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Grecia ha sido considerada hasta hoy como el enlace histórico por excelencia del hombre moderno y contemporáneo con la Antigüedad. El conjunto de pueblos y ciudades-Estado que fue capaz de aglomerar e intervincular significó ese núcleo compacto que, en su momento, expandió e incorporó a la vez lo más avanzado de la cultura conocida. Sus guerras de conquista y expansión, los continuos enfrentamientos por la salvaguarda del poder, el honor o el sentimiento patrio han aparecido hasta el cansancio en la literatura y el arte, con la Ilíada quizás como el paradigma que muestra las contiendas bélicas de la época. Pero la mítica guerra de Troya es solo un reflejo de todo un período histórico, sin duda ampliado y explicado con mucho acierto en las páginas de este libro que ahora proponemos al lector.
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Seitenzahl: 1218
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Diseño interior, cubierta y realización de imágenes: Claudia Alejandra Damiani
Composición: Irina Borrero Kindelán
Imagen de cubierta:Leónidas en las Termópilas,Jacques-Louis David.
© Félix Quiala Suárez y Mónica Cruz Ruiz, 2022
© Sobre la presente edición:
Editorial de Ciencias Sociales, 2024
ISBN 9789590626180
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A nuestros padres y, en especial, a Alessandra.
Escribir un libro con estas características lleva mucho tiempo y, por supuesto, requiere de la ayuda de no pocas personas. En primer lugar, queremos agradecer a nuestras familias por haber soportado, con estoicismo, largos períodos de ausencia y de silencio casi absoluto. Queremos agradecer, de la misma forma, a la doctora Lilian Moreira y al profesor Raúl Pérez Monzón por haber leído y avalado nuestro libro. Sin la ayuda invaluable y las precisas sugerencias del doctor Raúl Lombana, quien accedió amablemente a escribir el prólogo, este libro sería infinitamente más complicado de digerir. También fue decisiva la ayuda de Sofía, una amiga que comparte el amor por la historia. Finalmente merece nuestro agradecimiento eterno la editora Adyz Lien, que realizó el milagro de convertir un extenso “tratado” en un libro tanto más fácil de leer. Por supuesto que los errores u omisiones que pueda contener el texto, son responsabilidad exclusiva de los autores.
Es importante aclarar que, a diferencia de los textos modernos, en las obras clásicas no se mencionan las páginas, sino el libro (entiéndase capítulo en caso de obras contemporáneas), el párrafo e, incluso, la oración. Por tanto, al citar estas obras de autores clásicos no se hace de la misma manera que los textos modernos, y podemos encontrar (como veremos en este libro), por ejemplo, los siguientes casos:
•Tucídides:Historia de la Guerra del Peloponeso, 2.65.10 (libro 2, párrafo 65, oración 10).• Plutarco: Vidas Paralelas, Teseo, 4 (párrafo 4).• Aristóteles: Política, 1266a (línea a).Asimismo, debemos mencionar que ante la imposibilidad (en muchos casos) de acceder en formato impreso a las obras citadas en este libro —y por decisión de sus autores— no aparece la página exacta de determinados textos referenciados en las notas al pie, recogidos con todos sus datos en bibliografía y disponibles en formatos digitales en internet.
c.: (circa) alrededor de, aproximadamente.
cf.: (confer) comparar, consultar.
fl.: (floruit) floreció, etapa de mayor auge.
i. e.: (id est) esto es, es decir, o sea.
vid. infra: véase abajo.
Y les llegaron algunos desertores, unos hombres arcadios, que buscaban una ocupación que les proporcionara su manutención. Los persas condujeron a estos hombres a la presencia del rey y los interrogaron acerca de qué estaban haciendo los griegos. Fue un persa, en nombre de todos, el que les formuló la pregunta. Y ellos explicaron que los griegos celebraban las fiestas de Olimpia, o sea, que asistían a certámenes atléticos e hípicos. El persa les preguntó cuál era el premio propuesto, en busca de qué competían. Ellos respondieron que normalmente al vencedor se le concedía una corona de hojas de olivo. Y allí Tritantecmes, hijo de Artábano, expuso una opinión muy noble, que le valió, sin embargo, para ser tildado de cobarde por el rey. Porque cuando vio que el premio era una corona y no dinero, no pudo contenerse, sino que dijo ante todos los presentes: “¡Ay, Mardonio! ¡Contra qué clase de hombres nos llevas a combatir, que compiten no por dinero, sino por la gloria de la fama!”.
Heródoto:Historia,8.26.
“Ver cosa griega es caer de rodillas”.
José Martí1
Cuando en 1821 los griegos iniciaron su Guerra de Independencia contra el Imperio turco-otomano, algo más que la oportunidad de una cruzada moderna contra losinfielesmotivó la inmediata y apoteósica simpatía de casi todo el mundo occidental hacia su causa. No se trataba ya de la conveniencia estratégica entre las potencias signatarias del Tratado de Londres para apoyar a los seguidores de los hermanos Ypsilantis y expulsar definitivamente de la vida europea al déspota Imperio musulmán; ni del espíritu revolucionario que, bajo el carácter particular de esta lucha, pudiera dar cauce a las nostalgias de 1789 en medio del hálito restaurador vienés. Al mismo tiempo que la muerte de Lord Byron en Messolonghi mitificaba toda la pureza del Romanticismo en su cumbre épica, otras figuras de talla mundial hacían lo suyo para dejar clara la dimensión filantrópica del tema. Para más señas, el historiador Thomas Gordon encontraba en el grito heleno el teatro donde legitimar —también con las armas— lo que antes y después plasmaría en sus obras; mientras que otro sinnúmero de personajes se aventuraba a defender, e incluso a financiar, la nunca mejor justificada emancipación nacional, cuya grandeza y espanto quedarían perpetuados en la memoria artística por la poesía del mismo Byron, de Hugo y de Lamartine, o por las desoladoras pinturas de Eugène Delacroix.
Por supuesto, era algo mucho más profundo y decisivo lo que estaba en juego; algo que ni el mejor discurso de tribuna podía explicar en su magnitud precisa, pues sus raíces se hallaban en la genética histórica más ancestral de los hombres que vivían aquellos tiempos. Acaso Luis de Baviera se acercó un tanto a esbozarlo, cuando proclamó que la deuda de Europa con Grecia era ineludible, toda vez que a ella debía las artes, las ciencias y tantas otras cosas. Quizás algo similar pensaría Shelley al afirmar que “todos somos griegos”.El nombre mismo del continente (Ευρώπη) proviene de la estela mitológica griega (acaso de los propios textos homéricos). Era allí, en la árida y mediterránea península que plantaba cara al Egeo, donde el siglo v a. C. se había detenido para ser testigo del mayor esplendor civilizatorio de Occidente y —casi al mismo tiempo— del rechazo a las temibles invasiones persas; para más tarde observar el fratricidio mutuo entre las gloriosas Ligas de Delos y del Peloponeso. Habían sido laspoleisclásicas las encargadas de legar las bases esenciales de una cultura económica, administrativa, jurídica, política y militar inéditas; sin contar el inmenso cúmulo ético y estético de tipo religioso, lingüístico, literario, filosófico, científico, educativo, artístico y hasta deportivo. Era el fenómeno helenístico, llevado a su máxima expresión durante las conquistas de Alejandro Magno poco más de una centuria después, el generador del mayor (y quizás el único) gran puente histórico con buena parte del Oriente profundo.
