Gregario - Charly Wegelius - E-Book

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Wegelius Charly

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  • Herausgeber: Contra
  • Kategorie: Lebensstil
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2016
Beschreibung

Charly Wegelius, nacido en Finlandia pero criado en York, Gran Bretaña, fue uno de los ciclistas británicos más prestigiosos del pelotón internacional, donde rodó como profesional durante la primera década de este siglo. Como profesional, nunca ganó nada. Como tantos otros ciclistas que no se vistieron de amarillo o no subieron nunca a un podio, su trabajo era el de Gregario: ayudar a su jefe de filas a ganar, aun cuando esto supusiera renunciar a cualquier opción de victoria o gloria personal. Era un "soldado raso" y luchó para abrirse camino en uno de los deportes más duros y exigentes que existen. "Gregario" es un testimonio fascinante, honesto y duro del verdadero mundo del ciclismo profesional: el auténtico, el de los hoteles de mala muerte, el de los salarios bajos y la incertidumbre laboral, el de las caídas a toda velocidad que hacen peligrar toda una carrera, el de los dilemas del que sabe que nunca llegará a destacar y cuyo nombre no pasará a las historia. Pero, sobre todo, esta autobiografía es un canto formidable al sueño de un hombre: el de un ciclista de pura cepa que nunca se dopó "cuando muchos otros de su entorno sí lo hacían" y que llevó su cuerpo más allá del límite del dolor, sacrificando toda una juventud para poder ver hecho realidad su sueño de infancia, cuando, de niño, estudiaba fascinado los mapas del sur de Francia por donde se corría el Tour.

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SOBRE LOS AUTORES

Charly Wegelius fue uno de los más distinguidos y respetados ciclistas británicos. Nacido en Finlandia pero criado en York, formó parte de algunos de los mejores equipos ciclistas de su época, como Mapei, el equipo más exitoso de todos los tiempos. Durante sus once temporadas como profesional disputó catorce grandes vueltas, entre ellas tres Tours de Francia. Wegelius es actualmente director deportivo del equipo Cannondale Pro Cycling Team.

Tom Southam, coautor del libro, es un exciclista profesional. Corrió con Charly Wegelius durante tres años en Italia y fueron compañeros dos veces en el Campeonato Mundial de Ciclismo en Ruta. Actualmente ejerce de escritor y colabora con las más prestigiosas publicaciones ciclistas.

© Charly Wegelius, 2013

Publicado originalmente con el título de Domestique por Ebury Press, un sello de Ebury Publishing. Ebury Publishing forma parte del grupo Penguin Random House.

Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho

Traducción: Roberto Falcó Miramontes

Diseño: Emma Camacho

Composición digital: Pablo Barrio

Primera edición en papel: Junio de 2016

Primera edición digital: Octubre de 2016

© 2016, Contraediciones, S.L.

Psje. Fontanelles, 6, bajos 2ª

08017 Barcelona

[email protected]

www.editorialcontra.com

© 2016, Roberto Falcó Miramontes, de la traducción

© Timm Kölln, del retrato de Charly Wegelius de la cubierta

ISBN: 978-84-945612-8-3

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

Dulce bellum inexpertis

(La guerra es dulce para aquellos que no combaten)

GERARD DIDIER ERASMUS

ÍNDICE

NOTA DEL AUTORPREFACIOPRÓLOGOCAPÍTULO 1 ALGO QUE TENÍA QUE HACERCAPÍTULO 2 UNA AMBICIÓN VORAZCAPÍTULO 3 PER VINCERE!CAPÍTULO 4 LA VUELTA: UNA DISTRIBUCIÓN DE RECURSOSCAPÍTULO 5 LA OFICINA DE CORREOSCAPÍTULO 6 GIRO DE ITALIACAPÍTULO 7 NO APTO PARA CORRERCAPÍTULO 8 «TIENI DURO»CAPÍTULO 9 LIQUIGASCAPÍTULO 10 MADRIDCAPÍTULO 11 CUANDO TODO ENCAJACAPÍTULO 12 EL TOURCAPÍTULO 13 EL ESPECTÁCULOCAPÍTULO 14 EL TOUR QUE SOBRÓCAPÍTULO 15 VUELTA A ASTURIAS, QUINTA ETAPAAGRADECIMIENTOS

NOTA DEL AUTOR

Como la mayoría de seres humanos, nunca pensé que un día acabaría escribiendo un libro sobre mi vida. Quizá haya gente que se lo plantee, pero no era mi caso. Incluso cuando me ofrecieron la posibilidad de escribirlo, al principio no estaba seguro de que fuera la persona idónea para hacerlo. No tenía nada que confesar, aunque sí cosas que decir. Tenía que ser un buen libro.

En julio del 2011, cuando este volumen empezó a cobrar vida, yo tenía una idea clara de aquello sobre lo que quería escribir: la vida en el pelotón profesional. Sin embargo, lo sucedido en los últimos años ha hecho que me resulte muy difícil ceñirme a la idea inicial sin dedicar una parte desproporcionada de espacio a un tema que desempeñó un papel muy marginal en mi vida.

Como ciclista profesional que desarrolló su carrera entre el 2000 y el 2011, viví una época turbulenta en la que afloraron multitud de escándalos, redadas antidrogas, confesiones, acusaciones, revelaciones y todas las dificultades suscitadas por una cultura del dopaje que tan arraigada estaba en este deporte.

Así pues, me deja un sabor agridulce saber que ahora existe suficiente interés por el deporte que amo para que un tipo como yo pueda escribir un libro que guste a la gente y que, a pesar de todo, me vea obligado a hacer un gran esfuerzo para explicar que el libro, al igual que mi carrera, no contiene historias apasionantes sobre dopaje, ni tampoco lo pretende.

Ello no quiere decir que no existiera el dopaje en mi entorno, claro. Todo aquel que tenga curiosidad puede consultar los nombres de los ciclistas para los que corrí y encontrará varios casos de dopaje. No voy a negarlo. Sin embargo, he decidido no centrarme en esos hechos.

He preferido ser fiel a mi visión del libro. Este libro, el que he querido escribir, se centra en otra cosa: en toda mi carrera como ciclista. Sí, el dopaje aparece un par de veces —era imposible evitarlo por completo—, pero quería transmitir la idea de que esas escasas menciones reflejan la poca importancia que tuvo en mi vida como ciclista. Había tantas otras cosas a las que hacer frente, tantos aspectos de mi profesión que tener en cuenta.

