Esta República del sufrimiento - Drew Gilpin Faust - E-Book

Esta República del sufrimiento E-Book

Drew Gilpin Faust

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Durante la Guerra de Secesión de Estados Unidos, más de seiscientos mil soldados perdieron la vida, una carnicería sin precedentes que, en términos actuales, equivaldría a seis millones de personas. La escalofriante escala de mortandad y la devastación fue tal que no solo afectó a la existencia de centenares de miles de individuos, sino que tuvo un impacto profundísimo en la vida y la psique colectiva de la nación. En el monumental y multipremiado Esta República del sufrimiento. Morir y matar en una guerra civil, Drew Gilpin Faust, experta en la Guerra de Secesión y primera presidenta de la Universidad de Harvard, describe cómo una cultura profundamente religiosa como la estadounidense pugnó por tratar de conciliar la idea de matar al prójimo o morir por una causa que no todos compartían con su creencia en un Dios benevolente, cómo madres, padres, hermanos o hijos tuvieron que encajar la pérdida de sus seres queridos y cómo los supervivientes de esta ordalía debieron rehacer y continuar sus vidas. A lo largo de Esta República del sufrimiento. Morir y matar en una guerra civil, escuchamos las voces de los soldados y de sus familias, de estadistas, generales, predicadores, poetas, cirujanos, enfermeras, del Norte y del Sur, que se conjugan para transmitir vívidamente cuál fue la experiencia más fundamental y ampliamente compartida de esta guerra, como lo es de todas: la muerte. Una lectura tan humana como sobrecogedora que desnuda a la guerra de cualquier romanticismo y visibiliza las profundas cicatrices que los conflictos civiles, como lo fue la Guerra de Secesión y como lo han sido tantos otros, dejan en las sociedades. Ganador del John W. Kluge Prize for Achievement in the Study of Humanity en 2018 Ganador del Bancroft Prize en 2009 Ganador del American History Book Prize 2009 de la New-York Historical Society Finalista del Premio Pulitzer de Historia en 2009 Finalista del National Book Award en 2008

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«Elocuente e imaginativo, el libro de Faust aborda un lúgubre tema –cómo afrontó Estados Unidos la inmensa mortandad de la Guerra Civil– y lo torna en algo novedoso y apasionante… [Una] amplia y erudita crónica merecidamente elogiada».

The New York Observer

«Faust está especialmente cualificada para identificar y explicar las complejas implicaciones políticas y sociales de la mutable naturaleza de la muerte a medida que los conflictos internos de Estados Unidos se desarrollaban en toda su amplitud».

San Francisco Chronicle

«Faust brilla al explicar la violenta retórica de la época y lo que pasaba por la cabeza de la gente».

The Boston Globe

«La belleza y originalidad del trabajo de Faust es que muestra con minuciosidad cómo el proceso de duelo llegó a ser un negocio del capitalismo comercializado en toda la sociedad».

The New Yorker

«Fascinante, innovador… Faust vuelve a la tarea de arrancar a la guerra cualquier atisbo de romanticismo, nobleza o propósito social».

The Nation

«Una lectura desgarradora pero cautivadora».

The Christian Science Monitor

«Faust, que siempre ha mantenido el conflicto bélico en su erudito punto de mira, nos brinda una emocionante confirmación de su relevancia tanto en la sociedad como en la política».

Slate

«[Un] extraordinario nuevo libro».

The New York Sun

Esta República del sufrimiento. Morir y matar en una guerra civil

Faust, Drew Gilpin

Esta República del sufrimiento / Faust, Drew Gilpin [traducción de Javier Romero Muñoz].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2023. – 360 p. ; 23,5 cm – (Historia de América) – 1.ª ed.

D.L.: M-9549-2023

ISBN: 978-84-124985-5-4

94(73) “1861/1865” 355.1-053.99 “.344”

341.39(718/364.288/26.557)

ESTA REPÚBLICA DEL SUFRIMIENTO

Morir y matar en una guerra civil

Drew Gilpin Faust

Título original:

This Republic of Suffering. Death and the American Civil War

First Published by Alfred A. Knopf

This translation published by arrangement with Alfred A. Knopf, an imprint of The Knopf Doubleday Group, a division of Penguin Random House, LLC.

Derechos de traducción concertados con Alfred A. Knopf, sello de The Knopf Doubleday Group, una división de Penguin Random House, LLC. Todos los derechos reservados

© 2008 by Drew Gilpin Faust

ISBN: 978-0-375-70383-6

© de esta edición:

Esta República del sufrimiento. Morir y matar en una guerra civil

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-126588-0-4

D.L.: M-9549-2023

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez

Revisión técnica: Javier Veramendi B

Traducción: Javier Romero Muñoz

Primera edición: mayo 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2023 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

 

 

 

 

EN MEMORIADEMCGHEE TYSON GILPIN

1919-2000

Capitán del Ejército de los Estados Unidos de América

Oficial jefe del 436.º equipo de intérpretes de la Inteligencia militar 6.ª División Acorazada

Herido el 6 de agosto de 1944

en Plouviens, Francia

Estrella de Plata

Corazón Púrpura

Cruz de Guerra

ÍNDICE

Agradecimientos

Prefacio. La obra de la muerte

1 Morir: Entregar mi vida

2 Matar: La mayor valentía

3 Enterrar: «Nuevas lecciones para el cuidado de los muertos»

4 Nombrar: «La crucial palabra DESCONOCIDO»

5 Tomar conciencia: Los civiles y el luto

6 Creencias y dudas: «¿Qué sentido tiene esta carnicería?»

7 Rendir cuentas: «Nuestras obligaciones hacia los muertos»

8 El Recuento: «¿Cuántos? ¿Cuántos?»

Epílogo: Los supervivientes

Bibliografía

Créditos de las imágenes

AGRADECIMIENTOS

La idea de este libro surgió de mi anterior trabajo sobre las mujeres en el sur esclavista y cristalizó cuando me di cuenta de que estas asentaban sus percepciones sobre la guerra en su terrible cosecha de muerte. He trabajado en este proyecto durante más de una década, en parte debido a que además de este también emprendí otras responsabilidades, pero también en parte porque el tema me parecía tan importante que quería hacerle plena justicia. Si he tenido éxito en este propósito, ha sido a causa de los muchos amigos, colegas, e incluso desconocidos que me han ayudado. En primer lugar, quiero agradecer a quienes han leído y comentado el original, con lo que me salvaron de cometer errores y me ofrecieron una perspectiva de incalculable valor sobre cuestiones conceptuales de mayor alcance: David Blight, Ann Braude, Gary Gallagher, Tony Horwitz, Jennifer Leaning, Stephanie McCurry, James McPherson, Luke Menand, Charles Rosenberg, y Jessica Rosenberg. Otros han leído capítulos concretos relacionados con su especialidad, han encontrado material bibliográfico, me han conducido y guiado por entre colecciones de originales, tesoros compartidos que encontraron durante sus investigaciones, trabajaron como asistentes de investigación, ayudaron a preparar el original, o contribuyeron de formas innumerables. Tengo una gran deuda con Michael Bernath, Homi Bhabha, Tracy Blanchard, Beth Brady, Gabor Boritt, Tom Coens, Lara Cohen, Gretchen Condran, John Coski, Yonatan Eyal, Henry Fulmer, Jesse Goldstine, James Green, Jenessa Hoffman, Kathryn Johnson, Andrew Kinney, James Kloppenberg, Jeremy Knowles, Lisa Laskin, Paul LeClerc, Millington Lockwood, Chandra Manning, Sandra Markham, Stewart Meyer, Reid Mitchell, Margot Minardi, Lien-Hang Nguyen, Charlie Ornstein, Amy Paradis, Katy Park, Michael Parrish, Charlene Peacock, Trevor Plante, Frances Pollard, George Rable, James Robertson Jr., Neil Rudenstine, Barbara Savage, Elana Harris Schanzer, Kay Shelemay, Theda Skocpol, Susan Stewart, Allen Stokes, Steven Stowe, Julie Tomback, Helen Vendler y Ann Wilson. Mi gratitud para Jane Garrett, por su paciencia y su fe.

