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El Ejército de la Monarquía Hispánica constituyó el principal instrumento para la consolidación del Imperio español, y también el factor determinante para retrasar su decadencia, un objetivo conseguido a costa de sucesivas bancarrotas y del abandono de la construcción de estructuras sociales y económicas que permitieran consolidar el futuro del reino. Tras su papel determinante en la Guerra de la Independencia, el Ejército se convirtió en un actor político capaz de derribar reyes o de instaurarlos, de apoyar cambios de régimen e influir en la política de los gobiernos moderados o liberales. Agitando el espantajo de la fuerza, logró imponer al Estado unos determinados principios basados en una ideología militar que giraba alrededor de la particular interpretación de las ideas de honor, nación y patria. Las estructuras sobredimensionadas del Ejército y de la Marina, y cuatro guerras civiles durante el siglo XIX, además de una veintena de asonadas, carcomieron hasta el tuétano los recursos del Estado y lastraron el progreso del país, distanciándolo de los Estados europeos para apuntalar un imperio y sistema político caducos. El proceso se agravó durante la siguiente centuria, marcada por las guerras coloniales, dos dictaduras y una Guerra Civil, que definieron al Ejército como garante del poder, a costa de mantener un modelo atrasado, impropio y sobredimensionado que desangraba, más aún si cabe, los recursos del Estado. Durante la transición política hacia un nuevo modelo de Estado se produjo una dicotomía entre el pasado y la renovación conceptual e ideológica, pero sin que se llevase a cabo un debate profundo sobre el papel de las Fuerzas Armadas en la sociedad actual, que transitaron desde el golpismo de finales del siglo pasado al creciente militarismo contemporáneo, azuzado por las crisis internacionales y el rearme ideológico conservador. Unos factores que condicionan las políticas económicas con reminiscencias de épocas pasadas. En Gobernar el caos. Una historia crítica del Ejército español, Francisco Gracia Alonso, catedrático en la Universidad de Barcelona y experto en historia militar, analiza el impacto social y económico de las Fuerzas Armadas sobre la estructura del Estado español desde principios del siglo XVI hasta el presente y, en especial, el interés de las sucesivas cúpulas militares por imponer su pensamiento sobre la sociedad atendiendo a un único principio: gobernar el caos.
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Seitenzahl: 1905
Veröffentlichungsjahr: 2024
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GOBERNAR EL CAOS
GOBERNAR EL CAOS
UNA HISTORIA CRÍTICADEL EJÉRCITO ESPAÑOL
Francisco Gracia Alonso
Gobernar el caos
Francisco Gracia Alonso
Gobernar el caos / Gracia Alonso, Francisco
Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2024 – 760 p., 16 de lám. :il. ; 23,5 cm – (Historia de España) – 1.ª ed.
D.L.: M-3287-2024
ISBN: 978-84-127443-6-1
355.11 355.12 355.3
355.6 355.35 355.48
GOBERNAR EL CAOS
Una historia crítica del Ejército español
Francisco Gracia Alonso
© de esta edición:
Gobernar el caos
Desperta Ferro Ediciones SLNE
Paseo del Prado, 12, 1.º derecha
28014 Madrid
www.despertaferro-ediciones.com
ISBN: 978-84-128068-2-3
Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández
Cartografía: Desperta Ferro Ediciones
Coordinación editorial: Isabel López Ayllón
Primera edición: marzo 2024
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Producción del ePub: booqlab
Para Gloria, ella sabe por qué.
Ningún ejército puede detener la fuerza de una idea cuando llega a tiempo.
Víctor Hugo
Amigo mío, tú no les dirás con gran entusiasmo a los niños deseosos de alguna gloria desesperada la vieja mentira: Dulce y honorable es morir por la patria.
Willfred Owen. Dulce et Decorum Est, 1916
Prefacio
Introducción
1 UN EJÉRCITO PARA FORJAR UN IMPERIO
2 UN EJÉRCITO PARA DEFENDER UN IMPERIO. EL SIGLO XVII
3 UN EJÉRCITO PARA SUSTENTAR EL PODER ABSOLUTO DE LA MONARQUÍA BORBÓNICA
4 UN ESFUERZO DESMESURADO E INÚTIL PARA IMPEDIR LA DECADENCIA
5 ANTES DE LA TORMENTA
6 LA GUERRA POPULAR Y LA FORMACIÓN DE LOS ESTADOS NACIÓN
7 DE FERNANDO VII A ISABEL II
8 EL PERIODO ISABELINO
9 EL EJÉRCITO DERROCA A LA MONARQUÍA
10 UN EJÉRCITO VIGILANTE EN APOYO DE LA RESTAURACIÓN MONÁRQUICA
11 EL EJÉRCITO IMPONE SU LEY A LA SOCIEDAD
12 DE LA SEGUNDA REPÚBLICA A LA GUERRA CIVIL
13 UNA GUERRA CIVIL Y DOS MODELOS DE EJÉRCITO
14 EL EJÉRCITO DURANTE LA DICTADURA FRANQUISTA
15 UN EJÉRCITO VIGILANTE
16 LA EVOLUCIÓN HACIA UN EJÉRCITO PROFESIONAL
Epílogo
Anexos
Bibliografía
Imágenes
La estructura organizativa de un estado democrático se basa en la acción independiente de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, cuyos objetivos y cometidos son (o deberían ser) el desarrollo y la potenciación de los derechos y las libertades de los ciudadanos. Sin embargo, la aplicación de dichos principios cuenta con factores ideológicos, religiosos, económicos y sociales que los condicionan deformando la acción política y la aplicación de las leyes en beneficio de una parte de la población siguiendo unas pautas cambiantes que por regla general están relacionadas con la imposición de sistemas de gobierno autoritarios basados en diferencias sociales o de clase. El sistema político español, desde principios del siglo XVI, ha transcurrido por los modelos de las monarquías absoluta, liberal y representativa según las épocas, dos intentos republicanos abortados por acciones de fuerza y diversas dictaduras militares. Todos ellos tienen un elemento en común: las formas de relacionarse los gobiernos con los detentadores de la fuerza, en principio destinados a acatar y apoyar la legalidad constituida y proteger el territorio, pero en muchas ocasiones empleados como un instrumento represivo para sostener en el poder a los gobiernos y las élites en contra de las reclamaciones populares. O, simplemente, asumiéndolo a partir de la errónea concepción de que la milicia encarna como ningún otro los valores y esencias de la patria y la nación y, por ello, está en disposición de dirigir el Estado.
Desde 1812, el Ejército, entendido como el desarrollo del concepto de la nación en armas surgido de la Revolución francesa, dejará de ser una estructura al servicio del poder para convertirse en un sujeto político activo con capacidad y voluntad de imponer al Estado su propia concepción del modelo social, ya sea ejerciendo el poder como parte del proceso político, o tomándolo por la fuerza cuando considere que la situación social no se ajusta a su propio sistema de valores, basado en una concepción acrítica de los principios de patria, honor y nación, a los que se suma un fuerte componente religioso y de clase en la configuración de una ideología ultraconservadora que en la mayor parte de los casos no se ajusta a la evolución de la sociedad. La historia de los siglos XIX y XX en España es una sucesión de pronunciamientos militares, golpes de estado, guerras civiles y dictaduras a través de las cuales los militares intentaron imponer su modelo social, movimientos realizados a partir de la asunción de un sentimiento de agravio y desprecio del poder y la sociedad civil frente al Ejército cuando considere que no se valora la institución como colectivo y a sus integrantes de forma personal. El Ejército proyectará dichos valores para intentar controlar y gobernar lo que considerará el ejercicio del caos provocado por la degradación moral de un sistema social al que se considera llamado a salvar y regenerar a pesar, y en contra, del mismo. Pero no se trata únicamente del recurso a la fuerza para la imposición de una realidad política. La acción militar desde el inicio del reinado de los Austrias comportará el incremento progresivo de la inversión en ejércitos y guerras, y la pérdida y despilfarro de ingentes recursos en una dinámica agudizada a partir de mediados del siglo XIX, cuando el gasto militar condicione el desarrollo económico y social del Estado al lastrar la inversión productiva, el desarrollo del sistema educativo, y la mejora de las condiciones de vida de la población, lo cual, unido al alistamiento forzado de mozos que, siguiendo un sistema clasista, abocaba a las clases trabajadoras a pagar el precio de la sangre de las agónicas aventuras coloniales españolas, desembocará en un fuerte sentimiento antimilitarista que, por motivos similares, se ha proyectado hasta el presente. Analizado en perspectiva, el gasto militar, nunca cuestionado incluso en la actualidad, y siempre defendido desde el sistema político, muestra trazos obscenos.