El papel que desempeñé durante once largos años, el de gregario, el soldado de infantería del ciclismo, se convirtió a menudo en una tarea ingrata, en precario equilibrio entre los lodos y el firmamento de las estrellas. Esta es la única historia que me siento capacitado para contar, la de las experiencias vitales que he tenido.

Puedo asegurarte que, al narrar esta historia de este modo, he dejado fuera a algunas personas. A algunas las he protegido de forma involuntaria. Si lo he hecho así, su ausencia no es más que una forma de devolverles los gestos de amabilidad que tuvieron conmigo. Hay otras personas que se comportaron de un modo opuesto y a las que me he visto obligado a proteger a instancias de mis abogados, «que saben lo que me conviene». A esas personas les digo una cosa: habéis tenido suerte, cabrones.

Sea como sea, puedo asegurarte con toda sinceridad que he dejado muy pocas cosas por contar sobre mí, y eso, a fin de cuentas, es lo único que en realidad puedo hacer.

Charly Wegelius

Febrero de 2013

PREFACIO

Podría decirse que este libro empieza el día que conocí a Charly Wegelius: en el Mundial de Ciclismo en Ruta de 1999, celebrado en Verona.

Quedé fascinado por Charly cuando lo conocí en la habitación de Mike Taylor, en el hotel Antico Termine. Yo sabía que Charly acababa de firmar su primer contrato profesional, y cuando lo vi, lo único que pude hacer fue preguntarme: «¿Cómo lo hiciste?».

Cuando vi a Charly en carne y hueso ese día, lo vi del mismo modo en que lo han visto miles de personas a pie de carretera durante todos estos años: como alguien digno de admirar por las cualidades atléticas y profesionales demostradas encima de una bicicleta de carrera. En esa época, yo estaba obsesionado, como lo había estado él, con la idea de ser ciclista profesional. Nada deseaba más que ser ciclista y, al haber crecido en el Reino Unido en los ochenta, había estado tan alejado de ese mundo que los ciclistas profesionales me parecían auténticos dioses.

Y ahí estaba un hombre que veía el ciclismo como yo, que venía del mismo lugar que yo y que, de algún modo, se había salido con la suya. Había cruzado la línea divisoria, había dejado atrás el lugar donde yo me encontraba y estaba donde yo anhelaba. Tenía cuatro años más que yo y, con un contrato profesional en el bolsillo, Charly Wegelius me parecía un hombre que había conseguido algo casi imposible.

Seguí los pasos de Charly hacia el pelotón profesional mientras yo, con grandes dificultades, intentaba lo propio, y con los años nos hicimos amigos. Sin embargo, nuestros caminos se separaron bruscamente cuando, tras solo tres años en el pelotón, cogí y dejé el mundo del ciclismo profesional europeo. Había descubierto que no se parecía en nada a lo que imaginaba y decidí hacer las maletas.

A pesar de todo, conservamos nuestra amistad y Charly siguió adelante con su carrera, cada vez con más éxito, mientras que yo me dediqué a escribir. Nuestros caminos se cruzaron de nuevo profesionalmente —aunque en circunstancias totalmente distintas— cuando surgió la oportunidad de escribir esta historia juntos. Era una historia que yo conocía bien porque, al igual que Kurt Vonnegut sentado junto a Billy Pilgrim en las letrinas de su obra maestra Matadero cinco, en muchos de los hechos que se narran en este libro yo también estaba ahí.

Yo estaba en Verona cuando Charly era el corredor más admirado del ciclismo británico, y fui testigo de la incómoda sensación que se produjo en los Mundiales de Plouay al cabo de un año. Ocupé en varias ocasiones la habitación de invitados que tenía en su inhóspito apartamento, con la nevera siempre vacía, cuando corría para De Nardi, y también estuve ahí, dándole relevos, cuando cometió el mayor error de su carrera.

Yo sabía qué se sentía al ser uno más del pelotón, e intentar ser una persona decente a pesar de los puñales que volaban en el día a día de este deporte.

Pero, a pesar de todo, no estaba seguro de que este fuera el libro que yo quería escribir. El hecho es que, por muy sincero que haya sido con respecto a su vida en la época en que ambos fuimos ciclistas, yo nunca había podido desprenderme de la sensación de que Charly Wegelius lo había tenido todo planeado desde el principio.

De hecho, hasta que, una mañana de diciembre del 2011, no me senté con él ante un par de Negronis para hablar del libro, no me di cuenta de lo precaria que había sido también su vida como ciclista. Supe entonces que este era el libro que quería escribir porque entendí que la suya era una historia ciclista que no se había contado.

Era la historia que ambos habíamos querido que la gente conociera, la historia del pelotón, la historia de los ciclistas que van a trabajar a diario y sacrifican toda su vida —novias, trabajos, esposas e, incluso, su preciada juventud— para estar ahí y entregarse en cuerpo y alma a cambio de un salario poco más generoso que el de la media y de la simple oportunidad de volver a empezar de nuevo al día siguiente.

Charly vivió la vida que se había propuesto, y lo hizo hasta el final, a pesar de lo que conllevaba y de las múltiples cicatrices que le dejó. Charly llevó la vida que los demás no quisimos, o no pudimos, y lograr que narrara su historia no fue siempre fácil para los dos, pero había que hacerlo.

En parte, el objetivo de este libro, creía yo, era disipar el mito de que el ciclista profesional no es más que una persona normal, aunque con cierto talento físico. Sin embargo, por irónico que parezca, cuando vi los hechos que Charly expuso ante mí de forma descarnada, todo aquello a lo que se enfrentó, no pude sino maravillarme ante sus logros. Fue una vida que lo obligó a sacar de sí una fuerza y una determinación descomunales para poder sobrevivir. Y, aun así, no se parecía en nada a la vida que Charly había concebido.

Gracias a la experiencia de escribir este libro, y después de conocer a Charly durante tantos años, tengo las respuestas sobre cómo y por qué llegó a donde llegó. Pero, aun sabiendo todo eso, a pesar de las pilas de documentos, de las entrevistas grabadas y de los cientos de conversaciones que hemos mantenido para dar vida a este libro, hay una parte de mí que aún se pregunta: «¿Cómo lo hiciste?».