Doy las gracias a Louise Richardson por poner orden en Radcliffe durante el año sabático que me tomé para escribir; a Susan Johnson y Anne Brown por gestionar mi vida; a Janine Bestine y a Peggy Chan por gestionar mis computadores; y a Lars Madsen por aceptarlo todo de tan buen grado y en el último minuto. Kennie Lyman hizo casi lo imposible para que el original llegara a tiempo a la imprenta. He tenido el privilegio de disfrutar de la generosidad, primero de la Universidad de Pensilvania y después de la de Harvard, que han apoyado mi trabajo de historiadora, que durante los seis últimos años se ha inspirado en los tesoros intelectuales del Instituto Radcliffe. Agradezco haber podido enriquecer mi libro con los numerosos repositorios de manuscritos citados en las notas y doy gracias a bibliotecas y museos por permitirme utilizar citas e ilustraciones. Algunas partes del presente libro ya fueron publicadas, aunque en un texto algo diferente, en las revistas Journal of Southern History, Journal of Military History y Southern Cultures. En las citas de las fuentes primarias, he conservado la transcripción, a menudo muy creativa, del original, sin insertar el intrusivo (sic).

Charles Rosenberg y Jessica Rosenberg son grandes editores y críticos. Pero, como ellos ya saben, eso es lo de menos. Les doy las gracias por creer en este proyecto tanto tiempo y por sobrellevar mi fascinación por la muerte.

Cambridge, enero de 2007

PREFACIO

LA OBRA DE LA MUERTE

La mortalidad define la condición humana. En 1862, un obispo episcopal confederado observó en un sermón: «Todos tenemos nuestros muertos […] todos tenemos nuestras tumbas». Cada época, explicó, debe enfrentarse a «miserias semejantes», toda época debe buscar «consuelos semejantes». Sin embargo, la muerte también tiene elementos de discontinuidad. Hombres y mujeres se enfrentan a ella de formas diferentes, modeladas por la historia, por la cultura, por unos condicionantes que varían de una época a otra y de un lugar a otro. Aunque «todos tenemos nuestros muertos», aun cuando todos fallecemos, todos lo hacemos de forma diferente, de una generación a otra y de un lugar a otro.1

Mediado el siglo XIX, los Estados Unidos entraron en una nueva relación con la muerte al embarcarse en una guerra civil que iba a ser más sangrienta que ningún otro conflicto de la historia estadounidense, una contienda que presagiaría la masacre del frente occidental de la Primera Guerra Mundial y la carnicería global del siglo XX. El número de soldados que perecieron entre 1861 y 1865, estimado en 620 000, es más o menos equivalente a la suma de las bajas estadounidenses en la Guerra de Independencia, la Guerra de 1812, la Guerra contra México, la guerra contra España*, las dos guerras mundiales y la Guerra de Corea. La tasa de mortalidad de la Guerra Civil, es decir, su incidencia en relación al total de la población del país, fue seis veces superior a la de la Segunda Guerra Mundial. La misma tasa, el dos por ciento, aplicada a la población actual de los Estados Unidos supondría unos seis millones de víctimas mortales. En su pugna desesperada por sobrevivir contra un enemigo más rico y poblado, la nueva nación sureña sufrió una presión desproporcionada sobre su capital humano. Por cada yanqui muerto, cayeron tres confederados; uno de cada cinco sureños en edad militar no sobrevivió a la Guerra de Secesión.2

Sin embargo, las estadísticas militares solo narran una parte de la historia. La guerra también mató a civiles, pues las batallas se libraron en granjas y campos, los campamentos de los soldados propagaron enfermedades epidémicas, las guerrillas perpetraron violencia y represalias contra mujeres e incluso niños, los tumultos contra la recluta forzosa afectaron a ciudadanos inocentes y, en algunas regiones del Sur, la escasez de alimentos provocó inanición. Nadie ha tratado de documentar tales muertes de forma sistemática; nadie ha diseñado un método para un recuento retrospectivo. James McPherson, distinguido historiador de la Guerra de Secesión, estima que durante la guerra hubo unas cincuenta mil muertes civiles y concluye que la tasa total de mortalidad del Sur excede al de todos los países de la Primera Guerra Mundial o a la de todos los de la Segunda Guerra Mundial salvo la región que va del Rin al Volga. La Guerra Civil causó una matanza de una magnitud que suele considerarse propia de épocas posteriores, caracterizadas por una combinación de eficiencia tecnológica e inhumanidad.3

El impacto y significado del coste en vidas de la guerra va más allá del simple número de víctimas mortales. Para la generación de la Guerra de Secesión, su mortandad fue importante porque quebrantó las ideas predominantes sobre la forma correcta de finalizar la existencia: quién debía morir, dónde, cuándo y bajo qué circunstancias. Para los estadounidenses de mediados del XIX, la muerte no era en absoluto una extraña. Hacia comienzos de la década de 1860 la tasa de mortalidad había comenzado a declinar, pero el espectacular aumento de la longevidad no llegaría hasta épocas posteriores de ese mismo siglo. Los estadounidenses de la era inmediatamente precedente a la guerra tenían un trato mucho más íntimo con la muerte que sus homólogos del siglo XXI. Empero, las pautas a las que estaban acostumbrados eran, en muchos aspectos, diferentes a las que introduciría la contienda. La Guerra Civil representó un giro drástico tanto en la incidencia como en la experiencia de la muerte. Los estadounidenses de mediados del XIX sufrían una elevada tasa de mortalidad infantil, pero cabía esperar que la mayoría de los que alcanzaban la juventud vivieran por lo menos hasta mediana edad. La guerra se llevó con gran rapidez, a menudo de forma instantánea, a hombres jóvenes y sanos, o los destruía mediante enfermedades o heridas. Esto supuso una ruptura alarmante y brusca con las ideas comúnmente aceptadas de quién debía morir. Como escribió en 1864 Francis W. Palfrey en un texto en memoria de Henry L. Abbott, soldado de la Unión, «el golpe es harto más duro cuando cae sobre aquellos que están en el albor de la vida». Un soldado tenía cinco veces más posibilidades de morir que alguien que no se hubiera incorporado a filas. Como explicó un capellán a su regimiento de Connecticut a mediados de la guerra, «ni ellos ni él habían vivido ni se habían enfrentado a la muerte en una época como esta, con sus particulares condiciones y requerimientos». Tanto los civiles como los soldados de la Guerra de Secesión diferenciaban entre lo que denominaban «muerte ordinaria» similar a la de los años previos a la contienda, y la forma y frecuencia de los óbitos de los campos de batalla, hospitales y campamentos de la Guerra Civil, así como de la interrupción de vidas civiles ocasionada por la guerra.4

En la Guerra de Secesión, los Estados Unidos, el Norte y el Sur, recogieron una «cosecha de muerte», en palabras de muchos de sus protagonistas. Mediado el conflicto, en el Sur «casi todos los hogares lloran la pérdida de un ser querido». Los fallecimientos pasaron a ser algo cotidiano; la muerte ya no se afrontaba en solitario; su presencia amenazadora, su proximidad y su realidad se convirtieron en la experiencia bélica más ampliamente compartida. Como observó un soldado confederado, la muerte «reinaba con potestad universal», se enseñoreaba de hogares y vidas, exigía atención y respuesta. La Guerra Civil tiene importancia en la actualidad porque puso fin a la esclavitud y contribuyó a definir los significados de libertad, ciudadanía e igualdad. Estableció un nuevo estado-nación centralizado y lo encauzó por una senda de expansión económica e influencia mundial. Mas, para los estadounidenses que vivieron la Guerra Civil, la textura de esta experiencia, su urdimbre y su trama, fue la omnipresencia de la muerte. Finalizada la contienda, este sufrimiento compartido superaría las diferencias persistentes acerca del significado de raza, ciudadanía y nacionalidad y convertiría el sacrificio y su memoria en el espacio en el que Norte y Sur se reunificarían al fin. Incluso en nuestros tiempos, esta concepción elegiaca de la Guerra Civil sigue ejerciendo un poderoso atractivo.5

