Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Hoy en día comunicar es tan importante como saber. Tan fundamentales son las ideas como los métodos para transmitirlas a nuestros interlocutores. El qué ya no está por encima del cómo y de eso debe ser plenamente consciente cualquier profesional. Por eso, siempre se debe estar dispuesto a aprender a comunicar mejor. Explicarnos con eficacia nos ayuda a convencer, a ganar adhesiones, a crear confianza, a generar liderazgo. A partir de sus experiencias y mediante ejemplos de personajes públicos, Manuel Campo Vidal expone errores frecuentes y da consejos prácticos que deben tenerse en cuenta para convertirse en un comunicador eficaz en el entorno profesional.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2015
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
© Manuel Campo Vidal, 2011.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: OEBO183
ISBN: 9788490061671
Composición digital: Àtona-Víctor Igual, S. L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Dedicatoria
Cita
Prólogo. Con toda confianza
Primera parte: La educación y la empresa
1. Náufragos en comunicación
2. Pecados capitales del mal comunicador
3. Mala comunicación supone baja productividad
Segunda parte: Las personas
4. Liderazgos construidos (o arruinados) con palabras
5. El determinante factor humano. De Adolfo Suárez a Nelson Mandela
Tercera parte: Las técnicas
6. Recomendaciones a los profesionales
Agradecimientos
PARAMARÍAYPARACLAUDIA, PAU, IRIA, IAGOEIGNACIO
«No lo olvidéis: la comunicación es el 50% de la batalla en la era de la información. Dilo una vez, dilo dos veces y sigue diciéndolo, y cuando hayas terminado, sabrás que aún no lo has repetido lo suficiente.»
BILLCLINTON
(citado por Tony Blair en sus Memorias,
CONTODACONFIANZA
Una pregunta muy directa: ¿podemos mejorar nuestra vida profesional con una comunicación eficaz? Mi respuesta es sí. Rotundamente sí, si conseguimos exponer mejor todos los conocimientos adquiridos en la universidad, escuelas de negocios o centros de formación profesional y todo lo experimentado en la vida laboral; sí, si somos capaces de comunicarlo/transmitirlo con claridad, con brillantez, para convencer, para ganar adhesiones, para generar confianza y construir nuestro propio liderazgo y un espacio comunicativo personal.
Sabemos incluso más de lo que creemos saber pero no lo explicamos suficientemente bien. Somos más humanos, más sensibles de lo que parecemos, pero controlamos demasiado nuestras emociones. Podemos comunicar mejor, sin duda, superar las expectativas, buscar la excelencia, sorprender y acaso sorprendernos a nosotros mismos.
El método para conseguirlo, investigado y experimentado, está en buena parte contenido en estas páginas. No se trata de una nueva teoría de la comunicación y ni mucho menos de una improvisación. Detrás de cada línea, detrás de cada idea expuesta, está el reflejo de la experiencia adquirida en la vida profesional y después experimentada en los cursos del Instituto de Comunicación Empresarial y en conferencias impartidas durante años en diversas ciudades de España y en otras de Europa y América.
Las enseñanzas aquí recogidas también reflejan algunos momentos privilegiados en los que pude entrevistar para la televisión o para auditorios reducidos a relevantes personalidades de todos los ámbitos, de Mijaíl Gorbachov a Mario Vargas Llosa, de Carlos Fuentes a Tony Blair, y, en algún caso, en reuniones de trabajo como las mantenidas en su día con Emilio Azcárraga (Televisa), Gustavo Cisneros (Grupo Cisneros) o Patrick Le Lay (TF2). Y con tantos otros líderes empresariales que por confidencialidad, al haber asistido a nuestros cursos, no deben ser citados. De todos y cada uno de ellos hemos aprendido algo relevante.
