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Ricardo Casas y Francisco Uzcanga se conocieron en 1978, cuando eran compañeros en un colegio de Donostia. Como todos los escolares, compartieron clases, recreos, actividades extraescolares y proyectos de futuro. Pero estos proyectos no tardaron en verse truncados a causa de la extorsión y del terrorismo de ETA —el padre de Ricardo, el político socialista Enrique Casas, acabaría siendo asesinado en 1984—. Muchos años después, en 2011, Ricardo y Francisco retomaron su vieja amistad y emprendieron unas conversaciones sobre el pasado, la memoria, el olvido, el perdón y sus respectivas trayectorias: Ricardo se convirtió en médico y pianista de cine mudo; Francisco, en escritor y profesor en una universidad alemana. El resultado es este libro, escrito a cuatro manos y basado exclusivamente en hechos reales, que repasa la historia reciente del País Vasco a través de sus vivencias.
SOBRE LOS AUTORES
Ricardo (Richard) Casas Fischer pasó la infancia en Erlangen, Alemania, y la juventud en San Sebastián. Se licenció en Medicina y Cirugía en la Universidad de Zaragoza, y se doctoró en Medicina Preventiva y Salud Pública en la Universidad de Valladolid. Ha traducido literatura infantil y juvenil, y con los años se ha especializado en la interpretación al piano en directo de sus propias bandas sonoras de joyas del cine mudo, actuando en diversos festivales y espacios.
Francisco Uzcanga Meinecke nació en San Sebastián y pasó allí la infancia y la primera juventud. Vivió luego unos años en Madrid y más adelante se fue a estudiar a Alemania. Se licenció en Filología Germánica y Románica en la Universidad de Tubinga y se doctoró en Filosofía y Letras en la Universidad de Constanza. Ha enseñado en diversas universidades europeas y en la actualidad trabaja en el Centro de Humanidades de la Universidad de Ulm. En Libros del K.O. ha publicado El café sobre el volcán y ¿Qué se debe a España?
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Seitenzahl: 185
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Ricardo Casas Fischer
Francisco Uzcanga Meinecke
Eso que llamabas paraíso
Una historia sobre los ecos del terrorismo
primera edición: septiembre de 2023
© Ricardo Casas Fischer y Francisco Uzcanga Meinecke, 2023
© Libros del K.O., S.L.L., 2023
Calle San Bernardo 97-99, entresuelo 8
28015 Madrid
isbn: 978-84-19119-39-1
código ibic: JPWL, JPWL1, 1DSER
imagen de cubierta:Adara Sánchez
maquetación y artes finales: María O’Shea
corrección: Zaida Gómez e Isabel Bolaños
Olvido, pero no perdono
Melancolía, una forma de resistencia
Preparaba las clases en el ático reconvertido en despacho durante la pandemia. La lluvia empañaba la claraboya, un sirimiri centroeuropeo algo más grueso que el genuino. Justo debajo, en su habitación y aula virtual, mi hijo de diecisiete años estudiaba para el examen de acceso a la universidad. Sonó el timbre. No esperaba a nadie y no me apetecía recibir visitas, así que continué traduciendo al alemán las palabras que se me antojaban difíciles para los alumnos: moteca, chicotear, ciénaga, gollete… Otra vez el timbre, solté un taco, bajé y descolgué el telefonillo. Venían a revisar la caldera. Les dije que no estaba al tanto. Insistieron: habíamos acordado una cita semanas antes. A través del cristal esmerilado distinguí unas siluetas grisáceas, abrí y me sobresaltaron las mascarillas, aún no me había acostumbrado. Eran dos operarios con mono de trabajo y algo que parecía una caja de herramientas en la mano. Titubeé, saludé, los invité a entrar, me volví de espaldas y les señalé con la izquierda la bajada al sótano. Pasaron a mi lado sin mirarme. «Si todo va bien, no tardamos ni diez minutos». «¿Un café?». «No, gracias». Al subir las escaleras mi hijo me preguntó quiénes eran: «Los de la calefacción». Cuando volví a sentarme frente al ordenador me quedé un rato absorto ante las burbujitas del salvapantallas. Blub, blub, blub, blub, blub. No se me iba de la cabeza la estampa de los operarios en el umbral y me acordé de Richard.
