Gabrielle de Bergerac - Henry James - E-Book

Gabrielle de Bergerac E-Book

Henry James

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Beschreibung

La joven Gabrielle de Bergerac ha tenido la fortuna de nacer en una familia ilustre de la nobleza rural francesa previa a la Revolución. Pero también la desgracia de no contar con bienes propios, circunstancia que hará que cualquier indicio de curiosidad vital, de inquietud intelectual, quede ahogado ante la perspectiva de elegir entre dos opciones igualmente sombrías: o un matrimonio favorable o el claustro. Su carácter noble y su naturaleza indagadora quedarán al descubierto cuando en su cerrado círculo social aparece Coquelin, el preceptor de su sobrino, un hombre pobre pero capaz de demostrar que la audacia, el saber y la belleza son valores que nada tienen que ver con la clase social. Considerada la novela más romántica de James, con influencias tanto de Jane Austen como del propio Molière, "Gabrielle de Bergerac" es un auténtico prodigio de elegancia formal y encanto, con uno de los personajes femeninos más carismáticos, íntegros y exquisitos de la narrativa jamesiana.

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Gabrielle de Bergerac

Henry James

Traducción del inglés y posfacio a cargo de

Eduardo Berti

1

Mi viejo y querido amigo, con su albornoz de franela blanca y su peluca «acompañada», como ponen en los menús, de un gorro de noche carmesí, dejó pasar un momento allí, sentado junto al fuego. Al final alzó los ojos y yo supe cómo iba a proseguir:

—À propos, la pequeña deuda que tengo…

La deuda no era muy pequeña, en realidad, pero el señor de Bergerac era un hombre de palabra y yo sabía que iba a recuperar mi dinero. Con franqueza me dijo que no veía ningún medio, en el presente o en el futuro, para reembolsarme en efectivo. Sus únicos tesoros eran sus pinturas, ¿quería yo elegir una de ellas? Tras haber pasado dos veces por semana, a lo largo de tres inviernos, una hora en el pequeño salón del señor de Bergerac, yo sabía que las pinturas del barón eran, con una sola excepción, de escaso valor. Al mismo tiempo, me había seducido mucho el cuadro extraordinario del lote. No obstante, como sabía que era un retrato familiar, dudaba en pedírselo. Así pues, me negué a hacer una elección. Pero el señor de Bergerac insistió tanto que acabé apuntando con un dedo a la distinguida imagen de la tía de mi amigo. Desde luego, quise que el señor de Bergerac se quedara con ese cuadro por el resto de sus días, y tomé posesión de él solo después del deceso de su dueño. Cuelga ahora sobre mi mesa, mientras escribo, y no tengo más que echar una ojeada al rostro de mi heroína para sentir cuán infructuoso es todo intento de describirla. El retrato representa, en dimensiones varias veces inferiores a las reales, la cabeza y los hombros de una muchacha de veintidós años. La ejecución de la obra no es especialmente intensa, aunque sí muy respetable, y resulta fácil notar que el pintor apreciaba mucho el carácter de ese rostro. La expresión es más interesante que hermosa: la frente ancha y despejada, los ojos apenas prominentes, los rasgos rotundos y firmes, pero así y todo repletos de bondad. La cabeza está apenas echada hacia atrás, como en movimiento, y los labios se han entreabierto en una semisonrisa. Sin embargo, pese a la tierna mueca, siempre imagino que los ojos están tristes. La cabellera, acondicionada sin polvo, luce enroscada hacia atrás sobre un gran cojín (así lo imagino yo) y encima de la oreja izquierda se ve el adorno de una sola rosa blanca, mientras al otro lado una trenza pesada pende sobre el cuello con una especie de bucólica libertad. El cuello es largo y macizo; los hombros, más bien anchos. En su conjunto, el rostro transmite una mezcla de dulzura y resolución y parece revelar una naturaleza inclinada al ensueño, al afecto y al reposo, aunque capaz también de acción y aun de heroísmo. La señorita de Bergerac murió bajo el acero de los hombres de la época del Terror. Ahora que yo había adquirido cierta potestad sobre un recuerdo particular de su vida, sentía una lógica intriga sobre su carácter y su historia. ¿El señor de Bergerac había conocido a su tía? ¿Se acordaba de ella? ¿Sugerirle que me hiciera el favor de rememorar algunos pequeños hechos era exigir demasiado de su buena naturaleza? El anciano miró atentamente el fuego y posó una mano sobre la mía, como si su memoria se viera impelida a obtener de esas dos fuentes —el resplandor y mi sangre joven y fresca— cierto calor vital, estimulante. Una amplia y afable sonrisa surcó sus labios al mismo tiempo que él presionaba mi mano. No supe entonces por qué —ni lo sé hoy—, pero me sentí conmovido hasta las lágrimas. La señorita de Bergerac había sido una figura familiar en la infancia de su sobrino, y un hecho destacado en la vida de ella había constituido un acontecimiento en la juventud de él. La historia era bastante simple; pero, así y todo, meciéndose en su asiento mientras las manecillas del reloj recorrían las pequeñas horas de la noche, él se ocupó de narrarla con una locuacidad tierna y nostálgica. De igual modo la repito aquí. Trataré de restituir, hasta donde me es posible, las palabras de mi amigo o la versión inglesa de ellas, pero el lector se verá privado de su inimitable acento. No existe traducción para algo así.

