad de sus intervenciones. Todos ellos sabían dónde colocar la frase; eran dirigentes que podemos tomar como ejemplo de elocuencia, como es el caso de François Mitterrand en Francia o de Winston Churchill en el Reino Unido y, más tarde, de Tony Blair y, ya en el siglo XXI y en Estados Unidos, del presidente Barack Obama. Todos ellos son solo algunos ejemplos de grandes oradores contemporáneos.

La comunicación excelente se construye combinando acertadamente poderes y contrapoderes. La palabra tiene poder, pero el silencio también comunica. El poder de la emoción es imprescindible, aunque en la vida abundan los casos de líderes que acabaron perdiendo esa condición porque no tuvieron en cuenta la escucha y no supieron emocionar. Hoy día existen numerosos ejemplos de líderes sin comunicación adecuada: líderes políticos, empresariales, profesionales, sociales o universitarios que, pese a ello, han conseguido llegar bien alto. Sin embargo, es imposible no imaginar dónde estarían hoy, mucho más arriba, sin duda, de haber podido disponer de una excelente capacidad de comunicación.

Al mismo tiempo nos encontramos también a menudo con relevantes profesionales en cualquier materia que no salieron del anonimato, que no lograron destacar porque acudieron sin armamento dialéctico eficaz a la crucial batalla de la comunicación en la que se juega la partida de los éxitos y de los fracasos en el mundo en el que nos ha tocado vivir, un mundo en el que la comunicación puede incluso hasta relacionarse con un índice de humanidad, tal y como sostiene el profesor Manuel Castells: «Si la comunicación es consciente y significativa, y si somos humanos porque comunicamos con consciencia y porque hay sentido en lo que comunicamos, cuanta menos comunicación menos humanos parecemos. En cierto modo, es como un índice de humanidad».3

Algo que desde la antropología certifica José María Bermúdez de Castro: «Cada vez que se ha logrado un avance en la forma, o en los medios, para comunicarse, la Humanidad ha dado un nuevo salto».4

Por tanto, como nos ha enseñado Paul Watzlawick en su Pragmática de la comunicación humana,5 «ya que es imposible no comunicarse, porque todo comportamiento es una forma de comunicación», hagamos todo lo posible por comunicar bien, seamos humanos plenamente. Entendamos que nuestro objetivo irrenunciable debe ser convertirnos en intérpretes entre la complejidad creciente del mundo actual y la sencillez y eficacia expositiva que se requiere para saber entenderlo y explicarlo.

Para lograr este objetivo, en el presente libro se identifican, se describen y articulan las claves para conseguir la excelencia comunicativa: la palabra y su poder, el valor del silencio, la escucha imprescindible y el impacto de la emoción.

Quien desee convertirse en un comunicador de alto nivel ha de tener bien presente la observación de los Diez Mandamientos que aquí se proponen. Complementariamente, se ofrecen consejos prácticos para ganar eficacia en la propuesta comunicativa y en la solvencia personal en presentaciones e intervenciones públicas.

Junto a ello se exponen además pasajes y ejemplos brillantes de comunicación a través de cuatro pequeñas historias reveladoras y, sin embargo, apenas conocidas; nos aproximaremos también a cuatro personajes internacionales obligados por sus responsabilidades a programar y a medir cuidadosamente sus palabras y, finalmente, se analizarán cuatro discursos impactantes, dos de ellos inesperados, lo que prueba que con técnica, trabajo y ensayo se puede alcanzar la condición de buen comunicador sorprendiendo gratamente al auditorio.

PRIMERA PARTE

LAS CLAVES DE LA EXCELENCIA

Bienaventurado aquel que no teniendo nada que decir, se abstiene de darnos evidencia hablada de tal hecho.

GEORGE ELIOT

(seudónimo de Mary Anne Evans, escritora inglesa de época victoriana)

1

LA EXCELENCIA EN LA COMUNICACIÓN

La comunicación excelente se consigue combinando acertadamente poderes y contrapoderes. El poder de la palabra, sí, pero también el contrapoder del silencio. La historia está llena de discursos fallidos, de oportunidades perdidas, de alocuciones trascendentales pronunciadas en momentos importantes de un país, de una empresa, de una asociación o de un liderazgo en las que no se supo combinar acertadamente el poder de la palabra con el contrapoder del silencio.

