Escarceos Literarios - Fernando Lolas Stepke - E-Book

Escarceos Literarios E-Book

Fernando Lolas Stepke

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Beschreibung

Ensayos sobre creación literaria y disciplinas de las humanidades que abordan cuestiones de relevancia cultural universal.

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Humanidades, Ensayos, Cultura

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

A MODO DE PROEMIO

LA AVENTURA DE ESCRIBIR

ACERCA DE LA CREACIÓN POÉTICA

El hombre de Porlock.

Poiesis del efecto.

Seis mil pies más allá del hombre y el tiempo.

Artesanía y talento.

Terminar y abandonar.

Crecer y desarrollar.

Sobre temas

El lenguaje y las palabras

Construcción, desconstrucción, reconstrucción.

“LA MONTAÑA MÁGICA” de Thomas Mann

LA NARRATIVA PERSONAL, ARTE HUMANO POR EXCELENCIA

POÉTICA E IDENTIDAD EN OCTAVIO PAZ1.

“EL SOÑAR Y LOS ARTISTAS”, de Mimí Marinovic

“EL FESTÍN DE BABETTE”.

VOCACIÓN Y NARRACIÓN

JUAN VALERA, UN ESTILO

NOTAS SOBRE PAUL RICOEUR. Tiempo y Narración

ENRIQUE KRAUZE, judaísmo y mexicanidad

EL CÍRCULO DE JENA

NOTAS SOBRE HISPANIDAD

LA INQUISICIÓN ESPAÑOLA

LAS PARADOJAS DEL PORVENIR Y EL PAPEL DE LA UNIVERSIDAD

Campo de experiencias y horizonte de expectativas

Los tiempos

La acción humana

Las instituciones

Filosofías de la historia

La universidad y el pensamiento

Paradojas, aporías, tiempos

HOMO DOLENS – Hacia una algología antropológica

Resumen

La problemática moral planteada por el dolor en una serie de televisión

Dolor y sufrimiento

La mentalidad bioética en algología. Diálogo, significado y narración.

Los “usos” del dolor

El dolor y el sufrimiento como radicales antrópicos

THOMAS DE QUINCEY: El Embrujo y los padecimientos debidos al opio en un escritor

Apuntes biográficos

El uso del láudano

Las Confesiones

El abuso de sustancias, las drogas y la creatividad

Algunas publicaciones de De Quincey en orden cronológico

Referencias

Ediciones y referencias adicionales:

TALLEYRAND: Del poder y las abstracciones morales

LA CIENCIA NACIONALSOCIALISTA – Un epílogo para Hiroshima

LOS MOLINOS DE DON QUIJOTE. Producción de presencias.

A PROPÓSITO DE QUIJOTISMO Y QUIJANISMO

UNA REFLEXIÓN SOBRE EL PODER

REFLEXIONES SOBRE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

A PROPÓSITO DE METÁFORAS

SOBRE LA ARABIDAD

EL DESAFÍO DE LA SINDEMIA POR COVID-19 : hacia una hermenéutica de la salud

Resumen

La salud como silencio

La medicina y las perturbaciones

La mudez de la paz y la salud se altera en el trastorno. Explicación y comprensión

Los trastornos sociales de la sindemia. Hacia una hermenéutica sanitaria

La perspectiva sindémica como clave hermenéutica

Referencias

LA TEORÍA MÉDICA COMO ARTICULACIÓN NARRATIVA

Heterogeneidad

Narrativas

Generalizaciones heurísticas

SUFRIMIENTO Y SALUD MENTAL EN EMERGENCIAS

SENSIBILIDAD VITAL: SUFRIMIENTO-BIENESTAR-SINDEMIA

PATRIMONIO: CONSIDERACIONES GLOBALES

Consideraciones preliminares

Referencias

LA OTREDAD DE LO HUMANO. Reflexiones y distinciones sobre agresividad, violencia y convivencia

Nota preliminar

La Otredad individual y colectiva

Determinantes de la preferencia y la aversión por el otro

Agresión, agresividad, hostilidad, violencia

Agresividad, expresión y violencia

Convivencia, irenología, armonía y diálogo

Referencias selectas

NORMALIDAD Y SALUD MENTAL. La dimensión ética

Diferencias entre individuos

Concepto de normalidad

Ética y salud mental

Dimensiones de lo bioético en la práctica profesional

LA DIMENSIÓN ÉTICA DE LA LECCIÓN DE ANATOMÍA

LA VIOLENCIA AGRESIVA Y SUS CONTEXTOS

A MODO DE PROEMIO

Define la palabra escarceo, en más de una acepción, lo que representan estos textos.

Se trata de escritos de varia factura y diversa intención, hechos sin ánimo de profundidad, erudición o instrucción, algo accesorios y divertidos que no representaron, ni representan, ocupación principal del autor. Prima en todos la nota personal y su motivación, mantenida por lustros, fue dejar impronta y recuerdo de asuntos que requerirían mayor atención cuando las circunstancias lo permitieran.

