Filipo II de Macedonia - Mario Agudo Villanueva - E-Book

Filipo II de Macedonia E-Book

Mario Agudo Villanueva

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Beschreibung

Filipo de Macedonia, conquistador de Grecia, forjador de la falange, estadista genial, y, sin embargo, eclipsado por dos colosos contemporáneos: Demóstenes, su gran antagonista, y su propio hijo, Alejandro Magno, acaso la figura más célebre de la Antigüedad. Si el orador dibujó en sus ácidas Filípicas el retrato de un tirano que acabó con la democracia ateniense, el vástago de Filipo empequeñeció los logros de su progenitor, llevando su planeada invasión del Imperio persa hasta donde ningún griego hubiera siquiera soñado. Pero doblegar a los aqueménidas, quemar Persépolis y alcanzar las orillas del Indo jamás hubiera sido posible sin los sólidos cimientos plantados por su padre. La irrupción de Macedonia en el siglo IV a.C. coincidió con el declive de las hasta entonces potencias hegemónicas en la Hélade, Esparta, Tebas y, sobre todo, Atenas, desplazadas en apenas unos años por ese reino periférico. Filipo de Macedonia fue el gran artífice de esta transformación, por lo que la propaganda política de sus rivales le presentó como un hombre despiadado y sanguinario, oportunista y calculador, embaucador, borracho y mujeriego, un tirano dispuesto a todo por reducir a los griegos a la esclavitud. Una imagen afianzada en el imaginario colectivo, donde la figura de Alejandro Magno se dibuja a partir del turbulento triángulo afectivo que formaba con sus progenitores, Filipo, un padre beodo y maltratador, y Olimpíade, una madre mística, posesiva y conspiradora. Sin embargo, el análisis de las fuentes literarias y arqueológicas que nos brinda Mario Agudo Villanueva en su libro Filipo de Macedonia permite liberarnos de esa imagen para descubrir a un gobernante capaz de rescatar del abismo a un reino desahuciado, de reformar el ejército hasta convertirlo en una máquina invicta, de manejar los hilos de la diplomacia griega con una astucia formidable y de explotar los recursos naturales de su territorio para convertir a Macedonia en la mayor potencia económica, política y militar del momento. Si no podemos entender el mundo antiguo sin Alejandro, no podemos entender Alejandro sin Filipo.

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FILIPODE MACEDONIA

FILIPODE MACEDONIA

Mario Agudo Villanueva

Filipo de Macedonia

Agudo Villanueva, Mario

Filipo de Macedonia / Agudo Villanueva, Mario

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2024. – 416 p., 8 de lam. : il. ; 23,5 cm – (Historia Antigua) – 1.ª ed.

D.L: M-565-2024

ISBN: 978-84-127443-8-5

94(38)

355.48 929FILIPO

FILIPO DE MACEDONIA

Mario Agudo Villanueva

© de esta edición:

Filipo de Macedonia

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha. 28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-127443-9-2

Cartografía: Desperta Ferro Ediciones

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Óscar Gonzalez Camaño

Primera edicion: febrero 2024

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2024 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

A mi padre, Mariano Agudo,por su enorme trabajo,siempre en la sombra.A todos los que han sido,somos y serán padres.

 

ÍNDICE

Prólogo

Prefacio

Introducción. Una tumba para el rey

Cronología

PRIMERA PARTE. EL AVISPERO GRIEGO

1.   El espejo cóncavo. La visión del enemigo

2.   Las dos caras de la verdad

3.   El juego hegemónico. Atenas, Esparta y Tebas combaten por el liderazgo de los griegos

4.   Una cuestión controvertida. La helenidad de los macedonios

SEGUNDA PARTE. VOLVER A EMPEZAR

5.   Un reino amenazado

6.   Ultima ratio regis. El poder de la monarquía macedonia

7.   Hacia una nueva forma de guerra. Precedentes de la reforma militar de Filipo

8.   El ejército de Filipo. Mito y realidad

TERCERA PARTE. LA FORJA DE UN ESTADO

9.   Al otro lado del Olimpo. El rompecabezas tesalio

10.   Reyes carismáticos. Los lazos personales en el juego diplomático

11.   Nuevos horizontes. La campaña del Egeo

12.   En nombre de Apolo. Filipo en el corazón de la Hélade

13.   El ocaso de Olinto

14.   La paz. Un espejismo en el horizonte

CUARTA PARTE. SENDEROS DE GLORIA

15.   La paz no es suficiente

16.   Eubea, Tracia y los Estrechos. Interludio antes del clímax

17.   La última defensa. Queronea

18.   El retorno de los heráclidas

19.   Hegemón de los griegos

20.   Muerte en la escena

Epílogo. En el nombre del padre

Apéndice I

Retrato de un tirano: la imagen de Filipo en la industria cultural

Apéndice II

Reyes macedonios de la casa argéada

Matrimonios de Filipo y descendencia

Dimensiones de la sarisa

Glosario

Bibliografía

 

PRÓLOGO

Filipo II de Macedonia ha permanecido siempre a la sombra de su hijo, el gran Alejandro, quedando incluso asociado a él a través de su progenitura casi como su mérito principal. Un rápido vistazo a la bibliografía existente acerca de uno y otro resulta lo suficientemente ilustrativo de esta enorme disparidad en su tratamiento académico y divulgativo. Sin embargo, ya casi nadie duda en la actualidad que, sin los logros conseguidos en su momento por Filipo, la andadura de Alejandro por la historia habría resultado mucho más dura y complicada, convirtiéndose de este modo en uno de los pilares fundamentales de la «grandeza» del célebre conquistador macedonio.

Fue, efectivamente, Filipo quien concibió en su día la propia idea de la conquista del imperio persa, que constituirá luego el título de gloria de Alejandro, enviando además un contingente de tropas como avanzadilla hacia la parte noroccidental de Asia Menor bajo el mando de dos de sus mejores generales, Parmenión y Atalo, que si bien consiguieron escasos éxitos permitieron luego gracias a su control de la región de los estrechos el cruce del ejército de Alejandro sin mayores problemas. Filipo preparó seguramente a conciencia la expedición asiática, construyendo en primer lugar un poderoso ejército que se convertiría luego en el instrumento esencial para el éxito de la conquista. Fue también capaz de reunir en la corte de Pela, a través de diferentes vías de información, los conocimientos necesarios, tanto de carácter geográfico y logístico como institucional, que dieron consistencia al proyecto, permitiendo después a Alejandro moverse a sus anchas por casi todos los rincones del imperio. Supo elegir también el momento apropiado para iniciar la campaña, una vez aseguradas las fronteras macedonias en casi todas direcciones y haber conseguido desactivar la oposición dentro del mundo griego mediante el maquillaje institucional que le otorgaba la creación de la llamada Liga de Corinto.

En esta misma línea, decidió presentar su proyecto de conquista como una operación más, quizá la definitiva, de la sempiterna lucha contra el mundo oriental a través de su proclama de vengar los ultrajes cometidos por los persas hacía ciento cincuenta años y liberar las ciudades griegas de Asia, en una habilidosa campaña de propaganda que luego seguiría utilizando, quizá con menor tenacidad y empeño, Alejandro. Había incluso sondeado la posibilidad de encontrar aliados firmes ya en suelo asiático mediante el establecimiento de sólidas relaciones matrimoniales con el poderoso sátrapa de Caria en el sur o alentando las ambiciones de un potentado local como Hermias de Atarneo en el norte de la zona, que no culminaron bien debido a la intromisión de Alejandro en el primer caso y al asesinato de Hermias a manos de los persas en el segundo.

