Guerras plebeyas - Mariana Valeria Parma - E-Book

Guerras plebeyas E-Book

Mariana Valeria Parma

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Beschreibung

La Germanía de Valencia (1519-1522), el conflicto sociopolítico más relevante de la historia valenciana, es analizado desde el campo temático de las revueltas y revoluciones medievales y modernas centrando la mirada en un momento particular de esta: la dramática etapa originada a partir de su radicalización. Este estudio de historia política, que considera la guerra y la violencia como instrumentos de acción política agermanados, recupera la trayectoria de los "capitans dels avalots i de la guerra", tal como los definió Joan Fuster. Sus acciones fueron denostadas como irracionales y bárbaras por cronistas y vencedores; sin embargo, las distintas luchas que instrumentaron los plebeyos bajo estas formas violentas cobran una relevancia significativa desde el análisis histórico retrospectivo. El libro analiza el desarrollo de múltiples luchas políticas en el devenir del conflicto, por medio del despliegue de distintas Guerras plebeyas cuya racionalidad, capacidad creativa y praxis se ponen de manifiesto. Estas pequeñas guerras lograron, en su conjunto, alumbrar un intenso proceso de politización plebeya, marcar a fuego la memoria de los subalternos y convertir a la propia Germanía en parte del repertorio cultural de los futuros mundos en lucha.

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HISTÒRIA / 206

DIRECCIÓN

Mónica Bolufer Peruga (Universitat de València)

Francisco Gimeno Blay (Universitat de València)

M.ª Cruz Romeo Mateo (Universitat de València)

CONSEJO EDITORIAL

Pedro Barceló (Universität Postdam)

Peter Burke (University of Cambridge)

Guglielmo Cavallo (Università della Sapienza, Roma)

Roger Chartier (EHESS)

Rosa Congost (Universitat de Girona)

Mercedes García Arenal (CSIC)

Sabina Loriga (EHESS)

Antonella Romano (CNRS)

Adeline Rucquoi (EHESS)

Jean-Claude Schmitt (EHESS)

Françoise Thébaud (Université d’Avignon)

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Mariana V. Parma, 2023

© De esta edición: Universitat de València, 2023

Publicacions de la Universitat de València

https://puv.uv.es

[email protected]

Ilustración de la cubierta:

Les germanies (1991) de Jaume Mir (Felanitx 1915-Palma 2012),

escultura en bronce 35 × 42 × 22 cm

Coordinación editorial: Amparo Jesús-Maria Romero

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Maquetación: Inmaculada Mesa

Corrección: Letras y Píxeles, S.L.

ISBN: 978-84-1118-246-1 (papel)

ISBN: 978-84-1118-247-8 (ePub)

ISBN: 978-84-1118-248-5 (PDF)

Edición digital

A mi padre, por nuestra utopía jacobina.

A mi madre, por su mirada con el alma,ante la alegría popular.

