Filobiblon - Ricardo de Bury - E-Book

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Ricardo de Bury

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Beschreibung

Filobiblon es uno de los principales textos medievales sobre el cuidado de los libros y la correcta administración de una biblioteca. Ricardo de Bury recomienda dónde encontrar los libros, cómo guardarlos y conservarlos, se queja del maltrato que les provocan los clérigos y estudiantes, incide en la adecuación de los enseres de las bibliotecas, redacta normas para su préstamo... Este tratado sobre el amor por los libros está considerado como el primer manual para bibliotecarios de la historia.

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Seitenzahl: 164

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Ricardo de Bury

Filobiblon

Amor por los libros

EXORDIO DE Camilo Ayala Ochoa

TRADUCCIÓN DEL LATÍN DE Baruch Martínez Zepeda

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

Título original:

Philobiblon

© De la traducción, Universidad Nacional Autónoma de México, 2019

© De esta edición, Trama editorial, 2021

Zurbano, 71,

28010 Madrid

Tel.: 91 702 41 54

[email protected]

www.tramaeditorial.es

isbn: 978-84-18941-97-9

Índice

Exordio Respiramos libros para evitar languidecer

FILOBIBLON

Prólogo

1 Cómo el tesoro de la sabiduría está principalmente en los libros

2 Qué clase de amor, según la razón, se debe a los libros

3 Cómo se debe establecer el precio al comprar libros

4 Queja de los libros contra los clérigos ya ordenados

5 Queja de los libros contra los monjes que tienen posesiones

6 Queja de los libros contra los religiosos mendicantes

7 Queja de los libros contra las guerras

8 Sobre las múltiples oportunidades que hemos tenido para adquirir una gran cantidad de libros

9 Cómo, a pesar de amar más las obras de los antiguos, no hemos condenado los estudios de los modernos

10 Sobre la progresiva perfección de los libros

11 Por qué hemos preferido los libros de artes liberales a los libros de derecho

12 Por qué nos hemos encargado con tanta diligencia en hacer de nuevo libros de gramática

13 Por qué no hemos descuidado por completo las narraciones de los poetas

14 Quiénes deberían ser los principales amantes de los libros

15 Cuántos beneficios confiere el amor por los libros

16 Cuán meritorio es copiar libros nuevos y reparar los viejos

17 Sobre el debido decoro que se debe tener para custodiar los libros

18 Cómo hemos reunido tan gran cantidad de libros para el provecho común de los estudiantes y no solo por placer propio

19 Cómo prestar nuestros libros a todos los estudiantes

20 Exhortación a los estudiantes para que nos retribuyan las debidas oraciones

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Exordio. Respiramos libros para evitar languidecer

Comenzar a leer

Colofón

Notas

RESPIRAMOS LIBROS PARA EVITAR LANGUIDECER

Sweet is the lore which Nature brings;Our meddling intellectMis-shapes the beauteous forms of things:We murder to dissect.

william wordsworth

En los folios iniciales de la espléndida obra de Alberto Manguel, Historia de la lectura, advertimos que, en la tradición judía, el universo es un libro formado de números y letras, y la clave para interpretarlo está en leer de forma adecuada esos números y letras. Con el tiempo, de la tradición judía, fascinada por la letra de la ley, se pasó a la búsqueda católica del espíritu de la letra. El Evangelio lucano refiere que los nombres de los discípulos de Cristo están asentados en el cielo y ese nomenclátor presupone un anotador. Orígenes Adamantius, representante de la filosofía patrística, decía que la escritura era un espejo de la divinidad que tenía cuerpo, alma y espíritu, es decir, que existía en el texto un sentido literal, uno moral y uno alegórico. Ante el cuestionamiento que le hacía un filósofo sobre cómo podía vivir sin libros, el anacoreta san Antonio Abad, también llamado Antonio de Egipto por haber nacido durante el año 251 en la población de Comas, cerca de Heracleópolis Magna, al sur de Menfis, respondió que la naturaleza era su gran libro y no precisaba más. San Agustín marcó una distinción: Dios era autor tanto del libro de la naturaleza como del libro sagrado. Estudiosos posteriores distinguieron el modo de adquirir conocimiento a partir de la razón o de la autoridad según se utilizara el libro de la naturaleza o el libro de la Sagrada Escritura.

