Formas de vida - Jacques Fontanille - E-Book

Formas de vida E-Book

Jacques Fontanille

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Beschreibung

Con Formas de vida, Jacques Fontanille culmina el estudio de su recorrido del plano de la expresión, cuya cima constituyen. Una forma de vida, dice el autor, es una deformación coherente que afecta al conjunto de los niveles del recorrido generativo de un discurso o de un universo semiótico cualquiera, desde los esquemas sensoriales y perceptivos hasta las estructuras narrativas, modales y axiológicas. En este libro pasa revista a formas de vida tan diferentes como el bello gesto, las formas de competitividad, las formas de creencia, las formas de vida invasivas que generan los medios de comunicación y la mundialización en marcha, las variaciones estacionales de la moda y demás formas de creencia y de confianza. Lectura rica en enseñanzas y sabrosa.

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Formas de vida

Jacques Fontanille

Colección Biblioteca Universidad de LimaFormas de vidaPrimera edición digital: septiembre, 2018

© Jacques Fontanille, 2015

© De la edición francesa: Presses Universitaires de Liège, 2015

© De la traducción: Desiderio Blanco

© De esta edición:

Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Javier Prado Este 4600

Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100, Perú

Teléfono: 437-6767, anexo 30131

[email protected]

www.ulima.edu.pe

Diseño y edición: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Versión e-book 2018

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Perú S. A. C.

https://yopublico.saxo.com/

Teléfono: 51-1-221-9998

Avenida Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores

Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN 978-9972-45-460-8

Índice

Presentación

PRIMERA PARTE. LA VIDA ADQUIERE FORMA: ENTRE NATURALEZA Y SOCIEDAD

Preámbulo I

Capítulo I. De la semiótica del ser vivo a las formas de vida

Las formas de vida en cuanto «lenguajes»

¿La vida puede tener una forma semiótica?

Semiosfera y formas de vida

¿La vida puede mentir?

Dar forma y dar vida

El punto de vista paradigmático

A cada cual su semiosfera: «Más allá de naturaleza y cultura»

Modos de existencia y formas de existencia sociales

El punto de vista sintagmático

Vivir es sobrevivir: el esquema de la perseverancia

Capítulo II. Maneras de vivir y de sentir: definir y describir las formas de vida

Coherencia y congruencia de las formas de vida

El sentido de un curso de vida reside en un esquema sintagmático

Una vida semiótica es una forma congruente

Variaciones de la presencia sensible

Expresiones y contenidos experimentados por los actantes

Formas de vida imperfectas

Estados de alma elementales

SEGUNDA PARTE. REGÍMENES DE CREENCIA EN CONCURRENCIA: PROVOCACIONES, CONFLICTOS, CONCESIONES

Preámbulo II

Capítulo I. Formas de vida emergentes: provocaciones éticas y estéticas. El caso del bello gesto

Introducción

La moral y la sintaxis narrativa

¿Moral con o sin destinador?

El saber-hacer y el saber-ser como rejillas de lectura

El intercambio y la ruptura del intercambio

Mantener, distender o reafirmar el vínculo: las morales transitivas

Romper el vínculo, interrumpir el intercambio: la ética intransitiva

El bello gesto en actos

Dos ejemplos

El bello gesto y el espectáculo de las formas de vida

La negación y la invención de valores

La cuantificación del plano de la expresión

El espectáculo intersubjetivo

Conclusión: del bello gesto individual a las formas de vida socializadas

La irrupción y la emergencia singular

Una organización sociosemiótica lábil y pasional

Anexo

Capítulo II. Competitividad: creencias paradójicas y mala fe

La paradoja de las competiciones socioeconómicas

Competiciones clasificadoras y competiciones ganadoras

Una racionalidad semiótica

Paradoja, concesión y denegación modal

Lo individual y lo colectivo

La parte del otro

¿Somos todos calvinistas?

Necesidad y contingencia: disociación modal y epistemológica

Una incompatibilidad sobrevalorada

Del destino al proyecto

Perseverar en el ser

Hacer de la necesidad virtud

Un islote de libertad y de proyecto: la escapatoria calvinista

Golpes de fuerza y malas excusas: el bricolaje sartriano de las necesidades

Para terminar: las formas de vida de mala fe

Capítulo III. Transparencias: creencias y concesiones

Una configuración transversa

Un topos en el corazón de una forma de vida

Un fenómeno de naturaleza concesiva

La transparencia y lo visible

El fenómeno físico

El fenómeno semiótico

La estructura narrativa

La enunciación visual, la exploración y la transparencia imperfecta

La transparencia práctica y estratégica

La transparencia cognitiva

Transparencia de las estrategias cognitivas individuales

Transparencia de las estrategias cognitivas colectivas

La transparencia en la era de la sospecha

Transparencia financiera: de la sospecha a la confianza

Transparencia de la decisión y de la cadena de imputabilidad

Transparencia de la vida urbana: de la sospecha a la amenaza

La transparencia de la vida pública

Transparencia, notoriedad y continuidad de la información

La vida pública puesta en ficción

La transparencia radical en democracia

La transparencia radical acumula las propiedades de todas las transparencias sociales

La transparencia radical encuentra los límites de la competencia

Transparencia radical contra responsabilidad

Conclusión

Predicación concesiva y variaciones fiduciarias

El control y el reglaje de la interacción

La enunciación de la transparencia imperfecta

Capítulo IV. Formas de vida invasivas: regímenes de creencia mediáticos y mundialización

La semiosfera y los «medios»

Los «medios», las formas semióticas y sus planos de inmanencia

Regímenes de creencia, pasiones y formas de vida

A cada tipo semiótico, su régimen de creencia

Cruzamientos, hibridación y conflictos de los regímenes de creencia

Por una ética de los regímenes de creencia

¿Ética o estrategia?

Para terminar: esas creencias que nos introducen en el mundo

TERCERA PARTE. EL ESPACIO-TIEMPO DE LA PERSISTENCIA Y DE LA PERSEVERANCIA

Preámbulo III

Capítulo I. El espacio y el tiempo de las formas de vida

Los regímenes topológicos de las formas de vida

Regímenes topológicos de la presencia

Formas de vida en tensión y en transformación

Los regímenes temporales de las formas de vida

Tiempo de la existencia y tiempo de la experiencia

Capítulo II. Temporalidades

La invención del tiempo y las formas de vida en el mito griego

El relato mítico del nacimiento de los dioses griegos

La invención de los regímenes temporales y de las formas de vida

La pulsación vital original

Los regímenes temporales distensivos

Los regímenes temporales híbridos

La conjugación de los regímenes distensivos

La superposición de los regímenes temporales y la confrontación de las formas de vida

El tiempo social y las formas de vida «de derecho»

El derecho y el tiempo social

Los cuatro tipos de desarreglos temporales

El «fuera-del-tiempo» trascendente

El tiempo irreversible

El determinismo exclusivo

La desincronización dispersiva

Cuatro regímenes temporales para fundar las formas de vida sociales

Los regímenes temporales sociales constituyen un sistema deformable

Desarrollar y preservar las perspectivas temporales

Las dos tensiones directrices del sistema

La construcción de la estructura tensiva

Los regímenes temporales de la vida le dan forma [a la vida]

Capítulo III. Periodicidades: Julien Fournié y las estaciones de la moda

El corpus, el cuerpo y el objeto

El recorrido de las estaciones

Primeros modelos (invierno, 2009)

Primer verano (2010)

Primer invierno (2010-2011)

Primeros colores (verano, 2011)