Todo estaba ya dispuesto para el inicio de la campaña que debía encabezar el propio Filipo, llevando consigo a su hijo, que ya había demostrado anteriormente las cualidades necesarias para convertirse en un apoyo esencial dentro del alto mando de la expedición. Preparó incluso con cuidado la antesala mediática adecuada para dar inicio a la campaña de conquista, aprovechando la celebración de la boda de su hija Cleopatra con su cuñado Alejandro del Epiro en el teatro de Egas, dotándola de la mayor magnificencia y ampulosidad posible, con la presencia de delegados de todas partes del mundo griego y el significativo desfile de las doce estatuas de los dioses seguidas de la suya propia. Solo la circunstancia de su inesperado asesinato frustró de manera definitiva todas sus expectativas, dejando como imprevisto legado todos los preparativos y la dirección de la propia campaña en manos de su hijo y sucesor en el trono.

Hay que celebrar, en consecuencia, la aparición de un libro sobre Filipo en el mercado editorial español que seguramente permitirá revalorizar de la manera adecuada la dimensión histórica de un personaje tan relevante, que ha quedado escondida ante el brillo deslumbrante de las hazañas de su hijo que cambiaron el mundo de forma irreversible, marcando un antes y un después de su aparición en el escenario histórico. La circunstancia resulta además especialmente apropiada en unos momentos en los que la figura de Alejandro parece haber recuperado una cierta actualidad gracias a un famoso premio literario, volviendo a hacer acto de presencia la serie de tópicos habituales, entre los que las relaciones conflictivas entre Filipo y Alejandro ocupan un lugar destacado, con todo el peso de la fabulación acrítica que suele acompañar tales disquisiciones.

El poderoso hechizo de la biografía alejandrina de Plutarco, la única fuente que se ocupa casualmente de estas cuestiones, sigue ejerciendo su efecto de manera continuada entre los aficionados al tema, sin reparar en las condiciones de la información trasmitida por el célebre biógrafo griego, que escribió nada menos que cerca de cuatrocientos años después de los acontecimientos, ni en la distancia que la separa de un relato escrupuloso y efectivo de los hechos. Los griegos además nunca llegaron a entender del todo la figura de Filipo ni el sentido de sus actuaciones, lo que sucedería también con Alejandro, asimilando a sus parámetros explicativos un comportamiento que sobrepasaba con creces sus esquemas habituales.

Los intereses del monarca macedonio chocaban además de manera frontal con los de Atenas, foco fundamental que filtra casi todas nuestras informaciones. Ni siquiera el carácter contemporáneo de una buena parte de estas noticias –cuyos autores fueron en buena medida protagonistas destacados de los hechos, como Demóstenes y Esquines, o incluso el propio Aristóteles, a diferencia de lo que sucede con Alejandro del que la fuente más próxima le separa nada menos que trescientos años– ha impedido que su figura y sus actuaciones aparezcan ya claramente distorsionadas por las interferencias de las disensiones internas de la propia Atenas, proporcionándonos un panorama que está todavía muy lejos de una reconstrucción equilibrada de los hechos. Los enfrentamientos personales, la lucha por la hegemonía dentro de la asamblea o de los tribunales, la posible incidencia de comportamientos dirigidos e interesados movidos por directrices ajenas avaladas con sustanciosas recompensas materiales, la confusión imperante ante una situación cambiante e inesperada, o el rechazo más o menos consciente a asumir el final de sus aspiraciones de dominio dentro del inestable tablero griego condicionaron de forma inevitable la visión y el consiguiente relato de los acontecimientos. La ciudad de Atenas no volvería a ser ya la misma que en tiempos precedentes a pesar de sus incansables intentos por salir airosa de la situación. El predominio macedonio, indiscutible después de la batalla de Queronea, cambió de forma radical la situación en el mundo griego. Filipo, que siempre supo actuar de la manera apropiada leyendo de forma impecable la marcha de los acontecimientos y utilizando con astucia inigualable los propios mecanismos griegos para encontrar acomodo dentro de la nueva realidad convenientemente avalada por su superioridad militar, era el definitivo triunfador y a los Estados griegos con aspiraciones hegemónicas como Atenas tan solo les quedaba aceptar la dura realidad sin sufrir en demasía sus consecuencias.

La tarea de reconstrucción detallada y, hasta donde se puede, minuciosa de este turbulento período no resulta nada fácil. No siempre es factible ordenar la secuencia de los acontecimientos sin perderse por los vericuetos de un panorama griego muy disperso y continuamente enfrentado entre sí, con cambios frecuentes de protagonistas y escenarios que reemergen además en determinados momentos cuando parecía que ya habían jugado su parte correspondiente de la partida. Tampoco resulta fácil sustraerse a los poderosos recursos retóricos utilizados por los respectivos adalides de las partes enfrentadas que podrían arrastrar con sus argumentos y descalificaciones no solo a sus audiencias contemporáneas sino también a los lectores posteriores ávidos de entrometerse con cierta audacia dentro del mismo campo de batalla que se libraba en esos momentos. A veces, es también muy complicado esquivar algunas interpretaciones, antiguas y modernas, que tratan de explicar a su manera la razón de las intenciones y comportamientos de los diferentes protagonistas de la refriega, sin importar demasiado que tales hipótesis se ajusten con precisión a la propia dinámica histórica de los hechos o permitan aclarar del todo los intereses reales en juego. Finalmente, resulta igualmente complicado escapar de las tentadoras habladurías y rumores que circulaban en torno a la corte macedonia, vista siempre desde la distancia confortable de Atenas, que, en muchos casos, se han convertido en la espina dorsal de la biografía de Filipo, oportunamente confrontado además con su hijo, situándole como mero referente negativo y lejano que condicionó las primeras etapas vitales de la prodigiosa carrera del joven conquistador.

Mario Agudo, periodista de formación, pero historiador de pleno derecho como demuestra su decidida y ya prolongada incursión en las procelosas e inquietantes aguas del mundo antiguo o sus pertinentes reflexiones acerca de las formas de elaborar un relato verídico de los hechos, ha sabido superar con creces toda esta serie de peligrosos desafíos. Avezado ya en estas lides, se muestra en todo momento riguroso y bien documentado, afrontando siempre los problemas desde una perspectiva histórica seria a diferencia de muchos de sus colegas que se conforman con reseñar sin más las banalidades más inocuas. Sabe perfectamente moverse con agilidad en medio de lo que acertadamente él mismo ha calificado como «avispero griego», un mundo en el que el protagonismo histórico se dispersa casi hasta el infinito, introduciendo nuevos actores que van más allá de las dos grandes potencias, Atenas y Esparta, que parecen acaparar el desarrollo histórico en los momentos precedentes.

Es, sobre todo, durante el siglo IV a. C. cuando emergen de manera más visible estos «otros griegos», protagonistas mucho más oscuros en el curso de la historia anterior que asumen ahora un papel relevante en el discurrir de los hechos: la Liga Calcídica, centrada en la ciudad de Olinto; las diferentes ciudades de la isla de Eubea; los Estados peloponesios, como argivos, mesenios, arcadios y aqueos que habían permanecido a la sombra de Esparta; los inevitables focidios –que denomina además de esta forma más correcta frente a la manía generalizada de utilizar el término foceos, mucho más equívoco al confundirse con los habitantes de la Focea de Asia Menor–; los tesalios, los epirotas o las ciudades de la zona de los estrechos, especialmente Perinto y Bizancio, escenario del aparente fracaso de Filipo en sus intentos por conseguir el dominio en tan estratégica región. Irrumpen también en este complejo escenario pueblos de los confines del orbe helénico como ilirios, peonios, o tracios que reclaman su parte correspondiente de protagonismo en la historia de este período.

Mario consigue conducirnos con envidiable soltura a través de este cambiante escenario con la imparable sucesión de diferentes protagonistas sin que en momento alguno tengamos la sensación de perdernos por el camino en el auténtico embrollo que, visto desde fuera, constituye la historia de estos años cruciales del mundo griego. Su relato histórico, escrito siempre con la corrección y la fluidez adecuada, avalado además constantemente por las oportunas referencias que remiten a las fuentes utilizadas y a la bibliografía académica conveniente para una posterior ampliación de los conocimientos, revela su enorme capacidad para trasmitir a una audiencia más amplia que el reducido círculo de especialistas la compleja peripecia histórica de un personaje excepcional como Filipo, manteniendo siempre el hilo conductor fundamental que enlaza y da sentido a toda su andadura.

