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Vaqueros cascarrabias, romances ardientes... Bienvenidos a Chestnut Springs, una saga ambientada en un pueblo del mismo nombre que está pegando fuerte y firmada por la sensación de TikTok Elsie Silver. Las normas eran muy sencillas: no meterme en líos y no ponerle ni un dedo encima a su hija. Pero ahora no puedo escapar de ella. Y solo hay una cama. Y, bueno..., las normas están para romperlas. Soy el chico de oro de la monta de toros profesional... O, mejor dicho, lo era, hasta que todo se volvió en mi contra. Ahora, mi representante dice que he de lavar mi imagen, así que no me queda más remedio que aguantar que la tocapelotas de su hija me "supervise a tiempo completo" lo que queda de temporada. Pero yo no necesito ninguna niñera, sobre todo si viene con vaqueros ajustados, una sonrisilla de superioridad y una boca que no se calla nunca... Una boca que no consigo quitarme de la cabeza. Ella dice que esto no significa nada.Yo digo que lo significa todo. Dice que hay límites que no debemos cruzar. Que mi reputación no aguantará más golpes y que su corazón herido, tampoco. Pero yo se lo voy a robar de todos modos.
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Seitenzahl: 511
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Para seros sincera, escribí este libro para mí:para la chica que nunca estaba segura de qué hacercon su vida y para la mujer que se decidió.
«Unas veces buscamos el momento; otras,el momento nos busca a nosotros».
Gregg Levoy
«Este cabrón está enfadadísimo, Eaton».
El guapísimo vaquero, que está subido en el lomo de un toro gigantesco, resopla y recoloca la mano en la cuerda que tiene delante. Sus ojos oscuros resplandecen en la pantalla y las líneas duras de su rostro asoman a través de la reja del casco.
«Cuanto más corcovean, más me gustan».
Apenas oigo lo que dicen por encima del escándalo de la multitud que se ha congregado en el recinto y de la música de fondo que suena a todo volumen, pero los subtítulos de la pantalla se encargan de aclararme las palabras que se me escapen.
El joven asomado al toril suelta una risita y niega con la cabeza.
«Debe de ser por toda esa leche que bebes. A Rhett Eaton, famoso en todo el mundo, no se le rompen los huesos».
El cowboy, fácilmente reconocible, le guiña un ojo de color ámbar y sonríe desde detrás de la reja que le cubre la cara; se atisba el destello blanco de sus dientes bajo el casco. Conozco bien esa sonrisa encantadora; me he pasado horas contemplando una versión brillante e inmóvil de la misma.
«No me fastidies, Theo. Ya sabes que odio la leche».
El otro muchacho esboza una sonrisa provocadora y añade:
«Pero si estás monísimo en esos anuncios, con tu bigote de leche… Monísimo para ser un vejestorio, claro».
El joven le guiña un ojo y los dos se ríen al unísono; mientras tanto, Rhett sube la mano por la cuerda en un gesto metódico.
«Prefiero que me tumbe un toro cada día antes que beberme esa mierda».
Los oigo reír y, justo entonces, mi padre pausa el vídeo en la enorme pantalla plana. Se le ha puesto el cuello rojo y el rubor sigue trepándole hacia el rostro.
—Vale… —me atrevo a decir con cautela. Estoy intentando entender por qué esa conversación ha motivado una reunión de urgencia con los dos nuevos empleados a tiempo completo de Hamilton Elite.
—No. No vale. Este tío es la cara de la monta de toros profesional y acaba de dejar en ridículo a sus principales patrocinadores. Y va a peor. Seguid mirando.
Pulsa el play otra vez con un gesto agresivo, como si el botón tuviese algo de culpa en este asunto, y la escena de la pantalla cambia. Ahora, Rhett está caminando por el aparcamiento del recinto con una mochila colgada del hombro. En lugar del casco negro, lleva puesto un sombrero de cowboy. Lo persigue un hombre delgado con ropa ancha que camina a grandes zancadas para que no se le escape, y detrás de ellos va un cámara que los está grabando a ambos.
No creo que sea habitual que los paparazis persigan a los profesionales del rodeo, pero, con el paso de los años, Rhett Eaton se ha hecho bastante famoso. No es precisamente un ejemplo de pureza, pero sí que representa al típico hombre de campo brusco y duro.
El reportero da un saltito al frente para ponerle el micrófono a la altura de la boca.
«Rhett, ¿vas a hacer declaraciones sobre el vídeo que ha estado circulando por ahí este fin de semana? ¿No te gustaría disculparte?».
El vaquero aprieta los labios e intenta esconder el rostro bajo el ala del sombrero. Rechina los dientes; el cuerpo tonificado se le pone rígido. La tensión se le nota en cada músculo.
«No tengo nada que decir», replica con la mandíbula apretada.
«Venga, hombre, ¡dame algo!».
El reportero alarga el brazo y le presiona el micrófono contra la mejilla a la fuerza, a pesar de que el cowboy se haya negado a hacer declaraciones.
«¡Tus fans se merecen una explicación!», insiste.
«No me lo parece», masculla Rhett mientras intenta poner distancia.
¿Por qué esta gente se cree con derecho a obtener una respuesta cuando se dedican a perseguir a una persona que va por ahí sin molestar a nadie?
«¿No vas a disculparte?», insiste el chico.
Y entonces Rhett lo golpea en la cara.
Ocurre tan rápido que parpadeo mientras intento seguir los planos de la cámara, que ahora tiembla y da sacudidas de un lado a otro.
«Joder», pienso.
En cuestión de segundos, el pesado paparazi está en el suelo con el rostro entre las manos mientras Rhett se larga sin mediar palabra, sacudiendo el brazo.
La imagen en pantalla cambia: aparece un presentador del telediario sentado en su mesa, pero mi padre apaga el televisor antes de que le dé tiempo a informar sobre lo que acabamos de ver y suelta un gruñido de frustración.
—Putos vaqueros… No hay quien los controle. No quiero lidiar con él, así que, por suerte para vosotros, este trabajo está disponible. —Está casi temblando de rabia, pero yo me limito a apoyarme en el respaldo del asiento. Mi padre no necesita gran cosa para subirse por las paredes, pero el enfado se le pasa igual de rápido. Llegados a este punto, yo ya ni me inmuto, la verdad. No se puede durar mucho en Hamilton Elite si Kip Hamilton es demasiado para ti.
Por suerte, tengo a las espaldas una vida entera de aprendizaje, así que sus prontos ya no me afectan. Soy inmune. Hasta he llegado a pensar que es parte de su encanto, y no me lo tomo como algo personal. No está enfadado conmigo; simplemente… está enfadado.
—Llevo años partiéndome el lomo para que este palurdo consiga patrocinadores con los que ni se le había ocurrido soñar y va y lo tira así todo por la borda en cuanto su carrera empieza a flojear. —Mi padre hace un gesto con las dos manos a la pantalla colgada de la pared—. ¿Tienes idea del dinero que ganan estos tipos solo por estar tan locos como para montarse en un toro furioso de novecientos kilos, Summer?
—Pues no —contesto, aunque me da la sensación de que me lo va a decir ahora mismo. Miro a mi padre a los ojos oscuros, del mismo color que los míos. Geoff, el otro becario, que está sentado a mi lado, se encoge en la silla.
—Si son tan buenos como este imbécil, ¡millones de dólares!
