Frases célebres de la antigüedad - Anderson Calzada Escalona - E-Book

Frases célebres de la antigüedad E-Book

Anderson Calzada Escalona

0,0
10,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

No se trata solo de una recopilación de frases célebres, ubicadas en el tiempo, con comentarios y datos biográficos sobre los autores, sino que Anderson utiliza también conocidas expresiones para dar título al desarrollo de temas de interés, por ejemplo, «el fardo de la sabiduría», «el sermón de las siete palabras», «despliegue de poder», etc.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 306

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editorial JOSÉ MARTÍ

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España. Este y otros libros puede encontrarlos en ruthtienda.com

Edición y corrección: Ana R. Gort Wong

Programación: Marian Garrido Cordoví

Epub Base 2.0

© Anderson Calzada Escalona, 2023

© Editorial José Martí, 2023

ISBN 9789590908996

INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO

Editorial JOSÉ MARTÍ

Publicaciones en Lenguas Extranjeras

Calzada no. 259 entre J e I, Vedado

La Habana, Cuba

E-mail: [email protected]

Índice de contenido
Introducción
Réplica equivalente
Antro de perdición
El fardo de la sabiduría
Nefasto hedonismo
¡Cuán difícil es!
Derecho de admisión
Carrera histórica
Regio laconismo
¡Menudo estratega!
¿Estrategia de distracción?
Vida de perro
Vencedores y vencidos
Afrenta histórica
¡Zapatero…!
Magno conquistador
Retoños perennes
¡Ah, la mecánica!
Rectitud a toda prueba
Costoso triunfo
Entereza romana
Impiedad catastrófica
Pánico en Roma
Desesperanza púnica
Pertinacia romana
Ingratitud patria
Orgullosa sencillez
Presión circular
Ciudad en venta
De tal tío…
…tal sobrino
¡Qué hijo putativo!
Codicia mortal
Justeza lapidaria
Patriota hasta la médula
Para uno… cena regia
Exordio ab irato
De esclavo a jefe rebelde
Confianza extrema
Princeps, imperator, homo
¡Oh, Pilato!
El sermón de las siete palabras
Otras palabras
«Modestia» postrera
¡Ay, las conquistas!
Comentario cruel
Aspirante a dios
Caridad imperial
Ave, César
Bajando los humos
Justas palabras
Palabras sabias
Horticultura versus gobierno
Victoria celestial
¿Reproche o elogio?
Petulancia huna
Despliegue de poder
Bibliografía

Anderson Calzada Escalona (Granma, 1982)

Licenciado en Historia por la Universidad de La Habana en 2006. Durante nueve años ejerció la labor de investigador en el Instituto Cubano de Antropología, también se desempeñó como referencista principal en la Sala de Lecturas del Archivo Nacional de Cuba y actualmente trabaja en la Editorial Arte y Literatura. Ha participado como ponente en eventos nacionales e internacionales. Es miembro de la Unión Nacional de Historiadores de Cuba.

Introducción

Hace varios años tuve la idea de escribir un libro sobre frases célebres en la historia, siguiendo inconscientemente los pasos –dato que conocí después– de una interesante obra escrita por Emeterio Santovenia, intelectual olvidado –como tantos otros– que versa igualmente sobre el tema, con la diferencia de que este sabio se limitó al contexto cubano. Me proponía hacer extensivo un conocimiento escasamente divulgado y escribirlo para el solaz de aquellos a quienes interesa hurgar en los recónditos terrenos de la historia universal.

En aquel momento pensé que el esfuerzo intelectual no sería muy grande, es decir que no tendría que transitar por caminos tan abruptos ni desconocidos para mí en ese entonces. Vana ilusión. Comencé por recopilar todas las frases conocidas en los libros de historia, literatura y filosofía que estaban a mi alcance. Cuál no sería mi sorpresa al ver que la tarea sobrepasaba las expectativas que mis esfuerzos se habían propuesto y me vi obligado a reestructurar, sobre la marcha, los plazos y dimensiones del plan primigenio. Hube de limitarlo a las frases de carácter netamente histórico, prescindiendo de las de índole literaria o filosófica de igual celebridad.

Por tanto, la primera pregunta que se imponía era: ¿qué entender por frase célebre? Interrogante tonta si se quiere, pero para comenzar a tejer el manto que pensaba realizar –si se me permite la metáfora–, resultaba necesaria. La respuesta más sencilla que encontré –y a la que me adhiero– es esta: «la frase célebre no es más que aquella muy conocida y repetida, que suele ser citada en diversos contextos y cuya autoría, por lo general, corresponde a algún personaje famoso».1 Sin embargo, para que logre catalogarse como tal, desde mi punto de vista, es necesario que cumpla con los siguientes requisitos:

1. Brevedad, pues una frase concisa es más probable que sea recordada que una extensa. Los casos más emblemáticos son, por ejemplo, los refranes.