Quizás la Vieja Europa, inspirada más tarde por las huellas huracanadas del Renacimiento y las primeras revoluciones burguesas, ya para entonces significaba mucho más que la hermosa y compleja Hélade anterior a Cristo; pero, precisamente por su carácter fundador y su herencia palpable, no podía darle la espalda contra la barbarie extracontinental de turno. Se trataba, en esencia, de uno de los escasos puntos de convergencia que podía hallar la Modernidad con el Ancien Régime. Valía la pena defender con toda la energía a la madre nutricia —como en tiempos de las mismísimas Cruzadas o de la Reconquista hispana— contra las nefastas fauces islámicas. Puede que los propios Botsaris, Kolokotrónis, Mavrokordatos y Miaoulis no estuvieran de acuerdo acerca del modo en que debía erigirse el nuevo Estado heleno; la nueva Asamblea Nacional, la Constitución Republicana y el propio primer presidente Kapodistrias podrían ser incapaces en sí mismos de sostenerlo; pero el espíritu europeo para apoyar la causa griega era quizás el más unificador que se vería en mucho tiempo y —de hecho— más luminario que el experimentado hacia cualquier suceso de la Historia ulterior de ese país más allá de la Era Helenística.
En efecto, Grecia ha sido considerada hasta hoy como el enlace histórico por excelencia del hombre moderno y contemporáneo con la Antigüedad. El conjunto de pueblos y ciudades-Estado que fue capaz de aglomerar e intervincular significó ese núcleo compacto que, en su momento, expandió e incorporó a la vez lo más avanzado de la cultura conocida, quizás en lo que para los antropólogos pudiera considerarse como el primer proceso de transculturación a gran escala. Luego, su poderosa influencia sobre el Imperio romano la llevó a ser plenamente difundida a través de muchos territorios en Europa. Como paradigma de la civilización, fue idolatrada por todos y cada uno (a su modo) de los grandes movimientos renovadores que espiritualmente sacudieron a Occidente, con énfasis en el humanismo, la Ilustración y el propio movimiento romántico.
Por supuesto, tales atributos no pueden corresponder menos que a una civilización muy compleja, básicamente marítima, comercial y expansiva, donde el componente geográfico jugó un papel histórico crucial. El accidentado relieve existente al sur de los Balcanes dificultó, en sus inicios, el desarrollo agrícola y la interacción entre sus pueblos, compensados con una expansión hacia ultramar sin precedentes, gracias, sobre todo, a las dimensiones de sus costas, que fueron bien aprovechadas en medio de las continuas oleadas migratorias y la integración demográfica de jonios, eolios y dorios con los originales aqueos.
“A esta primera presión ejercida sobre el espacio griego a partir del sur —señala Struve— seguirá la oleada de penetraciones procedentes del noroeste, que conseguirán estabilizar la presencia de nuevas poblaciones y ordenar los fundamentos para la aparición de unidades políticas”. En esencia, el Egeo sirve de escenario a un decisivo intercambio de influencias y corrientes de pensamiento, procedentes de Egipto, Babilonia y Fenicia, entre otras regiones.
Los cientos de poleis que conformaron el teatro griego fueron bastante independientes, superando la tradición de los pequeños pueblos absorbidos por reinos extensos, y llegando a compartir un sistema de creencias y una lengua común (síntesis de dialectos emparentados, no siempre inteligibles al ethnos) capaces de trascender su origen tribal. A pesar de esto, rara vez contemplaron la idea de una auténtica unificación, incluso en momentos tan difíciles como los de la Segunda Invasión Persa, ante la cual varias ciudades permanecieron neutrales e incluso retomaron sus luchas internas tan pronto fue derrotado el enemigo común.
La simbiosis entre una visceral naturaleza fragmentaria y la centralización del poder en centros urbanos dentro de Estados pequeños constituye una de las mayores peculiaridades del sistema político griego, lo cual se hizo notar con creces en las colonias establecidas alrededor del Mediterráneo. Las poleis menores podían ser dominadas por otras de mayor envergadura o capacidad de autodefensa, pero sin que las conquistas y tiranías extranjeras constituyeran la norma. Ante el dilema de la supervivencia y la tributación común, preferían organizar las ligas, que llegaron a imponer la participación obligatoria bajo amenaza de la guerra.
En efecto, la mayoría de las ciudades-Estado se convirtieron en oligarquías aristocráticas, entre las cuales destaca el caso de Esparta, gobernada por una diarquía hereditaria, si bien limitada por la Gerusía y los éforos. Asimismo, en Atenas se fundó la primera democracia del mundo —bien con la esclavitud como vértice—, cuya Ekklesía sustituía el poder de las pequeñas familias por el de la gran asamblea. Tan solo en un siglo (entre las conocidas Reformas llevadas a cabo por Dracón y Solón, respectivamente) aquella extendió la igualdad de derechos a todos los ciudadanos, con excepción de los metecos y esclavos. Aun cuando fue en Roma donde primero llegó a otorgarse la ciudadanía a los esclavos liberados, el propio concepto de la libertad individual proviene igualmente de sus antecesores griegos que, por añadidura, concibieron también la idea del esclavo público.
Los avatares del sistema esclavista, la estructura social, los códigos legales, los entramados políticos y el manejo de la guerra y de la diplomacia desde el siglo de Pericles hasta el fin de la Era Macedónica —tanto como el propio desarrollo cultural, en su sentido amplio— constituyen razones más que suficientes para comprender el constante retorno de cada movimiento verdaderamente renovador de Occidente hacia el mundo griego; a sabiendas de que es allí donde pueden encontrarse los grandes saltos cualitativos capaces de generar las primeras teorías sobre el hombre, la política, la sociedad y el pensamiento.
Para la historiografía, por demás, existió siempre otra razón de mucho peso como principio meridiano de este reconocimiento: justo por tratarse del área espiritualmente más desarrollada en la Antigüedad, fue en sus púlpitos y mentes brillantes donde se originó (también) la Historia escrita como disciplina, erigida sobre las columnas que fueron, sobre todo, los Nueve Libros de la Historia, de Heródoto;2 la célebre Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides;3 y (aunque bastante menos consideradas) las Helénicas y la Anábasis, de Jenofonte. Todos ellos, pero sobre todo el segundo, supieron redondear de manera magistral la obra iniciática de los llamados logógrafos (Hecateo de Mileto4 y Dionisio de Halicarnaso, sobre todo), predecesores imprescindibles en lo que hoy se denomina como los inicios de la desmitologización consciente respecto al pasado histórico.
Como afirma Carlos Schrader, quizás las cuestiones económicas, estadísticas y demográficas resultaban ajenas al pensamiento histórico de la Grecia Antigua, pero fueron sus grandes autores quienes cultivaron el concepto de historia cinco siglos antes de Cristo. Con posterioridad a la Era Alejandrina, figuras como Polibio, Diodoro Sículo, Plutarco o Estrabón contribuyeron a desarrollar el juicio histórico sobre el pasado helénico;5 antes de que este fuera temporalmente eclipsado por la pléyade de historiadores latinos (Catón el Viejo, Salustio Crispo, Julio César, Tito Livio, Plinio el Viejo, Cornelio Tácito, Suetonio y otros) que colocaron a Roma como principal centro de atención respecto al Mundo Clásico.
Siguiendo la idea de Monserrat Jiménez, fueron los griegos los primeros en tener la voluntad de legar de un modo diferente el registro de su pasado (la idea de perdurar a través del intelecto), transmitiéndolo a las nuevas generaciones bajo un rasgo peculiar: la humanización de los dioses. Esto, de forma paradójica, determinó la aparición de un patrimonio biográfico intangible en una zona culturalmente homogénea, permitiendo la futura categorización de la Historia como ciencia solo mediante el análisis lógico, sin espacio para intervenciones sobrenaturales. La gradación de testimonios directos e indirectos mediante fuentes visuales, orales y escritas a través de sus primeros relatos asentó una tradición crítica, facilitando lo que hoy se conoce como enfoque interdisciplinario.