Nunca habría pensado que pudiera tratarse de un negocio millonario, pero tampoco es que el rodeo forme parte del temario de Derecho. Lo sé todo sobre Rhett Eaton, el famoso rompecorazones del mundo del rodeo y mi principal obsesión adolescente, pero no sé casi nada ni sobre esta industria ni sobre este deporte. Esbozo una media sonrisa al recordar que hace una década estaba tumbada en la cama babeando delante de una foto suya.
Rhett estaba subido en una valla, mirando hacia atrás, directamente a la cámara. Tras él, se vislumbraba el campo abierto y un cálido sol poniente. Una sonrisa seductora en los labios, los ojos parcialmente ocultos bajo el ala de un sombrero gastado… Pero los auténticos protagonistas de la foto eran unos pantalones vaqueros de la marca Wrangler que se le ceñían justo donde debían.
Así que sí, no sabía mucho sobre la monta de toros. Lo que sí sabía era que me había pasado un montón de tiempo mirando esa foto. El campo, la luz… Me atraía. No era solo por el chico. Aquella imagen me hacía desear estar allí, contemplando esa puesta de sol con mis propios ojos.
—George, ¿sabes cuánto valía el patrocinio con la empresa láctea que este tipo acaba de tirar a la basura? Por no hablar de todos los otros patrocinadores a los que me va a tocar acariciarles las pelotas para calmar los ánimos…
Juro por Dios que casi se me escapa la risa. «George». Conozco a mi padre lo suficiente para saber que es consciente de que lo ha llamado por el nombre equivocado, pero también es una prueba para ver si Geoff tiene los cojones que hay que tener para corregirlo. Según tengo entendido, trabajar con deportistas engreídos y famosos no siempre es pan comido… y, por lo que veo, al chico que tengo al lado no le va a resultar nada fácil.
—Mmm…
Echa un vistazo a los papeles que tiene en la carpeta que hay sobre la mesa mientras yo desvío la mirada hacia los ventanales que ocupan toda la pared y que ofrecen unas vistas preciosas de las praderas de Alberta. El paisaje de Calgary desde la trigésima planta de este edificio no tiene parangón. Al fondo se ven las Montañas Rocosas, con sus cimas cubiertas de nieve. Parecen un cuadro. No me canso de mirarlas.
—La respuesta es decenas de millones, Greg.
Me muerdo el interior de la mejilla para no soltar una carcajada. Geoff me cae bien, y mi padre se está comportando como un capullo, pero después de haber estado en esa misma tesitura durante años me divierte ver a alguien más titubeando delante de él, igual que me pasaba a mí antes.
Dios sabe que mi hermana, Winter, nunca ha sido víctima de este tipo de tormentos. La relación que tiene con nuestro padre es muy diferente de la que tengo yo. Conmigo, se muestra juguetón y no se anda con muchos miramientos, mientras que con ella se comporta casi de forma profesional. De todos modos, creo que ella lo prefiere así.
Geoff me mira con una sonrisa falsa.
No es la primera vez que veo esa expresión en la cara de la gente del trabajo. Lo que significa es: «Debe de ser agradable ser la niña del jefe». Significa: «¿Qué tal te trata el nepotismo, guapa?». Pero estoy entrenada para aguantar esta clase de pullas. No tengo la piel tan fina. Hace falta un poco más para alterarme. Sé que dentro de quince minutos Kip Hamilton será todo sonrisas y bromas. Esa fachada perfecta que utiliza para conseguir clientes no tardará en aflorar de nuevo.
El hombre es todo un maestro, incluso un poco zorro, aunque diría que eso viene con el paquete. Es un representante del más alto nivel, y es lo que se necesita para cerrar contratos.
Si soy sincera, no sé si estoy hecha para trabajar aquí, ni tampoco estoy segura de que sea lo que quiero en realidad. Pero siempre me ha parecido lo correcto. Es lo mínimo que le debo a mi padre.
—La pregunta, chicos, es la siguiente: ¿cómo arreglamos esto? El patrocinio de la empresa láctea Dairy King pende de un hilo. A ver, un puto profesional del rodeo acaba de dejar por los suelos a todos y cada uno de sus subsidiarios: granjeros, productores de leche… De entrada no parece importante, pero la gente hablará. Lo van a mirar con lupa y no creo que lo que van a ver les vaya a gustar mucho, lo que aún mermará más las ganancias de ese idiota. Y sus ganancias son mis ganancias, porque ese memo nos hace ganar mucho dinero.
—¿Cómo salió a la luz la primera grabación? —pregunto, intentando volver a concentrarme en la tarea que nos ocupa.
—Un canal local había dejado la cámara encendida. —Mi padre se rasca la barbilla afeitada con una mano—. Lo grabó todo, luego lo subtituló y lo emitió en el telediario de la noche.
—Bueno, pues tendrá que disculparse —suelta Geoff.
Mi padre pone los ojos en blanco al oír esa solución tan genérica.
—Tendrá que hacer mucho más que disculparse. Va a necesitar un plan a prueba de balas para lo que queda de temporada. Faltan un par de meses para el Campeonato del Mundo en Las Vegas. Antes de eso, nos va a tocar pulirle a fondo hasta el ala del sombrero; si no, los demás patrocinadores caerán como moscas.
Me doy unos golpecitos en los labios con el bolígrafo mientras me devano los sesos pensando en qué podemos hacer para salvar la situación. Casi no tengo experiencia, por supuesto, así que me limito a plantear preguntas.
—Entonces ¿tenemos que conseguir que lo vean como un chico de pueblo encantador y campechano?
Mi padre suelta una fuerte carcajada mientras se inclina hacia delante y se agarra a la mesa de oficina. Geoff se estremece y yo pongo los ojos en blanco.
«Gallina».
—Ese es precisamente el problema. Rhett Eaton no es un «chico de campo encantador y accesible». Es un vaquero engreído que sale demasiado de fiesta y que tiene a hordas de mujeres lanzándose a sus pies cada fin de semana. Y no es que a él le moleste mucho. Antes nunca había sido un problema, pero ahora utilizarán cualquier detalle para hacerlo trizas. Como putos buitres.
Enarco una ceja y me apoyo en el respaldo. Rhett es un hombre adulto; digo yo que será capaz de controlarse si se le explica lo que está en juego. Al fin y al cabo, él mismo paga a esta empresa para que gestionemos este tipo de cosas por él.
—¿Y no puede portarse bien durante un par de meses?
Mi padre agacha la cabeza y se ríe de nuevo.
—Summer, lo que este hombre entiende por buen comportamiento no será suficiente.
—Hablas como si se tratase de un animal salvaje, Kip. —Aprendí por las malas a no llamarlo «papá» en el trabajo. Sigue siendo mi jefe, por mucho que cuando termine la jornada nos vayamos en el mismo coche—. ¿Qué necesita? ¿Una niñera?
Se hace el silencio en la sala. Mi padre tiene la mirada clavada en la mesa, en un punto fijo entre sus dos manos. Al cabo de unos segundos, tamborilea sobre la superficie con los dedos, un gesto que indica que está perdido en sus pensamientos. Yo misma he adoptado ese hábito con el paso de los años. De repente, levanta los ojos casi negros y esboza poco a poco una sonrisa astuta.
—Exacto, Summer. Eso es justo lo que necesita. Y sé quién es la persona perfecta para el trabajo.
A juzgar por cómo me está mirando ahora mismo, me parece que la nueva niñera de Rhett Eaton soy yo.