Pero han quedado como se escribieron. En su heterogeneidad e incompletitud servirán para que espíritus afines dialoguen con una voz amistosa, que en ocasiones se permite omitir citas, aparato bibliográfico y afán de valor académico. Son, como otros de su condición, conversaciones, incitaciones, recuerdos y anécdotas.

La diversidad, como variedad y variaciones, es una forma de invitación al diálogo, pero al diálogo en tonos y matices distintos según el tema y el modo de su abordaje.

LA AVENTURA DE ESCRIBIR

En 1956 publicó el sabio hombre de letras madrileño don Pedro Laín Entralgo un libro al que tituló “La aventura de leer”. Decía allí: “Leer un libro es, en efecto, una incalculable aventura personal, un lance cuyo término depende a la vez de lo que el autor nos va diciendo cuando le “escuchamos con los ojos”, según la fina sentencia quevedesca, y de lo que nosotros respondemos a su callado decir; y así, la lectura llega a ser un arte cuando ese coloquio polémico o amistoso adquiere orden y lucidez en el alma del que a ella se entrega”.

Recordé este libro de Laín, compilación de reacciones personales suyas a “aventuras lectivas” mientras recorría páginas de textos inconclusos. Y lo recordé porque, así como leer es una aventura, escribir también lo es. Una aventura personal que adquiere dimensiones insospechadas en la intimidad del espíritu.

Michel de Montaigne, aquel caballero del siglo XVI que tuvo el inmenso privilegio de encerrarse a leer los mil libros de su biblioteca, concibió la idea de escribir sobre lo que le acontecía, veía y sentía. Nacieron así esos famosos “Ensayos” que manos benevolentes conservaron para la posteridad. De las muchas enseñanzas de Montaigne, tal vez la más relevante en este contexto sea que no se escribe sino de uno mismo. Todos los libros, todos los textos, no son sino viajes al interior de cada escribiente. Y el producto, bueno, malo o regular, es siempre un reflejo del alma. No de otra manera se expresa Johann Wolfgang von Goethe que da a una autobiografía detallada el título de “Dichtung und Wahrheit” (Poesía y Verdad, mejor traducible por Literatura y Verdad). Cuando refiere tanto el origen como la culminación de su famosa obra de forma epistolar “Werther” informa que siempre le molestó que le preguntaran por el fundamento real de la trama (que sí lo tenía en el suicidio de Jerusalem), e ignoraran que había aspectos de honda significación personal en el texto, de los cuales no deseaba dar cuenta y que incluso para él mismo permanecían en tinieblas. Más de alguien ha dicho que los libros propios son un viaje a través del sí mismo y la separación entre ficción y realidad es un apasionante tema que divide a los críticos. Hay quienes piensan que la obra literaria no debe interpretarse según peripecias biográficas de quienes escriben. Pero también hay consenso en que el único material disponible para la fantasía individual es la propia experiencia. Cuando se dice experiencia se dice realidad y fantasía, sueño y vigilia, deseo y consumación. El psicoanalista Edmund Bergler en su obra sobre la psicología (y la psicopatología) del escritor observa que preocupa a muchos lectores el saber “cómo lo hizo” quien escribió, qué fuentes le inspiraron y cuál fue su método creativo.

Calificar cuándo una obra tiene valor o perdurará en el tiempo es un azar. El éxito ha venido a ser, en tiempos mercantilistas, la popularidad y las ventas. O bien, como pensaba Baltazar Gracián, la inmortalidad, cuando termina “El Criticón” con sus protagonistas nadando en un mar de tinta, entonces la savia de lo imperecedero. Libros hay, y no pocos, que bien escritos y argumentados, se perdieron para siempre en la vorágine de las publicaciones infinitas. Otros que perduraron y perduran porque alguien descubrió en ellos valores imperecederos que estimulan la imaginación, mueven sentimientos o revelan eternas cualidades de lo humano.

Esta aventura de escribir encuentra en las antologías un privilegiado campo de experiencias y experimentos. Como se yuxtaponen personas diversas, como se aúnan experiencias disímiles, intenciones innumerables y talentos variados, tiene el lector frente a sí un calidoscopio de vidas. Leer, en esas circunstancias, es un ejercicio en diversidad.

Suena a eufemismo y a ironía pero es la denominación que parecemos haber adoptado. Siempre he resistido a las etiquetas tipificadoras porque privan a las personas de su identidad individual. La vejez, como etapa biográfica, y el envejecimiento, como proceso vital, son caminos hacia la individuación y no hacia la masificación. Nunca son más diferentes las personas que cuando acumulan años. Nunca se acentúan más los rasgos definitorios de cada cual sino cuando se aumenta la edad. Una denominación global, que pareciera definir a las personas por su pertenencia a un grupo definido por años de calendario, debe ser siempre usada con cautela.