Dos estaciones y cuatro formas de vida

Formas de vida espectaculares e incorporadas

Núcleo pasional de las formas de vida

Congruencia interna de las cuatro formas de vida

Capítulo IV. Territorialidades: de las formas de vida en su dominio

Introducción

Espacio, límites y red

Poner y sobrepasar el límite

Crítica de los límites: movimiento, movilidad, red y escalas

Control, apropiación, poderes y espacio modal

Especificidad, legitimidad y pertenencia simbólica

Morfología y vivencia figurativas

Identidad cultural y pertenencia simbólica

Autorreferencia y proyección simbólica

Crítica de la identidad territorial: movilidad y mundialización

Transformación antrópica, trabajo y donación de sentido

Una producción semiótica: escribir el territorio

Crítica del vínculo entre territorio y donación de sentido

Para terminar: el territorio como forma de vida

Conclusión

Bibliografía

Glosario

Anexos

Presentación

¿El siglo XXI será el siglo de las ciencias humanas y sociales? La pregunta semeja un desplante, a tal punto casi todos nos hemos convencido de que nuestro futuro dependerá, para lo mejor y para lo peor, de la tecnología, de la digitalidad y de la robótica, de las nanociencias, de la biología de los sistemas y del descubrimiento de nuevas formas de energía. La pregunta tal vez está mal formulada. Ensayemos de otra manera: ¿será el siglo XXI el siglo de las ciencias del sentido? ¿El que dirá el sentido de nuestras opciones tecnológicas? ¿El sentido de nuestras elecciones de sociedad y el de nuestras opciones políticas? ¿El que diga el sentido de la intrusión de los robots en nuestra vida cotidiana? ¿O el de aquella de los captores biológicos de nuestro cuerpo? ¿El que diga el sentido de nuestra relación con la naturaleza, cuyas leyes y sistemas se esfuerzan por decir y por describir las otras ciencias?

¿Cambios tecnológicos tan radicales y tan rápidos transforman a la vez nuestras culturas y la naturaleza? ¿Nos autorizan aún a distinguir naturaleza y cultura? Estas son las preguntas que olvidan con frecuencia hoy en día los programas de difusión de la cultura científica y técnica cuando se trata de proponer todas las condiciones para que todos puedan comprender y apropiarse de las novedades científicas descubiertas y de sus consecuencias tecnológicas. Esos programas son, en efecto, emblemáticos del rol que deberían cumplir las ciencias humanas y sociales, y que ellas podrían dar. Sin embargo, el presupuesto de tales programas es, con frecuencia, lo primero que habría que discutir y demostrar, a saber, que las transformaciones tecnológicas son inevitables, deseables y apropiables, y que es necesario actuar de tal manera que las poblaciones las admitan, las comprendan, las acojan y, en las versiones más audaces, participen en ellas activamente. De ese presupuesto se sigue implícitamente que las sociedades y las culturas deben adaptarse para integrar esas novedades técnicas.

Un razonamiento semejante comporta al menos dos zonas ciegas, que son las referidas a la opción política: (i) al comienzo de las transformaciones científicas y tecnológicas, las decisiones ya están tomadas, las opciones estratégicas ya están hechas, los determinantes socioculturales ya están instalados: ¿quién los interroga?, ¿cómo ocurren?; y, (ii) al final, en el momento de la apropiación, ¿quién pregunta por el impacto de la interpretación y de la integración de esas transformaciones sobre el equilibrio de nuestras culturas y sobre los valores de los que son portadoras? Las ciencias humanas y sociales están en capacidad de dar a ese horizonte de cuestionamiento la profundidad histórica, la base antropológica y el alcance sociológico necesarios para que las respuestas que se planteen tengan sentido.

¿Ciencias del sentido? Serán y son ya ciencias del cuestionamiento; usted ha hecho una pregunta, ¿cuál es el sentido de su pregunta? Usted se pregunta por el impacto de las transformaciones tecnológicas sobre las culturas, ¿cuáles son las respuestas históricas que la gran diversidad de sociedades ha aportado ya a transformaciones parecidas? Usted se pregunta por qué la comunicación y los «medios» han adquirido tal importancia en los asuntos políticos, ¿cuáles son, en las diferentes sociedades, las relaciones observables entre las artes de la palabra y de la comunicación y los modos de gobierno? Usted se pregunta qué impacto han tenido los cambios tecnológicos y sociales sobre la cultura y la naturaleza, ¿cuál es el sentido de la distinción entre naturaleza y cultura hoy en día?

¿Ciencia del sentido y del cuestionamiento? La semiótica se reconoce en este retrato rápido: propone uno o varios cuerpos de doctrina y métodos para interrogar primero el sentido de las prácticas, de los textos y de los objetos propios de las culturas humanas. Ha elaborado procedimientos para construir la significación de los sistemas de signos y de los conjuntos significantes que son los textos, las imágenes, los objetos cotidianos o las interacciones sociales. Se encuentra en capacidad de decir el sentido, colaborando en lo posible con todas las otras ciencias humanas y sociales que comparten también el sentido como patrimonio, cada una desde su punto de vista particular. Entre otras, la historia, la filosofía, la psicología, la antropología, la economía, el psicoanálisis y la sociología.

Pero el nivel de cuestionamiento que necesitamos hoy en día tiene otra amplitud, puesto que se trata de aprehender bajo qué formas y con qué efectos semióticos las opciones tecnológicas, políticas y de modelo social influyen sobre la transformación de nuestras sociedades y de nuestras culturas, concebidas como totalidades portadoras de sentido y como focos de identidad para cada uno de nosotros. Y no es a los semiotistas* a quienes hay que recordarles que la significación del todo no resulta de la suma de las significaciones de todas las partes, que lo global determina lo local. Necesitamos, pues, proponer un nivel de cuestionamiento adecuado y de alcance suficiente, y, como dicen los semiotistas, un «plano de inmanencia» apropiado al alcance y al nivel de los problemas por tratar.

Ese plano de inmanencia será aquí el de las formas de vida, definidas en una primera aproximación como conjuntos significantes heteróclitos y coherentes que son los constituyentes inmediatos de la semiosfera, los cuales sin duda se asimilan rápidamente a la cultura. Las formas de vida, a su vez, están compuestas por signos, textos, objetos y prácticas; portan valores y principios directores; se manifiestan por medio de actitudes y de expresiones simbólicas; influyen en nuestra sensibilidad, en nuestros estados afectivos y en nuestras posiciones de enunciación. Dicen y determinan el sentido de la vida que llevamos y de las conductas que adoptamos; nos proporcionan identidades y razones de existir y de obrar en este mundo.

Existir, vivir: no hay ahí nada que se pueda reducir por principio al dominio cultural. Existir: los seres humanos comparten la existencia con los no-humanos, y más allá del viviente. Este será un punto decisivo de la discusión sobre las formas de vida: ¿son únicamente constituyentes de las culturas? ¿Los seres humanos las comparten con los no-humanos? Como veremos, la mayor parte de las configuraciones semióticas que examinaremos –la competición, la transparencia, el territorio, las estaciones– no son patrimonio exclusivo de las culturas humanas.

Las formas de vida constituyen, por consiguiente, el campo de cuestionamiento pertinente para que la semiótica pueda ejecutar hoy y mañana su partitura en el concierto de las ciencias humanas y sociales. Sometidas a determinaciones múltiples pero solidarias, ofrecen entradas diversas, pero que dan acceso al conjunto de los otros constituyentes y, en tal sentido, están reguladas por interacciones a escala múltiple, desde los signos mínimos hasta los conjuntos significantes más transversales. Se dan a captar, por definición, en sus mismas transformaciones y en sus interacciones con otras formas de vida, y se manifiestan tanto en dominios de actividad cultural como la moda o los «medios», como en los grandes conceptos recurrentes del discurso social y político, como la transparencia, la competición y la competitividad. Están presentes también en los mitos, en los principios del derecho, en la organización de los territorios y en los gestos cotidianos.