Pero, aun dominando ambos, ese poder y ese contrapoder no son suficientes para alcanzar la excelencia en la comunicación si no van acompañados del poder de la emoción, emoción que a su vez necesita del contrapoder de la escucha, la gran olvidada en el proceso comunicativo.

¿Cuántos líderes acabaron perdiendo su condición de tales porque no tuvieron en cuenta la escucha y no supieron emocionar? Capitanearon equipos y sociedades a ciegas hasta perder el privilegio de su condición, y es que nadie es líder porque esa persona lo decida, sino porque logra convencer a los demás de que deben dejarse conducir por quien los despierta, los activa y los hace mejores, estimulándoles con las palabras, escuchándoles atento en silencio, emocionándolos con sus proyectos, haciéndoles sentir que crecen y que son mejores bajo su dirección y liderazgo.

¿Y por qué no le damos valor a la comunicación? Porque no nos enseñaron a hacerlo en las escuelas y en las universidades.

Hablamos como nos enseñaron nuestros padres, y agradecidos estamos. En la escuela aprendimos palabras nuevas y conceptos desconocidos hasta entonces. Pero de las cuatro habilidades imprescindibles para comunicar —LEER, ESCRIBIR, HABLAR Y ESCUCHAR— solo nos enseñaron las dos primeras, salvo excepciones.

Dejemos que sean los maestros Mario Vargas Llosa, Jorge Wagensberg y Carlos Fuentes quienes nos ilustren acerca de estas cuatro habilidades básicas:

LEER: «Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el colegio La Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio. [...] La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño, y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura».1

MARIO VARGAS LLOSA

ESCRIBIR: «Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía, pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras».2

MARIO VARGAS LLOSA

HABLAR: «En los diez primeros años de escuela quizá solo merezcan la pena dos cosas: ejercitar el lenguaje (leer y escribir en varios idiomas, el lenguaje matemático, el musical, el dibujo...) y entrenar el hábito de la conversación y la crítica.

Para ello hay que hablar y crear. Para crear, agítese antes de usar: agítense las ideas, agítense los métodos, agítense los lenguajes».3

JORGE WAGENSBERG

ESCUCHAR: «Un escritor tiene que escuchar, porque si no, no sabe cómo habla la gente. Anoche, por ejemplo, pasé dos horas o tres firmando libros en la feria de Buenos Aires. Pero, sobre todo, para oír a la gente, para ver qué piensa. Y, más que nada, yo les pregunto a ellos».4

CARLOS FUENTES

No haber aprendido a hablar y a escuchar, además de a leer y a escribir, nos ha conducido, salvo excepciones, a una debilidad comunicativa bien patente. Eminentes médicos e ingenieros, intelectuales de cualquier especialidad de renombre mundial, brillan apenas con luz tenue en cualquier intervención pública porque se encuentran en realidad en inferioridad de condiciones, salvo que descubrieran a tiempo que tenían la comunicación como asignatura pendiente.

Gabriel García Márquez sostiene que el mundo se divide en dos tipos de personas: los que saben contar historias y los que no saben. Ya sean historias personales, literarias, románticas, empresariales, educativas, políticas, religiosas, recreativas o de cualquier tipo, el mundo se divide en realidad entre los que ya descubrieron el poder de la comunicación y se aprestan a conocerla, aprenderla y dominarla, y los que para su infortunio siguen sin darse cuenta de que casi todo en la vida se mueve bajo el impulso de esa energía esencial.

LEER, ESCRIBIR, HABLAR, ESCUCHAR

Solo es posible comunicar bien si dominamos estas cuatro habilidades.

Las técnicas para saber hablar mejor y escuchar activamente están descritas en este libro.

PALABRA, SILENCIO, EMOCIÓN, ESCUCHA

Solo la combinación perfecta entre estos cuatro auténticos jinetes de la comunicación nos hará ganar la disputada carrera de la excelencia comunicativa.

EL PODER DE LA PALABRA

Los que piensan bien hablan bien.

Y el que habla mal es que no piensa bien.