Vivimos en sociedades transicionales. Todas las etapas de la vida parecen disponerse en virtud de una meta a cumplir, de un futuro a consolidar. El niño desea ser joven, el joven desea ser adulto, el adulto desea ser maduro y respetado. Frustraciones grandes acaecen cuando alguien piensa no haber cumplido con el “reloj social”, ése que marca las prescripciones y las proscripciones, lo que es “apropiado” y lo que no lo es para cada edad. Mas hay una edad en la que la transición se termina y ésa es la edad de la plenitud. La edad que los romanos llamaban senectud y que para ellos empezaba a los sesenta años.

Es edad, cierto, de limitaciones y pérdidas. Pero es edad, bien llevada, de plenitudes y placeres, que son plenitudes y placeres que resumen la vida entera. Lo que se hizo, lo que se dejó de hacer, lo que se pudo haber hecho, se presentan a la mirada y al recuerdo con el sello de lo que puede tomarse y transformarse en virtudes, alegrías, resignaciones y esperanzas.

La aventura de escribir es fuente de inagotables placeres. Y podemos congratularnos de que esta vasta experiencia, estos talentos a veces desconocidos, nos permitan “escuchar con los ojos” estas vidas diversas.

ACERCA DE LA CREACIÓN POÉTICA

El hombre de Porlock.

Samuel Taylor Coleridge, en una nota prologal al poema Kubla Khan, escribe que en el verano de 1797, encontrándose enfermo, se retiró a una granja solitaria entre Porlock y Linton. Una tarde, tras ingerir un calmante, probablemente opio en forma de láudano, cayó en un estado de ensoñación por más de tres horas. Las más vívidas escenas de un palacio con jardines y del emperador Kubla Khan poblaron su imaginación durante ese período. Provenían, dice el poeta, de un libro que había leído ese día. Era impresionante, agrega, que las imágenes aparecieran ante él como cosas, con paralela producción de las expresiones más eufónicas y apropiadas, listas para componer entre doscientas y trescientas líneas del más límpido verso.

Al despertar, se dio a la tarea de escribir con frenético ardor. El papel, la pluma y la tinta parecían plegarse dóciles a sus deseos. Las vívidas imágenes se reconstruían solas con ineluctable nitidez.

Estaba inmerso en el trabajo, cuando una persona, “on business from Porlock”, vino a interrumpirle. Debió atenderlo por más de una hora y al retornar a su cuarto, con no pequeña sorpresa y mortificación, comprobó que sólo conservaba un vago y tenue recuerdo de las magníficas visiones y de sus no menos magníficas palabras. La casi totalidad de ellas, con su radiante precisión, había desparecido.

“De los recuerdos sobrevivientes en su mente, escribe Coleridge, el Autor se ha propuesto con frecuencia finalizar lo que le había sido dado, pero el mañana aún no llega”.

¿Quién no ha conocido o experimentado situaciones como la descrita por Coleridge? Geniales e inspiradas producciones nocturnas que a la luz del día, tras las habituales distracciones de la cotidianidad, después de frecuentar a los “hombres de Porlock” que nos rodean, suelen aparecer pobres, desleídas y triviales. A veces persisten resabios inconclusos, fragmentos estériles. Otras, se esfuman sin dejar más que un grato recuerdo y la sutil frustración de no poder reconquistar la plenitud de lo que pudo haber sido y que no fue.

Hay numerosas referencias, entre creadores de muy diversa calidad, a este factor de la oportunidad, del momento justo para crear. El Kayros, el apropiado instante, es, junto con la inspiración, el determinante cumbre de la creación poética. El genio tal vez consiste en percibirlo y en mantener esa vigilante conciencia que los creadores usan para aprovecharlo. Mas, como lo muestra el ejemplo de Coleridge, muchas veces la vida se encarga de destrozarlo.

Poiesis del efecto.

Para Edgar Allan Poe, la disección de su propia obra arroja un resultado: se trata de crear “efectos”. El efecto, y sus concomitantes afectivos, constituye la obra misma y el resultado de ella. Para elevarse al grado del arte, los efectos poéticos han de ser universales y estar inspirados por la belleza.

Conocido el fin, dispone el artesano los medios, los recursos técnicos, las normas. Tiene a su haber la propia experiencia, la cultura y los escritos de otros. Sabe que puede adecuarse a la legalidad de las reglas hechas, modificarlas o negarlas.

No todos los poetas hablan como Edgar Allan Poe. La mayoría declara no saber cómo, ni de dónde, viene la poesía. El producto terminado, aseguran, es ajeno a ellos, algo con vida propia, concluso e independiente. Como críticos, podemos tomarlo o dejarlo. Juzgarlo.