Un libro, en definitiva, muy oportuno, por el que cabe felicitar además de al autor a la editorial que ha decidido darle acogida, permitiendo de este modo que irrumpa en el panorama editorial español el primer estudio serio y completo sobre la figura del monarca macedonio, limitado hasta ahora a algunos trabajos especializados más específicos dispersos en revistas y libros académicos que, lógicamente, tienen como horizonte un público mucho más reducido. No es casualidad que sea precisamente Mario el protagonista de este empeño, habituado como está ya en otros temas a la difícil tarea de conseguir hacer divulgación de alto nivel, equiparable en muchos casos a la labor académica como bien podría ser el presente libro.

No es ni mucho menos un reto menor el de dar a conocer la figura de Filipo con toda su enorme complejidad al gran público, sin olvidar tampoco a los colegas académicos, que hasta ahora se veían obligados a remitirse a publicaciones extranjeras, poniendo de relieve la figura fundamental de un monarca macedonio que, movido por una voluntad casi irrefrenable y una reconocida capacidad de aunar, en pos de sus objetivos, el poder de las armas y el arte de la negociación en circunstancias complicadas, estableció los firmes cimientos que catapultarían luego a su hijo, el gran Alejandro, hacia la conquista total del imperio persa a través de sus grandes hazañas que todavía sustentan su leyenda, pero sin olvidar nunca la decisiva contribución que tuvo en ello el irrepetible legado de su padre. No sabemos si, como algunos proclaman actualmente, Filipo fue «más grande» que el propio Alejandro, pero, al menos tras la lectura de este libro, serán muchos los que comenzarán a dudar de la relativa justicia con que ambos han sido después tratados dentro de nuestra memoria histórica.

Francisco Javier Gómez EspelosínCabanillas del Campo, diciembre de 2023

 

PREFACIO

Nací un 30 de noviembre de 1977, pocos días después de que Manolis Andronikos anunciara al mundo el descubrimiento de la tumba de Filipo II. Pero, para desazón de los que creen en la fuerza del destino, aquel celebrado hallazgo arqueológico no fue el que despertó mi interés por Macedonia. La puerta de acceso a esta disciplina me la abrió, como a muchos otros colegas, Alejandro Magno. Recuerdo el primer libro que leí sobre el conquistador, escrito por Joseph Lacier y editado en castellano por Bruguera en 1974, una mezcla de cómic y novela que leí de forma obsesiva en mi niñez. Después vinieron los primeros ensayos y, más tarde, las fuentes. Durante mucho tiempo caí en el error de centrarme solo en el personaje, aislado de su contexto inmediato, como si Alejandro hubiera aparecido de la nada para cambiar el mundo. Pero aquellas ensoñaciones desaparecieron con la madurez, a medida que mi bagaje personal me hacía comprender que todo en la vida sigue su curso por razones concretas.

En 2009 se produjo un acontecimiento que cambió mi forma de entender el mundo. En julio de ese año nació mi primer hijo, Alejandro. Las reflexiones y preocupaciones de padre primerizo me hicieron prestar más atención a la figura del progenitor; cuatro años más tarde nacería mi hija Sofía para aumentar mi conciencia paternal. Mi interés basculó entonces hacia los antecedentes inmediatos del gran conquistador y, por extensión, a la historia remota del reino de Macedonia. De aquel giro nació un libro, Macedonia. La cuna de Alejandro (Dstoria Edicions, 2016; 2.ª edición revisada, 2020), que me permitió conocer a Antonio Ignacio Molina Marín, a quien considero ahora un leal amigo. Ignacio cayó rendido en su juventud, como muchos de nosotros, a la estela del gran conquistador. En su caso fue la lectura de Juegos funerarios, de la escritora Mary Renault, la que abrió las puertas de una curiosidad insaciable. Su búsqueda no solo le llevó a Oxford, sino también a Tesalónica, muy cerca de Pela, la ciudad natal de Alejandro, y a Santa Clara, en el otro extremo del planeta, donde compartió trabajo con uno de los mayores especialistas en historia de Macedonia, William Greenwalt. Estas estancias veraniegas, que pagaba de su propio bolsillo, le permitieron acceder a una gran cantidad de libros, muchos de ellos de difícil acceso en bibliotecas españolas, que tuvo a bien compartir de forma totalmente desinteresada conmigo. Aquella fantástica recopilación bibliográfica me proporcionó innumerables vías de investigación. Estoy seguro de que este libro sobre Filipo de Macedonia no habría sido posible sin su guía, consejo y estímulo.

El siglo IV a. C. fue una época de profunda transformación. El mundo griego se convulsionaba al son de las luchas hegemónicas sin percatarse de que en el norte se estaba gestando una gran amenaza. El reino de Macedonia, que nunca había supuesto un motivo de preocupación para los Estados del sur, se hacía fuerte bajo el liderazgo del argéada Filipo II. Al frente del sistema monárquico de tintes homéricos que regía en Macedonia, Filipo acabaría por imponerse como el árbitro de los acontecimientos políticos de toda Grecia. Surgía así un nuevo orden que culminaría con la expansión de la cultura helena a buena parte de Asia. Para la leyenda quedó el nombre de su hijo Alejandro, pero sin la capacidad diplomática, la astucia y el coraje de su padre, la gesta por la que ha trascendido su legado no se hubiera desarrollado de la misma manera.

La historia es el espejo en el que mirarnos, nuestra memoria colectiva. Han pasado muchos siglos desde que Filipo reinara en Macedonia, pero los resortes que nos mueven como sociedad no han cambiado en exceso. Seguimos viviendo en primera persona las luchas por el poder, los conflictos por el control de los recursos naturales, la retórica de la confrontación, el establecimiento de alianzas, la firma de tratados y las penosas consecuencias de la guerra en forma de muerte, destrucción, pobreza y migraciones masivas. Comprender las razones que han movido, mueven y moverán al ser humano no puede ser nunca un ejercicio estéril. A pesar del tiempo transcurrido, los hechos que se relatarán a continuación tienen, por ello, una sugerente lectura en clave de actualidad.

A lo largo de los años que he dedicado a estudiar la trayectoria de Filipo de Macedonia me han acompañado muchas personas… y muchos libros. Se trata de una tarea incesante, que se enriquece cada año. Lamentablemente, no he podido incluir en este libro las conclusiones de la lectura de Después de Mantinea. El mundo griego y Oriente ante el ascenso de Macedonia, obra coordinada por Alejandro Díaz Fernández y editada por Ediciones Bellaterra, que ha salido a la luz al mismo tiempo que entregaba la primera versión de esta biografía a la editorial. En cuanto a las personas, comienzo la relación por una que ya no está, pero que deseaba ver este libro finalizado para aconsejarme, como siempre, con su visión crítica y constructiva. Mi amigo Rodrigo de la Torre nos dejó en febrero de 2023: su ausencia ha provocado un enorme vacío personal en todos los que formábamos parte de su círculo más próximo. A él debo también parte de las reflexiones contenidas en este libro. No puedo dejar pasar esta introducción sin agradecer a Borja Antela su amistad y consejo: es una persona apasionada y erudita, cuya cabeza hierve al son de decenas de planes. Uno de ellos me implica directamente: Ignacio Molina, Borja y yo emprendimos la aventura de fundar Karanos. Bulletin of Ancient Macedonian Studies, la única publicación académica española dedicada a estudios macedonios; para mí constituye todo un privilegio formar parte de este proyecto.