2. Forma, pueden estar escritas en prosa o en verso. Esta condición se aúna con la anterior para facilitar su perpetuación, sobre todo si la construcción gramatical es más bien sencilla.

3. Sentido o contenido, ya que una frase cualquiera no amerita el apelativo de famosa si no transmite una enseñanza o una idea ingeniosa, o caracterice a toda una época, o se refiera a alguien a su vez célebre, o tenga que ver con un acontecimiento determinado, ya sea de forma implícita o explícita.

4. Significación, porque la frase a veces suele ser un reto para el ser humano, una respuesta a una inquietud individual o colectiva, de índole espiritual o práctica, lo cual nos lleva a asumirla como instrumento regulador de nuestra conducta o, sencillamente, como una herramienta cognoscitiva. Un ejemplo puede ser la máxima martiana «ser culto es el único modo de ser libre».

5. Emisor, que puede ser real o no, influye en la celebridad de la frase, pues si el personaje es famoso, casi garantiza que la frase también lo sea. No tiene precisamente que haber sido expresada oralmente, puede haber sido manifestada de forma escrita, lo digo porque hay escritores que han perpetuado frases a través de sus personajes. Me viene a la mente un ejemplo clásico: «Todos para uno y uno para todos», que el escritor francés Alejandro Dumas (padre) puso en boca de D’Artagnan en la novela Los tres mosqueteros.

6. Receptor, pues se puede dar el caso de que la celebridad de una frase se deba no a quien supuestamente la dijo, sino a quien la escuchó y luego la transmitió. Verbigracia, tenemos el caso del maestro Sócrates,2 cuya conocida frase: «Solo sé que no sé nada», se la atribuye su discípulo Jenofonte en su Apología del filósofo, pues sabemos que Sócrates no dejó ninguna obra escrita.

Entonces, para mejor enmarcarlas, paso a enunciar las características particulares de las frases célebres históricas.

Una frase célebre histórica es aquella que fue pronunciada o escrita por uno o un grupo de personajes de marcada veracidad, personajes reales en momentos cumbres que vivieron procesos históricos en que participaron, o simplemente, en circunstancias importantes de sus vidas. Esto es, para que una frase célebre sea histórica debe cumplir ciertos requerimientos:

1. Veracidad histórica, que esté documentada en alguna obra con fondo histórico, donde pueda comprobarse su autenticidad si fuera posible. Claro que algunas frases consideradas históricas están lejos de poder ser confirmadas, pero se toman como tal porque al menos se les atribuyen a personajes que existieron. También sucede que algunas, aparentemente dichas por personalidades reales, sean una invención de algún escritor ingenioso que las popularizó.

2. Autoría atribuida a un personaje histórico, real.

3. Contexto y origen, pues debe tener como base un suceso trascendente en la historia o un momento importante en la vida de su emisor.

4. La frase no tiene necesariamente que ser breve ni pretender dar una moraleja como algunas paremias,3 sino que «reflejan la actitud y pensamientos de sus emisores, contemporáneos o de la época en el momento que se pronunció».

5. Significación y carácter, a veces solemne, otras sarcástico.

A pesar de que se quiera hacer extensivo el carácter de históricas a todas las frases, ello, en un sentido estricto, no es correcto. El único punto de contacto entre ellas es que son frases célebres por igual. Si presentamos esquemáticamente lo que digo para su mejor entendimiento, quedaría de esta manera:

Formalmente, podríamos decir que un refrán ha pasado a la historia y lo asumiríamos con condescendencia; pero no es exacto. Un refrán se introduce en la mentalidad colectiva como instrumento cognoscitivo y pedagógico, que a nivel social tiene su impronta pero, para la disciplina histórica, solo constituye un elemento aislado. Incluso, generalmente, las mismas frases históricas son elementos obviados por el historiador, deliberadamente muchas veces, sin concederles la importancia que para la reconstrucción psicológica del personaje y de su época pueden tener.

El presente volumen recoge pues, algunas frases que se han hecho famosas en la historia, cuyo origen se remonta a la Antigüedad, período histórico transcurrido desde el milenio iv a.n.e. aproximadamente hasta el año 476 n.e.

Evidentemente, por ser imposible recopilarlas todas, me decidí a exponer las más conocidas por el público en general o, en todo caso, las que a mi juicio debiera conocer.