Con las formas de vida, la semiótica recupera la perspectiva que era la suya cuando Roland Barthes y Algirdas Julien Greimas ponían los fundamentos de una aproximación crítica al sentido de la vida social e individual: una mirada «desmitificadora» para uno, una mirada «elevada» para el otro, y para los dos, la opción de la «buena distancia» para comprender los mitos cotidianos, el mundo tal como se desenvuelve, y los hombres y las mujeres tales como son y tales como se sueñan. La «buena distancia», en este caso, es la que permite interrogar sistemáticamente los presupuestos y los implícitos de una práctica o de una representación, para reconstruir sobre ella la significación.

La elección de la «buena distancia», para captar con una mirada crítica la coherencia de las formas de vida que nos dicen el sentido de nuestra existencia y de nuestra acción, es el proyecto de este libro, en tres tiempos: (i) para comenzar, la definición del «plano de inmanencia» y del análisis que constituyen las formas de vida, acompañada de algunas propuestas metodológicas; luego, (ii) una exploración de la confrontación entre formas de vida, a través principalmente de sus regímenes de creencia; y, finalmente, (iii) un estudio de los regímenes del espacio y del tiempo que dan lugar y sentido a las formas de vida.

Las formas de vida no pueden constituir el objeto, por principio y por definición, de ninguna tipología general, y eso las distingue de todas las tentativas de clasificaciones totalizantes de naturaleza sociológica, antropológica o ideológica. Esa situación es de la misma naturaleza que aquella encontrada, hace más de treinta años, con la investigación semiótica sobre las pasiones: frente a las múltiples tentativas de tipologías filosóficas o psicológicas, todas marcadas por sus inflexiones culturales e ideológicas, la semiótica se consagró al estudio de la «vida» de las pasiones en los textos y en el conjunto de las semióticas-objetos, es decir, en su contribución a los procesos de la semiosis y a los procesos en general.

Lo mismo ocurre con las formas de vida: se las puede captar, describir y explicar cuando se manifiestan y se imponen, y es preciso disponer de los medios para hacerlo. Pero las formas de vida «viven» en las sociedades y en los mundos significantes que nos damos a nosotros mismos; aparecen y desaparecen; y si su emergencia y su desaparición están sometidas a esquemas que se pueden identificar y describir, no obedecen, sin embargo, a un marco tipológico global y único (a priori o a posteriori). Por lo mismo, nuestros estudios de casos pretenden, por cierto, ser representativos, pero de ninguna manera exhaustivos e inmediatamente generalizables. Son en cierto modo ejercicios prácticos, cuyos objetos se nos han impuesto poco a poco al hilo de algunas lecturas y de experiencias vividas.

PRIMERA PARTE

La vida adquiere forma: entre naturaleza y sociedad

Preámbulo I

A fin de instalar durablemente las formas de vida en el paisaje conceptual de la semiótica y de las ciencias humanas y sociales, es indispensable, para comenzar, confrontar esta noción con todas aquellas que, de cerca o de lejos, semejen tratar las mismas cuestiones.

La primera entre ellas es, sin duda, la noción misma de forma de vida tal como Wittgenstein la postuló desde la perspectiva de una pragmática generalizada del lenguaje. Esa es la primera noción de forma de vida compatible con una aproximación lingüística y semiótica. En esta filiación había elegido situarse, más o menos claramente, Greimas.

Pero si se consideran las formas de vida como el tipo de semiosis más englobante que sea posible identificar hoy en día, esa noción debe igualmente compararse con aquellas que, sin pretender el estatuto de «semióticas-objetos» de pleno derecho, con plano del contenido y plano de la expresión, aspiran, no obstante, a definir formas de organizaciones sociales o culturales (digamos, en general, «colectivas») susceptibles de «hacer sentido» o, por lo menos, de concurrir a proporcionar sentido al mundo que habitamos y con el cual interactuamos. Las otras nociones que se contrastan con las formas de vida son los «modos de identificación» propuestos por el antropólogo Philippe Descola, los «modos de existencia» planteados por el sociólogo Bruno Latour (aquí denominados «formas de existencia social») y, por último, los «estilos de vida» formulados por el sociosemiotista Eric Landowski.

Finalmente, el concepto de semiosfera, tal como lo ha propuesto Yuri Lotman, nos permitirá situar esos diferentes conceptos los unos con respecto a los otros, y circunscribir mejor el lugar y la especificidad de las formas de vida. En efecto, la semiosfera –así como los modos de identificación y las formas de existencia social que son versiones más específicas– no es una semiótica-objeto, no puede ser comprendida como una semiosis, pero determina las condiciones para que las semiosis diversas y múltiples tengan lugar en su seno. Las formas de vida son uno de los tipos de semiosis que se constituyen bajo esas condiciones.

Habiendo establecido la posibilidad de reconocer específicamente a las formas de vida un plano de la expresión y un plano del contenido que les sean propios, podremos examinar ahora más precisamente tanto el uno como el otro: el uno, la organización sintagmática coherente del curso de vida, y el otro, la selección congruente de las categorías constitutivas del sentido de la vida.

Capítulo I

De la semiótica del ser vivo a las formas de vida1

LAS FORMAS DE VIDA EN CUANTO «LENGUAJES»

A diferencia de la noción de estilo de vida, que se sitúa en la prolongación de las tipologías sociológicas, la noción de forma de vida se inscribe desde su origen, explícita y firmemente, en la filiación de la teoría del lenguaje y, más precisamente, en sus desarrollos pragmáticos, es decir, en el conjunto de las consideraciones y de las problemáticas que se refieren a las condiciones no directamente lingüísticas del funcionamiento de la palabra y del discurso.

Los estilos de vida son tipologías de comportamientos sociales, constituidos por agregados coherentes de actitudes, de actos, de puntos de vista, de enunciados, que permiten prever, bajo ciertas condiciones, las opciones y las decisiones de los individuos que dependen de cada uno de esos «estilos». Tal como son propuestos actualmente, en especial por Eric Landowski, se trata de configuraciones pasionales y existenciales –maneras de ser y de sentir– sin relación explícita ni necesaria con una estratificación de los «modos de significación» ni de sus planos de análisis. Se encuentran en el corazón de una aproximación sociosemiótica a los fenómenos de significación, como determinaciones características de los actores comprometidos en las interacciones. Con ese título, proceden, pues, de la tipología y de la descripción de las interacciones sociales, y de fenómenos de significación captados desde la perspectiva de esas interacciones. Los estilos de vida, como son concebidos y puestos en marcha por Eric Landowski, son configuraciones existenciales y sociales2.

En cambio, las formas de vida se interesan también por los «estilos» de los comportamientos, pero desde una perspectiva diferente y complementaria, porque no pueden ser concebidas fuera de una representación ordenada de los planos de análisis semióticos: las formas de vida son organizaciones semióticas (son «lenguajes») característicos de las identidades sociales y culturales, individuales y colectivas, y con ese título pueden ser acercadas a otros planos de análisis semióticos de la semiosfera, por ejemplo, a los textos, a los objetos o a las prácticas. Sin embargo, comparten con los estilos de vida los determinantes pasionales, éticos y estéticos. Se distinguen de ellos por el hecho de que constituyen verdaderas semióticas-objetos, dotadas de un plano de la expresión y de un plano del contenido, y son susceptibles de funcionar de manera autónoma en el seno de la semiosfera. Se diferencian igualmente por el hecho de que las formas semióticas que las constituyen hacen vacilar la frontera entre cultura y naturaleza; asimismo, presentan singulares parentescos con funcionamientos sociales observados por la etología animal y, más generalmente, con las formas de existencia naturales.

