Estados Unidos: El precio del poder - Alejandro Castro Espín - E-Book

Estados Unidos: El precio del poder E-Book

Alejandro Castro Espín

0,0

Beschreibung

¿Es el Terrorismo de Estado norteamericano una opción válida para enfrentar el Terrorismo Internacional o una estrategia extremista similar con rostro de "Seguridad Nacional"?¿Cómo y por qué esa estrategia de "seguridad" se convirtió en trasnacional?¿Cuáles han sido en los últimos 50 años, los verdaderos motivos de la hostilidad del establishment estadounidense contra Cuba?. Para desentrañar estas y muchas otras interrogantes, se contrastan verdades históricas de dos siglos de ínfulas hegemónicas de los Emperadores del Terror, que en función de sus intereses usurpan el mandato del pueblo norteamericano. En esta investigación emergen pruebas contundentes sobre la esencia imperial de las fuerzas que ejercen el poder desde la fundación de la nación y los métodos empleados para preservarlo. Se trata, en síntesis, de una aguda visión de los acontecimientos desde los estremecedores primeros años del Tercer Milenio.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 342

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Página Legal

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.: 

Edición: 

Silvana Garriga

Diseño de cubierta: 

Zoe Cesar Cardoso

Pliego gráfico: 

Francisco Masvidal y Ricardo Rafael Villares

Realización computarizada: 

Norma Ramírez Vega

© Alejandro Castro Espín, 2023

© Sobre la presente edición: Editorial Capitán San Luis, 2023

ISBN: 9789592116467

Editorial Capitán San Luis, Calle 38 no. 4717, entre 40 y 47, Playa, La Habana, Cuba

E-mail: [email protected]

www.capitansanluis.cu

facebook/capitansanluis

Sin la autorización previa de esta Editorial, queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su transmisión de cualquier forma o por cualquier medio.

Todos los imperios que han existido

en la historia de la humanidad, fenecieron

producto de sus propias contradicciones,

excesos y vicios: este no será la

excepción. Más temprano

que tarde se impondrán la razón

y la justicia.

A.C.E.

Dedicatoria

Dedico este libro en primer lugar al pueblo de Cuba y a todos los pueblos del mundo, incluido el norteamericano, que han sido víctimas de los intereses de élites oligárquicas que pretenden legitimar el imperialismo global, y valiéndose del poder, la opresión, la manipulación, el miedo, la mentira, el chantaje y la extorsión, intentan inútilmente sojuzgar a la humanidad y matar la esperanza de un mundo mejor.

A las víctimas del terrorismo en todas sus formas y a quienes son torturados y asesinados cada día en nombre de la lucha “contra” el terror. A los 3 478 compatriotas que perecieron y a los 2 099 incapacitados físicamente a causa del terrorismo de Estado practicado contra Cuba por diversos gobiernos norteamericanos. A sus familiares, que reclaman justicia.

A los héroes y mártires de mi patria, sin quienes no habrían sido posibles nuestra independencia, soberanía, integridad e identidad nacional, ni la obra con que contamos hoy.

Al comandante Ernesto Guevara y su destacamento de vanguardia; a los internacionalistas del mundo que cayeron defendiendo el altruismo y la solidaridad humana o sufrieron lesiones que les recuerdan perennemente la justeza de las causas defendidas.

Para Alberto Brooks Casamayor, último internacionalista cubano caído en combate —a quien tuve el honor de asistir en su postrer momento—, en representación de los 2 077 compatriotas que ofrendaron sus vidas contribuyendo a eliminar definitivamente los rezagos del colonialismo y la esclavitud en diversas latitudes del planeta.

A los 5 hermanos de lucha Gerardo Hernández Nordelo, Ramón Labañino Salazar, Fernando González Llort, René González Sehwerert y Antonio Guerrero Rodríguez, devenidos símbolos de resistencia ante la opresión, de la razón frente a la injusticia, del verdadero combate contra la barbarie terrorista.

A los héroes anónimos que han protegido durante medio siglo al pueblo cubano y su Revolución de sanguinarios e inescrupulosos adversarios.

A todos los que conocen las virtudes y los defectos de la Revolución cubana y prefieren, como nuestro José Martí, ver la luz antes que las manchas y confían en su causa.

Al milenio de la resurrección de Bolívar y del ideario progresista en el Continente visionado por Fidel, que tiene en el impetuoso proceso revolucionario venezolano y en el inolvidable Hugo Rafael Chávez Frías, sus primeros retoños en nuestra afrentada, pero enhiesta América Latina, y en los principios de integración que preconiza el ALBA, un sueño alcanzable e impostergable.

Para aquellos jóvenes que el 2 de diciembre de 1956 protagonizaron, como uno de ellos sentenció, la “aventura del siglo”, cuando en un pequeño yate pusieron proa hacia su patria con la determinación de ser libres o mártires.

Para quienes han sido baluartes de la defensa de nuestro país, desde las gloriosas filas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y del Ministerio del Interior, que son el pueblo cubano uniformado, en el cotidiano enfrentamiento contra el imperio “revuelto y brutal que nos desprecia”.

A Fidel, fundador y líder de la Revolución cubana, revolucionario por antonomasia, ejemplo, guía y familiar entrañable de todos los que nos orgullecemos de esa condición.