La estructura de los acápites sigue un orden similar, cada uno va precedido por un título que intenta reflejar el sentido de la frase en cuestión, a la vez que ofrezco una breve información sobre quién la pronunció y el momento en que lo hizo.

Con letras negritas consigno las locuciones que considero realmente célebres, es decir, las que más se conocen. Además he recogido otras que, aunque no tan conocidas, también vale la pena recordar, pues a veces sustentan y complementan las principales.

Este no es un trabajo de compendio, digamos que más bien es una historia didáctica para el entretenimiento de los aficionados a la disciplina y para el mío propio. Me abstengo de emitir juicios concluyentes porque no es el propósito de la obra, solo se trata de una mera recopilación de frases, ordenadas cronológicamente y que pretenden dar una visión del hombre y de su época.

Réplica equivalente

Es indiscutible, que desde tiempos inmemoriales el hombre ha intentado regular su actuación dentro de la sociedad para lograr finalidades específicas, ya sean personales o colectivas, que lo llevaron a la creación de normas legislativas y morales que han reglamentado su vida desde entonces. Por supuesto, las leyes nunca satisfacen a todos por igual, de hecho se escriben precisamente para ello. Además, muchas de ellas no son cumplidas cabalmente por todos. Si así no fuera, estaríamos en «el mejor de los mundos posibles», como expusiera el filósofo alemán Gottfried W. Leibniz.

Sin embargo, el espíritu de las leyes debe ser todo lo contrario, tratar de satisfacer las aspiraciones de justicia humana. Desde la Antigüedad, muchos ordenamientos jurídicos han sido elaborados procurando responder a un crimen con un castigo razonable, que es, en definitiva, ese ideal de justicia humana.

Quizás una de las primeras leyes –y una de las más conocidas– que intentó transmitir este ideal es la del talión (lex talionis), que se refiere a un principio jurídico de justicia retributiva en el que la norma imponía un castigo equivalente con el crimen cometido. La expresión más famosa de esta ley es la frase: Ojo por ojo y diente por diente.

Aunque pudiera parecer primitiva, el espíritu de ella era facilitar una pena proporcional al delito y evitar una respuesta desigual por el desquite. De esta manera, no solo se habla de un castigo equivalente, sino de uno idéntico.

Entre los antiguos pueblos semitas,4 las lesiones o la muerte que alguien sufría a manos de otro debían ser vengadas por el pariente más próximo de la víctima, a quien le llamaban «vengador de la sangre». Esos vengadores practicaban, con frecuencia, un desagravio exagerado en relación con el daño inicial. Por eso la ley del talión vino a poner coto a tales excesos, estableciendo que el desquite no sobrepasara la gravedad del perjuicio, sino que se ajustara a él. Su finalidad no era, como suele entenderse a menudo, fomentar la venganza, sino ponerle freno.

Este principio siguió vigente para el judaísmo hasta la época talmúdica,5 cuando los rabinos del momento determinaron que la pena se transformara en un resarcimiento económico. El cristianismo dejó sin efecto la ley a raíz del Sermón del Monte de Jesús de Nazaret, en el que en un gran discurso conocido como la antítesis de aquella, Jesús expandió y adaptó la ley de Moisés y contrapuso al lema «ojo por ojo, diente por diente», el amor a los enemigos.6

En el famoso Código de Hammurabi que data del siglo xviii a.n.e.,7 el principio de reciprocidad exacta se utiliza con gran claridad. A menudo se le señala como el primer ejemplo del concepto jurídico de que algunas leyes son tan fundamentales que ni un rey tiene la capacidad de cambiarlas. Las leyes, escritas en piedra, eran inmutables.8 Los artículos de este código que constituyen el primer ejemplo de la ley del talión son los siguientes:

«Art. 196: Si un hombre libre vació el ojo de un hijo de hombre libre, se vaciará su ojo.

»Art. 197: Si quebró el hueso de un hombre, se quebrará su hueso.

»Art. 200: Si un hombre libre arrancó un diente a otro hombre libre, su igual, se le arrancará un diente.

»Art. 229: Si un arquitecto ha construido una casa poco sólida para otro hombre, y la casa se derrumba matando a su propietario, el arquitecto será condenado a muerte.

»Art. 230: Si quien ha muerto ha sido el hijo del propietario, será condenado a muerte el hijo del arquitecto.»9

Había otro nivel de penas que consistían en la mutilación de una parte del cuerpo en proporción al daño causado, y las penas menores radicaban en entregar materias primas; aunque había casos en que, aunque no existía perjuicio corporal, se buscaba una forma de compensación física, de tal modo, por ejemplo, que al autor de un robo se le cortaban las manos.

