Genios en apuros - Jordi Sierra Ifabra - E-Book

Genios en apuros E-Book

Jordi Sierra Ifabra

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Beschreibung

La trama es clara, pero con suficiente complejidad como para resultar atractiva. La calidad de la escritura es otro de los aciertos, ya que el autor consigue acercar al lector a la historia que presenta a través de un lenguaje fluido y descriptivo. El manejo del humor en los elementos que elige para crear el universo en que se desarrolla la novela, está en cada una de las escenas. El recurso del misterio por resolver, tomado de la literatura policíaca, agrega velocidad, tensión y suspenso al relato. Es una novela entretenida y de fácil comprensión.

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Segunda edición, julio de 2019

Primera edición,noviembre de 2007

© Jordi Sierra i Fabra

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30 Tel.: (57 601) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual:www.panamericana.com.co

Bogotá D.C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Ilustraciones

Sandra GonzálezDiagramaciónClaudia Milena Vargas López

ISBN DIGITAL 978-958-30-4459-5

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del Editor.

Sierra i Fabra, Jordi, 1947-

Genios en apuros / Jordi Sierra i Fabra ; ilustraciones

Sandra González. -- Segunda edición. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2019.

228 páginas : ilustraciones ; 15 x 22 cm.

ISBN 978-958-30-5924-7

1. Novela juvenil española 2. Niños superdotados - Novela juvenil 3. Historias de aventuras I. González, Sandra, ilustradora II. Tít.

863.6 cd 22 ed.

A1636534

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

p. 14

p. 9

p. 20

p. 26

p. 30

p. 34

1

2

3

4

5

6

Contenido

Uno

La noticia

Gabelor de Bulum, el fabricante de silencios

Yabai de Zondra, el fabricante de ruidos

Mendiquen de Selem, el creador de sueños

Elofrén de Cirón, el inventor de las gafas de colores

Astradamus de Norbundia, el gran investigador

p. 48

p. 43

p. 56

p. 62

p. 77

p. 71

p. 84

p. 91

p. 98

p. 104

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

Dos

Llegan los genios

Reunión de candidatos

Fárgen, el gran ausente

La gran revelación de Astradamus

Tres

Lura

Petición de ayuda

En la mansión de Astradamus (+Iva)

Algunas puertas cerradas y unas pocas mentiras

Gabelor pasa a la acción

Intercambio de información y...

p. 162

p. 157

p. 169

p. 175

p. 180

p. 119

p. 113

p. 126

p. 133

p. 141

p. 147

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

Cuatro

En la boca del lobo

Metidos en un armario

La prueba decisiva

Más tiesos que una estatua (o cinco)

Comando al ataque

El prisionero de las sombras

Cinco

Atrapados sin salida

Explicaciones y amarguras

Cara a cara

Improvisando la salvación

La gran escapada

p. 195

p. 187

p. 201

p. 205

p. 208

p. 213

p. 216

p. 223

28

29

30

31

32

33

34

Final

Seis

Luchando contra el relog

¡Al galope!

En la gran gala del GPUC

Todo a punto para el veredicto

El asalto

El vencedor es...

La última batalla

Epílogo

Genios unidos jamás serán vencidos

Uno

La esperada noticia se dio a conocer el tercer día de la quinta calenda. Los medios informa-tivos la hubieran preferido antes del fin de semana para poder preparar con tiempo las biografías de los nominados y estudiar a fondo su obra, llevar a cabo entrevistas, análisis, estudios de posibilidades. Pero los miembros de la Academia de las Ciencias de Norbundia no vivían en realidad en este mundo. Bueno, vivir, lo que se dice vivir, sí lo hacían. Lo que pasaba era que sus mentes no atendían a los peque-ños problemas cotidianos habituales en los demás mortales. Para ellos un día era igual a otro; a veces ni se enteraban de que era de noche ni recordaban haber comido, encerrados en sus laboratorios, sus libros, sus estudios o aquello en lo que estuviesen trabajando.

La noticia

Momentos

Así que cuando el secretario general de la Aca-demia anunció solemnemente que, a eso del medio-día, se darían a conocer los nombres de los cinco candidatos al GPUC, el revuelo fue máximo. Las emisoras de televisión, de radio, los periódicos, las agencias de noticias, los periodistas independien-tes que perseguían exclusivas como locos, todos se congregaron a las puertas de la Academia desde mucho antes, para poder filmar o fotografiar el im-portante momento, para poder grabarlo o describirlo a la perfección.

Era la primera vez que iba a otorgarse el GPUC.

La expectación rozaba las más altas costas del interés popular.