La muerte transformó a la nación estadounidense y también a centenares de miles de individuos afectados por una pérdida directa. La guerra creó una verdadera «República de sufrimiento»: tales fueron las palabras que eligió Frederick Law Olmsted para describir a los heridos y moribundos que iban llegando a los barcos-hospital federales en la península de Virginia. El sacrificio y el estado quedaron entrelazados de forma inextricable. Los ciudadanos-soldados segados en plenitud de sus vidas originaron una serie de obligaciones de la nación, la cual definió su misión y su carácter político a partir de la contienda. Una guerra librada por la unión del país, por la ciudadanía, por la libertad y por la dignidad humana exigía que el gobierno atendiera las necesidades de los caídos en acto de servicio. El cumplimiento de estas responsabilidades recién asumidas sería un importante vehículo de la expansión del poder federal que caracterizó la transformación de la nación durante la posguerra. El establecimiento de cementerios nacionales y el surgimiento de un sistema de pensiones de guerra para cuidar tanto de los caídos como de sus deudos dieron lugar a unos programas de una escala y un alcance inimaginables antes de la contienda. La muerte creó la moderna unión estadounidense, y no solo porque garantizó la pervivencia de la nación, sino también porque modeló estructuras y compromisos nacionales duraderos.6

Los combatientes de la Guerra de Secesión mencionaban lo que llamaban con frecuencia «la obra de la muerte», esto es, el deber castrense de combatir, matar y morir. Pero también rememoran las consecuencias de la batalla: sus matanzas, su sufrimiento y su devastación. Esta acepción de la palabra «obra», significa trabajo pero también impacto y la importante conexión existente entre ambos conceptos. En la guerra, la muerte no ocurre sin más; requiere acción y agentes. En primer lugar, debe ser infringida, propósito al cual se entregaron varios millones de soldados de la década de 1860. Sin embargo, la muerte también suele requerir participación y respuesta: debe ser vivida y gestionada. También consiste en morir, en saber cómo afrontar y sobrellevar los últimos momentos de la existencia. De todos los seres vivos, solo los humanos anticipan su propio fin; en consecuencia, nos diferencia de otros animales la necesidad de elegir cómo actuar, esto es, de preocuparse sobre cómo morir. Esta necesidad de organizar la muerte es el sino particular de la humanidad.7

El trato con los difuntos también constituye un trabajo, ya sea retirarlos en el sentido literal de enterrar sus cuerpos, pero también en un sentido más figurado. Los afligidos deudos del muerto se despiden de este por medio de rituales y luto. Las familias y las comunidades deben reparar el daño sufrido por el tejido doméstico y social, y sociedades, naciones y culturas intentan comprender y explicar una pérdida inconmensurable.

«Los verdaderos defensores de la Constitución». Grabado de un dibujo de James Walker, Harper’s Weekly, 11 de noviembre de 1865.

El presente libro trata la obra de la muerte en la Guerra de Secesión. Intenta describir cómo entre 1861 y 1865 –y durante las décadas que siguieron– los estadounidenses emprendieron una labor que la historia no ha comprendido ni reconocido de forma adecuada. Los seres humanos rara vez son víctimas pasivas de la muerte. Incluso al fallecer, son actores: se preparan para ella, la imaginan, se arriesgan a sufrirla, tratan de comprenderla. Los supervivientes del difunto deben asumir nuevas identidades definidas por su pervivencia frente a la aniquilación de otros. La presencia y el temor a la muerte alteraron las nociones más básicas de los estadounidenses de la Guerra Civil de quiénes eran, pues era inevitable que la muerte, con su amenaza de terminación y transformación, inspirase el autoexamen y la autodefinición. El presente volumen, comenzando por cómo los individuos se enfrentaban al hecho de morir y de matar, explora cómo esas experiencias transformaron la sociedad, la cultura y la política de lo que se convirtió en una extensa república de común aflicción. Algunos de los cambios que trajo la muerte eran de tipo social: las esposas se convertían en viudas, los hijos en huérfanos. Otros fueron políticos, toda vez que los soldados afroamericanos buscaban lograr ciudadanía e igualdad por medio de su predisposición tanto a matar como a morir. Otros fueron filosóficos y espirituales, pues la matanza compelió a los estadounidenses a buscar un significado y una explicación a la destrucción bélica.

Cada fallecimiento comportaba «el gran cambio» retratado por el lenguaje y el relato de la cristiandad decimonónica: el trance del paso de esta vida a lo que fuera que viniera después. Un asunto de eterna inquietud tanto para los creyentes como para los no creyentes, la existencia y naturaleza de la vida después de la muerte asumió nueva urgencia tanto para unos soldados temerosos de morir como para sus familiares, afligidos por el destino que esperaba a los difuntos. Por otra parte, incluso si los espíritus y almas fueran inmortales, todavía quedaba la cuestión acuciante de los cuerpos. A muchos estadounidenses la noción tradicional de la resurrección de la carne en el día del juicio final les resultaba cada vez más improbable tras ver la mutilación y desfiguración infligidas por la contienda. Los testigos de los hospitales de campaña comentaban, casi de forma unánime, el horror de los montones de miembros apilados junto a la mesa del cirujano, disociados de los cuerpos a los que habían pertenecido, transformados en objetos repulsivos que antes eran partes esenciales de una persona. Estos brazos y piernas parecían tan inidentificables –e irrecuperables– como las decenas de miles de desaparecidos que perdían sus nombres. La relación integral entre el cuerpo y el ser humano al que albergaba quedó tan despedazada como los heridos en combate.8

En algunos e importantes aspectos, los cadáveres eran la medida de la contienda, de sus logros y de su impacto. Y, en verdad, los restos mortales eran sumamente visibles en los Estados Unidos de la Guerra de Secesión. Los comandantes militares comparaban sus bajas con las del enemigo como prueba de sus éxitos o fracasos. Los soldados no hallaban palabras con las que describir los cuerpos despedazados que yacían por los campos de batalla; las familias especulaban sobre el significado de las listas de heridos que publicaban los periódicos: «herida ligera en el hombro», «herida grave en la cadera», «herida mortal en el pecho». Atendían a los moribundos y enterraban sus cuerpos. Las cartas e informes del frente presentaban las heridas físicas y la muerte como algo inevitable. Por primera vez, gracias al nuevo arte de la fotografía, los civiles se enfrentaban a la realidad de la muerte en el campo de batalla. Se sentían cautivados por los retratos, de paradójica viveza, de las víctimas de Antietam que Mathew Brady exhibía en su estudio de Broadway. Como escribió el New York Times, aunque Brady «no ha traído cadáveres y los ha dejado frente a nuestras puertas y por las calles, ha hecho algo muy similar».9

«Muertos confederados en Antietam, septiembre de 1862». Fotografía de Alexander Gardner, Biblioteca del Congreso.