No siempre existe una relación simple entre las obras y los “actos de creación”, por emplear la expresión de Valéry. Este, con la evanescencia de todos los actos, raramente se deja aprehender o reconstruir. Reproducirlo es esencialmente imposible. Observarlo, muy difícil.

Poesis es producir algo con algún designio. A veces, el designio declarado por el artista no guarda relación con el que otros perciben. Muchos han buscado Cipango y han encontrado, en cambio, Tierra Nueva. En la ciencia se habla de “serendipity”, recordando al príncipe de Serendip que encontró, por azar, algo distinto de lo que buscaba.

Pero ello no obsta para que el designio, o intención, sea esencial para la poesía. No importa tanto la meta concreta, sino el afán de trascendencia. Casi podría decirse que lo poético es este designio.

Seis mil pies más allá del hombre y el tiempo.

La idea del eterno retorno, fundamental en el Zarathustra, se gestó en agosto de 1881. Friedrich Nietzsche hizo entonces una rápida nota, al final de la cual escribió: “seis mil pies más allá del hombre y el tiempo”. Aludía a la visión de la campiña y del mar desde las altas montañas.

Nietzsche fecha con notable exactitud las circunstancias en que concibe su obra. Refiere cómo cambió su gusto, especialmente en música. El libro maduró dieciocho meses dentro de su mente, el tiempo de preñez de las elefantas, y se escribió - fase final, mecánica, no esencial - bajo muy adversas circunstancias en Roma. Fue continuado en Rapallo, Portofino y Niza en un estado de auténtica posesión divina, que no duda en identificar como la inspiración de que hablan los antiguos.

Durante el tiempo de la creación, el poeta goza de inusitada fuerza física. Su cuerpo parece funcionar con deleitable precisión, cada ejercicio es un gozo. Le habrán visto, escribe, danzar y caminar durante siete o tal vez ocho horas sin sentir ni asomo de fatiga, dormir bien y reír mucho. Vigor y paciencia son los términos, paradójicos en su unión, que emplea para describir su estado. Un estado, en verdad, más allá del hombre y del tiempo.

Nadie ignora que afectaba al escritor una enfermedad que le privaría de sus facultades intelectuales. Quizá ese estado que describe podría, a ojos profanos, ser una manifestación patológica. Pero ello no anula su veracidad y su verosimilitud.

Artesanía y talento.

Como todo producto, la poesía depende de sus destinatarios. Son éstos los que, en definitiva, dictaminarán y decretarán la inmortalidad.

¨ ¿Por qué misteriosos azares sobreviven las obras? ¿De qué tejido sutil está hecha la fama, como se teje lo perdurable y digno de admiración?

No basta el honesto esfuerzo. No es suficiente la divina inspiración. La lenta alquimia del recuerdo, plena de indecibles placeres, no garantiza valores perdurables. Ni siquiera el efímero sentimiento de la labor bien cumplida, el sentido del valor en el hacer. Nada de esto guarda ineluctable relación con el juicio de la posteridad. Que muchos escriban largo y variado no impide que los Gutierres de Cetina sobrevivan por un solo poema. Que el Persiles fuera grandemente apreciado por su autor, Cervantes, no iguala la fama inmortal del Quijote.

Sin duda, la historia ha de estar repleta de muchos hombres de Porlock que troncharon inspiraciones auténticas y que Coleridge, un poeta romántico que mucho se nutrió de la ciencia de su tiempo, explicara lo ocurrido con conceptos hoy olvidados. Mas también hay cotidianidad vulgar que sólo impide otras vulgares cotidianidades. Nietzsche, poseído de vesánica creatividad, no se diferencia de tantos ingenios menores que a veces imitan al genio. Poe, sobreponiéndose al destino triste del alcohol y la desgracia, comparte con tantos otros la miseria de la condición humana transformada en arte, en filosofía, en recuerdo inmortal.

Preocupa a algunos, a los sempiternos censores, distinguir las falsas de las verdaderas inspiraciones, la mala de la buena poesía. ¨ ¿Qué es el talento sino eso que nos arrebata? Aldous Huxley pensaba que es aquello que impide la indiferencia.

En toda época ha habido preceptivas. Reglas de buen arte. Formas. Formas puras, estructuras inmaculadas e ideales que, como los panales de la colmena, reciben la savia fresca de la inspiración. Se juzga así la maestría de los que, sometiéndose, liberan. De quienes, poniendo en el cristal de la norma lo informe del deseo, se aproximan a los dioses. Que consiguen convertir las normas en modas y las modas en espontaneidades exquisitas.

Pertenece al incesante palpitar, sístole y diástole de la vida, a su inexplicable latido, el que las formas, las normas y las estructuras, andando el tiempo, se tornen huérfanas de pasión, se hagan estériles y dejen de concitar admiración. Para renacer más tarde bajo diversa apariencia.