Kip: Coge el teléfono, guapito de cara.
Rhett: ¿Te parezco guapo?
Kip: Me parece que, a juzgar por el detalle del mensaje en el que te has fijado, eres un idiota.
Rhett: Un idiota guapo, ¿no?
Kip: Coge el puto teléfono.
Kip: O preséntate aquí a las dos en punto para que pueda dejarte las cosas claras en persona.
Cuando el avión aterriza en el aeropuerto de Calgary, me siento aliviado de estar en casa.
Sobre todo después del desmadre de los últimos días.
El tipo al que le di un puñetazo no me va a denunciar, aunque no sé cuánto dinero le habrá ofrecido Kip, mi representante, para convencerlo. No importa. Si alguien puede sacarme de esta, ese es Kip.
Ha estado intentando llamarme, lo que me indica que está perdiendo la cabeza, porque nuestra relación se desarrolla más bien a través de mensajes. Por eso, cuando enciendo el móvil antes de lo debido, no me sorprende ver que su nombre ilumina la pantalla.
Otra vez.
No he contestado porque no estoy de humor para escuchar sus gritos. Lo que quiero es esconderme. Quiero silencio. Pájaros. Una ducha caliente. Un analgésico. Y una cita con mi mano para liberar tensiones.
No necesariamente en ese orden.
Eso es lo que me hace falta para poder centrarme de nuevo: un poco de tranquilidad en mi hogar mientras todo esto pasa. Cuanto mayor me hago, más larga se me hace la temporada. No sé cómo, pero, aunque tenga solo treinta y dos años, me siento más viejo que Matusalén.
Me duele el cuerpo entero, siento que me va a estallar la cabeza y ansío la paz del rancho familiar. Sí, claro, mis hermanos se van a dedicar a tocarme los huevos y mi padre insistirá otra vez en hablar sobre cuándo pienso retirarme, pero son mi familia. Es mi hogar.
Supongo que si los chicos volvemos siempre a casa es por alguna razón. Somos más codependientes que nuestra hermana pequeña, que un día se quedó mirando a ese montón de hombres adultos que vivían todos juntos en una granja y se largó por patas.
Me apunto mentalmente que, de todos modos, tengo que llamar a Violet para ver cómo está.
Apoyo la cabeza en el reducido asiento mientras el avión se detiene en la pista. «Bienvenidos a la hermosa Calgary, en Alberta». La voz de la azafata se propaga por la cabina, igual que los ruidos metálicos que hace la gente al quitarse el cinturón, aunque todavía no se puede.
Yo hago lo mismo. No veo la hora de levantarme de este asiento tan estrecho y estirar las piernas.
«Si Calgary es su hogar, bienvenido a casa…».
Después de más de una década en el mundo del rodeo, tendría que dárseme mejor esto de reservar vuelos y hoteles. En cambio, siempre acabo cogiendo un sitio en el último minuto. No me supone un problema, pero ahora mismo siento un poco de claustrofobia.
Cuando la persona que está a mi lado sale al pasillo, exhalo un suspiro de alivio tan profundo que me vacía los pulmones. Pero todavía no puedo permitirme sucumbir a este cansancio tan intenso. Tengo que coger la furgoneta y conducir una hora hasta llegar a Chestnut Springs.
«Por favor, recuerde que está prohibido fumar en el interior de la terminal».
Y antes de eso, tengo que reunirme con el pitbull de mi representante, que lleva desde anoche ladrándome por no responder al teléfono. En fin, ha llegado el momento de enfrentarme a las consecuencias de mi mal comportamiento.
Gimo para mis adentros mientras alargo una mano para coger la mochila del compartimento superior.
Kip Hamilton es el hombre al que debo agradecer mi situación económica actual. A decir verdad, me cae muy bien. Lleva diez años conmigo y lo considero casi un amigo. Eso no quita que sueñe con pegarle un puñetazo en esa cara recién afeitada con bastante frecuencia. Te da una de cal y una de arena. Me recuerda a una versión mayor y más caballerosa de Ari Gold de Entourage, y me encanta esa serie, joder.
«Gracias por volar con Air Arcadia. Esperamos verle de nuevo muy pronto».
La cola de gente por fin empieza a moverse hacia la salida, así que salgo al pasillo del avión…, solo para que alguien me golpee con firmeza en mitad del pecho.
Bajo la vista y me encuentro con un par de furiosos ojos azules y un ceño fruncido. Una mujer bajita de sesenta y muchos años me está fulminando con la mirada.
—¡Vergüenza tendría que darte! Insultar así tus propias raíces… ¡Nos has ofendido a todos los que trabajamos duro para poner comida sobre la mesa de los demás canadienses! Y luego, por si fuera poco, agredes a un hombre… ¿Cómo te atreves?
Esta parte del país se enorgullece de sus granjas y de su vida rural. Además, en Calgary se celebra uno de los mayores rodeos del mundo. Joder, si hay gente que hasta la llama «la ciudad de las vacas» por lo unidas que las comunidades agrícolas y ganaderas están a la ciudad.
Yo crecí en un enorme rancho de ganado, así que lo sé de buena tinta. Simplemente, nunca se me había ocurrido que pudiera ser un crimen que no te gustara la leche.
Así que asiento de forma solemne y respondo:
—No pretendía insultar a nadie, señora. Ambos sabemos que la comunidad agrícola es la columna vertebral de nuestra querida provincia.
Me sostiene la mirada, echa los hombros atrás y se sorbe la nariz.
—Pues más vale que no se te olvide, Rhett Eaton.
Me limito a ofrecerle una sonrisa tensa.
—Por supuesto —respondo, y luego cruzo el aeropuerto con la cabeza gacha y la esperanza de evitar más encontronazos con fans ofendidos.
Sin embargo, no logro quitarme la breve conversación de la cabeza mientras recojo el equipaje y salgo a por mi furgoneta. No me arrepiento de haber pegado a ese tío —se lo merecía—, pero sí siento una punzada de culpa ante la posibilidad de haber hecho daño a mis fans, que trabajan duro. No se me había ocurrido hasta ahora. En lugar de pensar en ellos, he pasado los últimos días contemplando con desdén cómo mi odio por la leche ha llegado a las noticias.
Cuando por fin atisbo mi furgoneta vintage en el aparcamiento cubierto, suelto un suspiro de alivio. Puede que no se trate de un vehículo práctico, pero mi madre se la regaló a mi padre, y solo por eso ya la amo, aunque esté un poco oxidada y la pintura gris sea cualquier cosa menos uniforme.
Tengo planeado restaurarla. Será un autorregalo. Quiero pintarla de color azul.
No me acuerdo de mi madre, pero he visto en fotos que tenía los ojos azul grisáceo, y es justo lo que quiero. Un pequeño guiño a la mujer que no llegué a conocer.
Lo único que necesito es encontrar tiempo para hacerlo.
Entro en la furgoneta con la mochila en la mano. Los asientos de cuero cuarteado marrón crujen un poco mientras coloco mi cuerpo cansado frente al volante. El motor cobra vida, aunque exhala un poco de residuo oscuro cuando salgo a la autopista en dirección al centro de la ciudad. Tengo la vista fija al frente, pero mi cabeza está en otra parte.
Cuando me suena el teléfono, aparto la mirada de la carretera solo un instante. Veo el nombre de mi hermana en la pantalla y no logro reprimir una sonrisa. Violet siempre consigue hacerme sonreír, incluso cuando siento que todo lo que me rodea es una mierda. Me ha llamado ella antes de que a mí me haya dado tiempo a hacerlo.