Había una docena de posibles candidatos a la nominación, pero como iban a ser cinco, las qui-nielas aparecían a cada momento y las especula-ciones también. Los partidarios de un candidato ensalzaban sus méritos y, por lo general, desme-recían los de un posible rival. Claro que todos sabían que la verdadera lucha comenzaría a partir del instante en que los nombres de los cinco no-minados fueran dados a la luz pública. Una vez conocidos deberían trasladarse a Norbundia para asistir a la cena de la gran gala de concesión del galardón. La cena en la que uno de ellos alcanzaría la gloria universal.

Al mediodía, frente a la pequeña y modesta puerta de la Sala de Reuniones de la Academia de las Ciencias, no cabía un alma.

Cuando la puerta de la sala se abrió, apareció la menuda, discreta y solemne figura del secretario general. Llevaba un papel pulcramente mecano-grafiado en la mano y unos anteojos colgados casi milagrosamente de su aguileña nariz. Se hizo el si-lencio más sepulcral. Ya nadie se entretuvo en tratar de fastidiar al colega. Todos encontraron la última posición apta para cumplir su trabajo y prestaron atención a lo que el secretario fuese a anunciar.

El secretario general de la Academia de las Cien-cias de Norbundia empezó a hablar.

—En el día de hoy, esta institución, tras delibe-raciones entre todos sus miembros, y atendiendo a las candidaturas presentadas por las distintas academias del mundo entero, ha determinado el nombre de los de cinco candidatos al Gran Premio Universal de Creación, cuya concesión será efec-tuada dentro de una semana en el marco de la gala prevista en nuestra amada Norbundia. Los ilustres pensadores y científicos nominados son…

Levantó por un fugaz instante los ojos del pa-pel y paseó una mirada en la que los expectantes asistentes al acto adivinaron una punta de mala intención. Nadie movió un pelo. El secretario ge-neral volvió a centrar su atención en el papel que sostenían sus manos.

—Por su feliz Concreción del Silencio como parte de una vida más agradable, Gabelor de Bu-lum —enunció al primero de los nominados y ya sin pausa continuó con el resto—. Por la incorporación de los Sueños Controlados al descanso nocturno, Mendiquen de Selem. Por la Sublimación del Ruido como exponente vital de nuestra moderna sociedad, Yabai de Zondra. Por la creación de las sorprenden-tes Gafas de Colores que proporcionan la ilusión de una vida mejor, Elofrén de Cirón. Y por el descu-

brimiento del Elixir de la Juventud, que devuelve el vigor al cuerpo humano, Astradamus de Norbundia.

Fue como si una tormenta contenida estallara en unos segundos y luego desapareciera barrida por un furioso viento surgido de ella misma.

El secretario general de la Academia de las Ciencias de Norbundia parpadeó asombrado. El papel todavía se agitaba entre sus dedos producto del huracán desencadenado en la sala.

Se había quedado solo.

¿Cuánto hacía que no se ausentaba de su querida Bulum?

Una eternidad. Desde aquel congreso al que asistió en… ¿Era posible que hubiese pasado ya tanto tiempo? Sí, sí, no cabía la menor duda. Pericoy, su último hijo, nació muy poco después de aquello, y ya tonteaba con la hija del carnicero, según le había informado oportunamente Mayi, su esposa. ¡Qué barbaridad!

—¿Tendrás bastantes calzoncillos? ¿Y camisas? ¡Esta desde luego no te la llevas, qué barbaridad! ¿Por qué no fuiste a comprar ropa ayer? ¡Trabajo, trabajo! ¡Seguro que todos van mucho más elegan-tes que tú! ¿No te da vergüenza?

Gabelor de Bulum,el fabricantede silencios

Gabelor dejó de mirar por la ventana y centró su atención en la descompuesta figura de la esposa, Mayi, que iba de un lado a otro de la habitación cogiendo la ropa del ar-mario para colocarla en la cama, junto a la maleta y, luego, devolviéndola al armario, una vez convencida de que no era la adecuada para tan so-lemne motivo. Estaba más nerviosa ella que él. Mejor dicho: ella era un manojo de nervios. A él todo aquello más bien le asustaba, aun-que a sus años…

¿Qué importaba un pre-mio, por muy grandioso que fuese? Aunque, desde luego, el GPUC era el más grandioso de todos.

—Querida, soy un cien-tífico, no un modelo —trató de insistir por última vez.

—¿Y qué? ¿Vas a ir a Norbundia vestido con harapos? ¿Vas a ponerte estos calcetines? —metió la mano entre un calcetín y sacó los dedos por un grandioso agujero.

—Son mis favoritos —dijo él—. Me traen suerte, los llevaba el día…

—¡Oh, haz el favor de callarte!, ¿quieres? No sé cómo aún te aguanto después de treinta y siete años —protestó ella.