Tal vez el talento no consista sino en forzar la naturaleza a imitar al arte. El poeta es un visionario que muestra a los mortales la dulzura de lo inédito, aquel que mueve la imaginación más allá de sus límites, destruye las inercias de lo cotidiano y crea, vaticinando, nuevos mundos. Todo ello es parte de la artesanía. El tedioso trabajo de la depuración ajusta lo que se tiene a lo deseado. Sin esta etapa reflexiva, de esfuerzo ímprobo, de tediosa reconstrucción, los productos de la poesía quedarían limitados a sus creadores. Y la poesía, como todo arte, es un llamado a comunión que precisa público y trascendencia para ganar la inmortalidad. Nadie lo supo mejor que el olímpico Goethe, que dedicó luengas horas a revisar lo escrito, a desechar lo imperfecto, a perfeccionar lo logrado. El Fausto fue empresa de prolongada elaboración. Dichtung und Wahrheit (Poesía y Verdad, que quedara mejor traducido por Literatura y Verdad o por Ficción y Verdad) como titula uno de sus textos autobiográficos, muestra algunas facetas de los actos creadores. En más de una ocasión Goethe antepone la poesía a la religión y la filosofía. Su vida fue realizada según designios poéticos y en ella se entrelaza siempre lo vivido con lo soñado y creado. Sirva como ejemplo esa Gretchen que conoce durante su juventud en Frankfurt, que no impide pensar en la Gretchen inmortal del Fausto.

Terminar y abandonar.

A la edad de cuarenta años, D.H. Lawrence decidió empezar a pintar. Antes de eso, creía que la pintura era un arte muerto, donde sólo hay recomienzos pero nunca auténticos comienzos. De pronto, en unas telas vírgenes que la casualidad puso en su camino, descubrió el fascinante mundo de lo visual y con él, el misterio de las artes intemporales. Éste se cifra, descubrió, en que los cuadros, como concepciones, nacen enteros o no nacen. Después, sólo hay que hacerlos crecer.

Crecer, desarrollar, trabajar. Mas sobre un germen concluso, que en sí mismo no está sometido a la oscilación generatriz. Que es perfecto o nada. Que escapa del tiempo, como el ojo, que percibe la simultaneidad ahí donde el oído coge un antes y un después.

La pintura, un arte intemporal, es comprensible a través de palabras que la reconstruyen convirtiéndola en algo distinto, en una temporalidad que es la del oído y no la del ojo.

Crecer y desarrollar.

La pregunta es: ¿hasta cuándo?.

No hay término para la obra individual, que es sólo transitoria detención en el flujo interminable de la poiesis. El “Ulysses” de Joyce tuvo muchas versiones. Los eruditos determinarán su valor relativo. Otro ejemplo: ¨ ¿Cuáles son, en definitiva, los textos finales de Henry James, autor-corrector de sí mismo?

¨ ¿Qué sensación indica al autor que su obra está terminada? ¨ ¿En qué consiste la redondez de lo perfecto, la inevitabilidad de lo inmejorable? ¨ ¿Existe en realidad la obra rotunda, de inexplicable perfección?

Recordemos a aquel escultor, Pigmalión, que viendo tan bella su obra se enamoró de ella. Y los dioses, para premiarle, le dieron la vida. Pero la vida de las obras puede ser vano espejismo. Y engaño.

Al tener vida, que parece don, los productos del arte se someten a la ineluctable decadencia de ser primero jóvenes prometedores, luego adultos que descubren cada día nuevos límites y finalmente ancianos que desembocan en la decrepitud.

¿Será preferible dejar todo en un estado de perpetuo alumbramiento?.

Las obras nunca se terminan. Sólo se las abandona. Están, como fugaces estrellas, en perenne estado de nacimiento, cuando no de gestación. Habitan en la encrucijada de miles de posibles destinos.

El que termina una obra, ha destruido cientos.

Sobre temas

¿Hay temas más poéticos, o poetizables, que otros?

La pregunta se ha hecho reiteradas veces. Puede, en verdad, servir de base para pontificadoras limitaciones. Cabe la razonable duda de si acaso el talento poético se despliega más en el cómo que en el qué. Esto significaría que el creador podría convertir cualquier material en poesía.

Como escribe Henry Miller, que un día descubrió que lo único que narraba era su vida, así muchos otros saben que todas sus creaciones no son sino continuos y renovados viajes a través de sí mismos. Toda poiesis lo es de un “sí mismo” real o imaginado Muchos grandes han vivido para contarse y sólo después que lo hicieron adquirieron para sí mismos la densidad de personas. No se concibe de otra manera el destino de los escritores de diarios, de Samuel Pepys, de Enrique Federico Amiel, de Anais Nin, de tantos otros. La clave de la filosofía, recuerda Kierkegaard, consiste justamente en contarse y recontarse uno mismo. No otra cosa hizo Goethe, que así iluminó la senda de los que luego se llamarían románticos, porque lo suyo fue siempre romance, novela de individualidades, mezcla imposible de disociar de vida íntima, recuerdo, espejismo y fantasía.