De igual manera, este libro no habría sido posible sin el guante que me lanzó Alberto Pérez Rubio, uno de los fundadores de Desperta Ferro, a quien siempre agradeceré la oportunidad que me brindó. Junto a ellos, muchos especialistas en el mundo antiguo y, en particular, el griego, que me han ayudado cuando lo he necesitado: Fernando Quesada Sanz, en temas militares; Adolfo Domínguez-Monedero, con su erudición griega; Francisco Javier Gómez Espelosín, con su sincero aprecio; Pedro Olalla, con su profundo conocimiento de la cultura helena; David Hernández de la Fuente, con su respaldo en cuestiones que atañen a la retórica, y Carlos García Gual, con su inestimable confianza. A ellos hay que sumar mis contactos en Grecia, comenzando por Angeliki Kottaridi, durante muchos años directora del Eforado de Ematia y del Museo Arqueológico de Egas; Nikos Akamatis y Alexandros Vouvoulis, que me han facilitado ingente cantidad de documentación sobre Pela; Theodore Antikas, por compartir conmigo sus trabajos sobre los restos óseos encontrados en Vergina y Nektarios Poulakakis, por su ayuda en relación con el sitio arqueológico de Mieza. De mi círculo de amistades no quiero olvidar a Óscar González Camaño, con quien comparto maneras semejantes de entender la historia y el mundo editorial; el azar quiso que Óscar se convirtiera en el editor de este libro, para el que ha desarrollado un trabajo en la sombra que ha contribuido, sin duda, a mejorarlo.

También quiero recordar a Carlos Pérez Aguayo, Javi Muñoz y Pablo Aparicio Resco, arqueólogos con los que he comentado algunos episodios de este libro; Asier Rojo, Franjo y Rafa Segura, compañeros de fatigas wargameras, que han escuchado con paciencia muchas de mis disertaciones sobre Macedonia, y así un largo etcétera de compañeros, amigos y seres queridos que, en uno u otro momento, han estado a mi lado durante la redacción de este trabajo. La tarea de los agradecimientos es ingrata, porque siempre existe el riesgo de dejarse a alguien en el tintero. Si es así, sirvan estas líneas de disculpa por el lamentable descuido.

Por último, como siempre, los más afectados por el tiempo que les roba mi pasión por la historia: mi mujer, Montse; mis hijos, Alejandro y Sofía; mi familia. Sin ellos, nada sería posible.

Boadilla del MonteOctubre de 2023

 

INTRODUCCIÓN

Una tumba para el rey

Los largos años dedicados al estudio de las costumbres funerarias, lejos de adormecer mi sensibilidad la habían agudizado hasta tal punto que viví momentos estremecedores, irrecuperables, en los que me fue concedido viajar a través de los milenios y acercarme, como una experiencia directa, a la viva verdad del pasado. El arqueólogo se siente entre la elección científica y el remordimiento de la profanación. Por supuesto, el primer sentimiento se impone sobre lo demás.

Manolis Andronikos, 1984, 70.

Vergina es hoy una pequeña población de casas unifamiliares arremolinadas sin un patrón aparente, una estructura que parece recordar lo que fue en la Antigüedad. En efecto, la antigua Egas era la típica ciudad macedonia sin trama urbanística definida, formada por un asty, o centro neurálgico, y una serie de viviendas familiares dispersas que configuran un tipo de asentamiento que se ha bautizado como kata komas.1 La localidad moderna se asienta sobre parte de los restos de la inmensa necrópolis que alberga centenares de tumbas datadas desde la Edad del Hierro hasta época helenística. Paradójicamente, su nombre actual nos dice muy poco de su pasado, lo que dificultó su identificación hasta que la lucidez de Nicholas Hammond permitió relacionar este enclave con la cuna del reino macedonio.2

Si caminamos en dirección sureste, cruzando el extenso caserío desde las modernas instalaciones del Museo Policéntrico de Egas, inaugurado a finales de 2022, nos recibirá una agradable arboleda, aperitivo de los frondosos bosques que cubren las faldas de las montañas de Pieria. Una pista de tierra que sale a mano izquierda de nuestra marcha nos conduce a los modestos restos del antiguo teatro, que todavía conserva intactas las dos primeras filas de asientos de piedra. La ausencia de otros vestigios detrás de estas hileras llevó a Manolis Andronikos a proponer la posibilidad de que la mayor parte del graderío se hubiese construido en madera; de la escena solo se conservan los cimientos del sector este, que adoptan forma de ele. Aparte de estos restos también se han excavado parte del sistema de drenaje de la estructura, los muros de los accesos laterales y el altar que solía consagrarse a Dioniso en todos los teatros helenos.3 El escenario del asesinato de Filipo nos contempla desde su arbóreo anonimato, reducido a unos modestos restos cubiertos de vegetación. El acceso, de momento, es libre, sin taquillas, lejos de las multitudes que frecuentan otros célebres enclaves arqueológicos griegos. Aunque no estamos ante un yacimiento monumental, el espacio escénico del fatídico regicidio es uno de esos lugares que atrapan a los amantes de la historia.

La ladera sobre la que se reclina el graderío del teatro culmina con una terraza en la que se construyó uno de los símbolos del poder argéada: el palacio real, del que dista apenas sesenta metros.4 El lugar fue excavado por primera vez por los arqueólogos franceses Léon Heuzey y Honoré Daumet, que trabajaron en la zona en la década de 1860. Su estela fue seguida por Konstantinos Rhomaios, Charalambos Makaronas, Georgios Bakalakis y el célebre Manolis Andronikos.5 El edificio, que triplica el tamaño del Partenón,6 ocupa una extensión de 12 500 metros cuadrados.7 Para su construcción se utilizaron cerca de 20 000 metros cúbicos de piedra procedente de las cercanas canteras de las montañas Vermio, complementados con los mejores mármoles para los grupos escultóricos.8 Los muros y parte de los elementos arquitectónicos se recubrieron de estuco, para las techumbres se eligieron las robustas maderas de los bosques macedonios, los suelos de las principales estancias se decoraron con fabulosos mosaicos –se han contabilizado 1450 metros cuadrados de superficie musivaria– y los corredores se solaron con grandes losas. Numerosos objetos de bronce y una bella colección de antefijas aportaban suntuosidad al interior y el exterior del conjunto monumental.9

El mayor reto técnico, sin embargo, residía en la ubicación del palacio. El desnivel de la ladera sobre la que se asienta la construcción obligó a concebir un complejo sistema de rellenos estructurales y canales de evacuación de agua que garantizasen la estabilidad de la obra palatina.10 Estamos ante el proyecto de un brillante arquitecto cuyo nombre desconocemos, pero que supo combinar elementos constructivos antiguos con soluciones muy innovadoras para la época.11 El palacio se dispone en torno a un gran peristilo rectangular, alrededor del cual se organizan las estancias, entre las que destaca una tholos integrada en el edificio. En esta habitación apareció una dedicación a Heracles, la única inscripción hallada en el edificio; dada la identificación propagandística de la dinastía de los argéadas con el célebre héroe y la singularidad del espacio circular, se ha sugerido que este lugar era, nada más ni nada menos, que el salón del trono.12 La fachada principal, decorada con columnas de estilo dórico, se orienta hacia el este.13 Al elevarse sobre una colina, entre la acrópolis y la ciudad, la residencia real debía de ser uno de los primeros edificios que los visitantes veían al entrar en Egas.14

Figura 1: Vista panorámica del gran túmulo real en Egas, actual Vergina, complejo funerario de la segunda mitad del siglo IV a. C., prospectado a finales del XIX, y en donde Manolis Andronikos halló cuatro tumbas y un heroon en 1977.