Nerpio pertenece a eso que antes se llamaba España profunda o perdida, y ahora vacía, vaciada o despoblada (o calcinada). Esa España a la que solo se accede por carreteras terciarias, mejor aún a pie y con la mochila al hombro como hacía Labordeta. Es lo que pensaba cuando oí el nombre por primera vez y a duras penas lo pude localizar: en la linde meridional de la provincia de Albacete, a un paso ya de Jaén y Murcia. Luego me informé mejor. Aunque está en uno de los parajes más excéntricos y deshabitados del país, al pie de la Sierra de Cabras y a la vera del río Taibilla, Nerpio es un pueblo muy vivo, con más de mil habitantes y la misma porción de encanto. Su entorno de bosque y roquedal ofrece unas nueces exquisitas y una historia milenaria. Lo atestiguan el distintivo de calidad y un parque arqueológico que reúne el mayor conjunto de arte rupestre del sur peninsular: paredes de caliza con ejemplares de la fauna lugareña —ciervos, cabras, toros, caballos— y de seres humanos que recolectan, danzan, cazan y guerrean, igual que hoy. Cuando Madrid era un páramo salpicado de madroños y Barcelona un pedazo yermo de costa, aquí ya se hacía arte.
Y se contaban historias. Se habla de la finalidad totémica del arte rupestre, se han acuñado conceptos como «magia simpática o empática», una manera de convocar a los animales y facilitar su caza, pero, a pesar de los jugosos términos, la teoría más seductora es la de que las pinturas eran una suerte de crónica gráfica de las cacerías, un soporte visual a la hora de reunirse en torno al fuego para contar historias. Así que Nerpio es un lugar idóneo para empezar la nuestra. En la Casa de Cultura, por ejemplo, gracias a la ninguneada labor de ciertos promotores —más bien son activistas—, se ofrece todos los años un programa digno y variopinto. Ante mí asoma el auditorio abarrotado con trescientas cincuenta personas, un tercio de los habitantes del pueblo y prácticamente toda la chavalería que, impaciente, se palmotea el muslo y entona la vieja coplilla de rigor: «Que empiece ya, que el público se va, la gente se marea y el público se mea».
El presentador sube a la tarima, anuncia la película y la gran novedad, algo no visto hasta hoy en el pueblo y en la mayoría de los pueblos de España: al pianista. Un hombre alto, espigado, con la barbita y el pelo entrecanos, mirada limpia, sonrisa entre tímida y afable, y vestido con un traje gris de aire añejo, sí, vintage, muy acorde a su profesión. Impresionados, los chavales pasan del canto al cuchicheo, alguien —supongo que la maestra— susurra un «chiiiiiiist», otro estornuda, otro más carraspea, y sigue un murmullo que solo se amansa cuando suenan los primeros acordes graves y en la pantalla aparece el título.
The Kid —en castellano: El chico, El muchacho, El chicuelo, El pibe— narra las aventuras de un bebé entregado al hospicio y que, de forma azarosa, acaba bajo la tutela de un vagabundo con bastón y zapatones. La recordaba como una película divertida y tierna, un clásico del cine familiar. Desde luego que lo es, pero también es una denuncia de las condiciones de vida en los barrios obreros que Chaplin, esquivando cócteles y recibimientos en su honor, solía recorrer siempre que visitaba una ciudad nueva. Ya lo apuntaron sus contemporáneos, entre ellos Franz Kafka: «[Chaplin] es un hombre enérgico, obsesionado con su trabajo. En sus ojos brilla la brasa de la desesperación por la inmutable situación de los más humildes, pero no capitula. Como todo verdadero humorista, tiene colmillos de predador. Y con ellos arremete contra el mundo».