Estoy convencido de que cuando termine la lectura de este libro el lector verá la comunicación de otro modo. Confiará decididamente en sus propias posibilidades y se sentirá armado con herramientas y experiencias que le harán afrontar el reto comunicativo con mayor seguridad y solvencia. Y muy probablemente compartirá que «los líderes de cualquier campo —como ha escrito Shel Leanne en Hablar como Obama— obtienen provecho de unas habilidades de comunicación destacadas porque la capacidad de transmitir una visión, inspirar confianza, persuadir y motivar a los demás son elementos clave de un liderazgo eficaz».[1]
Como una de mis recomendaciones se centrará en la necesidad de escuchar a los demás para comunicar mejor, les propongo que comentemos posteriormente sus impresiones de forma personalizada a través del correo electrónico:
LA EDUCACIÓN Y LA EMPRESA
NÁUFRAGOSENCOMUNICACIÓN
«Si llego a saber que tenía que hablar en público, igual no marco el gol en la Final.»
ANDRÉSINIESTA, autor del gol de la victoria en la Final del Mundial 2010. Acto de recibimiento a la Selección Española en Madrid
Es una lástima: personas con alto nivel de formación en su profesión (arquitectos, economistas, abogados, médicos, periodistas, ingenieros, policías, políticos, deportistas o profesores de cualquier asignatura) no comunican bien. No comunican bien ni sus proyectos, ni siquiera lo que saben, lo que aprendieron en la universidad o en la escuela especializada.
Observen en su vida cotidiana: hay médicos que comunican las peores noticias sin tacto alguno; arquitectos que se creen más importantes que su edificio y así lo expresan; ingenieros que hablan solo para los de su secta tecnológica; abogados convencidos de que su licenciatura jurídica equivale a hablar como Demóstenes; profesores que creen que con explicaciones densas —cuando no confusas— generarán mayor admiración entre el alumnado; entrenadores de fútbol seguros de que un envoltorio grosero en sus declaraciones y discursos estimulará la virilidad de sus jugadores. ¡Ah! Y periodistas que antes de escribir o hablar harían bien en ordenar sus ideas y, de paso, comprobar la veracidad de las noticias.
Estamos hablando de un asunto grave, de gran trascendencia: la deficiente comunicación de los profesionales supone siempre pérdida de competitividad para ellos mismos y para sus empresas, perjudica la formación de líderes y limita gravemente la productividad en general. En estos tiempos difíciles con tantas incertidumbres económicas globales y locales, «el mundo necesita gobernabilidad y, en casi todos los países, liderazgo político», nos ha advertido Mijaíl Gorbachov, expresidente de la URSS.[1] Liderazgo en los países y también en las empresas, cabría añadir. Y es muy difícil que surjan líderes si no dominan el arte de comunicar.
No comunicamos suficientemente bien, salvo excepciones, ni presencialmente, ni por teléfono, ni por correo electrónico, ni en las reuniones, ni en las conferencias. Se detecta a diario. En cualquier intervención en público afloran los defectos más habituales: improvisamos, hablamos demasiado, hablamos muy alto, o muy bajo, escuchamos poco, no estructuramos bien el mensaje, no vocalizamos bien... ¡No solemos decir correcta y pausadamente ni nuestro propio nombre, ni el de la empresa o entidad a la que representamos!
La globalización también nos ha desnudado ante esa realidad. Nuestras economías están cada vez más interrelacionadas y, en consecuencia, los profesionales de distintos países más interconectados. En esos encuentros, en congresos, reuniones, gestiones de venta o de promoción, a españoles, portugueses y latinos en general les falla la conexión. Sin rodeos: comunicamos bastante peor que otros y, en consecuencia, estamos en condiciones de inferioridad en la batalla competitiva.
¿Por qué sucede esto? Hay un cúmulo de circunstancias que han conducido a esta situación, pero básicamente lo que sucede es que en la universidad, y en la escuela en general, en todos esos países, se olvidaron de enseñar una asignatura fundamental: la comunicación, la capacidad de expresarse con eficacia.