El palacio macedonio es un hito territorial, símbolo del poder real, alejado del pueblo, pero accesible al mismo tiempo. La ubicación física del edificio en relación con la ciudad recuerda, en cierta medida, la posición de los monarcas macedonios ante sus súbditos.15 Tanto el palacio de Egas como el de Pela, cuya reforma más ambiciosa se ha atribuido también a Filipo,16 se construyeron sobre poblaciones ya existentes, a diferencia de otros proyectos palatinos de la época, como Pasargada o Persépolis, que se levantaron sobre lugares despoblados.17 La espléndida residencia real,18 el teatro anejo y el cercano santuario de Euclea,19 divinidad asociada a la gloria y la buena reputación, habrían formado parte del mismo proyecto edilicio, emprendido por Filipo una vez consolidado su reinado, a mediados del siglo IV a. C.,20 como rúbrica de su poder. Un gesto que cabría interpretar en clave interna, frente a la nobleza macedonia, y en clave externa, ante el mundo griego; en efecto, la suntuosidad del palacio es una muestra de la prosperidad económica del reino, resultado de su fortaleza política y militar.

Desde el siglo V a. C., Macedonia estaba sometida a tensiones territoriales como consecuencia del efecto centrífugo que producía la influencia de los grandes clanes del reino, una dinámica que chocaba frontalmente con proyectos centralizadores como los de Arquelao o Filipo.21 Por otro lado, la reforma del santuario de Euclea podría interpretarse en clave dinástica, pues es una divinidad con la que la madre de Filipo, Eurídice, tuvo una especial relación, acreditada por hallazgos arqueológicos vinculados con su nombre entre los restos del templo.22 En clave externa, la asociación del poder real al mundo de las artes, como parece insinuar la construcción del teatro, acerca al monarca macedonio, considerado como un tirano entre muchos griegos, al ideal platónico del gobernante sabio. De esta manera, Filipo pone las bases de lo que más adelante será la ciudad helenística.23 Se considera que las obras estaban concluidas para la boda de Cleopatra y Alejandro del Epiro, ocasión que Filipo aprovechó para exhibir su poder ante los delegados griegos que se reunieron en Egas para la celebración y que, para su desgracia, fueron testigo de su muerte.24

Como símbolo del poder macedonio, el palacio comenzó su declive tras la batalla de Pidna, en el 168 a. C., cuando toda la ciudad ardió tras la decisiva derrota contra Roma. Abandonado a su suerte, el lugar se convirtió desde entonces en una cantera de la que se extraían materiales para las construcciones cercanas. Desprovisto de elementos estructurales críticos para su estabilidad, los desprendimientos de tierra ocasionados por las lluvias terminaron por ocultar parte de lo que había sido la residencia argéada. Pese a todo, su poder simbólico fue tal, que Susan Walker ha propuesto que el edificio inspiró buena parte de las construcciones romanas en Grecia.25 Por suerte, la toponimia conservó lo que la devastadora acción conjunta del hombre y la naturaleza habían ocultado. La villa de Palatitsia, vecina de Vergina, fosilizó en su nombre el recuerdo de la vieja construcción. Por desgracia, el expolio del yacimiento no cesó: incluso después de las primeras excavaciones de Heuzey, siguieron desapareciendo materiales; la sangría se detendría a finales del siglo XX, cuando los arqueólogos reemprendieron los trabajos en la zona. En la primavera del año 2007 comenzó una última fase de excavaciones, seguidas de trabajos de consolidación, restauración y anastilosis de los restos arqueológicos con vistas a su apertura para visitas.26

Si el conjunto palatino de Egas se había construido en la misma cuna de Macedonia, otra de las grandes obras asociadas con Filipo se ubicó en el corazón del mundo griego: Olimpia. Como el anterior, el proyecto tenía resonancias propagandísticas, pero en otro sentido. El patronazgo de una gran obra en uno de los santuarios panhelénicos más importantes de la Hélade no tenía otra función que la conmemoración de la consolidación del poder argéada sobre todos los griegos.27 La erección de aquel monumento representaba la ocasión idónea para mostrar ante la opinión pública helena la imagen de una dinastía poderosa, que iba más allá de la persona de Filipo.28 A diferencia del palacio de Egas, en este caso sí disponemos de un testimonio histórico que nos sirve de base para el estudio de este monumento. El santuario de Olimpia, erigido en la Élide, fue uno de los muchos enclaves griegos descritos por el infatigable viajero Pausanias, que refiere que en el Altis del recinto sagrado de este simbólico enclave se levantaba un edificio que Filipo mandó construir tras la batalla de Queronea. Fabricado en ladrillo cocido y rodeado de columnas, en su interior se encontraban las estatuas de Filipo y Alejandro; acompañados de los padres del primero, Amintas III y Eurídice, y su esposa (y madre del segundo) Olimpíade. El conjunto fue encargado al maestro ateniense Leocares.29 Si estas esculturas eran simples retratos o estatuas de culto es una cuestión muy debatida, aunque Pausanias las describe como eikones (retratos) no como agalmata (imágenes).30 En un pasaje previo, cuando el viajero refiere el célebre templo de Hera, aporta más datos sobre estas imágenes. Pausanias nos cuenta que allí fueron trasladadas las estatuas de oro y marfil de Eurídice y Olimpíade que antes habían estado en el Filipeo.31

En efecto, cuando hoy accedemos al yacimiento arqueológico de Olimpia, lo primero que nos encontramos –tras dejar a mano derecha los restos del gimnasio y la palestra– es un edificio de planta circular que antecede al espléndido Heraion. Lo que hoy vemos es una anastilosis de los restos encontrados in situ. El edificio original se basaba en un crepidoma o plataforma de tres niveles sobre el que se levantaba una perístasis externa de dieciocho columnas jónicas y una interna de entre nueve y catorce columnas –o semicolumnas– corintias.32 Las esculturas se situaban sobre un podio semicircular. La elección de un monumento de tipo tholos ha generado cierto debate académico: la hipótesis más aceptada es que el edificio circular sirviese como espacio escénico en el que mostrar el grupo escultórico dinástico, a modo de theatron.33 El testimonio de Pausanias no es del todo exacto cuando lo contrastamos sobre el terreno: la fábrica no es de ladrillo cocido, según aseguraba nuestra fuente, mientras que las estatuas no debieron de fabricarse en oro y marfil, aunque pudieron sobredorarse y pulirse para imitar este acabado. Como se ha demostrado recientemente, todo el conjunto fue elaborado en un mismo tipo de mármol de Paros.34

Figura 2: Símbolo del poder monárquico, el palacio real de Egas estaba alejado del pueblo, pero al mismo tiempo era accesible, como la propia relación del monarca macedonio con sus súbditos. En la imagen, el mosaico de una de las estancias del palacio, en restauración desde 2007. © Ephorate of Antiquities of Imathia. Hellenic Ministry of Culture and Sports (N. 736/1977), Archaeological Receipts and Exporpiations Fund.

Por otra parte, sendas ambigüedades en el texto griego que ha llegado hasta nuestros días han generado un importante debate académico,35 uno referido a la autoría y otro sobre la identidad de Eurídice. Respecto de la autoría, no queda claro si Pausanias se refiere a que el Filipeo fue encargado por Filipo o en honor de Filipo. Este matiz llevó a un buen número de investigadores a proponer que, si bien la idea original fue del rey macedonio, la ejecución final habría correspondido a su hijo Alejandro, de ahí que en el conjunto escultórico apareciera también Olimpíade. Esta versión permite responder a un problema que nos plantea la concepción del programa iconográfico del edificio: después de la batalla de Queronea, Filipo acordó su matrimonio con Cleopatra, lo que desencadenó, como veremos más adelante, una airada reacción por parte de Alejandro y su madre. Este distanciamiento no encajaría con la erección de un monumento dinástico de la importancia del Filipeo en el que, aparentemente, se representaba a Amintas III y su esposa Eurídice, a Filipo y Olimpíade, y a Alejandro. Pero si fue Alejandro quien lo concluyó, la historia tendría coherencia.36

