Gerifaltes de antaño - Ramón María Del Valle-Inclán - E-Book

Gerifaltes de antaño E-Book

Ramón María Del Valle-inclán

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Beschreibung

Los relatos de Las Guerras Carlistas fueron concebidos por Ramón María del Valle-Inclán como una larga serie de títulos en analogía con Los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. En ellos mezcla personajes reales con ficticios, como su señero Marqués de Bradomín. El resultado son unas novelas a caballo entre la crónica bélica y la novela de aventuras que mezcla pillos, soldados, truhanes, mercenarios y desalmados. Solo llegaron a publicarse tres de ellos, de los cuales Gerifaltes de antaño es el tercero y último.

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Seitenzahl: 126

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Ramón María del Valle-Inclán

Gerifaltes de antaño

III. La España Tradicional1

Saga

Gerifaltes de antaño

 

Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726485769

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

Santa Cruz volvió á caer sobre Otaín. Desde los hayedos del monte, bajó como los lobos al ponerse el sol, y corriendo en silencio toda la noche llegó á las puertas de la villa, cuando cantaban los gallos del alba. Llevaba consigo cerca de mil hombres, vendimiadores y pastores, lañadores que van pregonando por los caminos y serradores que trabajan en la orilla de los ríos, carboneros que encienden hogueras en los montes y alfareros que cuecen teja en los pinares, [12] gente sencilla y fiera como una tribu primitiva, cruel con los enemigos y devota del jefe. Aldeanos que sonreían con los ojos llenos de lágrimas oyendo cuentos pueriles de princesas emparedadas, y que degollaban á los enemigos con la alegría santa y bárbara, llena de bailes y de cantos, que tenían los sacrificios sangrientos, ante los altares de piedra, en los cultos antiguos.

Quinientos infantes habían quedado guarneciendo la villa, cuando con un revuelo de gerifaltes, cayó sobre ella la partida del Cura. Dos escuadras de cien hombres entraron delante dando gritos, una por el camino del río, y otra por la Calle del Mercado. Quemaban las puertas de las casas, apaleaban á los viejos y hacían correr á las mujeres con los niños en brazos. Los soldados republicanos, sorprendidos en los alojamientos, salían despavoridos, restregándose [13]

los ojos. Sostuvieron algún tiroteo en las calles inmediatas á un convento, convertido en fuerte cuando ganó la villa á los carlistas Don Enrique España. Retrocedían sin orden, revueltos con los voluntarios, que cargaban á la bayoneta. El Cura, con el resto de su gente, guardaba todas las salidas de Otaín. Pero como las cornetas republicanas tocaban retirada en lo alto del fuerte, comprendió que la guarnición se encerraba entre aquellos muros, y entró por la villa á sangre y fuego. Sobre su cabeza se abrían las ventanas y clamaban muchas voces:

-¡No hagáis mal! ¡Todos somos partidarios! ¡Viva Carlos VII!

[15]

II

Santa Cruz levantó parapetos y emplazó dos cañones que había ganado en el encuentro de Hernani. Después de haber intimado la rendición á los del fuerte, que no quisieron admitir las condiciones impuestas por el faccioso, rompió el fuego, que duró todo el día. Por la tarde, cuando cesaba el tiroteo, se le unió la partida de Miquelo Egoscué. Los dos cabecillas se saludaron secamente: Egoscué, con bien declarado despecho, el otro, receloso y sin mirarle. [16] Santa Cruz estaba entre una guardia de doce partidarios, en el atrio de la iglesia. Egoscué se le acercó á caballo:

-Don Manuel, todos se quejan en la villa de que los ha tratado como á enemigos.

El Cura repuso sordamente:

-Los he tratado como merecían... Y lo que tengas que decirme, no me lo digas á caballo.

Se destacaron tres hombres de la guardia del Cura. Egoscué les dejó las riendas y se apeó entre ellos. Santa Cruz se había arrimado al muro de la iglesia, y el otro cabecilla se le acercó con la mano tendida:

-¡Pues aquí estoy con mi gente, Don Manuel!