La génesis de este libro corresponde a una invitación de los editores de Desperta Ferro, Javier Gómez Valero y Alberto Pérez Rubio, que me confiaron la redacción de una obra que intentase explicar la evolución orgánica y las relaciones con el poder y la sociedad del Ejército en España desde principios del siglo XVI hasta el presente. Reflexionar sobre las vinculaciones entre la milicia, la estructura política del Estado y la población civil para determinar el peso específico de los militares no es un ejercicio de antimilitarismo, ni obvia el sacrificio de quienes se vieron inmersos en las diferentes guerras, aunque rechaza la heroización vana, sino que pretende ver cómo, a diferencia de otros estados europeos, la injerencia del Ejército español en las dinámicas política, social y económica del Estado lastró –y lastra– sus niveles de desarrollo.
Este libro, realizado en paralelo a mis obligaciones docentes y de investigación en la Universidad de Barcelona, se ha beneficiado de la relación constante y el apoyo de los editores, así como de la comprensión de Gloria y Andrea, que han apoyado –y padecido– este proyecto durante años. Esperamos que el resultado nos compense a todos.
Francisco Gracia AlonsoEnero 2024
La concepción de la investigación y difusión de la historia militar en España ha sufrido en los últimos años una profunda transformación que no siempre se puede considerar positiva. La identificación de un nicho editorial ha permitido la edición de monografías y la consolidación de series de revistas dedicadas al estudio de la guerra que abarcan múltiples campos, desde las memorias de los combatientes –célebres o desconocidos– al análisis de campañas y batallas, e incluso reflexiones sobre la propia esencia y el significado de la guerra, conjugando aportaciones contemporáneas con trabajos clásicos, y otros que, debido al tiempo transcurrido desde su primera edición en otros idiomas, se editan con conclusiones y datos desfasados aunque sean obra de investigadores de reconocido prestigio. Pero si volvemos la mirada hacia las últimas cuatro décadas, en el ámbito de la investigación la historia militar se aprecia un recelo mayoritario a su desarrollo a partir del final legal de la última dictadura española en 1977, así como una incomprensión de su relevancia como parte esencial para el estudio de los procesos sociales, políticos y económicos debido a una errónea asociación de sus contenidos y objetivos, en tanto que objeto de estudio, con el militarismo de la dictadura franquista, y el papel del Ejército en la represión y el control que ejerció durante la etapa de la Transición democrática al mantener los resabios intervencionistas en la política del Estado iniciados durante el siglo XIX y prolongados durante los tres primeros cuartos del siguiente a través de dos dictaduras y un sangriento golpe de estado devenido en guerra civil. Dicho rechazo –comprensible en una sociedad cada vez más concienciada políticamente en la que los movimientos antimilitaristas y pacifistas calaron profundamente como reacción tanto a la etapa anterior como a una política internacional que se debatía entre el atlantismo y la no alineación durante los estertores de la Guerra Fría–, ejemplificado en los debates y en las movilizaciones contrarias al ingreso en la OTAN, supuso un freno a la investigación.
La distancia temporal con la dictadura ha permitido la recuperación de los estudios sobre historia militar, en especial los vinculados a la etapa de la Guerra Civil, desde diferentes ópticas y corrientes ideológicas no exentas en algunos casos de demagogia y empleo político presentista. Aunque sería comprensible que los estudios sobre el ejército español se hubiesen basado mayoritariamente en su papel político con relación a la estructura del Estado y su incidencia sobre la evolución de la sociedad española, no ha sido esta la corriente que se ha impuesto. Por supuesto, los análisis sociales constituyen un volumen destacable del trabajo realizado, pero continúan siendo mayoritarias las narraciones –en muchas ocasiones con un claro componente hagiográfico– de las principales campañas y batallas, no solo de la contienda 1936-1939, sino también, como ejemplificación de un repunte del patriotismo heroizante que anima a determinados sectores de la población española, de las campañas comprendidas desde principios del siglo XVI hasta la resolución de las guerras coloniales en el Protectorado marroquí, reivindicando de forma explícita las ideas de grandeza de los ejércitos españoles y la propia esencia de la España imperial como vertebradoras principales de la unidad y la esencia de unos determinados valores patrios cuya definición es más etérea que concreta, pero que constituyen un elemento esencial en el concepto de la llamada «cultura de defensa» por la que se intenta recuperar y consolidar el papel de las fuerzas armadas como sostén y guardianas del sistema constitucional para justificar el creciente gasto militar, al tiempo que se minimizan las derivas políticas involucionistas de una parte de sus miembros –en activo o en la reserva– para construir una nueva visión social de los ejércitos basada en el constitucionalismo, la profesionalización y la cooperación internacional.
Ciertamente, la elección de determinados cuerpos militares y sus tradiciones, como es el caso de los tercios o la legión, como exaltación del pasado, se convierte en el todo de la construcción del discurso narrativo cuando tan solo debía ser una parte de este. Dicho de otra forma, y aunque se cuenten notables excepciones, la historia militar que se difunde continúa siendo la estructurada por los vencedores del conflicto civil, por lo que los enfrentamientos y el rechazo a estudiar desde perspectivas más científicas y menos ideológicas o pasionales determinados aspectos de un pasado ya no tan reciente –caso por ejemplo, de la localización, apertura e identificación de las personas enterradas en fosas comunes como resultado de asesinatos extrajudiciales o en aplicación de las sentencias dictadas por la Justicia Militar en consejos de guerra sumarísimos durante la guerra y la posguerra, realizadas en aplicación de las diversas legislaciones estatales y autonómicas– demuestra que las posiciones ideológicas continúan enfrentadas. En función de los cambios políticos en la sociedad española durante la última década, resultado del avance de las opciones más conservadoras reivindicadoras de un conjunto de valores que también fueron propios de la dictadura, la historia militar vuelve, en parte, a enaltecer un concepto de ejército que no se ajusta al papel subordinado al poder civil que siempre debería tener –pero que en dos siglos y medio de la reciente historia de España casi nunca tuvo–, haciendo propio de un determinado espectro político la exaltación y defensa de un colectivo que en su mayoría le es ideológicamente afín en base a su propia idiosincrasia.