Sin embargo, un detenido estudio de los restos del edificio llevado a cabo por Peter Schultz permitió concluir que, lejos de lo que se había propuesto hasta el momento, es perfectamente factible que el Filipeo se completase en dos años, desde la batalla de Queronea en 338 a. C. y hasta el asesinato del rey en 336 a. C. El uso del mismo tipo de mármol de Paros para todo el conjunto, los patrones de cantería con los que se trabajó la base de las estatuas y la similitud del tipo de abrazaderas en forma de letra pi, a pesar de que el abanico de posibilidades utilizadas en el arte griego tiende a infinito, condujeron a Schultz a afirmar con rotundidad que el Filipeo se completó en este tiempo.37 Conclusiones que el investigador rubrica con una lúcida observación: es inconcebible que un hombre con la determinación de Filipo hubiera dejado inconcluso un proyecto constructivo que pretendía mostrar su triunfo ante todos los griegos justo cuando iban a celebrarse los primeros Juegos olímpicos después de su victoria en Queronea.38 El estudio de Schultz también confirmó la autoría de Leocares, pues las molduras del Filipeo tienen paralelismos con el templo de Atenea Alea en Tegea, que, a su vez, se ha conectado con el proyecto constructivo del Mausoleo de Halicarnaso; todo ello coincide con los datos que tenemos de la trayectoria del escultor ateniense, de quien sabemos que trabajó en Caria.39 Otra propuesta interesante que ha deslizado Schultz es la conexión de la estructura semicircular que soportaba las cinco esculturas del Filipeo con la planta del monumento de los reyes de Argos en Delfos, lo que podría interpretarse como un guiño al pasado argivo con el que la familia real macedonia se había vinculado desde su fundación.40

Pero al cerrar el cerco sobre uno de los problemas que planteaba el relato de Pausanias, se reavivan los fantasmas de la identidad de Eurídice. Si todo el proyecto se culminó entre los años 338 y 336 a. C., el diseño del monumento contradice de alguna manera las turbulencias familiares que sacudieron la corte macedonia en esas fechas. La postrera boda de Filipo con su sexta esposa, Cleopatra-Eurídice, como veremos, provocó el distanciamiento del rey con Olimpíade y su hijo Alejandro. Por otro lado, resulta complicado asumir que Filipo no hubiera dedicado una imagen a su más reciente esposa, representante de la alta nobleza macedonia, en un contexto de tensión como el que dominó los últimos años de vida del rey. Por estas razones, Olga Palagia ha propuesto la sugerente hipótesis de que la Eurídice a la que se refiere Pausanias no era la madre de Filipo sino su esposa Cleopatra, que cambió su nombre tras el matrimonio. Esta hipótesis introduciría un cambio sustancial en el mensaje del grupo escultórico. No estaríamos ante la sucesión dinástica Amintas-Eurídice, Filipo-Olimpíade y Alejandro, sino ante Amintas, a quien Filipo debe su poder, junto a Alejandro, su probable sucesor, acompañado por su madre y Cleopatra-Eurídice, reciente esposa y posible progenitora de un nuevo heredero.41 Sea como fuere, lo único seguro es que, cuando paseamos entre las ruinas de lo que fue el santuario de Olimpia, las esbeltas columnas de orden jónico que presiden los restos del Filipeo constituyen el mudo legado de su reinado.

Ninguna de estos debates académicos, sin embargo, supera al generado por la tumba atribuida a Filipo en el gran túmulo real de Vergina. Durante los trabajos de prospección arqueológica acometidos por el francés Léon Heuzey a finales del siglo XIX se llamó la atención sobre la existencia de un montículo artificial situado en el sector occidental del cementerio de túmulos de la antigua ciudad. La mole de tierra tenía doce metros de altura y ciento diez metros de diámetro, pero los recursos que por entonces estaba consumiendo la excavación del palacio impidieron que se avanzara en este punto. Durante la guerra civil griega, que se prolongó desde 1946 hasta 1949, los combatientes cavaron trincheras en la cima del terraplén, lo que sacó a la luz fragmentos de una magnífica estela. A mediados del siglo XX se decidió repoblar la zona plantando unos árboles que resultarían una complicación añadida a los trabajos arqueológicos, que comenzarían años más tarde bajo la dirección de Manolis Andronikos, profesor de arqueología clásica de la Universidad de Tesalónica.42

El arduo trabajo de investigación comenzó a dar sus frutos en octubre de 1977, cuando se produjeron los primeros hallazgos: una tumba en cista, que fue llamada Tumba I siguiendo el orden de aparición; una tumba monumental bautizada como Tumba II y los restos de una construcción que se identificó con un heroon. Más tarde se excavarían la Tumba del Príncipe, que recibiría el nombre de Tumba III, y los restos de otro enterramiento, la Tumba IV. El 8 de noviembre, día en que la iglesia ortodoxa celebra la festividad de San Miguel y San Gabriel, se accedió por primera vez a la Tumba II, que aguardaba a los arqueólogos intacta, tal y como se había sellado en la Antigüedad.43 De todo el conjunto, solo este enterramiento y la Tumba IV se libraron de los saqueadores, que desde tiempos remotos asolaron el enclave. Se cuenta que los galos que combatieron con Pirro frente a Antígono II Gonatas, hacia el 276 a. C., se dedicaron a despojar la necrópolis real de Egas de todas sus riquezas, desperdigando sacrílegamente los huesos que albergaban.44 La fortuna quiso que estas dos tumbas se mantuvieran en el oscuro anonimato que proporcionaba el seno del túmulo hasta nuestros días. Aunque la primera publicación académica sobre las excavaciones no llegaría hasta 1984, el 24 de noviembre de 1977 se anunciaron los fabulosos hallazgos en una rueda de prensa en la que Andronikos identificó la Tumba II con la de Filipo de Macedonia.45 Antes de desentrañar toda la polémica historiográfica que ha envuelto a este fascinante descubrimiento, considerado por algunos el hito más importante de la arqueología clásica del siglo XX,46 es necesario describir el contenido de los hallazgos.

La Tumba I es un enterramiento en cista al que se conoce como Tumba de Perséfone en referencia a los extraordinarios frescos que decoran sus paredes, en las que destaca una bella y poderosa imagen del dios Hades, subido en su carro, en el momento de raptar a la diosa. Se trata de una pequeña tumba rectangular de 3,05 metros de largo; 2,09 metros de ancho y 3 metros de altura. No existe ninguna puerta de acceso, así que una vez sellada con enormes losas, quedó cerrada para la posteridad. Sin embargo, los expoliadores se las ingeniaron para acceder a su interior y despojarla del que, suponemos, sería su suntuoso ajuar. Solo se conservaron fragmentos de parte del menaje utilizado en los ritos fúnebres y una serie de restos óseos desperdigados sobre el suelo.47 Análisis posteriores han determinado que los enterrados en su interior eran una mujer de unos 25 años, un hombre de unos 25-35 años y un neonato. Ninguno de ellos había sido incinerado.48

Más claridad interpretativa arrojan los restos encontrados en la Tumba III, que se bautizó como Tumba del Príncipe porque albergaba los restos de un joven no mayor de 16 años, dato que, unido a su datación, la riqueza del ajuar encontrado y la monumentalidad del recinto, permitió identificarla como el sepulcro de Alejandro IV, el hijo de Alejandro Magno y, por tanto, nieto de Filipo. Se trata de una tumba macedonia clásica, con bóveda cañón, dividida en dos estancias. La primera cámara tiene un ancho de 4,03 metros y una profundidad de 3, mientras que la antecámara tiene una profundidad de 1,75 metros y, dado que se levanta sobre una planta rectangular, el mismo ancho que la principal. Su fachada representa un pequeño palacio, con dos pilastras en sus extremos y dos jambas que flanquean una bella puerta de mármol de dos hojas ricamente decorada. En los vanos se sitúan dos escudos decorativos. Presenta todavía restos de policromía en el entablamento, especialmente en el friso de triglifos y metopas que corona la parte superior. Por encima, una amplia superficie de 5,06 metros de largo y 0,63 metros de alto en la que se conservan restos de pigmentos y sustancias orgánicas, probablemente cuero y madera, que Andronikos interpretó como los vestigios de un friso sobre tabla que se descompuso con el paso del tiempo.49 El interior de la tumba albergaba un extraordinario ajuar compuesto por una suntuosa vajilla de plata dotada de todos los elementos necesarios para la celebración de un banquete: cráteras, cántaros, kylixes y vasos de formas diferentes. Una gran hidria de plata de uso funerario, que albergaba los restos del joven, soportaba una corona de oro decorada con estilizadas hojas de roble y bellotas.50 Del otro enterramiento, la llamada Tumba IV, que se ha datado en el siglo III a. C., solo se conservan restos de columnas de orden dórico y algunas estructuras adyacentes, mientras que del heroon aparecieron unos modestos restos con evidentes señales de destrucción, que pueden remontarse al terrible saqueo de los galos.51