Para ser precisos, no es la única asignatura que se olvidaron de impartir. No se enseñó comunicación, pero tampoco emprendimiento. Y así nos va. La mayoría de licenciados, ante todo, prefieren ser funcionarios o empleados por cuenta ajena. La cultura de la seguridad ante la vida y la aversión al riesgo se impuso sobre la creatividad y la formación de empresas. Pero hay más: en algunos países, por ejemplo España, no nos enseñaron suficientemente, ni nos exigieron, idiomas extranjeros. Así hemos llegado a una situación en la que ni siquiera los presidentes de Gobierno de la democracia —con alguna excepción, en el caso de Felipe González, que sabía francés, y de Leopoldo Calvo Sotelo, que incluso leía en alemán— no manejaban habitualmente ninguna lengua distinta al castellano. Si bien es cierto que José María Aznar estudió inglés al dejar la presidencia. Ello condena a una situación de inferioridad evidente en cumbres internacionales y es refuerzo de esa máxima sobre la definición contemporánea de «español» que le escuché al profesor Xavier Mena: «Ciudadano del mundo que se pasa la vida estudiando inglés».[2]
Además, en la escuela primaria y en secundaria no hubiera estado mal aprender también normas del código de circulación, porque seguramente habría menos accidentes. O educación afectivo-sexual, y tendríamos menos dramas entre los adolescentes. Por ambos déficits pagamos un amplio tributo.
Pero aquí debemos centrarnos fundamentalmente en la comunicación. Jorge, director de Marketing para España de una empresa internacional de perfumería, se sincera así: «Yo no creo tener menos capacidad profesional que mi colega americano o mi colega francesa. ¿Y por qué ellos hablan en público con naturalidad —al menos aparentemente—, son convincentes, se ajustan a los tiempos, seducen a los directivos y a los participantes en nuestra convención anual? En cambio yo... no duermo bien la noche anterior a mi convención y no me despego del PowerPoint porque lo tengo por mi salvavidas».
La incomprensión crece en Jorge después de revisar su currículum, que es bastante equivalente al de sus colegas. Si su formación es la misma que la de su homólogo americano y la de su colega francesa que, según él, habla «de forma tan estructurada»... ¿Dónde está la diferencia? La diferencia está precisamente en ese déficit de formación inicial que tampoco se resolvió ni en escuelas superiores, ni posteriormente en la experiencia laboral en la mayoría de casos.
Ahí está el secreto profundo de por qué los latinos comunicamos tan mal, con las excepciones que, afortunadamente, podemos encontrar. Y ese mal generalizado se hace especialmente dramático para los profesionales porque comunicar bien es ganar oportunidades directivas, comerciales, sociales y de liderazgo.
Es más: las deficiencias comunicativas explican, en parte, la baja productividad de nuestras economías. Se pierden demasiadas horas en reuniones que podrían terminar antes y a las que se llega sin prepararlas y sin fijar objetivos. O se cierran sin articular unas conclusiones, y sin levantar acta. En cualquier centro de trabajo se tarda demasiado tiempo en identificar y resolver problemas cotidianos. La comunicación interna es deficiente en casi todas las empresas, compañías mediáticas incluidas. Y el uso de las herramientas (teléfono, correo electrónico, PowerPoint y hasta micrófonos) está generalmente viciado y es poco eficaz.
Pero la deficiente comunicación se hace más patente al salir al exterior, porque a los problemas generales se suma el escaso conocimiento de idiomas que lleva a que, con frecuencia, en los mercados exteriores se detecten etiquetas de productos procedentes de países latinos con faltas de ortografía en inglés o francés. Como el nivel es bajo en los países de origen, nadie ha reparado en ello.
Cualquier observador exterior se da cuenta de ese error enseguida. Alan Solomont, primer embajador de Obama en España, declaró al poco de llegar a Madrid: «No quiero criticar pero España, creo, se vende mal. Ha cambiado de manera admirable, y los españoles no deberían olvidarlo ahora, en esta fase difícil. A veces creo que España no se valora lo suficiente a sí misma».[3]
La comunicación es, sin duda, nuestra asignatura pendiente porque nuestros ingenieros tienen conocimientos similares a los de los ingenieros franceses, los economistas reciben una formación equivalente a la que se ofrece en Alemania y lo mismo sucede en las escuelas de arquitectura y de marketing, o en las facultades de medicina. En comunicación básica, solo en comunicación y en idiomas, nuestra formación es inferior. Y, en consecuencia, en la vida profesional competimos en peores condiciones con nuestros homólogos de otros países. Busquemos en esa dirección la explicación a una parte de nuestros problemas. Y comencemos a resolverlos.
