Fascismo y franquismo - Ismael Saz Campos - E-Book

Fascismo y franquismo E-Book

Ismael Saz Campos

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En los ensayos recogidos en este volumen se acomete una visión general de la evolución de los estudios sobre el fascismo internacional, así como de la evolución del fascismo español desde sus inicios hasta su incorporación en la dictadura franquista. También se aborda el viejo debate sobre la naturaleza de esta última como referencia para un estudio del régimen de Franco desde distintas perspectivas que van desde su misma configuración, en el ámbito de lo que podría denominarse la alta política, hasta el de la vida cotidiana. Finalmente, al situar el franquismo en el marco más amplio de la historia contemporánea de España y subrayar su carácter esencialmente nacionalista, el volumen intenta salir al paso de recientes manipulaciones, reivindica el papel del historiador y contextualiza el imperativo de memoria de la sociedad española sobre ese oscuro periodo.

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Veröffentlichungsjahr: 2014

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FASCISMO

Y

FRANQUISMO

FASCISMO

Y

FRANQUISMO

Ismael Saz Campos

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA2004

Esta publicación no puede ser reproducida, ni totalmente ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Ismael Saz Campos

© De la presente edición: Publicacions de la Universitat de València, 2004

Fotografia de la cubierta: Franco y sus obispos

www.uv.es/publicacions/

[email protected]

Fotocomposición y maquetación: Addenda, 08010 Barcelona

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Impresión: GUADA Impressors, SL

ISBN: 978-84-370-9418-2

Depósito legal: V-1776-2004

A Amparo.A Víctor.

ÍNDICE

Introducción: ¿Qué hacemos con el franquismo?

Nota del autor

FASCISTAS, FASCISMOS Y FRANQUISMO

TRES ACOTACIONES A PROPÓSITO DE LOS ORÍGENES, DESARROLLO Y CRISIS DEL FASCISMO ESPAÑOL

Un precursor y un discípulo consecuente

Fascismo de «derecha», fascismo de «izquierda». La confusión de una crisis

Dos fascismos y un fracaso

JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA Y EL FASCISMO ESPAÑOL

¿RÉGIMEN AUTORITARIO O DICTADURA FASCISTA?

Sobre el concepto de fascistización

Un régimen fascistizado por excelencia: el franquismo

REPENSAR EL FASCISMO

La crisis de las grandes teorías

La renovación de los estudios: un proceso de demolición

La Alltagsgeschichte y la caída del último baluarte

Recomponiendo el puzle

EL RÉGIMEN FRANQUISTA. POLÍTICA Y SOCIEDAD

SALAMANCA, 1937: LOS FUNDAMENTOS DE UN RÉGIMEN

La configuración del bando nacionalista: fuerzas políticas

La configuración del bando nacionalista: Iglesia y Ejército

Hacia la unificación política

Un documento clarificador

Algo de tragedia y bastante de farsa: la unificación

Epílogo: los fundamentos de un régimen

EL PRIMER FRANQUISMO

«Revolución nacional», parafascismo y fascistización

Fascistización y fascismo en la II República

La guerra que «generó» el partido fascista

La guerra mundial: ascenso y caída de la Falange fascista

A modo de conclusión

ENTRE LA HOSTILIDAD Y EL CONSENTIMIENTO. VALENCIA EN LA POSGUERRA

El problema del consenso

Consenso activo y consenso pasivo

¿Represión vs. consenso?

La historia de la vida cotidiana

El proyecto Valencia

Los resultados

TRABAJADORES CORRIENTES

La entrevista

El relato

Los silencios y los tiempos

Un discurso de clase

Rojos, derrotados y humillados

Una hostilidad unánime y absoluta

¿Una hostilidad abierta? La extraña coincidencia de todas las fuentes

La construcción de una normalidad

Las dos caras de Juno: capital y paternalismo empresarial

Entre el apoliticismo y la antipolítica

El efecto Girón y el colaboracionismo

A modo de conclusión

FRANQUISMO E HISTORIA

ALGUNAS CONSIDERACIONES A PROPÓSITO DEL DEBATE SOBRE LA NATURALEZA DEL FRANQUISMO Y EL LUGAR HISTÓRICO DE LA DICTADURA

El debate sobre la naturaleza del franquismo

El lugar histórico de la dictadura

El franquismo en su siglo

LOS NACIONALISMOS FRANQUISTAS

EL PASADO QUE AÚN NO PUEDE PASAR

INTRODUCCIÓN: ¿QUÉ HACEMOS CON EL FRANQUISMO?

Una encuesta publicada por el diario El Mundo el 20 de noviembre de 2000 reflejaba que la imagen de Franco era «mala» o «muy mala» para el 38,1% de los encuestados, «regular» para el 33,1%, «buena o muy buena» para el 22,5%, mientras que un 6,2% se refugiaba en el «no sabe/no contesta». Otras encuestas nos hablan de la escasa, por no decir mala, consideración que merece en el imaginario de los españoles la experiencia de la Segunda República.1 Un libro que retoma las más rancias tesis franquistas parece hacer estragos. Y ni siquiera falta quien se permite el lujo de arremeter contra una historia «políticamente correcta», por antifranquista –supuestamente la del gremio de los historiadores.2 Parece claro que algo pasa en un país democrático que parece valorar mejor, o menos mal, una experiencia dictatorial que su más directo precedente democrático, la Segunda República; o que, peor aún, contempla impávido un auténtico proceso de demolición de la práctica totalidad de sus experiencias y actores democráticos anteriores a 1975.

Nos guste o no, parece perdurar en el imaginario de los españoles la asociación República –Guerra Civil– Franquismo como una concatenación de hechos según la cual la primera habría conducido a la segunda y ésta se habría resuelto con la imposición del tercero. Durante este último, además, se habrían producido las grandes transformaciones económicas y sociales que habrían hecho posible al fin el triunfo de la democracia en España. Por supuesto, esta cadencia de imágenes parte más o menos correctamente de la percepción de que la Segunda República fue muy conflictiva, con graves errores por parte de su izquierda –la democrática y la revolucionaria–, con procesos violentos, etc. Pero reduce la experiencia republicana a sus episodios más conflictivos y, sobre todo, obvia el contexto europeo. Esto es, que las turbulencias en la República se producían en el marco de una Europa turbulenta, en lo que se ha venido en denominar, desde perspectivas muy distintas, la guerra civil europea de los treinta o treinta y un años.3 La nota general, dominante, en este proceso es que la democracia fue sometida a un asalto formidable. En 1936 habían caído las democracias en Italia, Portugal, Polonia, Alemania, Austria, Yugoslavia, Grecia y la práctica totalidad de la Europa centro-oriental –la acechada Checoslovaquia era la excepción. En ningún sitio cayeron solas. En todos hubo errores de la izquierda y de los demócratas, crisis, turbulencias y episodios violentos. Pero en todos hubo enemigos de la democracia y ejecutores de la misma.

También en España. Aquí la República resistió tres años. Esa es la singularidad española. En esos tres años se desató una violencia inusitada en la zona republicana, el Estado se descompuso por efecto del Golpe de Estado, los conflictos y crisis entre los partidos de gobierno y en el interior de los mismos se multiplicaron, la vida cotidiana de los ciudadanos, en el frente y en la retaguardia, sufrió el impacto brutal, la democracia acusó severas distorsiones. Pero también es verdad que hubo una paulatina recomposición del Estado republicano y que ésta tuvo como uno de sus efectos más claros la drástica, casi fulminante, disminución de la violencia indiscriminada. Sobre todo, y a pesar de todo –es lamentable que todavía haya que recordarlo–, la Segunda República siguió siendo, en plena Guerra Civil, una democracia pluripartidista. Pero vencieron los otros, los que querían destruir la democracia a cualquier precio, el franquismo: éste y quienes le apoyaban fueron los ejecutores de la democracia en España.