Tom Southam

Diciembre de 2012

PRÓLOGO

Vivo con miedo, y probablemente esta sensación es lo que me motiva a comportarme de un modo correcto la mayoría de las veces porque, en realidad, estoy cagado de miedo.

Cuando supe, y me refiero a cuando supe de verdad, que iba a convertirme en ciclista profesional, estaba en el rodillo, justo antes de disputar los Mundiales Contrarreloj Sub-23 en Verona, en octubre de 1999.

En ese campeonato siempre hay un runrún porque la categoría sub-23 está llena de corredores que van locos por pasar a profesionales. Es la culminación de la corta vida de una gran parte de esos jóvenes que, debido a su inexperiencia, se implican mucho emocionalmente con todo lo que los rodea. Se trata, pues, de un acontecimiento impregnado de una tensión inevitable.

La competencia por llegar al mundo profesional es feroz, y una contrarreloj no es como una prueba de carretera, en la que puedes rodar al amparo de un grupo de compañeros de equipo antes de empezar. En las pruebas contrarreloj todo el mundo calienta individualmente en rodillos, a pocos metros de los chicos con los que llevas compitiendo todo el año; corredores hacia los que has desarrollado, de forma consciente o no, una profunda antipatía, sin tan siquiera conocerlos. Todo el mundo siente envidia de todo el mundo.

Odio ese tumulto: la prensa, los agentes, los demás corredores y toda la mierda que arrastran consigo las grandes expectativas. Pero ese día, mientras empezaba a calentar rodeado de mi séquito de ayudantes y observadores, vi a dos hombres vestidos con chaqueta azul que se abrían paso hacia mí. Las chaquetas lucían el estampado de los cubos multicolor del logotipo de Mapei, lo que permitía que cualquier aficionado al ciclismo los identificara al instante como patrocinadores del equipo ciclista profesional Mapei, el más grande e icónico de la época.

Alvaro Crespi y Serge Parsani, dos de los directores del equipo, venían a saludarme. Entre las miradas de celos y de curiosidad de los demás corredores me sentía muy orgulloso por el mero hecho de que era a mí a quien iban a ver. Un alfeñique como yo había logrado que los dos directores del puto Mapei se pararan a charlar un rato. Era el puto amo.

No es fácil pensar y hablar mientras estás calentando. La sangre fluye por tus venas, el zumbido del rodillo contrasta con el bullicio de la actividad del personal del equipo y la voz atronadora de la megafonía anuncia los primeros corredores que toman la salida. Sin embargo, mientras se dirigían hacia mí, los pensamientos se agolpaban en mi cabeza, producto de la emoción. Conocía a los dos hombres de un encuentro previo, y en ese momento recordé la primera vez que me abordaron. Representaban a un equipo tan grande que ni tan siquiera me había atrevido a soñar que acabaría corriendo para ellos medio año después…

Esa profética primera reunión con el Mapei se había producido de camino a otra contrarreloj que tuvo lugar en el otro extremo del mundo, en la Trans Canada, una modesta carrera por etapas que tuvo una única edición y cuyo teórico objetivo era contribuir a la unidad del pueblo canadiense. Ese día, mientras me dirigía a la salida, Parsani me paró y me dijo: «¿Eres…?».

Me miró el dorsal, luego a mí, y yo creía que iba a preguntarme: «¿Eres tú el que sale antes que mi corredor?». Se hizo un lío intentando hablar inglés, idioma que a todas luces no dominaba, así que fue un alivio para él cuando le dije que hablaba francés. Ambos nos relajamos. Me preguntó de nuevo, esta vez en francés: «¿Eres Charly Wegelius?». Le confirmé que era Wegelius. Y me dijo sencillamente: «Nos preguntábamos si te gustaría venir a correr para nuestro equipo».

Me quedé anonadado. Creía que se había confundido de ciclista o que hablaba de un equipo amateur con el que tal vez colaboraba. Pero no, se refería al Mapei y me quería a mí.

Me pidió el número de teléfono y corrí la contrarreloj hecho un puto lío. Estuve a punto de salirme de la carretera. La cabeza me iba a mil por hora. Estaba alucinado.

El problema fue que cuando Parsani me pidió un número de teléfono yo aún no me sabía el número del apartamento que había alquilado. Ni tan siquiera recordaba mi número de móvil. El único que me vino a la cabeza fue el mismo que había memorizado de niño, cuando siempre llevaba una moneda de diez peniques encima para llamar desde una cabina si me pasaba algo en alguna de mis salidas en bicicleta: le había dado a Parsani el número de teléfono de la casa de mi madre, que vivía en York.

Mientras corría la contra en un estado de tal confusión que estuve a punto de chocar, me di cuenta de que eso significaba que iba a tener que volver a casa de mi madre al acabar la carrera y esperar a que me llamaran, por mucho tiempo que pasara.

La oferta me había llegado de forma tan inesperada que me quedé petrificado ante la posibilidad de que el director del equipo llamara y no pudiera ponerse en contacto conmigo porque había salido a comprar gominolas o a pasear al perro. Me producía pavor pensar que el súbito interés que habían mostrado en mí pudiera desaparecer con la misma rapidez.

Sin embargo, tras unos cuantos días de agónica espera en casa, por fin llegó la llamada. Alvaro Crespi me llamó y me invitó a hacer unas pruebas con el equipo en Italia. El mero hecho de oír su fuerte acento italiano hizo que me emocionara. Por entonces yo había viajado bastante, pero Italia aún era un país desconocido y exótico para mí. El noroeste de Francia, donde había vivido como amateur, estaba muy de moda. Todo el mundo iba a Francia; era el extranjero, pero no era un lugar exótico. Sin embargo, Italia era otra historia. Estaba más lejos, junto al Mediterráneo, era un país intrigante y del que sabía muy poco.

Cogí el teléfono y me senté en el alféizar de la ventana, cubierto de las babas del perro, que se pasaba el día ladrando a la gente de la calle. Escuchar su acento italiano entrecortado en el teléfono azul de BT era como escuchar una voz procedente de una realidad paralela. Era alucinante. Había pasado de ser alguien por el que nadie mostraba el menor interés, ni tan siquiera equipos de medio pelo, a que me cortejara el mejor equipo del mundo. Tenía ganas de gritar: «¡Os habéis equivocado de ciclista!».