Empecemos por admitir que la comunicación es central en nuestras vidas, aunque nadie nos hubiera advertido de ello. O no lo suficiente. Podría alegarse que eso se sobreentiende, que no hace falta decirlo. Pero resulta que sí hace falta subrayarlo: la comunicación es determinante en nuestras vidas en el ámbito profesional, político, empresarial y cultural. Y, por supuesto, en el ámbito personal.
Actuamos como si no lo fuera, como si con saber leer y escribir ya resultara suficiente, como si con eso ya supiéramos comunicar. Para comunicar bien, además, hace falta saber hablar y sobre todo escuchar. Porque una cosa es hablar y otra muy distinta comunicar. Hay quien habla de forma incontenible y apenas comunica. En ese caso, como primera noticia comunica que no sabe comunicar. No sabe hacer llegar las ideas, las informaciones, los argumentos a la audiencia.
Fíjense bien: eso pasa también con demasiada frecuencia entre periodistas, políticos, empresarios y profesionales de diversas especialidades. Hablan, pero no comunican. El propio Gorbachov, en la entrevista citada, nos advertía: «La enfermedad de nuestro tiempo es la incontinencia verbal. Se gastan muchas palabras en proclamas pero no se concreta nada. Son mensajes vacíos».
Por tanto, tomemos en serio la comunicación. Dedicarle atención y algún recurso supone ganar eficacia, satisfacción, liderazgo, tiempo, posición y, seguramente, resultados económicos. Pero sobre todo, haremos mejor las cosas que hacemos. Hay que recuperar la estimulante satisfacción por el trabajo bien hecho: este es un componente importante de la competitividad y la innovación.
Y, sobre todo, no hay que desesperarse porque todavía estamos a tiempo: se puede recuperar la capacidad de comunicar mejor con alguna dedicación. Se pueden aprender habilidades comunicativas de forma eficaz. Vamos a ello. Hablemos de comunicación y aprendamos en este texto de algunos casos reales, además de revisar el origen de ese déficit porque, como decíamos, todo empezó en la escuela primaria...
DENIÑOSNOSALÍAMOSALAPIZARRA
Los niños y niñas de mi país, a diferencia de otros escolares del mundo, apenas salíamos a la pizarra. ¿Lo recuerdan? Cuando eso sucedía, era una excepción y hasta un mal trago que incluso generaba solidaridad entre los compañeros. «Este profe va a por ti»; «Eso no se te puede hacer», etc. Mientras, en las aulas americanas, británicas o italianas nuestros coetáneos tenían casi siempre exámenes orales o eran interrogados constantemente por sus profesores en clase: «Comente ese texto; ¿qué quiere decirnos el autor en ese pasaje?; ¿qué emoción le produce esta poesía?». ¿Emoción? ¿Alguien recuerda el uso de esa palabra en nuestro sistema educativo?
Nuestros maestros y profesores explicaban la lección, después preguntaban y nosotros respondíamos los exámenes por escrito. Es decir: se creó un sistema oral de transmisión de conocimientos, desde el profesor hasta el alumno,y un sistema escrito de vuelta porque esos conocimientos se medían después con papel mediante. Por tanto, aquí se formaban solamente receptores. Mientras, en las aulas americanas, británicas o italianas se formaban emisores, además de receptores. Y en las escuelas francesas, desde la primaria hasta la universidad, se enseñaba a estructurar con precisión la respuesta de los alumnos, y se exigía ordenar los conocimientos para expresarse después oralmente o por escrito.
Como consecuencia de que solo nos formaron como receptores y no como emisores, no estamos acostumbrados a hablar, ni tampoco a escuchar activamente, y la escucha es absolutamente fundamental, entre otras cosas, para emitir mejor. Escuchamos poco y, en consecuencia, fallamos después estrepitosamente en la emisión. Ya lo advirtió Plutarco, el historiador y ensayista griego: «Para saber hablar, es preciso escuchar».