-Como siempre, á media misa. ¿Y cuántos son los tuyos?

-A trescientos no llegan.

-¿Tienen municiones?

[17] -No tienen ni un cartucho.

El Cura quedó con la vista en el suelo, y levantándola lentamente, miró de través á los voluntarios que había en la plaza. Eran como cien hombres, y entre ellos no se contaban veinte de la partida de Egoscué. Los otros corrían las casas en busca de alojamiento. Don Manuel Santa Cruz estrechó con fuerza la mano del otro cabecilla y le miró á la cara:

-Pues soldados sin cartuchos para nada valen... Y no te agradezco la ayuda que me traes. Tener á la gente sin cartuchos, en la otra guerra fué de traidores y en ésta también.

-¡Yo no soy traidor, Don Manuel!

-Tampoco te digo que lo seas. Te digo que tener á la gente sin cartuchos, cuando no dice traición dice no saber mandarla. Tú ibas bien cuando con andabas *andabas con* doce hombres...

[18] -¡Y ahora voy bien!

-No seas un bárbaro orgulloso. Ya hablaremos de eso. Hoy cenamos juntos, y mañana se batirán juntos tus mocetes y los míos. Yo tengo cartuchos para todos.

Don Manuel Santa Cruz entró en la iglesia con los doce de su guardia. Iba entre ellos con la mirada recelosa, sin armas, sin insignias, y más parecía un prisionero que un capitán vencedor. Era fuerte de cuerpo y menos que mediano en la estatura, con los ojos grises de aldeano desconfiado y la barba muy basta, toda rubia y encendida. Su atavío no era sacerdotal ni guerrero. Boína azul muy pequeña, zamarra al hombro, calzón de lienzo y medias azules, bajo las cuales se descubría el músculo de las piernas. Aquel cabecilla sobrio, casto y fuerte, andaba prodigiosamente, y vigilaba tanto, que [19] era imposible sorprenderle. Los que iban con él contaban que dormía con un ojo abierto, como las liebres.

[21]

III

En Octubre de 1873, las tropas republicanas ocupaban muchas aldeas y caseríos en el valle de Baztán. Cada día llegaban nuevos regimientos que empobrecían con tributos aquella tierra feraz. Estas fuerzas, siempre volantes, ahora tenían orden de concentrarse para caer sobre Estella. Moriones, que acababa de ser nombrado comandante general, deseaba apoderarse de la ciudad, arca santa del carlismo. Era la victoria que mayor sonoridad podía tener, y también [22] el deseo de todo el ejército republicano. Era la voz unánime en el Estado Mayor:

-Hay que dar una gran batalla, y ganarla.

Los soldados sentían el cansancio de la guerra y deseaban volver á sus casas. En continuas marchas y contramarchas, apenas tenían tiempo de reposarse en alguna aldea, oyendo siempre detrás el paso redoblado de las partidas carlistas, señoras de Navarra. Y el comandante general buscaba la ocasión de una batalla para darle el triunfo, como un pan de comunión, á todo el Ejército. Era preciso apagar el grito que resonaba por valles y montes:

-¡Viva Carlos VII!

Don Enrique España tenía el mando de las fuerzas concentradas en el Baztán. El veterano general dictaba órdenes llenas de malhumor, [23] pasaba revista á los batallones y salía á caballo con sus ayudantes. Algunas veces murmuraba, tascando el cigarro:

-Farsas del Estado Mayor.

Don Enrique España temía que no se hubiese pensado nunca en llamarle sobre Estella. Lleno de años y de experiencia, oía distraído la lectura de las órdenes que llegaban constantemente del Cuartel General. Si alguna vez tomaba el pliego de manos del ayudante que leía, era sólo para ver el prodigio caligráfico del escribiente. Le gustaban los limpios rasgos de la letra española, y sonreía, dejando caer en el papel la ceniza del cigarro. Sin duda recordaba cómo en una oficina, con galones de cabo en las mangas, había comenzado su carrera militar hacía treinta años. Y levantando el papel y sacudiéndolo en el aire, solía decir:

[24] -Estos pobres son los que trabajan en el Estado Mayor.

