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Seitenzahl: 148
Veröffentlichungsjahr: 2022
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FEMENINAS
RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN
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Edición digital v 1.0
Colección: Generación del 98
nº 4
ISBN: 978-84-15378-89-1
© NoBooks Editorial, 2021
www.nobooksed.com
DEDICATORIA
A Pedro Seoane
¡Cuánto tiempo que ni nos vemos ni nos escribimos, mi querido Seoane!
A pesar de este aparente olvido, si hoy, cual en aquellos días de locuras quijotescas volviese a necesitar de un amigo —un hombre, era la palabra que nosotros empleábamos entonces— el corazón guiaríame como siempre a tu puerta. Aunque con algunas canas de más, estoy seguro que volveríamos a ser los antiguos camaradas que tantas veces bebieron juntos en el vaso de la fraternidad estudiantil. Por eso, mi querido Pedro Seoane, al dedicarte este libro —el primero que escribo— me siento alegre, como el padre que al bautizar su primogénito, puede ponerle un nombre bien amado.
¡Es tan dulce, en medio del pesimismo que la ciencia de la vida exprime poco a poco en el alma, tener un amigo, y saberlo!…
Villanueva de Arosa, 20 de abril de 1894.
PRÓLOGO
ES el presente, un libro, que puede decirse por entero juvenil. Lo es por la índole de los asuntos, porque su autor lo escribe en lo mejor de la vida, porque ha de tenérsele por un dichoso comienzo, y en fin, porque todo en él resulta nuevo y tiene su encanto y su originalidad. Con él gozamos de un placer ya que no raro, al menos no muy común, cual es el de leer unas páginas que se nos presentan como iluminadas por clara luz matinal, y en las cuales la poesía, la gracia y el amor, esas tres diosas propicias a la juventud, dejaron la imborrable huella de su paso.
Primicias de una musa, eco apenas apagado de las sensaciones de un corazón abierto a las primeras emociones y a los primeros desengaños, tienen cuanto necesitan para hacerlas amables a los ojos de los que como ellas son jóvenes y gozan y sienten las mismas pasiones y sus veleidades, con alma pronta a comprenderlas en toda su intensidad. Tal es su mérito, y que nos habla de lo siempre eterno y siempre joven, en una nueva forma, bajo un nuevo aspecto y con un encanto original, entre fácil y risueño aunque un tanto malicioso, propio de la manera de ser de su pueblo. Mas aquí ha de hacerse una salvedad; al hablar de cuanto nuevo encierra este libro lo mismo en el fondo que en la forma, claro es que se hace por modo relativo y dando a entender que su autor, se ha abierto una senda desconocida: dícese tan solamente que es nuevo en el país en que ve la luz. Esta limitación en el juicio, en nada le perjudica, porque así y todo, el autor de Femeninas, se nos presenta con personalidad propia, ya por lo genial de sus facultades, ya porque le hallamos siempre fiel a su raza y sentimientos que le son propios.
Bajo tan importante punto de vista ha de considerársele principalmente. Porque hijo de su tiempo, pero asimismo hijo de Galicia, son en él manifiestas las condiciones especiales de los escritores del país. El sentimiento le domina, conoce la armonía de la prosa que aquí se acostumbra y no es fácil fuera: prosa encadenada, blanda, cadenciosa, llena de luz; prosa por esencia descriptiva y a la cual sólo falta la rima. Y no es esto sólo, sino que conforme con el espíritu ensoñador del celta, despunta los asuntos, no los lleva a sus últimos límites; levanta el velo, no lo descorre del todo, dejando el final —como quien teme abrir heridas demasiado profundas en los corazones doloridos— en una penumbra que permite al lector prolongar su emoción y gozar algo más de lo que el autor indica y deja en lo vago, y el que lee tiene dentro del alma. Es ésta, condición especial que en nuestro amigo deriva de su raza, porque de su tiempo tiene lo que llamamos modernismo, y la nota de color viva, ardiente, sentida, puesta en el lienzo de un solo golpe. En cambio es suya, la frase elegante, armoniosa, un tanto lírica, llena de luz, que se desliza con gracia femenil, serpentina casi, y hace del autor de este libro un prosista que no necesita más que castigar su estilo, para ser un gran prosista. Con todo lo cual, con lo que debe a la sangre y lo que le es personal, harto claramente prueba que es de los nuestros. Aunque quisiera ocultarlo no podría. A todos dice que ha nacido bajo el cielo de Galicia. Hijo suyo, criado al pie de unos mares que tienen la eterna placidez de las aguas tranquilas, la refleja toda en sus páginas, donde cree uno percibir, desde el acre perfume de los patrios pinares y de las ondas que los bañan, hasta los blandos rumores de la ribera natal; desde la soledad de las ciudades de provincia, hasta la claridad de los cielos tropicales y las cosas que le son propias.