Todo esto en el marco de una represión salvaje, iniciada con el golpe mismo y que creció exponencialmente adoptando sus perfiles más siniestros conforme se avanzaba en el proceso de construcción del nuevo Estado. Fue una represión más salvaje incluso que la fascista italiana o la nazi. Tan salvaje como para que un fascista radical como Farinacci o un genocida todavía no estrenado como tal, Himmler, quedasen sencillamente horrorizados. Conviene reiterarlo. El genocidio nazi fue inmensamente superior al franquista, aunque no lo fuera como represión por motivos políticos. Y fue posterior: a la altura de 1940 el régimen franquista poseía el récord criminal absoluto entre las dictaduras europeas de derechas. Por supuesto, la destrucción no fue solamente física. El régimen se planteó y llevó a término con una determinación inflexible la tarea de erradicar la tradición y la cultura liberales, todo rastro de los valores de la Ilustración, de la democracia, el socialismo, el comunismo o el anarquismo, toda sombra o residuo de la pluralidad nacional española. En el plano económico, se experimentó a lo largo de los años cuarenta un retroceso sin precedentes en toda la España contemporánea y en ningún otro país europeo. La involución social fue paralela.

En los años cincuenta la economía retomó una línea de crecimiento en absoluto despreciable; pero sin recuperar el terreno perdido respecto de los países de su entorno en la década precedente. Mucho mayor, casi revolucionario, fue el crecimiento económico en la década de los sesenta y primer tercio de los setenta. Ahora sí, se recuperaron distancias a un ritmo acelerado, pero para dejarlas más o menos donde estaban en 1935-36, después de varias décadas –las primeras del siglo XX– de lenta pero sostenida dinámica de convergencia con otras sociedades europeas. Y sin embargo, esto es lo que se recuerda como el «milagro español». El «lado bueno» del franquismo, lo que éste tuvo de «positivo».

Socialmente, los cambios fueron en la misma dirección. El proceso de urbanización fue extraordinario, la industria y los servicios experimentaron cambios estructurales, crecieron unas clases medias más numerosas y formadas, así como una «nueva clase obrera», también más numerosa y cualificada. Una vez más, conviene recordar, sin embargo, que todas esas transformaciones tienen un directo precedente en términos relativos en las experimentadas en el primer tercio del siglo XX y que, por lo tanto, tenían bastante de recuperación de un proceso, de una línea, que el propio franquismo se había ocupado de quebrar.

Algo similar puede decirse desde el punto de vista de la Administración del Estado. Tomada como botín por los vencedores, destruida de raíz su vieja pluralidad, tras décadas de ruptura, enchufismo y corrupción la Administración empezó a racionalizarse, a mejorar, a ser más operativa, aunque no menos corrupta. Muchos de los nuevos funcionarios que trabajaban para ella pudieron verse como servidores del Estado y no del régimen franquista. Los tecnócratas del Opus Dei se atribuyeron el mérito; y así les ha sido reconocido posteriormente. Sin embargo –hay que recordarlo de nuevo– la distinción entre Estado y régimen no era nueva en España. Funcionarios y burócratas de derechas, centro o izquierdas los había habido en la España de la Restauración y en la Segunda República. También aquí se recuperaba por tanto, aunque de forma muy limitada, un proceso que el régimen había quebrado brutalmente. Poner todo esto en el haber de los tecnócratas y proyectarlo, además, hacia el futuro de la transición y la democracia no deja de constituir una ironía. Aunque sólo sea porque estos eran reaccionarios políticos e integristas religiosos. Y porque su proyecto no difería en lo sustancial del de sus más directos antecesores, los reaccionarios de Acción Española de los años treinta: una sociedad sin política, un país económicamente modernizado, un régimen institucionalizado como Monarquía y opuesto por definición a la democracia liberal.

Que haya que recordar todo esto es casi sangrante. Es revelador, como apuntaba, de que algo pasa en este país. En su cultura política, en el trabajo de los partidos políticos democráticos, en muchos más ámbitos. También seguramente en el historiográfico. O al menos, esto deberíamos preguntarnos los historiadores. Es decir, si hemos sido capaces de transmitir a la sociedad el resultado de nuestras investigaciones. Si hemos sabido conectar con sus inquietudes. O si por el contrario, nos hemos mirado en exceso el ombligo. Y todo esto tiene mucho que ver, especialmente, con lo relativo al franquismo.

Nos hemos enredado con frecuencia, en efecto, en nuestras querellas historiográficas. Una de ellas ha sido precisamente la relativa a la normalidad o no de la historia de la España contemporánea en relación con la trayectoria histórica de otras sociedades europeas. Entiendo que estos debates eran –son– necesarios y han sido con frecuencia fecundos. De ellos se ocupan varios capítulos de este libro. Sostengo ahí, sustancialmente, que, para lo bueno y para lo malo, nuestra historia contemporánea es a la vez tan normal como cualquier otra y tan peculiar como cualquier otra. Hasta el punto de que incluso cuando se defiende la existencia de una peculiaridad española, por supuesto negativa, se hace utilizando argumentos similares a los que han utilizado con el mismo objetivo negativo las distintas historiografías. En este sentido podríamos decir que somos más normales de lo que a menudo pensamos. También en el plano historiográfico. Los historiadores españoles, en efecto, nos planteamos los mismos problemas, las mismas preguntas que nuestros colegas de allende los Pirineos. Estamos por completo al tanto de las grandes líneas de renovación historiográfica. Estudiamos los aspectos traumáticos de nuestro pasado de modo similar a como lo hacen franceses, italianos o alemanes.

Entiendo sin embargo que, con frecuencia, este tipo de debates suelen enmascarar problemas del presente –de nuestros sucesivos presentes-remitiéndolos a supuestas taras del pasado. O, dicho de otro modo, que lo que puede haber de singular y problemático en dichos presentes se remite a las tinieblas del pasado para desdibujarse en ellas. Es lo que sucedía con la II República, cuyos problemas tendían a remitirse a los fracasos del siglo XIX, o con la tendencia a achacar los eventuales problemas de nuestra democracia a las debilidades y concesiones de la transición. Creo que es lo que ha venido sucediendo también desde hace mucho tiempo y sigue aún sucediendo con el franquismo y su lugar histórico. Hasta el extremo de que la peor experiencia de la historia contemporánea de España ha podido quedar diluida, y hasta brillar, contra el trasfondo de una irreconocible contemporaneidad española hecha de una no menos inverosímil cadena de peculiaridades, atrasos y fracasos.

Algo similar puede decirse, en mi opinión, respecto del problema actual, presente, de las relaciones entre la historiografía y la cultura política de los españoles. Es posible, en efecto, que hayamos tomado como un dato de hecho algo que estaba lejos de serlo: la existencia de una cultura democrática que en tanto que tal no podía no ser antifranquista. Sin embargo, la actual democracia española no tiene como referente legitimador el antifranquismo, como en cambio lo tienen –o tenían– las democracias italiana, alemana o francesa en el antifascismo. Sobre esta base, o desde este contexto, las historiografías de los mencionados países han desarrollado su labor, superado paulatinamente sus complejos y abordado progresivamente cuantos aspectos o procesos de sus historias respectivas merecían la atención de la crítica historiográfica.

También nosotros lo hemos hecho. Es verdad que no han faltado ejemplos de lo que podría llamarse una historiografía resistencial y simplificadora. Pero la nota dominante ha sido seguramente la contraria. Lo hemos hecho, podría decirse, cada vez mejor: ninguna benevolencia acrítica ha presidido los enfoques de nuestra historiografía acerca de los movimientos políticos y sociales de izquierda de los últimos cien años; nada se ha obviado en el análisis de la experiencia republicana; las debilidades y carencias del socialismo español desde Pablo Iglesias a la actualidad han sido estudiadas y desmenuzadas sin compasión; lo mismo ha sucedido con nuestros republicanos; del que fue el partido de referencia de la resistencia antifranquista –el comunista– disponemos de todo menos de una historiografía complaciente. Para nada se han ocultado los cambios y transformaciones de la sociedad española a lo largo de los cuarenta años de franquismo. Nada nos ha frenado a la hora de someter a la discusión más feroz los grandes o menos grandes mitos de la historiografía democrática, radical o marxista.