La verdad es que la densidad del lenguaje hecho cosa es impresionante. Verba volant, scripta manent, se dice. Las palabras vuelan, la escritura permanece. Quod non est in acta non est in mundo. Lo que no se ha escrito, no existe. Por más que no se pueda escapar al destino humano de existir en el lenguaje, por más que sólo a través del logos domine el ser humano al mundo y haga de él su hogar, hay - en el acto de escribir - un momento reflexivo que, cargado de tensiones, significa una segunda vida. Que se convierte en primera, y luego de nuevo en segunda. Henry Moore recomendaba a los escultores no escribir sobre su trabajo, porque así dilapidarían la fuerza necesaria para el proceso creativo. El consejo vale para todo creador. No se piensa mejor porque se piensa que se está pensando. Antes, por el contrario, se entorpece la natural función de pensar. No se escribe mejor recordándose que se está escribiendo. El misterio estriba en que el salto debe darse sin saber, el salto entre el lenguaje-vida y el lenguaje-arte.

De esa vida, de esas relaciones misteriosas se puede volver a la pregunta, ¿habrá acaso “cosas” más poetizables que otras?

Muchos creen haber descubierto que la pulsión de escribir es ya todo. Que no hay, en realidad, “de qué” escribir. Que todo impulso es impulso y nada más.

No se escribe porque hay temas. Hay temas porque se escribe. Objetivos hay, y muchos, cuando se escribe. Solo que a veces flaquean los medios. El espíritu está pronto pero la carne es débil. No siempre buenos fines suponen buenos medios. Y la artesanía es más que inspiración. Es equiparable al sudor que alimenta la inspiración.

El lenguaje y las palabras

Quien confía en la propia habilidad para decir y narrar nunca dirá ni narrará algo de valor.

Hay una misteriosa oposición entre el genio del lenguaje, como creación colectiva de la especie, y la elaboración de las palabras que acostumbramos usar. Estas, como árboles impertinentes, no dejan ver el bosque. Facilidad de palabra no es facilidad de lenguaje.

El creador que se somete al genio del lenguaje ha de tener gran humildad. También, una enorme confianza y saltar hacia la nada personal. Abandonando todo aquello que individualiza, separa y distingue, se logra la necesaria vinculación a las fuentes nutricias del lenguaje como expresión. Este lenguaje está más allá del lenguaje como informador o denotador. Perderse a sí mismo en el lenguaje significa ganarlo como paraíso. La densidad opaca de las palabras, por muy deleitable que parezca, puede ser una amenaza para la inspiración. “El lenguaje habla”, dirá Heidegger, pensando tal vez en lo inefable.

Opacidad y transparencia, he ahí el dilema de la poesía en relación al lenguaje. Por una parte, la palabra presente, que oculta al lenguaje. Por otra, la visibilidad total “a través de” lo escrito y lo dicho, hacia las fuentes de todo decir.

Construcción, desconstrucción, reconstrucción.

¿Qué queda, cuando el creador da por finalizada su obra, de las etapas intermedias? ¿Es que son anulables, como si nunca existieron, para alumbrar lo terminado, lo que ha de ir al mundo? ¿No son aquellos intentos inconclusos ventanas tanto mejores para la interioridad, aún para la propia?

De los escritores podemos reconstruir lo que hicieron a través de esas producciones intermedias. Del largo poema autobiográfico de William Wordsworth “The Prelude” se conservan fragmentos tan tempranos como 1798. Diversas versiones fueron escritas entre 1799 y 1804. El autor revisó hasta 1839. Otros hicieron modificaciones hasta que la versión definitiva se publicó póstumamente en 1850. No se sabe cuál es la mejor versión. Tal vez haya una versión buena según el contexto y la circunstancia.

De Lord Byron se cuenta que siempre quiso dar la impresión de ser la suya una pluma fácil, de las que componen obras sin apuro y sin apremio, sin corregir jamás. Pero se sabe que también cedió a la tentación de enmendar y agregar.