A mis padres Vilma y Raúl, artífices del sentido de mi vida, maestros y guías de cada uno de mis pasos, por su lealtad y apego irrestricto a los principios de la Revolución que por más de medio siglo han contribuido a edificar y defender. Por enseñarme a pensar y actuar valiéndome de mis propios esfuerzos y asumir mis verdades y mis retos en cualquier circunstancia y a cualquier precio.

A mis hijos y mi compañera, a mi familia de lucha, sueños y sangre.

Agradecimientos

A quienes merecen mi gratitud por la ayuda brindada en la consumación de este y otros proyectos o son acreedores de mi aprecio y respeto por su actitud fraterna a lo largo de mi vida.

A mis enemigos, que son los de mi pueblo y los de la humanidad, por lo que hacen, sin proponérselo, para fortalecernos cada día más. Los rebeldes antiimperialistas del planeta no somos sus peores adversarios, son ustedes mismos.

Nota del autor

Las declaraciones de los presidentes de la República de Cuba, Raúl Castro Ruz y de Estados Unidos de América, Barack Hussein Obama, el 17 de diciembre del 2014, anunciando la voluntad política de ambos gobiernos de iniciar un proceso de mejoramiento en las relaciones bilaterales, no solo sorprendieron positivamente a la comunidad internacional, sino que marcaron una necesaria pauta en un conflicto de más de medio siglo, generado por la actuación agresiva de las diez administraciones norteamericanas que precedieron al mandato del actual dignatario, quien reconoció categóricamente que la política sobre Cuba de sus antecesores había sido errada y no les permitió alcanzar el objetivo trazado, centrado en la destrucción de la Revolución cubana.

Para comprender en toda su dimensión este acontecimiento histórico, resulta necesario evaluar con objetividad los orígenes del ideario y la actuación imperial de la clase dominante estadounidense, que desde el surgimiento de esa nación anheló apoderarse de Cuba para sumarla como una estrella más a la unión norteamericana.

No obstante, la investigación contenida en el libro, no se limita a la implicación y nefastas consecuencias para el pueblo cubano de estas prácticas imperiales, sino que aborda el tema de manera integral, con el propósito de ilustrar y explicar desde la perspectiva analítica, el comportamiento de quienes pretenden someter a la humanidad para satisfacer sus intereses y objetivos hegemónicos.

El libro que someto a la consideración de los lectores, aborda precisamente el surgimiento y desarrollo de la ideología de esas elites de poder que por más de dos siglos ha conformado el llamado “establishment” estadounidense.

La investigación realizada abarca los acontecimientos que condicionaron la evolución y formulación de las proyecciones estratégicas de esa selecta clase social, que conduce los hilos de la política imperial en el Tercer Milenio, dirigida a asegurar la preeminencia de los intereses de la superpotencia norteamericana y evitar la conformación de otros polos que pudiesen disputarle la pretendida supremacía mundial.

La primera versión del libro se concluyó a principios del 2009 y su edición inicial se publicó en la Feria de La Habana, cuando la administración estadounidense de Barack Obama recién se estrenaba.

Después de que la humanidad sufriera durante ocho años los excesos de uno de los peores gobiernos ultraconservadores que haya tenido Estados Unidos, el suceso histórico que suponía la primera elección de un presidente afroamericano en esa nación elevó las expectativas y constituyó motivo de esperanza para sus compatriotas y muchos pueblos del mundo.

Con un discurso aparentemente radical, Obama abogaba por un cambio profundo en la fatigada y escéptica sociedad norteamericana. Hablaba de retirar las tropas de Iraq en breve plazo y lograr la paz en Afganistán, conflictos en los que las víctimas mortales rebasaban a la sazón el millón de personas, mientras se aproximaba a cinco mil la cifra de soldados estadounidenses muertos en ambas contiendas.

Argumentando la necesidad de preservar y defender los valores cívicos de la sociedad estadounidense, el Presidente anunció su absoluta determinación de cerrar los centros de detención y torturas habilitados en la base naval norteamericana de Guantánamo, ubicada ilegalmente en territorio cubano en contra de la voluntad de su pueblo, al trascender los desmanes y las prácticas abominables utilizadas sobre seres humanos por efectivos del ejército y la comunidad de inteligencia de Estados Unidos, en nombre de la lucha “contra” el terror, que tanto rechazo habían suscitado en la comunidad internacional.

Obama cuestionaba la estrategia de Seguridad Nacional aplicada por su antecesor en la Casa Blanca, sustentada en la concepción de la guerra preventiva, que había provocado semejantes barbaries en pleno Tercer Milenio, desatando una cruenta cruzada “anti”-terrorista global.

George W. Bush y su equipo de halcones agredieron militarmente a varios países árabes, mientras satanizaban la religión islámica con una estructurada campaña mediática, que alentó el extremismo xenófobo contra las personas que la profesaban o simplemente tenían su origen étnico en esa región. Su pérfido propósito fue influir en la opinión pública norteamericana e internacional, para legitimar los falaces pretextos esgrimidos y consumar sus actos de rapiña imperial contra esas naciones.

El nuevo mandatario rechazaba ese nefasto precedente, cuestionaba las prácticas financieras especulativas y los excesos del gasto federal en que incurrieron sus antecesores, que habían sumido a la nación y al mundo en la más severa crisis económica, enfatizando su determinación en revertir la compleja situación durante su mandato.