Tenía ganas de preguntar: «¿Estáis seguros de esto?».

Los franceses y los belgas seguían un proceso mucho más gradual hasta llegar al mundo profesional. El director de tu equipo te presentaba a alguien durante una carrera; salías a correr con los profesionales y sabías exactamente qué tenías que hacer y a dónde te dirigías. Pero en Inglaterra estabas totalmente aislado, no hablabas con la gente con la que competías, y mis compañeros de selección de ese año sabían aún menos que yo.

Después de la llamada, fui a hacer una prueba una semana antes del Mundial y me quedé a orillas del lago Como con mi entrenador, Ken Matheson (por entonces seleccionador de la Federación Británica de Ciclismo). Me encontraba a las puertas de un mundo increíble; los momentos en que habría necesitado un pellizco fueron innumerables. Cuando encendí el televisor y vi docenas y docenas de canales de telebasura se apoderó de mí una sensación abrumadora. Era algo exótico, en el sentido exagerado en que puede considerarse exótico un país como Italia, desde la cálida luz otoñal que hay en octubre hasta el hombre de la teletienda, tan emocionado por el valor insuperable de las gangas que anunciaba que parecía sufrir un ataque de asma.

Fui a la sede del equipo Mapei y fui testigo de su elegancia y profesionalidad; sufrí atascos de tráfico (emocionantes por sí mismos si nunca has oído esa cacofonía de bocinas), mientras el legendario entrenador Max Testa nos contaba batallitas a Ken y a mí sobre la época en que el equipo profesional Motorola había tenido la sede en Como. Era como si hubieran abierto una puerta ante mí para que la atravesara bailando a ritmo de vals. Pero me costaba creer que la hubieran abierto para mí.

Acabadas las tribulaciones de las pruebas para el equipo, me sentí mucho más seguro cuando vi a Crespi y Parsani en Verona, el día del Mundial, pero como aún no había firmado nada, no podía estar seguro de que el sueño fuera a hacerse realidad. Mientras proseguía con el calentamiento en Verona, Crespi y Parsani veían cómo entraba en calor, me ponía rojo por el esfuerzo y empezaba a sudar a mares a medida que se acercaba el momento de tomar la salida. Al final, decidieron que había llegado el momento adecuado. Oí las palabras que tanto anhelaba: «Todo arreglado para el año que viene. Te queremos en el equipo. Mañana iremos a verte al hotel para firmar el contrato».

Se había producido la confirmación. Iba a firmar de verdad por un equipo profesional, y, por si fuera poco, era el mejor del mundo: mi carrera como ciclista profesional iba a hacerse realidad.

Casi me caí del rodillo.

A lo largo de todo ese año, había demostrado que era uno de los mejores amateurs de Europa, pero la falta de ofertas por parte de equipos profesionales me había hecho sentir casi como un fracasado. Sin embargo, de repente el mejor equipo del mundo me confirmaba que iba a contratarme. Para el resto de gente del mundillo era una decisión lógica, pero yo no salía de mi asombro. Los acontecimientos se habían producido de un modo tan rápido y extraño que tenía la sensación de que todo era producto de una broma muy elaborada.

Fue una sensación de la que no logré desprenderme a pesar de la inmensa sensación de orgullo que sentí al firmar mi primer contrato profesional con un equipo de tanto nivel. Sin embargo, esa sensación de triunfo duró apenas un instante. Cuando la realidad de la situación cristalizó en mi cabeza, no me puse a bailar ni a celebrarlo. Me cagué encima porque no quería decepcionar a mi futuro equipo con una mala cronometrada.

Regresé del Mundial con el contrato en la mano, y Paul Sherwen me llamó para felicitarme. Paul había desempeñado un papel muy importante al principio de mi carrera y, como no podía ser de otro modo, me dijo que fichar por Mapei era algo fantástico. Pero también me dijo que iba a ser como pasar del instituto a la universidad. Me advirtió que el ciclismo era un deporte duro que, hasta ese momento, había sido fácil para mí, y que no podría considerarme un profesional de verdad hasta que lograra un segundo contrato. «Hay muchos ciclistas que entran en este mundo, pero pocos son los que logran permanecer en él.»

Pasé de vivir con miedo ante la posibilidad de no llegar a firmar un contrato a vivir con miedo por no conseguir un segundo contrato. Esa llamada de Paul fijó el tono de toda mi carrera. Empecé de inmediato a hacer todo de lo que era capaz para convertirme en un corredor útil, para ser indispensable, para que se acordaran de mí cuando llegase el momento de firmar un nuevo contrato.

Creo que pasé gran parte de mi carrera pensando «Si logro salvarme ahora…» para llegar a la siguiente vuelta, a la siguiente etapa o a la siguiente temporada; una motivación negativa constante. La gente ajena a este mundo tal vez crea que los ciclistas son unos seres humanos ultramotivados que lo planean todo hasta el último detalle, todas esas chorradas del «máximo rendimiento humano», pero lo cierto es que a menudo son tonterías las que te motivan, como el hecho de que te diera vergüenza parar en las duchas porque sabes cómo te sentirás el lunes por la mañana si no has hecho un buen trabajo. En mi caso, a menudo eran detalles de ese tipo los que acababan dándome un empujoncito para tener buena conciencia.

Sherwen sabía que yo no tenía ni idea de dónde me había metido cuando firmé, todo emocionado, mi primer contrato. Durante los próximos años iba a ver la cara más dura de este deporte; iba a ser como si viera el cadáver destripado de un animal al que había matado.

Nunca sabré qué se siente al ser un gran campeón. Lo que sí puedo decir es qué se siente cuando te ganas la vida montado en una bicicleta. El trabajo de un ciclista profesional es extraordinario, pero el pelotón del ciclismo profesional está lleno de tipos normales como yo, que unas veces se sienten desprotegidos y otras confundidos, en una profesión a la que se entregan en cuerpo y alma para poder seguir formando parte de ella. Nunca he querido escribir un libro sobre el esfuerzo que supone convertirse en ciclista profesional; mi objetivo era escribir un libro sobre la vida que llevas cuando eliges esta profesión.