El hogar de mi padre (dijo el barón de Bergerac) estaba conformado por cinco personas: él mismo, mi madre, mi tía (la señorita de Bergerac), el señor Coquelin (mi preceptor) y el alumno del señor Coquelin, el heredero de la casa. Tal vez, en realidad, tendría que haber incluido al señor Coquelin entre los sirvientes. De seguro mi madre lo hacía, ¡pobre mujer! Era muy estricta en cuestiones dealcurnia. Y su propia alcurnia era todo lo que ella poseía, pues carecía de salud, de belleza y de fortuna. Mi padre, por su parte, era poco dotado en lo referente al últimopunto; su propiedad de Bergerac reportaba lo justo para mantenernos fuera de cualquier descrédito. No ofrecíamos fiestas y pasábamos el año entero en la campiña; mi madre estaba decidida a que su endeble salud le fuera tan beneficiosa como perjudicial según la circunstancia, y esta nos servía, en efecto, de excusa para todo. Llevábamos, en el mejor de los casos, una suerte de vida simple y somnolienta. En aquellos viejos tiempos la vida rural comportaba una terrible cantidad de ocio. Dormíamos mucho; dormíamos, me dirá usted, sobre un volcán. Era un mundo muy distinto a este nuevo mundo que conoce usted y podría afirmar, incluso, que nací en otro planeta. Sí, en 1789 ocurrió una gran convulsión; la tierra se resquebrajó, se partió en dos y el pobre viejopays de Francesalió despedido como un remolino. Hace tres años, pasé una semana en una casa de campo muy próxima a Bergerac y mi huésped me condujo hasta el castillo. La casa ha desaparecido y, en su lugar, hay un establecimiento homeopático… o hidropático, ¿cómo le dicen ustedes? Sin embargo, la diminuta aldea sigue en pie, al igual que el puente que atraviesa el río, la iglesia en que fui bautizado y la doble hilera de tilos en la plaza del mercado, con su fuente en el centro. Hay una sola e impactante diferencia, sin embargo: el cielo es otro. Nací bajo un cielo antiguo. Era muy negro, desde luego, para quien solo lo veía con los ojos; pero a mí, lo confieso, me parecía hermosamente azul. Y por cierto era muy resplandeciente aquella porción de cielo bajo la cual solía proyectarse mi sombra juvenil. Una sombra pequeña y bastante extraña, como se imaginará usted. El caso es que allí vivía yo promiscuamente sobreprotegido. Era el jovenchevalier,el futuro amo y señor de Bergerac, y los domingos, cuando concurría a la iglesia, llevaba una docena de metros de encaje en mi chaqueta y una pequeña espada en la cintura. Mi infortunada madre hacía todo lo posible para que yo fuese un inútil. Tenía una criada que me rizaba el pelo con unas tenacillas y mi madre, con sus manos, solía aplicarme unos diminutos lunares en el rostro. Aun así, me desatendían bastante y podía pasar días enteros con manchas negras de otras clases. Temo que mi educación habría sido muy escasa si la amable mano del destino no hubiese puesto a mi alcance al pobre señor Coquelin. El amable destino y también mi padre, dado que mi madre no veía con buenos ojos a mi tutor. Consideraba —y, más aún, lo afirmaba públicamente— que era un pueblerino, un payaso. Había entre los amigos de mi madre un apuesto abad apellidado Tiblaud, a quien ella quería instalar en el castillo como consejero intelectual para mí y como guía espiritual para ella; pero mi padre, sin ser unesprit fort,sentía una incurable aversión por los sacerdotes con los que se cruzaba lejos de la iglesia, y muy pronto desbarató estos planes. Mi pobre padre era un hombre muy singular. Pertenecía a una clase tan obsoleta como el más gigantesco de los monstruos prehistóricos de grandes huesos que descubrió Cuvier. Él no se apabullaba con prejuicios o principios. A su criterio, la única verdad absoluta era que la casa Bergerac erade bonne noblesse.Sus gustos no eran muy finos. Era amante del aire libre, de las largas cabalgatas, del aroma de los bosques aptos para cazar en otoño, del juego de los bolos, de la buena bebida, de un sucio mazo de naipes y de mantener francas conversaciones con las camareras de las tabernas. Nada he heredado de él a excepción de su apellido. Me ve usted como un viejo fósil, una reliquia, una momia. ¡Santo cielo! Tendría que haberlo visto a él: sus buenos modales, su arrogancia, subonhomie,su estupidez y su coraje.