Estas consideraciones pueden volverse tema técnico. En la feble evanescencia del texto del computador ninguna de esas versiones transitorias y pasajeras hubiera sobrevivido. El autor hubiera borrado todo por un simple golpe de tecla. El reconstructor de lo efímero no podría revivir la inspiración, precisamente por lo efímero del medio que un poeta de fin del siglo XX hubiera empleado para sus composiciones. Es gracias a los innumerables cuadernos que dejó inconclusos Carlos Darwin que hoy puede reconstruirse el proceso que concluyó en la hipótesis de la evolución de las especies por selección natural y que tantos años maduraría en sus notas antes de ver la luz y revolucionar el mundo científico. Si Darwin hubiera usado un procesador de texto, es improbable que conservara las versiones intermedias de su obra, las reflexiones que no condujeron a parte alguna, las dudas y las equivocaciones. Hoy, esos cuadernos sirven para reconstruir no solamente la labor creadora de su genio sino también para retomar argumentos alternativos, esos que tal vez desechara su autor pero que en otras manos pueden llevar a conclusiones interesantes. Al fin de cuentas, como dice el proverbio tecnocrático en inglés “one man´s signal is another man´s noise”. Esta expresión, que tanto me acompañó en mi época de investigador de la electrofisiología cerebral, quiere decir que lo que para algunos es “señal” (lo que importa), para otros es “ruido” (desechable). Asimismo, ciertos detalles que a menudo un autor da por triviales o banales son para otros puntos de partida iluminadores y feraces. Precisamente esos cabos sueltos que otros dejan constituyen no poco de lo que cimenta la fama o el prestigio. Dícese de Sigmund Freud que estuvo a punto de descubrir la anestesia local sobre la base del empleo de la cocaína, pero no lo hizo y suspendió sus estudios en un punto que otros pudieron retomarlos y darles feliz conclusión en ese sentido que él, aunque intuyó, no llegó a completar.

“LA MONTAÑA MÁGICA” de Thomas Mann

Poco es, en verdad, lo que podría agregarse a las innúmeras caracterizaciones de Hans Castorp. El contraste con su primo Joachim Ziemssen sirve para delinear una figura por demás borrosa que solo en el contraste adquiere fisonomía y densidad. A Hans Castorp lo caracteriza la total inserción en lo esperable. Incluso, el descubrimiento de su enfermedad revela que sano es solo aquel que ignora cuan enfermo está, mas no significa un vuelco importante en su vida. Se incorpora al sanatorio Berghof con tal docilidad a sus ritos y tabúes, a sus rutinas y expectativas, y al ambiente encapsulado y artificial de su vida que, diríase, nació allí, quedará allí, y allí morirá. Solo la guerra, gran catástrofe del espíritu europeo, lograra arrancarlo a los delgados dedos de la molicie anti-vida en la que se enreda. Es un individuo del sanatorio, a diferencia de su primo que, en apariencia rebosante de vida, termina siendo sacrificado a sus ídolos.

El personaje de Ludovico Settembrini contrasta con Leon Naphta. El primero es masón, librepensador y progresista. El segundo, judío jesuita, defiende las ortodoxias romanas. Es oxímoron viviente. Cada uno, en su medio y con sus armas, representa una fuerza diabólica, que divide. Las discrepancias entre ellos son irreconciliables. Sus disputas adquieren una ferocidad infantil. A veces, son innecesariamente obscuras. El personaje Naphta es sin duda el más interesante, pues está dotado de una tenebrosa sordidez, la misma que solo pueden tener las instituciones respetables. Aquella que invocan los gobernantes de las modernas criptocracias disfrazadas de democracias, en las que la ficción del pueblo y su supuesto bienestar autorizan, perdonan y aun estimulan las más increíbles vejaciones y la puesta en paréntesis de las más elementales dignidades. No deja de responder, con su faz aceitunada, el rostro cetrino y la anatomía esmirriada, al prototipo del lacayo del intelecto, que termina siendo lacayo de intereses allende toda humana dimensión. Intereses, justamente, divinos.

Mynheer Peeperkorn representa, para mí, esa vitalidad espontánea de los grandes vividores. Al leer sobre él recordé a Adrian von Braunbehrens, nuestro vecino en la Hirschgasse de Heidelberg. Gran estatura, rostro rubicundo, voz estentórea, incansable interés, solidez general. Tras esa fachada, se adivinan grietas e insospechadas debilidades. Las mismas que revela Peeperkorn al suicidarse por causas que mucho tienen que ver con la desilusión que le provoca saber que madame Chauchat hubiera podido corresponder al amor de Castorp. Peeperkorn es de esas personalidades avasalladoras, narcisistas, que cuando no pueden controlarlo todo dejan de tener interés por las personas y por el mundo.

Madame Chauchat se presenta como una felina criatura de rasgados ojos orientales, pérfida sin saberlo y mórbida con intención. A Castorp le recuerda la nostalgia del amor que un compañero de escuela le provocara y en el ambiguo tejido del amor a la distancia se entrecruzan el deseo, la pena insoslayable del homoerotismo, la candidez de la convención social que acepta y estimula el doble estándar. El episodio podría recordar, al conocedor de la vida de Thomas Mann, el affaire con Paul Ehrenberg y la no menos explícita revelación de Aschenbach de La muerte en Venecia. Mas seria burdo reducir el relato a pulsión homosexual, revelando, como revela, la fibra moral de Castorp. Es el único paso de su historia en el cual se revela con alguna autonomía y un eco lejano de aquello que hace a alguien ser “sultán de su propia existencia”, por decirlo con las palabras de Musil.