La transformación de dicha línea de pensamiento debe basarse en la documentación y análisis crítico de la información textual para valorar tanto la información contenida como los condicionantes existentes en el momento de su redacción, un factor que siempre debe tenerse en consideración en el análisis documental puesto que la conjugación de informaciones en un escrito es el resultado de la visión y el entorno –los condicionantes– del redactor. Desde la interdisciplinariedad se intenta trasladar al estudio de los diferentes periodos del pasado los conceptos de las relaciones existentes entre fuerzas armadas y sistemas políticos, sociales y económicos para analizar y definir, de acuerdo con la enunciación teórica de la sociología de la guerra, tanto su concepción como la forma en que una sociedad genera o acepta el modelo de ejercicio de la violencia por el que intenta asegurar su protección. Las batallas, como caracterización esencial de la práctica del conflicto reglado y admitido por los sistemas sociales, han tendido, desde la perspectiva científica y académica, a dejar de considerarse referentes esenciales –los puntos de libro de la historia en expresión de Winston Churchill– para la construcción de una narrativa historicista de fuerte componente nacionalista y patriótico, aunque continúan siéndolo –por ejemplo en el caso de la Segunda Guerra Mundial para las potencias vencedoras– para los sistemas políticos que ven en ellas un elemento determinante en la construcción de los relatos de cohesión social, definiéndolas como «el mejor momento de una generación» en los Estados Unidos, o «la gran guerra patria» en la Unión Soviética y posteriormente en Rusia, y reescribir así continuamente unos hechos en los que no tienen cabida los aspectos más oscuros y controvertidos de su actuación, como los crímenes de guerra, por lo que la historia basada en las batallas es una presentación finalista y simple de los hechos, por mucho que se incluyan en los relatos las perspectivas sociales derivadas del análisis del comportamiento de los combatientes anónimos o los civiles.
La guerra, y con ella la historia militar, constituye una parte de la concepción cultural de un sistema social, debiendo analizarse desde una perspectiva global que incluya no solo los componentes estratégicos o tácticos, sino también los aspectos ideológicos, políticos, morales, económicos, sociales o rituales, por citar únicamente los principales, ampliándose los principios que han de ser necesariamente estudiados en el marco de los análisis de los conflictos, como la problemática de género; la violencia étnica; las políticas genocidas; la protección del patrimonio histórico-artístico en tiempo de guerra, o las transformaciones culturales que se derivan de las prácticas bélicas. La forma de estudio indicada se contrapone a gran parte de las publicaciones recientes, en las que prima la descripción positivista de los datos sobre la interpretación social, existiendo, además, otro problema que tiende a desviar el que debería ser el principal objetivo en el estudio de la historia militar: los componentes lúdicos que, como el recreacionismo, al mostrar una visión incruenta de la guerra, que deriva hacia la banalización de la violencia y una visión irreal de la guerra por parte de amplios sectores de población. La guerra imaginada no puede sustituir al estudio de la guerra real con todos sus componentes y derivadas, por lo que debe superar el estadio de la reproducción acrítica de las crónicas y memorias, en las que se pueden reseguir las pautas de formación de un discurso narrativo que tiende a convertirse en el comúnmente aceptado. La transición hacia el estudio de la guerra real es esencial en todos los periodos para conseguir la superación de paradigmas anquilosados derivados de interpretaciones presentistas carentes de fundamento.
En general, la negatividad se basa en un ejercicio de presentismo por el que la concepción estratégica y táctica de la guerra se asimila a sistemas político-sociales de carácter estatal como reflejo de un estadio de civilización y pensamiento avanzados, olvidando con ello la existencia de unos patrones universales y atemporales como desencadenantes de la violencia, y que la guerra –y en consecuencia la necesidad de los ejércitos–, con independencia de sus causas y consecuencias –guerras de agresión, preventivas o defensivas–, es una expresión del fracaso de los seres humanos como individuos y colectividad, al recurrir a la lucha y la destrucción como forma de defensa de un determinado concepto de civilización, degradando con su práctica la misma esencia del concepto que se pretende preservar. La historia militar debe asumir la necesidad de no ser finalista o narrativa de los hechos, sino explicativa de sus causas y consecuencias desde una óptica transversal y plural, estudiando las dinámicas internas que han provocado la guerra, y las crisis sociales que genera. Es necesario también afrontar el relato desde una perspectiva dual, definiendo cuando sea posible las razones por las que dos estructuras sociales decidieron recurrir a la violencia para dirimir sus diferencias. No se trata de adoptar una posición neutral por cuanto en muchos casos es imposible debido a sus implicaciones, ni tampoco de justificar las acciones de uno u otro bando, sino de comprender las causas del recurso a la guerra y las consecuencias sociales derivadas de los conflictos. La principal dificultad consiste en soslayar los discursos nacionalistas y maniqueos, presentando el procesalismo de los hechos sin reducir la dinámica narrativa a la heroización de unos combatientes que, razonablemente, no hubieran querido convertirse en partícipes y haber proseguido con sus vidas. La visión global del hecho militar supone estudiar los procesos desde una perspectiva integral. La construcción de la metahistoria debe ser el objetivo final de la investigación, pero una metahistoria en la que los paradigmas enunciados como explicación se encuentren sujetos a un cuestionamiento y revisión constantes, por cuanto, en caso contrario, la investigación se fosilizaría y las interpretaciones alcanzarían la categoría de verdades absolutas, extremo que, por otra parte, se produce con demasiada frecuencia al reducir las problemáticas a ideas muy simplistas –que no simples– fácilmente asumibles como, por ejemplo, el honor de los tercios durante las campañas de Flandes, o el papel determinante y patriótico de la guerrilla durante la Guerra de la Independencia, que enmascaran y ocultan la realidad, puesto que, en ambos casos, un análisis plural basado en componentes matizables, identifica realidades distintas como la composición territorial de los tercios, las formas de reclutamiento o las condiciones de vida, con frecuencia miserables, mientras que en el caso de las guerrillas, el componente de revuelta social, lucha de clases y subversión del orden político y económico establecido, e incluso su derivada como parte de la primera guerra civil española del siglo XIX, quedan obviados en el predominante discurso unitario y nacionalista.
La investigación como base del progreso en la generación de conocimiento depende de la confrontación y discusión de hipótesis que permitan cuestionar y ampliar ideas esenciales y no acumular datos sin cuestionar los paradigmas. La antropología de la guerra se suma a la arqueología de la misma como marco teórico de estudio e interpretación. Keegan definió la guerra como una expresión de la cultura, determinante en ocasiones de la ideología de una estructura social. Cuando se estudia la guerra y los ejércitos deben analizarse las características del sistema social para entender el grado de violencia que una sociedad es capaz de generar y asumir, así como los cambios existentes en la percepción de un conflicto como, por ejemplo, el de la sociedad española respecto a la Guerra de Marruecos tras el Desastre de Annual debido al impacto de la derrota y la incentivación del espíritu de venganza. La sociología de la guerra, como indicó Michael Walzer en su ensayo Guerras justas e injustas (2001), tiene como objetivo comprender el conjunto de normas articuladas, costumbres, códigos profesionales, preceptos legales, principios religiosos y filosóficos que sirven para definir el grado de masacre considerado necesario o soportable, y considerar así la idea de guerra justa como propia de un sistema ideológico de cohesión social. Un extremo que comporta la reflexión sobre la forma de construcción del relato del recuerdo, y la negación del relato del olvido como síntesis de la identificación del grupo con su pasado violento, elemento esencial en la definición de su propia historia, pero también de su manipulación. No se trata de un planteamiento nuevo.