Este nuevo y abrumador protagonismo de los cadáveres se centraba, por encima de todo, en su destrucción y deformación, lo que, de forma inevitable, planteaba la cuestión de qué relación tenían esos restos con las personas que algún momento habían habitado en ellos. Tras la batalla, los supervivientes solían arrojar los cadáveres a fosas como si enterrasen animales –«a montones, como si fueran pollos muertos»–, observó un testigo. Era un comportamiento que deshumanizaba por igual a los vivos y a los difuntos. Existía el peligro de que la Guerra Civil hiciera desaparecer la distinción entre hombre y animal, diferencia que las doctrinas científicas decimonónicas ya habían comenzado a erosionar.10

La Guerra de Secesión enfrentó a los estadounidenses a una tarea enorme, una muy diferente a la de salvar o dividir la nación, conservar o poner fin a la esclavitud, o vencer el conflicto militar: unas cuestiones que pensamos que tuvo que afrontar la generación de la Guerra Civil. Los estadounidenses, los del Norte y los del Sur, tuvieron que afrontar –y soportar– el asalto de la contienda contra sus concepciones sobre cómo debía finalizar la existencia. Este asalto cuestionó sus ideas más básicas sobre el valor y el significado de la vida humana. Al enfrentarse a unos horrores que los llevaron a dudar de su capacidad de resistirlos, su compromiso con su causa, e incluso su fe en un Dios justo, ya que tanto soldados como civiles tuvieron que esforzarse por mantener sus creencias más preciadas y darles sentido en el mundo radicalmente alterado que la contienda había engendrado. Los estadounidenses tuvieron que definir –hallar, inventar, crear– los medios y mecanismos necesarios para gestionar más de medio millón de caídos: sus muertes, sus cadáveres, su duelo. El cumplimiento de esta tarea remodeló sus vidas individuales –y sus fallecimientos–, y también redefinió su nación y su cultura. La obra de la muerte fue la empresa más decisiva y exigente de los Estados Unidos de la era de la Guerra Civil.

NOTAS

1. [Elliott, S.], Obsequies of the Reverend Edward E. Ford, D.D.…, 1863b, 8.

2. Hacker, J. D., 1999, 1, 14. Hacker considera posible que la cifra total de muertos de la Guerra de Secesión ha sido gravemente infravalorada debido a las insuficientes estadísticas sobre el número de fallecimientos confederados a causa de las enfermedades. El conjunto de las estadísticas de bajas y mortalidad de la Guerra Civil son problemáticas, pues la insuficiencia de los archivos confederados las hacen poco fiables. Vid. el capítulo 8 del presente libro. Maris A. Vinovskis concluye que sucumbieron en la guerra cerca de un seis por ciento de los blancos norteños entre los trece y cuarenta y cinco años, mientras que pereció el dieciocho por ciento de los hombres blancos sureños de edad similar. Sin embargo, debido a los niveles de movilización militar mucho más elevados del sur blanco, las tasas de mortalidad de los soldados sudistas fueron dos, no tres veces más grandes que las de los nordistas. James McPherson cita una tasa de mortalidad del treinta y un por ciento para los soldados de la Confederación y el dieciséis por ciento para los de la Unión. Gary Gallagher considera que la tasa de mortalidad sureña de Vinovskis es demasiado baja y estima que murieron en el conflicto cerca de uno de cada cuatro hombres blancos sureños, no uno de cada cinco. He optado por citar la cifra más conservadora. Vid. Vinovskis, M. A., 1990, 3-7; James M. McPherson, comunicación personal con la autora, 27 de diciembre de 2006; Gary Gallagher, comunicación personal con la autora, 16 de diciembre de 2006.

3. McPherson, J. M., 2002, 3, 177, n. 56.

4. [Palfrey, F. W.], 1864, 5; Shryock, R., 1962, 164; Trumbull, H. C., 1898, 67. Las estadísticas vitales del periodo son muy escasas y las más detalladas solo abarcan Massachusetts. Agradezco a la historiadora demográfica Gretchen Condran de la Universidad de Temple que haya tratado conmigo estas cuestiones. Vid. U. S. Bureau of the Census, 1975, 62-63. Sobre el carácter «en particular doloroso» de la «muerte prematura de un niño adulto» en la Inglaterra de mediados del XIX, vid. Jalland, P., 1996, 39.

5. Una de las más notables presentaciones de la cosecha mortal es el título dado a la fotografía de Timothy O’Sullivan en un campo cubierto de cadáveres en Gettysburg: vid. Gardner, A., 1959, estampa 36; Stone, K., 1955, 264; C. W. Greene a John McLees, 5 de agosto de 1862, en McLees Family Papers, SCL.

6. [Olmsted, F. L.], 1863, 115.

7. Existe una inmensa y prolija literatura general sobre la muerte. Algunos de los textos clave no citados en otros pasajes de este volumen son Lynch, T., 1997; Ibid., 2000; Gilbert, S., 2006; Monette, P., 1988; Ibid., 1994; Mitford, J., 1963; Nuland, S. B., 1994; Bloch, M. y Parry, J. (eds.), 1982; Metcalf, P. y Huntington, R., 1991.

8. De la Sra. Carson a R. F. Taylor, 14 de septiembre de 1864, Carson Family Papers, SCL. Acerca de los conceptos cambiantes del yo, vid. Taylor, C., 1989 y Seigel, J., 2005.

9.New York Times, 20 de octubre de 1862. Vid. Frassanito, W. A., 1978; Nudelman, F., 2004, 103-131; Trachtenberg, A., 1989. Aun cuando debemos reconocer el impacto de la fotografía de la Guerra de Secesión, es importante ser consciente de la cifra tan pequeña de estadounidenses que vieron las fotografías de cadáveres, las de Brady o las de algún otro. Los diarios y publicaciones periódicas todavía no podían reproducir fotografías, pues solo podían editar grabados derivados de estas, como las numerosas ilustraciones de Harper’s Weekly incluidas en el presente libro.

10. Maude Morrow Brown Manuscript, z/0907.000/S, Mississippi Department of Archives and History, Jackson, Misisipi; sobre la ciencia decimonónica y el cambiante significado de la muerte, vid. Phillips, A., 2000.

* N. del T.: Se refiere a la guerra hispano-estadounidense de 1898.

1

MORIR

«ENTREGAR MI VIDA»

«Morir […] anula el poder de matar».Emily Dickinson, 1862.

Nadie esperaba lo que acabó siendo la Guerra de Secesión. Los secesionistas sudistas creían que los nordistas nunca se movilizarían para impedir la división nacional o, en todo caso, solo opondrían una resistencia breve e inefectiva. El senador por Carolina del Sur James Chesnut tuvo la osadía de prometer beberse toda la sangre que se derramase a causa de la declaración de independencia de la Confederación.1 Cuando la confrontación bélica comenzó a parecer inevitable, tanto nordistas como sudistas esperaban que fuera breve. En el verano de 1861, el Norte se lanzó a la Primera batalla de Bull Run convencido de que aplastaría la rebelión con una victoria decisiva; los confederados pensaban que la Unión abandonaría la lucha después de los primeros reveses. Ninguno de ambos bandos podía imaginar la magnitud y duración del conflicto que se libró, ni el terrible tributo mortal que deberían pagar.

Estas pérdidas inesperadas y sin precedentes se debieron a varios factores. El primero, fue, simple y llanamente, la escala del conflicto. Como observó un surcarolino en 1863: «El mundo nunca había visto una guerra semejante». Entre 1861 y 1865 se incorporaron a filas alrededor de 2,1 millones de nordistas y 880 000 sudistas. El Sur alistó a tres de cada cuatro hombres blancos en edad militar. Durante la Guerra de Independencia, el ejército nunca había sumado más de 30 000 hombres.2

Los cambios en la tecnología militar equiparon a esos ejércitos masivos con nuevas armas de mayor alcance –rifles de avancarga– y en las postrimerías de la contienda dotaron a ciertas unidades de un aumento espectacular de su potencia de fuego gracias a fusiles de retrocarga e incluso de repetición. Los ferrocarriles y la incipiente industria tanto del Norte como del Sur facilitaron el reabastecimiento y redespliegue de los ejércitos, lo cual ayudó a prolongar la guerra y su mortandad.