Pero, lamentablemente como todo lo que es fruto del hombre, la ley era imperfecta. Pronto se advirtió que a menudo la sanción era imposible o difícil. Por ejemplo, ¿qué se haría en el caso de un desdentador que fuera ya, previamente, desdentado? ¿De un ciego que cegara a otro? ¿De un manco que cortara el brazo a otro?

Se dice que fueron los griegos –que se adelantaron a muchos en todo– los primeros que previnieron estos casos. En una ocasión en que a un hombre ya tuerto le sacaron el único ojo que tenía, se hizo evidente que, cumpliendo al pie de la letra la ley del talión, el culpable, al que había que amputarle un ojo, sería menos desgraciado que la víctima, la cual había quedado totalmente privada de la vista. Entonces concluyeron que la ley debía ser reformada. Solón, el famoso legislador ateniense, previó este caso en sus legislaciones y ordenó que aquel que arrancara un ojo a uno que estuviera ya privado del uso del otro, sería condenado a perder los dos ojos.

Los romanos admitieron la pena del talión en el caso de un miembro roto, pues establecieron la igualdad entre el delito y el castigo, de suerte que un individuo que rompiera un brazo o cortara una mano, era condenado a dar brazo por brazo y mano por mano, a no ser que, previo el consentimiento de la parte ofendida, rescatase con dinero la parte del cuerpo a que se había hecho acreedor.

La ley del talión se mantuvo en vigor mucho tiempo después que la Ley de las Doce Tablas,10 por lo menos en los casos en que ya se aplicaba. Estas eran un texto legal que contenía normas para regular la convivencia del pueblo romano. Y, dato curioso, fue el primer código de la Antigüedad que contuvo reglamentación sobre censura (pena de muerte por poemas satíricos).

Es de presumir que la pena del talión debió aplicarse pocas veces entre los romanos, pues dueño como era el delincuente de optar por la pena pecuniaria mediante una indemnización, es muy posible que nadie prefiriera sufrir una mutilación a resarcir la falta con dinero y, por consiguiente, quedaba reducido el talión a los individuos pobres que por falta de recursos no podían pagarla. Nada, es lo que llamo «fatalismo económico».

Durante la Edad Media muchos cuerpos jurídicos de los Estados que iban surgiendo la empleaban,11 y aún en la actualidad existen ordenamientos jurídicos que se basan en la ley del talión, especialmente en los países musulmanes.

Así que, no se atreva a aplicar nunca motu proprio la ley del talión, pues le pueden corresponder a usted otras muy diversas, equivalentes y nada agradables leyes.

Dixi (He dicho).

Antro de perdición

No es privativo de la contemporaneidad usar expresiones de conocimiento popular para caracterizar estados de ánimo, situaciones favorables o contrarias y otros fenómenos que nos acontecen a menudo. En la Antigüedad clásica existieron también frases muy conocidas que eran utilizadas en la vida, y aunque hayan desaparecido del vocabulario actual, fueron célebres en su época y, por ende, dignas de ser recordadas.

En Grecia estuvo muy en boga una locución que se usaba para describir el semblante de alguien cuando sufría un susto de muerte: descender a la cueva de Trofonio o salir del antro de Trofonio.12 Algo parecido a nuestro «parece que ha visto un fantasma», con la salvedad de que los griegos eran extremadamente crédulos, desde el punto de vista religioso, y tenían la manía de relacionarlo todo con los dioses y otros seres sobrenaturales. Veamos pues cómo este personaje dio origen a tal expresión.

Se le atribuía a Trofonio13 la genealogía más variada, dándole alternativamente como padre a Zeus,14 Apolo15 o Ergino.16 Se hizo célebre por los numerosos templos que edificó en honor a los dioses, para lo cual se unió a su hermano Agamedes, arquitecto famoso.17 Juntos protagonizaron una anécdota durante la construcción del célebre tesoro de Hirieo.18

Este edificio constituía la obra maestra de ambos hermanos, quienes habían dispuesto una de las piedras del recinto de tal forma que daba paso al interior –donde el monarca guardaba sus riquezas–, con lo cual podían acceder libremente allí. Pero habiendo comprobado Hirieo los robos cometidos, hizo preparar una trampa para agarrar al ladrón, en la que cayó Agamedes. Trofonio le cortó la cabeza y se la llevó para que Hirieo no supiera de quién era el cuerpo que habían atrapado. La tierra se hendió para tragarse al criminal, y desde entonces se llamó antro de Trofonio, situado cerca de Lebadia, adonde acudía gran número de personas a pedir consejo al famoso oráculo.