—Treinta y siete años, cinco calendas, una se-mana y dos días —apuntó él.

—¡Y luego dicen que los científicos son despis-tados y no tienen memoria! —resopló Mayi.

Un torbellino de no más medio metro de esta-tura penetró de pronto en la habitación y no se

detuvo hasta saltar a los brazos de Gabelor, que lo cogió prácticamente al vuelo. Era un niño de rostro redondo y cabellos de punta.

—¿Te vas ya, abuelo? Abajo están todos es-perando para despedirte. ¿Cuando sea mayor me dejarás ir contigo a recibir premios? —lo ametralló su nieto.

—Los premios son un fastidio, Artis. Te los dan para hacerte perder el tiempo, o cuando vas a mo-rirte, por si acaso desapareces antes de que puedan sentirse felices al concedértelo, o culpables por no haberlo hecho.

—¿Vas a morirte, abuelo?

—¡Desde luego que no!

—Este premio te lo darán, ¿verdad? Tú eres el mejor.

—Mira, Artis —Gabelor lo depositó en el suelo, un poco achacoso—, lo importante, en el fondo, es estar nominado, que alguien crea que lo que haces tiene un valor, y para mí será un honor estar allí, con esos científicos tan estupendos. Yo no soy el mejor, al contrario. ¿A quién le importan los silencios? Es mucho más popular Yabai y sus ruidos. Además, el premio se otorga en Norbundia y ya hay un nomi-nado de allí…

—Si se lo dan a ese cretino de Astradamus se cubrirán de gloria —suspiró enfurruñada Mayi, sen-tada encima de la maleta que luchaba por cerrar.

Los ojos del niño miraban escrutadores al abuelo.

—¿Así que no vas a ganar? —pronunció entris-tecido.

—Espero que no —sonrió Gabelor—. Si gano me haría tan famoso que ya no me dejarían en paz, me invitarían a todas partes, y nos veríamos poquí-simo. Tú no querrías eso, ¿verdad?

Artis vaciló.

Mayi, haciendo un supremo esfuerzo, consiguió cerrar la cremallera de la maleta de una vez. Otra mujer, joven y hermosa, apareció por la puerta de la habitación en ese momento.

—Ya es hora, papá —anunció—. No querrás perder el barco.

El fabricante de silencios recogió su pequeño maletín de trabajo, en el que iba a llevarse sus últimos silencios inventados y algunos de los que más le gustaban para uso personal. Le iban a hacer falta en medio de tanta algarabía y tanta conmoción festiva.

Después de todo, un buen silencio es tan her-moso…

Y disponía de más de doscientos, debidamente protegidos en los tubitos de plástico que siempre llevaba consigo, en los bolsillos, el pantalón y el abrigo. Era su mejor creación.

Aunque, desde luego, estaba seguro de que no ganaría. Completamente seguro.

Y por una vez se dijo que ni el mejor de sus si-lencios era superior a las risas y voces, la alegría y el entusiasmo de sus seres queridos, que se despedían de él con todo el amor de sus corazones.

¿Para qué quería premios si ya go-zaba del mejor de ellos?

La música estaba tan alta, tan condenadamente alta, tan tremendamente alta, que supo que su muy alegre mujer le estaba hablando por el movi-miento de los labios, no por otra cosa.

En ese instante, una agresiva guitarra eléctrica desataba una tormenta decibélica en el aire, llenán-dolo de fortísimos ecos que iban de un lado a otro por la acolchada y acondicionada casa. Era un tema de lo más potente y salvaje.

—¿Qué? —gritó.

—¡Qué rumba! ¡Está super! —le gritó Zue a su vez, congestionada—. ¡Te decía que si vas a llevarte las camisas de colores fluorescentes y los calcetines con vueltas de neón!

Yabai deZondra,el fabricantede ruidos

—¡Claro que me gusta Do-lores la Evanescente y también esta canción! ¡Te quiero!

La cogió antes de que ella le dijese que no, que no era de eso de lo que le estaba hablando, y la estrechó entre sus brazos mientras le daba un sonoro beso en los labios, que no pudo oírse, de todas formas, porque en ese momento Dolores la Evanescente gritaba desesperadamente, por encima de la guita-rra, que a ella no le gustaba la sopa.

“¡¡¡ODIO LA SOPA, LA ODIO!!! ¡¡¡ODIO LA SOOOOOOPA, LA OOOOOODIO!!! ¡¡¡SÍ, SÍ, SÍÍÍ, Y SI ME DAS SOPA TE ODIARÉ A TIII!!!”.

Fue Zue la que, deshaciéndose del abrazo de Yabai, bajó el volumen del aparato de alta fidelidad, aunque no demasiado, solo para que él pudiera entenderla.