Descrito el contexto arqueológico del gran túmulo, le toca el turno a la Tumba II, objeto de una inagotable controversia que está lejos de resolverse. Se puede decir, sin lugar a duda, que es el más monumental y suntuoso de los sepulcros excavados por Andronikos, e incluso podríamos aventurarnos a asegurar que es la tumba de época clásica mejor conservada de toda Grecia. La fachada alcanza casi los diez metros de ancho y los cinco y medio de alto, dos pilastras cierran la parte exterior y dos columnas estriadas de orden dórico flanquean la puerta. El entablamento está formado por un friso de triglifos pintados de intenso azul y metopas de color blanco. El elemento más destacado de este conjunto es la fabulosa escena de caza de la parte superior y que representa a tres individuos a caballo, acompañados por siete hombres a pie, que abaten en compañía de unos perros a varios animales en pleno bosque. Se ha considerado tradicionalmente que el joven jinete que ocupa el centro de la composición es Alejandro, mientras que el hombre maduro con barba que aparece a su derecha tratando de alancear a un león es su padre Filipo.

El interior, abovedado en su totalidad, está compuesto por una antecámara de 4,46 metros de ancho y 3,36 metros de profundidad y una cámara principal cuadrada de 4,46 metros de lado. En opinión de Andronikos, la antecámara se construyó tiempo después de haber concluido la cámara principal que, a su vez, mostraba claros indicios de haberse finalizado de forma precipitada.52 Ambas estancias estaban repletas de espectaculares hallazgos. La emoción que debió de causar el primer contacto con la tumba entre las personas que accedieron por primera vez a su interior se puede palpar en la vibrante descripción realizada tiempo después por el célebre arqueólogo griego.53 La antecámara, que es la estancia de este tipo más espaciosa de todas las encontradas en Macedonia, presenta un acabado perfecto: las paredes están pintadas de blanco salvo un friso central, de intenso color rojo pompeyano, que recorre todo el habitáculo y culmina en su parte superior con una cenefa de rosetas. Relata Andronikos que algunos fragmentos de pintura se encontraban sobre el suelo debido, quizás, a que la tumba se cubrió sin tiempo para que se secaran. En la cara sur de la antecámara se encontró un sarcófago, alrededor del cual se hallaron las improntas de objetos de madera que se habían descompuesto con el paso del tiempo. Depositados a los pies de una monumental puerta de mármol que daba acceso a la cámara principal, aparecieron un rico gorytos o carcaj de oro acompañado por un par de grebas, restos de 74 flechas atadas con bandas de oro y varias ánforas de tipo chipriota. En el interior del sarcófago apareció un larnax o pequeño sarcófago de oro, decorado en su parte superior con la estrella argéada, que contenía una diadema dorada y un maravilloso manto tejido en púrpura y oro. Cuidadosamente protegidos por la suntuosa tela, yacían los restos óseos que habían sobrevivido a la cremación. Varios objetos de oro completan el ajuar: unas laminillas decoradas con figuras, un amplio conjunto de discos decorados con la estrella argéada, un espléndido pectoral y dos medallones que representan cabezas de gorgonas.54

Las paredes de la cámara principal presentan un acabado más deficiente que las de la antecámara, en opinión de Andronikos, debido a que se finalizó con urgencia.55 De frente a la entrada, próximo a la pared oeste, se encontró el sarcófago, en cuyo interior aguardaba otro larnax de oro, presidido también por la estrella argéada, pero más decorado que el anterior: las hojas laterales presentan roleos vegetales y sus cuatro patas culminan en garras de león. En su interior, fragmentos óseos, con restos de pigmento azul, habían sido cuidadosamente dispuestos después de la cremación junto a un manto de color púrpura y dorado y una lujosa corona decorada con hojas de roble y bellotas.56 Sobre el suelo de la estancia yacían numerosos objetos. En la esquina suroeste aparecieron utensilios de bronce, algunos apoyados sobre la pared, tal y como debieron depositarse en el momento del enterramiento: entre ellos, dos trípodes, uno de hierro y otro de bronce, un gran caldero y otros vasos del mismo material.57 Sobre la pared apareció un objeto de bronce con forma circular que parecía proteger el escudo crisoelefantino de tipo ceremonial cuyos restos reposaban justo a sus pies. Las imágenes fragmentarias que han podido reconstruirse se han interpretado como la representación del momento en el que Aquiles toma en sus brazos a Pentesilea.58 Cerca aparecieron un par de grebas apoyadas sobre la pared.59 Tendidos sobre el suelo, prácticamente pegados al ajuar, yacían un casco60 y una espléndida y particular diadema.61 Ligeramente más separado estaba otro par de grebas y, algo más lejos, hacia el centro de la estancia, la formidable coraza;62 entre los objetos que aparecieron en este sector también se contaban algunas puntas de lanza.63 Al otro lado, hacia la mitad del muro norte, apareció una fabulosa vajilla de plata,64 que apareció ante los arqueólogos dispersa por el suelo, en absoluto desorden, como si hubiera caído de una mesa de madera desaparecida por el paso del tiempo. Esto explicaría el gran número de improntas de materia orgánica que se encontraron sobre el suelo, hecho que Andronikos asoció con la desintegración del mobiliario sobre el que se habría colocado esta parte del ajuar. Un destino parecido al que debió de sufrir un banco del mismo material cuya decoración en marfil se ha conservado de forma fragmentaria. En ella destacan dos bustos, uno de un joven con la cabeza ladeada, al más puro estilo alejandrino, y otro barbado con una evidente lesión en el ojo derecho.65 El equipo de arqueólogos que excavó la tumba los identificó con Filipo y Alejandro. Justo bajo los restos de este mueble se hallaron una espada de hierro de grandes dimensiones y otra más pequeña,66 que se habrían depositado sobre el lujoso banco de madera.67

Si el interior de la tumba arrojaba indicios sobre la relevancia del personaje que había sido enterrado allí, los materiales que conformaban el túmulo de tierra que la cubría ratificaron las sospechas. Una enorme cantidad de ladrillos, algunos quemados, se acumulaban sobre la tumba. Entre ellos se localizaron los restos de dos espadas de hierro, fragmentos de marfil y arreos de caballo, todos ellos con evidentes signos de cremación. La suma de estas evidencias llevó a Andronikos a deducir que esos materiales habían formado parte de una gran pira funeraria que se inspiraba en el ideal homérico.68 Este hecho, unido a la monumentalidad de la tumba, la hipotética identificación de los personajes del friso de la caza que decora la fachada y los rostros de marfil que lucían en el banco de madera con Filipo y Alejandro, la presencia de suntuosas coronas de oro dentro urnas decoradas con la estrella argéada, la secuencia temporal de construcción de las dos cámaras, la incineración de los cadáveres, la existencia de un heroon y la datación de algunos objetos del ajuar en el tercer cuarto del siglo IV a. C. condujeron al arqueólogo de Tesalónica a identificar los restos con los de Filipo y su última esposa, Cleopatra-Eurídice.69