Durante el Medioevo, la historiografía sobre la Antigua Grecia —como tantas otras— sufrió los avatares del descuido y la fragmentación típicos de una mirada mucho más dirigida a la historia propiamente occidental que al distante mundo bizantino encargado de aquella herencia, donde Roma era el verdadero puente con la cristiana Europa, y Grecia quedaba secuestrada dentro de los confines del inhóspito mundo eslavo y ortodoxo. Los propios movimientos renacentista e iluminista, pese a sus novedosas interpretaciones (y justo por ellas) contribuyeron a limitar su tratamiento estrictamente histórico en la medida que concedían mayor relevancia a los elementos lingüísticos, estéticos y mitológicos vigentes en el arte y la literatura clásicos. El propio Voltaire, con su aseveración de que, para los más conscientes y avezados, “no existen más que tres siglos de Historia” (del xvi al xviii), marcó una pauta definitiva; por lo que la humanidad debió esperar a que el espíritu academicista del xix (particularmente después de las distinciones disciplinares de Auguste Compte) retomara el viejo dilema de cómo escribir las historias de la Antigüedad (la griega como la primera) desprovistas del mito y la leyenda que, desde la época de Homero, se entrecruzaban con los acontecimientos reales.
Sin descartar algunos aportes interesantes divulgados, sobre todo, por la escuela alemana, la británica y la francesa, no fue hasta mediados del siglo xx que se observaron obras verdaderamente orgánicas en este sentido. Autores como Mazo Lopera han señalado el papel que en ello jugaron las fuertes críticas de algunos fundadores de los Annales contra los clásicos de la historia grecolatina. De forma particular Braudel llegó a asociarlos con lo que denominaba “la espuma de la Historia”, donde los acontecimientos políticos y militares son tratados de manera tan ligera e instantánea que no permiten identificar las prácticas y los movimientos económicos y sociales con respecto a la lenta duración.6 Esto se explica, para el célebre académico francés, en el hecho de que la historia nunca había sido considerada por los griegos como una actividad profesional, concentrándose, más bien, en la narración de grandes acontecimientos protagonizados por importantes personajes (capitanes y reyes, a decir de Peter Burke).7
A partir de la década de 1960, textos como Historia de los griegos (Indro Montanelli, 1963), La aventura griega (Pierre Léveque, 1968), Grecia: De la cultura minoica a la Italia prerromana (Carl Grimberg, 1966) o Los griegos de la Antigüedad (Moses I. Finley, 1966), llamaron en especial la atención a escala mundial; mientras que los años siguientes plantearon con efervescencia la problemática de los enfoques, plenamente diferenciados en la obra del soviético Vasili V. Struve (Historia de la antigua Grecia, 1974) con respecto a los clásicos divulgados por las grandes editoriales londinenses bajo la autoría de figuras como C. M. Bowra (La Atenas de Pericles, 1974) y Oswyn Murray (Grecia antigua, 1983).
Desde este momento y hasta los años más recientes, han cobrado inmensa difusión los estudios especializados de un grupo considerable de autores de habla inglesa, encabezados por el conocido Donald Kagan (con su magistral volumen Tucídides, que sirve de pretexto para una revisión maestra de todo lo hasta entonces establecido sobre buena parte de la historia griega), y también John Boardman, Gilbert Murray, Robin Waterfield, Barry Strauss, Herman Bengtson, Robin Lane Fox y Edith Hall; quienes conforman, junto a Hornblower, Osborne, Spawforth, Greene y Ober, una selecta lista de expertos dedicados al tratamiento de diversos temas y acontecimientos vinculados a los orígenes de la Grecia Antigua, sus avatares durante la Era Homérica, la Época Arcaica y el Período Clásico; algunos de ellos con mayor énfasis en el mundo ateniense. A estos nombres pueden unirse los de ciertos especialistas cuyos estudios han incursionado en otras culturas esenciales de la Hélade, entre los cuales resaltan Cartledge, Powell, Whitby y Hodkinson, con sus inolvidables volúmenes sobre la historia de Esparta.
La mayoría de estos trabajos ofrecen aproximaciones realmente profundas y novedosas que no solo se centran en la Grecia esplendorosa de arcontes, filósofos y poetas; esa que renace a cada instante en medio de la tradición conveniente como cultura ejemplar y hegemónica. También a través de sus páginas puede adentrarse el lector en el trato miserable a los grandes pintores y escultores dentro de una sociedad que subestimaba el trabajo manual, catalogándolos en ocasiones como simples artesanos. Es posible descubrir, junto a los colosales templos y edificios, el paisaje áspero y hostil, el horror irremediable de la esclavitud, la lucha fratricida por la supervivencia, la guerra constante como norma de vida, el descontento de los sectores y grupos marginados, la moral rígida, la relación desigual con dioses hostiles y egoístas, el descuido de regiones y pueblos segregados por siglos, la burocracia estatal; o —como dijera el propio Finley— “las grandes esculturas que suscitaban la admiración y el asombro a pesar de que permanecían recluidas en el interior de los templos, donde reinaba también una constante penumbra”.
Además de las traducciones a múltiples idiomas de estos y otros textos, existe una nada desdeñable cantidad de libros y artículos científicos sobre la historia del mundo clásico publicados en países como España, México y Argentina; por lo que puede decirse que el actual lector hispanoparlante cuenta con una amplia bibliografía de referencia sobre estos temas. A esto contribuye el acelerado proceso de comercialización de la novela biográfica e histórica como géneros literarios durante los últimos años, con un diapasón de autores conocidos que (algunos con notable seriedad) ubican una parte de sus tramas en las civilizaciones antiguas, con énfasis en las culturas grecolatinas.
Pese a lo anterior, Hispanoamérica continúa siendo un espacio muy distante en cuanto a estudios novedosos sobre la Antigua Grecia, teniendo como mayor referencia las traducciones antes mencionadas de obras recientes (en su mayoría europeas), que siguen siendo reconocidas como verdaderos clásicos, con decenas de reediciones y contantemente citadas por los autores españoles o latinoamericanos. En estos marcos, la aproximación a la historia griega desde un hemisferio donde se desarrollaron otras grandes culturas tan diversas e interesantes como antecedente milenario, cuyo nivel de complejidad sigue requiriendo de investigaciones que expliquen múltiples fenómenos vinculados a su peculiar evolución, constituye siempre un aporte que —cuanto menos— ofrece pautas esenciales para los llamados estudios históricos comparados sobre las civilizaciones previas a las sociedades modernas.
Pero no solo para el mundo académico constituye un imperativo el estudio de la maravillosa cultura nacida al este del Jónico hace ya más de 3000 años. También para el lector no especializado regresará la eterna pregunta de Ítalo Calvino, obteniendo muchas veces la misma respuesta; porque, como afirmara el célebre escritor y partisano nacido en Cuba, las grandes obras clásicas “nunca terminan de decir lo que tienen que decir”. Continuarán siendo increíbles las perfectas columnas, las hermosas obras teatrales, las andanzas de los dioses y la épica vibrante de aquel poeta ciego que una vez le habló al mundo, al mismo tiempo, de la grandeza de Troya, de la hermosura de Helena y del héroe suprahumano encolerizado por la muerte de su amado esclavo. Una y otra vez regresará Ulyses (ya sea de la mano de Joyce, de Kazantzakis o de Dante) —como el mundo mismo—, después de un largo viaje, a encontrarse consigo, con lo que dejó y a la vez se llevó de él, y que al volver estaba intacto, pero sin ser igual nunca más.
Y así nuevamente, sin cansancio, leeremos las páginas de una obra fresca y vigorosa sobre la historia de los antiguos griegos, como la mejor Ítaca homérica y kavafiana, uniendo pasado y presente, descubriendo en cada laberinto o desfiladero su razón de ser, su pretexto para reencontrarnos y reconocernos tanto tiempo después, bajo el sol de Tebas o entre los versos de Atenas, con el escudo o sobre el escudo de Leónidas; pero siempre intensos y eternos… por los siglos de los siglos.