Así ha procedido a grandes rasgos nuestra historiografía y, podíamos añadir, así es como debía proceder y debe seguir haciéndolo. Con todo esto, sin embargo, parecemos haber olvidado que una tarea crítica y de demolición de viejos mitos historiográficos debe ir acompañada de otra de creación, de reconstrucción, de elaboración de nuevas propuestas interpretativas de conjunto que intenten trazar un mapa en el que el lector no profesional pueda situar las nuevas adquisiciones, los nuevos logros historiográficos. Y es aquí donde la especificidad española se hace presente. Ese marco o contexto general que era en otros países el referente legitimador del antifascismo no lo ha sido en España el antifranquismo; y por esta razón, en España, hemos operado sobre un marco de referencia inexistente –como cultura política generalizada– sin acertar a construir otro.

A esto debe añadirse que los últimos años han conocido en la historiografía europea una auténtica espiral revisionista que debe identificarse claramente como conservadora o, por utilizar el término que va imponiéndose, neoconservadora. En Italia han sido el antifascismo y la memoria de la Resistencia los que se han situado en el punto de mira.4 Desde Alemania, Ernst Nolte lanzaba una andanada revisionista que no excluía una cierta comprensión de algunos aspectos de la Alemania nazi.5 En Francia era François Furet el que ponía en cuestión los referentes históricos del antifascismo europeo, presentándolo como una especie de compañero de viaje del comunismo.6 Ahora bien, eran desafíos respecto a una cultura política hegemónica, la del antifascismo, y a unas historiografías que habían operado siempre sobre la base de ese trasfondo cultural. Por eso, han encontrado en dichas historiografías las oportunas resistencias o han podido servir, como reto, para una renovación que, sin romper el marco original, ha contribuido a limpiarlo de algunos de sus aspectos míticos o menos críticamente percibidos. Para devolver, en suma, a la historia la complejidad que le es inherente sin dejarse ganar por simplificaciones alternativas, y peores.7

Es precisamente la inexistencia de este marco lo que hace a la historiografía española, y especialmente a su proyección sobre la ciudadanía, más vulnerable. El asalto revisionista en España, al que no le faltan apoyos mediáticos e institucionales, no es a una cultura hegemónica antifranquista, sino a una cultura democrática escasamente fundamentada desde el punto de vista histórico y que nunca ha tenido en el antifranquismo su mito fundacional y legitimador. Por si fuera poco, este asalto revisionista coincide en España con una cierta tendencia a la reivindicación, pretendidamente neutra y objetiva, aunque en realidad, esta sí, acrítica y benovelente, de la derecha histórica española, de sus personajes, de sus actores sociales, políticos y culturales, y en la que el franquismo aparece como un extraño y molesto paréntesis a obviar. La paradoja que se dibuja así es particularmente llamativa: la derecha historiográfica reivindica a la derecha histórica y con ella toda una historia de España de la que, eso sí, es convenientemente expelida la izquierda; la izquierda historiográfica reacciona en cambio arremetiendo contra toda la historia de España; esa historia hecha de carencias y fracasos. Un regalo extraordinario que, por supuesto, la primera nunca agradecerá.

Es evidente que todo esto plantea un reto que, en lo que atañe a los historiadores, no podemos dejar de asumir. Debemos ser conscientes del problema, plantearnos la necesidad de proceder en esa tarea de recomposición o reconstrucción a la que aludía antes. Paradójica y afortunadamente, es la misma sociedad, sectores cada vez más amplios de la misma los que están reclamando este esfuerzo a través de esa extraordinaria demanda social de memoria que caracteriza nuestro tiempo presente.8 Tal vez en esta exigencia esté implícita la idea de que algo ha fallado en el proceso de construcción social de la memoria, de que de algún modo no hemos sido capaces de transmitir a la sociedad una visión de conjunto de la historia de España y de la historia de la España franquista.

Todo esto no quiere decir, naturalmente, que nuestra historiografía deba lanzarse a alguna suerte de antifranquismo retrospectivo, abandonar o distorsionar la agenda de las investigaciones que le es propia o limitar estas últimas para evitar su utilización por falsificadores interesados. Tampoco es cuestión de ignorar o rechazar frontalmente todo lo que nos puede llegar de la historiografía revisionista italiana, francesa o alemana: es mucho lo que hay que aprender de estos historiadores. Pero no se puede tampoco importar acríticamente y en bloque, e ignorar que ninguna innovación es neutra, que todas ellas se sitúan en unos contextos culturales y políticos específicos. Se trata por tanto de asumir críticamente las mejores innovaciones pero sin olvidar que eso mismo exige abordar con mayor intensidad y rigor otros retos que también son propios del oficio de historiador, como son el de proporcionar a la sociedad marcos interpretativos globales y análisis de conjunto de los grandes procesos históricos. Unos retos que, en la medida en que se hacen más apremiantes por todo lo que llevamos dicho, podían ser como un aldabonazo sobre lo que de ensimismamiento complaciente puede haber en nuestra historiografía.

El volumen que aquí se presenta no pretende resolver estos problemas. Su objetivo es más modesto: se trata de una sencilla recopilación de trabajos del autor, algunos de ellos difíciles de localizar, sobre fascismo y franquismo ordenados cronológicamente por fecha de aparición. En la medida, sin embargo, en que intenta recomponer una trayectoria investigadora e historiográfica sobre temas bien definidos, obedece a una lógica que marca perceptiblemente la evolución en el tratamiento de determinados problemas en relación con los sucesivos contextos historiográficos. Por esta razón tiene una función reflexiva relativa a la trayectoria del propio autor, pero que puede entenderse también como una contribución a esa reflexión general sobre nuestras prácticas historiográficas que se demandaba más arriba.

La propia división del volumen en tres partes apunta en la dirección mencionada. La primera de ellas despliega, por así decirlo, el abanico de las cuestiones fundamentales. Aborda en el primer capítulo el problema de los orígenes del fascismo español, su pluralidad y relaciones con la cultura española del primer tercio del siglo, su fracaso final durante la Segunda República. El segundo capítulo –único que altera el orden cronológico– se ocupa de la figura más prominente del fascismo español, mostrando la evolución –de fascistizado a fascista– de ese mito en que se convertiría la figura de un José Antonio que terminaría por volver en los últimos días de su vida a las posiciones más reaccionarias. El tercer capítulo trata ya del régimen franquista desde una perspectiva crítica respecto de las interpretaciones del franquismo como régimen autoritario o dictadura fascista para plantear por primera vez de forma explícita su caracterización como régimen fascistizado. El cuarto capítulo, relativo a la historiografía sobre el fascismo, constituye al mismo tiempo un punto de llegada y un punto de partida. En él se hacen explícitos muchos de los conocimientos que habían orientado algunas de las investigaciones anteriores, pero también se procede a una sistematización de los mismos al incorporar las grandes líneas de renovación historiográfica y señalar, más implícita que explícitamente, líneas de investigación futuras. Por estas razones, creo que sigue constituyendo un estado de la cuestión sobre el fascismo que hace perfectamente inteligibles las últimas aportaciones de la historiografía internacional al respecto.