Ahora que la veo con piano y niños, y advertido por el dictamen de Kafka, me llama la atención lo canalla que puede ser Charlot. En una milésima de segundo su rostro ojiplático y maquillado de payaso sentimental adquiere una expresión, tal vez no de predador, pero sí de pícaro. Las andanzas del vagabundo y el chico adoptado tienen mucho del Lazarillo, con la salvedad de que aquel nunca habría descalabrado a su pupilo contra una estatua de piedra. Charlot ejerce de guía bondadoso, pero también introduce a su rapaz en el mundo de la pequeña delincuencia, como cuando le anima a apedrear ventanas para aparecer él poco después vestido de vidriero que se ofrece a reparar los daños. El pícaro y su precoz alumno se burlan de la autoridad y del poder, toman el pelo al policía que anda tras ellos y se vengan de los matones del arrabal, y es en esos momentos cuando más se ríe la chiquillería de Nerpio, feliz de que el bueno zurre al malo, más aún si el instante de la zancadilla y del mamporro se potencia con un golpe de piano ejecutado por dedos fuertes, muy fuertes.
Los dedos se ablandan y cambian de registro en el episodio del sueño, ya casi al final. Es una escena blanca y luminosa —en la medida en que puede serlo una imagen mate— que rompe la predominante estética naturalista: la pantalla se ve de pronto inundada de angelitos revoloteadores, y los espectadores se ven también llevados en volandas por ese piano que interpreta una música vaga, difuminada, impresionista, casi onírica, pero vivaz y adecuada rítmicamente a los pasos de baile. Una música tan sugerente que, aunque no es el caso en la proyección de una película, muy bien podría escucharse con los ojos cerrados.
El intérprete y compositor de esa música, el hombre alto y encanecido que ahora se levanta con movimiento reposado para saludar a los nerpianos es Ricardo Casas Fischer. En el programa figura como «pianista de cine mudo», profesión insólita que no existe en los documentos y a la que cada uno se acerca a su manera, muchas veces casual y peregrina. En el caso de Richard —así lo seguimos llamando los amigos del colegio— todo empezó en un pueblo de la Manchuela y con un personaje imprevisto en esta historia: Andrés Iniesta. Su pueblo natal, Fuentealbilla, está en un entorno menos espectacular que Nerpio, pero cuenta con una vida cultural más intensa, intensísima en realidad, gracias en buena parte al presentador de la proyección que hemos descrito más arriba: Juan Ramón Pardo, un astrofísico que ejerce de concejal de cultura del Ayuntamiento y, según confesión propia, es «uno de los primeros porteros a los que Iniesta marcó un gol». Aun así, mantienen la amistad y siempre que Iniesta vuelve a su pueblo se toman un café.
Durante el café que se tomaron un día de enero de 2009 el futbolista le comentó al concejal que quería donar algo a la villa y este le dijo que no le vendría mal un piano, que llevaba tiempo con la idea de organizar un festival de música. Poco después entraba en Fuentealbilla un voluminoso camión cargado con un piano de cola Kawai RX5 de dos metros de caja. Lo instalaron en el auditorio. Ya solo faltaban el programa y los intérpretes. En el último momento al concejal se le ocurrió ofrecer algo novedoso: una función de cine mudo acompañada al piano. Lo mencionó de pasada durante una cena con una amiga del pueblo casada con un antiguo vecino de Richard en San Sebastián. La pareja le dijo al concejal que conocían a alguien que podría estar interesado, «un amigo que improvisa», y le pasaron el teléfono.
Así, de la mano de un futbolista que patinaba sobre el césped —aún no era héroe nacional— y de un astrofísico que trabajó en la NASA, comenzó Richard su carrera de pianista de cine mudo. Tenía dudas, no sabía si iba a funcionar, pero su experiencia escoltando al piano a actores de teatro en actuaciones improvisadas le daba cierta confianza; al fin y al cabo, también ahora se trataba de sonorizar escenas con unos personajes que se movían sobre el escenario, con la ventaja de que, como siempre hacían lo mismo, se podía preparar todo con antelación.
Apenas unas semanas más tarde, el 4 de abril de 2009, Richard se sentó al flamante Kawai de cola en medio del auditorio de Fuentealbilla y frente a un público compuesto en gran parte de regateados por Iniesta. Tocó melodías creadas expresamente para El chico, y algunas otras que había interpretado pocos meses antes en la conmemoración del vigésimo quinto aniversario del asesinato de su padre. Funcionó. A él le da apuro, pero yo voy a copiar el remate de la crónica que apareció unos días después en La Verdad de Albacete: «El resultado fue impresionante. Las doscientas personas que asistieron al evento descubrieron de repente la magia del cine como se veía hace noventa años. La ovación final fue atronadora y, sin duda, la más larga que se ha escuchado en este auditorio. Ricardo Casas hubo de saludar en varias ocasiones». Un hálito de su admirado Rubinstein.