Tanto para la alta cultura como para las manifestaciones populares medievales el mundo era un libro. Evoquemos cuatro fascinantes ejemplos. El primero es el caso del teólogo Hugo de San Víctor, quien murió alrededor de 1141 y fue autor, entre otras obras, del impresionante Didascalicon de studio legendi. Él consideraba que solo los que se permitían guiar por la lectura de libros filosóficos y teológicos accedían al sentido y significado del libro escrito por el dedo de Dios (liber scriptus digito Dei).

En el segundo ejemplo nombremos a Ramon Llull, apropiadamente designado Doctor Inspirado y Doctor Iluminado, filósofo e inventor de la hodierna rosa náutica de los vientos. Fue Llull autor, entre muy caudalosas letras, de un Liber de Deo et de mundo, escrito en 1315; y de la novela Blanquerna, en la que el epónimo protagonista, al final de su vida, compone un poemario reflexivo en forma de diálogo llamado Llibre d’Amic e d’Amat (Libro del amigo y el Amado), donde el amigo es cualquier fiel cristiano y el Amado es Dios, quien es autor del libro que es el mundo, que algunos saben leer, y también es el mismo mundo a semejanza del escritor que lo es en sus libros.

El tercer ejemplo tiene que ver con la ficción. Compuesto alrededor de 1300, presuntamente por un sacerdote toledano de nombre Ferrand Martínez, el Libro del cavallero Zifar, que es la primera novela de caballerías de la lengua española, lleva consigo: «Ca sabet que el mundo es commo el libro, e los omes son commo letras, e las planas escriptas commo los tiempos; que cuando se acaba la vna, comiença la otra».

El último ejemplo, y más famoso, es de Durante di Aliguiero degli Alighieri o Dante Alighieri. En la tercera cántica de su Divina Comedia, «Paraíso», Dante imagina un universo desencuadernado ligado por el amor en un solo volumen.

Ernst Robert Curtius, en Literatura europea y Edad Media latina, y Hans Blumenberg, en La legibilidad del mundo, han estudiado la metáfora medieval del libro como mundo y del mundo como libro. Serafín Vargas González, en El Quijote desde la reivindicación de la racionalidad, bien señala que existe una metáfora análoga que circuló al mismo tiempo: «la del Liber creaturae en el que el mundo se da a conocer al hombre, pero sin que este necesite leerlo e interpretarlo en sí mismo, como receptáculo de la gracia divina, constituida en ejemplar directo del mundus sensibilis». El pensamiento bonaventuriano explica teológicamente que por el pecado original las cosas se oscurecieron y era necesario un libro iluminador, y usando la traducción que Rossano Zas Friz de Col incorpora en La teología del símbolo de San Buenaventura, «este es el libro de las Escrituras, que pone semejanzas, propiedades y metáforas de las cosas escritas en el libro del mundo». Raimundo Sabunde fue más allá al conjeturar que en el libro de las criaturas del mundo cada criatura era una letra, que el hombre era la principal de esas letras y que las criaturas juntas o separadas comportan y significan dichos y sentencias, y contienen la ciencia necesaria para el hombre. Así lo dejó caer en un libro, escrito entre 1434 y 1436, cuyo título es enorme: Liber naturæ sive creaturarum. In quo tractatur specialiter de homine et de natura eius in quantum homo, et de his, quæ sunt ei necessaria ad cognoscendum seipsum et edeum: et omne debitum, ad quo homo tenetur, et obligatur tam deo quam proximo et in sacra pagina egregio professore. Alejo Venegas lo complica más. En la Primera parte de las diferencias de libros que ay en el universo, publicado en Toledo durante 1540 por Juan Ayala, los libros son tres: el libro de Dios –que es el Arquetipo–, el libro de la naturaleza –o Metagrafo– y el libro de conceptos morales y religiosos. El Metagrafo tiene, a su vez, tres partes: natural (libro de la naturaleza), racional (el hombre) y revelada (escritura divina).