Mis primeros años habían presagiado una salud enfermiza; yo era apático y lánguido, y mi padre se había limitado a dejarme entre las mujeres, quienes, a su vez, como he dicho, me dejaban bastante librado a mí mismo. Una mañana, no obstante, él pareció recordar que tenía un pequeño hijo y heredero que estaba siendo criado como un salvaje. Ocurrió, recuerdo, a mis nueve años, una mañana de inicios de junio, a las once en punto, tras el desayuno. Me tomó de la mano y me condujo a la terraza; se sentó y me hizo quedarme de pie entre sus rodillas. Yo estaba comiendo una tostada que había hallado en la mesa. Mi padre me acarició el pelo y, por primera vez, que yo recuerde, me miró a los ojos. Yo lo había visto agarrar de manera semejante el copete de un potrillo con el objeto de inspeccionarle los dientes. ¿Qué deseaba? ¿Acaso iba a ponerme en venta? Sus ojos me parecieron prodigiosamente oscuros y sus cejas terriblemente espesas, muy similares a las de ese retrato. Mi padre pasó su otra mano por los músculos de mis brazos y por los tendones de mis piernas.

—Chevalier —me dijo entonces—, se te ve espantosamente enclenque. ¿Qué hemos de hacer?

Bajé la mirada en silencio. Dios sabe cuán enclenque me sentía.

—Es hora de que aprendas a leer y a escribir. ¿Por qué te sonrojas?

—Yo sé leer —contesté.

Mi padre abrió grandes los ojos.

—Vaya, ¿quién te ha enseñado?

—Lo aprendí en un libro.

—¿Qué libro?

Alcé los ojos y contemplé a mi padre antes de responder. Su mirada era reluciente y había en su rostro un ligero rubor, pero yo ignoraba si esto era indicio de placer o de ira. Me aparté de él y fui al salón, donde recogí de un armario un tomo suelto delRoman comiquede Scarron. Como hacer esto me había obligado a atravesar la casa, estuve ausente unos minutos. Al regresar, me topé con un extraño en la terraza. Un hombre joven, humildemente vestido y con bastón, había subido por el sendero y se hallaba frente a mi padre, con el sombrero en la mano. En la otra punta de la terraza se encontraba mi tía. Sentada en el parapeto, jugaba con un cuervo negro que teníamos en una jaula, en la ventana del comedor. Me refugié con mi libro junto a mi padre y desde allí examiné al visitante. Era un joven de unos veintiocho años, ojos negros y piel tostada por el sol, mediana estatura, espaldas anchas, cuello corto y algo cojo de una pierna. Parecía cubierto de polvo, exhausto y pálido. Recuerdo que había algo atractivo en su palidez, pero yo ignoraba, claro, que esta palidez se debía tan solo a que se hallaba hambriento.

—Considerando estos hechos —dijo mientras yo llegaba—, me he permitido abusar de la buena voluntad del señor barón.

Mi padre volvió a sentarse, con las piernas separadas, una mano en cada rodilla y el chaleco desabotonado, como era su costumbre tras las comidas.

—La verdad —dijo—, no sé qué puedo hacer para ayudarlo. No hay ningún empleo para usted en esta casa.

El hombre guardó silencio por un rato.

—¿El señor barón tiene hijos? —preguntó al cabo de la pausa.

—Tengo este hijo que ve aquí.

—¿Puede saberse si el pequeño chevalier cuenta con un preceptor?

Mi padre me echó una mirada.

—Parece que sí —exclamó—. A ver, ¿qué llevas allí? —preguntó arrancándome el libro—. El muy pillo tiene como profesor al señor Scarron. ¡He aquí su tutor privado!

Me ruboricé bruscamente y el joven sonrió.

—¿Ese es su único maestro? —quiso saber.

—Mi tía me ha enseñado a leer —dije buscándola con la mirada.

—¿Y tu tía es quien te ha recomendado este libro? —inquirió mi padre.

—No —dije—, ella quiso que leyera a Plutarco.

