Fenomenología de la experiencia estética - Mikel Dufrenne - E-Book

Fenomenología de la experiencia estética E-Book

Mikel Dufrenne

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En este estudio, Mikel Dufrenne desarrolla una crítica de la experiencia estética. Centrándose en «el sentido» propio y «las condiciones» que hacen posible la experiencia del sujeto contemplador, Dufrenne perfila la noción de objeto estético, fenomenológicamente entendido, en relación a la obra de arte. Para introducirse en el estudio de la experiencia estética, aborda la organización objetiva de la obra de arte, como totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. Por otro lado, partiendo de un estudio sobre la obra musical y de otro sobre la pictórica, propone un perfil general de la estructura de la obra de arte. De este modo, se va desvelando la clave metodológica: a partir de la descripción fenomenológica, desarrolla un análisis trascendental, para abordar finalmente el ámbito de lo propiamente ontológico. A su vez, considera que la experiencia estética supone el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética.

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Seitenzahl: 1262

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Fenomenologíade la experiencia estética

Mikel Dufrenne

Fenomenologíade la experiencia estética

PUV

41

Estètica & Crítica

Romà de la Calle, director

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico,por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

Título original:

Phénoménologie de l’Expérience esthétique

© Presses Universitaires de France/Humensis, 1953

© Del Proemio: Román de la Calle, 2017

© De la traducción: Román de la Calle, Carmen Senabrey Amparo Rovira, 2017

© De esta edición: Universitat de València, 2017

Producción editorial: Maite Simón

Diseño del interior y maquetación: Inmaculada MesaCorrección: Pau Viciano

Diseño de la cubierta:

Celso Hernández de la Figuera y Maite Simón

ISBN: 978-84-9134-320-2

Índice

PROEMIO. Para una memoria compartida de la experiencia… estética, Román de la Calle

INTRODUCCIÓN. Experiencia estética y objeto estético, Mikel Dufrenne

LIBRO PRIMERO

EL OBJETO ESTÉTICO

Primera parte

FENOMENOLOGÍA DEL OBJETO ESTÉTICO

1. OBJETO ESTÉTICO Y OBRA DE ARTE

2. LA OBRA Y SU EJECUCIÓN

  I. Las artes donde el ejecutante no es el autor

 II. Las artes donde el ejecutante es el autor

III. Las reproducciones

3. LA OBRA Y EL PÚBLICO

  I. Lo que la obra espera del espectador

a) El ejecutante

b) El testigo

 II. Lo que la obra aporta al espectador

a) El gusto

b) La constitución de un público

4. EL OBJETO ESTÉTICO ENTRE LOS DEMÁS OBJETOS

  I. El objetivo estético y lo viviente

 II. El objetivo estético y la cosa natural

a) La cosa y el objeto de uso

b) Objeto estético y naturaleza

III. El objeto estético y el objeto usual

a) La utilidad

b) La presencia del autor

c) El estilo

 IV. El objeto estético y el objeto significante

a) De la significación a la expresión

b) La expresión en el lenguaje

c) La expresión en el objeto estético

Conclusión: naturaleza y forma

5. OBJETO ESTÉTICO Y MUNDO

  I. El objeto estético en el mundo

a) El objeto estético en el espacio

b) El objeto estético en el tiempo

 II. El mundo del objeto estético

a) El mundo representado

b) El mundo expresado

c) Mundo representado y mundo expresado

d) El mundo objetivo y el mundo del objeto estético

6. EL SER DEL OBJETO ESTÉTICO

  I. Las doctrinas

a) Sartre

b) Ingarden

c) Schloezer

d) Conrad

 II. El objeto estético como objeto percibido

a) El objeto percibido

b) Objeto estético y forma

Segunda parte

ANÁLISIS DE LA OBRA DE ARTE

1. ARTES TEMPORALES Y ARTES ESPACIALES

2. LA OBRA MUSICAL

  I. La armonía

 II. El ritmo

III. La melodía

3. LA OBRA PICTÓRICA

  I. Temporalización del espacio

 II. La estructura del objeto pictórico

a) La armonía

b) El ritmo

c) La melodía

4. LA ESTRUCTURA DE LA OBRA DE ARTE EN GENERAL

  I. El tratamiento de la materia

 II. La materia-sujeto

III. La expresión

a) De la materia-sujeto a la expresión

b) La expresión como inanalizable

LIBRO SEGUNDO

LA PERCEPCIÓN ESTÉTICA

Tercera parte

FENOMENOLOGÍA DE LA PERCEPCIÓN ESTÉTICA

1. LA PRESENCIA

2. REPRESENTACIÓN E IMAGINACIÓN

  I. La imaginación

 II. Percepción e imaginación

III. La imaginación en la percepción estética

3. REFLEXIÓN Y SENTIMIENTO EN LA PERCEPCIÓN EN GENERAL

  I. El entendimiento

 II. Del entendimiento al sentimiento

III. Sentimiento y expresión

4. EL SENTIMIENTO Y LA PROFUNDIDAD DEL OBJETO ESTÉTICO

  I. Las dos reflexiones

 II. El sentimiento como ser-profundo

III. La profundidad del objeto estético

 IV. Reflexión y sentimiento en la percepción estética

5. LA ACTITUD ESTÉTICA

  I. Las actitudes ante lo bello y lo verdadero

 II. Las actitudes ante lo amable y lo bello

Cuarta parte

CRÍTICA DE LA EXPERIENCIA ESTÉTICA

1. LOS A PRIORI AFECTIVOS

  I. La idea de un a priori afectivo

 II. El a priori como cosmológico y como existencial

III. El significado de los a priori de la presencia y de la representación

2. EL CONOCIMIENTO A PRIORI DE LOS A PRIORI AFECTIVOS Y LA POSIBILIDAD DE UNA ESTÉTICA PURA

  I. Las categorías afectivas

 II. La validez de las categorías afectivas

III. La posibilidad de una estética pura

3. LA VERDAD DEL OBJETO ESTÉTICO

  I. El objeto estético como verdadero

a) Dos primeros sentidos de la verdad estética

b) La verdad del contenido

c) La verdad de la expresión

 II. Lo real iluminado por la estética

4. SIGNIFICACIÓN ONTOLÓGICA DE LA EXPERIENCIA ESTÉTICA

  I. Justificación antropológica de la verdad estética

 II. Perspectiva metafísica

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Proemio.Para una memoria compartida de la experiencia... estética

Román de la Calle

La Estética, al estudiar una experiencia que es originaria, reconduce el pensamiento –y quizás la misma consciencia– al origen. Ahí reside su principal aporte a la filosofía.

Cada una de sus iniciativas se inscribe en la cultura.

Sin embargo la Estética concentra su atención más acá de lo cultural. Se esfuerza en captar lo fundamental: el sentido mismo de la experiencia estética, que es a la vez lo que la funda y lo que ella funda. Determinar lo que hace posible la experiencia estética es siempre una cuestión crítica, que puede responderse orientando la crítica hacia una fenomenología y luego hacia una ontología.

MIKEL DUFRENNE

«L’apport de l’Esthétique a la Philosophie»,

Esthétique et Philosophie, I

–I–

Mikel Dufrenne (Clermont-de-l’Oise, 9 de febrero 1910 – París, 10 de junio 1995) defendía su tesis doctoral, en 1953, frente a un prestigioso tribunal, de excepcionales especialistas: Étienne Souriau (1892-1979), Gaston Bachelard (1884-1962) y Vladimir Jankélévitch (1903-1985). El tema de su ambiciosa investigación se centraba en la propuesta de una fenomenología de la experiencia estética. Ese mismo año aparecerá, en dos volúmenes, en PUF, su fundamental Phénoménologie de l’expérience esthétique, obra que prologamos, en su momento, en su versión castellana, con la admiración crítica y el respeto filosófico, que este texto merece, convertido, efectivamente, en un clásico de la literatura estética contemporánea.

Es significativo que Dufrenne fuera tempranamente alumno del célebre Alain –Émile-Auguste Chartier (1868-1951)–, que era profesor en el liceo Henri IV de París. Alain, filósofo y periodista, era y es conocido por el seudónimo con el que firmaba sus frecuentes artículos en prensa y también sus libros. De fuerte personalidad, influyó en Dufrenne, como también lo había hecho, paralelamente, con muchos de sus alumnos, tales como Raymond Aron (19051983), Simone Weil (1909-1943) o Georges Canguilhem (1904-1995).

La orientación docente que resolutivamente quiso hacer suya, desde muy pronto, condujo asimismo a Mikel Dufrenne a prepararse, como paso siguiente, en la prestigiosa École Normal Supérieure. Finalizó tales estudios en el año 1929 y completó, algo después, su trayectoria académica con la obtención del título de Agregado en Filosofía, ya en 1932.

Seguidamente, su inclinación investigadora se centró, de forma fundamental y decidida, en el ámbito de la estética filosófica, aunque proyectada doblemente, tanto en torno a la estructura de la obra de arte, como en las claves constitutivas de la recepción estética. En ambos casos, optó por profundizar operativamente en la orientación fenomenológica husserliana, aplicando, de manera prioritaria, los resultados de tal metodología al hecho artístico en su globalidad, pero también al dominio de la naturaleza y sus paisajes, así como, por contraste, a los objetos del entorno utilitario y cotidiano.

De hecho, cabe subrayar, de manera global, que el pensamiento de Dufrenne irá evolucionando, desde la reflexión estética sobre el arte, como impronta definitoria inicial, hacia una incisiva y seductora filosofía de la naturaleza.

Tras el paréntesis de la Segunda Guerra Mundial –en la que se alistó y cayó prisionero–, lo encontramos preso en Alemania y dedicado a estudiar la filosofía de Karl Jaspers (1883-1969), precisamente junto con su amigo Paul Ricoeur (1913-2005). Luego, una vez liberado, volverá inmediatamente a sus investigaciones estéticas, de base esencialmente filosófica, adentrándose, por ejemplo y entre otros muchos, para su solvente fundamentación, en textos de György Lukács (1885-1971) y Theodor Adorno (1903-1965), junto con los de Edmund Husserl (1859-1938).

Ampliará, además, sus estudios interdisciplinarmente, sobre ámbitos como la psicología, la lingüística y la teoría de la comunicación, sin dejar tampoco de acercarse, con paralela constancia, al dominio de la cultura artística, testimoniando así sus intereses no solo en las artes plásticas y las artes visuales, sino también en la música y la literatura. De hecho, su mirada fenomenológica exigirá este constante diálogo aplicado, durante toda su trayectoria, con las distintas manifestaciones artísticas. Efectivamente, los ejemplos citados, de obras artísticas de todo tipo, serán constantes, como una de las barandillas y respaldo de sus opciones teóricas, a lo largo de los dos volúmenes, que ahora publicamos nuevamente. La otra barandilla, ejemplo de solidez definitiva, serán las abundantes citas a lo largo de la obra, referidas a numerosos filósofos, escritores e investigadores, referenciados en las numerosas notas a pie de página.

Investigación y docencia se materializarán en sus numerosas publicaciones y en su actividad como profesor, que ejercerá, desde 1953, en la Universidad de Poitiers (región de Nueva Aquitania) y, desde 1964 hasta 1974, en la Universidad de Nanterre (región de la Isla del Sena). Sumamente activo y entregado a sus especializados intereses de estética y filosofía del arte, colaboró, formó parte de los equipos de edición y también dirigió la prestigiosa Revue d’Esthétique (fundada en 1948), entre los años de 1960 a 1994, y presidió asimismo la Société Française d’Esthétique, desde 1971. Un dato que manifiesta, elocuentemente, el prestigio de Mikel Dufrenne, desde el seno de su especialidad, es que dicha sociedad ha sido presidida, históricamente, por figuras como Victor Basch (18631944), Charles Lalo (1877-1953), Raymond Bayer (1898-1959) y, el ya citado, Étienne Souriau, como antecedores suyos, y también por Marymonne Saison, desde 1994, como su sucesora en la responsabilidad del cargo. Nombres, pues, todos ellos imprescindibles, en la historia de los destacados estudios estéticos, propios del contexto francés.

Dufrenne había publicado, como ha quedado dicho, su Fenomenología de la experiencia estética en 1953, justo en el ecuador de su vida, y esta orientación ocupará el resto de su trayectoria investigadora, en la ampliación del espectro de sus trabajos filosóficos y estéticos, surgidos en torno a esta aportación, fundamental en su propio itinerario.

Agotada hace mucho tiempo ya la primera traducción castellana de esta obra, aparecida en Valencia, en 1982, gracias a la histórica editorial Fernando Torres, ahora volvemos a reeditar la Fenomenología de la experiencia estética, esta vez en un único volumen, tras revisar detenidamente su primera versión, en los fondos de la especializada colección «Estètica & Crítica» de Publicacions de la Universitat de València. Colección, por cierto, recientemente galardonada por parte de la UNE (Unión de Editoriales Universitarias Españolas) con el reconocimiento de ser votada, por un jurado independiente, como la «mejor colección universitaria» del momento. Toda un satisfacción compartida.

Sin embargo, en calidad de responsable, tanto del prólogo como de la traducción castellana de la obra en ambas ocasiones –es decir ya en el año 1982 y ahora en 2017–, considero oportuno traer a colación, en brevedad, una secreta historia, surgida precisamente e iniciada, hace ya décadas, en torno al libro que nos ocupa, Phénoménologie de l’expérience esthétique.

Una década después de la publicación –en dos volúmenes, por la editorial PUF (Presses Universitaires de France)– de las investigaciones mencionadas de Dufrenne, un joven estudiante universitario valenciano, apasionado por la educación artística y por determinados temas de estética –que viajaba a París los veranos, para trabajar y ampliar sus estudios de filosofía–, paseaba junto al Sena.

Era la mañana de un día festivo de finales de julio, de aquel 1963 y, en realidad, su deambular por la orilla del río –margen izquierdo, entre el Quai de la Tournelle y el Quai Voltaire– tenía como objetivo prioritario rastrear libros de ocasión, en aquellos grandes contenedores de madera, convertidos en kioskos, de les bouquinistes, abiertos de sol a sol. Sin prisa, había recorrido ya varias casetas, hojeando de todo, cuando, de pronto, descubre azarosamente, colocado en una estantería lateral, un volumen de pequeño tamaño, algo grueso, de diseño discreto, letra menuda y sin imágenes, dedicado al «Objeto estético», pero bajo el sorprendente título general previo –que tradujo ávidamente, en un golpe de vista– de Fenomenología de la experiencia estética.

En el texto de la contraportada quedaba claro que la edición original francesa constaba de dos volúmenes. Pero allí –le ratificaron– solo se ofertaba el primero. No pudo ceder a la tentación, abonó los francos solicitados y se retiró a sentarse, de inmediato, para mejor poder leer, el resto de la mañana. Se había producido, pues, un especial encuentro de alargadas consecuencias.

En 1968, el joven estudiante, asiduo a les bouquinistes, devino profesor de la Universitat de València-Estudi General y en 1970 impartía ya la disciplina de Estética, tanto en la Sección de Filosofía como en la de Historia del Arte. El interés creciente por aquella obra «encontrada» de Dufrenne debió compartir, sin duda, espacio de investigación con otras obras y otros pensadores, en su dedicación universitaria. Pero, el hecho innegable es que, hacia finales de la década de los setenta, la Fenomenología de la experiencia estética, generosamente, como tarea complementaria, ya estaba traducida al castellano y se buscaba, afanosamente, editorial para su publicación.

Mientras, como preanunciando el esfuerzo requerido, se tradujo del mismo Mikel Dufrenne Arte & Lenguaje, con un amplio estudio introductorio y de contextualización referente al pensamiento estético del autor.1

Poco después, aunque no fue nada fácil, adquiridos los derechos de la publicación, la Editorial Fernando Torres aceptó iniciar una nueva colección, dedicada a «Estética», a principios de los ochenta, coordinada por aquel profesor que había descubierto a Dufrenne y que, además, ya había impartido un seminario sobre las claves de la experiencia estética en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid (1975-1976) y otro en la Facultat de Filosofia de la Universitat de València (1977-1978).2

Los dos volúmenes en castellano aparecieron, finalmente, en los años 1982-1983, con el respaldo del conjunto de colaboradores departamentales que conformaron el «Colectivo de Estudios de Comunicación Artística», de la UVEG.

En un Congreso de Estética, organizado en la sede del CSIC, en Madrid, unos años después, por la Universidad Autónoma, en pleno ecuador de los ochenta, Mikel Dufrenne se refería reiteradamente a nuestra versión castellana de su obra, a lo largo de su ponencia, a manera de explícito guiño de complicidad amistosa, cuando citaba sus aportaciones, con la coletilla «au dire de mon traducteur espagnol»…

De hecho, el creciente interés que, en la transición española se despertó por la estética y la filosofía del arte, benefició, sin duda, la fortuna crítica de la obra. Tesis doctorales sobre este ámbito fenomenológico, aplicación del método en el dominio de la crítica de arte, docencia reiterada sobre el tema en varias universidades (en especial, en las de Valencia, Granada y Santiago de Compostela, siguiendo sus textos) y nuevas investigaciones sobre estética natural, fueron objetivos paulatinamente consolidados.

Ampliamente agotada la publicación de esta obra clave en la bibliografía de Mikel Dufrenne y cerrando, de momento, así, el círculo de nuestras iniciativas referentes a dicho autor, 35 años después de que apareciera su primera edición castellana se ha decidido ponerla de nuevo en circulación. Esta vez en un único volumen, en nuestro contexto cultural, desde Publicacions de la Universitat de València. Era, personalmente, una tarea pendiente –desde el ámbito de la educación artística y de la crítica de arte, al igual que desde la estética filosófica–, quizás adquirida también, sin saberlo, hace más de medio siglo, en aquella soleada mañana del verano del 63, junto al Sena, por decisión azarosa del destino (filosófico), que, a veces, es cierto, mueve filias y empeños, tanto como silencios u olvidos. Por eso mismo, estamos aquí de nuevo dialogando pausadamente con Mikel Dufrenne.

–II–

Como reacción principalmente ante los distintos tratamientos empiristas de raíz positivista y frente al marcado psicologismo, el método fenomenológico –tras Husserl– supuso un replanteamiento fundamental. Una vuelta a las cosas mismas (zu den Sachen selbst), procediendo mediante la Wesensintuition, para captar su naturaleza general (su esencia) a partir de un caso particular, poniendo provisoriamente «entre paréntesis» –de modo reductivo– no solo la existencia misma del objeto que se estudia, sino también todo el bagaje de virtuales conocimientos y experiencias previas, a él adscribibles, con el fin de «dejar surgir» tan solo lo que en cuanto puro fenómeno se hace presente a la conciencia, como centro referencial de la intencionalidad.

El pensamiento estético no tardó en percatarse de que aquel enfoque, que subrayaba metodológicamente el carácter intencional de la conciencia y la intuición esencial de los fenómenos, podía ser un adecuado camino para desarrollar sus propias investigaciones, dada la singular relevancia y el especial énfasis que la relación objeto-sujeto asumía dentro de esa perspectiva.

Los hechos estéticos y su problemática quedarán así como es lógico «reducidos» –aunque no perentoriamente–, desde las coordenadas fenomenológicas, al interés que los objetos correspondientes despierten en tanto que catalizadores intencionales de los diversos procesos que los sujetos, frente a ellos, desarrollan.

En este sentido la Estética fenomenológica será prioritariamente de base objetivista, y a partir de tales posibilidades se atenderá a la descripción de la estructura de las obras, a la investigación de su relación de aparecer (Erscheinungsverhaltnis), así como al análisis del acto propio de la experiencia estética, coronándose el programa –según los casos– con un decantamiento ontológico (tácito o explícitamente formulado) y/o con una virtual dimensión axiológica.

Desde este contexto, en el que al término «fenomenología» subyace actualmente una noción genérica que indica no tanto –ni exclusivamente– un método sistemático como una amplia orientación, cabe encontrar también múltiples enlaces con otras modalidades de investigación.3 Pero al margen incluso de esta flexibilidad metodológica, que nos llevaría a rastrear y descubrir planteamientos de algún modo afines o conexiones diversas con otras opciones, justo es subrayar –por su propia significación– el peso específico de la nómina de pensadores que han accedido, desde las coordenadas fenomenológicas, al ámbito de la Estética, entre los que cabe destacar figuras como Moritz Geiger, Nicolai Harmann, Roman lngarden, Mikel Dufrenne, Guido Morpurgo Tagliabue o Dino Formaggio entre otros.4

A este respecto, la diversificada actividad filosófica de M. Dufrenne (París, 1910) se ha movido, con personal holgura y propia iniciativa, dentro del amplio marco general, ya indicado, constituido por los planteamientos fenomenológicos, aproximándose muy especialmente a lo que, cabría calificar –en el seno de la «fase francesa» de esta orientación del pensamiento– como opción existencial.

En efecto, entre la «fenomenología trascendental» específicamente husserliana y la actual «fenomenología hermenéutica», Dufrenne opta claramente por seguir más de cerca –aunque introduciendo oportunos recursos– las líneas establecidas a este fin por J. P. Sartre y M. Merleau-Ponty, admitiendo que si el quehacer fenomenológico consiste básicamente en la «descripción que apunta a una esencia, entendida esta, en sí misma, como significación inmanente al fenómeno y dada en él», sin embargo este descubrimiento de la esencia hay que conseguirlo paulatinamente «por un desvelamiento y no por un salto de lo conocido a lo desconocido. Debiendo aplicarse la fenomenología antes que nada a lo humano ya que la conciencia es conciencia de sí: y ahí radica el modelo del fenómeno, en el aparecer como aparecer del sentido en sí mismo».

Fiel a tal presupuesto existencial –aunque sin desdeñar otros supuestos complementarios como tendremos ocasión de constatar– M. Dufrenne ha centrado sus numerosas investigaciones principalmente en tres dominios (así como en sus mutuas intersecciones):

a) La Estética: Phénoménologie de l’expérience esthétique (1953), Le Poétique (1963), Esthétique et Philosophie (1967-1976), Art et Politique.

b) La antropologia filosófica: Karl Jaspers et la Philosophie de l’existence (1947),5La personnalité de base, un concept sociologique (1953), Pour l’homme: Essai (1968).

c) La filosofía del lenguaje: Language and Philosophy (1963).

Así como otra serie de obras como Jalons (1966), que recoge un conjunto de ensayos, La notion d’a priori (1959) o Subversion/Perversion (1977),6 lo que nos puede dar una idea aproximada de su personalidad filosófica.

Desde las coordenadas de este comentario introductorio hemos de ser conscientes de que el análisis del hecho artístico –entendido lato sensu como complejo proceso, condicionado interna y externamente por múltiples dimensiones y constituido por diversos elementos y subprocesos– se presenta ante el investigador como una ardua tarea interdisciplinar, que obliga a admitir, en consecuencia, como punto de partida insoslayable, la disparidad de enfoques que comporta, así como la posibilidad de ser asumido objetivamente desde muy distintas opciones metodológicas. En este sentido, es obvio constatar que objeto y método mutuamente se codeterminan y matizan.

En su estudio en torno a la experiencia estética, Mikel Dufrenne delimita puntualmente cuál va a ser el área abarcada por su singular descripción fenomenológica y cuál su objetivo fundamental. De hecho Dufrenne se marca como meta el desarrollo de una crítica de la experiencia estética, y en función de tal planteamiento irá presentándonos sistemáticamente los apartados necesarios que preceden –y conducen– al fin propuesto. Quizás aquí radique la auténtica clave de lectura –y de escritura– de este texto.

Dejando a un lado el problema de la instauración de la obra de arte –de la constitución del objeto artístico– y poniendo, en principio, toda su atención tanto sobre «el sentido» propio como sobre «las condiciones» que hacen posible el tipo de experiencia que el sujeto contemplador dialécticamente desarrolla, Dufrenne deberá abordar en la primera parte de su trabajo una minuciosa labor descriptiva para perfilar, de entrada, la noción misma de objeto estético, fenomenológicamente entendido,7 en relación a la obra de arte (así como los requisitos que su virtual ejecución o interpretación supone, su interrelación con el público y su concreta especificidad frente a otras categorías de objetos y seres) y además destacará asimismo dos cuestiones básicas y cruciales: «la mundanidad del objeto estético»y su propio estatuto existencial, es decir su particular «modo de ser».8

Sin embargo, para introducirse definitivamente en el estudio de la experiencia estética, necesitará abordar antes el análisis de la organización objetiva de la obra de arte en cuanto que totalidad estructurada y potencial instauradora de sentido. A ello dedicará la parte segunda del trabajo, «regresando» de la descripción del objeto estético a la obra, haciendo insistente hincapié en la correlación objeto/sujeto que subyace a la experiencia estética. Y partiendo a su vez de dos concretos estudios, uno en relación a la obra musical y otro referido a la obra pictórica (como prototipos respectivos de las artes temporales y espaciales) propone un perfil general de la estructura de la obra de arte, en la que distingue metodológicamente tres niveles: el del dato sensible, el del problema de la representación y el de la expresión.9

El análisis planteado por Dufrenne evidencia, desde sus propios esquemas, la importancia que concede a lo que podríamos denominar, utilizando los términos de R. Jakobson, la «función poética» de la obra,10 y que tanto ha sido tenida en cuenta avant la lettre, por la escuela semántica norteamericana.11 Así la apoteosis de lo sensible, la hipóstasis del significante, la autorreflexividad como autorreferencia o el valor presentativo de la obra son otros tantos rasgos convergentes que van siendo rastreados a partir de estrategias fenomenológicas como índices constitutivos de una particular axiología estética, que se irán luego incrustando progresivamente en una opción ontológica, de marcada raíz hegeliana.

Entre la realidad del «en-sí» y el funcional «para-nosotros», el objeto estético aparecerá no solo como un «en-sí-para-nosotros», sino como un «para-sí», con un sentido intrínseco, organicista, entitativo, que llevará a Dufrenne al juego metafórico de calificarlo de «cuasi objeto».

De este modo la clave metodológica se va paulatinamente desvelando: Mikel Dufrenne poniendo a punto la descripción fenomenológica avanza sus intenciones de desarrollar un análisis trascendental para abordar y penetrar finalmente, como colofón, en el ámbito de lo propiamente ontológico.

Cuando, en la tercera parte, se entra propiamente en la «fenomenología de la percepción estética», se arranca para su recapitulación de la división ya apuntada en el análisis de la estructura de la obra para ir paralelamente estudiando los correspondientes niveles experiencia/es: presencia, representación y reflexión.12

Por este camino se consigue correlacionar la experiencia estética con cada estrato –la estructura– de la obra. Dufrenne matiza así, con sorprendente maestría, conceptos como el de «imaginación» y el de «sentimiento» (además del fenómeno perceptivo y reflexivo) hasta llegar a la noción de profundidad en la que objeto y sujeto se refuerzan correlativamente dando lugar a la densidad e intensión estética de base antropológica y aspiraciones ontológicas,13 que nuevamente apuntan hacia el carácter organicista (cuasi-objeto) de la propia obra.

La experiencia estética supone a la vez, como condición y como rasgo delimitador, el mantenimiento, por parte del sujeto, de una determinada actitud estética, que Dufrenne diferenciará –definiéndola– de otras actitudes (de utilidad, de agradabilidad, de conocimiento, de volición o de amabilidad). Con ello se habrá concluido tanto el estudio del objeto como del sujeto y sus especificas correlaciones en el ámbito estético. Pero, sin embargo, faltará coronar el trabajo desde una perspectiva crítica, apelando a la posible constitución de una estética pura y al apuntalamiento de la significación ontológica de la experiencia estética.

Este será el objetivo de la cuarta y última parte del trabajo desarrollado por Dufrenne. El problema de los a priori14 toma en este contexto un giro muy especial: se trata de determinar los factores apriorísticos de la afectividad en cuanto que perfilan precisamente la relación sujeto/objeto. Y ello porque–en una triple determinación– el a priori es «en el objeto» lo que lo constituye como tal (por ello es constituyente); es «en el sujeto» lo que posibilita una cierta capacidad de abrirse al objeto y predeterminar así su aprehensión, hecho éste que de algún modo conforma al propio sujeto (por ello es existencial), y, a su vez, el mismo a priori puede ser objeto de conocimiento (también a priori).

Si, pues, el a priori califica conjuntamente al objeto y al sujeto, y especifica su reciprocidad, será posible determinar tales estructuraciones apriorísticas según las formas de relación desarrolladas entre el sujeto y el objeto.15

M. Dufrenne rastreará las formas a priori en los tres niveles ya apuntados en la estructura de la obra y en la fenomenología de la experiencia estética, es decir en la presencia, la representación y el sentimiento, cuando «a cada aspecto del objeto vivido, representado o sentido corresponda una actitud del sujeto en cuanto que viviente, pensante y sintiente». Con ello el alejamiento de los supuestos kantianos se evidencia y ensancha, diferenciando unas formaciones apriorísticas corporales (Merleau-Ponty), otras en relación a la representación, que determinan la posibilidad de un conocimiento (Kant), y, en tercer lugar, en conexión al sentimiento se hallarían los a priori afectivos, que abrirían un mundo vivido y sentido en la propia profundidad personal del sujeto.

Sobre todo ello apuntará la posibilidad de conforma una estética pura, que discierna y recensione tales a priori de la afectividad16 en cuanto categorización de la Estética.

Pero establecido el corpus apriorístico afectivo en la interconexión sujeto/objeto, Dufrenne decantará su significación y su alcance hacia el ámbito ontológico: «el a priori no puede ser a la vez una determinación del objeto y una determinación del sujeto a no ser que sea una propiedad del ser, anterior a la vez al sujeto y al objeto, haciendo precisamente posible la afinidad del sujeto y del objeto».17

De esta manera el dominio estético fundado en el nivel existencial del sujeto y en el cosmológico del objeto se corona con el nivel ontológico. El ámbito del ser asume así los esfuerzos de una metodología fenomenológica que atendiendo a la obra y a la experiencia estética, transita por las coordenadas categoriales–apriorísticas– para apuntar al desarrollo de una peculiar Ontoestética, cuando menos discutible, por el ambiguo e hipotético modo en que se desarrolla.

Sin embargo, justo es reconocer que el trabajo efectuado por Dufrenne consigue valiosas descripciones tanto en relación con el objeto estético como respecto a la experiencia y la actitud que lo hacen posible en la dialéctica comunicativa que se establece entre el sujeto contemplador y la obra. Este texto–ya clásico– supone, por tanto, en múltiples aspectos, un aporte fundamental en la historia del pensamiento estético contemporáneo. Y su versión castellana, se hacía –en este sentido– necesaria y obligatoria, al igual que sucede con otros muchos trabajos, también básicos para la Estética actual, que han sido y siguen siendo injustificadamente marginados.

Universitat de València-Estudi General, septiembre 2017

 

1. Cuaderno Teorema, 34, Colección Estética & Comunicación, Valencia, Universitat de València, 1979.

2. Los materiales de ambos seminarios se recogieron en Román de la Calle, Lineamientos de Estética, Valencia, Nau Llibres Editor, 1985. El el capítulo VI, «Teoría General del Hecho Artístico», en pp. 165-309.

3. Morpurgo Tagliabue, La Estética contemporánea, versión castellana de A. Pirk & R. Pochtar, ed. Losada, B. Aires 1971, p. 483.

4. Además de A. Banfi, W. Conrad o K. Jaspers, M. Heidegger, J. P. Sartre, y, en otras coordenadas diversas, M. Bense, S. C. Pepper o C. Piguet. Entre nosotros quizás Camón Aznar con El arte desde su esencia (Madrid, Espasa Calpe, 1968) sea el representante más destacado.

5. Trabajo realizado en colaboración con Paul Ricoeur.

6. Igualmente ha publicado numerosos ensayos en la Revue d’Esthétique, que codirige actualmente junto con Étienne Souriau y Olivier Revault d’Allonnes. Para una bibliografía más completa puede consultarse Vers une esthétique sans entrave, París, Union Générale d’Editions, col. 10/18, n.º 931, 1975, pp. 143 y ss., recogida por Lise Bovar. Se trata de una colección de textos de varios autores ofrecidos como homenaje a M. Dufrenne. También pueden consultarse: Maryvonne Saison (coord.), Mikel Dufrenne et les Arts, París, Univ. Paris Ouest, Departament Philosophie, col. Le Temps Philosophique, 1998. A. P. Pita, Expériencia estética como experiencia do mundo. A estética segundo Mikel Dufrenne, Porto, Campo de Letras, 1999. J. B. Dussert y Adnen Jdey (dirs.), Mikel Dufrenne et l’Esthétique. Entre Phénoménologie et Philosophie de la Nature, Rennes, PUR, 2016. El número 30 de la Revue d’Esthétique, bajo la coordinación de Dominique Noguez, Mikel Dufrenne. La vie, l’amour, la terre, 1997, es un homenaje a su obra y su personalidad.

7. Para una breve pero interesante puntualización, «paralela» a la de Dufrenne, puede consultarse la relación establecida por R. Ingarden entre objeto artístico y objeto estético. Cfr. «Artistic and Aesthetic Values», The British Journal of Aesthetics, vol. IV, n º 3, 1964, pp. 198-213. Existe versión castellana de S. Mastrángelo en ed. Fondo de Cultura Económica, México 1976, en el colectivo titulado Estética prologado y editado por Harold Osborne.

8. Las puntualizaciones que, frente a la fenomenología, realiza a este respecto E1. Gil son en Pintura y Realidad, versión castellana de M. Puentes, ed. Aguilar, Madrid 1961, pueden aclarar la presente problemática como contrapunto polémico.

9. Indudablemente la influencia de É. Souriau sobre los planteamientos de M. Dufrenne en relación a la estructura de la obra es digna de tenerse en cuenta. Cfr. La correspondencia de las artes, versión castellana de M. Nelken, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1965, parte tercera «Análisis existencial de la obra de arte»

10. Cfr. R. Jakobson Essais de linguistique générale, París, ed. Minuit,1963, cap. XI. Existe versión castellana homónima en dos volúmenes en ed. Seix Barral y Siglo XXI.

11. Figuras representativas a este respecto son S. Langer, W. Morris o Richards.

12. Si se recopilara en un cuadro la correspondiente relación de niveles podría quedar establecida la conexión en el siguiente sentido:

13. Pueden descubrirse los claros ecos de la «idoneidad formal subjetiva» kantiana hábilmente replanteados en un contexto y alcance diferentes

14. Cuestión que interesará ampliamente a Dufrenne ésta de los a priori. Cfr. además del texto de 1959 ya citado (La notion d’a priori) el trabajo precedente «Significations des apriori», en Bulletin de la Société Française de Philosophie, 1955.

15. Cfr. vol. 11, cap. 1 de la parte cuarta.

16. «Diremos que una cualidad afectiva es un a priori cuando, expresada por una obra, es constituyente del mundo del objeto es tético y, a la vez, sirviendo ello de verificación, puede ser captada –sentida– independientemente del mundo representado, de la misma forma en que Kant afirma que podemos concebir un espacio o un tiempo sin objeto», Ibid., epígrafe 3.º, cap. L, parte IV.

17. Ibid., vol. 11, parte cuarta, cap. 4.º, epígrafe 1.º.

Introducción

Experiencia estética y objeto estético

Emprender una reflexión sobre la experiencia estética puede parecer ambicioso, pero permítasenos precisar nuestro propósito e indicar sus límites. La experiencia estética que nosotros queremos describir –para hacer luego su análisis transcendental e intentar desprender su significación metafísica– es la del espectador, excluyendo la del propio artista. Ciertamente, hay una experiencia estética del artista; el examen del «hacer» artístico es frecuentemente la vía real de la estética. Muchas estéticas, y la clasificación de las artes que a veces proponen, están fundadas sobre una psicología de la creación. Así ocurre con la de Alain, en la cual el espectador desempeña si no la figura de creador, si al menos la de actor, como en el ritual, que ocupa el primer lugar entre las artes, ya que estas siempre tienen algo de ceremonia, y en la que incluso en las artes «solitarias», la catarsis que se opera en el espectador viene a ser una imagen de lo que es en el autor el beneficio de la creación.1 Muy especialmente las estéticas «operatorias», que han suplantado hoy en día a las estéticas «psicologistas», al considerar la obra, ponen el acento sobre lo que en ella es el resultado de un hacer, y están en guardia contra un análisis del sentir que siempre corre el riesgo de deslizarse hacia el psicologismo y de subordinar el esse de la obra a su percipi. Y, ciertamente, el estudio del hacer es una buena introducción a la estética: rinde tributo a la realidad de la obra y pone al descubierto los problemas importantes relativos a las relaciones de la técnica y del arte. Sin embargo, ella no está exenta tampoco de peligro: por una parte, en efecto, no ofrece una garantía absoluta contra la trampa del psicologismo; se puede extraviar en la evocación de la coyuntura histórica o de las circunstancias psicológicas de la creación. Por otra parte, al asimilar la experiencia estética a la del artista, tiende a subrayar ciertos rasgos de esta experiencia, exaltando por ejemplo una especie de voluntad de poder a expensas del recogimiento que sugiere por el contrario la contemplación estética.

No es por evitar estos peligros por lo que hemos elegido estudiar la experiencia del espectador, pues a nuestro propósito le esperan, como se verá, los peligros inversos. Y pensamos que un exhaust ivo estudio de la experiencia estética debería unir de todas formas las dos aproximaciones. Pues, si es cierto que el arte supone la iniciativa del artista, es verdad también que espera la consagración de un público. Y, en profundidad, la experiencia del creador y la del espectador no se dan sin comunicación: pues el artista se hace espectador de su obra a medida que la crea, y el espectador se asocia al artista al reconocer su actividad en la obra. Por esto, limitándonos a la experiencia del espectador, tendremos asimismo que evocar al autor; pero el autor del que trataremos es el que la obra revela y no el que históricamente la hizo; y el acto creador no es necesariamente el mismo según sea el que realizó el autor o el que el espectador imagina a través de la obra. Es más, si hay que ser un poco poeta para gustar de la poesía o comprender la pintura, nunca será de la misma manera que el poeta o que el pintor reales: crear y fruir la creación seguirán siendo dos comportamientos muy diferentes, y que quizá se encuentren muy raramente en un mismo individuo; penetrar a través de los entresijos de la obra en la intimidad del artista no es ser artista. Ciertamente, si «la estética», considerada un instante como lo «religioso» o lo «filosófico», es decir, como una categoría del espíritu absoluto a la manera de Hegel, se encarna, si una «vida estética» se realiza, parece que será preferentemente en ciertos artistas ejemplares antes que en individuos pertenecientes a un público anónimo. ¿Cómo comparar la prolongada pasión del creador y la mirada feliz que se posa solo un instante sobre su obra? Si el arte tiene una significación metafísica, prometeica o no, ¿no es acaso por el querer oscuro y triunfante del que inventa un mundo? Sin duda. Pero, primeramente, no es seguro que el poeta verdadero tenga el alma poética que se abre ante el lector: una estética de la creación habría de explicar que el genio puede habitar a veces en personalidades que la psicología autoriza a catalogar de mediocres y debería también justificar que el espíritu «sopla» donde quiere. Y una estética del espectador se ahorra al menos la decepción de saber que Gauguin era un borracho, que Schumann murió loco, que Rimbaud abandonó la poesía por ganar dinero, y que Claudel no comprendió su propia obra. En segundo lugar, si se puede rendir homenaje al acto del genio, encontrarle un valor ejemplar y a veces un sentido metafísico, es yendo desde su obra a su vida, y, por consiguiente, a condición de que su obra sea reconocida primero; son el consentimiento y el fervor del público los que salvan a Van Gogh de ser solamente un esquizofrénico, Verlaine un borracho, Proust un invertido vergonzoso y Genet un golfo. En tercer lugar, si la experiencia del espectador es menos espectacular, no es menos singular y decisiva. Paradójicamente, se puede decir que el espectador que tiene la responsabilidad de consagrar la obra, y a través de ella de salvar la verdad del autor, debe necesariamente adecuarse a esta obra más que el artista para hacerla. Para desarrollarse en el mundo de los hombres la «estética» debe movilizar tanto la vida estética del creador como la experiencia estética del espectador.

Desde luego ni remotamente pensamos en desacreditar el estudio de la primera; pero no puede confundirse con el estudio de la segunda; cualquiera que sea el interés que haya en confrontarlas, los objetos de estos dos estudios son diferentes, incluso aunque se impliquen mutuamente, es decir si el creador se dirige al espectador de su obra, e inversamente si el espectador comunica con el creador y participa de alguna manera en sus actos. Quizá por esto nos hemos creído autorizados a elegir, para su estudio, la experiencia del espectador sin entrar en la experiencia del artista. Una reflexión sobre el arte, sea como hecho sociológico, como hecho antropológico, o incluso como categoría del espíritu bajo una perspectiva hegeliana, tendrán sin duda que orientarse hacia la actividad creadora. Por el contrario, nos parece que la reflexión sobre la experiencia estética debe orientarse prioritariamente hacia la contemplación ejercida por el espectador ante el objeto estético; y en este sentido llamaremos en adelante experiencia estética a la experiencia del espectador, aunque sin pretender, digámoslo una vez más, sea la única.

Pero esta elección conduce a una dificultad particular. Hay que definir adecuadamente la experiencia estética a partir del objeto ante el que se gesta la experiencia estética y que nosotros denominaremos objeto estético. Ahora bien, para hacer a su vez referencia a este objeto, no podemos invocar a la obra de arte identificándola con el resultado de la actividad del artista; el objeto estético no puede definirse a sí mismo más que como correlato de la experiencia estética. ¿No vamos a caer con ello en una especie de círculo? Habrá que definir el objeto estético por la experiencia estética y la experiencia estética por el objeto estético. En este círculo se cataliza todo el problema de la relación objeto-sujeto. La fenomenología lo asume y lo nomina al definir la intencionalidad y describe asimismo la solidaridad de la noesis y del noema.2 Hay una significación antropológica que volveremos a encontrar constantemente al evocar la percepción estética: atestigua que el ámbito de lo sensible, exaltado por esta percepción, es, según una vieja fórmula, el acto común del sujeto que siente y de lo sentido, dicho de otra manera, que entre la cosa y el que la percibe hay un entente previo anterior a todo logos. Pero quizás esto no pueda ser justificado más que por una ontología como aquella por la que Hegel interpreta y reformula la filosofía transcendental de Kant: la conciencia que apunta al objeto es constituyente, pero a condición de que el objeto se preste a la constitución; la subsunción no es posible más que si se presupone una auto-constitución del objeto que comprende de algún modo al sujeto, siendo sujeto y objeto un momento de lo absoluto cuya finalidad así se atestigua; la pareja sujeto-objeto se constituye a sí misma, realizándose en beneficio de lo absoluto. Así se diría que la estética se realiza como momento de lo absoluto o como absoluto, y que al mismo tiempo aclara o hace presentir lo que es lo absoluto: la afinidad sujeto-objeto atestigua una unidad que es algo así como la sustancia spinozista puesta en movimiento, el ser-al-término-de-lasoposiciones en el que la idea y la cosa, el sujeto y el objeto, el noema y la noesis, están dialécticamente unidos. Pero este círculo, fuera de toda interpretación, tiene desde ahora para nosotros una doble incidencia, de doctrina y de método.

De doctrina, puesto que tendremos siempre que preguntarnos si el objeto estético, al estar unido a la percepción en la que aparece, se reduce a este aparecer o comporta un en-sí; tendremos que vérnoslas siempre con un idealismo o un psicologismo al acordarnos de que la percepción, estética o no, no crea un objeto nuevo, y que el objeto, en tanto que estéticamente percibido, no es diferente de la cosa objetivamente conocida o producida que solicita dicha percepción (esto es, en el darse, en el ocurrir, vamos a decirlo de una vez, de la obra de arte). En el interior de la experiencia estética que los une, se puede pues distinguir, para estudiarlos, el objeto y la percepción. Esta distinción aparece como legítima si se observa que la unidad del sujeto y del objeto no es un compuesto de naturaleza tal que sea reacio al análisis, y, más exactamente, si se tiene en cuenta que la intencionalidad que expresa esta unidad no excluye el realismo. Existe quizás un plano donde esta disociación no es posible, es aquel donde la reflexión fenomenológica desemboca en la reflexión absoluta a la manera de Hegel; donde se piensa la identidad de la conciencia y de su objeto, siendo conciencia y objeto dos momentos de la dialéctica del ser, inseparables y finalmente idénticos. Pero hay también otro plano donde la conciencia, en tanto que conciencia individual de un sujeto, capaz de atención, de saber y de diversas actitudes, surge al mundo, «llevada» por una individualidad, y se opone a este objeto: es aquí cuando el nivel transcendental se desliza hacia la antropología y cuando la fenomenología es una psicología sin psicologismo. Se puede pues considerar el sujeto aparte y a la conciencia como subjetiva, como modo de ser de ese sujeto; y el mismo objeto puede también ser tratado aparte. Pues la misma reflexión que descubre la relación del noema con la noesis, descubre también que esta relación se opera ya más acá de la conciencia, que es fundada en tanto que funda, y dotada de sentido a condición de que posea unos datos. Nosotros estamos en el mundo, y esto significa que la conciencia es principio de un mundo y que todo objeto se revela y se articula según la actitud que ella adopte y en la experiencia que incorpore, pero esto significa también que esta conciencia se despierta en un mundo ya arreglado donde se encuentra como heredera de una tradición, beneficiaria de una historia, y donde afronta por sí misma una nueva historia. Por lo tanto, la conciencia justifica así una antropología que muestre cómo se adapta a unos datos naturales o culturales, aunque tales datos no tengan sentido transcendentalmente más que en relación a ella. La conciencia constituyente es a la vez también una conciencia natural. Y esto porque: 1.º Se la puede describir en su advenimiento y en su génesis; 2.º Se puede presuponer su objeto y tratar del objeto antes que de la conciencia, aunque no haya objeto más que para una conciencia. Autoriza a ello también el hecho mismo de la inter-subjetividad que está en la raíz de la historia y que tiene su equivalente antropológico en lo que Comte llama la humanidad: hay siempre alguien para quien el objeto es objeto; yo puedo hablar del objeto que está delante de otro porque este objeto es tal ya para mí, o inversamente. En este sentido, si el objeto se presupone, si siempre es algo ya dado, la conciencia también se presupone, y está siempre ya presente. De esta forma el objeto es siempre relativo a la conciencia, a una conciencia, y esto es así precisamente por ser la conciencia siempre relativa al objeto, viniendo al mundo en una historia en la que es múltiple, donde la conciencia cruza la conciencia al reencontrar el objeto. Se puede pues distinguir entre objeto estético y percepción estética. Pero entonces, ¿cómo definir el objeto estético, y qué orden instituir entre los dos momentos del estudio?

Esto plantea un problema de método. Si se parte de la percepción estética, se está tentado a subordinar el objeto estético a dicha percepción. Y se acaba entonces por conferir un sentido lato al objeto estético: es estético todo objeto que sea «estetizado» por una experiencia estética cualquiera; y por ejemplo se podría llamar objeto estético a la imagen, si es que la hay, que el artista se hace de su obra antes de haberla emprendido, a condición solamente de que se precise que se trata entonces de un objeto estético imaginario. Se podría igualmente extender el término a objetos del mundo natural: cuando hablamos de lo bello en la naturaleza se hace siempre en este sentido: la relación existente entre un pino y un arce que Claudel descubre en un camino japonés, una silueta inmovilizada un instante por la mirada, el paisaje contemplado al finalizar una escalada… son objetos estéticos con el mismo título que un monumento o una sonata. Pero la definición de experiencia estética carece entonces de rigor, porque no introducimos en tal definición del objeto estético suficiente precisión. ¿Y cómo conseguirlo? Subordinando la experiencia al objeto en lugar de subordinar el objeto a la experiencia, y definiendo el objeto mismo por la obra de arte.

Esta es la vía que nosotros vamos a tomar, y rápidamente veremos lo que ganamos con ello: porque la presencia de las obras de arte, y la autenticidad de las más perfectas, es algo que nadie discute, y el objeto estético, si se le define en función de ellas, será fácilmente determinable; y a la vez, la experiencia estética que se describirá será ejemplar, preservada de las impurezas que posiblemente se insinúen en la percepción de un objeto estético perteneciente al mundo natural, como cuando, al contemplar un paisaje alpino, se mezclan las impresiones agradables suscitadas por la frescura del aire y el perfume del heno, el placer de la soledad, el gozo de la escalada o el vivo sentimiento de libertad. Pero se puede también lamentar que el examen del objeto estético natural se vea siempre postergado. Creemos sin embargo que hemos elegido un buen método porque la experiencia tenida ante una obra de arte es seguramente la más pura y quizás también históricamente la primera, y además porque la posibilidad de una «estetización» de la naturaleza plantea, a una fenomenología de la experiencia estética, problemas a la vez psicológicos y cosmológicos que corren el riesgo de desbordarla. Por esto nos reservamos su estudio para un trabajo ulterior.

Partiremos, pues, del objeto estético y lo definiremos arrancando de la obra de arte. En rigor estamos autorizados a ello por cuanto acabamos de decir: la correlación del objeto y del acto que lo capta no subordina el objeto a este acto; se puede pues determinar el objeto estético considerando la obra de arte como una cosa del mundo, independientemente del acto que la refrenda. ¿Quiere esto decir que deberemos identificar objeto estético y obra de arte? No exactamente. Primero, por una razón de hecho: la obra de arte no agota todo el campo de los objetos estéticos; no define más que un sector privilegiado, desde luego, pero restringido. Y además por una razón de derecho: el objeto estético no se puede definir más que con referencia, al menos implícita, a la experiencia estética, mientras que la obra de arte se define al margen de esta experiencia y como aquello que la provoca. Los dos son idénticos en la medida en que la experiencia estética apunta y alcanza precisamente al objeto que la provoca; y en ningún caso hay que poner entre ellas la diferencia existente entre una cosa ideal y una cosa real, bajo pena de caer en el psicologismo desestimado por la teoría de la intencionalidad: el objeto estético está en la conciencia como no estándolo, e inversamente la obra de arte no está fuera de la conciencia, en cuanto que cosa entre las cosas, más que como referida siempre a una conciencia. Pero sin embargo un matiz los separa, que nuestro estudio deberá respetar (y que se esclarecerá por otro lado en las artes donde la creación exige una ejecución): los dos son noemas que tienen el mismo contenido, pero difieren en que la noesis es distinta: la obra de arte, en tanto que está en el mundo, puede ser captada en una percepción que descuida su cualidad estética, como cuando en un espectáculo no estoy atento, o cuando se busca comprenderla y justificarla en lugar de «sentirla», como puede hacer el crítico de arte. El objeto estético es, por el contrario, el objeto estéticamente percibido, es decir percibido en tanto que estético. Y esto marca la diferencia: el objeto estético es la obra de arte percibida en tanto que obra de arte, la obra de arte que obtiene la percepción que solicita y que merece, y que se realiza en la conciencia dócil del espectador; dicho brevemente, es la obra de arte en tanto que percibida. Y es así como tendremos que definir su estatus ontológico. La percepción estética fundamenta el objeto estético, pero reconociendo su derecho, es decir sometiéndose a él; de algún modo podemos decir que lo completa pero que no lo crea. Percibir estéticamente, es percibir fielmente; la percepción es una tarea, pues hay percepciones torpes que deforman el objeto estético, y solo una percepción adecuada puede realizar su cualidad estética. Por esto, cuando nosotros analicemos la experiencia estética, presupondremos una percepción adecuada: la fenomenología será implícitamente una deontología. Pero presuponemos también la existencia de la obra de arte que requiere esta correcta percepción. Así podemos salir del circulo donde nos encierra la correlación del objeto estético y de la experiencia estética. Pero salimos de él solo a condición, no lo olvidemos, de definir antes que nada, el objeto como objeto para la percepción, y la percepción como percepción de ese objeto (lo que, por otra parte, nos obligará a redundancias, y también a desarrollar muy particularmente las dos primeras partes de este trabajo, que tratan sobre el objeto estético y sobre la obra de arte).