Para consultar a Trofonio debía seguirse un ritual complicado. Era necesario que el consultante se retirase durante algunos días a un templo pequeño, dedicado al buen genio y a la buena fortuna, a practicar diversas ceremonias y actos de expiación: el devoto se lavaba en el río Hercina, absteniéndose por completo de beber agua caliente; comía carne de los animales que sacrificaba. El arúspice19 juzgaba si Trofonio estaba dispuesto o no a escuchar al visitante, y si estaba de acuerdo, el consultante era conducido al borde del río Hercina, en donde dos adolescentes le frotaban el cuerpo con aceite, lo bañaban y lo llevaban al río Lete –que tenía la virtud de hacerle olvidar todo aquello que había aprendido hasta entonces– y después al río llamado Mnémosine –que le hacía retener todo lo que viese desde entonces. Luego se dirigía hacia el lugar vestido con una túnica de lino. El oráculo estaba situado sobre una montaña en la que existía una caverna que tenía la forma de un horno, a la que no se descendía por escaleras sino por medio de una cuerda. En el fondo se hallaba otra gruta en la que el consultante se tendía en tierra con unas tortas hechas con miel en las manos.20

De esta forma entraba en el templo de Trofonio y el futuro se le revelaba unas veces por medio de un sueño y, otras, a través de una voz misteriosa. Ya conocido el porvenir, salía, y los sacerdotes lo hacían sentar en una especie de trono, instándole a que les dijera qué había visto y oído, y seguidamente lo conducían al templo del buen genio y de la buena fortuna, en el que ya había estado. Allí quedaba durante algún tiempo inmóvil de miedo y estupor hasta que poco a poco volvía en sí, y una vez dueño de sus actos, abandonaba el templo satisfecho del oráculo de Trofonio.

La única obra que alude directamente a esta frase es Las Nubes, del comediógrafo griego Aristófanes, cuando le hace decir a uno de sus personajes: «Dame antes una torta de miel porque, al entrar ahí, siento tanto miedo como si bajase a la cueva de Trofonio».21

Otras referencias las hace el historiador griego Plutarco cuando dice: «De Lebadia y de Trofonio les llegaban a los romanos felices anuncios y faustos vaticinios (…) mas lo que escribe el mismo Sila en el libro décimo de sus Comentarios es que después de haber ganado ya la batalla de Queronea, vino a buscarle Quinto Tito (…) y le participó que Trofonio le profetizaba allí mismo otra segunda batalla y victoria antes de breve tiempo (…)»,22 y también: «(…) Porque había enviado a este oráculo [de Anfiarao] a un Lidio, y al oráculo de Trofonio a uno de Caria; y la respuesta que a este dio el profeta fue en lengua cárica (…)».23

Pues ya ven, que además de muy creyentes, los griegos eran muy desconfiados.

El fardo de la sabiduría

Cuando escuchamos la palabra filosofía, enseguida la asociamos con los griegos de la Antigüedad y nos vienen a la mente los nombres de Aristóteles y Platón, los más paradigmáticos en aquel entonces. Si particularmente es lícito pensar así, de manera general es injusto, por la pléyade de filósofos que brillaron en ese tiempo. Máxime cuando ninguno de los dos personajes mencionados se incluye en la lista de los famosos Siete Sabios de Grecia.

La historia de la filosofía griega se honra de tener, entre sus más afamados representantes, a quienes ostentan el honor de ser los primus inter pares, es decir, los «primeros entre iguales». La denominación de Siete Sabios de Grecia fue el título otorgado por la tradición a estos personajes renombrados por su sabiduría práctica, la cual ha quedado reunida en una serie de aforismos y dictámenes memorables cuyas enseñanzas pueden tenerse como patrones de rectitud y sobriedad en la vida de los hombres. El conjunto de los Siete Sabios nos lo dan a conocer distintos autores de la Antigüedad, entre ellos, el historiador Diógenes Laercio (siglo iii n.e.), que en su Vida de los filósofos más ilustres hace una reseña biográfica de los mismos. La relación de los Siete Sabios que hoy se conoce es la siguiente: Cleóbulo de Lindos,24 Solón de Atenas,25 Quilón de Esparta,26 Bías de Priene, Tales de Mileto,27 Pítaco de Mitilene28 y Periandro de Corinto.29

Entre ellos, el más destacado –según opinión de varios autores– fue Bías, al que Laercio llama Biante. Nació hacia el siglo vi a.n.e. en Priene, una ciudad jonia, cerca de la costa de Caria en el Asia Menor. Sus conciudadanos le consultaban con frecuencia acerca de asuntos litigiosos y siempre se negó a emplear su talento en provecho de la injusticia. Decía preferir juzgar entre enemigos que entre amigos, porque en el primer caso estaba seguro de ganar a uno de aquellos, mientras que en el segundo, perdería a uno de ellos.