El análisis social de la guerra y el hecho militar deriva de las ideas propugnadas por Victor Davis Hanson en su obra The Western Way of War. Infantry battle in Classical Greece (1989), y John Keegan en dos obras ya clásicas: The face of battle (1976) y History of Warfare (1993). En ellas se superaba la historiografía militar tradicional y se impulsaba el estudio de los combatientes anónimos: la tropa, la carne de cañón olvidada sobre la que se sustentaba el prestigio de los jefes militares. Dichos planteamientos se trasladaron hace dos décadas a los estudios de Arqueología del conflicto durante la Guerra Civil, analizando tanto los campos de batalla como la represión en las retaguardias y el universo concentracionario franquista, incluyendo en 2021 las colonias de forzados que trabajaron en la construcción de la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos como sublimación de la victoria militar y el poder franquista. El análisis social de la guerra se ha incluido en las leyes de Memoria Histórica (2007) y de Memoria Democrática (2022) y en las legislaciones autonómicas, plasmándose en la identificación y estudio de las estructuras materiales del conflicto y, en especial, en la exhumación de las fosas comunes de los represaliados durante la guerra y la posguerra, ayudando así al cierre de historias personales que forman parte de una expresión cruenta de la represalia y el odio en la perspectiva de la alteridad. Por ello, la Arqueología del conflicto se ha asentado con rapidez como una actividad reconocida y valorada por la sociedad al tratar el ámbito cronológico de la contemporaneidad, debido a la importancia de la aplicación de las políticas de recuerdo frente al negacionismo o el desprecio por el sufrimiento ajeno de los reivindicadores de las políticas dictatoriales, con independencia de ámbitos geográficos o cronología de los sucesos que desean reescribirse, y con la ayuda del distanciamiento temporal y el apoyo de los medios de comunicación. La reconstrucción de las microhistorias de los integrantes de los ejércitos confiere una nueva perspectiva a las ideas de alistamiento y combate al anteponer el sufrimiento y las miserias derivadas de la guerra a la heroización nacionalista y politizada. Pero, por el contrario, en el caso español, desde principios del siglo XXI se ha iniciado la recuperación de figuras de la historia militar como Blas de Lezo o el soldado legionario en un intento de retrotraer de nuevo la visión del pasado militar a modelos heroizantes, y como recuperación de un ideario que, en gran medida, no forma parte de las prioridades de la sociedad contemporánea, pero que supone la actualización de un sistema de rearme ideológico empleado desde posiciones conservadoras en diferentes periodos. En muchos casos, se trata de síntesis falsas o falseadas, que deben interpretarse desde la perspectiva de la ideología y no de la historia.
Los componentes políticos se han asociado también a la investigación de los campos de batalla, por ejemplo, la batalla del Ebro en 1938, o la musealización de parte de la ciudad de Barcelona destruida por orden de Felipe V en 1715 tras el final de la Guerra de Sucesión, interpretados como recursos reivindicativos del pasado desde una perspectiva presentista, restando así el valor didáctico que sus componentes integran. La interpretación de la historia militar contemporánea, en especial la referida al siglo XX, queda lastrada por condicionantes ajenos al trabajo científico que solo sirven para reforzar el componente ideológico de quienes rechazan la investigación acusando a sus autores y resultados de revisionistas.
El análisis de la evolución de los ejércitos en España que presentamos ha dejado de lado conscientemente la explicación triunfalista de los hechos de armas y la heroización de los comandantes, para centrarse en el significado de las estructuras militares en cada periodo. Se analiza cómo los sucesivos ejércitos asumirán progresivamente desde principios del siglo XVI el ejercicio de la política imperial española manteniendo, más allá de las posibilidades económicas y administrativas del reino, el control sobre amplios territorios en, al menos, cuatro continentes, con especial atención al teatro europeo. Pese a los relatos actuales, los ejércitos de los Austrias no son «españoles» sino multiculturales, incluyendo italianos, alemanes, borgoñones, flamencos, valones, franceses, ingleses e irlandeses, entre otros, además de españoles, en sus unidades, muchas de ellas con componentes de procedencia específica. No se tratará de soldados alistados por un ideal, sino reclutados forzados en las levas o enrolados por la paga, ejerciendo amplios contingentes el papel de mercenarios al servicio de la potencia dominante hasta que, durante el reinado de Carlos II, se produzca el colapso de la política exterior española en Europa como consecuencia de la pujanza de Francia y otros estados. Tras las glorias imperiales, reivindicadas en la actualidad pero despojándolas de sus aspectos más negativos como la crueldad contra la población civil, el cambio de dinastía modificó la forma de comprensión de las funciones del ejército español más allá de los éxitos que pudiera obtener, pasando de ser una fuerza expansiva a un instrumento represivo orientado al control de la población y al sostenimiento de la monarquía que lo encuadraba y pagaba mediante la implantación de guarniciones en todo el territorio, un modelo que se mantendrá, por las mismas razones, hasta finales del siglo XX. El ejército durante el siglo XVIII no representará a la nación –un concepto por otra parte inexistente hasta la Revolución francesa– sino al poder real, principio que se repetirá con el regreso del absolutismo una vez concluida la Guerra de la Independencia en 1814.
Será durante el reinado de Fernando VII y la lucha entre los defensores de una monarquía omnímoda y los constitucionalistas liberales, cuando se iniciará el principal problema del ejército español durante dos siglos: su falta de subordinación al poder civil legalmente constituido, y el autoconvencimiento de que los militares encarnaban los valores esenciales de la patria y la nación, por lo que su intervención en política será constante, sumando pronunciamientos, golpes de estado y guerras civiles en una sucesión interminable que se complicaba todavía más por los intentos desesperados, y a la postre fallidos, de mantener los restos del imperio colonial español, agonizante durante todo el siglo XIX. La querencia de los mandos militares por intentar imponer a la sociedad española una dirección que consideraban firme aplicando principios simplistas y cuarteleros, provocará estragos en el proceso de modernización de la sociedad española al destinarse a aventuras militares como las guerras de África y Cuba recursos ingentes –materiales y humanos–, antes que hacerlo a educación, sanidad o políticas transformadoras del sistema económico, una errónea prioridad cuyo resultado fue el encumbramiento de los espadones y las élites militares, pero cuya consecuencia sería el atraso en todos los órdenes de España en relación con otros países europeos fruto del autoconvencimiento de la necesidad de mantener los restos de lo que se consideraba un pasado glorioso como elemento vertebrador del discurso narrativo de la historia y las esencias de España. El análisis de las cantidades destinadas al mantenimiento de un ejército en el que sobraban oficiales y faltaba preparación técnica, además de contar con un armamento obsoleto pese a recibir una parte considerable de los presupuestos del Estado, muestra que el ejército, como institución, carcomió hasta la médula las posibilidades de desarrollo de España subsumiéndola en un atraso estructural que se prolongará durante muchas décadas.
Además, los mandos militares renegaban de su papel social, que consideraban reducido pese a considerarse la encarnación de los valores patrios, y clamaban para que el conjunto de la población, atacada, en su opinión, por el virus del antimilitarismo y del pacifismo, reconociese el sacrificio que realizaban los militares. Una visión que no tenía en consideración aspectos como el precio de sangre que las familias pagaban en las operaciones militares a través del alistamiento de sus hijos, empobreciéndose debido a su ausencia y a unas leyes injustas de reclutamiento, y quedando desamparadas en caso de fallecimiento en unos conflictos a los que no se otorgaba sentido alguno y que eran vistos, como así era, como un proceso destinado a favorecer a determinadas élites políticas y económicas. La intromisión de los oficiales generales en política –pero también de los jefes y oficiales a través de grupos de presión– no solo no sería castigada como correspondería por el poder político –electo pese a todas las deficiencias del sistema participativo–, sino que se permitirá durante años a los militares marcar la política del Estado manteniendo, por ejemplo, la presión para continuar las guerras en Marruecos como sistema para la reivindicación de las carreras personales, provocando no solo desastres derivados de la incompetencia de muchos mandos, sino también la formación de estructuras de corrupción consolidadas en muchos casos consentidas por el poder. Durante la primera mitad del siglo XX, una gran parte del ejército español no aceptó al poder civil y desencadenó políticas tendentes a cambiar el modelo de Estado en función de sus propios intereses y convicciones, llevando a cabo, tras conseguirlo, una amplia política represiva que marcará de forma indeleble para varias generaciones su percepción de las Fuerzas Armadas, mientras que, para otras, dichas acciones constituirán precisamente la salvaguarda armada de su ideología y concepción del sistema social.