Dr. C. Raúl M. Lombana Rodríguez
La Habana, enero de 2022.
1“El Repertorio delHarperdel Mes de Mayo”,La América, Nueva York, mayo de 1884.
2La definición de Cicerón en torno a Heródoto comoPater Historiae(por ser el primero en componer un relato razonado y estructurado de las acciones humanas) continúa siendo aceptada por buena parte de la comunidad académica, si bien ha sido puesta en duda por autores como Regenbogen o Schadewaldt, para quienes no fue su redacción en prosa la que determinó el nacimiento de la historiografía. Figuras del prestigio de Cartledge o Greenwood cuestionan lo que consideran como conjeturas geográficas que no pasan por un nivel instrumental en sus obras, mientras que Lateiner y Rösler señalan su inclusión de datos dudosos y falsos bajo la mera intención de que no fueran olvidados, sin un interés científico propiamente dicho.
3Tucídides fue, sin duda, el primero en introducir estándares de recopilación rigurosa de pruebas y análisis en términos de causa-efecto, sustituyendo el tratamiento anecdótico y literario por el análisis metódico. Valoró las relaciones entre las naciones en función de su poder y no desde el prisma de la justicia, señalando la distinción entre causassuperficialesyverdaderas. A diferencia de sus antecesores, escribía en ático.
4Para buena parte de la filología clásica alemana (Meyer, Jacoby, etc.), pertenece verdaderamente a Hecateo la denominación dePrincepsdel género histórico, concibiéndolo como el primero en emplear el método crítico para distinguir el mito del hecho histórico.
5En suFragmente der Griechischen Historiker, Jacoby llegó a identificar 856 historiadores griegos antiguos, incluyendo los mitógrafos y cronistas locales.
6 Fernand Braudel: La Historia y las Ciencias Sociales, Alianza Editorial, Madrid, 1968.
7Las posturas de este tipo han sido criticadas con severidad, entre otros, por Momigliano, para el cual todas las limitaciones de la llamada Histoire Événementielle braudeliana han sido adjudicadas a Tucídides precisamente por haber sido el primero en privilegiar las acciones militares y políticas como factor de cambio.
Escribir sobre la antigua Grecia resulta, todavía, un desafío interesante, pero, al mismo tiempo, arduo. Interesante, porque se trata de un tema apasionante (quizás solo el estudio del Egipto faraónico, de la antigua Roma, del Renacimiento, de la Revolución francesa o el de la Segunda Guerra Mundial posean similar atractivo para el público no especializado); arduo, porque existe una bibliografía realmente oceánica sobre la civilización griega, con lo cual cualquier ensayo sobre ella en un único volumen supone un complicado ejercicio de síntesis. Como es natural, también esta abundancia de fuentes complica, de alguna manera, a los estudiosos del tema, pues resulta muy difícil emitir un juicio acerca de cierta figura en concreto o sobre un área o disciplina determinada (filosofía, economía, artes, religión, conflictos sociales, militares…) con un grado de originalidad importante. En cualquier caso, no supone, por supuesto, vencer las dificultades que tuvo que superar, verbigracia, el eminente historiador y avezado político inglés George Grote (1794-1871) cuando, a mediados del siglo xix, escribió su inigualable A History of Greece; from the Earliest Period to the Close of the Generation Contemporary with Alexander the Great(1846-1856).8Claro está que, cuando Grote escribió su extenso y medular clásico, la información sobre Grecia era considerablemente menor y —no menos “peligroso”— mucho más inexacta y tendenciosa que en nuestro tiempo, lo que provocó que su tarea fuera, desde cualquier perspectiva, tanto más complicada que la nuestra.
Resulta realmente llamativo que, año tras año, se escriban cientos de artículos, tesis y ensayos (y se publiquen, además, un sinnúmero de novelas históricas, biografías, se convoquen coloquios y se estrenen decenas de documentales y de películas…) sobre la antigua Grecia. La explicación de este fenómeno —el “milagro griego”, del que hablaba el agudo historiador francés Ernest Renan (1823-1892)— la encontramos, sin lugar a duda, en el extraordinario interés que despierta, tanto en el público especializado como en el secular, antiguo o coetáneo, el estudio de esta cultura clásica, la cual es, con diferencia, la más “sacralizada” de las culturas antiguas.
En efecto, la magia cautivadora de la antigua Grecia es tan poderosa que, por citar un único ejemplo, en la década de 1820, cuando todavía la Hélade (Hellás en griego; el término Grecia procede del latín) formaba parte del decadente y anticuado Imperio otomano (el cual, no obstante a ser, como el zar Nicolás I [1796-1855] le comentó en un encuentro oficial a cierto embajador inglés, “el enfermo de Europa”, sobrevivió una centuria más), muchos hombres de letras —como el influyente poeta inglés Lord Byron (1788-1824), que murió, en palabras de Alexandre Dumas (1802-1870), “por los griegos como otro Jesús”, o el novelista, también de origen anglosajón, Eduard Trelawny (1792-1881)— abandonaron la tranquilidad de sus hogares para arriesgar sus vidas luchando con los patriotas griegos por su independencia, como harían miles de voluntarios, la mayoría de ellos jóvenes comunistas, de prácticamente todos los rincones del mundo durante la Guerra Civil Española (1936-1939) —el gran hito del sigloxxespañol—. Pero combatir en el frente no fue, ni por asomo, la única forma de apoyo a la lucha del pueblo griego: muchos países europeos, por ejemplo, enviaron dinero y provisiones a los rebeldes; mientras que en otros se crearon asociaciones prohelenas; incluso en Francia, sobre todo en la bellísima y cosmopolita ciudad de París (donde existía un Comité Revolucionario para la liberación de la Hélade formado, entre otras figuras, por Adamantios Koraís [1748-1833], el gran humanista y helenista griego), un buen número de personas incorporaron a su vestimenta lazos de color azul y blanco (los colores de la actual bandera griega) en clara alusión a la revolución que, en 1821, había iniciado el patriota heleno Aléxandros Ypsilantis (1792-1828).