ÍNDICE

PRÓLOGO

PREFACIO

INTRODUCCIÓN

1. TEORÍA Y METODOLOGÍA DEL CONFLICTO SOCIAL

1.1 Los paradigmas teóricos de las revueltas y las revoluciones

1.2 Herramientas para la interpretación de los mundos en lucha

1.3 Aproximación teórica a la radicalidad en los conflictos sociales

2. HISTORIA DE UN CONFLICTO

2.1 Los estudios sobre la revuelta

2.2 El reino de Valencia antes de la Germanía

3. UN MOVIMIENTO SOCIAL Y POLÍTICO

3.1 La organización y los síndicos del pueblo

3.2 Escenarios e itinerarios regnícolas

4. LA GERMANÍA EN ARMAS

4.1 El antagonismo

4.2 Las guerras plebeyas

a) La guerra potencial

b) La guerra destituyente

c) La guerra conspirativa

4.3 Los repertorios ideológicos y culturales de los plebeyos

5. VESTIGIOS DE LA GERMANÍA

5.1 La proyección del conflicto agermanado

5.2 El castigo y el carácter de la Germanía

5.3 Mito y memoria de un conflicto

REFLEXIONES, LA VUELTA AL PUNTO DE PARTIDA

BIBLIOGRAFÍA

PRÓLOGO

He aquí una nueva monografía sobre la Germanía de Valencia. Pronto concluirá el breve ciclo conmemorativo de su quingentésimo aniversario (2019-2022), un cuatrienio que, para extrañeza de tantos, se ha caracterizado más por el olvido de la clase política que por la memoria de las instituciones, excepción hecha de las académicas. Bienvenido sea, pues, este libro –un nuevo y oportuno estudio– que se une a la serie de trabajos que la Universidad ha dedicado a aquel vasto conflicto con que se inicia, en tierras valencianas y mallorquinas, el reinado de Carlos I, la nueva dinastía Habsburgo y la inserción de la monarquía hispánica dentro de la estrategia imperial de los Austrias. Su autora, la Dra. Mariana Valeria Parma, es argentina y profesora de la Universidad de Buenos Aires. Tal vez nos sorprenda constatar que la Germanía haya podido despertar el interés de una historiadora allende el Atlántico, cuando no lo ha suscitado entre nuestros especialistas, fuesen valencianos o no. En este sentido, no estará de más recordar que, en su programa de investigación sobre la oposición política a los Austrias, el Dr. José Antonio Maravall incluyó las comunidades de Castilla, pero no las Germanías de Valencia. Pero el estupor se disipará –eso espero, al menos– cuando añadamos que Mariana Parma es discípula del Dr. Carlos Astarita, prestigioso medievalista argentino, profesor de las universidades de La Plata y Buenos Aires, e historiador bien conocido en toda Latinoamérica, en España y en Francia, donde ha sido director de estudios asociado en l’École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París. Entre otras muchas obras, Astarita es autor de Revolución en el burgo: Movimientos comunales en la Edad Media. España y Europa, un amplio estudio de historia social publicado en 2019 sobre las luchas comunales en la Europa medieval, aunque centrado, en su segunda parte, en la insurrección de Sahagún de 1110 al año 1117.

Dentro de este contexto intelectual y académico más propenso que el nuestro a la investigación cosmopolita, Mariana Parma ha venido ocupándose de la Germanía de Valencia durante cerca de dos décadas. Su aproximación a la insurrección agermanada comenzó a finales de los años noventa con una tesis de licenciatura titulada El derecho a Dios. La religión de redención social en la revuelta agermanada a través de las crónicas del siglo XVI, y ha culminado recientemente, en 2017, con la tesis doctoral que, revisada y reelaborada, ahora se presenta al público en el formato de una publicación universitaria. Durante tan dilatado período, la profesora Parma ha dado a conocer diferentes aspectos de su trabajo en revistas científicas de ambos continentes. Los lectores españoles ya hemos tenido la oportunidad de apreciar sus muchas virtudes –dominio de la bibliografía, excelente conocimiento de las fuentes literarias y archivísticas, estilo reflexivo y rigor metodológico– mucho antes de tener acceso a esta gran síntesis de su extenso itinerario intelectual, que ve la luz ahora bajo el rubro de Guerras plebeyas. Luchas políticas en la Germanía (1519-1522). Ocasión habrá de comprobar que se trata de un título bien traído, muy expresivo –además– de la más sobresaliente novedad historiográfica que la Dra. Parma nos propone en este gran fresco de la València del Renacimiento: la Germanía entendida como una guerra plebeya desde sus orígenes más remotos a los más inmediatos, y la guerra considerada no ya condición de facticidad de la revolución, sino como la radical vocación política de esta. La profesora Parma aporta, mediante su trabajo de investigación, nuevos argumentos al esfuerzo historiográfico de justificación del significado triplemente revolucionario –por pionero, por moderno y por burgués– de la Germanía iniciado por Joan Fuster en el sexenio 1962-1968, un proceso de análisis e interpretación que, en la obra de la historiadora argentina, alcanza su forma más perfilada, y yo diría que definitiva.

En efecto, Guerras plebeyas representa en mi opinión la culminación de una corriente historiográfica de interpretación radical de la Germanía. Los defensores de la naturaleza revolucionaria del movimiento agermanado no han sido muchos: el propio Joan Fuster –con matices– a finales de la década de los sesenta, la Dra. Eulàlia Duran a comienzos de los años ochenta y la Dra. Mariana Parma desde finales de la década de los noventa. Aunque algunos otros estudiosos de la Germanía han –hemos– optado por otro tipo de fórmulas o calificativos a la hora de referirnos al conflicto como fenómeno global, no por ello, todos sin excepción, hemos dejado de reconocer la existencia de virtualidades revolucionarias en su seno. Yo no sabría pronunciarme con absoluta firmeza acerca de si la Germanía fue un movimiento revolucionario coherente desde sus propios orígenes y en todas y cada una de las localidades donde arraigó. Pero de lo que sí estoy completamente seguro es de que dentro de la crisis agermanada se dieron pulsiones revolucionarias de una intensidad a la que tal vez no hayamos sido completamente sensibles todos sus investigadores. También lo estoy, desde luego, de que tales manifestaciones alcanzaron su paroxismo en el contexto de radicalización prebélica y durante la fase armada del conflicto.

La guerra –es evidente– marcó un antes y un después en el devenir de la Germanía. No obstante, mucho me temo que la conflagración entre los bandos en conflicto no sea para la Dra. Parma un mero punto de inflexión. En el texto que presentamos, la guerra –las guerras plebeyas– constituye la piedra de toque de la revolución y, en tanto que tal, la violencia bélica es el nudo gordiano del andamiaje teórico que sustenta esta aproximación a la historia de la Germanía.