Digámoslo de otro modo: de las cuatro habilidades básicas para comunicar —leer, escribir, hablar y escuchar— en la escuela únicamente nos enseñaron las dos primeras, leer y escribir, que son, desde luego, fundamentales. Pero no solo hay que saber leer y escribir, sino hacerlo muy bien para comprender lo que se lee y también para expresarse por escrito, ya que resulta preocupante el retroceso en la calidad de la expresión escrita. Los déficits de los profesionales proceden de la falta de enseñanza de las dos últimas habilidades: hablar y escuchar.[4]
Hablar es fundamental. «La gobernación se hace hoy con palabras. Deciden tanto como los hechos. Deciden, sobre todo, la parte psicológica de la crisis», ha escrito Fernando Ónega.[5] Y por gobernación podemos entender aquí, de forma general, la de la política, de las empresas, de las escuelas, de las asociaciones y de la vida misma.
Saber hablar es fundamental, pero saber escuchar de forma activa también. «Aquel que sabe escuchar será aquel al que después escuchen», sostiene Blondel en su librito Développer votre ecoute pour manager encore mieux.[6] Insiste el autor francés en que los mejores líderes son aquellas personas que buscan primero comprender, antes de hacerse entender. Y para comprender, claro, hay que escuchar.
Por lo general, los profesionales con responsabilidades empresariales o políticas escuchan más bien poco. Conocen su país o su compañía a golpe de encuesta, pero eso no es exactamente escuchar. Cualquier directivo de televisión conoce con detalle la audiencia del día anterior, los políticos estudian las encuestas de intención de voto y los directores de marketing, la tendencia comercial de su mercado. Pero eso no es exactamente escuchar.
Algunos directivos de compañías conceden a la escucha de los clientes la importancia debida. Durante la presidencia de Eugenio Galdón en la empresa española de telecomunicaciones y televisión ONO, a los ejecutivos de la empresa se les obligaba a pasar al menos un día al semestre en el centro de atención al cliente como un operador u operadora más. Sin duda, el contacto directo, ese baño de realidad, les resultaba enormemente interesante y clarificador.
Su sucesor en esa presidencia, José María Castellano, ya había experimentado algo así en Inditex, la multinacional gallega de confección: «El propio Amancio Ortega y yo mismo atendíamos a los clientes en las tiendas de Zara cuando viajábamos. En México, por ejemplo». Cabe suponer la incredulidad de un turista gallego en una tienda de México al ser atendido personalmente por Castellano o por Ortega.
Cierto es que no en todos los países latinos se observa ese método tan estricto de emisión oral del profesor frente a emisión escrita por parte del alumnado. Los niños italianos y los argentinos, entre otros, salen a la pizarra ya desde la escuela primaria y buena parte de los exámenes universitarios son orales. Con eso dan un paso muy importante: vencer el miedo escénico. Fundamental, pero insuficiente.
El discurso, la intervención oral, debe planificarse, estructurarse y después interpretarse en la escena, ya sea el aula, la sala de reuniones o de conferencias. No basta con atreverse a hablar en público y dejar que las palabras fluyan sin demasiado control. En ese río de palabras pueden naufragar incluso las ideas, los mensajes, y la comunicación no resulta eficaz.
Para algunos de esos oradores incontenibles que se encuentran en todas las latitudes, sus conversaciones deberían editarse. Pero ¿dónde está la sala de edición del discurso o de la intervención? Obviamente en la mente del orador. Los discursos deben escribirse antes, a ser posible, y revisarlos cuidadosamente. No sucede así en la vida, como nos decía Ernesto Sábato: «La vida no puede escribirse primero en borrador y después corregirla».[7] De acuerdo, pero en los discursos, en los libros y en la comunicación en general, sí cabe hacerlo y después pasar a limpio el trabajo para lograr una comunicación sin tachaduras y borrones.
Esa es la realidad comunicativa de nuestro entorno, acaso la nuestra, nada gratificante, pero se puede revertir si tomamos conciencia de ello y nos proponemos resolverlo. Una realidad de la que nos apercibimos ahora y no antes por una sencilla razón: porque la globalización, la internacionalización de los mercados, la necesidad de salir al exterior y la presencia constante de profesionales extranjeros en nuestros países nos sitúa frente a un espejo en el que nuestra actuación profesional se refleja con poca brillantez, cuando no con deficiencias.
