Generación ofendida - Caroline Fourest - E-Book

Generación ofendida E-Book

Caroline Fourest

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Beschreibung

"La discriminación mata, destruye, envilece. Debemos continuar arremetiendo contra los prejuicios, pero de manera inteligente, con el objeto real de convencer, eliminar los obstáculos, deshacer los estereotipos, romper las cadenas de las clasificaciones étnicas, rever el reparto de roles y géneros. Exactamente lo opuesto al mundo del progresismo y la izquierda identitaria, que se nutren de la competencia victimista, los antagonismos sin fin y los conflictos que encierran a la gente en sus respectivos casilleros." Este libro se ocupa de los pequeños linchamientos ordinarios que, como una peste de la sensibilidad, terminan por invadir nuestra intimidad, asignar identidades y censurar nuestros intercambios democráticos. Cada día, un grupo, una minoría, un individuo erigido en representante de una causa, exige, amenaza y somete. Según el origen geográfico o social, según el género y el color de la piel, según su historia personal, se busca confiscar la palabra. Esa tiranía de la ofensa nos está sofocando. Es hora de respirar, de volver a aprender a defender la igualdad, sin dañar las libertades.

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Caroline Fourest

Generación ofendida

De la policía de la cultura

a la policía del pensamiento

Traducido por Agustina Blanco

Fourest, Caroline

Generación ofendida : de la policía de la cultura a la policía del pensamiento / Caroline Fourest. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Agustina Blanco.

ISBN 978-987-599-750-9

1. Derecho a la Libertad de Expresión. 2. Derecho a la Protección de la Libertad de Conciencia y de Religión. I. Blanco, Agustina, trad. II. Título.

CDD 306.01

Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’aide à la publication Victoria Ocampo, a bénéficié du soutien du Service de coopération et d’action culturelle de l’Ambassade de France en Argentine / Institut français d’Argentine.

Esta obra, publicada en el marco del Programa de ayuda a la publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del Servicio de cooperación y de acción cultural de la Embajada de Francia en Argentina / Institut français d’Argentine.

Título original: Génération offensée. De la police de la culture à la police de la pensée

© 2020. Éditions Grasset & Fasquelle

Imagen de tapa: © Eric Drooker

Foto de autora en solapa: ©JF PAGA

© 2021. Libros del Zorzal

Buenos Aires, Argentina

<www.delzorzal.com>

Comentarios y sugerencias: [email protected]

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11723

Índice

Introducción | 5

Una jauría de inquisidores | 9

La apropiación cultural, esa nueva blasfemia | 13

Madonna a la hoguera | 18

Malditas trenzas | 22

La censura de obras antirracistas | 28

Verdaderos “blackfaces” y falsos juicios | 33

Dos rostros del antirracismo | 41

Desvaríos de la “política de identidad” | 49

¡En Canadá, hasta boicotean el yoga! | 57

La resistencia de Kanata | 63

¿Castings sobre la base de test de adn? | 70

¿Homenaje o saqueo? | 79

Competencia victimista | 85

La universidad del miedo | 93

La pesadilla de Evergreen | 100

Caza de brujas | 107

Conclusión | 116

Agradecimientos | 121

Introducción

En mayo de 1968, la juventud soñaba con un mundo en el que estuviera “prohibido prohibir”. Hoy, la nueva generación solo piensa en censurar aquello que la agravia u “ofende”.

En Estados Unidos, basta con pronunciar “ofender” para apagar una conversación. Como parte de una necesaria reflexión para limpiar el vocabulario de sus escorias vejatorias para con las mujeres y las minorías, lo “políticamente correcto” parece fundirse con la caricatura liberticida que sus adversarios conservadores le predijeron desde el principio, inclusive antes del actual descarrío. Una ganga con la que estos se frotan las manos, pues les concede el bello rol de ser los campeones de las libertades.

Antaño, la censura venía de la derecha conservadora y moralista. Ahora, brota de la izquierda. O, mejor dicho, de cierta izquierda, moralista e identitaria,1 que abandona el espíritu libertario y se la pasa lanzando anatemas o edictos contra intelectuales, actrices, cantantes, obras de teatro o películas. ¡Si al menos se alzara contra los verdaderos peligros, la extrema derecha y el repunte del deseo de dominación cultural! Pero no. Polemiza por nada, vocifera y se enfurece contra celebridades, obras y artistas.