La rueda de prensa de aquel invierno de 1977 suscitó reacciones a diferentes niveles. Los primeros en objetar la interpretación oficial fueron colegas de Manolis Andronikos, pues a las tradicionales rivalidades académicas se unieron diferencias políticas. En un artículo que vio la luz el 30 de noviembre de ese mismo año en un semanario cultural local, D. Kanatsoulis, profesor de la Universidad de Tesalónica, cuya ideología conservadora difería del progresista Andronikos, cuestionaba la identificación de Vergina con la antigua Egas y, por tanto, consideraba inviable que la tumba pudiera atribuirse a Filipo. Esta tesis sería sostenida también por un profesor de la Universidad de Ioannina, Photis Petsas, quien publicó su opinión en el mismo medio que su anterior colega.70 El primero en proponer una identidad alternativa a la de Filipo fue otro investigador griego, E. Zachos, que el 13 de febrero de 1978 envió una carta al diario ateniense Έλευθεροτυπία para sugerir que los moradores de la tumba podrían ser Filipo III Arrideo y su mujer, Adea-Eurídice, una tesis que acabaría convirtiéndose en la otra gran alternativa historiográfica a la propuesta por Andronikos. Zachos aprovechaba la coyuntura para recriminar el uso político del hallazgo, acusando al primer ministro, Constantinos Karamanlis, de instrumentalizar el descubrimiento en su beneficio.71

Figura 3: Fachada encastrada de la Tumba II, o Tumba de Fillipo II, en Egas: dos pilastras con orden dórico flanquean la puerta de entrada y sostienen un arquitrabe con un friso de metopas pintado. © Ephorate of Antiquities of Imathia. Hellenic Ministry of Culture and Sports (N. 736/1977), Archaeological Receipts and Exporpiations Fund.

La polémica no tardó en traspasar fronteras. El investigador estadounidense Lindsay Adams propuso datar la tumba en época de Casandro (r. 305-297 a. C.), lo que permitiría ratificar la idea planteada por Zachos.72 Una tesis que encajaba con la planteada por Anna María Prestianni Giallombardo y Bruno Tipodi, quienes sugirieron que el ajuar de la mujer enterrada en la antecámara denotaba su condición de guerra y, por tanto, encajaba mejor en el perfil de Adea-Eurídice.73 El círculo de críticas contemporáneas se cerraría con sendos artículos de Phyllis Williams Lehmann, que tendría una notable repercusión, y de Peter Green, que afilaba su pluma contra los arqueólogos griegos, a los que acusaba de seguir una agenda nacionalista. Todo ello a pesar de que las primeras voces que desautorizaron a Andronikos fueron, precisamente, de compatriotas.74

Con el paso del tiempo se irían sembrando cada vez más dudas sobre los argumentos iniciales. Un estudio de K. Zampas, ingeniero civil que participó en los trabajos de restauración de la tumba, determinó que la cámara y antecámara no se habrían construido necesariamente en dos fases, por lo que una de las tesis principales de Andronikos, que creía que esta diferencia cronológica coincidía plenamente con el relato de las fuentes, también fue cuestionada.75 Otros debates, como el referente a la bóveda de cañón, han hecho correr ríos de tinta: Phyllis Williams Lehmann había sugerido que este tipo de cubierta se introdujo en Grecia después de las campañas de Alejandro, de manera que la tumba no podría datarse antes de este período.76 Este argumento sería desechado por varios autores en base a dos razones: la constatación de transmisión de técnicas constructivas entre Grecia y Oriente Próximo desde tiempos remotos y que la bóveda de piedra, no de ladrillo, parece una evolución local a partir de la tumba en cista, lo que quedaría demostrado tras el hallazgo de la llamada tumba de Eurídice, también en Vergina.77 La posible importación de este elemento arquitectónico no sería la única razón esgrimida por quienes sostenían que la datación de la tumba tenía que ser posterior a la campaña asiática de Alejandro.

El debate se extendió a cuestiones tan concretas como la naturaleza de la diadema que apareció en la cámara principal, considerada por algunos autores como una stephanos –literalmente, una corona– helenística e, incluso, derivó a la polémica cuestión de la adopción de la kausia, el sombrero típico macedonio, que algunos llegaron a considerar un préstamo afgano.78 Otro de los problemas que ha suscitado un intenso intercambio de pareceres es el de la escena cinegética del friso de la fachada que, para ciertos investigadores, estaría inspirada en una suerte de paraíso persa, un recinto cerrado, de exuberante vegetación, en el que se soltaban animales para su caza posterior y, por tanto, encajaría con la posibilidad de que el sepulcro se hubiera construido en época de Casandro.79 Eugene Borza, apoyándose en una tesis de la reputada historiadora del arte Olga Palagia, concluía que la tumba pertenecía a Filipo III Arrideo y Adea-Eurídice por tres motivos: que Palagia había demostrado que el estilo de la pintura del friso de la caza encajaba con la época de Casandro; que la equiparación de algunas de las piezas del ajuar con las de las tumbas de Derveni retrasaba la cronología de la de Vergina a finales del siglo IV a. C., y que la datación propuesta por Susan Rotroff, que había equiparado algunos hallazgos con útiles procedentes del Ática, también la situaba en la misma fecha.80 El debate parece estancado entre dos grandes posturas: los que sostienen que la tumba pertenece a Filipo II y una de sus mujeres, y los que argumentan que es de su hijo Filipo III Arrideo con Adea-Eurídice. Dentro de esta facción estaría otro sector integrado por los que aseguran que el sepulcro de Filipo II sería la llamada Tumba de Perséfone.81

La investigación forense de los restos óseos encontrados en las urnas, que ha transcurrido en paralelo a este imbricado debate historiográfico, lejos de contribuir a fortalecer cualquiera de las hipótesis planteadas, ha sembrado las mismas dudas. Los puntos de discordia son, fundamentalmente, tres: identificar el número y la edad aproximada de los individuos enterrados en las tumbas del gran túmulo; localizar evidencias de las graves heridas que, según las fuentes, Filipo había sufrido a lo largo de su vida, y determinar si fueron incinerados justo tras su muerte. Estos interrogantes tratan de responder a las evidencias históricas que nos han transmitido las fuentes. Como vimos en el capítulo precedente, el rey macedonio murió asesinado en el 336 a. C. a la edad de 46 años. Su última esposa, Cleopatra, cuya edad desconocemos, pero sabemos que era mucho más joven, fue asesinada poco tiempo después, en el 335 a. C., junto a su hija Europa, que no tendría más de 15 meses. Por su parte, Filipo III Arrideo, que debía tener a su muerte cerca de 45 años, y su esposa, Adea-Eurídice, fueron ejecutados en el otoño del 317 a. C.82 Un año después, hacia la primavera del 316 o, incluso, el 315 a. C., Casandro ordenó enterrar ambos cadáveres junto a la madre de la reina, Cinna, organizando para la ocasión unos juegos funerarios en los que participaron cuatro de sus soldados en combate singular.83

Los primeros análisis se publicaron en 1981, cuando N. Xirotiris y F. Langenscheidt fijaron un rango de edad de entre 35 y 55 años para el hombre cuyos restos aparecieron en la cámara principal, mientras que la mujer tendría 25 años. Pese a que no encontraron evidencias de daños significativos en el cráneo, ratificaron la tesis de Andronikos.84 En 1984, un equipo formado por Jonathan H. Musgrave, Richard A. H. Neave y A.J.N.W. (John) Prag, volvió a examinar los restos en busca de la famosa lesión. El resultado de su estudio arrojó una nueva conclusión: la órbita, el hueso zigomático y la mandíbula del lado derecho de la cara sí mostraban daños. A lo largo de una serie de artículos que se publicaron hasta principios de los 90, fueron añadiendo otros datos interesantes, como el hecho de que los cuerpos se quemaron poco después de la muerte, lo que reforzaba la tesis de Andronikos.85