Sin embargo, la voluntad del Presidente de promover “el cambio” requerido en las proyecciones de política interna e internacional que debía acometer el gobierno demócrata, para afrontar los retos y las amenazas que avizoraba, no se expresó objetivamente con replanteamientos esenciales en la formulación y aplicación de la estrategia de Seguridad Nacional concebida y aprobada por Obama, de modo que rompiera la percepción global belicista e inflexible heredada del prolongado mandato de W. Bush.

En la introducción del texto de dicha estrategia divulgado por la Casa Blanca en mayo del 2010, el Presidente aseguraba que su país estaba viviendo un momento de “transición y cambio” debido a que el mundo globalizado es tan dinámico que genera tanto oportunidades como peligros. Entre las principales amenazas señaló el terrorismo internacional, la proliferación de armas de destrucción masiva, la crisis económica, el cambio climático y las pandemias.

Destacó que su estrategia se enfocaba en la “renovación nacional y el liderazgo global de EE.UU.” y que “ninguna nación está mejor posicionada para liderar una era de globalización que América”, mientras le adjudicó a las Fuerzas Armadas la responsabilidad de constituir la piedra angular de la seguridad de la nación y de la supremacía militar global.

Trascurrida la mayor parte del mandato presidencial de Barack Obama se aprecia algunos “cambios” que no se corresponden con las expectativas generadas cuando asumió el cargo. Han sido aprobados los mayores presupuestos de defensa en la historia de esa nación, a pesar de la persistencia de severos efectos de la crisis financiera desatada y su impacto en la sociedad norteamericana, en la que se han agudizado las desigualdades, asumiendo el pueblo estadounidense el peso de una descomunal deuda pública que supera los 16 billones de dólares, aproximándose al valor estimado del patrimonio total acumulado por la nación.

La Oficina de Presupuesto del Congreso norteamericano pronosticó que si se combinan varios factores de probable ocurrencia, la deuda superará el Producto Interno Bruto para el 2021 y casi lo duplicará en el próximo cuarto de siglo.

Estados Unidos es el país más endeudado del planeta y continúa financiando sus excesivos gastos con el ahorro de la comunidad internacional, debido a los privilegios que le otorga la injusta arquitectura financiera impuesta por esa nación al mundo cuando finalizaba la Segunda Guerra Mundial, como se explica en el libro.

Esta prerrogativa hegemónica es cada vez más rechazada y cuestionada, incluso por sus propios aliados y otras importantes potencias internacionales con creciente peso específico en la economía mundial, que disputan el liderazgo norteamericano en ese estratégico frente, mientras promueven la evaluación del tema en diversos mecanismos de concertación económica y política que agrupan a la gran mayoría de las naciones del orbe, que abogan por rediseñar el sistema financiero internacional amparándolo en una divisa fuerte, que no esté supeditada a la peligrosa y nociva inestabilidad de la moneda norteamericana.

Fueron precisamente estos privilegios imperiales, los que le permitieron “salvar” con astronómicas cifras de devaluados United States Dollars, a sus principales bancos y empresas de la devastadora crisis generada precisamente por su especulación desenfrenada, provocando que esta se extendiera a la economía mundial, globalizando los perniciosos efectos sociales en detrimento de las clases más desfavorecidas de múltiples países de la comunidad internacional, tanto del Norte como del Sur, constituyendo la génesis del actual clima de inestabilidad e ingobernabilidad que está creando conflictos de diversa índole en varias latitudes del planeta.

Por eso resulta irónico que las elites de poder norteamericanas y sus aliadas en las potencias occidentales, causantes de la actual situación y responsables de sus incalculables consecuencias para la humanidad, movidas por ambiciones de controlar recursos estratégicos necesitados por sus opulentas, irracionales e insaciables sociedades, utilicen el manido pretexto de la violación de los derechos humanos y “la responsabilidad de protegerlos”, como recurso de injerencia e intromisión en los problemas internos de naciones soberanas de África, Europa, Asia y América Latina.

Aprovechan de manera cínica, las circunstancias derivadas de la compleja situación social y las genuinas manifestaciones populares en esos países, que rechazan precisamente el lesivo impacto doméstico provocado por el orden internacional, excluyente e injusto, impuesto por las naciones del llamado “primer mundo” y sus malas prácticas económico-financieras, que generan recurrentes y nocivas crisis de diverso carácter, cuyas peores consecuencias recaen sobre las clases sociales más desposeídas y vulnerables de la inmensa mayoría de los países del mundo.

Esta situación genera focos de tensión social y conflictos en varias naciones del orbe, que sufren en carne propia las consecuencias de muerte y destrucción provocadas por las nuevas guerras de rapiña del imperialismo.

El genocidio cometido por la OTAN contra el pueblo libio y la implicación de sus integrantes liderados por Estados Unidos en la promoción de la inestabilidad política y la ingobernabilidad en países como Siria, Ucrania y Venezuela, se pretende erigir en modelo de actuación neocolonial de las potencias occidentales en pleno siglo XXI, que intentan imponerle a otras naciones que no se someten al mandato imperial.

Para tales fines, utilizan métodos propios de la “Guerra No Convencional”, según la clasificación del Pentágono estadounidense, con la participación de mercenarios organizados, instruidos y financiados por sus servicios de inteligencia y fuerzas especiales.

También, emplean los avances tecnológicos de la informática y las comunicaciones para multiplicar las capacidades de su sistema de espionaje global y en función de realizar acciones de subversión política e ideológica sobre diversos segmentos poblacionales de naciones no afines a sus intereses, mientras convierten al ciberespacio en un teatro de operaciones militares, en el que los ataques cibernéticos son potencialmente más letales que las armas convencionales, considerando que las infraestructuras críticas que sostienen los sistemas y servicios fundamentales de los países agredidos dependen cada vez más de estas tecnologías.