La actualidad desborda de disparatadas campañas que se llevan a cabo en nombre de la “apropiación cultural”. Hay quienes se sublevan contra Rihanna por llevar trenzas calificadas de “africanas”. Hay quienes llaman a boicotear a Jamie Oliver por un “arroz jamaiquino”. En Canadá, unos estudiantes exigen la supresión de una clase de yoga para no “apropiarse” de la cultura india. En los campus universitarios estadounidenses, unos alumnos controlan los menús asiáticos en los comedores, cuando no se niegan a estudiar las grandes obras clásicas que contienen fragmentos “ofensivos”.

En adelante, dentro de ese templo del saber que es la universidad, impera el terror a comer y hasta a pensar. La más mínima contradicción ofusca y se vive como una “microagresión”, a punto tal de exigir “safe spaces”. Espacios seguros, entre pares, donde se aprende a huir de la alteridad y el debate. El mismísimo derecho a expresarse está sujeto a autorización, según el género y el color de piel. Una intimidación que llega hasta el despido de profesores.

Francia resiste bastante bien. Sin embargo, inclusive allí existen grupos de estudiantes que se indignan contra exposiciones, obras de teatro, a punto tal de impedir sus representaciones o de prohibir físicamente el acceso de algún conferencista que les desagrada, llegando a veces a romper sus libros. Autos de fe que nos recuerdan lo peor.

Esa policía de la cultura no viene de un Estado autoritario, sino de la sociedad y de una juventud que procura ser “woke”, despierta, por ser ultrasensible a la justicia. Lo cual sería estupendo si no cayera en la asignación de categorías o en un modo inquisitorio. Los millennials están ampliamente comprometidos con esa izquierda identitaria que domina la mayoría de los movimientos antirracistas, lgbti, y que inclusive divide al feminismo. A menos que se produzca un sobresalto, su victoria cultural pronto será completa. Sus redes de influencia crecen en el interior de los sindicatos, las facultades, los partidos políticos, y ganan el mundo de la cultura. Sus conspiraciones pesan cada vez más en nuestra vida intelectual y artística, y el coraje de resistir escasea. De manera que vivimos en un mundo rabiosamente paradójico, donde la libertad de odiar jamás ha estado tan fuera de control en las redes sociales, pero la libertad de hablar y pensar jamás ha estado tan vigilada en la vida real.

Por un lado, el comercio de la incitación al odio, la mentira y la desinformación prospera como nunca, protegido en nombre de la libertad de expresión, gracias al laxismo y la desregulación. Por el otro, basta con un pequeño grupo de inquisidores que se digan “ofendidos” para obtener las disculpas de una celebridad, la no publicación de un dibujo, hacer que se retire un producto o se saque de cartel una obra de teatro. Esas polémicas trazan auténticas líneas de fractura dentro del antirracismo y entre las generaciones.

Ayer, los minoritarios peleaban juntos contra las desigualdades y la dominación patriarcal. Hoy, pelean por saber si el feminismo es “blanco” o “negro”. La lucha de “razas” ha suplantado la lucha de clases. “¿Desde dónde hablas, camarada?”. Esta frase, que se enunciaba para hacer sentir culpable al otro en función de la clase social, ha mutado en control de identidad: “¡Dime cuál es tu origen y te diré si puedes hablar!”.

Lejos de impugnarlas, la izquierda identitaria valida las categorías que priorizan el componente étnico, propias de la derecha supremacista, y se encierra en ellas. En lugar de buscar un carácter mixto y mestizo, fracciona nuestras vidas y nuestros debates entre “raceados” y “no raceados”, enfrenta a las identidades unas contra otras, termina colocando a las minorías en competencia. En lugar de inspirar un nuevo imaginario, renovado y más diverso, censura. El resultado es visible: un campo intelectual y cultural en ruinas. Que beneficia a los nostálgicos de la dominación.

Este libro espera hallar una vía de escape.2 No se trata de añorar los viejos tiempos en los que uno podía descargarse contra homosexuales, negros y judíos. Ni de servir de aval a aquellos que confunden el deseo de igualdad con una fantasmagórica “tiranía de las minorías”.

Arranqué mi derecho a amar de esos insultos homofóbicos que oí a lo largo de toda mi infancia y adolescencia. Mis primeros combates fueron contra el sexismo, la homofobia y el racismo. Como presidenta del Centro Gay y Lesbiano, llevé adelante una batalla a favor del antecesor del Matrimonio para Todos3 y, por haberlo defendido, recibí una paliza de unos esbirros al grito de “tortillera de mierda”. La batalla por la igualdad me forjó, pero adhiero furiosamente a la lucha por la libertad.