Me paro en un semáforo en rojo, pulso el botón para responder y pongo el altavoz. Evidentemente, esta furgoneta no tiene bluetooth.
—¡Hola, Vi! —respondo casi gritando para que mi voz se oiga a través del móvil, que está en el asiento de al lado.
—Hola. —Su voz está colmada de preocupación—. ¿Cómo lo llevas?
—Supongo que bien. Voy camino de las oficinas de Kip ahora mismo para ver cuál es la magnitud de los daños.
—Ya, pues prepárate. Está cabreado —murmura.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy tu contacto de emergencia. Como tú lo ignorabas, me ha estado llamando como un loco. —Se echa a reír—. Yo ya ni siquiera vivo allí. Tienes que actualizar la información.
Esbozo una sonrisa al tiempo que entro en la autopista.
—Sí, pero tú eres la única que no desaprueba mi carrera profesional y que no viene a sermonearme para que lo deje cuando algo no va bien. Así que no te queda más remedio que conservar el puesto.
—Entonces, ¿me tocará dejar a mi marido y a mis hijas para subirme a un avión y quedarme contigo en el hospital?
Eso sí que me hace echar la vista atrás. Cuando era más joven, y también de adolescente, siempre era Violet quien me cuidaba cuando me hacía daño.
—Es que se te da muy bien…, pero tienes razón. Además, creo que Cole me mataría si te apartase de él.
Solo estoy bromeando. Su marido me cae muy bien, y eso es mucho decir, porque jamás creí que conocería a alguien que fuera lo bastante bueno para ella. Pero Cole lo es. También es exmilitar y un poco aterrador. No me gustaría cabrearlo.
Mi hermana se ríe. Sigue bebiendo los vientos por ese hombre, y la verdad es que no me puedo alegrar más por ella.
—No le pasaría nada —repone—. Siempre te lo puedo mandar si necesitas un guardaespaldas.
—¿Y que tenga que separarse de sus chicas? No se le ocurriría jamás.
Esta vez, no se ríe. Suelta un suave gruñido.
—Sabes que si me necesitas estaré ahí, ¿verdad? Ya sé que los demás no lo entienden, pero yo sí. Puedo estar contigo si me necesitas.
Y eso es lo que pasa con mi hermana pequeña: me entiende. Ella también es un poco cabeza loca y no condena mi carrera como hace el resto de nuestra familia. Sin embargo, ahora tiene su propia vida. No necesito que me mime. Ya tiene hijas propias a las que mimar.
—Estoy bien, Vi. Pero ven a visitarnos con tu marido y las niñas, ¿vale? Si no, cuando termine la temporada, seré yo quien se plante ahí. Echaremos una carrera en un caballo de esos pijos y te daré una paliza. —Intento bromear, pero no sé si resulto muy convincente.
—Sí —contesta, pero juraría que casi puedo verla mordiéndose el labio como hace siempre que se contiene para no decir algo—. Aunque lo más seguro es que te deje ganar porque me des pena.
—Bueno… Una victoria es una victoria. —Me río, intentando rebajar la tensión que se respira en el ambiente.
—Te quiero, Rhett —se limita a responder—. Cuídate, pero, sobre todo…, sé tú mismo. Es muy fácil quererte cuando eres fiel a ti mismo.
Siempre me recuerda lo mismo. Que siga siendo Rhett Eaton, el chico que nació en un pueblecito, y no Rhett Eaton, el profesional del rodeo tan creído como excepcional. Cuando me lo dice suelo poner los ojos en blanco, pero en el fondo sé que es un buen consejo. Uno es mi verdadero yo, el otro solo existe para el espectáculo.
El problema es que ya no queda mucha gente que conozca a mi verdadero yo.
—Yo también te quiero, hermanita —le digo antes de colgar.
Mientras recorro la autopista en dirección a la ciudad, me pierdo en mis pensamientos. Al llegar a Hamilton Elite y echarle el guante a una plaza del aparcamiento que no suele estar libre, reparo en que estaba tan ensimismado que casi ni recuerdo cómo he llegado. Apoyo la cabeza en el asiento… otra vez. Y respiro hondo. Me cuesta calcular la gravedad del lío en el que me he metido, pero a juzgar por la reprimenda pública de esa mujer en el avión, me voy a arriesgar y suponer que la he cagado del todo.
Pero conozco a la gente de esta zona. Son trabajadores. Orgullosos. Y tienen una espinita clavada porque piensan que la gente de otra condición no entiende lo mucho que luchan.
Y tal vez tengan razón. Tal vez el canadiense medio no llegue a comprender de verdad que trabajar en el campo requiere de sudor y de sangre. Que el trabajo de mantener bien surtidos los estantes del supermercado es agotador.
Pero ¿yo? Yo sí lo comprendo.
Simplemente, odio la leche, joder. La situación es tan disparatada que casi me hace gracia.
Entro en el opulento edificio, donde todo brilla: el suelo, las ventanas, las puertas de acero inoxidable del ascensor… Me dan ganas de tocarlo solo para dejarles los dedos marcados por todas partes.
Paso junto al guardia de seguridad, que me saluda con la cabeza, y entro en el ascensor junto a un puñado de gente bien vestida. Aprieto los labios para contener una sonrisilla de suficiencia cuando una mujer me fulmina con la mirada, esforzándose muy poco por disimular lo que piensa de mí.
Llevo unas botas de cowboy desgastadas (y no me sorprendería si en la suela todavía quedara algo de mierda de vaca), unos tejanos que, gracias al uso, se me adaptan al cuerpo a la perfección y una cazadora marrón con borreguito. Tengo el pelo largo, tal y como me gusta. Indomable y salvaje. Igual que yo.
Pero a esta mujer no le gusta tanto. De hecho, está más claro que el agua que le repugno. Lo tiene escrito en la cara.
Así que le guiño un ojo y le dedico un exagerado:
—¡Muy buenas, señora!
Los chicos de Alberta no tenemos ese deje sureño que caracteriza a los vaqueros, pero cuando te pasas la vida en un rodeo al lado de tipos que sí, imitarlo es bastante fácil. Solo desearía llevar un sombrero para acabar de completar la estampa.
La mujer pone los ojos en blanco y pulsa con violencia un botón en el que se lee: «cerrar puerta». La siguiente vez que las puertas se abren, sale enfurecida sin mirar atrás.
Todavía me estoy riendo cuando llego a la planta de Hamilton Elite. La recepcionista, a juzgar por cómo se le iluminan los ojos cuando me ve entrar, no tiene la misma percepción de mí que la mujer del ascensor.
A decir verdad, la mayoría de las mujeres no la tienen, ya sean conejitas de rodeo, chicas de ciudad, de campo… Siempre he estado a favor de la igualdad de oportunidades, y lo cierto es que me encantan las mujeres. Las relaciones, un poco menos.
Una mujer me definió hace poco como «un paseo por lo salvaje». Nos pasamos un día entero encerrados en una habitación de hotel celebrando mi victoria de una forma que fue divertida en su momento, pero que al final me hizo sentir un poco vacío.
—¡Rhett! —La voz atronadora de Kip se propaga por el recibidor antes siquiera de que me dé tiempo a intentar ligarme a la recepcionista.
Menuda manera de joderme un polvo.