Los Estados miembros de la alianza atlántica involucrados, subestiman las graves consecuencias que sus actos entrañan para la estabilidad de esas regiones y las potenciales implicaciones para la seguridad y la paz internacional, a la vez que pretenden desconocer la opinión de la comunidad de naciones y las posiciones concertadas de importantes actores globales como China y Rusia, que han desarrollado una intensa labor para evitar que escale la agresividad y se desaten nuevos conflictos bélicos.

Paralelamente, se propagan los efectos desestabilizadores de la crisis en los países del Norte “desarrollado” y crece el rechazo popular al orden socioeconómico imperante provocado por la globalización del neoliberalismo.

Las consecuencias de la aplicación a ultranza de ese decadente “paradigma” y sus políticas de ajuste, impuestas por las elites de poder mundial en el llamado “Consenso de Washington”, propiciaron las condiciones objetivas y subjetivas para el surgimiento de movimientos populares decididos a cambiar ese orden insostenible.

La explosión humana de ciudadanos indignados en diversos países del mundo, que al margen de posiciones ideológicas o afiliaciones políticas se han unido en función de reclamar enérgicamente reivindicaciones sociales básicas, podría derivar en procesos revolucionarios con reales proyecciones de cambio político, como sucedió en América Latina en la última década, resultado de la precaria realidad en que la sumieron años de dictados neoliberales, que con la fundación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, aspira comenzar a superar medio milenio de atropellos imperiales e injusticias, construyendo una verdadera integración que tome en cuenta los graves problemas sociales acumulados, las asimetrías económicas de las naciones que la integran y las peculiaridades de cada una de ellas.

Esos emergentes movimientos sociales producto de la indignación popular ante la funesta herencia neoliberal, consolidarán su protagonismo político en la misma medida en que se desacreditan y deslegitiman los gobiernos y partidos tradicionales, que cedieron ante la presión del gran capital trasnacional y las oligarquías domésticas en detrimento de las grandes masas marginadas y desposeídas cuyos reclamos han desoído.

En un mundo tan convulso e interdependiente, las crisis se globalizan con la misma celeridad que se generan y son multidimensionales, al confluir en el tiempo graves problemas económicos, financieros, medioambientales, alimentarios, sanitarios, energéticos, tecnológicos y otros tantos, con severas implicaciones sociales y políticas de las que no escapa ninguna región o nación del planeta, pues resultan en ocasiones impredecibles e inevitables y originan problemas de diversa naturaleza con disímiles consecuencias.

En tal sentido, la seguridad y estabilidad de las naciones y la paz mundial dependerán cada vez más de la coordinación y cooperación entre todos los entes sociales y de la comunidad internacional, sin imposiciones o condicionamientos hegemónicos, a fin de enfrentar las verdaderas causas que generan los conflictos y la inseguridad, que son la pobreza y la desesperanza, la exclusión y la injusticia, las chocantes diferencias entre las naciones y segmentos poblacionales pobres y ricos, la falta de opciones viables para el desarrollo, la inaccesibilidad al conocimiento y la tecnología, a los recursos materiales y financieros imprescindibles para potenciar la producción de bienes, servicios y fuentes de empleo.

Por tanto, al margen de la “voluntad de cambio” expresada y las estrategias trazadas por las potencias del planeta en función de asegurar sus intereses, para revertir la compleja situación afrontada se requiere encontrar soluciones sostenibles a los problemas globales, de modo que satisfagan con racionalidad las expectativas de la humanidad y esta no sea inexorablemente conducida a su autodestrucción por la actitud obcecada y egoísta de las elites que aun aspiran a conquistar el poder mundial a cualquier precio.

Introducción

Constituye un imperativo para la comunidad internacional el estudio crítico y la denuncia del ideario en el que sustenta Estados Unidos de América su Doctrina de Seguridad Nacional, que conforma un articulado instrumento de imposición hegemónica de las élites oligárquicas que detentan el poder real en la única superpotencia mundial, con un poderío que supera con creces el de todos los imperios que la precedieron.

Ese propósito cobra mayor importancia en el presente, cuando círculos de poder norteamericanos pretenden imponer a la humanidad un orden socioeconómico, político-ideológico, tecnológico y militar, alineado exclusivamente a los intereses de su clase dominante, valiéndose de falaces e impúdicos pretextos para manipular a la opinión pública estadounidense e internacional, en función de legitimar sus propósitos estratégicas.

La Doctrina de Seguridad Nacional ha sido el instrumento teórico por excelencia para sostener y encauzar las pretensiones de imposición geopolítica y predominio económico a escala mundial. Se trata de un mecanismo que responde a la vocación e intenciones imperiales de exiguos pero influyentes estamentos de poder, que gracias a su dominio sobre un sistema político diseñado al efecto, establecen los objetivos y prioridades estratégicas de la nación, en correspondencia con sus intereses, asociados esencialmente a las necesidades de un modelo socioeconómico que depende para su subsistencia del creciente acceso a materias primas, recursos vitales y mercados, así como de la acumulación ilimitada de riquezas.