JULIÁN MARÍAS

Una palabra puede salvar una vida:

«¡Cuidado!», le gritó un señor cura al niño llamado Gabriel García Márquez cuando estaba a punto de ser atropellado por una bicicleta. Así lo relató el escritor colombiano en 1997 en su discurso en Zacatecas (México) titulado «Elogio de la palabra». El ciclista cayó al suelo, y el cura, al pasar junto al niño, sin detenerse le dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?». Gabo lo aprendió aquel día.5

Tres palabras pueden generar una gran esperanza:

«Yes We Can» fue el eslogan de la campaña electoral de Barack Obama de 2008. Sintetizaba en una afirmación todo el discurso sobre la posibilidad de remontar las encuestas y sobreponerse al duro golpe a la autoestima de los ciudadanos estadounidenses después de ocho años de presidencia de George W. Bush.

Con cuatro palabras se pueden ganar unas elecciones:

«Puedo prometer y prometo», acertó a decir el candidato Adolfo Suárez en su último discurso televisado antes de las primeras elecciones democráticas en España tras la dictadura del general Franco. Con estas cuatro palabras comenzó cada uno de los párrafos de su alocución y terminó transmitiendo la idea con esa fórmula, «puedo prometer y prometo», garantía de que no se presentaba con promesas vacías ni vendiendo humo. Cuatro palabras para generar confianza, cuatro palabras que han sobrevivido cuarenta años en discursos de otros líderes.

Siete palabras pueden cerrar una época y abrir otra:

«El pastor tiene que oler a oveja», disparó en una frase de alerta el papa Francisco a los ministros de la Iglesia católica. Difícil, pero se demuestra que no imposible, concentrar en una sola frase de siete palabras una crítica tan rotunda a una organización como la Iglesia con más de dos mil años de vida e inevitablemente cargada de rutinas acomodaticias, y añadir además en esas mismas palabras la consigna de cómo deben hacerse las cosas a partir de aquel momento: con humildad.

Diez palabras pueden derribar un muro, como sucedió en Berlín en 1989, aunque se pronuncien de pasada y con desgana:

«Es efectivo, por lo que yo sé, inmediatamente, sin demora». Con solo diez palabras en una respuesta improvisada ante periodistas un alto funcionario de la República Democrática de Alemania, Günter Schabowski, derribó «sin querer» el Muro de Berlín. El 9 de noviembre de 1989 le preguntaron en rueda de prensa la fecha en la que se haría efectiva la libertad de movimientos, ya acordada, entre las dos Alemanias. «Es efectivo, por lo que yo sé, inmediatamente, sin demora», respondió con naturalidad. Y los berlineses orientales, que llevaban casi treinta años de aislamiento, entendieron el mensaje y esa misma noche derribaron el muro.

En definitiva: tres, cuatro, siete o diez palabras bastan para generar un impacto emocional político o empresarial, dar la vuelta a un estado de opinión y mover a la acción. Cuatro, seis u ocho millones de palabras son las que se pronuncian en una campaña electoral o comercial cualquiera. Ríos verbales que desembocan en mares dialécticos. Un verdadero océano, aunque, a veces, los océanos de palabras escondan en su interior desiertos de ideas.

Porque cualquier palabra ya no es gratuita. Hoy en día, cualquier demagogia ya no queda impune, cualquier discurso vacío es desenmascarado. A la riada de palabras que anegaba la mente de los electores desvalidos se contrapone en la actualidad el análisis metódico de los discursos con técnicas modernas que separan el grano de la paja o, como en el tratamiento de los minerales, la ganga de la mena.

Estamos en el comienzo de una época nueva en la que los candidatos y sus equipos deberán tomar en serio cada discurso. Cada palabra debería ser convenientemente sopesada antes de ser pronunciada. No basta con aturdir al electorado o confundir a los periodistas. Cada discurso merecerá una autopsia semántica para determinar la razón última de su existencia y de su intención. Cada palabra deberá justificar su presencia y no será pronunciada en vano.6

Y, pese a todo, no cuidamos la palabra, no cuidamos la comunicación e, incluso, confundimos su calidad con su cantidad creyendo que hablar mucho basta para convencer. Craso error.

