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Una tertulia de antaño retrata un día de visita en casa de una familia de la nobleza española en las postrimerías de la I República. Ramón María del Valle-Inclán se adelanta en su obra a tendencias postmodernas enhebrando en su ficción relatos y personalidades reales e históricas a través de un fresco que abarca tres generaciones de esta familia noble. Cabe destacar el fuerte carácter alegórico de los personajes de esta ficción de Valle-Inclán, que representan diferentes aspectos de la España contemporánea del escritor.
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Seitenzahl: 36
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Ramón María del Valle-Inclán
Saga
Una tertulia de antaño
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1909, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726495911
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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—He visto a Xavier Bradomín y me prometió venir esta noche.
—¿De dónde ha salido ese viejo Don Juan? ¿Qué hace ahora?
—Creo que conspira.
Sentadas en un gran sofá de caoba, vasto como un lecho, sostenían esta conversación dos antiguas damas de la reina destronada, aquella reina de los tristes destinos. Hablaban en un tono que era a la vez ligero y confidencial.
—¿Dónde te hallaste a Xavier Bradomín?
—Al salir de misa en las Góngoras. Me anunció, con gran misterio, su visita.
—¡Intentará convertirte al partido del Pretendiente!
La otra dama tosió burlona:
—Ya estoy muy vieja y muy fea para ponerme la boina.
La Duquesa de Ordax no mentía. Era una vieja menuda, inquieta y muy morena, con los ojos hundidos y llenos de fuego. Tenía la cara arrugada, las cejas con retoque, y llevaba un peinado de rizos aplastados sobre la frente, lo que acababa de darle cierto parecido con los retratos de la reina María Luisa. Hablaba con un desgarro vivo y popular.
—En otro tiempo, no digo que no me hubiera calado mi boina roja. ¡Y poco guapa que estaría!
La Marquesa de Galián la escuchaba sonriendo bajo el velo de su sombrero, que le dejaba el rostro en un misterio albo y estelar.
—Bradomín te convencerá. Tiene don apostólico. ¡Así al menos me explico yo sus conquistas!
La Duquesa interrumpió:
—Si vieras cómo está ahora de viejo y de triste. Ha tenido bien mala suerte. ¡Perder un brazo el mismo día que llegó a la guerra!
Y seguía riéndose, casi inconsciente de sus palabras. La Marquesa de Galián murmuró lentamente:
—Mala suerte, sí… Pero aún habrá sentido más hacerse viejo…
En el claro del balcón destacábase y sobresalía por oscuro una sombra de mujer, que, con el rostro pegado a los cristales, procuraba leer una carta. Sólo podía verse que tenía el pelo de oro. Exhaló un suspiro, y desde el estrado interrogó la Marquesa de Galián:
—¿Lloras, hija?
Respondió una voz juvenil que quiso parecer risueña:
—¡Yo, llorar!
Ocultó la carta en el guante, y fue a sentarse cerca del sofá. En la luz caliente de la tarde parecía toda de oro, con encanto de fruta y de flor. Sentía fijos los ojos de su madre, pero no podía verlos bajo el misterio del velo. La Marquesa de Galián, famosa belleza de otro tiempo, ahora llevaba el rostro siempre escondido en un flotante tul de princesa mora. Tenía espanto de la muerte, y ocultaba las arrugas porque nadie viese el camino que hacía la gran segadora, un camino de todos los días y de todos los momentos. Era casi religioso aquel miedo a convertirse en polvo. Entró una doncella flaca y fea, vestida de negro, con delantal de encajes, y sirvió el chocolate acompañado de una confitura monjil. Las señoras, inclinadas sobre el velador, lo saborearon lentamente con movimientos unánimes:
—¿Manda alguna otra cosa la señora Duquesa?
—Nada.
La doncella se retiró con aire compungido y lleno de recato.
La Marquesa de Galián, apenas la vio salir, murmuró con disgusto:
—¡No sé cómo puedes tolerar a esa mujer tan fea!
La duquesa movió la cabeza tosiendo levemente:
—¡Tengo hijos jóvenes y me dan miedo las caras bonitas!
—¿Los tienes a todos aquí?
—¡Desgraciadamente!
—Alonso me saludó al entrar. No le conocía con el uniforme de cadete.
La Duquesa sonrió llena de maternal orgullo:
—¡Ya lo lleva como un veterano!
—¿Y los otros?
—Hechos unos perdidos. Se han propuesto arruinarme y lo consiguen.
Aquella señora estaba encantada de las calaveradas de sus hijos, y aun cuando quería ocultarlo, no podía. Siguió interrogando la Marquesa: —¿Jorge, definitivamente divorciado?