George Canning (1770-1827), un tory que se desempeñó como ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, fue, por otro lado, uno de los políticos que más hizo para que, aparte de su propio país, potencias como Francia o Rusia apoyaran a los helenos. Para los europeos de las primeras décadas del siglo xix, influenciados naturalmente por el Romanticismo (un movimiento del que Byron fue su indiscutible “apóstol”; y también el autor de Fausto, el genial literato alemán Johann Wolfgang von Goethe [1749-1832]), los griegos representaban el enlace “sagrado” entre el mundo antiguo y el coetáneo y, por esta razón, había que ser, obviamente, solidarios con ellos. No en balde en cierta ocasión el refinado poeta, asimismo romántico, Percy B. Shelley (1792-1822) sentenció: “Todos somos griegos”.9Con esta frase, el autor deOzymandias (1818) daba a entender la tremenda deuda que tenía contraída la Europa decimonónica con la Grecia clásica y, en particular, con la ciudad de Atenas, la cuna de la democracia. El celebérrimo historiador de arte alemán Johann J. Winckelmann (1717-1768), por su parte, fue todavía más absoluto y contundente, llegando a comentar que “el único modo de hacernos grandes, y aún inimitables, si eso fuera posible, es mediante la imitación de los griegos”.10
Pero incluso en nuestra época el respeto por “las glorias inmortales de Grecia”, como una vez comentó Winston Churchill (1874-1965) respecto a la Hélade en uno de sus discursos más conocidos, llevó a un alto funcionario inglés, mientras se discutía en el Parlamento Británico la ratificación de la entrada de Grecia en la Comunidad Europea, en el año 1980, a expresar que su incorporación no era más que “el justo pago de la Europa actual por la deuda política y cultural que todos tenemos con una herencia cultural, la griega, de una antigüedad de casi tres mil años”.11
Pues bien, el objetivo fundamental de este libro consiste en ofrecer al lector inexperto una breve panorámica de los principales sucesos, sobre todo de carácter político-militar, que tuvieron lugar en Grecia entre, aproximadamente, el año 510 y el 370. Así, a lo largo de todo el texto apenas se habla de filosofía, ciencias, literatura o bellas artes. En esta historia, en consecuencia, no ocupan un lugar privilegiado genios como Sócrates, Platón, Aristóteles, Esquilo o Fidias; pero, en cambio, sí hombres de Estado como Solón, Clístenes, Temístocles, Pericles, Lisandro, Alcibíades o Epaminondas. Por otro lado, hemos centrado nuestro mayor esfuerzo y dedicado, a su vez, la mayor parte del volumen, a describir los dos conflictos que dieron inicio y final al espléndido siglo v —el que no pocos historiadores consideran, a propósito, el más extraordinario de la historia de la humanidad—, las Guerras Médicas (490, 480-479) y la fratricida Guerra del Peloponeso (431-404), toda vez que Grecia alcanzó su cenit teniendo precisamente como telón de fondo los conflictos militares. Además, lo cierto es que pocos sucesos como las guerras despiertan tanto interés: “desde los más remotos tiempos hasta la época actual, la guerra”, como decía Fuller, “ha sido la preocupación constante de los hombres”.12
Al final del libro, el lector podrá disponer, primero, de un apéndice documental en el que se compila, entre otros textos relevantes, el memorable discurso fúnebre pronunciado por Pericles en honor a los primeros mártires de la guerra contra Esparta (430); luego, una tabla cronológica y un glosario en el que se recogen, respectivamente, las principales fechas, así como algunos de los términos más importantes utilizados en el libro; por último, reseñamos un grupo de obras académicas (muchas de ellas traducidas al español, si bien la inmensa mayoría están escritas en inglés) que, de consultarse con seriedad y constancia, serán de mucha ayuda para ampliar los conocimientos sobre diversos aspectos de la cultura helénica.
8Existe una versión de la monumental (en todos los sentidos) obra de G. Grote,editada y condensada por los profesores J. M. Mitchell y M. O. B. Caspari, cuyo título esA history of Greece: from the time of Solon to 403 BC(2001).
9La frase completa, que se encuentra en el prefacio escrito aHellasen 1821, reza: “Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión, nuestras artes tienen sus raíces en Grecia. Sin Grecia, Roma, la maestra, la conquistadora, la metrópoli de nuestros antepasados, no habría difundido con sus armas la ilustración, y seríamos aún salvajes e idólatras, o, lo que es peor, podríamos haber llegado a un estado de institución social tan estancado y miserable como el de China y Japón”.
10Frase citada por Pankaj Mishra:La edad de la ira. Una historia del presente.
11Frase citada por Richard Clogg:Historia de Grecia,p. 15.
12J. F. C. Fuller:Batallas decisivas del mundo occidental, vol. 1, p. 7.
“El pueblo excelsamente dotado que conocemos con el nombre de griego, fue adentrándose en el suelo que había de ser el suyo seguramente muy poco a poco, y en forma de una gran variedad de estirpes, lo mismo que en su tiempo los germanos, eslavos, celtas, celtíberos e ítalos, si bien en un espacio más reducido”.13Con estas palabras comienza el prestigioso historiador suizoJacob Burckhardt (1818-1897)el primer tomo de su monumentalHistoria de la cultura griega, un erudito texto que vio la luz entre los años 1898 y 1902. Al principio, empero, este extraordinario estudio fue un tanto impopular entre los entendidos del tema de la época, pues su autor no era, precisamente, un experto en la historia de la antigua Grecia, sino más bien un profundo conocedor de la historia del arte, con algunos títulos publicados, comoEl cicerone(1855)yLacultura del Renacimiento en Italia (1860), de gran impacto a nivel internacional (sobre todo, el segundo de estos trabajos, el cual supuso toda una revolución en la forma de historiar). Con el paso del tiempo, no obstante, esta inigualable obra fue definitivamente aceptada por los críticos más exigentes y hoy, cuando ha transcurrido más de un siglo desde su primera publicación, constituye, sin duda, un auténtico tesoro para los estudiosos de la cultura griega.
El pequeño y fragmentado país donde se estableció el pueblo objeto del extenso estudio de Burckhardt estaba estratégicamente situado en la parte oriental del mar Mediterráneo, en lo que venía a ser, más o menos, el centro del mundo conocido. En aquella lejana época, Grecia —o, para ser más precisos, los cientos de poleis que la conformaban— constituía la base de un triángulo inverso cuyos vértices coincidían, por el este, con el Imperio persa; por el sur, con la civilización egipcia; y, por el oeste, con las ciudades italianas. Esta espléndida situación geográfica les permitió a los helenos absorber diferentes elementos de aquellas culturas avanzadas. En la actualidad, Grecia limita al norte con Macedonia, Albania y Bulgaria; al este con Turquía y el mar Egeo, y al oeste y sur, con el histórico mar Mediterráneo; dista muy poco del continente asiático y sus irregulares costas son constantemente salpicadas por tres mares: el Egeo, el Jónico y el propio Mediterráneo. “La omnipresencia del mar contribuye en gran medida a atemperar las condiciones climáticas, y así la mayor parte de Grecia tiene un clima mediterráneo, caracterizado por inviernos húmedos (octubre-marzo) y veranos cálidos y secos”.14
“Si dais una ojeada a un mapa de Europa”, escribió otro célebre historiador, el estadounidense Will Durant (1885-1981), “observaréis que Grecia se parece a la mano de un esqueleto que alarga sus corvos dedos hacia dentro del mar Mediterráneo. Mirad otra vez el mapa —prosigue Durant—, y veréis las incontables dentelladuras de la costa y elevaciones del terreno; por todas partes golfos, bahías y el mar invasor; por doquier una tierra revuelta y sacudida, erizada de colinas y montañas”.15De esta sugerente y, sobre todo, particular descripción, podemos deducir que el país de los helenos presentaba una geografía muy accidentada; de hecho, no pocas de sus empobrecidas y, generalmente, pequeñas ciudades estaban aisladas de otras por macizos montañosos (cabe destacar que apenas una cuarta parte la actual República Helénica es, más o menos, plana; el monte Olimpo, con 2919 m de altura sobre el nivel del mar, es la montaña más alta de Grecia) que constituían auténticas barreras naturales. La gran mayoría de laspoleiso ciudades-Estado griegas (tema sobre el que volveremos con mayor profundidad en próximos capítulos) se localizaban a ambos lados de la cuenca del mar Egeo, aunque había, asimismo, un número importante de ellas en la actual Turquía y en el sur de Italia y de Francia, así como en la espaciosa isla mediterránea de Sicilia; incluso hasta en el distante continente africano había alguna que otra de ellas.16De modo que “muchos de los que se denominaban a sí mismos griegos vivían fuera de lo que hoy en día es Grecia”.17
Por regla general, las poleis se caracterizaron por su pequeña extensión y pobre índice demográfico, pero, también, por su impresionante diversidad y por los contraproducentes celos (phthonos) y odios (echthos) que se profesaban mutuamente, lo que supuso, huelga decir, enormes dificultades para la definitiva unificación de la nación griega. El renglón económico principal de las poleis era, como en la mayoría de las civilizaciones clásicas, la actividad agrícola, fundamentalmente el cultivo de la vid y del olivo (es oportuno señalar que los olivares de Grecia, sobre todo los de Atenas, sin duda los más productivos del país, eran realmente famosos en el mundo antiguo). Si bien la ganadería estuvo presente a lo largo de una buena parte de la historia helena, lo cierto es que no se desarrolló a gran escala, debido, en no poca medida, a la accidentada geografía que, como ya indicamos ut supra, presentaba el territorio griego; otra consecuencia fue la insuficiencia de terrenos productivos aprovechables para pasto, baste con recordar que apenas la quinta parte de las tierras helenas eran utilizables.18 “El carácter limitado de los recursos naturales de su país obligó a los griegos a mirar al exterior, y tuvieron la suerte inconmensurable de vivir cerca de las riberas mediterráneas de Asia, África y Europa”.19
Aquellas familias que poseían algunas reses (o unos pocos caballos, animales todavía más complicados de tener) se consideraban, automáticamente, prósperas, ya que se trataba de animales caros y, por lo demás, escasos.20 El comercio marítimo supuso, del mismo modo, el sostén económico de alguna que otra polis, como, por ejemplo, de la rica Corinto, la primera potencia comercial griega. Entre los principales productos que comerciaban los helenos se encontraba el vino y el aceite de oliva, así como las piezas de cerámica; y su mercado más importante se localizaba en Europa y en el norte de África, sobre todo en Egipto. Los griegos alcanzaron un alto grado de especialización en marinería, tanto es así que bien puede decirse que rivalizaban —aunque sin superarlos— con los marineros fenicios, los más famosos y activos en el mar Mediterráneo durante no poco tiempo.21
Ahora bien, conforme la opinión de las principales autoridades en el tema, varias oleadas de invasores indoeuropeos, que avanzaron desde la península balcánica, así como de otras regiones septentrionales de Europa continental, terminaron asentándose en el territorio que a posteriori se denominaría Hélade (esto ocurrió, presumiblemente, en torno al año 2500 o, quizás, poco antes).22 De igual modo, se cree que durante el Período Neolítico esta región ya se encontraba habitada por un grupo de culturas primitivas. De cualquier manera, fue durante la Edad de Bronce (c. 3000) cuando, con mayor probabilidad, comienza a poblarse una buena parte del territorio griego. Por esta época aparecen, igualmente, las primeras construcciones de consideración, al tiempo que las denominadas civilizaciones del Egeo experimentan un desarrollo relativamente importante en varios renglones de su economía, como, por ejemplo, en la agricultura y en el comercio.