La génesis de ese ideario y sus propuestas expansivas se remontan a los mismos orígenes de la nación estadounidense. Sus concepciones y prácticas se adecuan, en el contexto doméstico e internacional, a las circunstancias concurrentes en cada período histórico de desarrollo de esa sociedad, en cuanto a políticas, tácticas, métodos y medios empleados por la clase dominante para alcanzar sus propósitos, que conforman en su conjunto la llamada Estrategia de Seguridad Nacional, cuya formulación e implementación está dentro de las prerrogativas constitucionales de cada nueva administración.

Los términos de seguridad nacional o de interés nacional, en el contexto de las relaciones internacionales, se han empleado tradicionalmente para distinguir objetivos políticos medulares, asociados a la necesidad básica de los Estados de asegurar mediante normas y políticas sus intereses, así como preservarlos sobre la base del poder detentado, de modo que prevalezcan por encima de los de individuos, de grupos nacionales o foráneos, de otros países o de la comunidad internacional.

El politólogo Arnold Wolfers, pionero en la investigación sobre el tema, analizó hace poco más de medio siglo cómo determinada política o línea de acción marcada por ese propósito, supedita cualquier otro objetivo a los de la nación. A la vez, reconoce la ambigüedad que caracteriza el empleo de tal terminología, y acota que “…puede dar a cualquiera la facilidad de etiquetar a toda política de la que sea partidario con un título sumamente atractivo y posiblemente engañoso”.

Hans Morgenthau, otro reconocido experto sobre la política exterior estadounidense, argumentó: “…la legitimidad del interés nacional se debe determinar a la luz de una posible usurpación por parte de intereses subnacionales, supranacionales, o ajenos al ámbito nacional. En el nivel subnacional encontramos intereses de grupos étnicos y económicos que tienden a identificarse con el interés nacional”.

Han sido diversas las estrategias desarrolladas en función de velar por los llamados intereses nacionales de Estados Unidos, en el transcurso de más de dos siglos de historia que median desde su surgimiento como nación. Sin embargo, el fundamento clasista que sustenta la recurrida Doctrina de Seguridad Nacional permanece invariable hasta nuestros días.

Disímiles factores y circunstancias han condicionado las estrategias adoptadas por esos grupos de poder en función de satisfacer sus intereses expansionistas, que involucraron al país y sus conciudadanos en numerosos episodios imperiales, desde la ocupación y anexión de territorios en su entorno geográfico inmediato, hasta guerras de rapiña entre potencias e intervenciones militares por el dominio de mercados, recursos y áreas de influencia.

Los pretextos empleados por la cúpula dirigente para manipular la opinión pública nacional, con el fin de obtener el respaldo político necesario para consumar sus proyectos de dominación, se fueron estructurando de acuerdo con el momento histórico y circunstancias concurrentes, desde los que alentaron la guerra anglo-norteamericana en 1812 con la pretensión de anexarse Canadá, hasta el “anti”-terrorismo actual que apuesta por la imposición del imperio global.

Siempre se han apoyado en el poderoso y eficiente instrumento propagandístico al servicio de una élite hacedora de un sistema político sustentado en la práctica por la alternancia de poder entre dos grandes maquinarias partidistas, que no tienen discordancias esenciales en cuanto a los propósitos hegemónicos que subyacen tras la Doctrina de Seguridad Nacional, sino eventuales diferencias tácticas en sus propuestas para alcanzarlos.

La validación de estos postulados sobre la naturaleza clasista y el propósito imperial de la Doctrina de Seguridad Nacional norteamericana, constituyó uno de los objetivos fundamentales de la investigación que dio origen a este libro, dirigida a confirmar la hipótesis de que ese ideario tradicionalmente ha respondido al propósito de satisfacer los intereses de la clase dominante, no relacionados necesariamente con el diseño de estrategias coherentes para enfrentar reales amenazas a la nación o a su pueblo, sino condicionadas por la confluencia de factores socio-históricos, económicos y políticos que inciden en su formulación a conveniencia de los círculos de poder.

Otro objetivo esencial ha sido demostrar que la Estrategia de Seguridad Nacional norteamericana implementada en el tercer milenio, fue formulada por el estamento neoconservador que respaldó el acceso al poder de George W. Bush, mucho antes de que este aspirara a la presidencia del país y no debido a las consecuencias y experiencias adquiridas a partir de los actos terroristas del 11 de septiembre de 2001, como han pretendido argumentar sus hacedores.

Sin embargo, el trágico episodio “casualmente” potenció de manera decisiva la popularidad y autoridad de un presidente desprovisto de legitimidad, como resultado de los sufragios amañados en los que se agenció el cargo. Ello propició las condiciones objetivas y subjetivas necesarias para lograr la implementación de las proyecciones belicistas preconcebidas por esa facción ultrarreaccionaria, dirigidas a rearticular un nuevo orden mundial imperial en la Posguerra Fría.

Respondiendo a criterios de organización cronológica, el texto se estructura en cinco capítulos para favorecer la comprensión de la línea indagatoria seguida. Se parte de la evaluación crítica del precedente histórico sobre el tema, para identificar y fundamentar los factores que incidieron en la elaboración por el establishment neoconservador de la Estrategia de Seguridad Nacional y su implementación en la primera década del presente siglo.

El primer capítulo procura ilustrar y analizar el proceso de asimilación y evolución del ideario del interés nacional y el equilibrio político en Estados Unidos, sus manifestaciones euro-clasistas originarias y su tránsito por las etapas de desarrollo de la sociedad norteamericana.