Para comprender por qué la guerra modela el núcleo alrededor del cual gira esta amplia reflexión sobre la Germanía y su memoria a lo largo de los siglos XVI y XVII, resulta imprescindible entender que el estudio de los fenómenos revolucionarios ha migrado en nuestros días desde el dominio de la historia social al campo de la historia política. Así nos lo ha mostrado –y, por cierto, de una manera muy convincente– Francesco Benigno en publicaciones que la Dra. Parma conoce bien y cita profusamente. Mientras que la historiografía europea sobre la revolución estuvo bajo el influjo de los grandes paradigmas «clásicos» –el liberal de raigambre tocquevillana y el materialista de inspiración marxista–, la «revolución» fue contemplada como el último capítulo del cambio social. Cuando lo nuevo se había asentado plenamente y lo viejo se resistía a morir, una fiebre elevada, una crisis aguda, una reacción intensa y fulminante –una «revolución», en suma– venía a resolver el drama. La violencia, aunque hubiera podido utilizarse de forma cruel y espeluznante –por ejemplo, durante el Terror–, importaba más bien poco al historiador. Hannah Arendt –refiriéndose en este caso a Marx, aunque podría haberlo hecho de igual modo a Tocqueville– lo expresó con suficiente claridad:

Marx conocía el papel de la violencia en la Historia, pero le parecía secundario; no era la violencia, sino las contradicciones inherentes a la sociedad antigua, lo que provocaba el fin de esta. La emergencia de una nueva sociedad era precedida, pero no causada, por violentos estallidos que él comparó con los dolores que preceden, pero desde luego no causan, al hecho de un nacimiento orgánico.

De este modo, pues, el estudio de la revolución como fenómeno social apenas contemplaba –o lo hacía de una manera tangencial– el empleo de la violencia en alguna de las fases de su consolidación. Caso bien distinto era el de los movimientos sociales de menor entidad –revueltas, levantamientos armados, rebeliones, insurrecciones, sublevaciones, motines, conmociones, algaradas, etc.–, donde el estudio de la violencia y la determinación de sus consecuencias materiales, sociales, políticas y eventualmente religiosas solía ocupar una posición central.

Bajo la óptica del «mito revolucionario», parecía que las revoluciones podrían llegar a ser previstas; de ahí el viejo binomio «pre-revolucionario» a que nos acostumbraron Robert Foster y Jack P. Greene: las «precondiciones» –esto era lo mollar– y los «precipitantes» –esto, acaso, importaba menos–. Las rebeliones, al contrario, carecían de «precondiciones», ya que no era el cambio social el que las provocaba, sino, más bien, la intensificación de viejas estructuras de poder y dominación repletas de tensiones y contradicciones. Las revueltas sencillamente constituían la respuesta, en ocasiones desesperada, ante determinados «detonantes»: alza del precio del pan, desabastecimiento, incremento de la presión fiscal, alojamiento de tropas, etc. Toda revolución digna de tal nombre debía atacar los cimientos de las estructuras sociales y de poder vigentes. Sus hermanas menores –las rebeliones– únicamente constituían expresiones colectivas de malestar. De suyo, toda revolución auténtica debía ser «progresista», mientras que las revueltas nunca pasaban de ser simples manifestaciones «reactivas». En el ámbito de la historia estrictamente moderna, no muy distintos eran los planteamientos de base de algunos de nuestros «clásicos» europeos: Richard Henry Tawney, Lawrence Stone, Roland Mousnier, Boris Porchnev, Robert Mandrou, Christopher Hill, John H. Elliott, George Rudé, José Antonio Maravall, John Alfred Soboul, Claude Mazauric, Joseph Pérez, Rosario Villari, Alexandra Lublinskaya o Manfred Kossok. Ahora bien, a mediados del pasado siglo XX el llamado «mito revolucionario» recibió los primeros golpes de la mano del historiador británico Hugh Trevor-Roper en el contexto de la controversia conocida como storm over the gentry, a la que, unos cuantos años después, seguiría la polémica sobre la Revolución francesa desatada por François Furet. En ambos casos, más que ponerse en duda el carácter revolucionario del Parlamento inglés en 1642 o de los Estados Generales de Francia en 1789, lo que se cuestionaba era el carácter «progresista» de sus líderes políticos en tanto que portavoces de la clase representativa del nuevo orden social emergente.

Francesco Benigno ha condensado magistralmente el impacto de los llamados «revisionismos» sobre la historiografía europea de la segunda mitad del siglo XX:

las lecturas revisionistas han ido atacando poco a poco los tres elementos cardinales de la interpretación social clásica [origen «social» de la revolución, carácter «necesario» de la misma y su significado «progresista»], dando prioridad a una interpretación de la revolución ideológico-política, frente a lo social, subrayando el carácter coyuntural, cuando no accidental, de los acontecimientos que la han generado y matizando, e incluso negando, su significado progresivo.