Quizá lo crean así en algunas escuelas de oratoria, especialmente presentes en el sistema educativo italiano, argentino o de otros países donde es frecuente la extensión de las intervenciones. Los discursos deben ser editados y el centro de edición del discurso es el cerebro. No se trata de hablar mucho, sino de planificar la comunicación, pensarla, escribirla, meditarla, corregirla y exponerla.

Identificar al receptor, conocer tanto como se pueda su identidad, sus expectativas hacia el emisor y el momento en el que se encuentra. Hay que escucharle antes de hablarle, y cuando nos decidamos a hacerlo tratar de interesarlo. Es vital abrir su puerta, atraparlo con una eficaz conexión cuanto más emocional mejor, de modo que esté en buena disposición para recibir nuestros mensajes.

Una palabra puede cerrar una negociación o arruinarla, y generar un conflicto o resolverlo. Una palabra de más puede crear un incendio, incluso en la vida personal, que cueste meses sofocar. Una palabra de menos no te permite llegar a la persona o al objetivo deseado.

No basta con tener una idea de lo que queremos decir porque, como afirma el profesor Daniel Rodríguez, «de la idea a la palabra que vamos a utilizar hay un territorio de riesgo para ganar eficacia en la comunicación».7

Hay palabras que matan y hay palabras que curan. «Las palabras pueden herir y matar, como se dice en la Biblia; por eso hay que controlarlas», advertía el escritor vasco Bernardo Atxaga, quien, acosado en su día por el entorno del terrorismo independentista vasco (ETA), reclamó la atención sobre el inicio del proceso: «Se empieza a llamar de una forma despectiva y a reírse de unas personas, se las margina y se las acaba eliminando».8

Por el contrario, hay palabras que curan. Pongamos un ejemplo: la comunicóloga Mónica Deza, experta en neurociencia aplicada a los negocios y a la comunicación, describe en un libro enternecedor el efecto terapéutico de las palabras que acompañaron el crecimiento de su hijo, enfermo desde que era bebé, a lo largo de los primeros veinte años de su vida.9 Es la historia contada por una madre y su hijo, Pablo —su nombre en latín significa «indestructible pequeño», recuerda Mónica—, en donde se explica la existencia de un chaval que nace con todo en contra y que en su narración genera esperanza porque quiere ser feliz. Explica Pablo:

Cuando salí del hospital y la luz del sol me dio de lleno en la cara me sentí feliz.

Lo había conseguido.

Me iba del hospital, aunque esta vez en silla de ruedas, porque mis piernas no aguantaban mi peso y mi cerebro se quejaba cuando intentaba ponerme de pie. Los efectos de la radio y de las quimios son horribles, pero...

Daba igual, allí estaba yo una vez más. Pablo, el Invencible.

Y Mónica continúa el relato:

Pablo estaba feliz pero agotado, y de pronto, mientras yo hablaba con mi marido, un periodista de una televisión se acercó para entrevistar a Pablo.

—Acabas de entregarle una carta a Su Santidad. ¿Querrías contarnos qué le has dicho?

Y Pablo, haciendo añicos su timidez y contra todo pronóstico, contestó con total dominio de la situación:

—Le digo que, en mis circunstancias, pues desde pequeño he estado enfermo, no entiendo por qué Dios permite que nos pasen cosas a personas inocentes.

Del mismo modo que hay palabras que curan hay otras que siembran el odio. Esto sucede en algunas mezquitas radicalizadas y en recintos de cualquier religión frente a palabras que llaman al diálogo y a la reconciliación, tal y como promovieron en su día el escritor judío Marek Halter y un grupo de imanes franceses capitaneados por Hassen Chalghoumi, cuando todos juntos acudieron a Roma en septiembre de 2013 para abogar ante el papa por un diálogo que impulsase la reconciliación entre cristianos y musulmanes.10

Y no perdamos de vista que, por más que la galaxia audiovisual nos deslumbre, la palabra seguirá siendo el epicentro de la comunicación entre los humanos, porque tal y como proclamaba García Márquez en su discurso de Zacatecas en 1997:11 «Nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas, o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, en el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio».

Comunicación eficaz es, ante todo, dar poder a la palabra, restituir el poder de la palabra, recuperar la credibilidad de la política, de la economía y del periodismo tan dañado en todo el planeta por errores de sus protagonistas.