Sin embargo, por más terribles que fueran los horrores del combate, los soldados temían mucho más caer víctimas de las enfermedades. Morir a causa de estas, observó un soldado de Iowa, suponía «todos los males del campo de batalla pero ninguno de sus honores». En la Guerra Civil fallecieron dos veces más soldados a causa de las afecciones infecciosas que de heridas en combate. La guerra, como observó el cirujano general de la Unión, William A. Hammond, fue librada «al final de la Edad Media de la medicina». En aquella época todavía se ignoraba la teoría de los gérmenes, así como la naturaleza y la necesidad de la antisepsia. Los ejércitos de voluntarios de los primeros meses de la contienda fueron castigados por una oleada de epidemias –sarampión, paperas y viruela– que más tarde dejaron paso a los males intratables de los campamentos militares: diarrea y disentería, tifus y malaria. Durante cada año de la contienda casi tres cuartas partes de los soldados de la Unión padecieron afecciones estomacales graves; hacia 1865, la tasa de enfermos de diarrea y disentería era de 995 por cada mil. Las aguas contaminadas por las letrinas eran la causa principal de estas enfermedades, así como la del tifus. «La letrina del campamento –dice una descripción de 1862 de un vivaque estándar de la Unión–, está situada entre las tiendas y el río. Dos veces a la semana es cubierta con tierra nueva […] sin embargo, los hombres utilizan los terrenos de las inmediaciones». El uso de éter y el cloroformo en la cirugía militar mejoraron el tratamiento de las heridas, pero, dado el desconocimiento de la antisepsia, los médicos propagaban las infecciones con el instrumental y las vendas sucias. Tras la batalla de Perryville, en 1862, el agua era tan escasa que los cirujanos de la Unión que amputaban casi sin descanso no se lavaron las manos en dos días. La gangrena era tan común que la mayoría de los hospitales militares tenían pabellones o tiendas especiales para sus víctimas.3

Los soldados de la Guerra de Secesión tenían muchas oportunidades de perecer y de muy diversas maneras. La contienda que tenía que haber sido breve se prolongó durante cuatro años y afectó la existencia de casi todos los estadounidenses. Una aventura marcial emprendida en aras del heroísmo y la gloria se convirtió en una costosa pugna llena de sufrimiento y pérdidas humanas. Los hombres, al convertirse en soldados y reflexionar sobre la batalla, se enfrentaban a una posibilidad muy real de caer, por lo que tenían que estar dispuestos y preparados .para morir. En el momento de partir al combate, empleaban recursos culturales, códigos de masculinidad, patriotismo y religión a fin de prepararse para lo que les esperaba. Esta era la obra inicial de la muerte.

«Muriendo de grangrena». Acuarela de Edward Stauch. Milton Wallen, de la Compañía C del 1.º de Caballería de Kentucky, en un hospital-prisión. Museo Nacional de Salud y Medicina, Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas.

«Soldado –le recordó a su tropa en 1863 un capellán confederado–, tu misión es morir».4 Al marchar a la contienda, los hombres de los Estados Unidos guerracivilistas hablaban de gloria y conquista, de salvar o de crear una nación, de aplastar al enemigo. Sin embargo, el corazón del deber de todo soldado era la noción de sacrificio. La explicación que dio E. G. Abbott para incorporarse al ejército de la Unión está lejos de ser única: «Vine a esta guerra –escribió–, a entregar mi vida».5 Como decía la oración de un soldado confederado, «mi primer deseo no debe ser escapar a la muerte, sino que mi muerte ayude a triunfar a la causa del derecho».6 La retórica del servicio –a la nación, a Dios, a los camaradas– racionalizaba la violencia de esta contienda devastadora, al presentarla como el instrumento de mandatos imperativos, nacionalistas y cristianos: los soldados iban a morir por Dios y por la patria. «No he venido a la guerra a asesinar, ¡No! […] nuestro amado Señor lo sabe, y estará de mi lado», escribió John Weisssert de Michigan, al escribir cómo «le ponía los pelos de punta» presenciar el truculento espectáculo posterior a la batalla.7 Centrarse en morir, no en matar, permitía a los soldados mitigar su terrible responsabilidad en la matanza de otros. Los hombres se veían reflejados en los rostros de los que expiraban a su alrededor y se esforzaban por comprender la posibilidad y significado de su propia aniquilación. En la construcción del universo moral y emocional del soldado, morir asumía clara preeminencia sobre matar.

De hecho, los soldados de la Guerra Civil estaban mejor preparados para morir que para matar, pues la cultura en la que vivían les ofrecía numerosas enseñanzas sobre cómo debía finalizar una vida. Sin embargo, esas lecciones tuvieron que ser adaptadas a las drásticamente alteradas circunstancias de la contienda. El concepto de la buena muerte era un elemento central en los Estados Unidos de mediados del XIX, que había estado presente en la práctica cristiana desde hacía mucho tiempo. Morir era un arte, y la tradición del ars moriendi había proporcionado normas de conducta al moribundo y a sus testigos desde al menos finales del siglo XV: cómo rendir el alma «con alegría y de buen grado», cómo enfrentarse a las tentaciones demoniacas del descreimiento, la desesperanza, la impaciencia y el apego a las cosas terrenales; cómo emular la muerte de Cristo en el propio óbito; cómo orar. Con la propagación de la impresión de obras vernáculas proliferaron los textos sobre el arte del buen morir, que culminó en 1651 con la edición en Londres de The Rule and Exercise of Holy Dying, de Jeremy Taylor. Su revisión del ars moriendi católico original, además de un logro literario, también fue un triunfo intelectual que consolidó este género en el seno del protestantismo.8

Hacia el siglo XIX los libros de Taylor se habían convertido en clásicos. La tradición del ars moriendi fue difundida tanto por reediciones de textos anteriores como por disquisiciones coetáneas sobre la buena muerte. Estas representaciones más modernas solían venir en nuevos contextos y géneros: en sermones que se centraban en uno o dos aspectos del tema; en tratados de la Unión de Escuelas Dominicales distribuidos entre los jóvenes de toda la nación; en libros de salud popular que combinaban los nuevos descubrimientos de la ciencia médica con los antiguos preceptos religiosos del buen morir; y, en la literatura popular, con las muertes ejemplares de la pequeña Nell de Dickens, el coronel Newcome de Thackeray, o la Eva de Harriet Beecher Stowe. Tan diversas y numerosas eran las representaciones de la buena muerte que a mediados de la centuria habían alcanzado a un amplio espectro de la población estadounidense, de tal modo que se convirtió en el tema central de las baladas, relatos y poesías de la misma Guerra de Secesión. Hacia la década de 1860 numerosos aspectos de la buena muerte habían quedado separados de sus raíces teológicas explícitas y se habían convertido en elementos de conducta y comportamiento de la clase media respetable del Norte y del Sur, más que en el producto o marca de distinción de ninguna confesión religiosa concreta. Tanto en la fe católica como en la protestante las ideas sobre la forma de morir seguían siendo un elemento central, pero estas se habían expandido más allá de la religión formal hasta formar parte de un sistema de creencias común a toda la nación sobre el sentido de la existencia y sobre cuál era la forma adecuada de finalizarla.9

Tener una buena muerte era una inquietud compartida por casi todos los estadounidenses de todas las confesiones religiosas. La aplastante mayoría de los soldados de la Guerra Civil, al igual que la generalidad de los estadounidenses de la década de 1860, eran protestantes, de modo que las ideas protestantes dominaban todos los debates sobre la muerte. Aun así, la necesidad de unidad y solidaridad bélica produjo un nivel sin precedentes de interacción y cooperación religiosa que no solo unificó los diversos cultos protestantes, sino que también incorporó en un grado notable a católicos y a judíos. La contienda fomentó un ecumenismo protestante que dio lugar a sociedades editoriales multiconfesionales, reuniones evangélicas comunes y obras caritativas compartidas, como la Comisión Cristiana, cuyos miles de voluntarios atendían las necesidades, tanto espirituales como físicas, de los soldados de la Unión. Es más, el ecumenismo de la Guerra de Secesión iba más allá del protestantismo. Los capellanes católicos de los ejércitos unionista y confederado destacaron la cooperación entre pastores y soldados de diversas filiaciones religiosas. En Gettysburg tuvo lugar un incidente que se convirtió en leyenda: el padre William Corby dio la absolución general a una brigada de la Unión que se disponía a entrar en liza. «Tanto católicos como no católicos –escribió Corby–, mostraron un profundo respeto, deseosos, en este decisivo momento de crisis, de recibir toda la gracia divina que pudiera impartirse». El capellán agregó con generosidad que esta absolución general «iba dirigida a todos […] no solo a nuestra brigada, sino a todos, nordistas y sudistas, los que pudieran recibirla y que pronto comparecerían en presencia de su Juez».10