Además de los ya mencionados, los historiadores que han contribuido a la demolición de los tres «mitos» clásicos sobre la revolución no solo se sitúan en la esfera de la historiografía liberal o ecléctica, sino también en el campo del marxismo crítico. Entre todos ellos sobresalen autores cuyas aportaciones configuran una parte sustantiva de la trama de la obra de la Dra. Parma, como Alfred Cobban, Conrad Russell, Arno Mayer, Eric Hobsbawm, Edward P. Thompson, Michel Vovelle, Charles Tilly, Mona Ozouf, Keith Michael Baker, Dough McAdam, John McCarthy, Meyer Zald, Alberto Melucci, Rod Aya o Slavoj Zizek. Será de nuevo Benigno quien nos ayude, con su propia voz, a comprender algunas de las implicaciones del nuevo marco interpretativo –la historia de las culturas políticas– dentro del cual se desenvuelve hoy la reflexión sobre los fenómenos revolucionarios:

la (nueva) historiografía (ha investido) los procesos de radicalización política de preguntas que, no reduciéndose ya a la antigua cuestión de la etiología de la salida revolucionaria, pretenden ahora incidir en la subjetividad de la experiencia revolucionaria, y cuestionan, mucho más que en el pasado, el papel de la violencia, su uso y consecuencias. La violencia, en efecto, hoy día ya no es una incómoda servidora de la Gran Narrativa Progresista, y tiende a ocupar un espacio central en los discursos de la esfera pública, y a convertirse en el fulcro de un retorno a una historia no tanto événementielle como «experiencial». Una historia cuyo sentido ya no deriva de la adhesión al paradigma de la modernidad, sino de las dramáticas elecciones individuales y colectivas, y de las máximas de orden ético y los valores que la acompañan.

Las palabras del gran historiador siciliano nos predisponen a entender por qué la profesora Parma ha decidido situar la violencia y la guerra como eje vertebrador de su estudio sobre la Germanía de Valencia. Para la ciencia social, el conflicto y la violencia han constituido siempre un punto de llegada. La mayor o menor gravedad de este tipo de episodios vendría a ser el reflejo de la mayor o menor complejidad de sus dinámicas sociales configuradoras. Para la reflexión política, sin embargo, ambas realidades constituyen un punto de partida. Dentro de una tradición que se remonta cuanto menos a Hobbes, la finalidad del pacto social y de la negociación política es precisamente suprimir el estado de guerra, acabar con la violencia e instaurar el estado civil y la seguridad del poder soberano. A diferencia de lo afirmado por Clausewitz, la violencia y la guerra no son la «continuación» de la política por otros medios, sino más bien la «ruptura» o la «desintegración» de la política y la apertura de escenarios inciertos para el devenir de las sociedades y de los Estados. Si la finalidad de la política es la paz, la guerra nunca puede ser considerada su «continuación», pues, como ha señalado oportunamente Hannah Arendt, «la guerra produce revoluciones y la revolución engendra guerras». Contemplada desde la orilla de la historia política –como ya sabíamos gracias, entre otros, a Yves-Marie Bercé–, el recurso a las armas y la elección de la violencia como instrumento de acción política, incluso dentro marcos de convivencia tradicionales, sitúan a sus protagonistas en un estado potencialmente revolucionario capaz de disolver las inveteradas reglas de juego, de redefinir las relaciones sociales y de empujar a la multitud a exigir un nuevo pacto social. Así lo ha entendido Mariana Parma. Tras haber dedicado la primera parte de su estudio a pintar un cuadro al mismo tiempo representativo y complejo acerca de los cambios operados dentro de la reflexión, de la teoría y del método del conflicto social (capítulo 1), y de haber situado al lector ante la realidad histórica del antiguo reino de Valencia a comienzos del siglo XVI, repasando con detalle cuanto ha sido escrito sobre la Germanía, desde Miquel García y Martí Viciana hasta V. Vallés y V. Terol, pasando por García Cárcel, Duran y otros (capítulos 2 y 3), nuestra autora entra de lleno en lo que, a mi modo de ver, constituye el verdadero núcleo de su trabajo.

Es en el cuarto capítulo de su obra, titulado «La Germanía en armas», donde la profesora Mariana Parma presenta el conflicto agermanado como una revolución originada por la exacerbación de uno de los tres grandes marcos culturales de la «plebe» valenciana (apartado 4.2): la milicia. La plebe era potencialmente temible porque a ella precisamente estaba encomendada la defensa de la ciudad. Para proteger sus muros, su jurisdicción y sus privilegios, las armas eran necesarias y la familiaridad con estas resultaba imprescindible. De ahí que se permitiera a la plebe ir armada y que se facilitasen los medios para su entrenamiento: ejercicios militares patrocinados por las corporaciones de oficios, desfiles y paradas, concursos de tiro, etc. La sociedad urbana bajomedieval no solo había producido élites privilegiadas con derechos exclusivos al gobierno de la ciudad. También había originado élites sociales con derechos inclusivos de representación ante las instancias de poder local. Estas élites sociales se hallaban integradas –entre otros– por los gestores de las corporaciones urbanas, unos líderes que en no pocos casos reunían la triple condición de dirigentes profesionales, civiles y militares del «pueblo». Apenas hay inventario post mortem de un artesano o labrador valenciano de comienzos del Quinientos donde no se dé cuenta de la posesión de una o varias armas ofensivas u defensivas, con independencia de los pequeños arsenales que los gremios y las cofradías custodiaban, y podían poner a disposición de sus miembros cuando la ocasión lo requiriese. La plebe en armas –los «guerreros plebeyos», como yo mismo los denominé hace treinta años– constituía una realidad ambigua: su fuerza era garantía de la defensa y de la permanencia de la ciudad, pero su poder, especialmente si se materializaba en el contexto de una apelación a la convergencia, a la unión, a la comunidad o al hermanamiento, resultaba temible y potencialmente revolucionario. Una plebe en armas contestataria, refractaria al respeto del orden jerárquico derivado del privilegio político y predispuesta a actuar según las coordenadas de sus otros dos marcos culturales propios –que, según Parma, serían el apocalipticismo popular, animado por un imperativo moral de la «igualdad» y la fiesta popular (el carnaval bajtiniano) que invitaba a la «inversión» de los valores a través de la burla y la risa–, es una plebe «revolucionaria».