Referiré dos anécdotas que relata Diógenes Laercio, la primera realza la figura del sabio, y la segunda tiene que ver con la frase que aquí toca.

Priene se hallaba sitiada por Aliartes, rey de Lidia,30 que creía poder rendir a la ciudad por hambre. Entonces Bías engordó a dos mulos y los hizo introducir en el campo enemigo, lo que provocó la sorpresa de Aliartes, quien pensó que si tal era la situación de los animales, los hombres estarían mejor. Y meditando en levantar el cerco, envió un hombre a la ciudad para que observara el estado en que se encontraba. Al saberlo, el sabio preparó unos grandes montones de arena que cubrió de trigo, e hizo creer al enviado de Aliartes que la plaza se hallaba provista abundantemente para resistir el cerco por mucho tiempo. Esto decidió al rey lidio a levantar el asedio.31

En otro momento, cuando el rey Ciro II el Grande, fundador del Imperio persa aqueménida, amenazó la ciudad de Priene con sus ejércitos, los habitantes decidieron abandonarla llevándose cuantos objetos de valor poseían. Un vecino preguntó a Bías si no haría sus preparativos para la marcha, a lo que el sabio contestó: Llevo todo lo mío conmigo,32 dando a entender que los bienes más preciados para él eran su sabiduría y el tesoro de sus pensamientos. Y aunque la frase no la recoge Diógenes Laercio, no podemos pretender que sea falsa, y la consigno por su significado.

Nefasto hedonismo

Está claro que, sin proponérselo y sin conocer siquiera el significado del vocablo, muchas personas son hedonistas natas. Son esas que consideran la búsqueda del placer su fin en la vida, sin preocuparse en absoluto por otros asuntos menos triviales.

El placer, según el código moral de los antiguos griegos, debía ser moderado, y consideraban un vicio pernicioso cualquier goce desenfrenado. En resumen, el placer era considerado bueno en tanto no fuera escandaloso ni perjudicial.

Pero lamentablemente la doctrina que predicaba lo contrario, o sea, el exceso, se practicaba tanto que trajo como resultado la desaparición de un reino vaticinada por una frase que apareció escrita en una pared. Relatemos.

Allí donde los ríos Tigris y Éufrates bañan el extenso territorio que cubre toda la región del Medio Oriente llamada Mesopotamia, se levantó una de las civilizaciones más portentosas de la historia: la mesopotámica. En esa región existieron, además de Babilonia, poderosos Estados como los de Sumer, Acad y Asiria, los cuales sobrevivieron aproximadamente cuatro mil años, hasta que fueron conquistados por el rey persa Ciro II, el Grande.

Este monarca había ido sometiendo una serie de territorios como los de Media, Armenia, Capadocia y Lidia, donde reinaba el famoso Creso. Viéndose poderoso e invencible, a Ciro II solo le restaba aprovechar la primera oportunidad para apoderarse de Babilonia y sus ricas provincias sirias, porque consideraba a Nabonido, el rey babilónico, un vecino desleal y merecedor de castigo por haberse aliado a quien no debía. Así que Ciro decidió invadir ese territorio y muy pronto se encontró ante las murallas de Babilonia.

A pesar de todo, la aproximación de los poderosos ejércitos persas no había alarmado mucho a Nabonido, pues esperaba que las tropas de Ciro se consumieran bajo el ardiente sol en torno a las murallas babilónicas. Nabonido se ocupaba tan poco de Ciro que la misma tarde del bloqueo a la ciudad, su hijo Baltasar, a la sazón corregente del reino y responsable de la defensa de la urbe, ofreció a sus numerosos invitados un banquete fastuoso. ¡Y he aquí el terrible ejemplo de placer en medio de un peligro mortal!

Nos refiere la Biblia que, la noche del festín, Baltasar se hizo traer, para ser usados en el servicio, los vasos sagrados que en otro tiempo robara el rey Nabucodonosor del templo de Jerusalén. Apenas había cometido la profanación, cuando vio con terror una mano que trazaba en la pared, con caracteres misteriosos, las siguientes palabras: Manes, tecel, fares (Contado, pesado, dividido), que no pudieron descifrar ni Baltasar ni los magos de la corte. La esposa lo consoló diciéndole que vivía en Babilonia un joven judío llamado Daniel,33 en quien residía la ciencia de los dioses, es decir, la interpretación de los sueños, de lo que dio prueba ante Nabucodonosor. Baltasar le hizo comparecer ante él y le dijo que lo honraría con el título de tercer gobernador del reino si acertaba a descifrar aquellos caracteres. Despreció Daniel toda dignidad y explicó el significado de las palabras. Dijo que había sido Dios quien había enviado esa mano para escribir la frase: «Manes significa, dijo, que los días de tu reino han sido contados; tecel, que has sido pesado en una balanza y no llegas al peso exigido por la justicia de Dios; y fares, que morirás esta noche y tu reino será dividido entre medos y persas».34 La misma noche que siguió a este festín dramático, Ciro entró en Babilonia. Algunas horas más tarde, Baltasar fue asesinado.