Mi padre rompió a reír y el joven se cubrió la boca con el sombrero. Yo alcancé a ver, así y todo, que de sus ojos manaba una mirada bondadosa. Como se la había mencionado, mi tía avanzó lentamente, siempre con el cuervo en la mano, hasta donde estábamos. Aquí la tiene usted ante sus ojos, de modo que puede juzgar cómo lucía. Recuerdo que tenía la costumbre de vestir de azul, pobrecilla, y sé que en esa ocasión se había ataviado con simpleza. Imagínela con una blusa de tela ligera estampada con grandes flores azules, un lazo también azul en el pelo y las puntas de sus chinelas azules asomando bajo unas tiesas enaguas blancas. Imagínela paseando por la terraza del castillo con un malvado cuervo encima del puño. Convendrá conmigo en que la imagen era muy potente.

—¿Todo esto es verdad, hermana? —dijo mi padre—. ¿Tan buen alumno es el chevalier?

—Es un niño inteligente —respondió ella posando una mano en mi cabeza.

—Me parece que, si fuera necesario, podría apañárselas sin un tutor —dijo mi padre—. ¡Con una tía así de sabia!

—Le he enseñado cuanto sé. Ya empezaba a hacerme preguntas que no podía contestarle.

—No lo dudo —exclamó mi padre—, ¡y más cuando se ha internado en la obra del señor Scarron!

—¡Preguntas sobre Plutarco! —aclaró mademoiselle de Bergerac—. Para responderle, me haría falta saber latín.

—¿Desearía usted aprender latín,chevalier?—propuso el joven mientras me obsequiaba con una sonrisa.

—Usted…, ¿sabe latín? —le pregunté.

—A la perfección —repuso con idéntica sonrisa.

—¿Quieres aprender latín? —dijo mi tía.

—Todos los caballeros aprenden latín… —acotó el joven.

Contemplé sus pobres trazas: sus zapatos polvorientos y su ruinoso atuendo.

—Pero usted no es un caballero —le espeté.

Con el rubor subido a las orejas, contestó:

—Ah, yo me limito a enseñarlo.

Así fue como Pierre Coquelin se convirtió en mi maestro. Mi padre, a quien le disgustaban todas las formas de conocimiento o investigación, lo contrató por el mero testimonio de su rostro y por el relato de su propio talento. Su historia, como él la expuso, se resumía en pocas palabras: provenía de nuestra región y no era sino el hijo del sastre del pueblo. Es mi héroe: tirez-vous de là. Como mostraba un vivo interés por los libros, no había sido promovido a trabajar al lado de su padre y, en cambio, había ido a estudiar con los jesuitas. Sin embargo, después de pasar poco menos de tres años al lado de estos señores, se había ganado su antipatía a raíz de un simple acto de indisciplina y ellos lo habían reenviado de vuelta al mundo. Entonces se propuso sacar provecho de su excelente educación y viajó a París con la fantasía de ganarse el pan garabateando palabras. Todo lo que alcanzó a garabatear fue su hambre, nada más, y poco faltó, por cierto, para que muriese de inanición. Por fin conoció a un agente del marqués de Rochambeau que reclutaba jóvenes para un pequeño ejército que este último se aprestaba a enviar en auxilio de los insurgentes norteamericanos. Coquelin se alistó en las tropas de Rochambeau, participó en varias batallas y recibió a la postre una herida en la pierna cuyo efecto era aún notorio. Al término de tres años, volvió a Francia y marchó a pie, a la velocidad que podía, hasta su pueblo natal; allí supo que su padre había fallecido durante su ausencia, tras una larga enfermedad en la que todos sus modestos ahorros habían ido a parar a manos de los médicos, y que su madre había vuelto a casarse, para profundo disgusto de él. El pobre Coquelin se hallaba sin amigos, sin dinero y hasta sin techo. Pero ya de regreso en su tierra natal volvió a invadirlo su vieja pasión por las letras y, como todos los hambrientos exponentes de su oficio, puso los ojos en París. Allí ansiaba recuperar sus tres años de soledad. Deambuló a solas, famélico, extenuado, hasta que fue a dar a las puertas de Bergerac. Entonces, mientras reponía fuerzas sentado en una piedra, nos vio salir a la terraza para digerir el desayuno al sol. ¡Pobre Coquelin! Poseía el estómago de un caballero y anhelaba una tregua en su lucha contra el destino, con lo cual sintió que, por un humeante plato de lentejas, habría canjeado alegremente su futuro vago e incierto. Obedeciendo a este sencillo impulso —un impulso de conmovedora humildad, más si se ha conocido al hombre—, subió por la alameda principal. Nosotros parecíamos bastante afables: un honesto caballero del campo, una muchacha que jugaba con un cuervo y un niñito que comía pan con mantequilla. Y, en efecto, éramos tan afables como parecíamos.