La segunda parte aúna, por así decirlo, los problemas teóricos y la investigación empírica centrándose en el estudio del régimen franquista en sus relaciones con la sociedad y desde una perspectiva crecientemente comparativa. El primero de sus capítulos, el quinto, se centra en el problema de la unificación política de las fuerzas nacionalistas durante la Guerra Civil en lo que fue una auténtica captura política del partido fascista por parte del Estado y el inicio de lo que sería su definitiva subordinación. Pero presta especial atención al juego de los distintos actores, constata lo que hubo de contingente y nada predeterminado en el proceso y subraya lo que todavía permanecía abierto y por definir. Esto último era básicamente –como se observa en el capítulo sexto– la contraposición existente entre un partido subordinado pero todavía fascista y un régimen crecientemente fascistizado pero con fuerzas poderosísimas, como el Ejército y la Iglesia, dispuestas a frenar el empuje fascista del partido. Un empuje que se produjo como ofensiva, y como ofensiva fascista fracasada, en la crisis de mayo de 1941, dando así pie a la sedimentación de los equilibrios del compromiso autoritario. La definitiva subordinación del partido, él mismo ahora fascistizado del revés –es decir, privado por imposición de algunos de los elementos fuertes y decisivos de toda ideología fascista–, permite constatar que el régimen franquista fue el régimen fascistizado por excelencia, mucho más que la Francia de Vichy, por ejemplo, que buscó más inspiración en el ejemplo español que no a la inversa.

Los capítulos séptimo y octavo introducen un relativo cambio de perspectiva. Si los anteriores podrían considerarse como de historia política desde arriba, estos podrían ser de historia política desde abajo, historia social o historia de la vida cotidiana. Pero hablan de lo mismo, en la medida en que se considera que un régimen no se caracteriza sólo desde la perspectiva de la alta política o de sus relaciones con los principales grupos de poder. Se caracteriza también por su relación con la sociedad en su sentido más amplio y no únicamente en la dirección de abajo arriba cuanto también en la inversa. No otro en el fondo es el elemento esencial de la problemática del consenso. De esto se ocupa el capítulo siete en el que se da cuenta de los resultados de un proyecto de investigación colectivo y se subraya la importancia de aquella noción de consenso en el sentido de lo que pueden ser las ofertas del régimen, su voluntad o no de movilizar a la población, su capacidad para hacer ofertas simbólicas de integración. El mayor potencial en todas estas direcciones de los regímenes fascistas, el italiano y el alemán, respecto del franquismo, encontró su justa correspondencia en el carácter mucho más ferozmente represivo de este último en tanto que represión política. Pero el tipo de consenso –activo o pasivo– que busca un régimen no se corresponde necesariamente con la receptividad de la población, con las actitudes sociales de la misma. De ahí las insuficiencias de la noción de consenso y de ahí la necesidad de indagar en estas últimas. Del mismo modo, el hecho de que el franquismo tuviera una menor voluntad movilizadora o sus ofertas, simbólicas o no, de integración fueran menores no se deduce que no existieran en absoluto, que no se dieran de forma parcial y selectiva. De todos estos extremos se ocupa el capítulo octavo, en el cual se indaga en el problema de las actitudes sociales de aquellos trabajadores a los que se dirigieron dichas ofertas y la extraordinaria complejidad que mostró su respuesta. Sin conseguir quebrar su discurso de clase anticapitalista y político en un sentido antifranquista, aquellas ofertas consiguieron abrir líneas de aceptación parcial, bien de la figura del empresario disociándolo de la del capitalista, bien de la figura de tal o cual ministro por contraposición a la imagen del régimen. De este modo los discursos de clase y antifranquista quedaban a salvo, no sin mostrar sin embargo la gran capacidad corruptora y la potencialidad generadora de asentimiento que contenían aquellas ofertas de integración que el régimen, por su propia naturaleza y equilibrios de poder, sólo practicó selectivamente. La complejidad de las actitudes sociales de los españoles, la existencia de una inmensa zona gris, la amplitud de un asentimiento más negativo y resignado que simplemente pasivo son otras de las conclusiones del conjunto de trabajos a que se refieren estos capítulos.

Aunque derivada ya en parte hacia problemas relacionados con la memoria histórica y las percepciones de la dictadura, el conjunto de las investigaciones anteriores se mantenía en un plano estrictamente académico alejado, por así decirlo, de toda preocupación por la dimensión social relativamente directa de los logros alcanzados. Podrá decirse, entonces, que adolecían de ese mismo ensimismamiento al que se aludía más arriba. O, mejor, se movían en el supuesto de lo que parecía un sólido terreno de fundamentación inequívocamente democrático de todos los sectores fundamentales, sociales, políticos y culturales de nuestra sociedad. El historiador escribe siempre, lo sepa o no, desde algún sitio, que no es otro que su propia sociedad. Algo estaba cambiando en ésta, sin embargo, en los últimos años de la década de los noventa, al menos desde el punto de vista de la aparición de los primeros síntomas de una ofensiva revisionista neoconservadora. Esto dibujaba el tipo de reto al que hacíamos referencia más arriba. Obligaba a plantearse lo que era en sí mismo una necesidad, pero que ahora se hacía más apremiante. De eso se ocupa el capítulo noveno en el cual se analizan los cortes y, en opinión del autor, desenfoques de una línea de interpretación de la historia de España, que podríamos llamar radical-democrática, que separaba el problema del franquismo del conjunto de la historia de España o que, peor aún, lo situaba como la culminación casi necesaria o inevitable de una cadena de debilidades, taras y fracasos históricos. Pero se alertaba también contra una normalización de la historia de España, que no era otra que la de su derecha histórica política y social, radical y acríticamente absuelta de cualquier responsabilidad en el advenimiento del franquismo. Este venía a presentarse como una especie de paréntesis sin responsables que en el mejor de los casos se saltaba y al que en el peor se le atribuían insospechados elementos benéficos para el advenimiento de la posterior democracia.

La otra cara de la ofensiva neoconservadora y revisionista era la que, expresamente o no, parecía no reconocer más nacionalismo en la España del siglo XX que el de los nacionalistas alternativos, los llamados periféricos para volver a situar el nacionalismo franquista dentro del tantas veces citado paréntesis, esto es, sin precedentes y sin efectos posteriores. No es que el capítulo décimo fuese concebido en modo alguno como respuesta a estos nuevos planteamientos. Se trata en realidad de una síntesis de una investigación más amplia acerca de los nacionalismos franquistas.9 Con todo, sin embargo, al localizar la existencia de dos nacionalismos franquistas y por tanto de dos ideologías nacionalistas en el franquismo, la de origen fascista y la nacionalcatólica finalmente dominante, no sólo se daba respuesta al viejo problema acerca de si en el franquismo había una ideología o una mentalidad. Se venía a poner también de manifiesto, casi involuntariamente y con el pudor del profesional de la historia, que muchas de las actitudes nacionalistas del presente, de los nacionalismos periféricos democráticos, en casos limitados, pero también y sobre todo del más agresivo y dominante nacionalismo español actual tienen más puntos de contacto con los nacionalismos franquistas de cuanto imaginan o están dispuestos a reconocer.

El capítulo que cierra el volumen se sitúa claramente en la problemática estrictamente actual de la memoria y el olvido del franquismo. Se incide en él en lo que puede haber de positivo en la actual demanda social de memoria, en tanto que demanda de una sociedad que quiere saber y que quiere saber más sobre el franquismo de cuanto hasta el momento hemos sido capaces de transmitir los historiadores y otros generadores de memoria. La nota más distintiva de todo esto sería seguramente el hecho de que el franquismo, su memoria, estaría beneficiándose de su propio legado. No hay una conciencia nítida, general y, en el plano institucional, absoluta de rechazo de la dictadura. Pero es difícil imaginar que una conciencia democrática, una cultura democrática pueda coexistir sin daño con una relativa ambigüedad respecto de un pasado dictatorial. Ambos aspectos se condicionan mutuamente. Y parece obvio que en ambos terrenos hay todavía mucho trabajo por delante.

Se apuntaba más arriba que no se trataba de que la historiografía se orientase en dirección antifranquista o renunciase a la agenda que le es propia. Espero que este volumen contribuya a centrar esa idea. Las más puras preocupaciones académicas muestran que el franquismo constituye el episodio más negro de nuestra historia contemporánea, al igual que los procesos que lo generaron, los actores sociales y políticos que lo apoyaron, los mecanismos y discursos de que se sirvió. No hay, por tanto, necesidad alguna de forzar las investigaciones o distorsionar los conceptos. La agenda del historiador se basta para ello. Falta sólo que éste sepa hacer frente también a la dimensión pública, en beneficio de la ciudadanía y de una cultura política democrática, de su propio trabajo.