En Wittgenstein, quien de alguna manera es el inventor de esta noción en Investigaciones filosóficas (2008), la forma de vida es ya el nivel último de su propia estratificación de los planos de análisis de los lenguajes, que parte de las expresiones (los enunciados), continúa con sus usos, sigue luego con los juegos de lenguaje y culmina con las formas de vida. Desde ese punto de vista, las formas de vida permiten generalizar los juegos de lenguaje: la significación de una expresión solo llega a existir en el uso, bajo la forma de juegos de lenguaje, los cuales pertenecen a su vez a formas de vida. El proyecto de Wittgenstein va en el sentido de una pragmática general, la cual daría, en apariencia, la preeminencia a las prácticas culturales y a la variabilidad de los usos lingüísticos y semióticos, sobre el sistema y la estructura. No obstante, la jerarquía de los planos de análisis que él propone hace posible sustituir los usos, ampliamente imprevisibles, por formas intencionales (las formas de vida) suficientemente generales para ser consideradas como estables y típicas. En suma, las formas de vida son, para Wittgenstein, menos numerosas y están menos sujetas a variaciones que los usos y los enunciados.

En la jerarquía de los planos de análisis considerada por Wittgenstein, el control intencional del sentido de las expresiones estaría asegurado por un procedimiento implícito de condensación y de expansión, que permitiría pasar de las figuras locales a las formas de vida más generales que las englobarían y que les darían sentido. Desde esta perspectiva, toda manifestación sensible susceptible de ser utilizada como una expresión (como un enunciado) puede ser considerada como el condensado de una forma de vida completa, y puede ser redesplegada como tal, al momento de la interpretación, bajo el control de la enunciación que gestiona esa «elasticidad» de la manifestación.

El principio subyacente de la coexistencia de una significación constante y de niveles de articulación múltiples no deja de tener parentesco con el del recorrido generativo, cuyos diferentes niveles son considerados como homotópicos (en el sentido en que conservan la significación rearticulándola), pero también como heteromorfos (pues cada nivel proporciona una forma diferente a esa significación constante). Por consiguiente, cuando las modalidades de la conversión entre los distintos niveles de análisis no hayan sido reconocidas, la pertenencia de una expresión a una forma de vida solo puede ser captada por intuición, o por automatismo y aprendizaje. En cambio, desde el momento en que las conversiones entre niveles son identificadas, la pertenencia de una expresión a una forma de vida puede ser explicitada en la forma de una relación interpretativa: tal expresión «significa», en expansión, tal forma de vida; inversamente, tal forma de vida es manifestada, en condensación, por tal expresión.

Si nos atenemos a esa perspectiva pragmática, la jerarquía de los planos de análisis propuesta por Wittgenstein da cuenta de las enunciaciones en todas sus dimensiones: expresiones que son enunciadas para satisfacer ciertos usos, para participar en algunos juegos de lenguaje y en algunas formas de vida, haciéndolas interpretables y explicando en cierto modo por qué y cómo pueden ser comprendidas por los participantes en el intercambio lingüístico. En suma, todo el edificio podría ser asimilado a una teoría de la enunciación que comprendiera las condiciones prácticas para la interpretación de los enunciados.

Esa perspectiva es ciertamente reductora, pero sigue siendo válida en la concepción desarrollada por Wittgenstein, porque los diferentes planos de análisis jamás son considerados como autónomos y susceptibles de recibir en ellos mismos y por sí mismos un análisis y una interpretación; el análisis y la interpretación proceden de una travesía de niveles, en condensación y en expansión, y no de una detención metodológica sobre cada uno de ellos. En otros términos, esta vez tomados de Hjelmslev, la distinción entre los planos de análisis de Wittgenstein no provoca discontinuidad en el análisis mismo, y más bien parece concebida para poder desarrollar un análisis continuo. Desde el momento en que el análisis es continuo, se considera, si seguimos a Hjelmslev, que se sitúa en un plano de inmanencia homogéneo, sin ruptura de constitución, sin cambio de semiótica-objeto. Esos son los límites del acercamiento pragmático.

En cambio, la aproximación semiótica debe poder, al mismo tiempo, caracterizar cada uno de los planos de análisis como una semióticaobjeto con todo derecho, dotada de su semiosis específica; y dar cuenta de los procedimientos de integración entre cada uno de los planos, desde la perspectiva de un análisis discontinuo. Por esa razón, hemos propuesto en el primer capítulo de Prácticas semióticas (Fontanille, 2014) una reorganización de los planos de análisis, un recorrido generativo del plano de la expresión, más claramente inspirado en la perspectiva semiótica. Ese recorrido está fundado, en efecto, en las diferentes morfologías de la expresión de las semióticas-objetos, desde los signos elementales hasta las formas de vida, pasando por los textos, por los objetos, por las prácticas y por las estrategias. Y cada uno de los niveles de análisis constituye a su vez un plano de inmanencia, en el sentido de que, en los límites de cada uno de esos niveles, el análisis es continuo, mientras que de un nivel a otro, es discontinuo. En suma, el analista reconoce que, al cambiar de nivel, ha cambiado de plano de inmanencia por el hecho de que debe reajustar los procedimientos de análisis a las nuevas propiedades que observa y de las que tiene que dar cuenta.

Cada «plano de inmanencia» corresponde a un tipo de semiosis, cuya morfología de expresión es principalmente explicitada por sus propiedades sintagmáticas: propiedades espaciales y topológicas, temporales y secuenciales, y por tipos de operaciones sintagmáticas dominantes (por ejemplo: la clausura isotópica en el caso de los textos, las formas de acomodación del curso de acción para las prácticas, o las articulaciones tácticas para las estrategias, etc.). Igualmente, serán tomadas en cuenta las modalidades de integración en un plano de inmanencia dado (por ejemplo: los objetos), así como las semióticas-objetos que pertenecen a los niveles inferiores (por ejemplo: los textos inscritos en objetos) y a los niveles superiores (por ejemplo: las prácticas, donde se manipulan textos y objetos).

La noción de integración –tomada de Benveniste, en el capítulo X de Problemas de lingüística general (2004), llamado «Los niveles del análisis lingüístico» (pp. 118-120)– presupone el hecho de que, de un nivel al otro, el análisis es discontinuo, aunque implica igualmente que los procedimientos específicos (los de la integración, ascendente o descendente, del recorrido en cuestión) permitan proyectar varias semióticas-objetos sobre un solo plano de inmanencia, y que a continuación sean susceptibles de aceptar un análisis continuo, a pesar de la heterogeneidad de su nuevo ordenamiento.

Además, cada tipo de semiosis, en cada nivel de análisis, está sometido a un régimen de creencia específico, fundado en la consistencia y en la congruencia de las diferentes propiedades de su modo de expresión. La creencia textual difiere de la creencia práctica: la primera se funda en la clausura, y por tanto en la coherencia interna de un desarrollo narrativo entre una situación inicial y una situación final, mientras que la segunda se basa en la calidad del ajuste de las peripecias de un curso de acción abierto por los dos extremos de la cadena, y sometido al azar de la interacción con otros cursos de acción, con frecuencia imprevisibles. Asimismo, la creencia necesaria para la utilización de los signos (la creencia semiológica) difiere de la requerida por los objetos (la creencia funcional): la primera reposa en la permanencia y en la evidencia de la relación entre un significante y un significado, en tanto que la segunda postula funciones y usos del objeto, eventualmente inscritos en su forma, en su estructura interna o en superficie.

Esos regímenes de creencia (semiológicos, ficcionales, funcionales, prácticos) definen a la vez el marco en el que tal o cual organización semiótica puede ser interpretada y, más específicamente, las condiciones en las cuales los valores que propone pueden ser recibidos y compartidos. La integración entre dos o varias semióticas-objetos, que pertenecen a planos de inmanencia diferentes, apoyados los unos en los otros, implica, pues, una modificación, una combinación y una recomposición de los regímenes de creencia. Las semióticas-objetos, por naturaleza integrativas y heteróclitas como los «medios»*, que implican todos los planos de inmanencia a la vez, desde los signos hasta las formas de vida, proponen, en consecuencia, regímenes de creencia de una gran labilidad y complejidad.