El consejero áulico Behrens tiene el misterio de un pasado nunca plenamente descubierto y las ocultas razones de una vocación indesmentida. Su figura adquiere contornos muy humanos cuando es iluminada por los celos de Castorp referentes a Claudia Chauchat, a quien el consejero ha pintado.

El otro médico, el doctor Krokovsky, quien practica la “disección psíquica” - “con” y no “de” los enfermos - da poderosas charlas sobre lo humano y lo divino, y trata del amor, la enfermedad y el pecado. Uno podría haber esperado más de él. Esperar, por ejemplo, que algo se dijera de los menesteres que se llevan a cabo en su obscuro gabinete, a los que, en secreto, también se somete Castorp. Pero queda desdibujado e incompleto.

Ni estos, ni el poderoso fresco de vida y costumbres que configuran los otros personajes, bastan a opacar la presencia del gran protagonista de la novela, que es el tiempo. En alguna parte, el autor interviene para explicarnos la diferencia entre el tiempo real, de reloj, que es el que tarda la narración en desenvolverse y el tiempo imaginado, que no tiene nada que ver con aquel y que se representa solo en el relato. También interviene para reflexionar sobre la paradoja de que la ausencia de sucedidos provoca una contracción del tiempo personal, de modo que los años son horas y los meses minutos cuando se habita en el Berghof. A los que hemos experimentado alguna vez el aislamiento vacío de contactos durante horas nos sobrecoge la poderosa despersonalización que se opera, la impactante cosificación de uno mismo que se hace carne del mundo, eco de latidos lejanos, desconocido para la conciencia. La estrecha solidaridad de los juncos pensantes pascalianos con el universo anula todo dolor, arrebata con la protección contra ese silencio eterno de los espacios infinitos, que son incognoscibles y que, por lo mismo, no se debiera conocer. Una página que alguna vez, hace ya mucho, escribí, debiera insertarse aquí para dar fe de lo que digo. Relato como fui o me sentí cosa y como el retorno a la vida pensante se hizo desde afuera, con las sensaciones que vuelven a ponerse bajo las manos por obra de si propias. Semejante es lo que puede decirse de la vida en el sanatorio, tan regimentada que se hace libertad pura. Las sensaciones individuales ceden su paso al latido colectivo, a la regla que lo norma todo y cuyo latido emocional e intelectual reemplaza al de las vísceras. Lo sabían los frailes y monjes que sujetaron sus vidas monásticas a semejante disciplina. El estudio del tiempo ha avanzado mil años con esta novela. Y sin duda no sería ocioso indagar por los arcanos de la relación entre tiempo y salud, entre tiempo y medicina (como regimentación de la salud).

Cito a Settembrini hablando de Krokovsky y del análisis:

“El análisis es bueno como instrumento de progreso y de civilización, bueno en la medida en que destruye convicciones estúpidas, disipa prejuicios naturales y mina la autoridad; en otros términos: en la medida en que libera, afina, humaniza y prepara a los siervos para la libertad. Es malo, muy malo, en la medida en que impide la acción, perjudica las raíces de la vida y es impotente para darle una forma. El análisis puede ser una cosa muy poco apetecible, tan poco apetecible como la muerte de la que en realidad se alimenta, de la tumba y de su anatomía”. (T. I. p. 284)

A continuación Castorp, admirado de la sagacidad pedagógica de Settembrini, comenta que han hecho anatomía luminosa, esto es, que les han mirado con rayos X. El contraste de las anatomías obligaría a jugosos comentarios: la anatomía de la psiquis, disecada por Krokovsky el analista, la del cuerpo, hecho translúcido por la máquina, y la del hospital, que es como la meta-anatomía del todo y cuyos ligamentos, tendones, huesos y músculos son tiempo, tiempo y tiempo.

Sobre tiempo habla más adelante Settembrini:

“Esa prodigalidad generosa en el empleo del tiempo es de estilo asiático y sin duda es la razón por la cual los hijos de Oriente se encuentran bien aquí (se refiere al Berghof). ¿No ha notado nunca que cuando un ruso dice cuatro horas es cuando uno de nosotros dice una hora? Se ve claramente que la despreocupación de esas gentes respecto al tiempo está en relación con la salvaje inmensidad de su país. Donde hay mucho espacio hay mucho tiempo. ¿No se dice que ellos son el pueblo que” tiene el tiempo” y que puede esperar? Nosotros los europeos no podemos. Nosotros tenemos tan poco tiempo, que nuestro noble continente, recortado con tanta finura, nos obliga a administrar el tiempo y el espacio con precisión; debemos pensar en lo útil, en la utilidad, ingeniero...” (t.I., p. 308)

Hans Castorp sobre la medicina: