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Este ensayo toma elementos de dos narrativas populares argentinas, como han sido –y siguen siendo– Los Redondos y el peronismo. Ninguno de estos dos fenómenos pretende ser explicado aquí. El autor se ha apoyado en aquellas experiencias a fines de sentarse a charlar con personas de su agrado, cuyos nombres y pensamientos irán apareciendo en los sucesivos episodios del libro. Se hablará de la fiesta y de lo salvaje, pero también del trabajo y el tiempo de ocio, del arte y la política, de la confianza en el prójimo, las familias hospitalarias y las formas de ser felices que tenemos a mano. Se invita al lector, con todo cariño, a sacar sus propias conclusiones.
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Seitenzahl: 258
Veröffentlichungsjahr: 2023
FACUNDO BAÑOS
Baños, FacundoFiesta salvaje / Facundo Baños. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4419-3
1. Ensayo. I. Título.CDD A864
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Primera parte
Nuestro Oktubre
Las cáscaras de la ceremonia
El artista y el albañil
Segunda parte
Camila
El ovillo y el galpón
El ancla
Tercera parte
Olavarría
El aula y el aljibe
La tribu de mi calle
Epílogo
Digámosle Patricio Rey
Dedicado a ese piberío que fuimos en los noventa.
Y en el dos mil también.
Para Tomás
Y su elemento azul
Medio piantavotos el nombre del libro, ¿no? Capaz que si le entraba por otro lado, con un poco de carpa, enganchaba algo más de pique. Esto de la fiesta salvaje, qué sé yo, ¿qué va a pensar la gente, si le venimos a hablar de una “fiesta salvaje”? Suena brusco. Es cierto. Pero, dicen que si te sacan la curita de un tirón casi que ni la sentís. Tal vez es mejor que algunas cosas se sepan de entrada.
Okey, y ya que estamos en confianza, los que no huyeron despavoridos con este título, vamos a preguntarnos otra vez: ¿A qué nos suena esto de la fiesta salvaje? Puede que nos sintamos algo inseguros con una imagen así. Puede que nos gruña la jauría del desorden.
Algo de eso hay: algo de desorden, también algo de jauría y algo del desvelo. Pero, también hay algo de buscarle el sentido a las cosas. Difícil renunciar a encontrarle el sentido a la vida, siendo humanos y frágiles como somos.
¿No fue Cerati el que dijo que del caos podemos sacar belleza? Bien, Gustavo. Y no solo belleza podemos sacar del caos, sino también un orden, incluso una mirada del mundo. Todo eso se construye y se reafirma cada vez que se producen ciertos encuentros rituales. Lo salvaje es una parte de lo humano: lo salvaje, lo silvestre, lo que no está preformateado sino que se va haciendo mientras transcurre. Puede que esto le insufle temor a personas sobre-domesticadas, y más si esa salvajada se expresa en un marco tumultuoso.
No importa si se trata de algún asunto del arte o de la política. El caos habita en los gentíos que se han formado, y bueno sería que se desarticulen tan pronto como sea posible, para que estas almas alborotadas puedan reponer algo de paz a sus estructuras mentales.
“Ahí estaban. Como queriendo mostrar todo su poder, para quenadiedudaradesuexistencia.Ahíestaban,portodalaciudad, pululando en grupos que parecían el mismo grupo multiplicado por centenares. Los mirábamos desde la vereda, con un sentimiento parecido a la compasión. ¿De dónde salían, tantos y tan diferentes a nosotros? ¿Venían de a pie, desde esos suburbios cuyos nombres parecían componer una vaga geografía desconocida?”.
Félix Luna plasmó en uno de sus textos esa incredulidad que atravesó el pecho de una sociedad hegemónica que él mismo integraba, cuando estalló el 17 de Octubre de 1945. “Habíamosestadomoviéndonosenunmapaconocido,familiar. Todo nos era lógico y nuestras creencias se reafirmaban. Pero ese día, cuando vislumbramos las columnas de rostros anónimos color tierra, sentimos vacilar algo que hastaallí había sido inconmovible”, agregaba, apesadumbrado, el historiador.
El porteño blanco, inquieto por el murmullo que llegaba de la calle, se asomó al balcón y desde las alturas asistió al tsunami que arrasaba con su ciudad, incrustándose indecentemente en sus costumbres y puntos de vista.
Otra Argentina, invisible e históricamente negada, había tomado en su puño el espacio público de una ciudad que no le pertenecía, y así, con su ajenidad a flor de piel, se fue a instalar a la Plaza de Mayo, exigiendo la liberación de un hombre y consagrándolo, de un tirón, como líder político de todo lo suyo.
¿Qué verían, aquellos, acodados en la baranda de sus balcones? ¿Qué pensarían sobre eso que veían?
A Daniel James no le intrigaba tanto la percepción de los de arriba, sino cómo fue que encendió tan rápido la yesca del peronismo, por qué esa chispa salpicada se hizo incendio en los laburantes de nuestro país, y no otras que en vano habían estado relampagueando. En su libro, Resistencia e integración, el autor intenta responder esta pregunta. Cuando explota el 17 de Octubre, el socialismo vernáculo ya tenía un par de décadas queriendo erigirse como el espacio rector de los obreros argentinos, por eso no es de extrañar la rabia derramada en los renglones de La Vanguardia luego de haber visto cómo esos hombres refrescaban sus pies en la fuente de la Plaza de Mayo. “No por mucho madrugar, amanece más temprano”: todavía faltaban 35 años para que Kubrick rodara El resplandor, pero los camaradas bien pudieron titular alguna de sus crónicas con el célebre refrán.
El brote callejero de ese mundo subterráneo, que voló por los aires las tapas de las alcantarillas y paralizó el corazón de la gente que andaba regia por sus veredas, generó instantáneamente un efecto repulsivo que se convertiría en la huella indeleble del país. Cuando se tuvieron frente a frente esas dos humanidades, se supieron irreconciliables. Fue odio a primera vista. De las entrañas de la tierra emergió esa incómoda certeza de que nunca más habría paz en este suelo. Fue como la conquista de América, pero invertida: fue como si nuestros indios hubieran desembarcado de golpe en el puerto blanco de alguna España, con un empuje desenfadado, demoliendo la fe de ciudadanos inertes que ya no harían a tiempo de desenfundar ninguna espada.
Pero, con el correr del día, y a pesar de esa parálisis visual que sufrían los nativos en su balcón, quedó claro que el desembarco del 17 de Octubre en la madrileña Buenos Aires no barajaba matanza alguna y ni siquiera una invasión indefinida de tan refinada ciudad. Lo que hubo, en tal caso, fue la prueba contundente de que las calles no tienen dueño, y de que en un pestañear puede venirse la crecida obrera desde los barrios del sur, esa vaga geografía que Don Luna y sus amigos no habían tenido el gusto de conocer.
En el amanecer del 18, las tapas de los periódicos reflejaban la obscenidad de una jornada que había culminado al borde de la medianoche, cuando Juan Perón le habló a la multitud desde la Casa Rosada.
¿Quiénes eran esos, que cubrían con sus cuerpos el centro de la ciudad y que no parecían dispuestos a evacuarlo hasta escuchar a su líder? ¿Cómo se suponía que había que llamarlos? Hay, en ciertos ámbitos, una persistencia de ese interrogante. Es curioso, porque aquella noche Perón se paró frente al micrófono, alzó ambas manos para saludar a la marea fervorosa y la primera de sus palabras barrió con todas las conjeturas acerca de quiénes eran los de la plaza. “Trabajadores”, dijo, como quien se dispone a escribir una carta y ya colocó los dos puntos.
Al día siguiente, decíamos, los periódicos de tirada nacional describían esta movilización del 17 con palabras que oscilaban entre el asombro y el desprecio. Pero, no solo las páginas de la prensa hegemónica expresaban su rechazo a tamaña muestra de fuerza de la clase trabajadora. La Vanguardia, el pasquín socialista, se acoplaba con rencor y desconcierto al repudio mediático, ante la evidencia del incendio que se había desatado a sus espaldas. “¿Qué obrero argentino marcharía por sus derechos, como si fuera un desfilede carnaval?”, se preguntaban los escribas del chispero descompuesto.
No hizo falta más que un puñado de horas, consumada la contundente apropiación del espacio público que habían protagonizado los trabajadores, para que el arco de las fuerzas políticas que solía proclamarse favorable a sus intereses hiciera su magra lectura de los hechos y su posterior posicionamiento trágico frente a la historia. Decían que los trabajadores dignos no marchan así, tan sueltos de cuerpo. No eran esos auténticos obreros, alumbraban, desde sus escritorios. Eran, en todo caso, los “nuevos demonios populares” que habría que combatir.
“Trabajadores”, decía Perón, y en su decir los constituía. Los guiaba amorosamente para que ellos mismos se vieran de esa manera. La década infame había desgarrado el tejido social de los argentinos, y el pueblo obrero apagado recién vislumbraría en Perón la posibilidad de volver a encenderse.
“Trabajadores”, decía Perón, y era como si de repente todos pudieran verse desde el balcón. Se consagraba como líder político, pero también como narrador de todo lo que veía. No existían las imágenes aéreas en 1945 ni había posters vendiéndose en las esquinas. Lo que había era un hombre contándoles a los suyos cómo los apreciaba desde la altura. La multitud atenta oía sus payadas, y oyéndolo comprendía la potencia que tenía. Lo que hacía Perón era dotarlos de su perspectiva. ¿Ven? Alguien lo tiene que hacer: uno de los nuestros debe pararse en ese lugar y desde allí contarnos cómo nos ve. Es así como nos formamos alguna idea sobre quiénes somos en verdad, los que no tenemos un balcón-espejo al que salirnos a mirar.
Caída la noche, regresaban a sus casas en colectivo o a pie, pero llevándose consigo sus posters imaginarios. Mientras conciliaban el sueño, esa vez, probablemente hayan sentido un mosquito zumbándoles al oído: “Trabajadores, trabajadores, trabajadores”. Dice James: “Lo que venía siendo callado y soportado en el plano de lo privado, ahora podía enunciarsepúblicamente. No solo eso, sino que el Estado lo fomentaba y motorizaba”. La propuesta política del peronismo lo condujo al poder en 1946. En el fondo, era sencilla: que los trabajadores repusieran colectivamente su autoestima y se dispusieran a constituirse como fuerza social. Su organización se consolidaría en el sindicato, y tendrían en el Estado un aliado político de quien poderse fiar.
Eran pacíficas las marchas de los trabajadores organizados, en tanto que les bastaba ocupar el espacio con la contundencia que imponía su presencia, plantándose como un factor de presión y marcando la cancha desde el respeto. Más que ejecutar manifestaciones de violencia, durante mucho tiempo resultó suficiente el desprendimiento de una celebración, ratificando la integridad de clase e izando, en actos poco solemnes, su conciencia colectiva.
Ustedes no me van a dejar mentir: algo similar pasaba, cada vez que nos volvíamos a encontrar en esos fogones multitudinarios que eran los recitales del Indio. Reinaba una sensación de sitio ganado y los que participábamos de las ceremonias nos habíamos desprendido de la necesidad tosca de andar enseñando quiénes éramos, a gente que nos miraba por arriba del hombro. Todo lo que hacíamos era tomar el espacio público por un par de días y tender ahí el mantel de nuestras cositas. Muy en son de paz. Un pueblo quedaba de golpe a nuestra merced, ajeno a la fiesta derramada, y eso que ocurría era alimento para nuestro espíritu.
Cuando la correlación de fuerzas es evidente, cuando todos entendemos -ellos y nosotros- que el asunto está en nuestro puño y que, si se nos chifla el moño, podríamos tomar por asalto cualquier banco, pizzería o dependencia estatal, ahí se relaja la cosa. Ahí podemos entablar con los vecinos de cada lugar una relación más amorosa. Al menos con los que se atreven a arrimársenos y constatan que no era tan cierto, lo que de nosotros se andaba diciendo por ahí.
Claro, los tiempos cambian. La mansedumbre de la clase trabajadora durante el peronismo duró lo que duró el peronismo, y algo parecido -en el plano de lo simbólico- nos pasó a fines de 2015, cuando un gobierno de raíz popular debió desalojar la Casa Rosada, frente al triunfo en las urnas de una fuerza política que se presentaba como la nueva derecha. Todos atesoramos el show tandilense que llegó un par de meses después, y recordamos particularmente su herético arranque: “Mucha tropariendoenlascalles,consusmuecasrotascromadas”.El Indio tenía cosas para decir y lo hizo como siempre: con sus canciones.
Si la mera correlación de fuerzas había sido, hasta ahí, buen alimento para nuestros pensamientos, emergían nuevas inquietudes sobre qué tanto nos saciaríamos en el tiempo que se vislumbraba. Habíamos mudado de piel unas cuantas veces como público, y nada hacía pensar que no pudiéramos volver a reinventarnos. El problema era que habíamos crecido demasiado. Éramos un monstruo de mil cabezas y no iban a poder decapitarnos de a uno. Tendrían que asestarnos una daga al corazón, si lo que querían era dormirnos de una vez y para siempre. Faltaba poco para Olavarría, y a las casualidades de este mundo alguna explicación les solemos encontrar.
En más de una entrevista expresó el Indio su incomodidad, respecto de los intentos de vincular a los artistas de modo orgánico con las estructuras político-partidarias. En algún momento indefinido entre el kirchnerismo y el macrismo, comenzó a emplearse con frecuencia la noción del “artista militante”, y se disparó el debate sobre los encuentros y desencuentros que podían caber en ese baúl. Me da pereza googlearlo, pero recuerdo la expresión que él usaba para sentar postura: “Soyunfrancotirador”, decía, intentando explicar que su trabajo de compositor le exigía mantenerse equidistante del caldo que se cuece en la calle y las instituciones.
Acá, sin embargo, me atrevo a reciclar la pregunta: ¿qué tan distintos son, el político y el artista que observan desde la altura lo que en el llano acontece? Insinuábamos antes que uno de los nuestros tiene que cumplir el rol político de liderar. El horizonte asambleario ha demostrado su esterilidad a la hora de resolver una comunidad. Y no hay secretos en esto de liderar: nomás se trata de ponerse de frente y construir colectivamente una confianza; se trata de que el encumbrado menosprecie su lugar, sabiéndose de los nuestros; se trata de mirar a los ojos y de saber un lenguaje que sea capaz de encontrarnos en las historias que se nos cuentan. Se trata de encender, en la memoria de los de abajo, el fulgor que solo luce mirándolo desde arriba. Un par de sienes ardientes que son todo el tesoro.
Si siguen leyendo, pronto se encontrarán con Ricardo Talento renegando de cómo se dice, de la política, que es la mera administración de lo que hay a mano. Lo dirá más o menos así: “Hacer política no puede ser algo de lo que cualquiera sea capaz”. El teatrero de Barracas se pondrá en el lugar de los compañeros nuestros que trabajan en las alturas y manifestará que deben ser mujeres y hombres capaces de imaginar un mundo diferente a éste que habitamos. Esas son, al menos, sus expectativas: las que lo condujeron a la reflexión de que arte y política no debieran, en definitiva, ser asuntos tan distintos.
Miren la obra de Carpani. Hurguen entre sus pinturas y presten atención a esa hilera interminable de nudillos en las manos de sus obreros. Imaginaba un hombre que no existe, con una fuerza superior, con dios metido en el puño, y contaba una historia. Si los muchachos del Partido Socialista no supieron encender la chispa en la retina de las familias trabajadoras, como haría luego Perón, quizás haya sido por una incapacidad de desatar un diálogo narrativo que los hermane con ellas. No es trabajo de cualquiera sostener en el aire una vela ardiente y custodiar el fuego de las palabras, hasta encontrar refugio en el pensamiento multitudinario.
Hay algo de los recitales de Huracán que tiene que ver con esto. Es un momento del show, que cada vez que lo miro vuelve a llamarme la atención. Los noventa ya habían mostrado la hilacha y todos sabíamos más o menos de qué iba la cosa. Los Redondos habían explotado en los nervios de los pibes y cada vez que tocaban era el preludio de una convulsión, en los márgenes del recinto. Cordobazos a domicilio, en cualquier rincón del país. Huracán, por otra parte, es un punto altísimo de la banda, en virtud de cómo sonaban en vivo sus canciones, pero también de la vitalidad que se ve en los dos referentes arriba del escenario. El Indio, parado con aplomo frente al micrófono, saca la voz con soltura y deja ver el goce de cantar. Ese chabón de 45 años, de cara a su público hirviente, está ahí para llevarse el mundo por delante.
Pero, yo hablé de un momento particular del show, que es cuando se mete en la última estrofa de El pibe de los astilleros. Si algo caracteriza a la lírica de Solari, es la producción de frases que parecen destinadas a perdurar en el imaginario popular. Y ahí, cuando dice eso de que “ciertosreyesnoviajanen camello”, hace un barrido con sus manos señalando a toda la gente, diciéndole con el cuerpo lo que no dice la canción: que son ellos, que somos nosotros, los que andamos al tranco del amor, los que tenemos las agallas de imaginarnos un mundo diferente y traerlo de los pelos. Que somos nosotros, nosotras, los que tenemos la fuerza de la convicción, para plantarnos cada vez que nos tengamos que plantar, y para azuzar a los tibios que solo están de paso por aquí. “Al rebaño y su temor”, dice el final de la canción, y el Indio señala más allá de las tribunas, con el asco en la cara y el desenfreno de su voz.
No interesa de qué va la letra. Lo que digo es que ahí está el Indio en estado puro, sosteniendo con firmeza la vela ardiente y custodiando con vigor el fuego de sus palabras.
El libro de Daniel James rescata el “realismo plebeyo” de los discursos de Perón. El tipo decía lo suyo desde el balcón y abajo todo el mundo entendía de qué estaba hablando. Y, si resonaba lo que decía, era justamente por tratarse de cuestiones que resultaban familiares, “sin apelar a un tono didáctico ni a promesas de revolución”. La gente humilde de todas partes ya había oído hablar demasiado sobre cómo cambiarían las cosas, tras un tiempo de luchas que ellos mismos debían encarnar. El tiempo del peronismo era ya. “El futuro ya llegó”, bien pudo haber dicho el General en alguna de sus prédicas, pues, viéndola desde aquí, eso nos marca la historia: que un día, en esta tierra, las cosas empezaron a ser de otra manera. Que no hizo falta que cayera ningún rayo fulminante, para que la mayoría de los nuestros mejorara sobradamente su calidad de vida.
El trabajador no hizo otra cosa que no fuera seguir trabajando. No se vio forzado a instruirse, ni debió enrolarse en ningún lugar. No tuvo que tomar las armas en sus manos ni pretender conductas que le fueran impropias. Corría la década del cuarenta y el peronismo deconstruía, a fuerza de conquistas, el imaginario de la revolución.
Hubo en Perón una glorificación de la vida obrera. El hombre que se asomó al balcón de la Casa Rosada esa noche de Oktubre, resultó ajustarse al sentir de la gente de trabajo, multitud allí con él. Señalará Tomás Bradley la notable ausencia de un deber ser: “Lasexperiencias liberales, más de izquierda o de derecha, no tienen cintura para lidiar con las cosas del pueblo, tal como el espacio las proveyó”. Dirá que parece condensada en el peronismo, la determinación política y filosófica de resolver lo que está dado.
“Es esa cosa sarmientina de creer que en la tierra de uno todo está bien, excepto la gente que la habita, que no puede ser las costumbres que tiene, y ellos mismos no pueden ser”, conversará Tomás. Pienso que la noche herética que tuvimos en Tandil, aquel 2016, debió tener que ver con estas cosas, aunque probablemente ninguno de los que estuvimos ahí podríamos haberlo explicado con claridad. El viejo “deber ser” había vuelto a copar los círculos de poder, y algo estaba claro: seríamos estigmatizados y tan sometidos como se pudiera quienes no compareciéramos al picnic que sus empleadas ya estaban tendiendo, en el jardín de los buenos modales.
La claridad no es opción cuando la política se arremanga para lidiar con lo que hay. El dogma es el mundo de lo intacto, una idea que se nos revela y tira las amarras en nuestros pensamientos. En planes tan refinados, las torceduras no son bien recibidas. Vengan. Acompáñenme un toque hasta el principio de todo esto:
“Ahí estaban. Como queriendo mostrar todo su poder, para que nadie dudara de su existencia.Ahíestaban,portodalaciudad, pululando en grupos que parecían el mismo grupo multiplicado por centenares. Los mirábamos desde la vereda, con un sentimiento parecido a la compasión. ¿De dónde salían, tantos y tan diferentes a nosotros? ¿Venían de a pie, desde esos suburbioscuyosnombresparecíancomponerunavagageografíadesconocida?”.
No nos pudieron soportar. Fue odio a primera vista.
Les cuento una historia sencilla. Allá por diciembre de 1994, Los Redondos cerraban con fecha doble su etapa de conciertos en Huracán. Mi amigo era chiquito, pero todavía se acuerda. Su viejo, Alejandro, preparaba un asado en la terraza de Ancaste, justo a mitad de cuadra entre Atuel y Pepirí. Abajo, en el empedrado, el peregrinar incesante: el malón ricotero, esa banda de cabecitas negras en la agonía del Siglo XX, estaba yendo en jauría a meter las patas en la fuente del Ducó. Barrio obrero de casas bajas. No había ahí vecinos indignados lanzando huevos desde la impunidad de su balcón. A lo sumo familias laburantes, como la de mi amigo, acodándose en la baranda de la terraza para no perderse el inusual espectáculo. Alejandro relojeaba la carne en la parrilla sin perder de vista la procesión ardiente que iba por Ancaste en contramano hasta desembocar en Amancio Alcorta y de ahí derecho a prenderse fuego en la hoguera. Era chiquito mi amigo pero tiene memoria, y más cuando se trata de su padre: “Es lo más parecido a la JP yendo a Ezeiza que vi en mi vida”, dijo Alejandro, viendo las bandas pasar por el umbral de su casa.
La frase es apenas un adorno. Su viejo pudo no haber dicho nada, porque la realidad es que no hacía falta subtitular la escena. Lo importante es el peregrinaje, lo importante es el humo de la carne asándose en la terraza, lo importante es lo que va a pasar a siete cuadras de ahí, lo importante es el ritual arriba y abajo, lo importante es saberse compañeros, y lo importante es hacer carne lo importante, para que no nos venza lo efímero.
“¿Por qué será que te quedás adentro?
No te quedes,
Que acá afuera es carnaval”.
Pensaba en cuántas charlas habré tenido, con amigos, en los años que me tomó completar este laburo sin derrumbarme a la mitad. No me refiero a las entrevistas que van a ir apareciendo con el correr del libro, empezando por esta de Ricardo Talento. Digo juntadas con amigos, birra de por medio: esas que te disparan los pensamientos a mil porque querés entusiasmarlos con la idea, y que te acomodan la estantería, porque querés ser claro cuando les contás de qué va la cosa.
Puede parecer que el libro recién arranca, pero la posta es que con estas líneas lo estoy terminando, tomándome el atrevimiento de asaltar a mano armada el capítulo de Ricardo para incrustarle este prólogo apurado. Sí, che, no soy muy prolijo para estas cosas. Las convenciones narrativas capaz que se las quedo debiendo para la próxima.
Pensaba en las charlas con amigos, les decía, y me acordaba de algo que me dijo Fer una noche que nos pusimos al día sobre algunas de las ideas que se librarán en este campo de batalla, con munición gruesa de palabras y pensamientos ametrallados. Yo le contaba sobre la tenacidad de Talento para defender el dicho aquel sobre el “arte de hacer política”, en detrimento de otro que, con el diario del lunes, parece haberlo derrotado: “El arte de lo posible”.
Me frenó en seco. “Pará”, dijo. Había visto un resquicio para meterme en problemas, como hacen los amigos de verdad: “¿Y a vos cuál te parece que va mejor con el peronismo?”, disparó. No sé qué le respondí, ni cómo siguió esa conversación que estábamos teniendo. Pero su pregunta inoportuna me la guardé bajo llave y me la traje puesta hasta acá. Me pareció sencilla pero compleja, y eso es lo que precisa alguien que intenta elaborar un trabajo reflexivo: amigos con preguntas picantes, que te corran el arco y te obliguen a ensayar la puntería. La palabra no será munición gruesa, sin un contendiente del otro lado de la mesa lanzándonos sus proyectiles. No se pueden librar batallas literarias si uno se queda atorado en sus pensamientos y no los transforma en voz, para someterlos al diálogo. A lo mejor se desate alguna escaramuza solitaria, pero difícilmente sea épica.
Será Tomás Bradley, en los capítulos venideros, quien rescate la voluntad peronista de lidiar con lo que hay, sin apartar a nadie, sino al revés, abriendo la tranquera para que pasen todos los que tengan que pasar, desalambrando los terrenos y buscando las maneras de compartir lo que está dado. No está en el espíritu de este libro profundizar en hechos políticos -que siempre son más complejos-, sino apenas tratar de atrapar algunas vibraciones de cómo se expresa la cuestión popular, en el lenguaje de lo humano. Algo de eso, se supone que tiene que ver con la política, ¿cierto?
Y la pregunta incómoda de Fer iba por este lado: si reivindicamos la ausencia de un “deber ser”, y con esto la expresión antidogmática del peronismo, ¿por qué entonces habríamos de ver con malos ojos eso del “arte de lo posible”? ¿Por qué sentenciar que la frase menoscaba el valor de la política? ¡No señor! No se diga más. Acá mismo me planto con mi amigo a batallarle con escarbadientes al dramaturgo de Barracas. No me importa nada. Aparte, se anoticiará mientras lee este libro de lo intrépidos que somos, sin tener derecho a réplica.
Bueno, okey, a ver si la cortamos con la jodita. Lo que quiero decir, de arranque, es que acá está todo dispuesto para creer que el peronismo tiene la obligación moral de ser las dos cosas: tiene que ser arte de lo posible, porque es la única balsa que aspira a cruzar con todos a bordo el caudaloso río del país, y también está llamado a encarnar el arte de hacer política, porque es el único espacio masivo capaz de conducir con honestidad intelectual, y el accionista mayoritario de un campo nacional y popular que debe pensar y actuar utópicamente para crear relatos que luego queramos habitar, los tipos y las minas que ponemos el cuerpo y las ideas al servicio de construir un lugar más habitable, y más amigable, donde de golpe salgas de tu casa y alguien te devuelva una sonrisa.
Con Ricardo nos encontramos a tomar un café una mañana sobre la calle California entre Iriarte y la autopista. Habían pasado un par de meses desde el último show del Indio Solari, en la bonaerense Olavarría. Ya habrá tiempo de contar qué fue lo que pasó esa vez. Han corrido varios ríos bajo el puente y los recuerdos ya son borrosos. Acaso sea por eso que uno se pone a escribir algunas cosas.
Mientras duró el primer café, me habló de algunas discusiones que viene sosteniendo desde su juventud, con parroquianos y contendientes diversos, por lo general trabajadores de la cultura, como él gusta llamar a sus compañeros. Pero, al primer café le seguiría otro, y a esa altura de la mañana el pasado y el presente trastabillaban y por momentos eran la misma cosa.
“CuandomurióGené,nosencontramosenelveloriosusviejos compañeros. Conversando, sale el tema de estos documentos,yresultabaserqueelúnicoquelosconservabaerayo.Todos los demás, en algún momento, los habían perdido”. Era verano de 2012 y el hombre que despedían había sido actor y dramaturgo, luego director de la Asociación Argentina de Actores, cumpliendo una labor destacada al frente del gremio.
En “Actor, Cultura y Pueblo”, texto que le publicara el periódico La Opinión en los albores de los setenta, Juan Carlos Gené baraja sus sospechas sobre algunas cosas que observaba: le llamaba la atención cómo el sistema cultural hegemónico minimizaba o caricaturizaba ciertas expresiones que provenían del campo popular, a la vez que aceptaba y sacralizaba las conclusiones que arrojaba la ciencia. Habla de “una autoridad indiscutible de la razón, para situar al hombre en su realidad y de una determinada manera”.
Menciona Gené una “zona sagrada de la cultura”, cuya existencia parece estar calculada y cronometrada: una suerte de búnker donde lo mejor de las ciencias y las artes está a resguardo de la histeria de la historia. Ya llevaban algún tiempo haciendo lío, Talento y Gené: habían armado un espacio que se llamó Centro Cultural Nacional José Podestá: ese fue el escenario de los debates originarios en torno al actor como laburante y el quehacer de una cultura nacional.
Pero, cuando rememora aquel encuentro en la despedida al viejo compañero, Ricardo habla de “los documentos”, en plural. Y resulta que el segundo documento en realidad fue el primero, porque se trataba de la transcripción de un discurso que Gené había dado frente a la estatua de José Podestá, fechado en agosto del año 1971. Discurso que seguramente le habrá inspirado el artículo que La Opinión le publicaría algunos meses después.
Cincuenta años más tarde, su oratoria sigue dando batalla como testimonio de época y referencia teórica para los trabajadores del teatro. “Si hemos elegido este lugar preciso debemos expresar el porqué, y ese porqué forma parte también de la protesta”: esas fueron las primeras palabras de Gené, aludiendo al busto de Podestá que todavía se erige frente al Teatro Cervantes. Y ahí nomás empezaría a moldear su diatriba: “Se nos escamotea ‘científicamente’ una verdad fundamental: que el hombre tiene capacidad de creación y que la historia nos lo muestra en actitud de lucha constante”. No es azaroso que esa palabra, “científicamente”, haya sido transcripta así, entrecomillada: respondía al espíritu de su discurso, y a un sarcasmo que jugaba un rol preponderante. Gené manifestó su desconfianza porque dijo tener elementos suficientes para pensar que, en ese momento histórico, el trabajo de los científicos era prolijamente monitoreado, y que se hacía siempre en función de los intereses del poder. Si algo le interesaba al poder, en su afán de conservación, era borronear esta verdad elemental: que “el ser humano tiene el don de la creación”.
Ricardo Talento me usa de médium para dialogar un rato con su viejo amigo y contarle que aún hoy se nos sigue arrebatando esa esencia de la creatividad, y que en el fondo todo lo demás tiene que ver con eso. Lo justifica diciendo que, si el ser humano pudiera canalizar la potencialidad que tiene, no se demoraría mucho en concebir un mundo bien diferente de éste.