Pero la reflexión –que al mismo tiempo constituye la principal aportación– de la Dra. Parma sobre el carácter revolucionario de la Germanía de Valencia no se limita a la primera fase del conflicto o de «guerra potencial» (apartado 4.2a), donde se aborda el impacto político que tuvo la orden de adesenament –prevista desde 1515, pero no comunicada hasta el verano de 1519– sobre el cuerpo de la milicia urbana tradicional, esto es, sobre las corporaciones de oficios de la capital. El adesenament habría producido tres grandes efectos políticos. En primer lugar, habría hecho consciente a la plebe de su imprescindibilidad para la defensa de la urbe, de su orden político y de su estabilidad social en una coyuntura tan crítica como aquella en la que los oficiales «naturales» de la milicia –ciudadanos y caballeros– había huido de la ciudad, abandonándola a su suerte. En segundo lugar, habrían dejado expedito el camino para que las cofradías y corporaciones de oficio adquirieran y aprendieran a utilizar armamento moderno –armas de fuego y artillería– circunstancia esta que situaba a la plebe en pie de igualdad con la corona y la aristocracia en materia de tecnología militar y dosificación técnico-estratégica de la violencia. Por último, habría permitido que la plebe tomara conciencia política de sí misma y que comenzara a contemplarse, no bajo la concepción tradicional vertical derivada de la estructura de oficios y cofradías existente, sino bajo una nueva concepción horizontal y transversal: la «germanía» del «pueblo» o de los «pueblos».

En este orden de cosas, el proceso de radicalización del espíritu reivindicativo agermanado –subrayado por García Cárcel y por Vallés– no sería sino un comportamiento aparente que enmascararía la genuina radicalidad originaria de un movimiento que, ya desde sus primeros movimientos, se habría presentado como una alternativa al orden político y constitucional que la milicia (tradicional) estaba presuntamente llamada a defender. Los dos apartados siguientes, titulados la «guerra destituyente» (apartado 4.2b) y la «guerra conspirativa» (apartado 4.2c), se hallan dedicados al desarrollo del conflicto armado. Aunque desplegado con todo su dramatismo durante el verano de 1521, este habría tenido un prólogo absolutamente determinante y crucial con el ataque al vizcondado de Chelva, primera de las grandes expresiones de radical oposición antiseñorial de la Germanía. Poco después, la resistencia armada del territorio situado alrededor del curso bajo del río Xúquer, delimitado por las poblaciones de Alzira y Xàtiva, compone un cuadro en el que, a la complejidad funcional de las milicias populares en aquellos momentos, se añadiría el extraordinario fenómeno encubertista, con todo su potencial de resistencia crecientemente clandestina dentro del contexto de derrota y represión del movimiento popular.

La revolución no pudo ser. Los agermanados se hicieron con algunos resortes del poder urbano –oficios y cargos, entre ellos la capitanía general de la milicia popular (Peris), el racionalado (Caro) y la administración del antiguo patrimonio (Sorolla)–, movilizaron a las villas realengas contra los barones y señores alfonsinos, activaron los enfrentamientos políticos entre facciones locales e infligieron sonadas derrotas a sus enemigos (batalla del río Vernissa, saqueos de Gandia y del arrabal de Dénia, bautismo forzoso de numerosas aldeas musulmanas). Sin embargo, ninguna de sus victorias fue permanente. Los dirigentes de la Germanía se dividieron, la fuerza del bando antiagermanado se impuso, el movimiento fue desarticulado y la represión se aplicó con toda la dureza de la vindicta, condicionando la historia entera del siglo XVI valenciano y la propia memoria de la Germanía. La profesora Parma dedica páginas muy sobresalientes (capítulo 5) al análisis de la fase resolutiva y represiva del conflicto agermanado, así como a su complejo proceso de deslegitimación, tanto desde la perspectiva del tempo corto –el judicial y penal– como desde una panorámica a más largo plazo dibujada por una historiografía que durante algo más de cuatro siglos –desde Luis Vives (1526) a Leopoldo Piles (1952)– pretendió desacreditar a aquellos agermanados «enfurecidos y locos que ni siquiera sabían lo que querían».