La idea del libro como creación, que tiene ecos agustinos, estuvo trabada a la del libro de la vida, y derivó más tarde en la visión del libro de la muerte. El monje demonólogo Francesco Maria Guazzo indica en su Compendium Maleficarum, editado en Milán en 1608, Apud Haeredes Augustini Tradati, que entre las once fórmulas para que una mujer se transmute en bruja está el deprecar al Diablo que borrara su nombre del libro de la vida y lo inscribiera en el libro de la muerte o libro negro.

En el siglo xvi, Martín Lutero puso en jaque la visión de la búsqueda del espíritu de la letra al postular que no se necesitaba autoridad para la interpretación o la lectura. A partir del factor del protestantismo se creyó posible leer de manera autónoma el libro de la naturaleza, que para Galileo estaba escrito en el lenguaje de las matemáticas. Tras la difusión del estilo Gutenberg de impresión y la industrialización del libro, es decir, la reproducción sistemática de ejemplares a partir de un prototipo editorial, la consideración de Dios como autor del gran libro de la creación fue sustituyéndose por la del hombre como autor de los infinitos libros posibles. En el siglo xix, Thomas Carlyle pudo decir que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben.

La humanidad ha ido cambiando su apreciación del libro como objeto, pero también existe un devenir en la apreciación de la representación de los formatos del libro en el arte, tanto en la pintura como en la escultura. En las fachadas y retablos de capillas, abadías, iglesias y catedrales podemos observar cómo del volumen que se desplazaba de manera horizontal se pasó al rollo vertical, al que poco a poco sustituyó el códice con tapas. Durante el Medievo fue muy común la representación del libro como el objeto que porta el Pantocrátor, Cristo todopoderoso o Cristo en majestad.

Todo cambió con el umbral Gutenberg. La difusión de la imprenta fue uno de los factores que extendieron la reforma protestante, y su reacción, la Contrarreforma, puso un fuerte acento en la espiritualidad que trajo consigo una meditación sobre lo mundano, la presencia de la muerte y una estética del desdén. Tal era la valoración de la imagen de la imprenta que San Ignacio de Loyola llegó a recomendar en sus ejercicios espirituales el imprimir en el alma el horror a la muerte. En ese trance convenía tener cerca una calavera como recuerdo de que somos polvo y sombra. El caso es que, para el pensamiento ignaciano, el alma era material susceptible de estamparse.

A la calavera, que es un memento mori, un recuerdo de la fugacidad del mundo, se unió el libro como elemento iconográfico de vanitas. Estas reflexiones sobre la temporalidad son representaciones pictóricas con calaveras, comúnmente colocadas sobre algún libro cerrado. El libro –igual que las gafas y los cálamos, los cráneos y las alhajas, las flores marchitas y los relojes, los instrumentos musicales abandonados y los globos terráqueos–, se tomó entonces como símbolo de la fatuidad de la sabiduría.

Desde la explosión Gutenberg el libro nos ha historiado y es, como instrumento cultural, un signo de los siglos en cuanto a su concepción y cosmética editorial. De los incunables del xv pasamos, en términos generales, a los libros renacentistas del xvi, barrocos del xvii, neoclásicos del xviii, ilustrados del xix, modernos del xx e inmateriales del xxi. Hemos cribado los instrumentos de lectura. Pasamos de ser amanuenses a letraimpresionistas y nuestra cultura actual se construye con intangibles.

Los libros incorpóreos, cada vez más presentes, valga la paradoja, ya ni siquiera tienen que ver solo con la pantallización de la sociedad. Más allá de las nuevas formas de lectura, que pueden ser sociales, hipermediales y fractales, encontramos experiencias inmersivas que están basadas en simulaciones reales o mixtificaciones hiperreales. No aplicamos nuestros sentidos a la lectura sino que permitimos la emulación de sensaciones. Del hombre tipográfico dueño de la Galaxia Gutenberg, a quien Marshall McLuhan desahució, pasamos al hombre gráfico, dueño de una cultura icónica, que McLuhan presintió, pero nos hemos seguido de largo y se asoma ya el hombre holográfico, el que tiene una vida virtual de naturaleza avatárica y que se relaciona con vidas aparentes.