Esto por lo que se refiere a lo exterior, porque en cuanto a su interior, o sea el alma del libro, no es menos nuestro por la manera de tratarlo, y por la gran verdad de los cuadros que lo forman. Aparentemente parecen invención, pero pronto se ve que son realidades. No se necesita mucho para comprender que el autor se limitó a dejar que hablasen su corazón y sus recuerdos, permitiendo que desbordase —en la plenitud de sus años juveniles y de sus horas de pasión— lo que el acaso de la vida hiciera suyo.
Era imposible otra cosa. El ayer está para él tan cercano, que le domina. No tiene más que abrir los labios y éstos balbucean los nombres queridos: los lazos que le unieron a las mujeres amadas y a las que el azar puso en su camino, aún no están rotos del todo. De aquéllas cuyo recuerdo dura la vida entera, o de las que apenas dejan impresión en el alma, guarda todavía con el reflejo de la última mirada, la suave presión de los brazos amados. Las que fueron como escollo, y las que igual a la hoja de una rosa se dejaron llevar al soplo de los vientos matinales, siguen teniendo para él los mismos desdenes, o las mismas sonrisas. Diríamos que las sombras invocadas aún no se han desvanecido, y que pueden volver a tomar cuerpo y llenar las horas solitarias que siguen siempre a las horas llenas de pasión de una vida en su comienzo.
Por de pronto y por lo que de sus heroínas nos refiere, las mujeres que recuerda fueron fáciles y crueles. Era necesario que así sucediese, y que resultasen entre amables burguesas y cocottes exigentes, con quienes no podía menos de tropezar en los primeros pasos de la vida. Hembras y esfinges, tal nos las describe, y así debieron de aparecer a los ojos del que apenas si sabía del amor, más que lo que va conociendo sucesivamente, y de las mujeres lo que le iban enseñando aquéllas con quienes tropezaba. ¡Y el Cielo sabe cuáles, que no son las peores las que la desgracia arroja a la vía pública!
Partiendo de este hecho, se comprende que el autor de ‘Femeninas’, habiendo reunido sus documentos humanos —los lances que nos cuenta y las heroínas que nos presenta— sean lo que se dice producto de la experimentación, en la cual va mezclado mucho de lo que él no conoce de propio conocimiento y algo también de lo que vio y oyó por el mundo: lo que es suyo y lo que fue de los demás, todo ello animado por los recuerdos de las pasiones sufridas, lo mismo que de los lugares recorridos. En tal manera, que aún fue ayer, como quien dice, cuando la ‘Condesa de Cela’ le despertó pasándole por la cara el suave y tibio manguito, cuando ‘Tula Varona’ le azotó la mejilla con un florete, cuando ‘Octavia’ le hizo ver por experiencia, cuán difícilmente llena un hombre solo, el corazón de una mujer, así sea la más enamorada.
¿Cómo extrañarse por lo tanto, de la especie de unidad de pensamiento y de interés que domina en todo este volumen? Páginas arrancadas al libro de sus “Confesiones” juveniles, un lazo más que estrecho las une y hace iguales. Como si tanto no bastase, es una la misma pasión que anima todos los cuadros; pasión viva, juvenil, un tanto libidinosa —hay que confesarlo—, pero siempre poética tanto en la fábula como en su trama, en la expresión de los afectos del mismo modo que en la armonía de la frase y en la aureola que los envuelve igual que un inmenso nimbo. Aunque no fuese más que por eso Femeninas sería un libro moderno, hijo de la hora actual y de las pasiones que asaltan al joven en sus primeros pasos asediando su corazón con ímpetu diario. Sentimental, porque suena a veces como una queja, sabe Dios de qué dolores: romántico, aunque por modo novísimo; y femenino puesto que no nos habla de otra cosa que de los lances a que da lugar el amor de las mujeres y de los afectos que inspiran. Y como ni el más breve espacio ha querido su autor que mediase entre el suceder ayer y el contarlo hoy, de ahí que el relato conserve el calor de las cosas que acaban de pasar a nuestra vista, o dentro de nosotros mismos. Así es patente, en la rapidez de la acción y en los detalles, claros, precisos, movidos.