ESTASOCIEDADNOADMIRALOSDISCURSOS
En cada país y en cada momento se fijan los referentes de admiración que determina la sociología popular, pero que también imponen los creadores de opinión. Por esa razón, en España, en general en el sur de Europa y, sobre todo, en Argentina, Brasil, Colombia, Venezuela, etc., se admira la condición física de las personas. En consecuencia, estimulados por las revistas y la televisión que destacan sobre todo la belleza y el glamour, una parte de los gastos de los particulares van encaminados al cuidado del cuerpo vía cosméticos, gimnasios o cirugía estética. En las mujeres, sí, pero también cada vez más en los hombres.
Otro parámetro desgraciadamente extendido, en general en el mundo y especialmente en los países citados, es la fascinación ante la riqueza y el lujo. Con un agravante: se admira no solo el poder del dinero, sino la capacidad de generarlo o adquirirlo en muy poco tiempo. Las hemerotecas están repletas de frases que así lo describen y el culto al llamado «pelotazo» es manifiesto.
Es tan primitiva la situación, tan bajo el nivel de comunicación, que en algunos países, por ejemplo en España durante algún tiempo atrás, se admiró al que hablaba en público por el solo hecho de vencer el miedo escénico y tomar la palabra ante otros semejantes. No se entraba demasiado en si sabía hablar bien o no: sencillamente se le admiraba, de entrada, por atreverse a hablar. Incluso la admiración crecía si el que hablaba se extendía en su intervención —a veces hasta dos horas— y también si hablaba a gran velocidad. «¡Qué facilidad de palabra tiene!», se jaleaba. Es decir, se le admiraba por hablar mucho y hablar rápido, precisamente algunos de los errores más frecuentes de los que comunican mal.
En determinados ámbitos de mayor peso cultural —en todos los países, los latinos incluidos—, se admira al científico, al profesor brillante, al erudito o al orador excepcional. Desgraciadamente, los parámetros de promoción en universidades y en la propia Administración están mucho más relacionados con la protección de la mediocridad, lo que ha debilitado los referentes de la excelencia. Es más, una parte importante del tiempo y de los recursos se invierten en guerrillas entre departamentos, entre profesores, y en conspiraciones políticas de bajo vuelo en otros casos. Así nos va.
En relación con las universidades, por algo será que apenas ninguna universidad española o latinoamericana se encuentra entre las doscientas mejores del mundo, mientras que los centros de Estados Unidos copan ocho de los diez primeros puestos, según la clasificación que hizo la Universidad de Shanghái.[8]
Sin embargo, hay otros índices similares, como el denominado QS que se publica con el «Times Higher Education», y ahí dos universidades españolas están entre las 200 primeras: la Universitat de Barcelona —que asciende en el año 2010 desde el puesto 171 al 148— y la Universitat Autònoma de Barcelona, que pasa del 211 al 173.[9]
Aun así, hay sociedades como la francesa o la británica en las que la admiración por la oratoria está bastante asentada. Cualquier profesor, cualquier directivo de empresa o cualquier persona que sepa que debe dirigir unas palabras en público, se toma esa obligación como un reto y procura expresar sus sensaciones, o simplemente su mensaje, de la forma más brillante que le es posible. Contribuye así no solo a la proyección de su propia imagen y a la de su empresa o institución, sino a la relevancia general del acto y honra de ese modo a la persona o al colectivo al que dirige sus palabras.
No es, desgraciadamente, nuestro caso, con algunas excepciones. Quien tiene que hablar en público toma esa obligación como un fastidio. Suele incurrir en algunos de los siete pecados capitales de la comunicación, que más adelante comentaremos: improvisación, falta de escucha, no cuidar la comunicación no verbal, descontrol del tiempo, arrogancia, no saber empezar ni terminar y déficit o exceso de emoción. Además, habla con una sola idea previa en su mente y no cuida la puesta en escena.
Por si todo esto fuera poco, una parte muy amplia de los profesionales se ve acomplejada por la raíz de sus estudios: ciencias o letras. Para bien y para mal. Creen los de ciencias, erróneamente, que la palabra no está hecha para ellos, olvidando, quizá por desconocimiento, que lo más importante en un mensaje es su estructura y que nadie está mejor preparado para estructurar algo que quien haya invertido tanto tiempo estudiando matemáticas o física. Creen los de letras, también erróneamente, que por haber estudiado derecho, filosofía o literatura, eso significa automáticamente la convalidación en la práctica de la asignatura de hablar en público.