Ser ciclista profesional es algo que decidí de forma consciente; había tomado esa decisión mucho antes de que dos directores del Mapei me abordaran en Canadá. Iba a hacerlo y no iba a descansar hasta que lo hubiera logrado.

CAPÍTULO 1ALGO QUE TENÍA QUE HACER

«Monsieur Chaminaud… Charly Wegelius.»

Al ver la mirada de desconcierto en el rostro del francés de mediana edad que estaba apoyado en el maletero de un Renault blanco, un coche de equipo, delante de mí, le tendí la mano y lo intenté de nuevo, exagerando aún más el acento francés que tanto había practicado, lo que distorsionó el sonido inusual de mi apellido finlandés.

«Char-li We-gue-li-us.»

Tras un breve instante, la mirada de reconocimiento que esperaba por fin se dibujó en la cara que me observaba, y una fría mano agarró la mía y me la estrechó. A pesar del alivio que sentí cuando Jean-François Chaminaud se dio cuenta de quién era, no era para nada la bienvenida que había esperado. Detrás de la sonrisa que lucía mi único contacto con el equipo amateur francés Vendée U, a cuya puerta acababa de llegar, había una mirada que parecía decir, con un deje de pánico, «Joder, al final has venido».

Debo admitir que quizá no llegué a Francia en el mejor momento. Mientras mi madre y yo bajábamos del coche después de pasar toda la noche en el transbordador y llegar al lugar acordado, vimos que todos los miembros del equipo ya partían hacia una sesión de entrenamiento. Cuando salí, muy emocionado, del Ford Fiesta rojo de mi madre y vi las bicicletas Gitane del equipo en la baca del coche, los ciclistas acababan de salir a correr; algunos solos, otros en parejas. Algunos me habían lanzado una mirada de recelo; otros no habían mostrado el más mínimo interés en el adolescente rubio y con gafas que había aparecido de repente y que estaba esperando a que alguien le dirigiera la palabra.

A lo largo de mis años como amateur en Francia acabé acostumbrándome a que todo el mundo pasara de mí, pero en ese momento me pareció una bienvenida un tanto extraña. Yo creía que al llegar al hotel de concentración en Le Domaine St Sauveur, a pocos kilómetros de La Roche Sur Yon, en la región de Vandea, para incorporarme al equipo Vendée U, me encontraba en el lugar correcto, en el momento adecuado, pero, como pude comprobar al cabo de poco, nadie más lo pensaba.

En 1996, el ciclismo profesional era un deporte europeo, y el hecho de ser un joven ciclista británico que aspiraba a convertirse en profesional implicaba una cosa: hacer las maletas y dejar tu vida en el Reino Unido para trasladarte a Europa. Era un proceso que no había cambiado durante generaciones: el ciclismo era un deporte minoritario en Gran Bretaña, y siempre lo había sido. Y por aquel entonces todos teníamos la sensación de que era algo que no iba a cambiar nunca. Si eras británico, australiano o estadounidense, el reto de llegar a ser ciclista profesional no se limitaba a lo que podías hacer en la carretera, sino a si podías arreglártelas «en el continente».

Por entonces, la comunicación entre el Reino Unido y Europa no era muy fluida. Unos meses antes de llegar a Francia me había puesto en contacto, no sin cierto esfuerzo, con el entrenador del Vendée U, Jean-François Chaminaud, gracias al periodista británico Kenny Pryde. Por los motivos que sean, tras intercambiar unas cuantas cartas escritas a mano, Chaminaud decidió ficharme. Yo no me lo pensé dos veces, pero era poco habitual que un equipo como el Vendée U tomara una decisión de ese tipo. Al fin y al cabo, yo tenía diecisiete años, era un ciclista de categoría júnior y ni tan siquiera tenía edad suficiente para participar en las mismas carreras que los demás miembros del equipo. Era algo típico de mí por aquel entonces; siempre quería ir un paso por delante de lo que me tocaba. Por eso me había puesto como objetivo fichar por el Vendée U, el mejor equipo amateur de Francia. Así que ahí estaba, un día después de hacer los últimos exámenes del instituto, listo para iniciar mi vida como ciclista.

Lo surrealista de mi situación no era lo único que me pasaba por la cabeza. Como nunca había formado parte de ningún tipo de equipo organizado, exceptuando el club ciclista VC York, no tenía ni idea de las estructuras complejas, y a menudo políticas, que existían en los equipos ciclistas. El VC York se había mostrado encantado de ayudarme a conseguir una licencia de corredor y permitirme correr con uno de sus maillots, pero no era más que un club con un comité que organizaba una carrera y una cena una vez al año. Nada más. Cuando acepté alegremente lo que consideraba que era una oferta en firme para unirme al Vendée U, no estaba preparado para el hecho de que la mitad del equipo no se hablara con la otra mitad, y de que Chaminaud, una figura marginal en la jerarquía del equipo, no hubiera avisado a nadie de mi llegada. Cuando por fin me acerqué a los demás y me presenté, los ciclistas, el personal y el director, Jean-René Bernaudeau, parecieron quedarse muy sorprendidos.

El equipo estaba en plena concentración para preparar el Campeonato Nacional de Contrarreloj por equipos, y no tenían tiempo ni el más mínimo interés en retrasar la sesión del día por la llegada imprevista de un flacucho inglés. Chaminaud, algo avergonzado, tuvo una conversación precipitada con Bernaudeau, que consistió básicamente en un intercambio de gruñidos. Me dijeron que esperase donde estaba y que volverían a buscarme después del entrenamiento. Por entonces, mi madre ya se había ido para tomar el transbordador de vuelta a casa, por lo que estaba totalmente solo. Encontré un asiento en el vestíbulo de la casa, me puse cómodo y esperé en silencio a que volvieran.