Diríase que así es forzoso que suceda en composiciones de la índole de las que forman este libro y en las cuales todo debe ser conciso e ir directamente a su fin; pero no es cierto. Los cuentos, tales como hoy se conciben y escriben —hijos de la moderna inquietud y también de la escasa atención que el hombre actual quiere poner en semejantes cosas— son rápidos, convulsivos casi: más nervios que sangre y músculos y en los cuales es visible la pretensión de encerrar en breve espacio todo un drama; no valen lo que aparentan sino cuando están escritos por almas agitadas y que apenas tienen tiempo para dar cuerpo a sus sueños, vida a sus creaciones, forma a lo pasajero que acaba de conmoverles. En tal suerte que se equivocaría quien creyese que Femeninas, es uno de los infinitos trabajos de su índole, a que sólo la moda actual puede dar importancia. Todo lo contrario. Los que encierra este libro, son como pequeños poemas, breves, alados, llenos de sentimiento; cosas de hombres y mujeres que pasan a cada momento, pero que sólo tienen vida, fuerza y relieve cuando filtran como quien dice a través de un alma de poeta. Por eso no resultan obra del que sigue un feliz ejemplo, sino cosa propia, hijos de un temperamento. Los hubiese escrito así, sin que antes hubiese conocido otros. Son cosa suya, y solamente por sus cortas dimensiones se parecen a los que nos da, con tan desdichada prodigalidad el actual momento literario. En tal manera que en cuestión de cuentos, a pesar de ser tantos y tan distintos los que se conocen, nuestro autor inventó un nouveau frisson, como dicen los que más usan y abusan de los cuentos, los franceses, nuestros maestros en éste y demás géneros literarios.
Dicho esto, consignado que el presente libro no es tan sólo un dichoso comienzo y una segura promesa, sino el fruto de una inspiración dueña ya de las condiciones necesarias para alcanzar de golpe un primer puesto en la literatura del país, parece como que nada queda que añadir y que debemos levantar la pluma. Así lo haríamos si nuestro corazón nos lo permitiera. Mas ¿cómo callar en líneas escritas al frente del libro del hijo, la grande, la estrecha amistad que nos unió a su padre? ¿Cómo no recordar al escritor y poeta intachable, al alma pura, al íntegro carácter, a aquél que llevó el mismo nombre y apellido que nuestro autor y fue tan digno de la estimación en que le tuvimos siempre y con las que nos correspondía? Aún fue ayer, cuando con el pie en el sepulcro, nos tendió por última vez su mano y hablamos de las cosas que de tanto tiempo atrás nos eran queridas —la patria gallega y la poesía que había encantado sus horas solitarias—. Sabía él que la muerte le había ya tocado con su dedo, mas no por eso se creía del todo desligado de la tierra, que no pensase en su país y no se doliese de los infortunios ajenos; ¡él que los había conocido tan grandes!
Duerme, duerme en paz mi buen amigo; tu hijo sigue la senda que le trazaste con el ejemplo de una vida honrada como pocas. Tu hijo recoge para ti los laureles que pudiste ceñirte y desdeñaste contento con tu dichosa medianía. ¡Si tú pudieras verlo! Nobleza obliga. El autor de Femeninas lo sabe bien. Descendiente de una gloriosa familia, en la cual lo ilustre de la sangre, no fue estorbo, antes acicate que les llevaba a las grandes empresas, tiene un doble deber que cumplir. De antiguo contó su casa grandes capitanes, y notables hombres de ciencia y literatura, gloria y orgullo de esta pobre Galicia. Se necesita, pues, que continúe la no interrumpida tradición, y que como los suyos añada una hoja más de laurel a la corona de la patria. Y yo en nombre de su padre, le digo: ¡Hijo mío, cumple tus destinos y que las horas que te esperan, te sean propicias!