El régimen de creencia propio de las formas de vida deberá ser precisado a lo largo de este estudio. Pero intuitivamente y como hipótesis de trabajo, creer en la vida que llevamos, creer en lo que funda nuestra existencia, es adherirse e identificarse, entre todas las opciones disponibles en la sociedad a la que pertenecemos, a aquella que nos parece la que mejor garantiza la continuación de nuestro curso de existencia, así como muy especialmente la de aquellos grupos a los que pensamos que pertenecemos. Este régimen de creencia sería, pues, un régimen de «identificación durable», la identificación que se necesita para que un curso de existencia persista.

¿LA VIDA PUEDE TENER UNA FORMA SEMIÓTICA?

Semiosfera y formas de vida

Sigue siendo cierto que en esas jerarquías entre planos de análisis, cualesquiera que ellas sean, las formas de vida ocupan siempre el último nivel, y como tales son, pues, las que indican los límites de lo que se designa generalmente como «la existencia semiótica», por contraste con las formas de existencia físicas, químicas o biológicas, entre otras. Se plantea, entonces, la cuestión de la posibilidad de considerar lo que tiene que ver con la «vida» como una semiótica-objeto, pero también la de dar cuenta de sus relaciones con la «cultura» y con la «naturaleza». Sobre este punto, elegimos deliberadamente no limitar la problemática al dominio denominado «cultura», y partir de la distinción propuesta por Yuri Lotman entre la «biosfera» y la «semiosfera».

En Lotman, en efecto, la semiosfera no es necesariamente coextensiva con la cultura. Ciertamente, su teoría de la semiosfera le sirve sobre todo para dar cuenta de la cultura en general y de la cultura rusa en particular, pero no hay que confundir el tipo y la ocurrencia, el modelo y el corpus: el modelo es la semiosfera, y el corpus de análisis es la cultura rusa. La argumentación que despliega en La semiosfera (1999)3 puede prestarse a confusión sobre este punto: va y viene sin cesar entre la semiosfera y la cultura, aunque sin confundirlas jamás. La cultura está a la vez al comienzo y al final de la semiosfera. Al comienzo, se confunde con la sociedad, como en esta proposición del capítulo «La noción de frontera»: «Toda la cultura comienza por dividir el mundo en un “mi”, espacio interno, y en un “su” [de ellos], espacio externo. La manera en que esta división binaria es interpretada depende de la tipología de la cultura concernida» (Lotman, 1999, p. 21).

El gesto inaugural de división que crea la frontera de la semiosfera es típicamente de naturaleza social, y tiene lugar antes incluso de que la cultura propiamente dicha sea constituida. Al final, en cambio, la cultura es el conjunto de los productos concretos y observables de la semiosfera. En este sentido, la existencia de una semiosfera es una condición de posibilidad de todo lo que atribuimos tradicionalmente a las culturas, la comunicación y los lenguajes:

Podemos hablar de «semiosfera», definida como espacio semiótico necesario para la existencia y para el funcionamiento de los diferentes lenguajes, y no en cuanto suma de los lenguajes existentes; en un sentido, la semiosfera tiene una existencia anterior a esos lenguajes… […] En el exterior de la semiosfera, no puede haber ni comunicación ni lenguajes. (Lotman, 1999, p. 10)

En suma, la semiosfera es la condición de posibilidad de los «lenguajes» (de las expresiones semióticas), y la cultura es la «suma» de cierto número de esos lenguajes, lo cual explica por qué funciona principalmente, para Lotman, como horizonte de referencia histórica y como reservorio de objetos de análisis, es decir, como «corpus». En la concepción desarrollada por Lotman, no existen, por un lado, la biosfera y, por otro, la cultura-semiosfera, sino dos modelos científicos definidos en espejo el uno frente al otro; y ambos son la condición de existencia y de explicación de lo que modelizan: la biosfera para todo lo que concierne a los organismos vivientes y a su evolución, la semiosfera para todo lo que se refiere a los lenguajes.

Para Vernadsky, citado por Lotman (1999), la biosfera es, en efecto, así como la semiosfera, el «espacio-tiempo que determina todo lo que pasa en su seno» (p. 12). Y si evoca la naturaleza, es como medio de observación y «corpus» de estudio, así como la cultura lo es para Lotman: «Un ser humano que es observado en la naturaleza, como todo organismo viviente, como cada ser viviente, es una función definida de la biosfera» (como se citó en Lotman, 1999, p. 12).

Vernadsky hace lugar también a lo que Lotman definirá como semiosfera, al distinguir «la actividad consciente de la vida de los pueblos» (como se citó en Lotman, 1999, p. 12) de la actividad inconsciente de sí misma que tiene curso en la biosfera; y prolongando esta observación, Lotman determinará una de las dos propiedades fundadoras de la semiosfera: la capacidad de autodescripción –la actividad metasemiótica, la actividad semiótica consciente de sí misma–, y la otra propiedad fundadora será la frontera entre «nosotros» y «ellos»:

[…] asistimos a un combate permanente entre los modos de existencia consciente (es decir, «no natural») y el orden inconsciente de las leyes inertes de la naturaleza. Y en ese esfuerzo de la conciencia reside toda la belleza de los fenómenos históricos, la originalidad de su posición entre los otros procesos naturales. (Vernadsky, comentado por Lotman, 1999, p. 12)

El problema planteado implícitamente por Vernadsky, vía Lotman, es, aunque indirectamente, el de la relación entre los seres vivos y los lenguajes, entre el modo de existencia de la vida y el modo de existencia semiótica. No se trata ahora, como para la distinción entre naturaleza y cultura, de una relación de yuxtaposición y de reparto del mundo en dos submundos, sino de una relación de interacción y de integración jerárquica: entre los procesos naturales, se cuentan los procesos históricos; entre las posibilidades ofrecidas por la biosfera, algunas pueden ser reagrupadas, bajo condición de «existencia consciente», en una semiosfera. De ahí que Lotman insista sobre la capacidad de autodescripción para caracterizar el modo de existencia semiótica.

La semiosfera así concebida se supone que es, en la versión que hemos propuesto para la jerarquía de los planos de inmanencia, la instancia que engloba y condiciona como último resorte todos los tipos de semióticas-objetos, comprendidas las formas de vida, pero en diálogo abierto con las formas de vida naturales.

Desde esa perspectiva, la reflexión de Wittgenstein merece un examen más profundo, porque su concepción de las formas de vida está justamente en tensión recurrente con lo «viviente», por un lado, y con lo «cultural», por el otro. En la obra de referencia sobre la cuestión, Investigaciones filosóficas (2008), las formas de vida son evocadas varias veces.

En el primer caso: «Y representarse un lenguaje quiere decir representarse una forma de vida [cursivas añadidas]» (Wittgenstein, 2008, § 19), la asimilación entre «lenguaje» y «forma de vida», o como otras veces con «juegos de lenguaje», es colocada bajo el control de una representación; dicho de otra manera, a un nivel de aprehensión que no es el lenguaje en cuanto conjunto de datos sometidos a un análisis, sino el lenguaje organizado en una descripción y captado en cuanto sistema conceptual. La expresión «quiere decir», además, implica una reformulación interpretativa, que no puede reducirse a una simple equivalencia entre «representarse un lenguaje» y «representarse una forma de vida»: «representarse una forma de vida» es, pues, una interpretación de «representarse un lenguaje». Una interpretación entre dos representaciones.

En otros términos, Wittgenstein no pretende que haya equivalencia estricta entre «lenguaje», «juego de lenguaje» y «forma de vida». Dice explícitamente que, para pasar de una expresión a otra, es preciso operar a la vez un cambio de nivel de pertinencia («representarse») y una interpretación («quiere decir»), lo cual implica una doble operación de naturaleza metalingüística. En la estratificación de niveles de pertinencia adoptada por Wittgenstein, las formas de vida ocupan adecuadamente el último nivel, lo que debería permitir comprender su posición de esta manera: en último análisis, el último marco de representación de un lenguaje es una forma de vida.