Tras el final de la dictadura, el ejército siguió tutelando durante años, de forma implícita y explícita, la transformación política del país, incluyendo el ruido de sables para forzar la acción política de los gobiernos, y la creación de opinión mediante las declaraciones a los medios de comunicación de altos oficiales que no eran sancionadas por la cúpula de mando, ministros o presidentes del Gobierno, que mantendrán una posición reticente a acelerar los cambios imprescindibles en una institución cuyos miembros se consideraban guardianes de las esencias del régimen que se dejaba atrás y vinculados ideológica y jerárquicamente solo a la jefatura del Estado en el nuevo por expreso deseo del dictador. Los problemas en la transformación de las Fuerzas Armadas españolas llegan hasta el presente, contraponiendo a quienes consideran que los ejércitos han de desarrollar tareas vinculadas con el auxilio a los ciudadanos ante contingencias graves, reduciendo tanto su tamaño como las inversiones que se le destinan en los Presupuestos Generales del Estado (PGE), posición que cuenta, además de con razonamientos propios de la sociedad contemporánea, con el añadido de parámetros antimilitaristas y pacifistas, con aquellos entre los que se constata un aumento de la aceptación de los valores ideológicos considerados propios de las Fuerzas Armadas a lo largo de los dos últimos siglos, con la consiguiente exaltación de las ideas de patria, nación y honor vinculadas también a una adecuación de tesis políticas conservadoras que vuelven a utilizar al Ejército como un valor último de salvaguarda de conceptos ideológicos simples pero considerados estructurales como la unidad y la identidad de la nación. Dichos sectores, vinculados en muchas ocasiones al entramado militar-industrial, abogan por una mayor tecnificación de las unidades con las correspondientes inversiones en I+D+i, y el desarrollo y adquisición de equipos argumentando los cambios estructurales en los enfrentamientos armados que se han producido en el siglo XXI, y marcarán las guerras de las próximas décadas. Como se analiza en el presente texto, dichos planteamientos demuestran que la solución del encaje entre sociedad y Fuerzas Armadas dista mucho de estar conseguida de forma mayoritaria y efectiva en España, debido a la ausencia de una correcta política informativa por parte de los sucesivos ejecutivos, y por el enquistamiento en el ejército de posiciones ideológicas y tradiciones que continúan siendo rechazables para una gran parte de la población que continúa preguntándose si es necesaria la existencia de un ejército en España, y cuáles deben ser sus características y funciones para que no se trate de una estructura ideologizada sino estrictamente profesional. Se trata de la oposición entre los conceptos «cultura de defensa» como expresión del militarismo reinterpretado, y «cultura de la paz» como concepción de un nuevo sistema social.
La expansión del siglo XVI y la estructuración de los ejércitos reales
Tres meses después de concluir la Guerra de Granada, fallecía Alfonso Fernández de Palencia (1423-1492), autor del Tratado de la perfección del triunfo militar (1459), considerado el primer teórico de la transformación del modelo de combatir que sustituiría, medio siglo después, a la guerra medieval. Palencia concibió que la renovación de los ejércitos debía basarse en una potente infantería polivalente, capaz de combinar el combate en formaciones cerradas con las escaramuzas y encamisadas, que, entre 1522 y 1525, liquidaría, en las batallas de Bicoca y Pavía, la preeminencia de los piqueros suizos y de la caballería noble francesa definida en 1447 por la ordenanza de Carlos VII (1403-1461) como la base del ejército francés. Las ideas de Palencia serán esenciales para la organización de la estructura militar que permitirá el desarrollo de una política exterior tras la unificación de los reinos de Castilla y Aragón a fin de extender la influencia de la Corona en el teatro europeo, estructura que, a su vez, debía servir para terminar con la influencia de la nobleza en la organización de las unidades militares y, por ende, en la política interior del reino. Los cambios propuestos significarán dejar atrás de forma definitiva la concepción medieval de la guerra, pero no fueron el resultado de la improvisación, sino la síntesis de las enseñanzas adquiridas durante la última fase de la Guerra de Granada (1482-1492)1 en la que la importancia de la caballería noble había disminuido como resultado del tipo de contienda planteada para derrotar al reino nazarí, centrada en la destrucción de los recursos económicos del enemigo y en el asedio de villas y ciudades, por lo que no se dieron las circunstancias para que la caballería pesada medieval tuviera un papel determinante, al contrario que la infantería –más polivalente gracias al aumento de su capacidad para herir a distancia con el empleo de ballestas y arcabuces–, y la artillería, esencial en la poliorcética moderna.
Tras finalizar la guerra, Fernando de Aragón (1452-1516) comprendió la necesidad de reformar el modelo de reclutamiento y organización del ejército para convertirlo en un activo al servicio de la política del reino y hacer frente a la amenaza francesa, como relató Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478-1557) en su obra Batallas y Quinquagenas, escrita durante más de dos décadas y completada en 1556. El 2 de mayo de 1493 se creó el cuerpo de los Guardas de Castilla,2 que, formado por 2500 lanzas u hombres de armas, divididos en 25 capitanías o compañías de 100 hombres cada una, constituía el embrión del denominado «ejército interior» o «ejército permanente», cuyas funciones eran la protección de las fronteras, participar en las campañas y constituir las guarniciones o aposentamientos. Durante los periodos de paz, las compañías se ubicaban en ciudades castellanas como Segovia, Arévalo, Sepúlveda y Palencia; Andalucía para controlar el territorio acabado de pacificar y prevenir ataques de los piratas berberiscos y el Rosellón como fuerza disuasoria ante una acometida francesa. Las compañías estaban integradas, además del capitán, por un teniente –verdadero mando efectivo–, un alférez portaestandarte y un trompeta, a los que se sumaría más tarde la figura del sargento, además de una plana mayor compuesta por un preboste, un contador general, un alguacil y un escribano. De las 100 plazas, 20 debían ser hombres de armas con una armadura completa para ejercer las funciones de caballería pesada, para lo que debían disponer cada uno de dos caballos –marcha y batalla– y de un llamado paje de lanza como acompañamiento. Se les atribuían veinte capitanías a los hombres de armas y cinco a lanzas jinetas, la caballería ligera caracterizada por montar «a lo moro» cuya contribución será esencial en acciones de vanguardia y retaguardia, protección de las marchas, información y persecución del enemigo, y que, en principio, no debían actuar como fuerza de choque. Las sublevaciones del Albaicín y Las Alpujarras (1499-1501), como resultado del incumplimiento de las Capitulaciones de Granada de 1491, constituyeron la primera acción de las Guardas, que colaboraron de forma decisiva en el aplastamiento de la rebelión y en la posterior expulsión de los moriscos que no quisieron convertirse. En la costa del antiguo reino de Granada, las Guardas se aumentaron por disposición de 11 de agosto de 1501 de 140 a 176 hombres, y se distribuyeron en 76 estancias de vigilancia. En mayo de 1494 se dotó a los capitanes con 300 000 maravedíes al año, una suma enorme para la época, con la que el capitán debía atender al sueldo de su teniente, cuyo nombre proponía, pero solo el rey nombraba, pues así se reservaba el monarca el control de los principales cargos militares y se permitía a los capitanes mantener junto a ellos a un cierto número de hombres de armas, un remanente de las mesnadas, como núcleo de confianza, mas, a cambio, se les exigía el entrenamiento constante de la tropa.