Como hemos visto, el placer puede llegar a ser sumamente perjudicial cuando es inmoderado. Por tanto: ¡moderación, amigos, moderación!

¡Cuán difícil es!

Uno de los más anhelados ideales humanos es el conocimiento de nosotros mismos. Durante siglos el hombre ha intentado, mediante disímiles disciplinas científicas, explicar el funcionamiento pleno del cuerpo humano, desde el plano biológico hasta el psicológico, sin que haya logrado entenderlo todo aún. De hecho, dudo que se pueda hacer; no obstante, mucho se ha conseguido. El conocimiento de uno mismo es el reto perenne que el hombre se ha impuesto desde siempre.

Existía en el mundo antiguo una frase muy célebre, una anónima inscripción que figuraba en el frontón del templo de Delfos y que constituía un reto a sus visitantes: Conócete a ti mismo,35 atribuida a varios sabios griegos: Heráclito de Éfeso,36 Quilón de Esparta, Tales de Mileto, Sócrates, Pitágoras37 y hasta Solón de Atenas. Otras fuentes lo atribuyen a Femonoe, una poetisa griega mítica. Esta frase puede referirse al ideal de descifrar la conducta humana, la moral y el pensamiento, porque en última instancia comprenderse uno mismo es entender a los demás y viceversa. Sin embargo, los filósofos griegos pensaban que no podía penetrarse el espíritu humano completamente. Por tanto, la expresión puede referirse a un ideal menos ambicioso. En latín, el aforismo se presenta como nosce te ipsum.

Pero, ¿por qué estaba esta frase precisamente inscrita en el frontón del templo de Delfos dedicado al dios Apolo? Era Delfos una ciudad sagrada que se encontraba en la Fócida, región ubicada en la Grecia central, en la ladera meridional del monte Parnaso –cortado por profundas gargantas inaccesibles, considerado desde tiempos remotos la sede de las musas, y donde se alzaba el santuario de Apolo–, cercana al golfo de Corinto.

La leyenda nos muestra a Apolo, recién nacido, yendo en busca del lugar en que se edificará un templo y dictará oráculos. Cerca de Haliarta se detiene ante la fuente Telfusa, quien lo conmina a desistir de ello para ella adueñarse del lugar. Por sus pérfidos consejos, Apolo se encamina a Crisa, donde encuentra a la serpiente Pitón y la mata. Encolerizado, volvió para castigar a Telfusa y cegó el manantial con rocas y edificó un altar en medio del bosque sagrado. Pero necesitaba hombres iniciados para que fueran ministros en su templo, y convertido en delfín, desvió un navío tripulado por cretenses para que oficiaran allí.

La frase era un reto para los griegos, y tal vez el motivo de estar inscrita en ese templo fuera por la significación que tenía Apolo para los helenos. Este dios, su personalidad, estaba menos distante de la humanidad que la de los otros dioses olímpicos. La imaginación griega ha adornado a este hijo de Zeus con todas las cualidades físicas y morales que constituían para ella el ideal; y, por añadidura, con cierto número de defectos y de vicios, con los que los griegos trataban así de excusarse. Apolo fue lo que todo heleno hubiera querido ser: bello (de una belleza a la par viril y graciosa), fuerte, valiente, sabio, hábil, dirigía a un tiempo la ciencia, el arte y el placer, sensible a la amistad, poco curioso de ternura y demasiado celoso de su libertad para soportar el yugo del matrimonio.38

Pero no dejemos de lado el templo, que estaba circundado por una muralla y atravesado por la vía sagrada, flanqueada por los edificios del tesoro (tesaurus) de los pueblos vinculados al oráculo y cuyo pórtico daba entrada a un recinto subterráneo donde, delante del ónfalos (del griego onphalós, «ombligo») o artefacto pétreo de uso religioso, la Pitia, después de beber agua de la fuente Castalia, hacía su profecía en medio de emanaciones gaseosas que salían de una hendidura de la roca.39

El oráculo era consultado desde el siglo viii y la fama se extendió rápidamente por las naciones vecinas, incluso algunos reyes o personajes relevantes enviaban embajadas.