Mi reacción fue típica de mi modo de ser por entonces. Alguien a quien yo consideraba influyente para mi carrera ciclista me había dicho que esperara, así que esperé, sin darle más vueltas al asunto. No me hice ninguna pregunta, no cuestioné si estaba haciendo lo correcto o no, y tampoco me asaltó ninguna duda sobre el lugar donde me había metido. Mi determinación era tan firme que ni siquiera pensé en la posibilidad de echar de menos mi casa. Quería a mi madre y sabía que estar lejos de mi hogar iba a ser un reto, pero, al mismo tiempo, sabía que ella ya había hecho todo lo que estaba en sus manos para ayudarme a conseguir mi objetivo llevándome hasta ahí. Ahora tenía que escuchar a otras personas, y la idea de albergar sentimientos como echar de menos mi casa me parecía una auténtica pérdida de tiempo. Era como si hubiera extirpado esa parte de mi cerebro con un bisturí y la hubiera dejado en York mientras preparaba el equipaje, convencido de que no iba a servirme de nada.

Aún no sé exactamente por qué decidí que quería convertirme en ciclista profesional. Los estudios se me daban bien; no procedía de una familia sin recursos; no tenía ninguna obligación de intentar ganarme la vida así. A pesar de que mis padres se habían separado cuando solo tenía dos años, yo era tan pequeño que no me afectó, y tuve una infancia tan feliz como la de cualquier otro niño. Llevaba lo que consideraba una vida del todo normal. Me crie con mi hermano, Eddie, y mi madre, Jane, en York, pero pasaba los veranos y las vacaciones escolares en Finlandia. Desde pequeños, Eddie y yo nos acostumbramos a viajar de un país al otro. Como tenía cuatro años más que yo, Eddie se tomaba muy en serio la responsabilidad de cuidarme. Yo era su hermano pequeño y él siempre se preocupaba de que no me pasara nada en los viajes.

A ambos nos gustaba mucho ir a Finlandia. El país entero nos parecía un parque. Las regiones más rurales estaban tan poco pobladas que, para nosotros, eran un mundo lleno de oportunidades. Era un lugar tranquilo y seguro, podíamos caminar hasta cansarnos, en cualquier dirección, con la seguridad de que todas las personas con las que nos cruzáramos conocían a mi padre y sabían quiénes éramos. Mi padre, que quería que fuéramos independientes y nos buscáramos la vida, nos daba mucha libertad. Eddie y yo teníamos ganas de aventura y triscábamos por el campo como perros salvajes, trepábamos a los árboles, nos bañábamos en los lagos, conducíamos los tractores de la granja y jugábamos entre las pacas de paja de los establos.

En ocasiones, mi padre intentaba educarnos. Cuando hacíamos algo, aunque fuera la más banal de las tareas, siempre nos exigía que lo hiciéramos lo mejor que sabíamos. Quería que nos esforzáramos, que mejoráramos constantemente. Fue aquí, quizá más que en ninguna otra parte, donde se forjó mi determinación por alcanzar el éxito. Los chapuzones en el mar del Archipiélago se convirtieron en la búsqueda del peñasco más alto desde el que saltar en las aguas heladas. Las excursiones en bicicleta se fueron haciendo cada vez más largas, hasta que con nueve años ya podía correr más de cien kilómetros.

En una de estas excursiones nos pilló una fuerte tormenta de verano cuando aún estábamos a veinte kilómetros de casa. La lluvia caía con fuerza y se hizo tan oscuro que decidimos circular en fila de a uno por seguridad, y como yo era el pequeño, me tocó ir delante. Solo podía pensar en llegar cuanto antes a casa y darme una ducha bien caliente. La bicicleta pesaba una barbaridad, solo tenía una marcha y freno de contrapedal, pero seguí pedaleando y empecé a coger velocidad. Corría encorvado sobre la bicicleta mientras sentía que el agua gélida me empapaba las zapatillas. Apenas veía la carretera y lo único que tenía en la cabeza era llegar cuanto antes a casa. Cuando por fin llegué, me sorprendí al ver que estaba solo. No había oído ningún accidente, así que no le di más importancia al asunto y me dirigí a casa. Cuando llegaron mi padre y Eddie, yo ya estaba duchado y calentito. Mi hermano no se lo podía creer.

«¿Qué coño has hecho?»

«Pedalear. No quería dejaros atrás, solo llegar a casa.»

«¿No estabas cansado? No hemos podido seguirte el ritmo. Nos has dejado clavados.»

«Claro que estaba hecho polvo y congelado, pero quería llegar cuanto antes, por eso pedaleé con fuerza. Pensaba que me estabais siguiendo.»

«¿Es que no has mirado atrás?»

Me di cuenta de que no lo había hecho. Creía que a lo mejor estaba enfadado por haberlos dejado atrás. Pero a Eddie no le molestaba que fuera más rápido que él, simplemente no comprendía cómo alguien podía seguir pedaleando sin volver la vista atrás para ver qué hacían los demás. Puede que Eddie no tuviera la actitud implacable de un atleta de alto rendimiento, pero yo sí.

Si Eddie estaba disgustado, mi padre, cuando se recuperó del susto de que su hijo pequeño lo hubiera dejado atrás, estaba sin duda impresionado. Para mi padre, todo, incluso el afecto y la atención, tenía que ver con el rendimiento. Y como esto era lo único que yo conocía, me parecía lo normal. Hasta que no empecé a ver las expresiones de asombro de los amigos de la familia al enterarse de una de estas gestas, no me di cuenta de que quizá sí era algo extraño.

Al igual que muchos niños, empecé a practicar todo tipo de deportes siendo muy pequeño, y gracias a ese esfuerzo descubrí que se me daban bastante bien. Fue solo cuestión de tiempo hasta que encontré un deporte al que podía dedicarme con un objetivo real en mente. Cuando descubrí el ciclismo, me di cuenta de inmediato de que había encontrado el deporte adecuado para mí. Tenía algo distinto, aunque por entonces yo era demasiado joven y nervioso para preguntarme qué era, pero a diferencia de otros deportes, por los que perdía el interés rápidamente, me llamó la atención desde el primer momento.