—Gracias por haber venido directo —añade mientras se acerca a mí y me tiende la mano para luego darme un apretón tan fuerte que casi me hace daño. Supongo que es su forma de desahogar un poco la rabia que tiene contra mí por el lío que he armado. La sonrisa falsa y tensa que tiene pintada en la cara es la prueba de ello. El propietario de esta agencia no tiene la costumbre de saludar a sus clientes en la recepción, lo que significa, definitivamente, que he metido la pata hasta el fondo.
—No hay problema, Kip. Si te pago lo que te pago es para que me digas lo que tengo que hacer, ¿no?
Los dos nos reímos, pero también sabemos que le acabo de recordar que soy yo quien le paga a él, y no al revés.
Me da tal palmadita en la espalda que me castañetean los dientes. Es un hombre corpulento.
—Sígueme; hablaremos en la sala de reuniones. Felicidades por la victoria de este fin de semana. ¡Menuda racha llevas este año!
Con la edad que tengo, no debería estar ganando tantos rodeos. Debería estar ya de capa caída, pero parece que se hayan alineado los astros. Y «tres veces campeón del mundo» suena mucho mejor que «dos veces campeón del mundo». Además, tres hebillas de oro lucirían mucho mejor en mi estantería que dos.
—A veces se alinean los astros. —Le sonrío mientras me conduce a una sala en la que hay una larga mesa rodeada de unas sillas negras de oficina corrientes. En una de ellas está sentado un hombre también corriente, con el pelo castaño y corto, los ojos castaños, un traje gris y una expresión de aburrimiento. Tiene las uñas muy limpias y las manos suaves. Un chico de ciudad.
A su lado hay una mujer que es cualquier cosa menos corriente. Tiene la melena castaña oscura brillante, que adopta casi un color caoba cuando la acaricia el sol, recogida en un moño en la coronilla. Las gafas de montura negra parecen un poco gruesas para su delicado rostro de muñeca, pero, de algún modo, los labios casi demasiado carnosos pintados de un rosa cálido equilibran el conjunto. Lleva un vestido camisero de color marfil abotonado hasta arriba, con el cuello de encaje ajustado a la garganta. Tiene la boca torcida y una expresión ligeramente aturdida, pero los brazos cruzados sobre el pecho en un gesto protector. Me mira de arriba abajo por encima de las gafas, aunque esos ojos brillantes de color chocolate no me dan ninguna pista de lo que puede estar pensando.
Sé muy bien que no hay que juzgar a un libro por la cubierta, pero la palabra «estirada» se me cruza por la mente. La miro de arriba abajo de todos modos.
—Siéntate, Rhett. —Kip aparta la silla que hay justo enfrente de la mujer y se sienta cómodamente a mi lado. Luego se acaricia la barbilla con los dedos.
Yo me siento, me aparto de la mesa y me cruzo de piernas, posando una bota sobre la rodilla.
—Muy bien, Kip. Dame mis azotes para que me pueda ir a casa. Estoy cansado.
Mi representante enarca una ceja y me mira con cautela.
—No tengo por qué darte ningún azote. Has perdido oficialmente el patrocinio de Dairy King. Yo diría que eso ya es suficiente castigo.
Retrocedo; noto que el rubor me sube por el cuello. Es la misma sensación de cuando era niño y me metía en líos. Cuando me pasaba del toque de queda, o cuando saltaba del puente con los mayores aunque no tuviera permiso para hacerlo o cuando me colaba en la granja de los Jansen. Siempre había algo. No pasaba ni un día en el que no hiciera alguna travesura. Pero esto es distinto. Ya no soy un niño y esto no es ningún juego, es con lo que me gano la vida.
—Estarás de broma.
—No haría bromas con esto, Rhett.
Aprieta los labios y se encoge de hombros. La mirada que me dedica dice: «No estoy enfadado, sino decepcionado», y odio esa distinción, porque, en el fondo, odio fallarles a los demás. Si se enfadan es porque les importas, porque quieren algo mejor para ti. Saben que eres capaz de algo mejor. Cuando muestran esta indiferencia, es casi como si se esperaran que la cagaras.
Por eso siempre he dicho que me da igual lo que la gente piense de mí. De esa forma, nadie tiene el poder de hacerme sentir así. Sin embargo, es evidente que, ahora mismo, la táctica no me está funcionando.
Me remuevo en el asiento y echo un vistazo a las otras dos personas que hay en la sala. El chico tiene el sentido común de bajar la vista hacia los papeles que tiene delante, pero la mujer me aguanta la mirada. Con la misma expresión imperturbable de antes. Y, no sé cómo, pero sé que me está juzgando.
Me paso la mano por la boca y me aclaro la garganta.
—Bueno, ¿cómo los recuperamos?
Kip se apoya en el respaldo y suspira profundamente, tamborileando con los dedos sobre los reposabrazos de su silla.
—No sé si podremos. De hecho, creo que lo que vamos a hacer, más que nada, es control de daños, para que los otros patrocinadores no abandonen también el barco. Wrangler, Ariat… Son empresas que conocen bien a su clientela. Y su clientela es la gente a la que has cabreado. Por no hablar de que darle un puñetazo a un hombre delante de una cámara es una pesadilla en términos de reputación.
Echo la cabeza hacia atrás, miro al techo y trago saliva de forma audible.
—¿Quién me iba a decir que era un crimen que no me gustara la leche? Y ese tipo se merecía un ajuste de mandíbula.
La mujer resopla discretamente y yo deslizo la mirada hacia ella. Sigue sin apartar la vista. ¿Qué coño mira? Se limita a esbozar una sonrisilla de suficiencia, como si el hecho de que me haya cargado un patrocinio multimillonario le resultara gracioso. Estoy agotado. Me duele todo. No me queda ni una gota de paciencia. Sin embargo, soy un caballero, así que me paso la lengua por los dientes y me vuelvo hacia Kip.
—Si esa cámara no te hubiera estado grabando, no habría pasado nada. Pero que nadie te oiga hablar de ese modo después de haber cometido una agresión. Me he dejado la piel para evitar que ese cabrón te denunciara.
Pongo los ojos en blanco. Estoy bastante seguro de que con eso de «dejarse la piel» se refiere a que se ha gastado un buen puñado del dinero que tanto me cuesta ganar para que el tipo se calle la boca.
—De todos modos, ¿qué hacían grabándome? ¿Lo hicieron a propósito?
El viejo suspira y niega con la cabeza.
—¿Qué más da? El daño ya está hecho.
—Joder —mascullo y me permito cerrar los ojos un instante. Echo los hombros hacia atrás y evalúo lo mucho que me duele el derecho. En el último rodeo no me bajé del toro de la mejor manera. Desmonté como un principiante.
—En fin. Tengo un plan.
Miro a Kip con los ojos entrecerrados.
—Ya lo odio.
Él se echa a reír y luego sonríe. El muy cabrón sabe que me tiene pillado por los huevos. Ambos sabemos que mis días como jinete están contados, y encima cometí el error de contarle que mi familia necesita más dinero para mantener el rancho a largo plazo. Mi intención es ganar lo necesario para vivir cómodamente en nuestras tierras y luego trabajar con mi hermano mayor, Cade, para que el rancho Pozo de los Deseos siga en funcionamiento.
Es lo que se hace por la familia. Lo que haga falta.
—No importa. Los dos sabemos que lo harás de todos modos.
Lo fulmino con la mirada. Qué capullo.
Señala al otro lado de la mesa.