En el 548 el templo fue destruido por el fuego. El consejo anfictiónico decidió reconstruirlo mucho más grande y de manera magnificente y se terminó en 510. Pocas veces había visto Grecia un santuario tan espléndido; una vía sagrada subía en amplias curvas por la ladera de la montaña hasta allí. Luego fue destruido y reconstruido varias veces.

Bajo el reinado del emperador romano Augusto,40 el templo recuperó cierta brillantez, a pesar de los saqueos sufridos en el siglo i. Se restauró en el 87 n.e. bajo el reinado de Tito Flavio Domiciano. En el siglo ii, los Antoninos,41 y especialmente Adriano, fueron verdaderos benefactores del santuario. Constantino lo expolió y se llevó el trípode de Platea (consagrado tras esa batalla en el 479) para adornar su nueva capital, Constantinopla. El emperador Juliano intentó en vano dar cierta vida al templo, que fue cerrado en el 394 tras el edicto de Teodosio,42 el cual prohibía los cultos considerados paganos. Entonces en Delfos se asentó un obispo y en el siglo v se construyó una basílica al oeste del santuario abandonado. Los restos que hoy día se pueden ver corresponden a la edificación levantada tras el terremoto del 373.

Dixi.

Derecho de admisión

¿En cuántas ocasiones no hemos sido invitados a alguna celebración? ¿En cuántas otras nos han vetado la entrada a un establecimiento por algún motivo? Aunque a veces somos nosotros mismos quienes nos imponemos límites porque sabemos que hay situaciones que nos superan. Así, no se nos ocurriría ir a un lugar que excede con creces nuestro poder adquisitivo, por ejemplo. Pues, en la antigua Grecia, igualmente, existía un lugar que al parecer era bastante caro, para ser más exactos, era una ciudad, Corinto. Tanta fama de magnificencia acumuló esta urbe, que se extendió por toda Grecia una frase que la resumía: No todos pueden ir a Corinto.43

Pero, ¿por qué no todos podían visitar esa ciudad? Veamos. La fama de Corinto se debía fundamentalmente a tres elementos: su historia, su vida comercial y los llamados Juegos Ístmicos que se celebraban allí.

Esa polis se encontraba hacia el oriente de la península del Peloponeso (convertida artificialmente en una isla en 1893 cuando se abrió el canal de Corinto), donde disfrutaba de una posición envidiable.44 Fue una de las ciudades más grandes de Grecia, solo superada por Atenas.

Corinto estaba coronada por una fortaleza, la inexpugnable Acrocorinto, una elevación rocosa situada junto a la ciudad. El lugar más alto del sitio albergó un templo dedicado a Afrodita,45 que con la cristianización se convirtió en iglesia y después en mezquita.

La ciudad remontaba su historia a los tiempos micénicos y gracias a su riqueza era ya famosa en los días de Homero. Según la mitología, fue fundada con el nombre de Éfira por Sísifo,46 quien fue su primer rey y que, con sus sucesores, la convirtieron en una ciudad especialmente próspera y poderosa hasta su derrocamiento y conquista por los dorios, tras lo cual fue gobernada también por reyes, una aristocracia que dominaba la familia de los Baquíadas.47

Allí floreció el comercio, donde llegaron a establecerse los fenicios para dedicarse a este negocio tan lucrativo, y fue una de las primeras ciudades en utilizar la moneda.

Los espartanos derrocaron la dictadura en Corinto y establecieron un gobierno aristocrático. Sucesivamente, esta ciudad tuvo participación en las Guerras Médicas,48 en la Guerra del Peloponeso y en la llamada Guerra de Corinto. En el 338 fue conquistada por Filipo II de Macedonia, luego invadida por varias potencias hasta que fue ocupada y arrasada por los romanos en 146 a.n.e. Continuó despoblada y destruida unos cien años, hasta que en el 46 Julio César49 decidió reconstruirla con el nombre de Colonia Julia Corintia. La ciudad se recuperó y continuó siendo la capital de la provincia romana de Acaya durante todo el Imperio romano. En 395 fue saqueada por Alarico50 y en 521 la destruyó un terremoto.

Otro elemento importante fue su vida comercial. A la ciudad, ya que cerraba la entrada del Peloponeso por tierra, le era posible tener bajo su control todo el tráfico terrestre entre el norte y el sur de Grecia. Además, disponía de puertos y de barcos, tanto en el golfo de Corinto como en el Sarónico o de Egina. Entre uno y otro, se construyó el famoso diolkos (resbalador), especie de carril o rampa de madera por el cual eran llevados los barcos sobre rodillos a una distancia de más de seis kilómetros, lo que proporcionaba lucrativos ingresos a la ciudad. El diolkos