Mucho después le pregunté a Richard si fue él quien eligió la película, presumiendo que tal vez con El chico quisiera evocar a su padre, o conjurar algún episodio de su infancia, si acaso de manera inconsciente. Pero no, la idea vino del concejal de Fuentealbilla. Fue él quien le envió la cinta para que echara un vistazo y decidiera si se animaba a participar. Y quien le propuso la siguiente película, que muy pronto sería la segunda de su repertorio: Safety Last!, una obra maestra de Harold Lloyd que la distribuidora española —inspirada por las enormes gafas de Lloyd o por su habilidad para trepar fachadas— exhibió bajo el título de El hombre mosca. La escena final es icónica, con el protagonista asido a las manecillas del reloj y pateando el aire, pero genial es también el comienzo, justo después de que el rótulo anuncie: «El chico ha visto por última vez el amanecer en Great Bend, antes de emprender el largo largo viaje». La cámara enfoca al joven Lloyd lamentándose tras unos barrotes metálicos mientras al fondo se bambolea el lazo de una soga, el piano de Richard interpreta algo que suena a marcha fúnebre, la cámara se aleja y vemos a dos mujeres compungidas que aprietan las manos del joven y sollozan; de la izquierda llega un hombre de uniforme que señala la soga con el pulgar y urge a Lloyd a que culmine la despedida, que ya va siendo hora, y aparece un capellán que le alarga la mano con rostro grave. Entretanto las mujeres han pasado al otro lado de los barrotes, abrazan a Lloyd, lo besan, y todos juntos se dirigen hacia el torvo lazo de la soga, el plano cambia, y cambia también el compás que marca Richard, más rápido, alegre, algo se cuece, y ahora vemos el andén de una estación, a viajeros y amigos de Lloyd que acuden a decirle adiós, sonrientes, y vemos también cómo un funcionario engancha en el lazo una papeleta blanca, la música requiebra, y entendemos que no es una horca, sino un artilugio a pie de vía para intercambiar mensajes, y entendemos también que los barrotes no son de una celda, sino de la verja que rodea al edificio de la estación. Supongo que los espectadores del estreno quedarían tan aliviados como confusos. Eran las primeras víctimas de una peligrosísima habilidad de las «imágenes vivas»: la manipulación.
Poco más tarde, también en Fuentealbilla, Richard y su valedor sumaron un tercer elemento para completar el triunvirato del cine mudo: Buster Keaton. La cinta elegida, The Cameraman —El fotógrafo en español—, fue rodada en 1928, un año feliz antes de que el crack financiero del otoño siguiente iniciara la catástrofe. Keaton retrata en la calle a una mujer que instantes después desaparece en un taxi apremiada por un grandullón armado con una aparatosa cámara de cine. Ahí se queda plantado el desmañado fotógrafo callejero, perdidamente enamorado de la chica de pómulos altos, gorrito ajustado años veinte, flor en el ojal y, probablemente, castaña. Se hace en su busca con ayuda de la nerviosa fotografía que ha logrado sacar de ella, recorre las calles de Nueva York y la encuentra en su lugar de trabajo, un noticiero cinematográfico. Ella es secretaria y su colega, el camarógrafo grandullón, la corteja con insistencia y descaro. Keaton decide trabajar en el mismo estudio, empeña para ello su cámara fotográfica y se compra una de cine que, como aparecerá más adelante en el rótulo, «parece una coctelera». La batalla por la chica da pie a una serie de peripecias rocambolescas y secuencias de slapstick, con el piano envalentonado y la suerte dando bandazos: choque fortuito con un músico callejero, tiroteo en el barrio chino, trastadas de un mono saboteador, naufragio en una lancha motora…, hasta que el torpe y genial Keaton logra finalmente ganarse a la chica. Sin mutar su perenne cara de palo. Bajo la gorra estilo gran Gatsby emerge ahora un rostro de reptil inocuo, como de lagarto al sol, con esa expresión perpleja que se acaba apoderando de los espectadores. Veo la escena final con la música ya pausada y pienso que mi papel en este libro tiene algo de eso: el de un cámara que graba con cara de palo.