El libro de la profesora Parma concluye con unas palabras que representan, al mismo tiempo, una síntesis general, una reflexión de conjunto y una invitación a continuar repensando la Germanía. Mariana Parma trata de situar su propuesta interpretativa del fenómeno agermanado –al mismo tiempo conclusiva de una corriente interpretativa que se remonta a Joan Fuster y representativa de los giros historiográficos que, sobre la conflictividad social, se han operado en los últimos treinta años– dentro de un cuadro bastante más vasto. La escala temporal que se aborda en apartado titulado «Reflexiones, la vuelta al punto de partida» es la propia de su formación como medievalista y, al mismo tiempo, la necesaria para incardinar a la Germanía dentro de los episodios de contenido genuinamente revolucionario de la historia occidental, esto es, los que se dieron en la Europa moderna, pues, como ha observado Hannah Arendt, «no hay revoluciones antes de la Edad Moderna». Desde la guerra de la Unión a la Germanía de 1519 a 1522, estas reflexiones nos permiten descubrir el potencial revolucionario de las formas más primitivas de conjuración de la plebe y la proyección hacia el futuro de la memoria de una protesta que llegó a poner en jaque a la nobleza, a la aristocracia y a la propia estructura de poder político del reino a comienzos del siglo XVI.

Como toda obra histórica grande, el libro de la profesora Parma no solo es apto para estómagos acostumbrados a la historia académica, a sus exigencias teóricas y metodológicas. Constituye, asimismo, una aproximación a la Germanía perfectamente asimilable por un lector curioso, deseoso de conocer mejor su pasado. Hemos de agradecer a Mariana Parma, pues, su esfuerzo por no dejar fuera de su obra, yo diría, ni una de las facetas del fenómeno agermanado. La Dra. Parma no ha olvidado ninguno de los hitos relevantes del conflicto, ninguna de las poblaciones que intervinieron en este –incluyendo a aquellas que no formaban parte entonces del reino de Valencia, pero tuvieron un protagonismo mayor o menor en el desarrollo de los acontecimientos–, ninguno de los hechos cruciales. Tampoco ha dejado de pasar revista a todo cuando ha sido escrito sobre la historia de la Germanía desde Miquel García y Catalá de Valeriola hasta el presente, sin marginar ninguna de las manifestaciones del conflicto, lo que le ha puesto en contacto con tradiciones historiográficas tan diversas como la historia de la escatología cristiana y musulmana o la historia visual, del patrimonio y de la memoria. A este agradecimiento, que no es otro que el debido a cualquier historiador sensible, inteligente y tenaz, debemos añadir –y así lo hago constar explícitamente– otro muy sincero por no haber asumido que las fronteras, las distancias o las identidades deben condicionar el programa de estudio y el trabajo del especialista.

PHABLO PÉREZ GARCÍA

València, diciembre de 2021

PREFACIO

Este libro constituye una síntesis, revisión y actualización de la tesis doctoral que defendí en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en el año 2017. Agradezco a mis directores, los doctores Carlos Astarita y Fabián Campagne, su permanente generosidad. A ellos se debe cualquier acierto que pueda encontrarse en este libro. Claro que este no existiría sin el impulso y el don de la palabra justa en el momento preciso de la Dra. Corina Luchía, quien integró entonces el tribunal de aquella defensa y hoy es una enorme amiga y directora responsable a cargo del proyecto en el que se encuadran estas investigaciones: Poder político y estrategias de dominación en la Edad Media peninsular, PICT-FONCYT 03108/2018-2021.

Este trabajo sigue las huellas de la acción colectiva agermanada, un recorrido que solo fue posible realizar gracias a la búsqueda paciente documental y al cualitativo y continuo aporte investigativo de los historiadores de la Comunitat Valenciana. A todos ellos debo expresar mi gratitud y, entre ellos, debo particular reconocimiento al Dr. Pablo Pérez García, por su imponderable amabilidad y por sus invaluables comentarios que constituyeron la punta de lanza de esta publicación y de mi norte como historiadora. Varios colegas de este lado del océano, indirecta o directamente, a través de escritos o comentarios, han influido sobre esta escritura. Es justo reconocer esta contribución a los docentes, investigadores y becarios de las cátedras de Historia Medieval y de Historia Moderna, de los institutos de Historia Antigua, Medieval y Moderna y de Historia de España y a los colegas de la Maestría en Estudios Medievales, espacios todos ellos de mi facultad.

Una mención obligada entre los agradecimientos tiene mi pequeña tribu de primos, quienes debieron asumir la difícil tarea de cubrir el vacío de las ausencias a las que dedico este libro. Sus abrazos y su presencia, cercana o a la distancia, pudieron con ello. Guerras plebeyas constituye también un tributo a la mística y a las ideas, sobre todo las políticamente incorrectas, compartidas con mis compañeros, mi otra familia, la elegida.