En el segundo se aborda la conformación académica de la Doctrina de Seguridad Nacional, como instrumento político-ideológico de la clase dirigente en la llamada Guerra Fría para imponer sus intereses, en nombre de la nación, al resto de sus conciudadanos, así como la formulación de sus presupuestos teóricos y la estructuración de los recursos del poder requeridos para asegurar la preeminencia del capitalismo yanqui en su fase imperial, frente al desafío antagónico que representó el sistema socialista mundial hasta su desarticulación.

La tercera parte profundiza en la confluencia de factores sociohistóricos, económicos y políticos que determinaron la recomposición de la Doctrina de Seguridad Nacional en la Posguerra Fría, resultante del colapso del socialismo europeo y de la desaparición de la URSS. Se analiza la pretensión imperial de consolidarse como superpotencia hegemónica en todos los órdenes, con particular énfasis en la agenda preconcebida y la estrategia adoptada en ese ámbito por la administración republicana de George W. Bush, desde su ascenso al poder hasta el 11 de septiembre de 2001.

La vetusta pretensión del imperialismo yanqui de anexarse Cuba y el empleo del terrorismo de Estado para tratar de extinguir cualquier modelo de desarrollo o proceso político alternativo que contravenga los postulados del “paradigma” norteamericano centran el cuarto capítulo. Se toma como referente la ejecutoria, pretextos y proyecciones anticubanas de sucesivas administraciones estadounidenses desde el triunfo de la Revolución hasta el presente, así como las verdaderas causas de la hostilidad contra la Isla.

Finalmente, el quinto capítulo aborda las intenciones y consecuencias de la manipulación del pretexto del terrorismo, el papel desempeñado por los medios de des-información tras los atentados contra Estados Unidos, los entretelones de la Comisión Investigadora de los acontecimientos del 11 de septiembre, el redimensionamiento de los actores de la Seguridad Nacional, la reestructuración de la comunidad de Inteligencia, el fortalecimiento del Pentágono y del complejo militar-industrial y el sustantivo incremento de los presupuestos de guerra, los ultrajes a los derechos civiles del ciudadano norteamericano, la cacería humana internacional, las cárceles secretas con prisioneros de guerra, la tortura y demás vejaciones desatadas con las agresiones a Afganistán e Iraq, entre otras secuelas.

Luego de contrastar verdades históricas a lo largo de dos siglos de ínfulas hegemónicas de los grupos de poder en Estados Unidos, emergen pruebas contundentes de la esencia imperial de las fuerzas que han conducido los hilos del poder en Washington desde la génesis de la nación, y de la manipulación de los acontecimientos mundiales para imponer sus designios, casi siempre apelando a su ejército y bombas inteligentes, a sus mercenarios y dictadores, a sus bancos, créditos condicionados y especulación desenfrenada.

Se abordan las consecuencias de ocho años de administración irresponsable de George W. Bush, despedida por una crisis económico-financiera galopante que trasciende las fronteras de Estados Unidos y presagia un complejo tercer milenio.

El libro concluye con el escenario y las expectativas asociadas al inédito triunfo de un afronorteamericano en las elecciones presidenciales del 4 de noviembre de 2008, quien recogió en las urnas los “frutos” de casi una década de errores estratégicos del proyecto neoconservador, que marcaron el final de un ciclo de los halcones en el poder, luego del cual el mandatario saliente, su equipo y el propio Congreso terminaron con un récord histórico en torno al 70% de impopularidad.

Para desentrañar tantas verdades, algunas ocultas en el tiempo y el misterio de los archivos secretos imperiales, se realizó una amplia revisión y evaluación de diversas fuentes bibliográficas. El análisis de estudios monográficos, publicaciones especializadas y genéricas, de autores vinculados en las últimas cinco décadas a cátedras estadounidenses de estudios sobre el tema o a instituciones con influencia decisoria en la proyección e implementación de tales políticas, revela esterilidad de enfoques al abordar los fundamentos que sustentan la llamada Doctrina de Seguridad Nacional de Estados Unidos. La mayoría soslaya la esencia clasista de ese ideario, a la vez que desestiman la proyección imperial que caracteriza sus propuestas y prácticas, centrándose fundamentalmente en los aciertos y errores de las estrategias concebidas y empleadas, sin tener en cuenta los fines de dominación perseguidos por las clases oligárquicas que erigen esa doctrina como presunto estandarte “defensivo” de la nación.

No obstante, sobre el tema se han encontrado también criterios valiosos por su objetividad analítica, cuyos exponentes, desde un prisma académico crítico, esbozan sus consideraciones acerca de los propósitos impositivos subyacentes en las políticas sustentadas en el interés y en la seguridad nacional, y que al mismo tiempo tratan de ilustrar el curso del debate en torno a una materia que reconocen se encuentra en un estado de gran indefinición teórica.

Capítulo I. El “interés nacional” de los Estados Unidos de América

Génesis del ideario del Interés Nacional

El progresivo desarrollo del modo de producción capitalista y el pujante esfuerzo de la clase burguesa, cuyo predominio económico pronto se erigió en poder político, dieron lugar a los primeros Estados nacionales europeos, en la segunda mitad del siglo xv.

El interés en la preservación de los entornos nacional-territoriales, así como la posesión y control de colonias de ultramar, adquirieron una connotación particular, debido a la necesidad del naciente sistema socioeconómico de proteger, no solo sus fuentes de materias primas, sino particularmente sus mercados internos y externos para la comercialización de la producción creciente de bienes de consumo, resultado de la aplicación de las nuevas concepciones y técnicas productivas.