—Esta es Summer. Es nueva en el equipo, aunque ha estado de prácticas aquí desde hace unos años. A partir de ahora, también será tu sombra.
Enarco una ceja y arrugo la nariz en un único gesto. Porque este plan huele a mierda de lejos.
—Explícate.
—Los próximos dos meses, hasta que se celebre la final del Campeonato del Mundo en Las Vegas, será tu asistente. Tu enlace con los medios de comunicación. Necesitas a alguien que comprenda las impresiones del público y que pueda ayudarte a pulir tu imagen. Los dos discutiréis las distintas opciones y trazaréis un plan, y luego ella lo consultará conmigo para que yo no acabe estrangulándote por ser un tremendo gilipollas. Estoy seguro de que también estará dispuesta a ayudarte con cualquier cuestión administrativa que necesites. Sin embargo, estará a tu lado sobre todo para vigilarte y encargarse de que no te metas en más líos.
Echo un vistazo a la mujer, que asiente, al parecer nada alarmada por esta sugerencia.
—Ahora estoy seguro de que estás de coña, porque no es posible que le pongas a un hombre de mi edad una niñera con pretensiones. Es insultante, Kip.
Quiero que estalle en carcajadas y me diga que todo esto ha sido solo para tomarme el pelo.
Pero no lo hace. Se limita a mirarme, igual que la mujer, lo que le da tiempo a mi cerebro para asimilar lo que él ya ha decidido por mí.
—No me jodas, hombre. —Me río, incrédulo, y me enderezo para mirar a mi alrededor, buscando la prueba de que esto no es más que un excelente y desternillante chiste. Una broma que mis hermanos no dudarían en gastarme.
Pero lo único que recibo es más silencio.
No es una broma. No es un simulacro. Es una puta pesadilla.
—No, gracias. Prefiero a este tío. —Señalo al otro tipo, el que no es capaz ni de mirarme a los ojos. Sería perfecto para fingir que no existe, no como la estirada tocapelotas que me observa como si fuese un paleto corto de entendederas.
Kip vuelve a unir las puntas de los dedos y se cruza de piernas.
—No.
—¿No? —No me lo puedo creer—. Soy yo quien te paga a ti, y no al revés.
—Pues tendrás que encontrar a otro que arregle este desastre mejor que yo. Lo único que te juegas es el futuro de la granja familiar.
Me arden las mejillas, tanto que la barba de varios días apenas puede ocultarlo. Y, por una vez, me he quedado sin palabras. Absolutamente sin palabras. Aprieto los dientes con tanta fuerza que me cruje la mandíbula.
Leche. Lo que ha acabado conmigo es… la puta leche.
Alguien me desliza un pedazo de papel blanco desde el otro lado de la mesa. Unas uñas perfectas de color claro dan unos golpecitos sobre él. La muy remilgada…
—Escribe aquí tu dirección, por favor.
—¿Mi dirección? —Levanto la mirada de forma brusca para encontrarme con la suya.
—Sí. El lugar en el que vives. —Juraría que medio sonríe. Qué maleducada, joder.
Miro a Kip.
—¿Me puedes recordar por qué tengo que darle mi dirección a esta chica?
Él sonríe y se inclina hacia delante para darme una palmadita en el hombro.
—No eres Peter Pan, Rhett. No vas a perder a tu sombra. No en los próximos dos meses. —Me da vueltas la cabeza. No puede decirlo en serio…—. Ella irá donde vayas tú.
Kip me dedica una sonrisa despiadada, no como la que lucía cuando he entrado en la sala. No, de esta sonrisa se desprende una advertencia.
—Ah, Eaton…, y esta «chica» es mi hija. Mi princesa. Así que cuida tus condenados modales, las manos quietas y no te metas en ningún lío, ¿entendido?
¿Se supone que la «princesa» sarcástica tiene que vivir conmigo en el rancho? Santo Dios, esto es mucho peor de lo que me imaginaba.
Mi fin de semana ha ido cuesta abajo desde que se emitió ese puto vídeo, y cuando salgo de esas oficinas deslumbrantes, furioso, no mejora, porque descubro que me he olvidado de pagar por esa fantástica plaza de aparcamiento que me había agenciado.
Summer: Salgo ya.
Papá: Ten cuidado. No dejes que ese gilipollas te lleve al huerto.
Summer: Yo soy más de ciudad.
Papá: -_-
—Un momento. ¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?
—A ver, Wils, no voy a estar «fuera». Estaré como a una hora de la ciudad. De tu casa a tu establo no se tarda mucho menos.
—Necesito que me avises con tiempo de estas cosas. ¿Con quién se supone que voy a irme de brunch etílico? ¿Y si encuentro una nueva mejor amiga mientras tú no estás?
Me echo a reír. Mi mejor amiga tiende al dramatismo. Es parte de su encanto.
—Entonces tendré que creer que nunca me quisiste de verdad —respondo en tono melancólico.
—Es la peor noticia del mundo. Para mí, al menos. Tú seguro que tienes una sonrisa permanente y las bragas mojadas. ¿Te acuerdas de la foto que…?
—Willa, por favor. Eso fue hace mucho tiempo. Soy una mujer adulta. Una profesional. Para mí, los deportistas guapos son el pan de cada día. No veas cosas donde no las hay.
Ella suelta un quejido.
—¿Por qué tienes que ser tan responsable y madura? ¡Me haces sentir como una niña pequeña!
—No eres una niña pequeña. ¿Igual un poco adolescente? —Miro a un lado y al otro para asegurarme de girar por el desvío correcto, ya que estos caminos polvorientos no están muy bien señalizados. En ese momento, veo la señal de paso de ganado más adelante y giro justo a tiempo, mientras las ruedas se tambalean sobre la gravilla.
—En fin, puedo vivir con ello. Madurar es lo peor. No es lo mío y punto.
Suelto una carcajada. Willa es madura de sobra; solo es juguetona. Es divertida y me hace bien.
—A los chicos del bar no les pasas ni una. Me parece que eres más madura de lo que crees.
—¡Retira eso! —Se ríe y añade—: Y fóllate al cowboy. ¡Fóllatelo!
Willa siempre es quien me ayuda a desinhibirme, quien me levanta cuando estoy en el suelo. Fue ella la que me acarició la espalda cuando lloré por Rob.
Pero a veces también se equivoca.
—¿Quieres que arruine mi carrera, que justo empieza a despegar, acostándome con el famoso por el que babeaba de adolescente y que, a juzgar por las apariencias, me odia? Gracias. Me lo pensaré.
—Es lo único que te pido.
Las dos nos reímos a la vez, como llevamos haciendo desde hace quince años. No tengo muchos amigos, pero antes prefiero a una Willa que a un grupo grande de gente que no me entienda.
Atisbo un camino de entrada más adelante y disminuyo la velocidad para leer los números que hay escritos en la valla.
—Tengo que colgar. Luego te escribo.
—Más te vale. Te quiero.
—Y yo a ti —contesto distraída y suspiro de alivio al ver que los números coinciden con lo que Rhett escribió en el pedazo de papel que le di.
Desconecto el bluetooth y giro por el camino, preparada para enfrentarme al lío en el que me ha metido mi padre.
Las rudimentarias vallas de madera que delimitan la propiedad me llevan hacia una puerta principal cuyos postes son mucho más altos. La viga de madera que los une por encima está adornada con una señal de hierro forjado en forma de pozo y debajo, colgando de dos cadenas hay un tablón de madera en el que están grabadas las palabras: «Rancho Pozo de los Deseos».