Incluso los soldados judíos, que constituían menos de tres décimas partes del uno por ciento de los ejércitos de la Guerra Civil, se unieron a esta religiosidad común. Michael Allen, sacerdote judío de un regimiento de Pensilvania, celebraba servicios dominicales ecuménicos para sus hombres, en los que predicaba sobre diversos temas, entre ellos la correcta preparación para morir. Pese a que hoy día asumimos la existencia de agudas diferencias entre la visión cristiana y la judía del fin de la existencia y, en particular, sobre la vida tras la muerte, a los estadounidenses de mediados del XIX este contraste les parecía mucho menos pronunciado. Los judíos de la Guerra de Secesión compartían con los cristianos una tradición, que se remontaba al menos a Maimónides, de la esperanza en «una vida mejor» como decía una carta de pésame. Rebecca Gratz de Filadelfia consoló a su nuera diciéndole que su hijo, caído en la batalla de Wilson’s Creek, podría reunirse con su afligido padre «en el otro mundo». La mortandad de la Guerra de Secesión redujo las diferencias teológicas entre credos. La crisis común de la contienda dio lugar a un esfuerzo conjunto para poner la noción de la buena muerte a disposición de todos.11

Todos los estadounidenses, tanto los del Norte como los del Sur, estaban de acuerdo en la importancia trascendental de la muerte. Como advertía un tratado que la Iglesia presbiteriana había distribuido entre los soldados confederados, la muerte «no debe ser considerada un suceso más en nuestra historia. No es como un nacimiento, una boda, un accidente doloroso, o una enfermedad persistente». Tiene una importancia «que el hombre no puede concebir». La significación de la muerte provenía de su permanencia absoluta y única. «La Muerte fija nuestro estado. Aquí [en la tierra] todo es mutable y cambiante. Más allá de la sepultura, nuestra condición es inalterable». Así pues, el momento del óbito permitía vislumbrar este futuro. «Lo que eres cuando mueres, es lo que serás cuando reaparezcas el gran día de la eternidad. Los rasgos del carácter con el que dejas el mundo estarán a la vista cuando te alces entre los muertos». Cómo moría uno, por tanto, era epítome de la existencia vivida y predecía la condición de la vida eterna. Por lo tanto, la hors mori, la hora de la muerte, debía ser presenciada, escrutada, interpretada, narrada… y, por supuesto, preparada con sumo cuidado por todo pecador que aspirase a merecer la salvación. Sin embargo, el fin repentino y anónimo del soldado caído en el fragor de la batalla, el deceso en soledad de los enfermos y heridos sin identificar, negaban tales consuelos. Los campos y los hospitales de la Guerra Civil generaron material de sobra para un texto ejemplarizante sobre cómo no morir.12

Los soldados y sus familias trataban de mitigar esta cruel realidad de diversas formas. Intentaban construir una buena muerte incluso en mitad del caos, mediante la sustitución de elementos inexistentes o compensando las expectativas no satisfechas. Sus éxitos y fracasos no solo influían en los últimos momentos de miles de soldados moribundos, sino también en las actitudes y puntos de vista de los supervivientes, que tuvieron que arrostrar el impacto de estas experiencias el resto de su existencia.

Para numerosos estadounidenses de la época de la Guerra de Secesión, quizá el aspecto más triste de la muerte fue que miles de jóvenes fallecieron lejos de su hogar. En 1864, un grupo de prisioneros de guerra confederados que rememoraba la muerte de un camarada deploraban «[…] que haya tenido que morir […] en tierra enemiga, lejos de su hogar y de sus seres queridos». La mayoría de los soldados habrían compartido el pesar de un georgiano que lamentaba que su hermano, muerto en Virginia, «siempre hubiera deseado […] morir en casa». Los usos funerarios de la era victoriana tenían lugar en escenas y espacios domésticos: los hospitales albergaban a los indigentes, no a los ciudadanos respetables. En la primera década del siglo XX, menos de un quince por ciento de los estadounidenses moría lejos de casa. Mas los cuatro años de Guerra Civil revirtieron tales convenciones y expectativas, pues los soldados morían a miles en presencia de extraños, incluso de enemigos. Como observó en 1863 una mujer surcarolina, era «mucho más doloroso» perder «a un ser querido [que] es un forastero en tierra ajena»*.13

Los soldados de la Guerra de Secesión experimentaban un aislamiento de sus familiares poco común entre la población de blancos libres. El ejército, además, segregaba a hombres y mujeres, las cuales en el siglo XIX asumían la importante carga de atender tanto a los vivos como a los difuntos. Como observó una voluntaria de un hospital del Ejército del Potomac, «de estos cien mil hombres, no creo que más de diez mil hayan estado alguna vez sin el cuidado doméstico de una madre, una hermana o una esposa».14

En la tradición del ars moriendi, los familiares eran un elemento central, pues eran ellos los que oficiaban sus rituales básicos. Los ideales victorianos sobre la vida doméstica reforzaron aún más esta necesidad de morir en un entorno familiar. Uno debía morir en su cama, rodeado de sus seres queridos. Los parientes, por supuesto, eran los que solían mostrar más preocupación por el bienestar y las necesidades de un ser querido en trance de fallecer, pero esto, en última instancia, era una consideración secundaria. Era mucho más importante que los familiares fueran testigos de su óbito para así evaluar el estado del alma del moribundo, pues estos últimos y críticos momentos de vida serían el epítome de su condición espiritual. El moribundo, lejos de perder su esencia vital, en realidad la estaba definiendo para la eternidad. Las observaciones del lecho de muerte permitirían a la familia determinar la posibilidad de una reunión en el cielo. Una vida era un relato que no podía estar completa sin su capítulo final, sin unas últimas palabras definitorias de la existencia.15

Las últimas palabras siempre habían tenido un lugar preeminente en la tradición del ars moriendi. Hacia el siglo XVIII, los «atestados de moribundos» habían asumido –y todavía la tienen– una importancia secular explícita: un estatus especial probatorio que les excluía de las normas legales, con la salvedad del testimonio de oídas. Las personas creían que las palabras postreras del difunto eran la verdad, pues consideraban que un moribundo ya no tenía ninguna motivación terrenal para mentir, y porque aquellos que estaban a punto de reunirse con su hacedor no querían expirar dando un falso testimonio. Como remarcaban a sus congregaciones los sermones del Norte y del Sur: «Un lecho de muerte es un detector del corazón».16

Las últimas palabras también impartían un significado al relato vital al que ponían fin y comunicaban enseñanzas de incalculable valor a los que se habían congregado en torno al lecho mortuorio. Esta función didáctica proporcionaba un medio crucial por el cual los difuntos podían continuar perviviendo en las existencias de sus supervivientes. Las postreras sentencias impartían lecciones que servían de llamamiento persistente y de vínculo entre vivos y muertos. Para numerosos estadounidenses decimonónicos, verse privados de estas enseñanzas, y por tanto de esta conexión, era algo intolerable. Sus hijos, padres, maridos y hermanos morían sin que nadie recordara o ni siquiera escuchase sus últimas palabras.