La primera de las culturas prehelénicas que ocupó una parte importante de la cuenca del mar Egeo y que estuvo estrechamente relacionada con la antigua Grecia, fue la civilización cicládica, llamada así porque se estableció, precisamente, en el archipiélago de las Cícladas en un período anterior a la Edad de Bronce o, quizás, durante sus primeros años. Su etapa de máximo apogeo suele datarse entre, aproximadamente, el año 3000 y el 2000 y esta se subdivide, a su vez, en otros tres periodos: el Cicládico Inicial, que comienza a partir de c. 3000, el Cicládico Medio (c. 2500) y el Cicládico Final (c. 2000). Otras hipótesis (sustentadas, esencialmente, en los hallazgos de instrumentos, fabricados con la roca obsidiana, en la isla de Milo, en las propias Cícladas) retrotraen su establecimiento a dos o tres milenios antes, es decir, en torno al vi milenio a. C. Gracias a las excavaciones practicadas, en la década de 1960, en la pequeña isla de Saliagos, en concreto en Cefala, en la isla de Ceos, sabemos, por lo demás, que en el archipiélago de las Cícladas existían asentamientos poblacionales desde, como mínimo, comienzos del v milenio. No obstante, debido a su pobre desarrollo y a la notable escasez de fuentes de información con las que contamos, no se conoce prácticamente nada de este período. Por otro lado, a pesar de que durante muchos años la mayoría de los especialistas aceptaron la hipótesis que postulaba que los primeros pobladores de las Cícladas habían emigrado de la península de Anatolia (una zona turca de población mayoritariamente kurda en la actualidad), y, durante un período de tiempo, más o menos, determinado, de la legendaria ciudad asiática de Troya (también conocida con el nombre de Ilión), esto cambió tras los descubrimientos del equipo del profesor helénico Yannis A. Sakelarakis (1936-2010) en la década de 1960. Después de estudiar algunos instrumentos de trabajo y utensilios del hogar, así como tumbas y restos de viviendas, los estudiosos plantearon otras zonas europeas, incluso hasta la propia Hélade, como presuntos lugares de procedencia de los primeros habitantes de las Cícladas. En cualquier caso, los especialistas más prestigiosos en la materia no han llegado todavía a un consenso sobre este punto y se continúa investigando.
En una etapa anterior al año 3000, la economía de las Cícladas era, claro está, muy primitiva y se basaba, principalmente, en el cultivo de algunos cereales, como la variedad del trigo escanda (Triticum dicoccoide) y la cebada, pero también en la crianza de algunos animales domésticos como el cerdo y las ovejas, y en la pesca. Se piensa, asimismo, que trabajaron el cobre, y se han encontrado un buen número de pequeñas estatuas femeninas (la principal deidad de los cicládicos era la “Gran Madre”), lo que nos demuestra que conocían, al menos, las técnicas elementales de la cerámica; de hecho, la cerámica cicládica legó, entre otros artículos, el kernos, el famoso recipiente que se utilizaba durante los rituales. Los pobladores de las Cícladas vivían en chozas sencillas de diseño ovalado que solían ser, para los cánones de la época, muy espaciosas. Durante la época dorada de la civilización cicládica (es decir, a mediados del iii milenio), los cicládicos desarrollaron de manera harto notable su comercio, tanto es así que sus mercancías penetraron en zonas tan apartadas como en las islas Baleares, localizadas en el Mediterráneo Occidental. El cultivo de la vid y el pastoreo también se perfeccionaron, contribuyendo al desarrollo económico y, naturalmente, a la aparición de estamentos (nunca clases, es importante recalcar) y diferencias sociales entre los distintos sectores de la población cicládica: un fenómeno que, como es de sobra sabido, se potencia a medida que la sociedad y los medios de producción se desarrollan. 23
Del grupo de islas que conformaban el archipiélago de las Cícladas (Tinos, Delos, Amorgos, Paros, Santorini, Sifnos y Milo, entre otras), la de Delos fue la más importante de todas y, a pesar de ser una de las menos extensas (cuenta con poco más de 3 km2de superficie), la única que pudo prevalecer, con cierta fuerza y relevancia, después de la desaparición de la civilización cicládica. Según la popular leyenda en Delos nacieron, de la unión entre el dios olímpico Zeus y la diosa Leto de Licea, Apolo y Artemisa, sin duda dos de las deidades más veneradas del nutrido panteón helénico. Así pues, para los antiguos griegos esta pequeña isla era sagrada. Tal era el respeto que, incluso los “no griegos”, sentían por este lugar que cuando los persasinvadieron Grecia, en 490, la perdonaron. Delos fue, por otra parte, la sede de la Confederación marítima ateniense (arqué) o Liga de Delos (una alianza que, en torno al año 450, contaba con más de 200poleisasociadas) desde la primera mitad del siglo v hasta el año 338, cuando tuvo lugar la decisiva batalla de Queronea entre el poderoso ejército macedonio, liderado por el rey Filipo II, y una coalición de ciudades-Estado griegas encabezadas por las (ya muy debilitadas) ciudades de Atenas y Tebas.24
Muy pocos lugares en el antiguo mundo Mediterráneo (de hecho, quizás ningún otro) disfrutaron de una posición geográfica tan estratégica como Creta, la llamada “Isla de los Bienaventurados”.25Puesto que desde sus irregulares costas se podían observar las tierras de Asia, Europa y África, esta isla proporcionaba una ruta bastante directa para viajar desde elViejo Continentehacia el Oriente Próximo o a la propia África. Esta posición, huelga decir, convirtió a Creta en una de las principales intersecciones comerciales en el mar Mediterráneo, lo que supuso, por un lado, un importante catalizador para el desarrollo de su economía y, por otro, que recibiera la influencia de algunas de las culturas extranjeras con las que interactuaba. En cualquier caso, para los historiadores, y en particular para los helenistas, lo más importante de esta gran isla mediterránea no es su estratégica ubicación geográfica, sino haber sido durante la Edad de Bronce la base de la civilización minoica, la cultura más avanzada y próspera del Egeo durante aquel período.