Por mi profesión, periodista y cineasta, excolaboradora de Charlie Hebdo, temo por la libertad de creer, de pensar, de dibujar y hasta de burlar. Todas esas facetas de mi identidad nutren mi análisis sobre el equilibrio que ha de encontrarse en materia de libertad de expresión e igualdad.

Una jauría de inquisidores

Como toda tempestad, los malos vientos de la Inquisición moderna siempre comienzan a soplar en las redes sociales. Lugar de libertad, Internet también es el lugar de todos los juicios. Allí el descontrol es anónimo, se lincha ante la más mínima sospecha. Una jauría de trolls furiosos, a los que la filósofa Marylin Maeso llama “los conspiradores del silencio”,4 por cómo consiguen amordazarnos. Estamos viviendo el advenimiento de ese “mundo de siluetas”, ese mundo de engaños que temía Albert Camus.5 La tiranía de la ofensa reina por doquier, como preludio de la ley del silencio.

Basta con escribir “cultural appropriation” en Google, concepto que se insinuó en el debate público hace tan solo una década, para contabilizar 40.200.000 resultados. Un diluvio.

Las primeras cazas con perros comenzaron con el cambio de siglo. Una hermosa mañana de noviembre de 2012, Heidi, una madre de familia americana, descubre que está siendo insultada e injuriada por Internet. ¿Su crimen? Haber organizado un cumpleaños temático japonés para su hija. El día anterior, había esparcido flores de cerezo sobre la mesa, había servido té en tazas tradicionales y había trocado sus cubiertos por unos elegantes juegos de palitos. A las amigas de su hija les encantó ataviarse con kimonos y maquillarse como geishas y, desde luego, inmortalizaron el evento con sus teléfonos celulares, para luego publicar sus fotos en las redes sociales. Pésima idea. Una manada de comentarios iracundos se dio cita en el after para estropear la fiesta y vilipendiar públicamente a la señora.

Un internauta la acusa de “yellow face”, como si el hecho de maquillarse como una geisha por un cumpleaños tuviera la más ínfima relación con los tiempos de la segregación, cuando los actores blancos se disfrazaban de negros para mofarse de ellos desde el escenario. Se le recrimina educar mal a su hija: “¡Enséñales a tus hijos que eso está mal!”. Aclaremos que todos los internautas ofendidos son estadounidenses. Los pocos participantes de origen japonés dicen sentirse apabullados… ante semejantes reacciones. Uno de ellos vive en Japón y no entiende la furia del indignado que dirige la acusación contra aquella madre de familia: “Las únicas personas que creen que la cultura no debería compartirse son los racistas como tú”. Para él, “a una gran mayoría de japoneses les gusta que otras personas se esmeren por apreciar la cultura japonesa. Lo fomentan”. Un comentario que otros aprueban: “Esa fiesta es una forma de pasar por la experiencia de otra cultura”.

Desconcertado por el simplismo del inquisidor estadounidense, otro de los internautas japoneses se pregunta: “¿Dónde colocas el límite de lo que está ‘autorizado’? Si esa niña fuera de origen japonés, ¿la fiesta estaría bien? ¿Solo estás autorizado a preparar una pizza si vives en Italia?”.

La pregunta da en el clavo. Pero la jauría da miedo. Cada vez más padres consultan en línea para saber qué es “correcto hacer para Halloween”, aterrorizados ante la idea de ser injuriados como Heidi. El mismo año, otra madre de familia pregunta a sus amigos en las redes sociales si puede organizar una fiesta temática Moana, como guiño al dibujo animado que ensalza a la heroína polinesia. La mujer aclara que en su familia “somos muy blancos y muy rubios”. Improvisando el papel de jefe de familia virtual, un internauta decreta que la “celebración cultural” no es “apropiación”, siempre y cuando los niños no apelen a la “brown face” (oscurecerse la tez). Otra madre recalca que ve a muchas niñas disfrazarse de Frida Kahlo para Halloween y que “no le resulta irrespetuoso”. Lo único que espera es que esas chicas sepan quién era la pintora “y que esta no se resume a una ceja única y a unas bonitas flores”. No hay nada menos seguro. En el país del juicio por “apropiación cultural”, de lo que menos se apropia la gente es de la cultura general.