Por último, pero quizás antes de toda mención a mis auxilios en esta empresa individual, cada letra de este libro, con las objetividades debidas, rinde homenaje a quienes dieron su vida militando por la Germanía, escritas con la convicción de que, por entonces y siempre, cumple sus sueños quien resiste.

Buenos Aires, a quinientos años de la salidade la ciudad de València del ejército agermanado,dando comienzo a la guerra.

INTRODUCCIÓN

No era sólo motivada por la ira momentánea, sino por una peculiar ferocidad salvaje. Estas palabras nos acercan al hervidero incontrolable que los sectores de poder siempre observaron en la lucha social que se radicaliza.

CARLOS ASTARITA1

Las revueltas sociales no han suscitado los grandes debates y las polémicas que las revoluciones triunfantes han alumbrado en la historia. Sus abortadas pretensiones redujeron los análisis a dar cuenta de los porqués de tales derrotas o, en todo caso, entender las fallas del orden social que determinaron aquellas fugaces rebeldías. La mirada se dirigió al antes o al después de las jornadas rebeldes: la sociedad previa signada por una coyuntura poco feliz o las consecuencias sociales regresivas que convirtieron el conflicto social en funcional para un sistema por él ahora fortalecido, o bien en simple augurio de algo que solo podía llegar a ser en el futuro. Más que de los rebeldes, la investigación sobre las revueltas sociales prestó atención al derrotero del sistema de poder de los vencedores. Sin embargo, estos acontecimientos constituyen un particular atajo para quien pretende pensar la historia «desde abajo». Aparecen como fenómenos espontáneos en el contexto bajomedieval de una guerra social continua, marcada por el bandidaje y el crimen, «signos de una historia social válida expresada en lenguaje confuso, torpe y engañoso».2 El comportamiento de las clases populares puso de manifiesto en estos períodos de tensión los componentes de la cultura popular: la burla, la inversión de roles sociales, el desquite, el honor, la venganza, la glotonería, la ebriedad, el sexo, la violencia, la locura. En épocas generalmente de Carnaval, las revueltas aparecen como emergencia espontánea de la fantasía permanente del «país de Jauja».3 Es el «discurso oculto de los dominados», en palabras de Scott, el que se despliega abiertamente al historiador en estas contadas ocasiones de conflicto social abierto.

Pero las revueltas no solo son relevantes por la atribución de una significación indirecta; ellas, como las revoluciones, tienen una única capacidad creadora de experiencia, significado y sentido político, social y cultural, y en ello radica su valor intrínseco. Bajo el común denominador de una arena pública dominada por monarcas ausentes, señores feudales y oligarcas ciudadanos, su irrupción es generadora de comportamientos e identidades políticas en las clases populares del mundo preindustrial; elecciones políticas negadas una y otra vez por los cronistas del pasado. En este sentido, por su capacidad creadora, la barrera que separa las revueltas de las revoluciones es no solo tenue, sino que emerge como producto artificial de la mirada retrospectiva. Nos preguntamos cuánto de revuelta, de vuelta a una situación mítica dorada preexistente, hay en una revolución y cuánto de ruptura irreductible al orden social vigente hallamos al estudiar una revuelta. Ambos fenómenos comparten una misma fenomenología, beben del mismo repertorio mítico y se hace necesario superar tal distinción.4 Toda lucha colectiva es quiebre o parte de una reproducción sistémica siempre contradictoria. De la misma forma, la discusión sobre el carácter atrasado o moderno de las luchas por el sustento carece de sentido. Los conflictos sociales, tanto como la propia modernidad en que se desarrollan, suelen presentar un carácter bifronte, siendo a la vez retrógrados y modernos según la óptica de análisis que se seleccione. Además, las luchas que han postulado, como norte de sus acciones, la restauración de sociedades ideales del pasado, han generado procesos irreversibles de cambio como fruto o consecuencia de sus acciones incluyendo las revoluciones dieciochescas.

En el devenir histórico, las revueltas atravesaron este particular momento de transición que fue la modernidad en la Europa occidental. De una a otra parte del continente dominante se sucedieron desde la Baja Edad Media una y otra vez alzamientos, rebeliones, motines, revueltas, sediciones hasta las revoluciones triunfantes, inspiradoras de los grandes modelos de acercamiento, aproximación e interpretación del conflicto social y político hasta el presente. Antes de la aparición de las grandes revoluciones, una amplia gama de agravios y descontentos dieron paso a la concurrencia de conflictos. Conceptuados como revoluciones prematuras o como movimientos regresivos, a favor o en contra de la rueda de la historia, unos años en particular concentraron gran parte de estos procesos, entre mediados del siglo XV y 1539. En este período, se desplegó la revuelta foránea en Mallorca (1450), las remensas catalanas (1462-1486), la revuelta irmandiña (1467-1469), la revuelta de Cornualles (1497), la revuelta de Bolonia (1506), los carnavales de Udine (1511), la guerra de los campesinos húngaros (1514), las Comunidades castellanas (1520-1521), la revuelta de los campesinos alemanes (1525), la revuelta anabaptista de Münzer (1534), la Peregrinación de la Gracia en Inglaterra (1536-1537) y la revuelta de Gante (1539), entre otros sucesos.5 Gran parte de estos conflictos se desplegaron en posesiones que entonces se hallaban bajo el mando imperial hispánico. También en la intersección entre estas acciones encontramos un ideario común de corte mesiánico-milenarista que alimentó y legitimó la estrategia política insurreccional, sobre todo en territorios periféricos que fueron por siglos epicentros de difusión apocalíptica y destinatarios de una propaganda imperial profética. Las tácticas medievales de movilización armada y los episodios festivos, tanto los oficiales como los carnavalescos, suturaron un repertorio cultural con contenidos ambivalentes que se adivina tras las acciones rebeldes.