Basándose en el examen de varios fragmentos de instrumentos hechos con obsidiana recuperados en Heraclión, la ciudad más extensa de Creta y la cuna de, entre otras personalidades, el escritor Nikos Kazantzakis (1883-1957) —autor de la popular novelaAlexis Zorba(1946), la cual sería llevada al cine en el año 1964 por el aclamado director Michael Cacoyannis (1922-2011)— y el exquisito poeta Odysséas Elýtis (1911-1996) —galardonado con el premio nobel de literatura en 1979—, los estudiosos de la civilización minoica llegaron a la conclusión de que sus primeros habitantes se establecieron allí en torno al Período Neolítico, hacia elviimilenio a. C. La hipótesis más aceptada sobre el origen de los cretenses sostiene que grandes masas de personas, que habían partido de la actual Turquía, comenzaron a asentarse, de manera paulatina, en diferentes regiones de la Creta prehistórica. Una antigua teoría, que entre otros estudiosos de gran prestigio internacional defendió el arqueólogo británico Arthur J. Evans (1851-1941), propone a Egipto como otro de los puntos de afluencia hacia la isla, pero esta idea ha sido completamente desestimada en nuestra época, pues la patria de los faraones estaba demasiado distante de Creta. Investigadores contemporáneos hablan, por último, de migraciones procedentes de la región de Canaán, sita en el Oriente Próximo, mas son en realidad muy pocos los que se afilian a esta última hipótesis.
Gracias a la tenaz labor del propio Evans, uno de los “padres fundadores” del estudio de las civilizaciones del Egeo —junto al extravagante, pero talentoso Heinrich Schliemann— y quien como premio por sus relevantes descubrimientos y valiosos aportes a la ciencia arqueológica recibió el título honorífico de Lord Minos of Creta (1911), la civilización minoica emergió de las tinieblas y se convirtió en una cuestión de estudio ineludible en muchas de las universidades y centros de investigación más importantes y prestigiosos de occidente. En efecto, sus descubrimientos serían tan notables para el conocimiento de la cultura Minoica como lo serían, por ejemplo, los de su paisano y contemporáneo Howard Carter (1874-1939), en noviembre de 1922, para el estudio de la fascinante civilización egipcia; otro momento trascendente tuvo lugar cuando los investigadores británicos Michael Ventris (1922-1956) y John Chadwick (1920-1998) lograron descifrar, en 1952, el complejo sistema de escritura Lineal B, el cual se deriva del silabario Lineal A, aún sin descifrar en la actualidad.26
A principios de la década de 1900, cuando Evans encabezaba una campaña de excavación en Creta, fue desenterrado el palacio de Cnosos, sin lugar a duda una de las edificaciones más significativas de la antigua Grecia. Tras examinarlo detenidamente, Evans percibió que el palacio poseía un notable parecido con el del rey Minos, lo cual determinó que denominara a esa civilización minoica. Más tarde, el propio investigador, apoyándose en el estudio de algunos objetos de arcilla de procedencia egipcia y sirofenicia encontrados en Creta, después de compararlos con otros de manufactura cretense descubiertos en Siria y en Egipto, estableció la primera cronología histórica de la civilización minoica, la cual dividió en tres períodos o etapas: el Minoico Antiguo (c. 3000-c. 2220), el Minoico Medio (c. 2220-c. 1600) y el Posminoico o Minoico Reciente (c. 1600-c. 1250). Como era de suponer, dado el posterior desarrollo tanto de las técnicas como de los instrumentos de excavación, la cronología de Evans fue sometida a una profunda y rigurosa revisión, dando paso a una nueva cronología que tuvo como punto de referencia la construcción de los palacios cretenses y que abarcó desde, aproximadamente, c. 2800 hasta c. 1400. Esta cronología está igualmente subdividida en tres períodos, conocidos como Épocas Prepalacial, Protopalacial y Neopalacial.
Durante la Época Prepalacial (c. 2800/2600-c. 2000), los minoicos coexistían en un régimen comunitario; no podemos olvidar que en este período todavía no se había iniciado la construcción de los grandes palacios ni tampoco se habían establecido las primeras ciudades. Así pues, se puede presumir que los cretenses vivían en casas primitivas, con las cuales formaban pequeñas granjas, pero cuando, tiempo después, hubo un importante crecimiento de su población, comenzaron a vivir en aldeas mucho más pobladas y espaciosas. A lo largo de estos seis u ocho siglos, la actividad económica principal de los minoicos fue la agricultura (las tierras de Creta, a diferencia de las de la Grecia continental, eran célebres por su fertilidad), en particular el cultivo de la vid, el trigo y el olivo (la llamada “trilogía mediterránea”); aunque también desarrollaron el cultivo de algunas verduras. El aceite de oliva, tan apreciado en la Grecia antigua, se sabe que tuvo su aparición, precisamente, en la isla de Creta. Tenemos la certeza, por otro lado, que en algunas regiones de Creta se asentaron pastores de ganado, mientras que en otras partes se desarrollaron la cerámica y los trabajos con el bronce. Los cretenses se especializaron, asimismo, en la orfebrería, incluso construyeron joyas de un alto valor estético. En cualquier caso, el detonante que ciertamente provocó una explosión en el desarrollo económico de la isla fueron las actividades comerciales.
Como ya hemos mencionado, las características geográficas de Creta favorecieron, de forma considerable, el desarrollo del comercio con otras regiones del Mediterráneo, el Asia Menor y el continente africano. En efecto, los cretenses importaban desde Egipto, España y Chipre, así como de otras islas vecinas, los metales (como el estaño, el cobre, la plata y el oro, entre otros) que precisaban para desarrollar su primitiva industria, al tiempo que exportaban un número importante de productos como, por ejemplo, madera de una excelente calidad al exótico país de los faraones. Este incesante y extendido intercambio de mercancías trajo consigo un fortalecimiento importante de las relaciones exteriores y estimuló, al mismo tiempo, el desarrollo de los puertos y de las ciudades cretenses en general. Como era natural, la flota de comercio cretense fue necesariamente modernizada, lo que provocó que la marina de guerra también se optimizara.
Después de esa primera etapa, la civilización minoica entra en la llamada Época Protopalacial (c. 2000-c. 1700), cuya característica fundamental es la construcción de los primeros palacios cretenses, la mayoría de los cuales se encontraban en los principales núcleos urbanos de la isla (Halia, Hagia Triada, Festos y Cnosos). Hay, de igual forma, un aumento particularmente notable del índice demográfico y se genera, por otra parte, un destacado desarrollo en otras ramas económicas como, pongamos por caso, en la agricultura y la ganadería, si bien las actividades comerciales continúan siendo, con diferencia, el principal sustento de la economía cretense. Todos estos cambios contribuyeron a un aumento considerable de la propiedad privada y, por consiguiente, a la diferenciación, todavía más verificable, de los grupos sociales entre los minoicos.