 

1 Véase para todo esto E. Moradiellos, «Un incómodo espectro del pasado: Franco en la memoria de los españoles», y P. Águilar, «La presencia de la guerra civil y del franquismo en la democracia española». Ambos en Pasajes, 11 (2003), respectivamente, pp. 5-11 y 13-25.

2 P. Moa, Los mitos de la guerra civil, Madrid, La Esfera de los libros, 2003. Véase también la reseña de Stanley G. Payne a esta publicación en Revista de libros, 79-80 (2003); así como las contestaciones del mismo Payne, Pío Moa y César Vidal a la encuesta de El Cultural, 17-23 de julio de 2003.

3 A. Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen: Europa hasta la Gran Guerra, Madrid, Alianza, 1984; E. Hobsbawm, Historia del siglo XX, 1914-1991, Barcelona, Crítica, 1994; E. Nolte, La guerra civil europea, 1917-1945: nacionalsocialismo y bolchevismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1996.

4 Véase por ejemplo, R. De Felice, Rojo y negro, Barcelona, Ariel, 1996.

5 E. Nolte, La guerra civil europea...; íd, Después del comunismo: aportaciones a la interpretación de la historia del siglo XX, Barcelona, Ariel, 1995.

6 F. Furet, El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, México, Fondo de Cultura Económica, 1994.

7 Quizás el ejemplo más afortunado sea C. Pavone, Una guerra civile: saggio storico sulla moralità nella Resistenza, Turín, Bollati Boringhieri, 1995.

8 Véase para todo esto Pasajes, 11 (2003).

9 I. Saz Campos, España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003.

NOTA DEL AUTOR

Casi todos los estudios reunidos en este volumen han sido escritos y publicados entre 1986 y 2003. Dos de ellos, el quinto y el undécimo, se publican aquí por primera vez; algunos de los restantes tuvieron su origen en contribuciones a congresos y reuniones científicas; otros fueron concebidos directamente para su publicación como artículo; y otros, en fin, constituyen la aportación del autor a proyectos de investigación colectivos. Todos ellos responden en cualquier caso a una misma investigación unitaria dirigida a profundizar en el conocimiento del fascismo español y el franquismo desde una perspectiva siempre comparativa. De hecho, el criterio de selección seguido ha sido, precisamente, el de mostrar la unidad de dicha línea, y no el de la exhaustividad de las publicaciones del autor en estas dos décadas.

Capítulo primero. «Tres acotaciones a propósito de los orígenes, desarrollo y crisis del fascismo español», en Revista de Estudios Políticos, 50 (1986), pp. 179-211.

Capítulo segundo. «José Antonio Primo de Rivera y el fascismo español». Texto inédito de la conferencia impartida en el curso Los protagonistas de la Guerra Civil (1936-1939): Entre la ética y el extremismo, Universidad Complutense de Madrid, El Escorial, 2-6 de julio de 2001.

Capítulo tercero. «El franquismo. ¿Régimen autoritario o dictadura fascista?», en J. Tusell, S. Sueiro, J.M. Marín, M. Casanova, (eds.), El régimen de Franco (1936-1975). Política y Relaciones Exteriores, Madrid, UNED, 1993, 2 vols., I, pp. 189-201.

Capítulo cuarto. «Repensar el feixisme», en Afers, 25 (1996) pp. 443-473. Publicado posteriormente en Brasil con el título «Repensar o fascismo», en Perspectivas, 22 (1999), pp. 241-272.

Capítulo quinto. «Salamanca, 1937: Los fundamentos de un régimen», en Revista de Extremadura, 21 (1996), pp. 81-107.

Capítulo sexto. «El primer franquismo», en J.C. Gay Armenteros (ed.), Italia-España. Viejos y nuevos problemas históricos, Ayer, 36 (1999), pp. 201-221.

Capítulo séptimo. «Entre la hostilidad y el consentimiento: Valencia en la posguerra», en I. Saz y A. Gómez Roda, El franquismo en Valencia. Formas de vida y actitudes sociales en la posguerra, Valencia, Episteme, 1999, pp. 9-36.

Capítulo octavo. «Trabajadores corrientes. Obreros de fábrica en la Valencia de la posguerra», en I. Saz y A. Gómez Roda, El franquismo en Valencia. Formas de vida y actitudes sociales en la posguerra, Valencia, Episteme, 1999, pp. 187-233.

Capítulo noveno. Publicado originalmente como «Hi hagué franquisme a Espanya? Reflexions impertinents sobre el lloc històric de la dictadura», en L’Espill, 3 (1999), pp. 120-132. Posteriormente se publicó en Argentina con el título «¿Franquismo en España? Reflexiones impertinentes sobre el lugar histórico de la dictadura», en J. Casali y M.V.a Grillo (comps.), Fascismo y antifascismo. En Europa y Argentina – Siglo XX, Tucumán, Facultad de Filosofía y Letras U.N.T., 2002, pp. 39-56. La versión que aquí se presenta, corregida y muy ampliada, se publicó, ya como «Algunas consideraciones a propósito del debate sobre el franquismo y el lugar histórico de la dictadura», en J.M.a Thomàs, (ed.), Franquismo/Fascismo, Tarragona, Fundació d’Estudis Socials i Nacionals Josep Recasens i Mercadé, 2001, pp. 29-51.

Capítulo décimo. «Los nacionalismos franquistas». Texto inédito de la ponencia presentada en el congreso Nación y nacionalismo en la España contemporánea, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2-5 de diciembre de 2002.

Capítulo undécimo. «Franquismo, el pasado que aún no puede pasar», en Pasajes, 11 (2003), pp. 53-59.

Todos los capítulos se han mantenido, salvo corrección de erratas o pequeños errores, tal y como aparecieron en su momento, lo que incluye también las referencias bibliográficas que, más allá de su unificación en términos de presentación formal, son siempre las del texto original sin ampliación ni actualización de ningún tipo. Entiendo que ello es esencial porque este volumen es en buena parte una reconstrucción de la trayectoria investigadora del autor y debe reflejar por ello tanto el contexto en que aquella fue avanzando como el modo en que los problemas abordados han podido ir ganando en complejidad, asumiendo nuevos retos, formulando nuevas preguntas, alejándose de viejos enfoques y abriéndose a nuevas perspectivas historiográficas; el proceso en suma a través del cual se ha ido articulando una interpretación propia del franquismo. La fidelidad al texto originario permitirá al lector, por otra parte, apreciar lo que ha habido de original en los enfoques del autor y cuales han sido sus contribuciones a la renovación de los estudios sobre el fascismo español y el franquismo en las diversas vertientes, interpretativas y de investigación, que en el volumen se abordan.

Quisiera agradecer a los editores de los textos originales su amabilidad por permitir su publicación en este volumen. A lo largo de estos años de investigación he contado con diversas ayudas universitarias e institucionales; los trabajos de los últimos cuatro años en particular se han beneficiado de las concedidas a los proyectos de investigación PB98-1503 y BHA2002-01703.

FASCISTAS, FASCISMOS Y FRANQUISMO

TRES ACOTACIONES A PROPÓSITO DE LOS ORÍGENES, DESARROLLO Y CRISIS DEL FASCISMO ESPAÑOL

UN PRECURSOR Y UN DISCÍPULO CONSECUENTE

Tarea harto frecuente y a menudo ingrata es la de rastrear los orígenes del fascismo español. Problema que, obviamente, no se plantea para aquellos que, desde posiciones interesadas, comienzan por negar que tal cosa existiera nunca en España. No es éste el caso de quienes, desde una aceptación clara y rotunda de la existencia de un fascismo español propio y verdadero durante la década de los treinta, han debido interrogarse acerca de lo que de autóctono y de foráneo había en las diversas organizaciones fascistas hispanas; o, más exactamente, acerca de sus antecedentes y «precursores».