Para Wittgenstein (2008), este último marco de representación metalingüística no parece estar sometido a las variaciones culturales, pues eso sería concederle la capacidad de traducir y comprender los juegos de lenguaje que se producen en las diferentes lenguas y en las diferentes culturas; las formas de vida subsumirían y neutralizarían las diferencias culturales:

Imagínate que llegas en calidad de explorador a un país desconocido cuya lengua te es completamente extraña. ¿En qué circunstancias dirías tú que las gentes de ese país dan las órdenes que ellas comprenden, a las que ellas obedecen, contra las que se rebelan, etc.? La manera de actuar de los hombres es comúnmente el sistema de referencia por medio del cual interpretamos una lengua que nos es extraña. (§ 206)

Las diferencias culturales no son evidentemente ignoradas, pero se sitúan en la formación de los enunciados, como el autor lo señala en otra parte4, en los juegos de lenguaje. Pero en el nivel de las formas de vida, esas diferencias culturales quedan en parte neutralizadas. Esa capacidad de superar las diferencias culturales se explica de la siguiente manera:

Se puede imaginar un animal en cólera, tímido, triste, alegre, asustado. Pero un animal ¿qué espera? […] Solo puede esperar el que puede hablar. Solo puede hacerlo el que domina el empleo de un lenguaje. Lo que quiere decir que las manifestaciones de esperanza son modificaciones de esa forma de vida compleja. (Si un concepto hace referencia a un carácter de la escritura humana, no es aplicable a seres que no escriben). (Wittgenstein, 2008, § 247)

Wittgenstein plantea que, para poder hablar útilmente de «formas de vida», es necesario estar en capacidad de distinguir, literalmente, las «maneras de obrar comunes de los hombres» de todas las maneras de obrar de los seres vivos en general. Se comprende, entonces, que el nivel de diferenciación en el que se coloca Wittgenstein es mucho más general que el de las culturas, en el sentido en que se entiende este término en la «semiótica de las culturas». Las «formas de vida» se encuentran por todas partes donde hay seres vivos, pero solo hay un tipo que puede ser caracterizado como forma de vida humana (y, por tanto, cultural). Lo particular de las formas de vida humanas es el hecho de que constan de juegos de lenguaje (actos de lenguaje, estados pasionales, tipos de interacciones, etc.), que las diferencian de todas las demás, y que, por eso mismo, se ven obligadas en todas las ocasiones a confrontarse con todas ellas.

El nivel de cuestionamiento elegido es, pues, el mismo que el de Eco cuando sostiene, por ejemplo, en varios de sus numerosos escritos que un sistema de signos o de significación no puede ser caracterizado como «semiótico» (es decir, como partícipe de la significación humana) si no puede mentir (¡las feromonas* de las hormigas no mienten!)5. Las formas de vida en general comparten gran número de actos y de emociones, pero las formas de vida humanas tienen como rasgo propio actos típicos de «lenguaje», como «esperar», «mentir», etc. En este mismo nivel de cuestionamiento, nos podemos preguntar por el estatuto semiótico de los «alfabetos» de los códigos genéticos, o por las modalidades de la comunicación biológica, especialmente inter e intracelular. Para Wittgenstein, la línea de separación parece clara: las formas de vida humanas son las únicas que subsumen una jerarquía de planos de análisis que comprenden juegos de lenguaje y de expresiones lingüísticas; y son las únicas susceptibles de engendrar algún tipo de configuraciones pasionales. Veremos, sin embargo, que esa línea divisoria no es tan clara6.

Cuando Wittgenstein emplea «formas de vida» en plural, es para identificar varias dimensiones complementarias (y no exclusivas) de la forma de vida de los hombres: ordenar, describir, lamentarse, persuadir, etc. En ese caso, la noción de forma de vida se confunde con la de «clase de juegos de lenguaje». En la estratificación de los niveles de pertinencia de Wittgenstein, los juegos de lenguaje se reagrupan en clases (que son ordenadas en torno de archipredicados de actos de lenguaje), y cada una de esas clases de nivel superior es una «forma de vida» específica. En fin, el conjunto de esas formas de vida específicas constituye a su vez la forma de vida humana, distinta de otras formas de vida no humanas (animales, biológicas, etc.).

¿La vida puede mentir?

Umberto Eco lo ha señalado varias veces: la mentira y la veridicción son propiedades críticas del umbral de la existencia semiótica. Greimas lo escribió de otra manera, colocando la dimensión fiduciaria (por tanto, la veridicción)7 en el corazón de las lógicas narrativas. La cuestión de la verdad y de la falsedad, que resalta en el trasfondo logicista de la mayor parte de consideraciones, aparece en Wittgenstein mismo; pero contrariamente a lo que acontece en la tradición logicista, e incluso en cierta manera en Eco, donde la verdad se aprecia en relación con el referente, es para Wittgenstein (como para Greimas) un puro asunto de lenguaje, un asunto de veridicción en el sentido literal del término «decir verdad»: «Lo que los hombres dicen es lo que es verdadero o falso; con el lenguaje los hombres se ponen de acuerdo. Ese acuerdo no es un consenso de opinión [sobre las cosas], sino un consenso de forma de vida» (Wittgenstein, 2008, § 241).

Un «consenso de opinión» es una convergencia colectiva a propósito de alguna cosa exterior a la elaboración del consenso mismo, es decir, a propósito de una determinación exterior y de un referente de aquello que evoca el lenguaje. En cambio, el acuerdo de los hombres, considerado como una forma de vida, no encuentra su sentido y su valor de verdad más que en sí mismo, en su forma propia, en el proceso colectivo que conduce al acuerdo sobre la verdad. Enlazando así con una larga tradición retórica según la cual la verdad es una construcción compartida entre los hombres en el curso de sus intercambios persuasivos, y según normas éticas, Wittgenstein erige esas modalidades persuasivas y éticas en «formas de vida». Esa posición será estrictamente retomada por Chaïm Perelman, para quien la verdad es, desde el punto de vista de una retórica general, el producto de un acuerdo, cuyo valor es en cierta medida proporcional a los esfuerzos que han costado a cada una de las partes [que han intervenido en el acuerdo].

Decir que la verdad es [el resultado de] un acuerdo y que ese acuerdo es un «consenso de forma de vida» es reconocer y proponer dos dimensiones complementarias del «vivir» o, más precisamente, de una subcategoría que es el «vivir conjuntamente». De un lado, tenemos un conjunto de experiencias (discutir, interactuar, pedir informaciones, dar informaciones, etc.) características del «vivir juntos», concebido como una macroexperiencia que pertenece al «vivir» en general. De otro lado, existe lo que da a esa macroexperiencia, y a todas las experiencias particulares que la constituyen, su «sentido humano»: normas, valores, emociones, una manera de respetarse como hombres que se esfuerzan por superar las diferencias para ponerse de acuerdo.

La vida en cuanto tal, incluso colectiva e interactiva, no puede mentir, ni tampoco afirmar su verdad. Desde un punto de vista fenomenológico, es decir, del lado de la experiencia más que de la existencia, Michel Henry (2000) se ha esforzado por radicalizar el principio de regresión hacia el aparecer formulado por Husserl: la regresión radical obliga a volver a la vida misma, ese aparecer interior irreductible. La vida, escribe, es la capacidad de «sentirse y experimentarse [s’éprouver] a sí mismo en todo punto de su ser» (p. 35). Es puro afecto, y nada más: sentirse, comprobar que es viviente, entre alegrías y sufrimientos. Esa vida-ahí nos es dada de forma permanente en nuestra presencia, pero sin nuestra iniciativa: vivir así es solamente sufrir, con una pasividad radical y con una afectividad que no puede ser evaluada. Es claro que tal concepción de la vida no puede ni mentir ni afirmar su verdad8.