A finales de septiembre de 2011 —lo compruebo ahora, pocos días antes de que ETA anunciara el cese de la actividad armada— recibí un mail de Richard. Ambos figurábamos en una lista de antiguos compañeros de clase. Me contaba que vivía en Valladolid con su pareja y que trabajaba en Ávila de epidemiólogo. Me decía también que en su tiempo libre era pianista de cine mudo. Una pena, terminaba el mensaje, que no pudiéramos coincidir en el reencuentro escolar de ese año, pero seguro que cuajaría el próximo.
Lo intentamos varias veces en sucesivas convocatorias, pero, por una u otra causa, siempre en vano. Eso sí, los mensajes que me enviaba Richard acrecentaban mi interés por su inusual actividad. Desde Fuentealbilla había ampliado su radio de acción a toda la comarca manchega. Acompañado por su valedor actuaba ahora en localidades como Villamalea, Tarazona de la Mancha, Casas Ibáñez, Hellín y el Nerpio que ya conocemos. Yo me acordaba de la película El viaje a ninguna parte, de las compañías de teatro ambulante que recorrían la provincia durante la Segunda República, y —clichés de urbanita— los imaginaba cargando los bártulos en el maletero del coche y atravesando serranías agrestes salpicadas de ventas semiderruidas. Me parecía la suya una actividad anacrónica, extravagante y admirable. Quijotesca, tanto por el itinerario como por el aliento que la animaba: desfacer los entuertos de Netflix y Movistar.
Además de los programas de sus actuaciones, los mails incluían carteles anunciadores de películas, un género publicitario muy cercano al arte. El libro Kafka va al cine reproduce una carta en la que el escritor revela a su prometida Felice Bauer que, más incluso que ver películas, le gusta regodearse con los carteles, verlos expuestos en las paredes de las calles mientras viaja en tranvía. Como si quisiera invertir los papeles; él se mueve y las imágenes quedan fijas. O como si prefiriera «leer» las películas. En mi caso, los anuncios con carteles de cine mudo que adjuntaba Richard me animaban a ver las películas que iban engrosando su repertorio: Luces de la ciudad, El maquinista de la General, Speedy, Amanecer, Nosferatu, El acorazado Potemkin, Octubre, Avaricia, El beso… El cine mudo empezó a convertirse en una alternativa a las series; un film de Chaplin, Eisenstein o Murnau un par de veces a la semana era una dieta saludable para aliviar el empacho serial, esas letanías que decepcionan a partir del sexto episodio o que, si son buenas, esclavizan durante siete temporadas. Costaba al principio, maleado por los efectos especiales, los flashback, los diálogos rotundos y el ritmo caníbal, pero valía la pena dedicar una noche a unas películas de duración cortés que antes veía en sesiones intempestivas de filmoteca y ahora podía picotear en cualquier momento de la bandeja de YouTube o de mediatecas de libre acceso… A lo que importa: el intercambio de mensajes electrónicos con Richard estaba creando un vínculo que, más allá del cine, apuntaba al pasado. Cada vez que leía el nombre del emisor en la pantalla, me venían imágenes de nuestra vida común en San Sebastián. Sí, había que organizar un reencuentro.
En octubre de 2017 Richard tenía previsto visitar a su madre en la ciudad bávara de Erlangen. Me lo anunció poco antes y le invité a que viniera a mi casa de Ulm, a orillas del Danubio y a dos horas en tren desde Erlangen. Aquí estábamos los dos, casi cuarenta años después de la última vez que nos vimos, como los protagonistas de El último encuentro de Sándor Márai, me decía Richard con sorna, aunque en nuestro caso no sería el último encuentro, ni había tanta solemnidad, ni era un castillo, claro. Tampoco flotaba en el ambiente un secreto turbador, aunque sí algo que no sabíamos muy bien cómo abordar. Profanamos el tayín de cordero con un buen Ribera, agarramos una botella de whisky japonés y subimos al ático que aún no era despacho pandémico. Hablamos un poco de cine y mucho de la infancia.