En el plano defensivo, los nuevos Estados que abarcaban política y territorialmente múltiples dominios feudales agrupados por razones económicas, históricas, culturales, étnicas o religiosas, contarían con mejores posibilidades para hacer frente a las acciones de sus adversarios, pues disponían del respaldo financiero de la burguesía para conformar entidades castrenses profesionales.

Estas estructuras militares especializadas estaban encargadas de preservar los intereses de esa nueva clase poderosa económicamente, representada en los primeros momentos del proceso de transición capitalista por una figura monárquica con la máxima autoridad estatal, a quien se subordinaba el reestructurado aparato bélico.

Las fuerzas de nuevo tipo fueron dotadas de moderno y costoso armamento artillero, cuyo progresivo desarrollo supuso el cambio radical de las concepciones defensivas de la era medieval, sustentadas en el empleo de fortalezas arquitectónicas, y exigió la adopción de estrategias basadas en la protección hacia la profundidad de los vastos territorios que conformarían las naciones-Estados (Engels, 1963: 203-204).

El precedente europeo del “interés nacional” y la “doctrina del equilibrio político”

Con el desarrollo del moderno sistema de Estados nacionales europeos, tomó auge el ideario del “interés nacional”, que había presidido la ejecutoria republicana de las ciudades-Estados italianas del Renacimiento y supeditaba las prioridades de cada uno a los intereses de la nación que los abarcaba y ejercía su autoridad soberana.

El nuevo concepto jurídico-político que desconocía la existencia de poderes supraestatales, le otorgaba a su máximo exponente, representado entonces por el monarca, la libertad de establecer las proyecciones internas y externas de la nación, incluidas las concernientes a la seguridad y defensa del territorio nacional y de sus colonias (González, 1990: 15-17).

En las incipientes relaciones interestatales europeas, particularmente después de la Paz de Westfalia, que en 1648 puso fin a las llamadas guerras religiosas, se fortaleció el ideario del equilibrio político, basado en la necesidad de coexistencia en un sistema de naciones soberanas.

Esta concepción defensiva pretendía asegurar el equilibrio de fuerzas entre las naciones más poderosas y la posición concertada de las más débiles, sobre el supuesto de que las tendencias agresivas de un Estado o de una alianza de Estados podían ser contrarrestadas mediante la formación de otra alianza con un poder similar o mayor.

Los nuevos Estados independientes, inmersos internamente en el delicado proceso de conformación de sus nacionalidades, requerían de instrumentos y estructuras políticas eficaces para preservar sus intereses.

La Revolución Inglesa, encabezada por Oliverio Cromwell a mediados del siglo xvii, promovió notorias reformas, no solo en las estructuras políticas sino también en el ideario militar que potenció el expansionismo británico en su entorno inmediato, propiciando el sometimiento de Escocia e Irlanda. También potenció la obtención de la supremacía naval de su Armada como instrumento fundamental para asegurar los crecientes intereses imperiales de ultramar, además de preservar la seguridad de su espacio nacional-territorial en el complejo ámbito europeo, donde pujantes y poderosas naciones pugnaban por ampliar o consolidar sus fronteras continentales y sus dominios coloniales.

La alianza de Francia, los Países Bajos y España con las colonias angloamericanas sublevadas, las cuales desataron la guerra de independencia estadounidense, respondió al propósito de los europeos de compensar el equilibrio político, al considerar que el imperio británico había alcanzado demasiado poder y ello conspiraba contra la seguridad y los intereses de esas naciones.

Del expansionismo territorial a la geopolítica imperial

Casi desde su nacimiento, a finales del siglo xviii, resultado de una ardua contienda emancipadora librada contra la metrópoli colonial británica, Estados Unidos de América lucharía con el resto de las potencias coloniales europeas por el dominio de una vasta porción del orbe. Sus necesidades defensivas y los imperativos derivados de la temprana política expansionista de la cúpula dirigente, suscitaron la adopción de estrategias particulares concebidas para proteger el entorno doméstico y asegurar sus intereses en el contexto regional.

En 1789 entra en vigor la Constitución de los Estados Unidos de América, basada en la división de poderes ideada por John Locke y Charles-Louis de Montesquieu, quienes esbozan las nuevas concepciones políticas de la ascendente burguesía.

Dos años antes, en la Convención de Filadelfia, los delegados asistentes en representación de los trece Estados fundadores de la Unión, acordaron el establecimiento de una república federal presidencial, que otorgaba al gobierno federal exclusiva competencia sobre los asuntos relacionados con la defensa y política exterior de la nación, que fue consagrada en su Carta Magna.

Con una población estimada hacia 1790 en 3,9 millones de habitantes (Zinder y Hilgemann, 1979: vol. 2, 15), con un territorio limitado a las fronteras originales de las excolonias británicas y problemas internos que conspiraban contra la unidad nacional y autoridad federal, la dirigencia de la joven nación, respondiendo a los intereses expansivos de la clase burguesa a la cual representaba, centró sus prioridades en la colonización del oeste continental. Para lograrlo se valió de permisivas leyes que atrajeron gran cantidad de inmigrantes europeos, lo que contribuyó decisivamente a elevar la población residente en 1810 a la considerable cifra de 7,2 millones de personas, que dominaban el doble del territorio original.