Existen, a nuestro juicio, dos excelentes estudios que, desde presupuestos ciertamente divergentes, vienen a constituirse en las más fructíferas de las indagaciones que hasta la fecha se han realizado. Nos referimos, evidentemente, a las obras de Jiménez Campo y Manuel Pastor.10 El primero ha sabido poner adecuadamente de manifiesto la existencia de todo un «temario para el fascismo» en la «cultura política española del primer tercio del siglo». La ajustada aproximación que realiza desde esta perspectiva a Costa y el maurismo, al surgimiento de un nuevo nacionalismo español, a los elementos de populismo y tendencias corporativas existentes en la sociedad y pensamiento españoles de la época constituyen, sin lugar a dudas, una aportación de la que no es posible prescindir a la hora de reconstruir la prehistoria del fascismo español. Sorprendentemente, este autor olvida casi completamente la figura de Ernesto Giménez Caballero, un personaje cuya importancia en la introducción del fascismo en España es, como veremos, todo menos desdeñable. Tal vez por eso, Jiménez Campo haya llegado a una subvaloración de la importancia de lo exógeno en la configuración misma del fascismo español.11

No es éste el caso, desde luego, del otro trabajo al que nos referíamos, el de Manuel Pastor. Aquí encontramos, en efecto, una de las más acertadas aproximaciones a la figura del propietario de La Gaceta Literaria y un brillante análisis del proceso que habría de conducirlo a abrazar el fascismo. Sucede, sin embargo, que el autor parece establecer la existencia de una solución de continuidad entre la introducción de la «idea» fascista y el hecho mismo del surgimiento del fascismo en nuestro país. Una solución de continuidad que, en todo caso, contribuye a que tras la localización de un pretendido «eslabón perdido» en el Partido Nacionalista Español, del doctor Albiñana, el autor pueda interrogarse acerca que quién fue el verdadero precursor.12

Lo que nos proponemos demostrar aquí es que en la introducción del fascismo en España, como idea y como hecho, existe un nombre propio cuya importancia va mucho más lejos de cuanto hasta el momento se haya podido apreciar: Giménez Caballero. Dicho de otra manera: intentaremos poner de manifiesto el proceso que conduce directamente de Giménez Caballero a Ramiro Ledesma, de La Gaceta Literaria a La Conquista del Estado.

En esta dirección, comenzaremos por enunciar una hipótesis de difícil demostración en la brevedad de estas líneas, aunque confiamos en que al final de ellas quede lo suficientemente reforzada. Tal es que la distancia que separaba al pensamiento español de la época del pensamiento reaccionario o prefascista europeo era lo suficientemente amplia como para que sólo pudiera salvarse mediante una inyección «brutal» de los elementos de una ideología cuyos antecedentes europeos tenían una larga historia. De Costa –aun del «peor»– y Maura, o incluso de los más ambiguos escritos de Ortega, por no hablar de Unamuno, había hasta el fascismo un largo trayecto que nadie se había mostrado interesado en recorrer y que con las simples bases que aquéllos proporcionaron tal vez no se hubiese recorrido jamás.13

Por otra parte –sirva para concluir este pequeño inciso–, cabe señalar aquí cómo la dictadura de Primo de Rivera en lo que pudo tener de pretendida «revolución desde arriba», o la no menos pretenciosa identificación con el «cirujano de hierro» no hicieron sino, en cierta medida, bloquear el camino al nacimiento del fascismo hispano. Y esto a pesar de que –o precisamente por ello mismo– el dictador fue posiblemente el primer gran fascistizado de nuestro país y la dictadura misma la primera manifestación de la incoherencia y dificultades que la introducción del fascismo habría de arrostrar en España. Como experiencia, en lo que tuvo de desafortunado intento por copiar algunos de los aspectos de la experiencia italiana, la dictadura abrió el paso, facilitó el camino, para la sucesiva fascistización de amplios sectores de la derecha conservadora española. Pero al fascismo mismo le hizo un flaco servicio. No es casualidad, desde este punto de vista, que los primeros fascistas españoles –Giménez Caballero y Ledesma Ramos– procedieran de sectores especialmente críticos hacia la dictadura. Y que en la crítica a la dictadura empezaran a asentar sus primeros criterios.

El precursor...

En efecto, a diferencia del doctor Albiñana para quien la dictadura de Primo de Rivera habría solucionado los tres grandes problemas de España –el terrorismo, el separatismo y Marruecos–, Giménez Caballero estaba dispuesto a mostrarse menos condescendiente y, por supuesto, a negar que todo ello tuviera mucho que ver con el fascismo. Ya en 1928, en lo que puede considerarse su primera aproximación pública a la nueva doctrina, el director de La Gaceta había opuesto la España del dictador, que «descansa, engorda y se abanica», a la Italia de Mussolini, que consideraría como únicos pecados, «la quietud, la falta de ardor, el silencio, la ironía y la panza». En la primera habría una situación, por liberal, burguesa; el fascismo, por el contrario, «movimiento de nuevas valoraciones», sería auténticamente revolucionario y, por su «vejamen violento de lo burgués», claramente antiliberal.14

La primera característica que merece destacarse en el proceso que conduce a Giménez Caballero al fascismo es su carácter genuino, en el sentido de que la suya no es una búsqueda de nuevos métodos políticos o formas de gobierno al objeto de salvaguardar o proteger viejas instituciones, como la Monarquía y la Iglesia, o privilegios; práctica que, por el contrario, sería habitual en los fascistizados españoles. Es el suyo, por el contrario, y de ahí que pudiera aportar una síntesis fascista de elementos culturales preexistentes, un intento de dar respuesta a una problemática específicamente nacional, reiteradamente abordada por la intelectualidad española: el «problema de España».15

No es éste, desde luego, el lugar para proceder a una reconstrucción de las relaciones entre «Gecé» y los hombres de generaciones anteriores. Bastará subrayar, por ahora, el hecho de que la problemática inicial que se plantea Giménez Caballero es exactamente la misma que Ortega, e incluso, en un primer momento, lo es también la respuesta. Él mismo lo recordará en más de una ocasión. Especialmente cuando rememoraba que España invertebrada había sido para él como «un devocionario de ideas, como una intangibilidad de puntos de vista, como una especie de dogma intelectual».16 Problemática común, pues, pero que no compromete necesariamente al maestro en la evolución del discípulo. Este último se distanciaría ya de aquél, antes aún de aproximarse al fascismo, pero ya en el camino que le llevaría a él, en dos cuestiones fundamentales: la no aceptación del planteamiento orteguiano sobre la naturaleza casi congénita de los males de España y el rechazo de la germanofilia de Ortega. Por otra parte, no es necesario insistir en lo que de unamunesco habría en la propia concepción fascista de Giménez Caballero. Algo que, en buena parte, hubo de contribuir a la aproximación de éste al fascismo antimodernista de Malaparte.17

¿Qué fascismo era entonces el que Giménez Caballero introdujo en España? Si tomamos en consideración sus dos primeros escritos en los que la nueva doctrina venía expuesta -Circuito imperial y En torno al casticismo de Italia- se observa cómo el punto de partida es el que hasta aquí hemos venido considerando: España y Europa, Italia y Europa. Y, en este contexto, viene dada inmediatamente una respuesta que quiere ser a la vez europeista y antieuropeísta, nacionalista e internacionalista:

El mejor modo de ser europeo es ponerse frente a esa tradicional Europa y dar una nota original: comunismo, fascismo. En el fondo, dos fórmulas fascinadoras de una nueva Europa, de otra Europa. Quizá, de otra cosa que Europa. Si por Europa la vieja se entiende lo que entendieron rusos e italianos: reformismo, criticismo, democracia, liberalismo, laisser faire del individuo.18

Rusia e Italia marcarían, en consecuencia, el camino que debía seguir España, el otro país de la periferia que habría sufrido el peso de una Europa nórdica, victoriosa en los últimos siglos y que habría impuesto, precipitándolos en la decadencia, sus propias ideas a los pueblos del sur y del este. Eran, como puede apreciarse, las tesis de Malaparte, bastante similares, por lo demás, a los enunciados de la ideología alemana del volk.19 Venia dado así el primer elemento, el esencial, en el proceso que conduciría a Giménez Caballero del nacionalismo al fascismo: el rechazo del liberalismo y de los valores culturales propios de las culturas «nórdicas». Naturalmente, para llegar ahí, se ponía el acento en lo que de «eslavófilo» habría en la Rusia bolchevique y en lo que de strapaesismo habría en el fascismo italiano. Que esa visión no correspondía exactamente a la realidad es de todo punto evidente y ahí radicará, en buena parte, el hecho de que nuestro autor fuera a acogerse al fascismo y no, precisamente, al comunismo.