Richard y yo nos conocimos a las nueve y media de la mañana del lunes 18 septiembre de 1978. En el barrio de Aiete, a las afueras de San Sebastián. Lo sé porque era el primer día de colegio. Como todos los lunes escolares, bajé apresuradamente las escaleras de casa con la maleta llena de libros y el rocoso bocadillo de chocolate Elgorriaga para el amaiketako. Salí del portal, tiré hacia la derecha y frené en el quiosco —que descuajaron hace poco— de la esquina de la calle Garibay y la entonces avenida de España. Ante mí se apilaban los ejemplares de la Hoja del Lunes, el único periódico que salía ese día. En la portada destacaban la noticia de un terremoto en Irán con más de 15 000 muertos y unas declaraciones de Carlos Garaikoetxea: «El pueblo vasco es anterior al Estado en que nos integraron contra nuestra voluntad». Ni el terremoto ni el lehendakari me interesaban demasiado, por lo que di la vuelta a la Hoja para leer la contracubierta donde figuraban los resultados de fútbol. La Real había perdido uno a cero en Balaídos. El primer día de séptimo de EGB empezaba bien. Si hubiera abierto la antepenúltima página —solo lo hacía en caso de victoria o empate a domicilio— habría podido leer que López Ufarte, ¡mi ídolo!, había fallado un penalti, y que el gol del Celta había sido «de verbena».
He recurrido a la hemeroteca para recrear esa mañana de septiembre, mi memoria no da para tanto. Pero me acuerdo bien de que en clase había un alumno nuevo que venía de Alemania, aunque no parecía alemán, con su pelo moreno y encrespado. También recuerdo —o creo recordar o imagino— que, como muchos primerizos, mostraba una actitud tímida y a la defensiva, pero con retazos altivos. Esa es al menos la impresión que guardo de él cuando echo la vista atrás. Apenas entendía el castellano, así que se relacionó con los que mejor hablábamos alemán, los hijos de profesores venidos de Alemania y los mestizos como yo.
A diferencia de nosotros, Richard había nacido en una democracia. Pero la Alemania de mediados de los sesenta no era el país abierto y liberal que conocemos ahora. En noviembre de 1966, a los pocos meses de nacer Richard, subió al poder un exmiembro del NSDAP que había jugado un destacado papel a las órdenes de Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores de Hitler. Una vez en la cancillería, Kurt Georg Kiesinger impulsó medidas para que prescribieran los delitos cometidos durante el nacionalsocialismo e hizo lo posible por sacar adelante una «ley de emergencia» que otorgaba al gobierno poderes especiales. Y ello en un país con una legislación de por sí retrógrada y llena de rémoras: se mantenía el artículo 175 del Código penal que calificaba la homosexualidad de «lujuria» y la castigaba con penas de cárcel, así como una ley que solo permitía trabajar a la mujer en caso de «poder compaginar la actividad laboral con sus obligaciones en el matrimonio y en la vida familiar».
Alemania era una democracia, sí, pero con unas condiciones y un ambiente no muy propicios para nacer como hijo de madre soltera. Que nos lo cuente Richard mismo: «Mi abuelo materno no se sabe quién es, la abuela no soltaba prenda. Nunca. En unos papeles de registro que consultó uno de sus hijos figura como decano de la iglesia y periodista. Tenía nariz aguileña —que heredó mi madre— y gafas tipo Gustav Mahler, según una foto que se le escapó esconder a la abuela materna. Siempre nos quedó la duda de si era nazi o judío. Mi abuela era rara, fue de todo: católica, protestante, testigo de Jehová… Finalmente se hizo hinduista, viajaba a la India para visitar a su “maestro”. En su juventud trabajó de secretaria en una empresa u organización cercana al nazismo, como muchos lugares de trabajo por aquel entonces. Con los años me cogió cariño, no así a mi madre, que era la “tonta de la familia” y candidata a culpable ante cualquier desavenencia o el más mínimo accidente doméstico. Le pegaba incluso. Acabaron rompiendo relaciones del todo cuando mi madre se quedó embarazada de un españolito de Guadix que, por mucho que estudiara Ciencias Físicas en Erlangen, no dejaba de ser un Südländer