Las tierras que rodean Chestnut Springs son, sin duda, dignas de contemplar. Me siento como si me hubiera teletransportado al lugar donde se grabó Yellowstone… y me encanta. ¡Adiós, oficina asfixiante; hola, tierra infinita!
¿Es cierto que Rhett Eaton me mira como si fuese un animal atropellado? Sí, no lo puedo negar. Pero ¿estoy emocionadísima por salir de la oficina y hacer algo diferente…? Eso tampoco lo puedo negar.
Voy a disfrutar un montón de esto. Voy a coger el toro por los cuernos. Me río de mi propio chiste mientras alargo una mano para bajar el volumen del álbum de The Sadies que estaba escuchando a todo trapo antes de que Willa me llamara.
Miro a mi alrededor y disminuyo la velocidad del monovolumen hasta ir a paso de tortuga. Me empapo de todo lo que me rodea mientras la gravilla cruje y salta bajo las ruedas. Juraría que la vista desde cada ventanilla es aún mejor que la anterior. En el sur de Alberta, el clima de marzo todavía puede ser duro. A veces hace frío y nieva, pero entonces aparece el viento cálido de las Montañas Rocosas, el chinook, y te acaricia la piel con dulzura. La hierba todavía no está frondosa; hay campos y más campos de color marrón, como el del musgo seco. Es casi como si se pudiese atisbar el verde por debajo, preparado para resurgir… pero aún no.
Por ahora, hay una cierta monotonía en las suaves colinas de los campos que acaban mezclándose con los picos grises que despuntan por el oeste. Las Montañas Rocosas marcan la frontera con las estribaciones y asoman tras ellas, serradas y cubiertas de nieve, con los picos coronados de un blanco impoluto.
Me he pasado años mirando por los ventanales de la trigésima planta de mi padre, deseando estar ahí fuera. Imaginaba que pasaba los veranos explorando las montañas y los rústicos pueblecitos desperdigados entre ellas, cuando, en cambio, estaba atrapada en aquellas deslumbrantes oficinas. O, si rememoro incluso más atrás, atrapada en una habitación verde pálido sin la energía suficiente para salir de la cama.
Este trabajo es tan ridículo que hasta me costó mantener la compostura en esa reunión, no lo puedo negar.
Pero pienso exprimirlo al máximo. Al menos, podré contemplar las montañas mientras el viento me acaricia el rostro en lugar de conformarme con el olor a café quemado y con los cruasanes rancios que Martha saca cada mañana. O con una habitación que apesta a antiséptico y a detergente antibacteriano para la ropa, de esos que se supone que no tendrían que oler a nada, pero, cuando te pasas el tiempo suficiente envuelta en ellos, te das cuenta de que no es así.
El camino se alarga ante mí hasta que desaparece en una pequeña arboleda de álamos, plantados cerca los unos de los otros, pero desnudos. Entre las ramas se atisba la silueta de una casa enorme. Avanzo, admirando el impresionante edificio. La estructura está hecha con gruesos troncos y tiene una forma que me recuerda ligeramente a una luna creciente. Rodea los árboles y, de algún modo, fluye con las líneas de las colinas que hay tras ella. Es amplia y con grandes ventanales. El muro de contención está cubierto por una fachada de piedra que luego se transforma en una especie de cerramiento de vinilo de un suave color salvia. Contrasta a la perfección con el techo de madera cálida y tejas de cedro.
Las casas en las que yo crecí parecían estar en guerra con el paisaje, luchaban contra él con sus colores crudos y sus esquinas puntiagudas. Esta casa, por grande que sea, casi parece que haya brotado de la tierra. Es como si fuera parte del paisaje, como si estuviera en perfecta armonía con él.
Encaja.
A diferencia de mí.
Cuando salgo del coche, después de aparcar, echo un vistazo a la ropa que me he puesto. Una falda negra de un material parecido al de un jersey, una camisa de seda de cuadros y unos mocasines marrones de tacón con brocados en la puntera son probablemente una elección ridícula, teniendo en cuenta dónde estoy.
Aunque el conjunto quita el hipo.
Me he acostumbrado a arreglarme todos los días, y me encanta elegir prendas que me hagan sentir más segura de mí misma, así que ni siquiera se me había pasado por la cabeza lo absurda que podría verme aquí con este modelito.
Aunque, en realidad, no sé absolutamente nada sobre lo que se supone que tengo que hacer. Cuando Rhett anotó su dirección en el papel, apretó tanto el boli que dejó marca en las hojas que había debajo.
Y luego se largó hecho una furia sin mediar palabra.
Mi padre esbozó una sonrisa ladina mientras observábamos el pelo largo y la ancha espalda de Rhett Eaton. El culo no. El culo ni se me ocurriría mirárselo.
Al fin y al cabo, soy una profesional.
—Empezamos bien —bromeó mi padre cuando Rhett ya no podía oírnos.
Y hasta ahí llegan mis instrucciones. Una dirección. Eso y un: «Arregla esto, Summer. Confío en ti».
Ah, y también:
—No dejes que ese cabrón te engatuse y se acabe metiendo en tu cama.
Yo le sonreí y repliqué:
—¿Y yo en la suya me puedo meter?
—Vas a acabar conmigo, niña —gruñó mientras salía de la sala de juntas con una sonrisa de oreja a oreja.
Y eso fue todo. Mi padre confía plenamente en que no va a pasar nada por lanzarme a la vida del hombre por el que estaba colada cuando era una adolescente. Aunque no creo que él se acuerde de eso.
Sé que esto es un examen. Una prueba de fuego. Si tengo éxito, impresionaré a mi padre, pero también le demostraré al resto de los trabajadores de la empresa que soy competente, algo que tanto él como yo sabemos que debo hacer si planeo seguir ascendiendo en Hamilton Elite. Para que mi contratación no parezca puro nepotismo, tengo que ser la mejor en lo que hago.
No es un trabajo fácil, pero no hay nada en mi vida que lo haya sido, así que no me intimida tanto como debería.
—¿La niñera? —Me vuelvo a toda prisa hacia el porche de la enorme casa, buscando esa voz profunda y grave. Un hombre mayor con el pelo gris está apoyado en el enorme pilar de madera con los brazos cruzados y una sonrisa divertida pintada en la cara. Lleva puesto un sombrero de cowboy negro y gastado. Se lo baja a modo de saludo mientras contiene una carcajada—. Hacía tiempo que no le daba la bienvenida a una niñera para uno de mis chicos —añade.
Me río y relajo los hombros de inmediato; ya me siento cómoda con él. Puede que Rhett me mire como si fuese un insecto aplastado en su parabrisas, pero este hombre es encantador.
Le sonrío y me apoyo los puños en las caderas.
—Hacía tiempo que no era la niñera de nadie.
—Me da a mí que hasta con el niño más maleducado del mundo lo tendrías más fácil —responde mientras se acerca a mí.
Trato de adivinar quién es este hombre.
—Y supongo que amenazarlo con contárselo a su padre no me servirá de mucho, ¿no?
El hombre me dedica una sonrisa que le arruga la piel curtida de alrededor de los ojos y me tiende la mano.
—A ese demonio nunca le ha importado lo más mínimo lo que yo le diga. —Me guiña un ojo. Acepto la mano que me ofrece y le doy un firme apretón—. Harvey Eaton, el padre de Rhett. Es un placer. Bienvenida al rancho Pozo de los Deseos.