Demos importancia a la palabra, estudiémosla, cuidémosla y alejémonos de esa verborrea que anega las conversaciones y que retrata a la perfección un dicho popular florentino: «Algunos hablan por airear los dientes».

EL CONTRAPODER DEL SILENCIO

El primer grado de la sabiduría es saber callar; el segundo es hablar poco y moderarse en el discurso.

ABATE DINOUART,

El arte de callar (siglo XVIII)12

—¿Se peleaban a menudo? —preguntó el comisario Maigret a la mujer que vivió con el asesinado.

—Casi nunca, aunque, cuando se le decía algo, William tenía una manera insultante de callar.13

Hay ríos de palabras que no dicen nada y silencios que lo explican todo.,Sin duda el comisario Maigret, o mejor, su creador literario, Georges Simenon, conocía a la perfección los distintos usos que se pueden dar al silencio y, entre ellos, el de censurar las palabras creando tensión. «Tenía una manera insultante de callar» es un elocuente ejemplo en el catálogo de usos del silencio en la comunicación.

Quizá pueda llamar la atención que destaquemos tanto en nuestro diseño de comunicación eficaz el valor del silencio. Es poco frecuente encontrar referencias a este en cualquier libro de comunicación, del mismo modo que apenas se hallarán textos en los que se considere la escucha como un elemento imprescindible de la excelencia comunicativa.

«Agradezco los silencios, porque son los silencios los que permiten la conquista de la voz», atronaba el profesor José Antonio Fernández Bravo, de la Universidad Camilo José Cela de Madrid, en una de sus conferencias.14

Pero no solo eso: vivimos en una sociedad desbordada por la intensidad de mensajes que se emiten simultáneamente. El silencio es necesario para recapacitar y para meditar.

En un discurso la palabra que nos da información, que nos genera emoción, debe convivir con el silencio. «Es fundamental esta convivencia, porque el cerebro está sobreestimulado, hay que serenarlo», advierte el profesor y pedagogo Gregorio Luri.15

En el sistema educativo apenas se hizo hincapié en la necesidad de hacer pausas, de respetar los puntos, de saber distinguir la función de una coma, de un punto y coma; de la diferencia en el tempo comunicador entre los dos puntos, el punto y seguido y el punto y aparte.

La lectura eficaz o la alocución impactante han de respetar esas indicaciones, como si se estuviera leyendo una partitura de música, para que «las frases que la componen sean respiratorias, para que puedan leerse sin perder el aliento».16

El silencio, la pausa, debe preceder a cualquier mensaje importante, destacando así su comprensión y facilitando el impacto positivo en la huella de la memoria de quien escucha.

Las pausas (es decir, silencios) son, además de los tonos, los recursos que el orador tiene para que la palabra brille, estalle e ilumine; para que los mensajes penetren en la mente del auditorio.

A lo largo de tantos cursos de Comunicación en Europa y América hemos encontrado buenos oradores que, con frecuencia, se tenían a sí mismos por excelentes sin serlo, ya que apenas hacían pausas y confundían la buena comunicación con una exhibición de elocuencia. Hablaban bien, o muy bien, pero rápido o muy rápido. Podían hasta generar admiración entre muchos de quienes les escuchaban por su fluidez, pero no eran eficaces. Costaba retener una frase suya, un mensaje fundamental en aquel río caudaloso de palabras. Estos son los alumnos más difíciles de tratar en un curso, porque esa elocuencia desbocada suele ir asociada a otra enfermedad de difícil cura: la arrogancia.

¿Cómo decirle a un candidato cabeza de cartel, catedrático de universidad, inteligente, ágil orador, que su comunicación es escasamente eficaz? Por suerte, en uno de los casos, en su hoja de vida destacaba su afición a la música, a la guitarra en concreto. El segundo día comenzamos nuestra sesión hablando de música y nos permitimos escuchar juntos el inicio de la canción de Maná «El muelle de San Blas».

En la felicidad musical de la conversación que manteníamos, elogiando la pieza, le invitamos a escuchar una versión que no era más que una manipulación nuestra de la misma canción a la que habíamos recortado cualquier pausa, pegando literalmente unas a otras las palabras de Fernando Olvera, cantante del grupo mexicano, sin ninguna interrupción.