Obedecía las órdenes sin concederles ningún valor, convencido de que la guerra acabaría cuando todos se cansasen. Tenía la misma desilusión que los soldados y la misma desconfianza. En medio de un constante malhumor, porque perdía al juego y no adelantaba en la guerra, apenas recataba sus pensamientos:

-Todos los generales conspiran por el hijo de Doña Isabel. Yo soy el único leal á la República... ¡Por eso me paga como el diablo á quien bien le sirve!

Sentía un sordo despecho por haber tenido que retirar sus tropas de Otaín. Juzgaba la concentración como una malicia pueril del nuevo comandante general y del Estado Mayor. Era una censura solapada de todos los planes anteriores, [25] una labor de intriga para desprestigiar á los que habían tenido el mando y el consejo. Del Estado Mayor llegaban todos los días órdenes tan oscuras, que parecían dictadas por antiguos oráculos. Don Enrique España las mandaba archivar y pedía una aclaración que no llegaba nunca. El Estado Mayor, en medio de un gran vacío de pensamiento, quería mantener el prestigio de que meditaba profundas combinaciones estratégicas. Era un afán hueco y sonoro, un mugir de bueyes que no aran. Don Enrique España no les guardaba el secreto:

-Nos sacan de donde hacíamos falta, para llevarnos no saben adónde. Atacarán Estella, pero será con las fuerzas de la Ribera. Nosotros perderemos todo lo ganado, detenidos en estas delicias de Cápua. No caben tantos soldados en las cabezas del Estado Mayor General.

[26] Y rodeado de sus ayudantes, dejando al caballo que mordiese la yerba del camino, tendía los ojos por el valle, todo en verdor y en paz. Era de un encanto primitivo, con la gracia de esos paisajes donde los evangelarios antiguos hacen florecer la infancia del Niño Jesús. Por los caminos blancos, entre mieses estremecidas, viñedos en fruto y dorados castañares, veían llegar nuevas tropas, que dejaban sin guarnición todas las villas desde Urdax á Tolosa.

[27]

IV

Tres confidentes llegaron uno en pos de otro, con la noticia de que atravesaba los puertos la partida del Cura. Iba de prisa y en silencio, como los lobos cuando bajan al poblado. Oyendo á los perros había cruzado sin detenerse las aldeas dormidas, San Paul, Astigar, Arguiña. Pero las confidencias no aventuraban adónde fuese el terrible cabecilla, que anochecía en un paraje y amanecía á veinte leguas. Los tres espías, sentados en el banco que tenía á su entrada [28] el alojamiento del general, loaban aquel prodigio, hablando en vascuence. Aún estaban descansando cuando llegó un viejo con noticias de la sorpresa de Otaín. Montaba su buena mula y dijo que lo enviaba la Señora Marquesa. Después de oirle, el general le mandó salir, señalándole la puerta con leve movimiento de la mano, y se volvió á sus ayudantes:

-¡Tejer y destejer! Ahora correrán órdenes para que reforcemos la guarnición de la villa, porque es indudable que resistirá en el fuerte.

Entró un coronel con levita de uniforme y pantalón de paisano. Era el jefe del Estado Mayor:

-¿Y si no resiste, mi general?

Don Enrique España hizo un gesto lleno de aspereza:

-Será cuenta suya.

[29] Replicó el coronel:

-Y lo peor es que ahora no puede enviarse ni un soldado sin consultar al general en jefe.

Acabamos de recibir esta orden telegráfica.

Y desdoblaba un papel azul que traía en la mano. Don Enrique España lo rechazó:

-¿Qué dice?

-Que estemos dispuestos para operar con las tropas que ocupan la línea de Tafalla á Puente la Reina. Hasta las jornadas nos fijan.

El general movía la cabeza con aire aburrido:

-¿Ya no debemos bajar á Vera?

-No, señor.

-¿Pero no era el plan que entrásemos por la Barranca? ¡Tienen la estrategia de las veletas! ¿No íbamos á operar con la columna del general Primo?