¿Cómo explicar semejante inflamación de las polémicas? La chispa surge de una visión por demás confusa del antirracismo, y la amplitud del linchamiento, por su parte, proviene de nuestras nuevas modalidades de debate y del fenómeno jauría 2.0. Con las redes sociales, ya no hay necesidad de crear movimientos, fabricar pancartas ni salir a la calle con frío para protestar. Podemos manifestarnos desde el calor de nuestras casas y protegidos por el anonimato. Ergo, los motivos de indignación son lógicamente más cuantiosos y, a veces, más fútiles también. Ya no nos tomamos el tiempo necesario para digerir o respirar antes de gritar. Al más mínimo desacuerdo, ante la más ínfima picadura en nuestra epidermis —por más microscópica que sea—, chillamos a través de nuestro teclado. Sobre todo si un “amigo” virtual o un miembro de nuestra tribu digital lidera la acusación. Nos integramos uniendo nuestros gritos indignados al círculo de los ofendidos.

Pocas veces la identidad virtual habrá definido tanto nuestra identidad real. Según Clément Rosset, “la identidad prestada”, esa “imitación del otro”, permite “que la personalidad se constituya”.6 La generación actual se construye principalmente emulando a aquellos que linchan a los demás por Internet. Con tanto ímpetu que conformar una jauría protege. Con tanto revuelo que basta con decirse “ofendido” o “víctima” para llamar la atención. Una chispa, un mero posteo que vocifere la apropiación cultural son suficientes para hacerse amigos y hallarse en el centro de la actualidad. No importa la cantidad de lobos, puesto que la legitimidad viene del estatuto de víctima. No hay nada más glorioso que librar una lucha desigual.

Esa nueva relación de fuerzas resulta más bien simpática para combatir la injusticia, las multinacionales, desafiar a los dictadores y derrocar tiranos. La otra cara de la moneda es esa inflación de campañas absurdas y desproporcionadas contra madres de familia, miembros del jet set o artistas.

La interactividad digital obliga a la prensa en línea a reaccionar por todo, cada vez más rápido, con cada vez menos tiempo de reflexión. Ante el menor “storytelling” que ponga en escena a una minoría contra una mayoría, aparece una página, un blog y hasta un medio transmitiendo el pico de fiebre. Los periodistas de las redacciones digitales son particularmente aficionados a ello. Por una sencilla razón. Es un tema fácil de escribir, en poco tiempo, lúdico y que provoca reacciones. Auténticos “ciberanzuelos”, ideales para causar un incremento en el contador de visitas y, por ende, en los recursos de una prensa económicamente frágil.

Si agregamos que ya ningún colaborador, que a menudo es un pasante, tiene tiempo, o siquiera el reflejo, de discriminar entre lo significante y lo insignificante, es entendible que exista tal cantidad de notas dedicadas a la más mínima conmoción. Sobre todo, si atañen a las celebridades. Lo cual no sería grave si el enojo no fuera totalmente artificial y si esa jauría, a veces en realidad un grupúsculo, no ganara el caso de manera casi sistemática. Es decir, disculpas o censura.

La apropiación cultural, esa nueva blasfemia

Una anécdota me sirvió de disparador para escribir este libro. Una llamada telefónica de mi amiga Tania de Montaigne, a quien habíamos convocado para la colección que dirijo en Grasset junto a Fiammetta Venner, Nuestras heroínas, cuya ambición es resucitar a ciertas mujeres olvidadas. Una auténtica relectura feminista de la historia. Tania escogió a Claudette Colvin, una de las primeras mujeres negras que se negó a ceder su asiento a un blanco en un bus, mucho antes que Rosa Parks.

Con ese libro, seguido de un ensayo, Tania iba a recorrer las aulas para combatir tanto el racismo como la asignación cultural.7 En el momento en que me llama, Noire está siendo adaptado al teatro y pronto saldrá en forma de cómic. Un éxito que le permite esperar que las miradas se abran. Pero acaba de alzarse una frontera inesperada. Oigo su voz y reconozco el hastío que nos une frente a aquellos que solo ven el mundo a través del color de piel, sea esta blanca o negra.

—No la quieren llamar Noire8 —me dice, exhausta.

—¿Quién?

—Una responsable de compras de la editorial que publica el cómic. Dice que no podemos llamarla Noire si queremos venderla al mercado angloparlante.

—¿Pero por qué? Es el título del libro.

—Porque la ilustradora es blanca. Temen que se los acuse de apropiación cultural.

—¿Estás bromeando?

—No te imaginas cómo me gustaría que fuera una broma…

Estallamos de risa, una risa que quisiera llorar.