—Summer Hamilton. Encantada de conocerle. No sabía muy bien qué esperarme al llegar. No sé si ayer Rhett y yo empezamos con muy buen pie —confieso.
Harvey me pide con un gesto que me aparte cuando abro el maletero y pasa por mi lado para coger mi maleta.
—Bueno, te he preparado una habitación aquí, en la casa principal. Rhett se enfurruñará como un niño pequeño al que le han quitado su juguete favorito. Y cuando sus hermanos se enteren, se pondrá de un humor de perros porque se van a meter con él lo que no está escrito.
Hago una mueca.
—Qué suerte la mía.
Harvey resopla y me indica que lo siga hacia la casa.
—No se preocupe, señorita Hamilton. Son buenos chicos. Un pelín bruscos, pero buenos de todos modos. —Se vuelve ligeramente para mirarme con una media sonrisa divertida—. Además, me da que se las arreglará bien con estos muchachos míos.
Aprieto los labios. Algo me dice que, si he llegado a mi edad con Kip Hamilton como padre y jefe, un par de cowboys serán pan comido, pero me lo callo. No quiero gafarlo. En lugar de eso, contesto:
—Por favor, llámeme Summer.
Me abre la puerta y me deja pasar alargando el brazo.
—Adelante, Summer. Mejor será que te instales y comas algo antes de encontrarte cara a cara con el monstruito.
Niego con la cabeza y me río mientras entro en la casa. Es evidente que mi primera impresión sobre Rhett no se ha alejado mucho de la realidad, o, al menos, su padre no me está dando a entender que esto me vaya a ser fácil. Un nudo de dudas me encoge el estómago y la ansiedad se me empieza a propagar por el cuerpo. ¿Y si no estoy a la altura? ¿Y si fracaso? ¿Seré siempre esa persona a quien las cosas no le acaban de salir bien?
Mi monólogo interno se va desvaneciendo a medida que contemplo la casa en la que me encuentro. El motivo principal del exterior, la madera cálida, está presente también en el interior. Los techos con vigas de madera y las paredes color verde oscuro convierten el espacio en un lugar acogedor, a pesar de sus grandes zonas abiertas. El suelo es de parqué oscuro, ligeramente gastado por las zonas más transitadas. Al ver a Harvey caminar con las botas puestas, no me cuesta adivinar cuál es el motivo.
A mi izquierda está el salón, con unos mullidos sofás de cuero dispuestos de cara a una enorme chimenea. Encima de esta cuelga una cabeza de ciervo con unos ojos negros que brillan lo bastante para parecer reales y unos cuernos que se erigen en lo alto como gruesas y complejas ramas.
Curvo los labios hacia abajo en una pequeña mueca. No tengo ningún problema con la caza, al menos no con la que se lleva a cabo de forma responsable, pero soy tan de ciudad que ver un animal tan majestuoso colgado de una pared me entristece, tanto por el ciervo como por el final que debió de tener.
Seré sincera. Estoy pensando en Bambi.
Aparto el pensamiento de mi mente y me digo que valor, y al toro. ¿Al toro? Dios. ¿Qué me pasa?
Delante de nosotros está la gigantesca cocina. Hay una gran mesa de madera en el medio de la sala. Y ya me puedo imaginar a esos muchachos vaqueros sentándose a su alrededor tras una larga jornada en el rancho para disfrutar juntos de una gran cena familiar.
—Por aquí. —La voz de Harvey llama mi atención. Doblamos la esquina por un pasillo iluminado por unas lámparas de pared de latón—. Ya sé que este cuarto está en la planta baja, pero intentaremos no hacer ruido por las mañanas. La habitación de Rhett y la mía están arriba; he pensado que así tendrás un poco más de intimidad, lejos de tanto hombre. Tiene cuarto de baño propio. Además, el armario es más grande. —Levanta mi maleta, que está muy llena. Llenísima—. Creo que, en ese aspecto, ha sido una buena elección.
Me sonrojo un poco. A un hombre como Harvey Eaton debo de parecerle una chica de ciudad sin remedio.
—No sabía muy bien qué esperar de este trabajo.
Él se ríe con gesto bondadoso.
—Espérate un buen rodeo, muchacha. Quiero a mi hijo, pero es duro de pelar. Siempre lo ha sido. Ahora que lo pienso, no sé si alguien ha podido controlarlo alguna vez… Es el pequeño de los tres chicos, así que ¡imagínate! Hasta su hermana pequeña terminó siendo la más madura de los dos; era ella quien lo cuidaba a él… porque Rhett necesita que lo cuiden. Si quieres un consejo…, no lo presiones demasiado. Solo conseguirás que se resista todavía más.
Asiento con los ojos muy abiertos. Por cómo habla de él, parece que Rhett esté como una cabra.
—Sabio consejo, señor Eaton.
Deja mi maleta detrás de la puerta de una habitación al final del pasillo.
—Muchacha, si yo te llamo Summer, tú tendrás que llamarme Harvey. ¿Está claro?
Le sonrío mientras entro en al cuarto.
—Clarísimo.
—Bien. —Vuelve a salir al pasillo—. Tómate el tiempo que necesites para instalarte. Cuando estés lista, estaré en la cocina. Podemos comer algo y luego te enseño la casa.
—Perfecto. —Le dedico la sonrisa más radiante que soy capaz de esbozar y él se aleja por el pasillo.
Cuando cierro la puerta, apoyo la cabeza en la madera fresca y respiro hondo, intentando mantener a raya la ansiedad.
Y luego rezo por tener paciencia, porque algo me dice que la voy a necesitar.
Rhett: ¿Aún no quieres que te devuelva a tu hija? Me portaré bien, te lo prometo.
Kip: Ni siquiera ha llegado todavía.
Rhett: Piensa en el tiempo que le ahorrarás si la llamas ahora para decirle que dé media vuelta.
Kip: No.
Rhett: ¿Por favor?
Kip: No vayas de educado. No va contigo.
Rhett: Que te follen.
Kip: ¿Cómo crees que he conseguido mantener a tus patrocinadores hasta ahora?
Summer Hamilton ha llegado ya, con su elegante monovolumen y con su atuendo ridículo de remilgada, como si fuese a dar un paseo por la ciudad en lugar de a un rancho de ganado.
Así que he decidido quitarme de en medio. Quizá no pueda librarme de ella, pero no tengo por qué estar conforme con la situación.
Y no lo estoy. Odio que me traten como a un niño, joder, o como si fuera estúpido. O, peor aún, como si fuera una especie de criminal. Tenía la esperanza de que, después de dormir en mi propia cama y disponer de un poco de tiempo para aceptar mi nueva situación, todo esto me resultase un poco menos asfixiante, menos insultante.
Pero me sigo sintiendo como una mierda.
Y por eso estoy aquí, clavando postes con mi hermano mayor. Son unas vallas nuevas para que algunos de sus caballos puedan estar más cerca de su casa, que se encuentra justo en la cima de una colina al lado de donde vivimos mi padre y yo. Cade saca otro poste de la parte trasera de su camioneta y se lo carga al hombro con un gruñido. Tiene la espalda muy ancha y el pelo muy corto, y es el que más se parece a nuestro padre. Lo único que le falta es el bigote. Me encanta meterme con él por eso, sobre todo por lo gruñón que es, el muy cabrón. Me lo pone demasiado fácil.