Colonos y compañías comerciales obtuvieron del Estado tierras a precios mínimos, mientras que las poblaciones autóctonas de los territorios ocupados fueron expoliadas y paulatinamente exterminadas con el consentimiento, la complicidad o la participación directa de las autoridades federales. Tal estrategia, sustentada y justificada ante la opinión pública interna sobre la base del supuesto “interés nacional”, permitió a las élites de poder ubicar a la nación a mediano plazo, no solo en el terreno socioeconómico, sino también en el militar, en condiciones de relativa igualdad con las poderosas potencias coloniales del viejo continente, que aceptarían progresivamente la preponderancia de Estados Unidos a nivel regional.

En las cuatro décadas siguientes, la Unión Americana contaría con 33 estados federados y la población rebasaría los 31 millones de habitantes. La fallida tentativa de expandirse también hacia las posesiones inglesas del Canadá entre 1812 y 1814, así como su rechazo a la presencia e injerencia europea en Latinoamérica contemplado en la conocida Doctrina Monroe de “América para los americanos”1 enunciada en 1823 por el entonces presidente estadounidense, constituyeron inconfundibles evidencias de las aspiraciones de dominación yanqui en el llamado hemisferio occidental.

La historia recoge el papel divisionista de procónsules norteamericanos, en detrimento de la campaña libertadora latinoamericana, debido a que el naciente imperio, con su práctica habitual de oportunismo político, aseguraba con el ocaso de la potencia española sus ambiciones de dominación sobre las posesiones y áreas de influencia ibéricas en ese inmenso territorio. Obviamente, no deseaba una unión latinoamericana que emergiera como un poderoso actor hemisférico e internacional, pues eso conspiraba contra sus pretensiones hegemónicas.

Esa proyección imperial quedó plasmada en 1853 por el senador demócrata y reconocido dirigente norteamericano Stephen Arnold Douglas, quien aseguró: los “Estados Unidos están destinados a ejercer la hegemonía en el continente por medio de acorazados y cañones”.

La naturaleza expansionista norteña alcanzó particular fuerza en el siglo xix con la usurpación de más de la mitad del entonces territorio de México: el Tratado de Paz Guadalupe-Hidalgo aseguraba la anexión de un vasto territorio de más de 2 millones de kilómetros cuadrados ubicados al norte del río Grande.

La colonización de las tierras expoliadas continuó siendo la prioridad fundamental de la Unión, razón por la cual se incentiva de nuevo la inmigración de europeos, que alcanzó entre 1830 y 1860 la cifra récord de 4,6 millones de personas. El gobierno federal estableció la eficacia de sus proyecciones estratégicas expansionistas a través de la Homestead Act de 1862; esta verifica el estado de ocupación de los territorios anexados, proceso colonizador potenciado por el descubrimiento de yacimientos auríferos que fomentaron la migración hacia al Oeste y el desarrollo de vías de comunicación con la construcción acelerada de accesos ferroviarios, que por diversas latitudes llegaron hasta las costas continentales del océano Pacífico.

En el terreno político, la victoria norteña en la Guerra de Secesión afianzó definitivamente la preponderancia del ideario imperial de la próspera burguesía industrial-financiera, sobre la ideología arcaica y conservadora de la aristocracia sureña, limitada a la producción agrícola dependiente de la fuerza de trabajo esclava.

Se convierte así Estados Unidos en una potencia económica. El capitalismo yanqui transita por un período de desarrollo acelerado y crecimiento vigoroso, proliferan los monopolios y las grandes fortunas que alimentan las pretensiones hegemónicas de su “clase dirigente” y se proyecta el advenimiento de una nueva etapa de expansión en correspondencia con sus intereses.

La vocación imperial de esos círculos de poder se consagró en la llamada Guerra Hispano-Cubano-Americana de 1898, que fue en realidad una escaramuza de rapiña contra un agonizante imperio prácticamente derrotado por la gesta independentista del pueblo cubano, que lo había obligado a destacar en la Isla al mayor ejército de ocupación de la historia en proporción con la población del país. Esa maniobra del naciente imperio le posibilitó escamotear el proceso revolucionario en la mayor de las Antillas y convertirla en una neocolonia, además de alcanzar el dominio de las posesiones españolas de Puerto Rico, Filipinas y Hawai.

El capitalismo norteamericano puso todo su empeño en asegurarse el acceso al inmenso mercado, reservorio de materias primas y mano de obra barata, que representaba el resto del continente, para sostener el desarrollo socioeconómico de su multinacional país, en aras de transformarlo en una superpotencia capaz de subyugar al mundo en función de los intereses de su clase dirigente. Para ello empleó sus potencialidades en todos los terrenos.

La nación realizó ingentes esfuerzos en la creación de una maquinaria bélica de punta, específicamente de una poderosísima Armada, que con la construcción del canal de Panamá garantizaba facilidades de cobertura defensiva a las extensas fronteras marítimas, tanto en el océano Atlántico como en el Pacífico, y aseguraba el dominio de la estratégica vía interoceánica. Esto le permitió asimismo, multiplicar su capacidad ofensiva global y controlar el tráfico marítimo regional e internacional, el acceso a mercados y la transportación de mercancías, lo que sustentaba las proyecciones geopolíticas expansivas de sus élites, permitiéndoles el privilegio de acaparar el lucrativo negocio de explotación de la arteria naval.