Lo que hacía, de hecho, Giménez Caballero no era sino asumir lo esencial del fascismo para proyectarlo, como si de un elemento común se tratara, también hacia el comunismo:

Y así se ha dado en esos dos países el admirable caso de la generación joven, que saliendo derrotista, ácrata, pacifista y desconcertada de la guerra, se rehace y construye una revolución, un higiénico entusiasmo destructor y afirmativo.20

Desde este punto de vista, el fascismo sería, como el bolchevismo, una vuelta de los países hacia sí mismos, hacia sus propias esencias, tradiciones o, como diría más adelante, su «genio». A partir de ahí, podía afirmar que «todo gran movimiento nacional ha sido siempre fascista». Pero, por la misma razón, el fascismo italiano, en tanto que movimiento nacional específico de Italia, no sería exportable. España debería, en consecuencia, descubrir su propio fascismo concreto, ya que, decía, «el pueblo que no encuentra en sí su propia fórmula de fascismo es un pueblo influido, sin carácter, sin médula».21

Naturalmente, aunque estuviera dispuesto a conceder el carácter de fascista a todo «gran movimiento nacional», no parecía abrigar Giménez Caballero muchas dudas acerca del hecho de que la «fórmula española» habría de parecerse bastante a la italiana. Ya hemos visto cómo el nacionalismo (fascismo) de los países de la periferia debía ser antiliberal y antidemocrático, así como las comparaciones que establecía entre Unamuno y Malaparte. Por aquí iba a venir, precisamente, una de las líneas maestras en la búsqueda de la «fórmula española». ¿Cómo localizar, en efecto, las verdaderas tradiciones, lo auténticamente específico, del ser español? Evidentemente en aquellos lugares y sectores menos permeabilizados por la influencia extranjera: en el pueblo mismo. Y, efectivamente, el fascismo italiano venía presentado como un «movimiento de pueblo, de masas». Aunque para Giménez Caballero tales conceptos adquirían una connotación muy específica:

Si el fascismo es aristárquico por su estructura de partido y monárquico por su representación de poder ejecutivo, es, en el fondo, archidemocrático: el pueblo mismo. ¿Archidemocrático? No: popular. La palabra democracia huele a burguesía, a ciudad, a cosa mediocre. Mientras popular es lo del campo, lo de la taberna, y el mercado, y la plaza, y la fiesta. Popular no es el hombre como obrero, ni como ciudadano, ni como funcionario. Sino simplemente como hombre elemental. Como campesino. Como hombre eterno. De ahí el fervor del fascismo por la política agrícola, del agro. Y toda su propaganda que huele a trigo, a pan. A pan, a vino, a garrote.22

La segunda línea fundamental iba a venir dada, lógicamente, por la fijación del momento de máximo esplendor para el propio país, su momento «fascista». Que Giménez Caballero situará en el siglo XV:

Nudo y haz, Fascio: o sea, nuestro siglo XV, sin mezclas de Austrias ni Borbones, de Alemanias, Inglaterras ni Francias; con Cortes, pero sin parlamentarismos; con libertades, pero sin liberalismos; con santas hermandades, pero sin somatenismos.23

Dos líneas fundamentales que serían en buena parte recogidas por el posterior fascismo español, pero que apuntan claramente en una dirección en la que la componente tradicional(ista) parece sobreponerse en forma contradictoria al pretendido carácter revolucionario, moderno, del fascismo. Lo que no implica que tal proyección de modernidad fuera abandonada. La mirada retrospectiva hacia siglos precedentes no será óbice, en efecto, para que se afirme: «... son sorprendentes las relaciones del fascismo con el clero, la religión, las costumbres y el pasado. Los aprovecha en lo que tienen de fuerza motriz. Como saltos de agua. No como estanques. De ahí que muy pocos fascistas sean católicos de corazón, ni morales, ni pacatos». Del mismo modo, la reivindicación de lo popular-agrario, del hombre eterno y del anti-industrialismo no le impedirá hacer el elogio de la Barcelona industrial y moderna, a la que augura un papel semejante al desempeñado por Milán en Italia.24

En realidad, estas contradicciones reflejan un momento en la evolución de Giménez Caballero. Cuando piensa todavía en una unidad nacional más real y profunda que la existente, hecha a partir del reconocimiento de los hechos diferenciales; cuando, siguiendo aún a Ortega, afirma que «son precisas todas las divergencias previas, todos los regionalismos preliminares, todos los separatismos –sin asustarnos de esta palabra– para poder tener un verdadero día el nodo central, un motivo de hacinamiento, de fascismo hispánico». Es el momento en que todavía identifica a la auténtica tradición española en los comuneros, a los que describe como comunistas y antieuropeos, casticistas y universalistas, en definitiva, como «nuestros primeros fascistas».25

En 1932 no serán ya los comuneros quienes representen el «Genio de España», sino «un César para el servicio de un Dios»;26 ni frente a la Cataluña separatista se adoptará postura tolerante alguna; ni se glosará, tampoco, la modernización industrial y técnica. No es el momento de explicar las razones de la evolución del personaje, pero acaso valga la pena recordar que Giménez Caballero, nacionalista desde 1923, era el director y propietario del órgano de expresión más importante del vanguardismo español. Y era desde aquí desde donde se había ido produciendo también su aproximación, al fascismo, «en un proceso de interacción –ha señalado J. C. Mainer– tan significativo como el que unió en su día al futurismo con la ideología mussoliniana o el surrealismo francés y el comunismo». El mencionado estudioso ha sintetizado muy bien el proceso por el que la «alegre despreocupación de la vanguardia –respuesta a un estado de inadaptación en una sociedad tensional– se refugiará complacida en un programa que, de algún modo, sublima y regula la rebeldía».27 Por nuestra parte, sólo nos queda añadir que ese mismo proceso es el que, muy probablemente, lleva a Giménez Caballero de Marinetti –su primer contacto directo con el fascismo– a Malaparte, de Milán a Roma, de la modernidad al agrarismo, de los comuneros al César. Un proceso que, por lo demás, el propio Giménez Caballero quiso ver seguido por el mismo Mussolini, quien sólo al «romanizarse» habría llegado a comprender la verdadera misión universal del fascismo.28

En 1929 creía Giménez Caballero que el fascismo español, la «fórmula española», podía ser una síntesis propia, que como tal lo sería, a la vez, de lo que de «cristianismo» habría en el bolchevismo y de «casticismo» en el fascismo italiano; en 1932 era ya éste, en sí mismo, el que constituía la síntesis entre el «Genio de Oriente» y el «Genio de Occidente». En 1933, al fascismo, definido ya como «una nueva catolicidad sobre Europa, sobre el mundo», se le asignaría la tarea que siglos atrás habrían desarrollado Roma y España, el catolicismo. Como tal idea y factor de universalidad (catolicidad), la fascista sería, junto con la capitalista de Ginebra, y la «oriental, bárbara y de masas absolutas», la comunista de Moscú, una de las tres internacionales existentes en el mundo. Sólo la internacional fascista, la de Roma, podría aportar al mundo el triunfo del sentimiento de justicia, constituyendo la necesaria síntesis entre capital y trabajo, entre el materialismo y la razón pura, entre el individuo y el Estado. La vieja síntesis augurada en 1929 para la «fórmula española» estaba ya, pues, dada en la romana. ¿Qué papel había de jugar, entonces, el fascismo español? No ya definir una fórmula específica, sino ser el más perfecto ejecutor de la existente:

Y España deberá ser otra vez en la historia, tras realizar su propia unidad interior, el brazo diestro de este ideal humano... Esa es la misión que puede otra vez asumir una España unida y fuerte. Una misión que realizará mejor que Italia y Alemania, que el fascio y que la svástica, como en otros tiempos de gloria la realizó...29

Giménez Caballero era ya plenamente fascista, pero su fascismo, en lo que quería tener de españolismo y universalismo, y a la vez, y por ello mismo, de romanidad, parecía aproximarse cada vez más a una suerte de fascismo de «derecha» en la que la componente tradicional(ista) adquiría cada vez mayor peso. Sería este Giménez Caballero el que desempeñaría una influencia notable sobre el José Antonio Primo de Rivera de los primeros momentos de la Falange. Pero antes, el de 1929 y en 1929, había ejercido una influencia mucho más importante y decisiva sobre el fundador de la primera organización fascista en España.

... y el héroe

En efecto, si Giménez Caballero fue el primer fascista, Ramiro Ledesma fue el fundador del primer grupo organizado estable de dicho carácter: el de La conquista del Estado. Un grupo y una empresa, la de la revista, que venía a constituir, al mismo tiempo, una proyección de la anterior labor de La Gaceta Literaria y una fractura con la misma. En cierto sentido, la traducción política de la experiencia precedente.

Tal relación puede ejemplificarse en el papel desempeñado en cada una de esas experiencias por los dos hombres mencionados. Ambos colaboraron en las dos, pero mientras Giménez Caballero fue el responsable máximo de La Gaceta, Ledesma lo sería, como es ampliamente conocido, de La conquista del Estado. No era, naturalmente, el único factor «personal» de continuidad, y entre los nombres de los firmantes del manifiesto de La conquista del Estado se descubre el de algunos colaboradores habituales de la otra publicación.

Más interesante, sin embargo, que constatar la existencia de estos lazos personales de continuidad es discernir lo que de ésta, y de ruptura, había en el terreno político-ideológico. Lo que nos conduce nuevamente a la problemática inicialmente planteada: ¿De dónde venía el fascismo de Ramiro Ledesma? ¿Qué peso tuvo la influencia de Giménez Caballero en su formación como tal?

No hay ninguna duda acerca de la influencia que en la formación de Ledesma, y en su futura visión del fascismo, tuvieron determinados intelectuales o corrientes culturales españolas preexistentes. En tal sentido se ha subrayado, siempre con justicia, el influjo que sobre él pudieron ejercer Costa, Unamuno y Ortega, por citar a los más importantes y significativos, y el propio Ledesma reconocerá con frecuencia tales deudas. Cabe preguntarse, no obstante, si estas influencias pudieron conducir por sí mismas al fascismo al joven Ledesma o si, por el contrario y con todos los matices que se quiera, la síntesis que realiza del pensamiento de aquellos intelectuales y su desarrollo en sentido fascista le llega ya dada a partir, precisamente, de Giménez Caballero.

Esta última es, como hemos señalado, nuestra opinión, fundada esencialmente en la comprobación de dos órdenes de elementos. A saber: los testimonios del propio Ledesma en el período inmediatamente anterior a su «conversión» y, lógicamente, su propia evolución ideológica durante este período.

Fue Ledesma, en efecto, uno de los redactores de La Gaceta que prosiguió –y aun acentuó– su colaboración en ella tras la primera declaración de fe fascista de Giménez Caballero. Y fue también en el transcurso de un homenaje al director de La Gaceta Literaria, en el conocido incidente del Pombo, cuando Ramiro Ledesma se manifestó por primera vez como fascista. Cinco meses antes, en agosto de 1929, Ledesma había calificado de «heroico» y de «providencial figura» de la historia española a Giménez Caballero.30 Y, en julio de 1930, lo salvaba de la rotunda condena que hacía del vanguardismo español, presentando al «clarividente y magnífico» director de La Gaceta como el único, «auténtico y superior vanguardista».31 Recuérdese, en fin, que Ledesma reconocería como único antecedente, aunque fuera de –«índole exclusivamente literaria», de La conquista del Estado a la campaña desarrollada por Giménez Caballero a partir de 1929.32

En lo que al segundo aspecto apuntado se refiere, sería absurdo, obviamente, presentar al Ledesma anterior a 1928 como absolutamente ayuno de ideas susceptibles de evolucionar en sentido fascista. Su novela El sello de la Muerte, publicada en 1924, dedicada, por cierto, a Unamuno, es claramente nietzscheana y con una cita del pensador alemán se inicia; conocía a Heidegger y admiraba a Ortega; en sus concepciones históricas podía apreciarse con claridad la existencia de «resonancias nietzscheanas y atentas lecturas de Burckhardt», de donde vendría su admiración por Maquiavelo y por las «épocas de gran estilo», tales como el mundo griego y el Renacimiento.33 Pero todas esas influencias y lecturas no conducirán a Ledesma directamente al fascismo, aunque podrán facilitar su tránsito hacia él y contribuir posteriormente a la orientación futura de su propio fascismo. Los interrogantes –que sus más próximos colaboradores y biógrafos se pondrán a la hora de explicar la rapidez y radicalidad de su proceso en tal dirección– constituyen la mejor demostración de ello.34

Pues bien, creemos que la influencia más clara y determinante en ese proceso iba a ser, como hemos anunciado reiteradamente, la de Giménez Caballero. Y no sólo en cuanto a la toma de contacto con la nueva ideología, sino también en cuanto a la misma determinación del abrazar sin reservas la militancia política se refiere. Ello se podrá apreciar con toda nitidez en una rápida lectura de dos de los artículos más importantes de la etapa «prefascista» de Ledesma.35

Desde agosto de 1928, el director de la más importante revista de «la vanguardia» había comenzado a distanciarse críticamente de tal movimiento, reivindicando para una determinada forma de militancia política la más auténtica y real manifestación de vanguardismo: «Hoy los solos auténticos “vanguardistas” son esas juventudes de la milicia itálica que nada tienen que ver con la literatura».36 Poco después localizaría al movimiento, para negarle toda validez posterior, en un momento histórico bien determinado: «El vanguardismo como escuela literaria fue un producto de la guerra y de la inmediata posguerra... Pero tales “incendiarias” posturas han sido reemplazadas hoy por otras de un orden frío, heráclida, dominador... Como el maximalismo en Rusia fue seguido por el orden soviético y el comunismo itálico por el fascismo, así ha ocurrido en la literatura».37 Ya en junio de 1930, en la encuesta realizada por La Gaceta sobre la vanguardia, la respuesta de Giménez Caballero se hacía más explícita y contundente, aunque siempre en la misma dirección. La vanguardia, decía,

ya no existe. El momento actual es la llegada de todas las retaguardias. En España sólo queda el sector específicamente político, donde la vanguardia (audacia, juventud, subversión)... La vanguardia fue un término bélico, nacido de la gran guerra. Primero adoptó un aire subvertidor, irracional, literario (dadaísmo, futurismo, maximalismo, cubismo... Todos los ismos). Después un aire constructor, ordenador (tomismo, clasicismo, bolchevismo, fascismo, gongorismo... Todos los demás ismos).

Hoy lo literario del primer grupo fecunda el movimiento llamado superrealista, príncipe heredero de la vanguardia demoledora.