Fue en 1990 cuando descubrí el ciclismo de verdad. Mi madre me había llevado a ver el critérium de Kellogg’s, que se celebraba en el centro de York, y vi a Malcolm Elliott. Había ganado la clasificación por puntos de la Vuelta a España. Parecía un puto gladiador. Estaba moreno y tenía unas piernas tan musculosas que parecían talladas en caoba. Era un tío guay: llevaba una cinta para el pelo del Teka y lo acompañaba una chica muy pija. Llamaba la atención en todos los sentidos: su bicicleta, sus zapatillas, él mismo. Hacía que los ciclistas parecieran personas especiales. En cierto sentido, no se parecían al común de los mortales; sus cuerpos eran auténticas máquinas concebidas para correr. Yo casi no podía apartar los ojos de él; fue como si estuviera viendo la personificación de todos los héroes que había tenido. No era como ver a un chico mayor haciendo piruetas con una BMX, era alguien fascinante, como una estrella de cine salida de la pantalla. La experiencia dejó huella en mí, pero lo que vi en York duró demasiado poco. Quería más, y ese mismo verano, fui a ver el Kellogg’s Tour, que pasaba por White Horse Bank, cerca de donde vivía. Robert Millar, que en ese momento corría para Z, lucía el maillot de la montaña, y recuerdo vívidamente su mirada cuando subió esa colina. Era estimulante ver reflejado en sus rostros el esfuerzo que estaban realizando.

El ciclismo de carretera no era un deporte de masas en Inglaterra, pero ver esas carreras profesionales tan espectaculares y oír hablar de ciclistas con nombres extranjeros que corrían para equipos de nombre exótico hizo que quisiera entrar en ese mundo. El ciclismo no era un deporte de esencia inglesa como el críquet o el fútbol; el ciclismo era de otro planeta. Me obsesioné con todo lo que este lejano mundo del ciclismo profesional parecía ofrecer. No tardé en olvidarme de la Vuelta a Gran Bretaña, que duraba una semana, y de los critériums urbanos. Mis horizontes se ampliaron y se fijaron en la carrera más grande de todas: el Tour de Francia. Era lo más grande que podía imaginar. Estaba obsesionado con ello, del modo en que solo puede estarlo alguien con tanto tiempo libre como un niño. Empecé a comprar y a estudiar los mapas de Michelin de los Alpes. Yo era joven, un soñador, pero sabía que había tomado la decisión de hacer esos sueños realidad; cuando miraba el Col de la Croix de Fer en un mapa, establecía un vínculo real con ese lugar. Bourg-d’Oisans no era un nombre salido de un libro de Tolkien: era un lugar en el que vivía gente de verdad que iba a la escuela y trabajaba.

Estoy seguro de que los niños de once años no suelen gastarse la paga semanal en mapas del sur de Francia, pero yo estaba empezando a cerrar la brecha entre el mundo inconcebiblemente exótico del ciclismo profesional y mi vida en York. Al comprar los mapas e intentar ubicar esos lugares en la realidad, empezaba a dar los primeros pasos para salvar esa barrera. Sin embargo, los primeros pasos para convertirme en ciclista profesional los había dado en casa.

«Mamá, tienes que escribirle una carta al director de la escuela.»

Era tarde para estar cenando un día entre semana, pero la sesión de entrenamiento había acabado siendo, como sucedía habitualmente, mucho más larga de lo prometido antes de salir de casa. Eran casi las nueve, y mi madre, que me estaba sirviendo la porción de pastel de carne que me había guardado, me miró.

«¿A qué te refieres, Charles?»

«A que estoy perdiendo el tiempo en la escuela y creo que podría emplearlo mejor.»

«¿Qué quieres decir?»

En casa siempre me habían animado a pensar y expresarme como un adulto, y con quince años y una confianza en mí mismo cada vez mayor, empezaba a expresarme sin rodeos. Le expuse mi argumento.

«Quiero dejar de perder el tiempo haciendo deporte en la escuela los miércoles por la tarde y aprovecharlo para correr en bicicleta. El objetivo de ir a la escuela es prepararme para el futuro, y sé que no voy a ganarme la vida jugando a rugby o a fútbol. Yo quiero ser ciclista, por lo que es muy importante que me entrene. No me perderé ninguna clase de las demás, pero no soporto entrenarme a oscuras: es peligroso y cuando llego a casa no tengo tiempo para hacer los deberes…»

Por aquel entonces mi madre ya sabía que quería ser ciclista. Hasta ese momento nunca habíamos hablado sobre si iba a dejarme que intentara ganarme la vida como profesional. Mi padre había sido jinete profesional y, aunque labrarse una carrera en el deporte profesional, fuera cual fuera, era algo sumamente difícil y muy precario, mi madre, más que ninguna otra persona, siempre había tenido una fe ciega en mí. Cuando, con solo diez años, le dije por primera vez que quería correr el Tour de Francia, ella aceptó mi decisión e hizo todo lo que pudo para que empezara a correr, y me llevó a las carreras que se celebraban por todo el país. Se pasaba todos los fines de semana en los aparcamientos de los pueblos, con el Sunday Times y un termo de té, esperando pacientemente a que yo corriera la carrera. Era su forma de apoyarme. Después de cada carrera, en el camino de vuelta a casa, dejaba en mis manos la posibilidad de hablar de cómo había ido. A veces guardaba un silencio malhumorado durante todo el trayecto, pero nunca se enfadó ni me presionó para hablar de ello. Mis carreras eran mis carreras y yo lo hacía lo mejor que podía. Ella nunca lo cuestionó. Del mismo modo, yo nunca cuestioné que tuviera que acabar la educación obligatoria; siempre me había parecido un trato justo. Iba a la escuela, sacaba buenas notas y, así, podía pasar el tiempo libre compitiendo o entrenando. Sin embargo, también sabía que si ahora me permitía salirme con la mía, iba a inclinar la balanza a favor del ciclismo para dedicar menos tiempo a mi educación. A pesar de que se acercaban los exámenes de bachillerato, yo estaba convencido de que era lógico dedicar más tiempo al ciclismo. Era algo razonable y práctico, y me daría cierta ventaja con respecto a todos los demás de mi edad.

Mi madre miró el reloj de la pared antes de volver a posar la mirada en mí y contestó sin el menor deje de reticencia: «Bueno, si crees que deberías dedicar más horas a correr en bicicleta, escribiré la carta».

Era la respuesta que quería. Supe entonces que tenía la bendición de mi madre para hacer realidad el objetivo que me había planteado.