Los animales son capaces de engañar, de usar astucias, de disimular y de utilizar tácticas que implican saber «mentir». Pero esos comportamientos semióticos, si se toman algunas libertades con la verdad de las expresiones y de las actitudes, con respecto a los proyectos y a las metas animales, no corresponden, sin embargo, a la veridicción: pues no implican ni presuponen un acuerdo social sobre la verdad, y menos aún disponen de un lenguaje para decirla.

En cambio, los seres humanos, en una forma de vida que comporta lenguaje y formas semióticas, pueden a la vez mentir y ponerse de acuerdo sobre la verdad. Wittgenstein toca en este punto algo que se parece a la transformación de una sustancia en una forma. De un lado, un conjunto de experiencias de interacciones y de vida colectiva (el «vivir juntos») constituye un conjunto de «sustancias» de experiencia disponibles para formar «semióticas-objetos». De otro lado, esas sustancias reciben un conjunto de «formas» (normas, valores, pasiones) que hacen de ellas una «forma de vida».

Por eso, el acuerdo obtenido sobre la verdad es una forma de vida: porque subsume el conjunto de determinaciones que dan una forma al sentido humano de todas las experiencias que conducen a ese acuerdo. He ahí por qué las formas de vida humanas ofrecen fuerte parentesco con las formas de vida animales: en sustancia participan todas del vivir juntos; y he ahí por qué se distinguen a pesar de todo: en cuanto formas.

Dar forma y dar vida

Volviendo a la distinción entre juegos de lenguaje y formas de vida, podríamos generalizar a modo de hipótesis la observación precedente, según la cual el sentido humano de las formas de vida solo aparece bajo ciertas condiciones, sobre la base de las distinciones siguientes:

• Dentro de la categoría general del «vivir» (indiferenciado), distinguimos la subcategoría del «vivir con» o del «vivir conjuntos» como la única en la que se puede concebir que se desarrollen actividades que tengan trazas de lenguaje, aunque este no sea aún propio de los humanos en ese nivel.

• «Vivir con» es una macroexperiencia que puede ser analizada en experiencias componentes: es esa la «sustancia» de las formas de vida sociales en general.

• El sentido humano de esa macroexperiencia y de esas experiencias componentes les es proporcionado por un número de propiedades modales, axiológicas, pasionales y éticas. En Wittgenstein, la macroexperiencia se convierte en una «forma de vida», y las experiencias que la componen se constituyen en «juegos de lenguaje».

• Para nosotros, la primera (la macroexperiencia) será igualmente definida como una forma de vida, pero las segundas (las formas resultantes de las diferentes experiencias que la componen) serán consideradas, más generalmente, como prácticas semióticas.

La cuestión que ahora se plantea consiste en saber si las «experiencias» en cuestión presentan ya propiedades semióticas (sustanciales) identificables, antes incluso del reconocimiento de su sentido humano. Si uno imagina, por ejemplo, un grupo de animales que intercambian ruidos, movimientos de cabeza o de cualquiera otra parte del cuerpo, que sincronizan posturas y microdesplazamientos de unos en relación con los otros, según cierto ritmo, y dentro de los límites temporales y/o espaciales identificables; entonces, uno obtiene un esquema de existencia identificable, icónico o iconizable: se podrá reconocer en ese esquema de existencia cierto tipo de interacción que se parece a una conversación, aunque no pueda identificarse con ningún tipo de conversación en el sentido humano del término. Tal esquema no supone necesariamente la vida, puesto que puede aparecer de la misma manera tanto en sociedades de figurines, de marionetas y de robots, como en sociedades de monos9.

Para reconocer un esquema protoconversacional en una interacción que no es una conversación humana, es preciso identificar el «estilo» figural de la interacción. El estilo figural*, en este caso, está constituido por un conjunto de trazos sensibles (auditivos, visuales; vocales, posturales, motores, rítmicos). A ese respecto, tiene exactamente el mismo estatuto que la dimensión «plástica» de una imagen, a saber, un dispositivo esquemático de expresión independiente de lo que representa la imagen, pero que, en cuanto «manera de representar», es susceptible de entrar en relación con contenidos y con sistemas de valores para constituir un conjunto significante. Ese estilo figural de las interacciones, así como la dimensión plástica, funciona de manera autónoma con respecto al contenido figurativo y a los actores.

Pero el estilo figural no permite reconocer, a modo de hipótesis, más que la presencia potencial, en un comportamiento, de una forma identificable del «ser juntos». Para validar esa hipótesis, y para interpretar esa forma, es necesario encontrar un plano del contenido, un investimiento semántico. En el caso de las interacciones entre animales, el investimiento modal, axiológico y pasional del contenido de la interacción queda suspendido hasta elaborar hipótesis etológicas que puedan desembocar en el reconocimiento de «formas de vida animales», compuestas de «prácticas animales». En el caso de las interacciones entre robots, la cuestión crítica (planteada con frecuencia en las obras de ciencia ficción) es la del estatuto propio o simulado de esa forma figural: ¿es una reproducción controlada de lo humano, o una dinámica propia y autónoma?

En el caso de las interacciones humanas, el esquema de existencia se convierte en un esquema de experiencia, el cual puede ser investido por formas de contenidos humanos, y desemboca, entonces, en el reconocimiento de formas de vida y de prácticas semióticas humanas. A fin de cuentas, si el «estilo figural» de la interacción le «otorga una forma» reconocible y susceptible de ser puesta en relación con un contenido, humano o no humano; en cambio, es la naturaleza del contenido modal y pasional la que le «da vida» y sentido humano.

Esta larga discusión nos ha permitido, finalmente, desplazar el problema y salir de las evidencias tramposas del sentido común. Para el sentido común (y también para Wittgenstein, aparentemente), la categoría genérica es la «vida», la cual da lugar a las formas de vida en general, y dentro de la cual se puede destacar una subcategoría, la «vida con lenguaje», que da lugar a las formas de vida humanas.

Hacer de la vida la categoría genérica conduce a una aporía semiótica: la vida, para adquirir forma y sentido, debe permitir proyectar una experiencia sobre una existencia; debe poder asegurar la asociación de una expresión (exterior) y de un contenido (interior). Desde el punto de vista de la experiencia, vivir no es más que sentir que se vive. Esa es la vida tal como la concibe Michel Henry (1990 [1963]), bajo un modo de manifestación invisible, intangible, radicalmente inmanente a los afectos elementales (gozar y sufrir), un modo de revelación original irreductible a toda forma de exterioridad e inconmensurable. Esa vida no puede estar asociada a manifestaciones exteriores, no tiene otro futuro que el de la alternancia de los goces y de los sufrimientos. Esa vida no tiene ni intencionalidad ni sentido, y no puede participar en una relación semiótica.

Por esa razón, nosotros oponemos a una concepción, que haría de la vida el término genérico, otro razonamiento: el modo de existencia genérico es el modo de «ser juntos» (existir y actuar con, o contra), que da lugar a interacciones sociales, las cuales pueden ser esquematizadas en «estilos figurales», comprendidos en ellas los objetos y los no-vivientes. En el interior de ese modo de existencia social, una subcategoría acoge seres vivos que tienen la experiencia del «vivir juntos» (vivir con). En el seno del modo de existencia social en cuanto tal, el «ser con» puede ser indiferentemente animal, tecnológico, físico, vegetal o humano. El «vivir con», subcategoría del modo de existencia social, puede recibir investimientos modales y pasionales típicamente humanos. En suma, en «vivir con», y colocando en el centro de la problemática la acción y las interacciones, y no la vida en general, el «con» (hacer con) es primero, y se le puede dar una forma sintagmática reconocible (el estilo figural del esquema de existencia); mientras que el «vivir» es segundo, y recibe los contenidos propios de la vida humana (modalidades, emociones, pasiones, normas, etc.).