—¡Eh! ¿Por qué bajas la música? —protestó el fabricante de ruidos.

—Querido, porque tenemos que hablar, aunque solo sea un momento.

—Ya tendremos tiempo de hablar el resto de nuestra vida —argumentó Yabai—. La mayoría de las parejas hablan mucho al principio y nada al

final. ¡Nosotros lo haremos mejor! ¡Vamos, sube el volumen!

—No —se mantuvo firme ella—. ¿Quieres per-der más el tiempo? Si no sales antes de que ano-chezca llegarás último a Norbundia. Será horrible quedarme sin ti una semana, ¡una semana! —Zue se estremeció, y su chispeante cara se cubrió de tristes cenizas—. Ya que tienes que ir, hazlo bien.

Yabai volvió a cogerla, amoroso.

—¿Quieres que me quede? —preguntó de pronto.

—¿Estás loco? —aulló su esposa, porque de todas formas la música atronaba el ambiente—. ¿Cómo vas a quedarte aquí? ¡Tienes que ir!

—Pero si no voy a ganar —se encogió de hom-bros él—. ¿Crees que van a darme el GPUC teniendo como competidores a los más importantes científi-cos del mundo? Tú eres más importante ¡y estamos recién casados!

—No seas absurdo —le reprochó Zue—. Los otros han inventado cosas inútiles. Tú, en cambio, eres famoso, ¡todo el mundo compra tus ruidos!

—Como si no tuvieran bastante con los suyos —Yabai sonrió divertido—. ¡Están locos! ¡Todo el mundo está loco!

—¡Y tú también si no vas! —concluyó la joven recién casada, apartándose de su lado—. ¡Andando!

—¡Está bien!

Dolores la Evanescente chillaba histérica.

—¿Qué?

—¡Digo que está bien!

—¡Ah, vale!

—¡Uao, pero qué fuerte es esto!

Zue lo dejó sin preguntarle ya nada más. No valía la pena. Le puso en la maleta las camisas de colores y los calcetines con vueltas de neón. También le puso un traje oscuro, de su padre, naturalmente, por si acaso. Fuera como fuera, Yabai era especial.

El fabricante de ruidos hacía ver que tocaba la guitarra, desmelenado.

Zue lo adoraba, tanto cuando estaba trabajan-do, perdido en su universo creativo, como cuando estaba igual que ahora, feliz, loco, lleno de vida y energía.

Por la puerta apareció un perro. Primero ladró varias veces. Luego se puso a aullar lastimeramen-te, como si hubiese perdido el más sabroso de sus huesos. Casi al unísono se iluminó la pantalla del televisor, a la hora programada para ver el Show

de Rockilandia, y sonó el teléfono, que en lugar de timbre tenía una estruendosa sirena de barco.

—¡Genial! —gritó Yabai sin hacer caso de nada.

Fue Zue la que apagó el televisor y descolgó el auricular del teléfono, pero sin preguntar quién llamaba. Lo dejó al lado del aparato y continuó con la maleta, dispuesta a cerrarla como fuera. El perro salió en estampida al ver cómo entraba por la ven-tana el gato. Los alaridos de Dolores la Evanescente hacían vibrar los cristales de las ventanas a pesar de ser dobles. De pronto acabó la canción y se ter-minó el disco. La aguja se elevó automáticamente y un extraño silencio los envolvió. Fue como si les doliera, porque ambos pusieron cara de fastidio.

—Esta semana va a ser horrible —expresó de-solado Yabai.

—Creo que ni siquiera voy a tener ganas de oír música o cantar —afirmó Zue.

Volvieron a abrazarse y a besarse. No tuvieron tiempo para nada más. Zue lo empujó hacia la puer-ta. La maleta ya estaba cerrada. Lo último que hizo Yabai fue coger su maletín de ruidos y asegurarse de que llevaba los más esenciales para el viaje en los bolsillos de la chaqueta. Los acolchados recipientes, pequeños pero cargados de sensaciones decibélicas de todo tipo, tintinearon ante sus ojos.

Suspiró resignado.

—Adiós, amor mío —susurró Zue y dibujó una sonrisa en su rostro, aunque sus ojos estaban vi-driosamente llorosos.

—Adiós, cariño —mu-sitó Yabai.

Y ella tuvo que cerrar la puerta, porque él ha-bría vuelto a entrar y lo más probable es que se lo habría permitido.

El ir y venir de su maravillosa Cori lo apartó de su abstracción. La contempló plegar los pijamas, las mudas, los pantalones, las camisas, comprobar que no faltase nada, los pañuelos, los calcetines, ¡el paraguas!, los utensilios de aseo. Se había em-peñado en hacerle la maleta.

—¿Te das cuenta de que es la