El rey encargó a Alonso de Quintanilla (1420-1500) la elaboración de un informe sobre el que basar la estructuración de un ejército, texto que concluyó y sometió, en junio de 1495, a la asamblea general de la Santa Hermandad, que aceptó dos de sus propuestas: el armamento general y la creación de una milicia basada en la conscripción a partir del censo territorial, elaborado por vez primera a propuesta de Quintanilla. La primera medida se plasmó en la ordenanza de 5 de octubre de 14953 por la que se obligaba a todos los hombres del reino, con exclusión de los religiosos, pobres de solemnidad y musulmanes, a disponer a su costa de armas para acudir a la llamada del rey. En función del tipo de panoplia se establecieron tres tipos de infantes: los lanceros, armados con una lanza larga; los escudados –provistos de un pavés, pieza que estaba cayendo en desuso–, y los armados con ballestas o armas de fuego, división que tendrá continuidad, por evolución, en las décadas posteriores. Además, se daban las órdenes oportunas para que en las herrerías de todas las villas y ciudades se empezase la fabricación de armas según el modelo suizo. Más importante fue la ordenanza de 22 de febrero de 14964 que dio respuesta a la segunda idea de Quintanilla, por la que todos los hombres no exentos, de entre veinte y cuarenta y cinco años, debían prestar servicio, al ser requeridos, por un periodo máximo de tres años, y sin que su número total superara la doceava parte del censo, por lo que el rey disponía así de un eficaz y rápido modo de reclutamiento en el que los llamados se agrupaban por unidades territoriales o locales. Del reclutamiento quedaban excluidos los alcaldes ordinarios, los miembros de la Santa Hermandad, los oficiales de los concejos, los clérigos, los hidalgos, los hijos y criados menores de edad y los pobres de solemnidad,5 y se calculaba que por dicho procedimiento podían llegar a reclutarse unos 83 000 peones y 2000 jinetes. La importancia de las nuevas disposiciones no solo era táctica al primarse el peso de la infantería, sino conceptual, dado que dicha infantería constituía el núcleo de una nueva idea para la estructuración del Ejército: la integración de los súbditos, siguiendo el requerimiento del rey, en las campañas necesarias para el mantenimiento del control del reino o el ejercicio de la política exterior del monarca. Aunque cobrarán una soldada cuando sean alistados, y muchos harán del servicio su forma de vida, su calificación es muy diferente a la coetánea en los principales ejércitos europeos, donde el mercenariado, siguiendo el modelo suizo o alemán, continuará constituyendo durante varias décadas la base de las tropas de infantería, además de mantenerse el peso específico –en prestigio y táctica– de la caballería pesada de origen feudal, modelo que no tardará en mostrarse anacrónico. No puede hablarse de «ejércitos nacionales» como sucederá a finales del siglo XVIII a partir del modelo republicano francés, pero sí de un cambio de mentalidad en relación con el ejercicio del servicio de armas.
Mayor trascendencia tuvo otra ordenanza paralela a la anterior, publicada el 18 de enero de 1496, que reformaba la estructura administrativa de los ejércitos y situaba bajo la misma norma a todas las tropas, con independencia de su procedencia y del territorio en el que actuasen. La administración centralizada sería la clave de la estructuración, desarrollo y eficacia del ejército, al establecer un triple control administrativo de los gastos ejercido por ordenadores de pagos, contadores y veedores. Las propuestas de Quintanilla respecto a la organización de la tropa de infantería se aplicaron a principios de 1497 por Enrique Enríquez de Guzmán (m. 1497), capitán general del Rosellón y la Cerdaña, poco antes de su muerte en mayo del mismo año.6 Disponía de un ejército con base en Perpiñán organizado a la antigua, integrado por 7700 infantes y 11 600 jinetes, pero, según explica Jerónimo de Zurita y Castro (1512-1580), los primeros se habían organizado en unidades –«cuadrillas»– de cincuenta hombres diferenciados entre piqueros –se sustituyó la lanza larga por la pica alemana o suiza–, escudados, y ballesteros y espingardas. Un ejército numeroso y superior al de la primera expedición a Nápoles (1495-1498),7 integrada por 5000 peones y 600 plazas montadas –jinetas y lanzas–, a las que se unirán unos miles de peones más y otros mil jinetes de los dos tipos. En 1503, para desviar la presión sobre Nápoles en el marco de las guerras en la península itálica, el rey Luis XII de Francia (1462-1515) ordenó a Jean de Rieux (1447-1518) penetrar en el Rosellón y atacar la plaza de Salces, defendida por Sancho de Castilla (m. 1510). La ofensiva sería rechazada por Fadrique Álvarez de Toledo (1460-1531), segundo duque de Alba, y el 11 de noviembre del mismo año se establecería una tregua. Sin embargo, la consecuencia más importante de dicha campaña fue la gran leva decretada por los Reyes Católicos en Santo Domingo de la Calzada el 16 de enero de 1503,8 por la que se llamó a filas de forma masiva a la leva establecida en 1496, que debía estar compuesta por hombres preparados para combatir a pie, es decir, infantería, de la que dos tercios debía ir armada con picas «y armaduras a la suiza», y el otro con «ballestas recias», conceptos que indican una división entre quienes portaban armas de fuego (espingarderos), de impacto (lanzas o picas) y de tiro (ballesteros), lo que hizo que desaparecieran los escudados, aunque el último de los tercios citados debía estar preparado para combatir a la suiza –mercenarios considerados el prototipo de la infantería de la época–, entendiendo el rey Fernando, a diferencia de Luis XII, que era mejor formar a la tropa en una manera específica de combatir que pagar mercenarios.
Las tropas enviadas al Rosellón, entre 20 000 y 30 000 hombres, fueron adiestradas para combatir partiendo de la denominada «nueva ordenanza de maniobra» descrita por Gonzalo de Ayora (1466-1538),9 resultado de su experiencia en Italia donde sirvió en las cortes de Gian Galeazzo Sforza, duque de Milán (1469-1494) y Ludovico Sforza el Moro (1452-1508), y aprendió las tácticas de las formaciones de infantes suizos, italianos y franceses. A su regreso a la Corte, Ayora no recibió un mando operativo, sino la capitanía de la nueva Guardia Real, integrada al inicio por cincuenta mozos de espuela de caballeros cortesanos, aumentados más tarde con soldados veteranos de las campañas italianas hasta las cien plazas, a los que dotó de alabardas, por lo que serían denominados posteriormente como guardias alabarderos, y les atribuyó el primer intento de uniforme: una librea o sayo con los colores rojo y blanco de Castilla y León. Dicha unidad se vería incrementada en 1502 con los ciento cincuenta miembros de la Guardia noble de los Archeros de Borgoña,10 estructurados a partir de la escolta del archiduque Felipe de Austria (1478-1506) a su llegada a la corte española. La concepción global de la organización del ejército quedó establecida en los 62 capítulos de la Real Ordenanza publicada el 23 de septiembre,11 de donde se eliminó, de los listados de contaduría, el concepto de «peones» que había definido a los hombres a pie durante la Edad Media sustituido por el de «infantes», lo que dio paso a la nueva concepción de la guerra durante la Edad Moderna. Dos años antes, al inicio de la segunda expedición a Nápoles (1501-1504) la composición del ejército mandado por Gonzalo Fernández de Córdoba (1453-1515), integraba 3042 infantes de los que 22 eran capitanes, 867 espingarderos, 97 homicianos asturianos –condenados por asesinato cuya pena era trocada por el servicio en el ejército–, 20 escuderos a pie y 2058 ballesteros y lanceros, por lo que la posibilidad de combatir a distancia estaba plenamente asentada en función del número y proporción de espingarderos y ballesteros, mientras que la caballería estaba integrada por 300 jinetes ligeros y otros tantos hombres de armas, y la reducida artillería era servida por 8 cañoneros, 17 tiradores y 2 carpinteros. El principal problema para el desarrollo de la campaña será la falta de liquidez para hacer efectivas las pagas de unos soldados que debían asumir la mayor parte de los gastos de su equipo, por lo que los retrasos se tornarán dramáticos. Además, los sueldos de la tropa eran menores a los de muchos oficios civiles, fijado, por ejemplo, el de un espingardero en 930 maravedíes castellanos mensuales, 750 el de los lanceros y 1500 el de los alféreces y cabos cuadrilleros; y, por otro lado, una lanza jineta doblada tenía asignados 1500 maravedíes, y una sencilla 1200, mientras que una montura de batalla, denominada quantía, costaba 8000.