Otra cuestión se nos va a presentar en este trayecto. Pero, en principio, la dificultad que nos detuvo se puede expresar de otro modo. Al decidir romper el círculo donde nos encierra la correlación del objeto y de la percepción estética, tomando la obra de arte como punto de partida de nuestra reflexión para reencontrar a partir de ella el objeto estético, y en consecuencia la percepción estética, estamos recurriendo a lo empírico y a la historia: ¿no se da ahí un saltus mortalis para un análisis pretendidamente eidético? No lo creemos. Max Scheler nos enseña que las esencias morales se descubren históricamente sin ser, sin embargo, totalmente relativas a la historia. ¿No ocurre lo mismo con la esencia de la experiencia estética? Ciertamente, la fenomenología no puede recusar el hecho que aporta la antropología al mostrar el advenimiento de la conciencia estética en el mundo cultural; antes bien la justifica cuando demuestra que el sujeto está unido al objeto, no solamente para constituirlo, sino para constituirse. La experiencia estética se cumple en un mundo cultural donde se ofrecen las obras de arte y en donde se nos enseña a reconocerlas y a fruir de ellas: sabemos que ciertos objetos «se acogen» a nosotros y esperan que les rindamos justicia. No es posible ignorar las condiciones empíricas de la experiencia estética, como tampoco aquellas a las que está sometido el desarrollo del pensamiento lógico de la ciencia o de la filosofía. Hay pues que retornar a lo empírico para saber cómo se realiza de hecho la experiencia estética.

La historia es para la humanidad ese «he ahí» que se hunde hacia la prehistoria, como lo es para el individuo el oscuro enigma de su nacimiento que atestigua que estamos en el mundo porque hemos venido a él. Y así es como la obra de arte está ya ahí, solicitando la experiencia del objeto estético, y proponiéndose, como tal, a nuestra reflexión en punto de partida. Pero la historicidad de la producción artística, la diversidad de las formas de arte o la de los juicios del gusto no implican sin más un relativismo ruinoso para una eidética del arte como tampoco la historicidad del ethos lo implica en Scheler para una eidética de los valores morales. Que el arte se encarne en múltiples facetas atestigua la potencia que hay en él, la voluntad de realizarse; y esto debe estimular y no desconcertar la «comprehensión». Nosotros lo sabemos muy bien hoy en día, ahora, cuando los museos acogen y consagran todos los estilos, y el arte contemporáneo persigue y busca sus más extremas posibilidades.

Parece en efecto que la reflexión estética se encuentra hoy en un momento privilegiado de la historia: un momento en el cual el arte se expande. La muerte del arte que anunciaba Hegel, consecutiva en el fondo, para él, de la muerte de Dios y del advenimiento del saber absoluto, significa quizás la resurrección de un arte auténtico que no tiene otra cosa que decir más que mostrarse a sí mismo. Puede incluso que la experiencia estética, tal como nosotros intentaremos describirla, sea en la historia un descubrimiento reciente; se sabe, y nosotros lo recordaremos que Malraux se hizo el campeón de esta idea: el objeto estético, en la medida que es solidario de esta experiencia, e incluso aunque la obra sea muy antigua, aparecerá en nuestro universo como un astro nuevo; hoy nuestra mirada, liberada al fin, es capaz de rendir a las obras del pasado el homenaje que sus contemporáneos no habían sabido dedicarles, y de convertirlas en objetos estéticos. No podemos ignorar esta idea ni dejar de practicarla. Después de todo, lo que se puede decir de la experiencia estética en una época que ha descubierto los estilos primitivos y que ha atravesado el surrealismo, la pintura abstracta y la música atonal, quizás sea más válido que lo que al respecto podía decir Baudelaire en la época de Baudry y de Meissonier. (Baudelaire, que sin embargo no se equivocaba: que sabía exaltar a Delacroix y Daumier y no se engañaba sobre Ingres y el rafaelismo.) Y, en todo caso, es necesario que interpretemos el papel que la historia nos impone, participando en la cons-ciencia estética de nuestro tiempo. De la misma forma que el homo aestheticus es precisamente en la historia donde se encuentra frente a las obras de arte, así también nuestra reflexión se sitúa en la historia donde se topa ya con un cierto concepto y un determinado uso del arte. Pero se dirá que esta reflexión, así solicitada por la historia, se encuentra, a su vez cargada por ello de relativismo. Sin embargo, aunque la experiencia estética haya sido una invención reciente, una cierta esencia tiende a manifestarse en ella, y nosotros tenemos que esclarecerla. Lo que nosotros descubrimos en la historia, y gracias a ella, no es histórico en su totalidad: el arte mismo nos convence de ello, ya que es un lenguaje más universal posiblemente que el discurso racional, esforzándose en negar el tiempo donde perecen las civilizaciones. En nombre de una elucidación eidética, e incluso aunque esta no sea posible más que gracias a la historia, nosotros podemos juzgar la historia, o al menos ampliar su alcance y mostrar que el fenómeno del arte ha podido manifestarse fuera de los límites históricos en los cuales se le ha circunscrito, en principio, para definirlo y que se ha podido esbozar gracias a un cierto estado histórico de la reflexión. Así puede ser que veamos que la experiencia estética no es totalmente una invención del siglo XX, como tampoco, según una célebre frase, el amor no es una invención del siglo XII; puede haber sido provocada a lo largo del tiempo por obras de arte muy diferentes, pero tiende siempre a realizar una forma ejemplar.

De esta manera nuestra investigación puede encaminarse hacia una ontología del arte que solo nos limitaremos desde luego a evocar al final. Y esto es a lo que viene a parar cualquier tipo de reflexión sobre la historia cuando se admite que las esencias se descubren en ella. Pues, si la historia es el lugar de su aparición, ¿no lo es también de su cumplimiento? Y consecuentemente ¿acaso, en lugar de ser principio de relatividad, no es la historia servidora de lo absoluto? ¿No viene a ser el medio por el cual se realiza la verdad del arte y de la experiencia estética, que en sí misma no es histórica? ¿No hay que hablar del arte como de una especie de absoluto que suscita a la vez tanto a los artistas y a su público, como a las obras y las percepciones que les rinden justicia? La experiencia estética gracias a la cual pensamos descubrir el arte ¿no es acaso el acto del arte en nosotros, y el efecto de una especie de inspiración, paralela a la que embarga al artista?

Pero nuestro propósito es más modesto. Si nos referimos a lo empírico es, ante todo, para encontrar ahí un punto de partida para un estudio fenomenológico, ya que conviene distinguir lo que pertenece al objeto y lo que pertenece al sujeto. Partimos pues de esto, que por una parte hay obras de arte y, por otra, actitudes frente a estas obras de arte. Pero una dificultad, a la cual la historia no es extraña, nos detiene rápidamente: ¿Cómo elegir entre la multiplicidad que nos es ofrecida? Un primer problema se nos presenta debido a la diversidad de las artes. ¿No tendremos que pararnos para poner ahí al menos algo de orden? La clasificación de las artes, es, en efecto, una de las tareas comúnmente reivindicadas por el teórico de la estética.

Nosotros no la asumiremos, sin embargo, porque nuestro propósito es definir la experiencia estética en general, y por consiguiente insistir sobre lo que hay de común en todo arte. Se nos podría objetar que la diferencia de las artes es tal que no se puede hacer abstracción de ello, so pena de extraviarnos en generalidades insignificantes. Y ciertamente, habremos de tener en cuenta estas diferencias todas las veces que hayamos de analizar un cierto objeto o una cierta experiencia estética, partiendo para ello de una obra de arte determinada: una reflexión centrada en el arte no puede ir muy lejos sin introducir una clasificación de las artes. Pero una reflexión sobre la experiencia estética, incluso si se parte de la realidad empírica de las obras de arte, posiblemente gane no insistiendo sobre su diversidad para desentrañar, no tanto lo que hay de común entre ellas, sino lo que hay de esencial en esta experiencia; solamente cuando tengamos alguna idea de tal esencialidad podremos bosquejar la investigación de las estructuras comunes en las obras de las diversas artes (lo que podría introducir ulteriormente, por rebote, un análisis de sus diferencias). Si hay una unidad de las artes, si sociológicamente el arte puede ser considerado como una institución autónoma, y si, posiblemente, en el seno del consensus