Recojamos nuestros pasos. La metáfora del libro del mundo cobró fuerza durante el Renacimiento. Fray Luis de Granada se cuestionó con sumo donaire en el capítulo II de la primera parte de la Introducción del símbolo de fe, obra publicada en Salamanca el año de 1583:

Pues según esto, qué es todo este mundo visible, sino un grande y maravilloso libro que vos, Señor, escrivistes y offrecistes à los ojos de todas las naciones del mundo, assi de Griegos, como de Barbaros, assi de sabios, como de ignorantes; para que en él estudiassen todos, y conosciessen quién vos erades? Qué serán luego todas las criaturas deste mundo tan hermosas y tan acabadas, sino unas como letras quebradas y illuminadas, que declaran bien el primor y la sabiduría de su author?

No por nada Miguel de Cervantes Saavedra imagina a un Alonso Quijano que prefiere ser el Quijote tomando la imagen del mundo de los libros de caballería como verdadera. Pero algo extraordinario ocurre cuando el Quijote critica la existencia de un libro apócrifo escrito por un tal Alonso Fernández de Avellaneda y decide cambiar su ruta evitando Zaragoza para ir a Barcelona. Carlos Fuentes lo señaló en Cervantes o la crítica de la lectura: «Seguramente esta es la primera vez en la historia de la literatura que un personaje sabe que está siendo escrito al mismo tiempo que vive sus aventuras de ficción». Don Quijote encuentra a don Álvaro Tarfe, personaje deuteragonista de Avellaneda, y no solo lo convence de ser el genuino Quijote sino que lo hace firmar un testimonio ante escribano público. Esta es la cúspide de la intertextualidad. Lo contrario hace Miguel de Unamuno, según nos recuerda Marcela Ochoa Penroz en su libro Reescrituras del Quijote cuando defiende al vizcaíno Sánchez de Azpeitia de quien don Quijote se mofaba por su mal uso de la lengua castellana. Así es. En su Vida de Don Quijote y Sancho, Unamuno mete la cabeza en la página de papel, se sumerge en la tinta, aguanta la respiración y dice: «Deja, don Quijote, que hable de mi sangre, de mi casta, de mi raza, pues a ella debo cuanto soy y valgo, y a ella también debo el poder sentir tu vida y tu obra».

En el año 2006, en una entrevista que le realizó Rosa Beltrán a Sergio Pitol, el escritor comentó que si no hubiese leído a varios autores, especialmente a Cervantes, habría sido, sobre todo, un mutilado, que estaría ciego y sordo, porque ellos le enseñaron el mundo. Pitol declara en El arte de la fuga que «uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas». ¿Qué nos otorga la lectura sino vida espiritual, vida interior? Federico Álvarez Arregui, ese gran editor que hizo escuela en la Universidad Nacional Autónoma de México, dijo alguna vez que «El libro en la mano nos da fuerza y una callada alegría». Leer un libro con curiosidad y expectación es una necesidad imperiosa que, a fuerza de repetirse, deriva en un deseo incontenible de compartir experiencias lectoras. Eso pasa en quienes creemos que los signos trazados en papel o que pulsan en una pantalla producen efecto sobre la sustancia del lector, que transforman la existencia acercándola a una espiritualidad más rica que la prosperidad económica. Y salimos a contagiar esa creencia buscando la lectura no erudita o individual que se hace en silencio, sino la social, la que se realiza en voz alta.