—Pero la autora eres tú, y encima el libro trata el racismo antinegro… ¿Cómo lo quieren llamar?… ¡¿Blanche?!9

—Cualquier cosa, menos Noire.

Cortamos, convencidas de que el mundo está loco. Identitario a más no poder. Aclaremos que esos vientos de pánico muchas veces vienen de los empleados blancos, que prefieren anticipar el más mínimo enfado. Por esta vez, afortunadamente, la editora mantuvo la calma y dio la razón a la autora. El libro se llamará, pues, Black. Quedamos más tranquilas. Ligeramente más tranquilas.

Así y todo, pretendo entender ese arranque de pánico. Habría entendido que la palabra “negra” supusiera un problema en un idioma habituado a decir “afroamericana”.10 Pero ese no es el meollo de la cuestión. Aquí, el temor es que una ilustradora blanca pueda firmar un álbum contra el racismo antinegro. Como si su color de piel le prohibiera rozar el tema.

Me parece bien que desconfiemos de aquellos que comercian con el antirracismo de forma deshonesta. Son numerosos, y no todos son blancos. Entiendo que se pueda reprochar a Rachel Dolezal, una activista que se opone a la apropiación cultural, el haber hecho creer durante años que era afroamericana, cuando en realidad era más wasp (Blanco, anglosajón y protestante) que los wasp y se cubría de autobronceante para pasar por víctima cardinal del racismo que denunciaba. Pero lo cierto es que un blanco debería sentirse autorizado a publicar o ilustrar libros contra el racismo, sin que se le recrimine su color de piel.

El objetivo máximo del antirracismo no es existir como víctima, sino erradicar los prejuicios. ¿Cómo esperar derribar los estereotipos y hacer crecer el círculo de personas lúcidas si proseguimos con este viejo reflejo que consiste en juzgar a seres y almas en función de su tez?

En el caso de aquel cómic, la ilustradora blanca, Émilie Plateau, puso todo su corazón y su talento, no porque esperara enriquecerse (cosa rara en el mundo de la edición francesa), sino porque el texto la conmovió y quiso actuar a su modo. Al publicar un álbum inspirado en el texto de Tania de Montaigne, quien es citada en la tapa, no se está apropiando de su obra, o sí, pero para rendirle homenaje. Exactamente como Tania se apropia de la vida de Claudette Colvin y de su dolor, no para robárselo, sino para darlo a conocer a las jóvenes generaciones. Tal apropiación es absolutamente necesaria. Es un compartir que nada tiene que ver con el saqueo ni con la “apropiación cultural”, esgrimida de manera tan abusiva que llega a erigir barreras entre los seres, a asignarlos a categorías, cuando no a censurar obras.

Es más, ¿a qué alude semejante noción?

Si nos atenemos a la referencia de Oxford, la “apropiación cultural” designa “el acaparamiento de formas, temas o prácticas creativas o artísticas por parte de un grupo cultural en detrimento de otro”. En un principio, se trata de detectar los casos de “apropiaciones occidentales de formas no occidentales o no blancas, con fines de explotación o dominación”. El artículo de Oxford nos da el ejemplo, preciso y convincente, de museos occidentales que aprovechan artefactos, como los bronces de Benín, muchas veces adquiridos en dudosas circunstancias. En ese caso, en efecto, la apropiación no es un homenaje, sino un saqueo.

El juicio por “apropiación” conserva todo su sentido si nos basamos en esa precisa definición citada: la intención de explotar o dominar. Tal es el caso de obras saqueadas por la colonización, un patrimonio africano que Francia restituye a cuentagotas. Pero el debate desvaría seriamente cuando nos ponemos a ver “apropiación” por doquier, inclusive cuando la intención es simplemente celebrar el pluralismo cultural. Hasta negar la imitación o la mezcla, en música, en cocina o en la moda. Hasta anquilosar el debate de ideas y acotar la creación artística.

Esta deriva se la debemos ante todo al radicalismo separatista del Black feminism, pero no solamente. El deslizamiento —¿cabrá aquí hablar de apropiación?— se encarna en una abogada blanca, poderosa y conocida, llamada Susan Scafidi. Profesora en la Universidad Fordham, su especialidad es proteger de cualquier imitador tanto la moda como a los diseñadores. Su aproximación comercial determinará su definición del concepto de apropiación cultural, al punto de conferirle un sentido demasiado laxo en un libro, Who Owns Culture?, publicado en 2005 y desde entonces citado como referencia.

Inspirada en su reflexión profesional sobre el copyright,