Aunque es verdad que son insuficientes las nociones que tenemos sobre la estructuración de la sociedad cretense durante esta etapa, es indudable que los palacios (como el de Cnosos, el más importante de todos y, presumiblemente, el más antiguo) se convirtieron en una suerte de “gobierno nacional”, pues desde ellos se administraba y controlaba la vida en las ciudades donde habían sido construidos, además de que poseían el monopolio absoluto en los asuntos económicos; funcionaban, de hecho, como una suerte de banco nacional; pero también servían de almacén para los productos más valiosos (aceite y grano) y se piensa, por otro lado, “que fueron el centro religioso de la sociedad”.27 En fin, durante la Época Protopalacial sobrevinieron profundas transformaciones en la cultura cretense. En efecto, la economía se fortaleció de forma harto notable, las ciudades prosperaron y se erigieron, por lo demás, sistemas defensivos para su protección; agréguese a todo esto que las relaciones internacionales se extendieron y, sin duda lo más importante, solidificaron. Así pues, podemos considerar a la Época Protopalacial como la primera “edad de oro” de la civilización minoica. Este período espléndido y pletórico de significativos cambios en la vida de los cretenses, fue sucedido por la tercera y última etapa de la cultura minoica, la llamada Época Neopalacial.
El comienzo de esta nueva etapa (c. 1700) estuvo marcado por una auténtica catástrofe: la destrucción de los palacios erigidos durante el Minoico Medio. El motivo que provocó este desastre, por mortificante que sea, continúa siendo un misterio para nosotros. A pesar de todo, varios han sido los postulados que, a lo largo de los últimos años, han tratado de explicar la causa de esta catástrofe; el más aceptado de estos se basa en un terremoto generado por la poderosa erupción (que algunos especialistas han comparado con la erupción del volcán Krakatoa en 1883) de un volcán en la isla egea de Santorini (la antigua Tera). Aun cuando los descubrimientos del arqueólogo Y. A. Sakelarakis reforzaron esta interesante hipótesis, muchos expertos siguen poniéndola en tela de juicio. Según otra hipótesis, el fenómeno que provocó el cataclismo fue la invasión de un pueblo hostil, probablemente el de los luvitas, procedente de la península de Anatolia, pero también se especuló sobre una supuesta invasión por parte del pueblo hicso, afincado en Canaán, aunque esta es la teoría menos verosímil de todas.
De cualquier forma, la destrucción de los palacios cretenses no representó, en absoluto, el final de la cultura minoica. De hecho, poco después (en concreto, en el siglo que sobrevino al desastre, es decir, entre 1700 y 1600) los minoicos no solo reconstruyeron los palacios, sino que igualmente decoraron sus paredes con pinturas al fresco que representaban, entre otras cosas, combates y sacrificios a las deidades nacionales, así como danzas tradicionales; se elaboraron, además, hermosas esculturas y adornos de cerámica (en lo que los cretenses, cabe subrayar, alcanzaron una gran maestría) con los cuales se embellecieron sus galerías y sus amplios salones. Es importante destacar que en estos palacios existían obras de ingeniería ciertamente complejas para la época, como, por ejemplo, los pozos de luz y los sistemas de drenaje. Por otro lado, el comercio progresó, sobre todo con el Imperio egipcio y Siria, en este último caso en particular con la poderosa ciudad-Estado de Ugarit, emplazada en el levante. Así, el siglo posterior a la reconstrucción de los palacios cretenses (c. 1600-1500) representa el período más espléndido de la civilización minoica, el indiscutible pináculo de su poder y prestigio.
En la mitología clásica se hace alusión a Minos como el despiadado tirano que, sin un atisbo de misericordia y de respeto, obligaba a los atenienses a pagar un cruel tributo que consistía en enviar a Creta a catorce jóvenes, siete doncellas y siete mancebos, para que fueran asesinados por el Minotauro, su hijastro deforme y, como diría el poeta Virgilio, “el testimonio de [la] pasión nefanda” entre la reina Pasífae y un hermoso toro blanco que debía ser ofrendado a Poseidón.28 Gracias a Homero —que, probablemente, nació en la isla de Quíos y tuvo su plenitud quizás durante la primera mitad del siglo viii— se sabe que Minos gobernaba desde Cnosos, la capital de Creta.29 Tucídides, el más confiable de los historiadores de la antigua Grecia, testimonia que Minos “poseyó una flota y dominó […] una gran extensión [en] el mar actualmente helénico [el Egeo], ejerció su poder en las Cícladas y fue el primer colonizador de muchísimas de ellas, tras expulsar a los carios e imponer como jefes a sus hijos. […] eliminó del mar la piratería, en la medida en que pudo para que afluyesen más los recursos a él”.30 Heródoto, después de narrar cómo se impuso sobre su hermano Sarpedón en la lucha por el trono de Creta, dice que él fue el primer hombre que gobernó sobre el mar.31Finalmente, Aristóteles señala que,“atacando a Sicilia, terminó su vida allí cerca de Cárnico”.32Minos fue a parar a esta lejana comarca en busca de venganza, pues quería ajustar cuentas con Dédalo, el célebre arquitecto que construyó el laberinto de Creta, por haberle diseñado a su esposa Pasífae la vaca de madera dentro de la cual se ocultó para tener relaciones con el toro blanco.33Dédalo, en definitiva, escapó y se asiló en la corte del rey Cócalo, donde Minos sería asesinado, más tarde, por las hijas de este soberano.34
Durante la dominación de Minos, Creta se convirtió en un poderoso imperio marítimo (sabemos que, entrec. 1500 yc. 1400, Creta dominaba sobre un importante número de pueblos del Mediterráneo), cuya forma de gobierno es conocida con el nombre de “Talasocracia” (es decir, “dominio” o “gobierno en el mar”). Este rey semilegendario fue, por otra parte, el encargado de unificar la isla bajo una monarquía y de dotarla, del mismo modo, de una constitución que, de fiarnos de las fuentes clásicas, siglos después consultaría el legislador espartano Licurgo, quien promulgaría el código (laGran Retra)por el cual “los espartanos que murieron en las Termópilas dieron su vida tan de buen grado”.35Sin duda, el período durante el cual gobernó Minos fue la etapa más floreciente de Creta.
No obstante, la situación de la isla cambió, drástica y dramáticamente, cuando una nueva catástrofe provocó la total destrucción de los palacios y, parcialmente, de sus ciudades más importantes; sin embrago, aun cuando los expertos señalaron una nueva erupción del volcán de Santorini como causa del siniestro, esta mayor y más destructiva que la acaecida en torno al año 1700, lo cierto es que no se tiene certeza total de que este postulado sea correcto. Sea cual fuere su origen, los cretenses no lograron reponerse esta vez de los efectos de esta nueva calamidad y, para complicar aún más las cosas, la isla fue invadida por un pueblo al que Homero llamó, en repetidas ocasiones tanto en laIlíadacomo en laOdisea, “aqueo”. Quizás este pueblo irrumpió en Creta con una fuerza lo suficientemente devastadora como para provocar la completa desaparición de la cultura minoica; o quizás no. Lo que sí es incuestionable es que Creta dejó de ejercer el poder que antaño ostentaba en el Mediterráneo Oriental. Por desgracia para los minoicos, de la espléndida época de Minos, el arquitecto indiscutible del poder cretense, solo quedabavagos recuerdos.
13J. Burckhardt:Historia de la cultura griega, vol. 1, p. 25.
14R. Osborne:La formación de Grecia1200-479 a. C., p. 71.
15W. Durant:Historia de la filosofía, p. 23.
16R. Osborne (ed.):La Grecia clásica, p. 10.
17R. Osborne:La formación…,ed. cit., p. 78.
18S. B. Pomeroyet al.:La antigua Grecia. Historia política, social y cultural,p. 43.
19 Ibídem, p. 29
20 J. Pierre-Vernant (ed.): El hombre griego, p. 83.
21 R. Osborne (ed.): La Grecia clásica..., ed. cit., pp. 31-62.
22Uno de los libros más polémicos que se ha escrito en los últimos años en el cual se analiza el origen de la civilización griega es, sin lugar a duda,Atenea negra. Las raíces afroasiáticas de la civilización griega