Cuadro 1. Comparativa de los sueldos de la Guardia Real y de las tropas destacadas en Italia a principios del siglo XVI
Alférez
Guardia Real
1800 maravedíes castellanos / mes
Teniente
Guardia Real
1800 maravedíes castellanos / mes
Sargento
Guardia Real
1350 maravedíes castellanos / mes
Cabo de escuadra
Guardia Real
1350 maravedíes castellanos / mes
Alguacil
Guardia Real
1300 maravedíes castellanos / mes
Músicos
Guardia Real
1125 maravedíes castellanos / mes
Cirujano
Guardia Real
1125 maravedíes castellanos / mes
Soldado
Guardia Real
900 maravedíes castellanos / mes
Alférez
Ejército
1500 maravedíes castellanos / mes
Cabo cuadrillero
Ejército
1500 maravedíes castellanos / mes
Espingardero
Ejército
930 maravedíes castellanos / mes
Piquero
Ejército
750 maravedíes castellanos / mes
Lanza jineta doblada
Ejército
1500 maravedíes castellanos / mes
Lanza jineta simple
Ejército
1200 maravedíes castellanos / mes
El año 1503 en el que se establecerían definitivamente sus bases, vería los éxitos de la nueva forma de combatir, no solo en el Rosellón sino en especial en Italia. El 28 de abril, en Ceriñola, la nueva infantería basada en los arcabuceros y protegida por piqueros, obtuvo, bajo el mando de Gonzalo Fernández de Córdoba, una aplastante victoria sobre Louis d’Armagnac, duque de Nemours (1472-1503), cuando ni la caballería francesa ni los mercenarios suizos pudieron hacer frente a las descargas cerradas de los arcabuceros, y el 28 y 29 de diciembre, la versatilidad de la nueva infantería mandada por el Gran Capitán, conseguiría aplastar al ejército francés comandado por Ludovico II del Vasto, marqués de Saluzzo (1438-1504) en Garellano.12 El Tratado de Lyon, establecido el 11 de febrero de 1504, puso fin a la Segunda Guerra de Italia, pero las consecuencias de la campaña para la concepción de la organización del ejército y la táctica bélica serán estructurales al demostrarse la posibilidad de mantener un ejército permanente fuera de la Península; la importancia de la profesionalización; el cambio de la preeminencia de la infantería sobre la caballería pesada de origen noble que será paulatinamente sustituida por unidades de caballería ligera que ya no asumirán el peso principal de los combates pero desarrollarán otras funciones esenciales en apoyo de la infantería; el aumento de la presencia de soldados extranjeros en los ejércitos de la corona y la transformación de la concepción de las batallas campales al primar la defensa operativa basada en la potencia de fuego sobre la ofensiva.
El ejército enviado al Rosellón fue licenciado al firmarse la paz, pero no se suprimieron las capitanías, asegurándose así el rápido encuadramiento de tropas en caso de necesidad y, de acuerdo con la Ordenanza de 1503, su financiación, organización interna y capacidad de desplazamiento a donde fuera necesario, tanto dentro como fuera de la Península. Pocos años después, en 1511, el rey Fernando se comprometió a enviar a Italia 10 000 infantes en apoyo de la Liga Santa, organizada por el papa Julio II (1443-1513) para expulsar a los franceses. El proceso de reclutamiento muestra la figura de un delegado real dotado de plenos poderes que, con la ayuda de alcaldes y corregidores, convocaba a todos los hombres solteros de entre veinte y treinta y cinco años de un distrito –con excepción de quienes dispusieran de una cierta cantidad de bienes– para hacer un alarde, tras lo cual elegía a los más aptos, cuyo nombre era asentado y recibían la orden de partir en el plazo de tres días para entrar al servicio del rey. Una vez alistados, los reclutas descubrían que la disciplina era férrea al constituir, junto a la instrucción, los pilares de la efectividad del ejército, y se preveían castigos corporales como las seis estropadas de cuerda o ser pasado por las picas para delitos relacionados con el juego; la prostitución; las ofensas a las mujeres o a la religión –la blasfemia era especialmente perseguida–; los robos durante las marchas o el abandono del servicio, llegando a ser hecho a cuartos tanto los desertores como los instigadores de motines. Era esencial que los castigos fuesen ejemplificadores, lo que incluía la exposición del cadáver de un ajusticiado ante todo el ejército para que quedasen claros los motivos de la pena. Sin embargo, también se inducía a que cuando fuera posible se aplicaran en privado, sobre todo en el caso de los oficiales, para no menoscabar el honor de los punidos ante los miembros de su unidad o del ejército, e intentar recuperar al infractor para su unidad, salvo en el caso de los delitos que, por su gravedad, comportasen la expulsión del ejército. En circunstancias extremas, como los motines o robos generalizados debido a la falta de suministros, los oficiales acostumbraban a adoptar una posición más laxa que cuando las faltas cometidas lo eran de forma individual, al ser conscientes de la imposibilidad de aplicar el castigo a todos los culpables, por lo que las ejecuciones eran simbólicas y se entendían como un recordatorio de que se conocía la gravedad del delito. Entre las formas de ejecución más frecuentes se contaban la decapitación, el ahorcamiento –sistema profusamente empleado por el duque de Alba durante la campaña de Portugal en 1580– y el arcabuceado.