Ante las muertes en el campo de batalla, trataron, en consecuencia, de mitigar la separación de los familiares y sustituir el ritual idealizado del lecho mortuorio. Soldados, capellanes, enfermeros y doctores se confabulaban para proporcionar al moribundo y a su familia la mayor cantidad posible de elementos de la buena muerte, para hacer que, incluso en medio del caos bélico, los hombres –y sus seres queridos– pudieran creer que habían tenido un buen morir. Las heridas espirituales exigían una atención tan imperiosa como las de la carne. Las muertes en combate afectaban tanto a los que esperaban en casa como a los que estaban en campaña. La tradición del ars moriendi consideraba a los civiles copartícipes del duelo por las vidas perdidas en la contienda y conectaba a los soldados con los que estaban tras las líneas. Ambas partes cooperaban para asegurar que los soldados no fallecieran en soledad.17

Amos Humiston muere mientras sostiene un ambrotipo de sus tres hijos. «Incidente en Gettysburg», Frank Leslie’s Illustrated Newspaper, 2 de enero de 1864.

Los soldados buscaban sustitutos: gente que representase a quienes deberían haber rodeado su lecho de muerte en el hogar. Los relatos de los paisajes tras la batalla solían destacar las fotografías halladas junto a los cadáveres de los soldados. De igual modo que esta nueva tecnología podía proporcionar escenas del campo de batalla al frente interior, como ocurrió con la exhibición de Brady de los muertos de Antietam, también ocurría lo contrario con igual frecuencia. En Gettysburg se halló un soldado yanqui muerto que «aferraba con fuerza» un ambrotipo de tres niños. El empeño, en última instancia exitoso, de identificarle despertó un interés inmenso. Revistas y semanarios, poemas y canciones celebraron al padre devoto que pereció con la vista y el corazón puestos en Franklin, de ocho años, Alice de seis y Frederick, de cuatro. Amos Humiston no fue en absoluto el único hombre que murió aferrado a una fotografía. Al verse privados de la presencia de su verdadera familia, numerosos moribundos sacaban imágenes de bolsillos o mochilas y pasaban sus últimos momentos comunicándose con las representaciones de sus seres queridos ausentes. «Pienso a menudo –escribió William Stilwell a su esposa Molly, en Georgia–, que si he de morir en el campo de batalla, bastará con que algún amigo coloque mi Biblia bajo mi cabeza y sobre mi pecho tu retrato, con tus rizos de cabellos dorados».18

En los hospitales militares, numerosas enfermeras cooperaban en la búsqueda de sustitutos de la familia, y permitían a soldados presos del delirio pensar que sus madres, esposas o hermanas se hallaban presentes. Clara Barton, en una célebre conferencia que leyó por todo el país durante los años posteriores a la contienda, narra su crisis de consciencia cuando un joven agonizante le confunde con su hermana Mary. Incapaz de dirigirse a él como «hermano», se limitó a besarle la frente, de modo que «el acto obró la falsedad que los labios se negaban a pronunciar».19

Quizá Clara Barton conocía algunas de las canciones populares de la época de la Guerra de Secesión que retrataban la situación que vivió de forma casi exacta: un soldado que expira ruega a su enfermera que «Sea mi madre hasta que muera», o incluso las estrofas de la enfermera:

Let me Kiss him for his mother,

or perchance a sister dear;

[…]

Farewell, dear stranger brother,

our réquiem, our tears.

Déjame besarle como si fuera su madre

o tal vez una querida hermana;

[…]

Adiós, hermano querido y desconocido

nuestro réquiem, nuestras lágrimas.

Esta canción fue tan popular que hubo una réplica, publicada bajo el título de «respuesta a: Déjame besarle como si fuera su madre». Esta balada, compuesta para dar voz a quienes permanecían en el hogar, expresaba gratitud a la mujer que cuidaba a los heridos y confortaba a esposas y madres, pues sus seres queridos no morían solos.

Bless the lips that kissed our darlings,

as he lay on his death-bed,

far from home and ‘mid cold strangers,

blessings rest upon your head.

[…]

O my darling! O our dead one!

Though you died far, far away,

you had two kind lips to kiss you,

as upon your bier you lay.

[…]

You had one to smooth your pillow,

you had one to close your eyes.

Benditos sean los labios que besaron a nuestro amado,

postrado en su lecho de muerte,

lejos del hogar y rodeado de extraños,

derrame Dios bendiciones sobre tu frente.

[…]

¡Oh, mi amado! ¡Oh, difunto nuestro!

Pese a que has muerto muy, muy lejos,

tuviste dos labios gentiles que te besaron,

cuando en tu féretro yacías.

[…]

Tuviste quien te acomodase la almohada,

tuviste quien te cerrase los ojos.20

La canción original y su «respuesta» representaban un intercambio, una conversación a nivel nacional entre soldados y civiles, entre hombres y mujeres que se esforzaban juntos por reconstruir la buena muerte entre la vorágine de la guerra, por mantener la conexión tradicional entre moribundos y familiares requerida por el ars moriendi. La imposibilidad de presenciar los últimos momentos de un hermano, marido o hijo imposibilitaban dar una conclusión terrenal adecuada a estos importantes vínculos humanos. Un padre que encontró a su hijo pocas horas después de que muriera a causa de las heridas sufridas en Fredericksburg relató con gran sentimiento su desencanto, además de describir su ideal de cómo debería haber finalizado la vida de este. «Si hubiera podido llegar junto a nuestro hijo, si le hubiera podido transmitir palabras de amor y ánimo mientras sostenía su querida mano, si pudiera haber recibido su último suspiro […] pero no pudo ser». Sin embargo, pese a que no había podido cumplir su deber al pie del lecho mortuorio, el padre al menos había logrado uno de sus objetivos: sabía con certeza la suerte que había corrido su vástago.21

Dado que durante la guerra ninguno de los dos bandos disponía de un sistema formalizado o efectivo de reportar bajas, se adoptó la costumbre de que los compañeros más próximos al difunto escribieran una carta a sus familiares. En esta, además de transmitir sus condolencias y comentar lo que debía hacerse con las ropas y paga atrasada del muerto, también proporcionaban la información que un familiar hubiera buscado en una escena convencional de muerte en el lecho. Estas cartas de pésame trataban de proporcionar el consuelo implícito en el ars moriendi. Recibir la noticia de que había tenido una buena muerte constituía el mejor de los consuelos, la confirmación de la promesa de la vida eterna.22

Algunos soldados tomaban medidas para asegurar que se remitiera dicha información y garantizar que se comunicase a las familias no solo el óbito sino también una descripción de este. En 1862, Williamson D. Ward, del 39.º de Indiana pactó con otros miembros de su compañía una serie de mutuas garantías. «Nos prometimos los unos a los otros», que si alguno de ellos caía muerto o herido, «nos aseguraríamos de que fueran asistidos en caso de ser heridos, o de que se informase a la familia de las circunstancias de la muerte en caso de fallecimiento». En la prisión federal de Fort Delaware, un grupo de oficiales confederados capturados formó una asociación cristiana con similares propósitos. Las minutas del grupo dejan constancia de la resolución, aprobada el 6 de enero de 1865, de que «consignamos que el deber» de la organización, era «identificar el nombre de todo of[icial] confederado muerto fallecido en esta prisión y de las circunstancias en que esta tuvo lugar, y transmitirlas a sus familiares o amigos más cercanos».23