Al cabo de dos semanas, después de engullir el almuerzo y de cambiarme a toda prisa en los vestuarios de la escuela, cogí mi bicicleta en el aparcamiento. Cuando encajé las botas en los pedales y me dirigí hacia las puertas de la escuela, me embargó una emoción increíble. El director de la escuela Bootham me había dado permiso para saltarme la clase de deporte del miércoles por la tarde para que saliera a entrenar. Al franquear las puertas y oír que el bullicio del patio se desvanecía a mis espaldas, sentí una sensación de libertad y éxito que no había experimentado en toda mi vida. Dejaba atrás una vida normal y corriente, y empezaba a adentrarme en el mundo con el que había soñado.

No solo me obsesionaba el acto físico de montar en bicicleta, sino que tenía muchísimas ganas de aprender todo lo que pudiera sobre el mundo del ciclismo. Me empapé de todas las historias sobre cómo habían alcanzado el éxito todos mis predecesores. Leí todos los libros y revistas sobre el tema. En cierto modo, la búsqueda de todas estas historias era tan divertido como el hecho de leerlas. Por entonces aún no había internet y ninguna forma clara de acceder a esta información; accedí al mundo del ciclismo profesional con cuentagotas, a través de encuentros, rumores y libros que pasaban de mano en mano.

Como no podía ser de otra manera, empecé a buscar a gente que pudiera ayudarme a lograr mi objetivo. El apoyo de mi madre, que me llevaba a todas las carreras, había sido crucial, pero cuando llegué a categoría júnior, supe que necesitaba a gente a mi lado que conociera a la perfección el mundo profesional.

Conocí a Mike Taylor en el Vuelta a Irlanda júnior, el otoño antes de partir hacia Francia. Hacía poco que Mike había sido nombrado director del equipo júnior de Gran Bretaña, con el que iba a correr esa carrera. Enseguida sentí un gran vínculo con Taylor, que había llevado a un sinfín de equipos británicos a Europa desde hacía muchos años. Conocía a ciclistas, comprendía el deporte y tenía muchísima más experiencia que cualquiera de las personas a las que yo conocía. Mike no era la persona más indicada si eras apocado; era un tipo directo que no se andaba con chorradas. En esa semana que pasé en Irlanda tuve la sensación de que había encontrado a una figura clave de mi futuro. Quería saber cómo llegar a ser profesional, y sabía que Mike podía ayudarme. En cuanto regresamos de Irlanda, hablaba con Mike por teléfono casi a diario y lo asediaba con más y más preguntas. Gracias a su guía encontré el camino que iba a tomar.

Me quedó claro que el único método para llegar a ser ciclista profesional consistía en ir a Europa e intentar lograrlo o morir en el intento. No había escuelas ni academias; era algo que dependía de cada ciclista y de intentarlo sin desfallecer. Era la única opción. Poco había cambiado desde los sesenta: para ser aceptados en el pelotón, los ciclistas británicos tenían que adaptarse a un país distinto. No era solo una cuestión de irse de casa para encontrar trabajo. Tenías que estar dispuesto a romper con todo y a hacer todo lo que te pidiera un director francés o belga que no tenía ninguna obligación de cuidar de ti si querías ser un poco mejor que los demás. Para mí, y quizá también para otros, todo esto formaba parte de la atracción de convertirte en ciclista profesional europeo; conseguirlo era lo máximo a lo que podía aspirar un ciclista británico, ya que era muy poco habitual que alguien lo hiciera, y se trataba de un objetivo sumamente difícil de conseguir. Así pues, cuando llegué a la concentración de Vendée U en Francia ya sabía que no iba a encontrarme con algo que pudiera abrumarme. Una cosa tenía clara: era un hombre con una puta misión.

Durante los primeros días en Francia, las cosas no mejoraron demasiado. Después de esperar pacientemente a que regresaran, el equipo volvió del entrenamiento y me llevaron con ellos a la casa de Saint-Maurice-le-Girard, donde me di cuenta de nuevo de que no había llegado en el mejor momento. Durante el trayecto me explicaron que la casa del equipo estaba bajo la supervisión de un polaco que en su momento había sido ciclista, pero que ahora trabajaba en la tienda de deportes que había al otro lado de la carretera, que era propiedad de Bernaudeau. Vivía ahí con su mujer y los ciclistas extranjeros: Aidan Duff, Piotr Wadecki (otro polaco) y Janek Tombak, un estonio. Aidan Duff, que era irlandés, estaba en una carrera. Conocía a Aidan porque tenía cierta fama e imaginé que hallaría en él un aliado con el que al menos poder hablar en inglés. Sin embargo, iba a tener que esperar unos cuantos días para verlo.

Bernaudeau, que se moría de ganas de ir a su casa a comer, me hizo una visita guiada de no más de treinta segundos sin moverse, señalando con un brazo las distintas puertas que se veían desde el vestíbulo. Después asomó la cabeza en la cocina y explicó al grupo de europeos del este que iba a vivir con ellos. Entonces se volvió, me miró y dijo: «Dúchate antes de la una de la tarde. Luego no queda agua caliente». Y añadió: «Habrá muchos corredores. Etiqueta tu comida si no quieres quedarte sin ella».

Tras esos dos consejos, Bernaudeau dio la visita por concluida y se dirigió hacia la puerta de la calle. Eso fue todo. La casa era bastante sencilla; parecía un lugar en el que vivía gente mayor, o incluso alguien que acababa de fallecer, como si los ocupantes solo tuvieran suficiente energía para limpiar las cosas que tenían a su alrededor, y todo lo demás permaneciera bajo una capa de polvo, olvidado y fuera de lugar. Puede que Vendée U fuera el mejor equipo de Francia, pero el alojamiento que proporcionaban parecía la celda de un puto terrorista.

Miré de nuevo a mi alrededor, pero no me inmuté. Sabía que no había otra opción si quería ser ciclista profesional. Era un rito de iniciación.

Para ser sincero, había una parte de mí que se consideraba incluso afortunado. Las historias que había leído de mis predecesores británicos me habían preparado para aceptar todas las situaciones de mierda por las que iba a tener que pasar. Veía todas esas penurias como un proceso que me iba a permitir conseguir la legitimidad necesaria. Incluso cuando vi el lugar cochambroso que iba a convertirse en mi nuevo hogar, solo tuve sentimientos de culpa. En el fondo sabía que, en comparación con mis predecesores, lo había tenido relativamente «fácil» porque podía comprar una tarjeta telefónica de France Télécom y llamar a mi madre si lo necesitaba.