M. Murguía
Coruña, noviembre de 1894
LA CONDESA DE CELA
I
«ESPÉRAME esta tarde». No decía más el fragante blasonado plieguecillo.
Aquiles, de muy buen humor, empezó a pasearse canturreando retazos zarzueleros, popularizados por todos los organillos de España. Luego quedóse repentinamente serio. ¿Por qué le escribiría ella tan lacónicamente? Hacía algunos días que Aquiles tenía el presentimiento de una gran desgracia: Creía haber notado cierta frialdad, cierto retraimiento. Quizá todo ello fuesen figuraciones suyas, pero él no podía vivir tranquilo.
Aquiles Calderón era un muchacho habanero, salido muy joven de su tierra con objeto de estudiar en la Universidad Compostelana. Al cabo de los años mil, continuaba sin haber terminado ninguna carrera. En los primeros tiempos había derrochado como un príncipe, mas parece ser que su familia se arruinó años después en una revolución, y ahora vivía de la gracia de Dios. Pero al verle hacer el tenorio en las esquinas, y pasear las calles desde la mañana hasta la noche requebrando a las niñeras, y pidiéndolas nuevas de sus señoras, nadie adivinaría las torturas a que se hallaba sometido su ingenio de estudiante tronado y calavera que cada mañana y cada noche tenía que inventar un nuevo arbitrio para poder bandearse. Aquiles Calderón tenía la alegría desesperada y el gracejo amargo de los artistas bohemios. Su cabeza airosa e inquieta, más correspondía al tipo criollo que al español: El pelo era indómito y rizoso, los ojos negrísimos, la tez juvenil y melada, todas las facciones sensuales y movibles, las mejillas con grandes planos, como esos idolillos aztecas tallados en obsidiana. Era hermoso, con hermosura magnífica de cachorro de Terranova. Una de esas caras expresivas y morenas que se ven en los muelles y parecen aculadas en largas navegaciones transatlánticas por regiones de sol. Está impaciente, y para distraerse, tamborilea con los dedos en los cristales de la ventana que le sirve de atalaya. De pronto se endereza, examinando con avidez la calle, arroja el cigarro y va a echarse sobre el sofá aparentando dormir.
Tardó poco en oírse menudo taconeo y el roce sedeño de una cola desplegada en el corredor. Pulsaron desde fuera ligeramente y el estudiante no contestó. Entonces la puerta abrióse apenas, y una cabeza de mujer, de esas cabezas rubias y delicadas en que hace luz y sombra el velillo moteado de un sombrero, asoma sonriendo, escudriñando el interior con alegres ojos de pajarillo parlero. Juzgó dormido al estudiante, y acercósele andando de puntillas, mordiéndose los labios:
—¡Así se espera a una señora, borricote!
Y le pasó la piel del manguito por la cara, con tan fino, tan intenso cosquilleo, que le obligó a levantarse riendo nerviosamente. Entonces la gentil visitante sentósele con estudiada monería en las rodillas, y empezó a atusarle con sus lindos dedos las guías del bigote juvenil y fanfarrón:
—¡Conque no ha recibido mi epístola el poderoso Aquiles!
—¡Cómo no! ¡Pues si te esperaba!
—¡Durmiendo! ¡Ay, hijo, lo que va de tiempos! Mira tú, yo también me había olvidado de venir; me acordé en la catedral.
—¿Rezando?
—Sí, rezando… Me tentó el diablo.
Hizo un mohín, y con arrumacos de gata mimada se levantó de las rodillas del estudiante:
—¡Caramba, no tienes más que huesos!… La atraviesas a una.
Hablaba colocada delante del espejo, ahuecándose los pliegues de la falda.
Aquiles acercóse con aquella dejadez de perdido, que él exageraba un poco, y le desató las bridas de la capota de terciopelo verde, anudadas graciosamente bajo la barbeta de escultura clásica, pulida, redonda y hasta un poco fría como el mármol. La otra, siempre sonriendo, levantó la cara, y juntando los labios, rojos y apetecibles como las primeras cerezas, alzóse en la punta de los pies:
—Bese usted, caballero.