Y extendió el brazo reclamando el telegrama, [30] que volvía á recorrer con la vista el jefe del Estado Mayor. El general se acercó á la ventana, miró por todos lados el papel y se lo entregó á uno de sus ayudantes:

-Lea usted despacio.

Todos atendieron con religioso silencio. El Estado Mayor General ahora quería atacar á Estella por las posiciones carlistas de Santa Bárbara de Mañeru. Se le comunicaba un itinerario al general España. Por el Puerto de Velate debía ser el avance de todas las fuerzas concentradas en el Baztán: Bajarían por Alcoz á Oteiza. Tomarían posiciones dominando la orilla del Arga: El flanco derecho en Cizur, el izquierdo en Puente la Reina, el centro en Belascoaín.

Todos seguían con la imaginación aquella marcha larga y pesada por una tierra donde hacían [31] constante correría las partidas carlistas, dueñas de los montes. Cuando el ayudante terminó de leer, el anciano general se limitó á decir:

-Hay que pedir aclaración de esa orden.

Preguntó el jefe del Estado Mayor:

-¿En qué sentido, mi general?

-En cualquier sentido. Telegrafíe usted también el suceso de Otaín. Como hemos dicho antes, no puede enviarse ni un soldado sin consulta previa. Yo confío que la guarnición resistirá en el fuerte.

-Es de suponer. Nada dispone tanto para las defensas heroicas como la crueldad del enemigo.

Murmuró estas palabras á media voz el jefe del Estado Mayor. El general aprobó con la cabeza:

-Lo hemos visto en la otra guerra...

-Como que eso explica tantas hazañas colectivas en la antigüedad.

[32] Y se puso á redactar un largo telegrama para el Estado Mayor General. De pronto ladeó la cabeza:

-Me parece que tardarán en recibir ayuda los sitiados de Otaín.

Y miró á todos burlón y enigmático. Don Reginaldo Arias era un hombre pequeño y calvo, con la nariz torcida y la mirada aviesa de usurero pleiteante y sagaz. El general alzó los hombros:

-¿Por qué dice usted eso, coronel?

-Si quisiese explicarlo no sabría...

Interrogó desde la ventana un capitán de húsares, que estaba en el grupo de los ayudantes:

-¿Que no sabe usted explicarlo, mi coronel?

-No sé, querido Duque... No sé...

-Pues yo sí... La República necesita que haga una degollina Santa Cruz. Los carlistas [33] trabajan en las cortes europeas por obtener la beligerancia.

Aprobaba con una mirada maliciosa el jefe del Estado Mayor:

-Y se comprende, querido. La beligerancia equivaldría á tener abierta la frontera y el comercio de armas.

El Duque de Ordax exclamó riéndose:

-Pues pensamos lo mismo. Hace falta una degollina para presentar á los carlistas como hordas de bandoleros. Entonces Castelar alzará los brazos al cielo, jurando por la sangre de tantos mártires, y pasará una nota á todos los embajadores. Ahora la suprema diplomacia es ayudar al Cura.

El general se levantó encendiendo el cigarro:

-Yo desearía que fuesen ustedes más prudentes [34] al emitir esos juicios. Es un ruego amistoso.

Concluyó el jefe del Estado Mayor:

-Que Santa Cruz ande ahora más perseguido de los carlistas que de nosotros, nada dice. Santa Cruz es fuerista, sin reconocer la suprema autoridad de Don Carlos.

Y continuó escribiendo el telegrama para el Estado Mayor General. Los ayudantes hablaban en voz baja, retirados al fondo del balcón, y entre la pared y la mesa, en un hueco de tres pasos, iba y venía, tarareando, Don Enrique España. De pronto se detuvo y miró á los ayudantes:

-Imposible que por una intriga política el general en jefe sacrifique á esos valientes encerrados en el fuerte de Otaín. Les prohibo á ustedes que lo digan y que lo piensen. Rompa [35] usted ese telegrama, coronel. Ahora mismo van á salir fuerzas en socorro de esos valientes. Rompa usted ese telegrama.