EL PUNTO DE VISTA PARADIGMÁTICO

A cada cual su semiosfera: «Más allá de naturaleza y cultura»10

En este punto de nuestro desarrollo, tenemos que interrogar a la antropología contemporánea acerca de la relación entre formas de vida social y la dicotomía naturaleza/cultura. Philippe Descola (2005) pone en cuestión y sobre todo relativiza dicha dicotomía. Al estudiar la sociedad de los achuar en la Amazonía, descubrió un sistema en el que la discontinuidad principal entre humanos y no-humanos reposa en las diferencias físicas y no, como en nuestra sociedad, en el hecho de que los humanos serían los únicos seres vivientes dotados de una interioridad y de un espíritu. Para los achuar, todas las especies tienen una interioridad y pueden comunicarse por medio de una suerte de lenguaje universal. La sociedad achuar es coextensiva de la naturaleza. Descola elabora poco a poco, por comparación con otros tipos de sociedades, una tipología que se basa en cuatro tipos de «modos de identificación».

Procede a un análisis comparativo de los modos de socialización de la naturaleza, sin presuponer la distinción entre naturaleza y cultura. Para eso elige los esquemas integradores de la práctica, que comportan una fase de identificación. La tipología de los «modos de identificación» reposa en dos dicotomías: fisicalidad/interioridad e identidad/diferenciación, cuya combinatoria engendra cuatro funcionamientos sociales que religan y/o distinguen humanos y no-humanos: el totemismo, el animismo, el analogismo y el naturalismo. Así:

 

Identidad espiritual

Diferenciación espiritual

Identidad física

Totemismo

Naturalismo

Diferenciación física

Animismo

Analogismo

•Animismo. El sistema en el que los no-humanos tienen los mismos atributos de interioridad que los humanos, pero se distinguen por sus caracteres físicos, es el animismo. Las propiedades atribuidas a los no-humanos hacen de ellos los términos de relaciones sociales, principalmente con los humanos.

•Totemismo. El sistema que identifica a los humanos y a los nohumanos a la vez en el plano físico y en el plano de la interioridad, y que diferencia grupos mixtos entre sí (clanes humanos + especies no-humanas), es típico del totemismo, puesto que el tótem es la figura que focaliza una «creencia de identificación durable» de un clan humano con una especie animal. Gracias a la mediación del tótem, un clan se identifica por el espíritu y por el cuerpo con la representación de una de las especies nohumanas. Los no-humanos se convierten así en los signos de las divisiones sociales humanas.

•Analogismo. Es un sistema social en el que no hay más que diferencias entre las propiedades físicas y morales de los humanos y/o los no-humanos. La creencia de identificación se basa en correspondencias analógicas entre singularidades, y ese sistema se denomina analogismo. El analogismo es la única solución para hacer inteligible un mundo caracterizado por la doble diferenciación de las interioridades y de los cuerpos.

•Naturalismo. El sistema social que propone la identidad física natural entre humanos y no-humanos, y que los diferencia por la interioridad, es el naturalismo, porque una naturaleza universal y homogénea es el referente de ambos. Únicamente la sociedad naturalista decide que la «naturaleza» no es más que la parte universal del mundo inteligible, y que este último no puede ser completamente comprendido si no se lo confronta con la otra parte, plural y diversa, la de las «culturas».

Los «modos de identificación» de Descola definen cuatro grandes regímenes de creencia de identificación que organizan las sociedades de los seres vivientes. Cuatro grandes tipos del «vivir con», claramente propuestos antes de proceder a hacer la distinción entre naturaleza y cultura. Solo uno de ellos, el naturalismo, tiene necesidad de la cultura para fundar el dominio de identificación específica de los humanos. Esos modos de identificación reúnen, por consiguiente, «macrofamilias» de formas de vida (como se puede hablar de «macrofamilias» de lenguas), definidas por el régimen de creencia de identificación al cual las sociedades se adhieren.

Modos de existencia y formas de existencia sociales11

Como prolongación de las propuestas de Descola, Bruno Latour se esfuerza por definir una antropología multinaturalista y multiculturalista. Dado que rehúsa proponer previamente la distinción entre naturaleza y cultura, elige tratar de la existencia.

Existir es persistir, es continuar siendo, y no solamente «ser», y también es tener razones para continuar, que son modos de persistencia. En las sociedades «naturalistas», las culturas son discontinuas porque son diversas, y es posible proyectar sobre ellas la continuidad de las «formas de vida», puesto que pueden tomar por referente la permanencia y la universalidad de la naturaleza. Sin embargo, desde el momento en que la naturaleza no se distingue de la cultura, desde que puede ser considerada tan plural y discontinua como la cultura, el fondo de estabilidad universal se esfuma y es necesario encontrar otro referente para la existencia social, para el «vivir con». Para Bruno Latour, ese otro referente son los modos de existencia y los regímenes de enunciación. La existencia y sus modos no distinguen entre naturaleza y cultura; se declina en maneras de existir y de persistir en la existencia colectiva.

El referente se define, pues, a partir de una pregunta existencial: ¿a qué debemos atenernos si no es a nuestra vida? ¿A qué debemos atenernos si no es a nuestras vidas individuales, para asegurar la continuidad de la existencia? En otros términos, cada sociedad podría preguntarse: ¿de qué cosa podríamos decir que si la perdemos, moriremos como civilización? El referente de los modos de existencia de Bruno Latour comporta una docena de esas formas de persistencia en la existencia colectiva12.

Y, como los modos de existencia determinan y declinan razones de existir y maneras de persistir, dicen e instauran el sentido de la existencia colectiva. Por eso Latour puede hablar por extensión de regímenes de enunciación. La pregunta planteada: «¿qué nos mantiene colectivamente en la existencia?» y la respuesta aportada por esos regímenes de enunciación tienen un perfume spinozista. La perseverancia en el ser, en Spinoza (2007), es el conatus, que es compartido por todas las cosas que existen, ya sea el hombre, la naturaleza o Dios. El referente spinozista no es más que una propiedad de todos los cursos de existencia, el conatus (el «esfuerzo») mismo, que es inmanente a la existencia misma: no conoce determinación exterior a la «cosa en ella misma». Existir es persistir, y si se trata de la persistencia en la experiencia de los seres vivientes, especialmente humanos, persistir es perseverar. La experiencia de la persistencia es la perseverancia. Los modos de existencia que constituyen las formas de vida humanas son, entonces, maneras de perseverar.

Con respecto a Descola, quien define las «macrofamilias» de formas de vida a escala planetaria, Latour describe, a través de sus modos de existencia, las «familias» de formas de vida propias de las sociedades occidentales. Pero, al igual que la semiosfera de Lotman, los modos de existencia de Latour no son «semióticas» y no comportan semiosis propias: son condiciones para que las semiosis sean posibles; condiciones generales para la semiosfera y para los modos de identificación antropológicos, y condiciones particulares (Latour habla de «condiciones de felicidad») para los modos de existencia. Con estas condiciones, tanto formas de vida como semiosis pueden tener lugar.

Nuestro proyecto se inscribe en este marco general, sin ambición de exhaustividad en este estadio de la investigación, pues nos esforzamos solamente por comprender cómo cada forma de vida puede ser constituida como una «semiótica-objeto», así como, para prolongar el acercamiento con la lingüística general, los lingüistas se esfuerzan en caracterizar las lenguas antes de interesarse en las familias y en las macrofamilias de lenguas.

Ese marco implica, sin embargo, dos dimensiones que deberán ser tomadas en cuenta en la construcción de las formas de vida, a fin de asegurar su contribución a esas clasificaciones más generales y englobantes: por un lado, los modos de identificación social, que caracterizan eso que nosotros hemos propuesto como hipótesis, a saber, la existencia de regímenes de creencia propios de las formas de vida, de creencias de identificación