En La verdad sobre el caso Harry Quebert de Joël Dicker, que por cierto transcurre en un ambiente editorial, los protagonistas son escritores: el viejo Harry Quebert y el joven Marcus Goldman, que recibe lecciones de escritura. En algún momento Marcus le pregunta a Harry por qué escribe y este contesta: «Porque escribir dio sentido a mi vida. Por si no se ha dado cuenta todavía, la vida, en términos generales, no tiene sentido. Salvo si se esfuerza en dárselo y lucha cada día que Dios nos da para llegar a ese fin». Escribir es una manifestación del ser, como lo es editar. En 2013 la conferencia de clausura del máster en edición de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona le tocó en suerte a Beatriz de Moura, la editora de Tusquets, quien trajo a cuento la pregunta elaborada por Roberto Calasso en La huella del editor: ¿Qué deber (o misión) le queda al editor? De Moura hace suya la respuesta que el italiano parafrasea de Debussy cuando alguien le preguntaba la finalidad de su música: dar placer. Calasso decía que al editor le queda dar placer a esa tribu dispersa de personas que buscan algo que sea literatura, que sea pensamiento, que sea indagación, que sea oro y no turba. Por eso De Moura definía a su editorial como un hogar literario y decía que su oficio sincronizaba a la perfección el terco deseo de rodearse de libros; y por eso Juan Cruz Ruiz tituló Por el gusto de leer a la conversación que refleja las memorias de Beatriz de Moura.

Somos hijos de la imprenta y abuelos de la cultura digital. El mundo de la tinta y el hipertexto produce sed de lecturas; al menos queremos creerlo. El sentido de la vida es la cultura escrita, la cultura librera, la cultura editorial. Así como hay impresores que huelen a tinta, libreros que terminan creyéndose libros, correctores de estilo que le encuentran erratas a la vida, diseñadores que todo lo quieren justificar, hay editores que son, como los define Jorge Herralde, «un obseso que desea ser felizmente un obseso». ¿Qué es lo contrario a la edición sino el sosiego? El que edita indaga, labora y sufre por comunicar lo que tiene que decir el autor con lo que quiere saber el lector. Los libros no solo son más necesarios que el sosiego sino que son más necesarios que las necesidades.

Hans Blumenberg, en el ya citado La legibilidad del mundo, nos dice que la metáfora sobre la experimentabilidad del mundo es representada por el paradigma de la legibilidad, que es «el deseo de que el mundo se haga accesible de un modo distinto al de la simple percepción y hasta de la predecibilidad exacta de sus fenómenos». Esa es una visión libresca, modelada por la tipografía. Es una visión hecha con la mirada libresca que Nietzsche definía como la de no ver las formas por lo que son sino por lo que dicen. Sin embargo, del ojo lector que usamos para ver la vida, pasamos al ojo escritor, pero eso nos lleva al ojo editor. Nos comportamos en consecuencia de acuerdo con nuestra cultura escrita, nuestra cultura editorial. Michael Korda escribió el libro Editar la vida: mitos y realidades de la industria del libro, ante cuyo título es posible inquirir si no es lo que hacemos todo el tiempo: editar y editarnos. Así atendemos lo que Fernando Pessoa recomendaba en 1915: «Organiza tu vida como una obra literaria, colocando en ella toda la unidad posible».

El comunicólogo George Gerbner hablaba del síndrome del mundo mezquino o síndrome del mundo cruel, que es la visión de un ambiente inhumano que nos queda al apreciar los medios de comunicación con tanta violencia y muerte en las noticias y en los programas. Quienes trabajamos con libros tenemos un síndrome semejante, pero dirigido a la edición, la corrección y el diseño. El síndrome del mundo librero nos hace ver a las bibliotecas como los espacios más importantes de nuestros hogares, a las librerías como argumentos esenciales para el desarrollo humano, a las editoriales como motores de la historia. Con ese síndrome valoramos sobremanera el alfabetismo y la lectura. Ese síndrome lo tienen quienes están acostumbrados a preguntarse por la razón de las cosas, quienes no creen en las formas sino en lo que estas llevan detrás. La morada de los libros está hecha de preguntas que se ramifican en más preguntas.

La metáfora del mundo como libro para leerse y estudiarse es muy digna de la perspectiva universitaria. Las universidades y el libro son instituciones ligadas históricamente. Tomemos en cuenta que las labores educativas, bibliotecarias y de copia de manuscritos en los conventos medievales, ese afán de preservación y estudio, produjo las universidades y que estas nacieron articuladas al libro. La Biblioteca de la Universidad de Salamanca, conocida también como Antigua Librería, es la biblioteca universitaria más rancia, procede del siglo xiii. En el siglo xviii