Incluso sin acuerdos formales, los soldados cumplían este deber. Después de Gettysburg, W. J. O’Daniel informó a Sarah Torrence de la muerte de su marido Leonidas. Le explicó que los dos «habían marchado al combate codo con codo» y que se habían hecho la mutua promesa de que «si uno caía herido, el otro haría todo cuanto pudiera por él». Esta misiva era el cumplimiento de esa promesa. William Fields escribió a Amanda Fitzpatrick para decirle que su marido había pasado con él sus últimas horas en un hospital de Richmond durante los días finales de la guerra: «Dado que es muy probable que no haya recibido noticias de la muerte de su marido, y dado que yo he sido testigo de su muerte, considero que es mi obligación escribirle, aun cuando yo sea un completo extraño para Ud.». Ese mismo sentido del deber impulsó a I. G. Patten, de Alabama, a responder «Aufaul knuse»** a una carta de la esposa de I. B. Cadenhead que había llegado al campamento casi dos semanas después de que este hubiera perecido en el campo de batalla. En 1863, un soldado confederado se atormentaba por no haberse detenido, una vez finalizado un combate, a escuchar las últimas palabras de un soldado enemigo y transmitirlas a su familia. Al reflexionar sobre ello, el joven rebelde consideró esta falta mucho más atroz que no proporcionar agua a un sediento.24

El género de la carta de pésame, notablemente similar tanto en el Norte como en el Sur, surgió de la amalgama de los preceptos del ars moriendi con las «condiciones y necesidades peculiares» de la Guerra de Secesión. Estas epístolas trataban de proporcionar a los familiares ausentes testimonio visual de los últimos momentos que no habían podido ver en persona. Buscaban conectar el hogar con el frente de batalla, restañando así las fisuras que la guerra infligía en la urdimbre de la buena muerte. En los campamentos, las enfermeras y los doctores asumían muchas veces esta responsabilidad y remitían a los deudos del difunto descripciones detalladas no solo de sus enfermedades y heridas sino también de sus momentos finales y de sus últimas palabras. Cierto personal hospitalario llegó incluso a ejercer el papel de maestros del arte del buen morir: recababan las últimas voluntades y enseñaban a tener una buena muerte. En 1862, un médico urgió a Jerry Luther, que yacía herido, a que enviase un último mensaje a su madre. Otro soldado al que un doctor le preguntó cuáles eran las últimas palabras que deberían remitirse a su casa, respondió pidiéndole al doctor que fuera él quien las escribiera. «No sabría qué decir. Usted debe saber qué es lo que debo decir. Bien, envíeles el mensaje que a usted le gustaría remitir si se estuviera muriendo». Es evidente que el soldado moribundo consideraba al doctor un experto por igual en el ars moriendi y en medicina, un ritual que el profesional médico debía conocer mucho mejor que él. La guerra, además de fomentar el cumplimiento de la tradición del ars moriendi, también favoreció su diseminación. Los capellanes, tanto del Norte como del Sur, consideraban la instrucción en el arte de la buena muerte su obligación más importante hacia los soldados bajo su cuidado espiritual. Era lo que el páter católico William Corby describió como «el triste consuelo de ayudarles […] a morir bien».25

En ocasiones, los soldados trataban de eliminar intermediarios y narrar su óbito de forma directa. Muchos portaban cartas que debían ser remitidas a sus seres queridos si los mataban. El sargento John Brock, del 43.º de Infantería de color, describió a hombres que se despedían unos de otros durante la espera para entrar en batalla cerca de Petersburg. «Un cabo del estado de Maine –reportó–, me entregó una carta, junto con su dinero y su reloj. “Escribe a mi esposa –dijo–, en caso de que algo me ocurriera”.».26

Algunos hombres lograban escribir a casa desde su lecho de muerte, con lo que sus epístolas reemplazaban al lecho doméstico que la guerra les había negado. Estas misivas son muy conmovedoras: vemos plasmadas sobre el papel unas últimas palabras de hace más de un siglo. Comunican a través de los años transcurridos y nos proporcionan a nosotros, lectores del siglo XXI una impresionante representación de la inmortalidad. Jeremiah Gage de Misisipi escribió a su madre después de Gettysburg: «Esta será la última vez que tengas noticias mías. Me queda tiempo para decirte que he muerto como un hombre».27

Manchas de sangre cubren la carta que envió James Robert Montgomery desde el campo de batalla de Spotsylvania a la casa de su padre en Camden, Misisipi. Montgomery, de veintiséis años, era soldado raso del cuerpo de transmisiones del Ejército confederado. El soldado Montgomery refirió que un fragmento de metralla había «causado destrozos horribles» en su hombro derecho. «La muerte –escribió–, es inevitable». Mas, si el papel manchado hace casi tangible su herida, sus reflexiones sobre la muerte acentúan los años de distancia que le separan de nuestra época. «Esta es la última carta que te envío –explica–. Te escribo porque sé que te complacerá tener noticias de tu hijo moribundo». La palabra que escogió, «complacerá» –un término que para nuestra visión contemporánea resulta notoriamente inapropiado– remarca la gran importancia que se daba a las últimas palabras de los agonizantes. A pesar de que su padre iba a recibir la terrible noticia de la muerte de su hijo, Montgomery esperaba que se sintiera complacido de conocer los últimos pensamientos de su hijo. Incluso estando in extremis, Montgomery aplicó el formato genérico de la carta mortuoria de la Guerra Civil. En plena campaña del Wilderness, es posible que Montgomery ya tuviera mucha práctica en la escritura de estas cartas a otras familias. Ahora, podía aplicar esta práctica a la redacción de su propia misiva mortuoria.28

El soldado murió cuatro días más tarde. Su camarada Ethelbert Fairfax escribió a la familia de James para confirmar su fallecimiento y describir sus últimos momentos: «Nunca antes he sido testigo de semejante exhibición de templanza y de resignación cristiana. En esta triste aflicción para ustedes el mayor de los consuelos es saber que murió en paz con Dios y resignado a su destino […] se mantuvo consciente hasta el final […] su tumba está señalada». Señalada pero nunca hallada. La familia de Montgomery jamás pudo cumplir su deseo de restituir sus restos a su hogar en Misisipi.29

Las cartas que describen los últimos momentos sobre la tierra de los soldados son tan similares que se diría que los autores tenían en mente una lista de tareas. Los autores de estas misivas tenían una idea tan exacta de los elementos de la buena muerte que podían prever la información que los deudos del difunto habrían tratado de obtener de haber estado presentes en la hora del fallecimiento: el difunto era consciente de su destino, había mostrado su disposición a aceptarlo, había dado signos de creer en Dios y en su propia salvación y había dejado instrucciones y exhortaciones para aquellos que deberían haber estado a su lado. Cada uno de estos datos era una especie de resumen abreviado que transmitían al lector una serie de ideas implícitas sobre el estado espiritual del moribundo, las cuales expresaban conceptos comunes a la mayoría de los estadounidenses sobre la vida y sobre la muerte.30

Las epístolas de pésame, de forma invariable, mencionan que el difunto era consciente de su destino. Por supuesto, era deseable que el moribundo estuviera consciente y en condiciones de enfrentarse a su inminente desaparición. Solo el ser consciente de la inevitabilidad de su óbito podría revelar el estado de su alma en sus últimas palabras. Uno de los más grandes horrores de la Guerra de Secesión era que negara a tantos soldados esta oportunidad al matarlos de forma repentina, pues los deshacía sobre el campo de batalla y les privaba de la experiencia crucial del lecho mortuorio. Los autores de cartas de condolencias comunicaban con franqueza estas muertes insatisfactorias y explicaban a sus seres queridos que no eran los únicos que se veían privados de las últimas palabras del difunto.

La muerte repentina era una grave amenaza contra los conceptos más básicos de la forma correcta de morir. La frecuencia de los fallecimientos repentinos en la Guerra de Secesión era uno de los aspectos que más les diferenciaban de la «muerte ordinaria» del periodo de preguerra. Dos soldados que comían con toda tranquilidad en una tienda en Carolina del Sur cayeron fulminados de forma repentina e inopinada por un proyectil lanzado desde la cercana isla de Sullivan. Samuel A. Valentine, del legendario 54.º de Massachusetts, escribió que, pese a haber visto perecer a tantos camaradas, este incidente le perturbó en particular, pues declaró que «no hubo nunca nada en mi vida que me pesara más». El carácter repentino, la falta de preparación, hacía de estas muertes «una visión horrenda».31