La primera aplicación efectiva de la Ordenanza de 1503, desarrollada por un nuevo reglamento de 1511: «La manera que se ha de tener para hacer la gente de ordenanza en estos reinos de Castilla»13 se produjo a raíz de la conquista del Reino de Navarra por Fernando el Católico en 1512. El ejército real constaba de unos 10 000 infantes de los que 1500 eran escopeteros o arcabuceros y el resto piqueros, cifra muy similar a la que dirigirá el segundo duque de Alba durante la campaña. Mandará dos escuadrones de infantería de 3000 hombres cada uno, a los que se sumaron 1000 hombres de armas o caballería nobiliar que aportarían un número indeterminado de acompañantes; dos compañías de los Guardas de Castilla y otros contingentes de diversa procedencia que, en total, sumaban 11 500 hombres apoyados por 20 piezas de artillería, consiguiendo una victoria trabajada pero rápida frente a las tropas de Juan III de Navarra (1469-1516).14
La Guerra de las Comunidades (1520-1521) puso en jaque el incipiente modelo de transformación del ejército real, puesto que al ser las villas los principales focos de reclutamiento, gran parte quedó del lado de los alzados, por lo que la Corona debió hacer frente a la sublevación y recurrir al modelo medieval de las huestes aportadas por los nobles, y a la leva en los territorios en los que no se había extendido la revuelta, como Galicia, Asturias y el País Vasco, consiguiendo formar una fuerza de infantería sólida aunque poco numerosa gracias al apoyo económico del rey de Portugal. Por su parte, los comuneros recurrieron a las reservas ciudadanas en función de las reformas de 1496, alistando en algunos casos, como Valladolid o Zamora, a todos los hombres útiles, mientras que en otras zonas se establecieron cupos de hombres o de suministros partiendo del volumen de población, puesto que la duración del conflicto precisó la transformación de las milicias temporales en un ejército permanente, por lo que la financiación y la logística pasaron a ser elementos esenciales para la continuidad de la guerra. El resultado será el enfrentamiento entre dos modelos de ejército. El real, basado en las aportaciones de los nobles, dispondrá de una fuerte caballería tanto pesada como ligera, apoyada por una infantería de calidad, mientras que los comuneros se basarán en la infantería de leva de origen ciudadano contando con una muy reducida caballería en la que el único elemento fuerte será el grupo de lanzas de los Guardas de Castilla que se les sumaron. Sin embargo, la guerra que debía decidir el modelo de gobierno no comportará grandes movimientos de tropas, puesto que los comuneros movilizaron 8000 o 9000 hombres de infantería y 900 jinetes, mientras que la Corona contará con entre 2000 y 3000 jinetes y un máximo de 6500 infantes, cantidades que fueron variando a lo largo de la contienda, disminuyendo en el caso de los alzados, y aumentando en el bando realista que, en la decisiva batalla de Villalar (1521), contará con tropas de mayor calidad, por lo que pudo asegurar la victoria. La sublevación de las Comunidades será la última guerra medieval en España, y propiciará el rápido desarrollo del ejército real para que el monarca dispusiera de una fuerza suficiente con la que encarar posibles revueltas.15
Hacia 1524, la infantería constituía ya el grueso del ejército en número e importancia y se contaban 33 compañías de infantería española (7050 hombres), 13 de infantería italiana (3179 hombres) y 54 de lansquenetes (17 950 hombres), así como unas 50 compañías o unidades de caballería asignadas a las tropas estacionadas en Castilla, Nápoles y Francia, con un número total de efectivos superior a los 2300 hombres, cuya función era ya por norma general obsoleta. La crisis financiera durante los primeros años del reinado de Carlos I (1500-1558), derivada de la Guerra de las Comunidades y del coste de las campañas en Italia, lastrada por los retrasos en las pagas y la dificultad de procurar los suministros necesarios, forzaron al monarca a emprender una reorganización drástica del ejército a partir de un documento contable o aviso16 en el que se indicaba que los 1600 hombres de armas y 1000 jinetes que componían las Guardias suponían un coste respectivo de 128 000 y 48 000 ducados anuales, por lo que se proponía una reducción a 2000 plazas: 1000 de hombres de armas y 1000 jinetes, organizados en 6 compañías de 100 caballos pesados y otros tantos ligeros, y 8 compañías de 50 pesados y 50 ligeros. Las plazas de jinetes se dividirían a su vez en 60 armados con estradiotes, 30 con el propio de los jinetes y 10 ballesteros para las unidades de 100 hombres, y la mitad proporcional para las de 50. Las compañías estarían mandadas por un capitán de hombres de armas que podría reclutar y despedir a los hombres, contando también con un capitán de jinetes, un teniente y un alférez. Aunque se proponía un aumento de los sueldos, por el cual los hombres de armas pasarían de 80 a 100 ducados y los jinetes de 48 a 70, se obtendría un ahorro para las arcas reales de 82 000 ducados anuales, con los que se proponía pagar una unidad de infantería de 1000 plazas y aumentar en 12 000 ducados la dotación de la artillería para intentar doblar su número y potencia.17 Las medidas buscaban la profesionalización de las unidades, estableciendo el tipo y cuidados del armamento; la necesidad de que los capitanes de las compañías permaneciesen en ellas convirtiendo así en efectivos cargos que habían contado con un gran componente de representatividad; y la regularización de los ascensos para cubrir las vacantes en la cadena de mando, proponiéndose que el cargo de teniente de ligeros, el de menor rango en el escalafón, fuese ocupado por un integrante de la compañía considerado idóneo por su experiencia.
Las reformas de las Guardias pudieron aplicarse definitivamente mediante la Ordenanza de 5 de abril de 1525,18 aprovechando la distensión en el conflicto italiano derivada de la victoria en Pavía el 24 de febrero que supuso la destrucción del ejército francés y la captura de Francisco I (1494-1547).19 Los 1850 hombres de armas existentes se redujeron a 1020, con un coste anual de 81 600 escudos; los 1122 jinetes se redujeron a 640 con un coste de 28 337 ducados, y se estableció el importe de mantener en servicio a los 50 alabarderos que formaban la escolta de la reina: 1766 ducados y 150 maravedíes, y la del rey, tanto a pie como a caballo, que ascendía a 6272 ducados. Pero el ahorro no se tradujo en un incremento de las dotaciones y sueldos de las unidades de infantería y artillería, que continuó con su asignación de 8000 ducados en una época en la que oficiales veteranos como Hernán Pérez de Yarza (1480-1526)20 la entendían como imprescindibles, ni tampoco en la profundización de la profesionalización del ejército, exigiendo a los oficiales y jefes una capacitación básica dado que el ejercicio de las armas debía ser «oficio de tanta honra y de gran peligro porque con él se sostienen siempre los estados de los grandes príncipes». Un oficial no solo se consideraba un ejemplo para sus hombres, sino que debía procurar su adiestramiento; conocer los diversos tipos de armamento y las formas de combatir tanto de pequeñas como de grandes unidades; la importancia y forma de empleo de la infantería, la caballería pesada –hombres de armas– y ligera, y la artillería; los principios básicos de la poliorcética, el asedio, el minado y el asalto de las fortificaciones; la logística y el desplazamiento, incluyendo el cruce de los ríos, e incluso el control de las finanzas de las unidades para evitar robos y, en especial, malversaciones. No obstante, los intentos de reforma de las Guardias no se consolidarían, y la suma de la dejación de funciones, la falta de fondos y suministros, los problemas de alistamiento y la importancia creciente que se conferirá a las unidades destinadas en las guerras fuera de la Península, motivará su declive.
El nuevo modelo de infantería, los célebres tercios21 –recuperados por la historiografía de la etapa de la Restauración y, en especial por Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897),22 como uno de los elementos esenciales en la vertebración de la política imperial de la casa de Austria y, con ello, de la definición de las bases de la nación española–, cuyos integrantes, descritos como «despreciadores de la muerte» que vivían «con la hostia en la boca, el Cristo en las manos y la muerte en los ojos»,23 serán el resultado del proceso de evolución de la infantería española durante las primeras décadas del siglo XVI, cuya efectividad combativa se había probado en las campañas del norte de África durante las expediciones a Mazalquivir en 1505 –un ejército de 300 jinetes, 1380 infantes de ordenanza y 3200 peones procedentes de las levas realizadas en ciudades o a cargo de nobles–, y en especial a Orán en 1509 mandada por el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517)24 y Pedro Navarro (1460-1528), donde se estableció un nuevo tipo de unidad, la coronelía, una agrupación de varias capitanías integrada por 2000 hombres según algunas fuentes, o por entre 800 y 1000 según otras, bajo el mando de un coronel,25 y también en Italia, donde además de en las batallas de Bicoca y Pavía, había demostrado su importancia en Rávena el 11 de abril de 1512 pese a la derrota de las tropas de la Liga encabezadas por Ramón Folch de Cardona-Anglesola (1467-1522). En ella, tanto la infantería como los arcabuceros españoles, mandados por Pedro Navarro, combatieron y se retiraron en buen orden, causando la muerte del jefe del ejército francés, Gastón de Foix (1489-1512). La necesidad de hacer frente a una política cada vez más expansiva, con conflictos frecuentes en el Mediterráneo y Europa, motivó una reorganización general de la estructura del ejército mediante la denominada Instrucción u Ordenanza de Génova, publicada el 15 de noviembre de 153626 y considerada el acta fundacional de los tercios, una evolución de la Ordenanza de Bujía de 153127