En esta extensa conflictividad en términos territoriales y temporales, la Germanía (1519-1522) constituyó un caso inédito, por la profundidad cualitativa de una praxis que no fue lo suficientemente reconocida frente a otras luchas sociales y políticas del período. El movimiento se inició en la ciudad de València, en un contexto marcado por las fisuras políticas en el ascenso al poder de Carlos V, por la crisis de subsistencia de 1520-1521, pero también en respuesta a la exclusión política en términos de la representación local. Tras la orden de constitución de una milicia defensiva, por razones coyunturales, los agermanados juramentaron su hermandad y se instituyeron como Gobierno local de hecho, y se revalorizó la participación de las mayorías urbanas en los asuntos públicos. El movimiento se extendió por ciudades y villas en la geografía del reino y, a partir de esta extensión, sumó agravios y descontentos que concurrieron a su radicalización y desembocó en guerra abierta al bando nobiliario. Un movimiento en paralelo y diferente conoció el reino de Mallorca y se sucedieron alteraciones en el reino de Aragón y en el Principado de Cataluña, mientras que la influencia agermanada se detectó en los conflictos antiseñoriales castellanos que tuvieron lugar al amparo del movimiento comunero. La Germanía, derrotada militarmente, culminó en prolongadas acciones de resistencia, bajo el terror blanco y el judicial, lo que dio origen a un fenómeno mesiánico. Tras el conflicto, una refeudalización nobiliaria al servicio del rey prorrogó las contradicciones del sistema que se habían expresado durante el intento agermanado. No fue el primer movimiento de los plebeyos que conoció la geografía regnícola. La guerra de la Unión (1347-1348) había propiciado una extraordinaria movilización social con motivaciones concurrentes antinobiliarias y antifeudales que fueron creciendo en el enfrentamiento armado contra la corona. Su fracaso no impidió que se gestaran los canales organizativos por los cuales transitó la Germanía décadas después. Tampoco la conflictividad de la València foral conoció su último latido con la derrota del Quinientos. Sus demandas y aspiraciones incumplidas prosiguieron en la lucha por la vía legal y ocasionalmente buscaron el concurso a las armas. Así en el siglo XVII otros rebeldes se erigieron como Ejército de la Germandat en las llamadas Segundas Germanías (1693). La autonominación nos da pistas para entender los motivos de la elección por el movimiento sociopolítico del siglo XVI que constituyó el punto más alto alcanzado por los subalternos en este extenso ciclo de acción colectiva.

Situamos nuestra mirada en torno a momentos sucesivos en el devenir de la lucha social del Quinientos: el período de radicalización (1520-1521), las acciones armadas (1521-1522) y la resistencia posterior (1522-1528).6 De conjunto, representaron un segundo tiempo de la acción colectiva, cuando esta ya no podía dar un paso atrás, convertida en delito de lesa majestad; producto del relevo en su liderazgo y apoyada en bases sociales más difusas, la Germanía atravesaba su etapa más conflictiva. A partir de la radicalización, se oscureció por completo la distinción antojadiza con una revolución. Esta trayectoria constituye la materia de este libro. Esa guerra abierta contra el poder existente, el crecimiento de la violencia responsable prima facie de la derrota del movimiento, se presenta como tema particularmente oscuro que mereció el unánime repudio de las voces coetáneas frente a las distintas opiniones que merecieron otros momentos y realizaciones de la Germanía. La irracionalidad, furia u otras calificaciones se presentaron en los escritos y relatos como única causa posible para estos actos, donde se desnudó abiertamente el profundo desprecio por «el vulgo» y por los «desmandados». El silencio en torno a la acción armada, como si esta detuviera la lógica de la lucha política, obedeció a una razón más que evidente. Abordar la descripción del ejercicio pleno, libre y sin restricciones de la violencia revolucionaria comporta antes que nada un problema de índole moral, donde cualquier atribución de lógica y racionalidad convierte al escritor en un abogado defensor de la crueldad.7 Además, en líneas generales, la voz de quienes abogaron por este camino ha llegado distorsionada al presente, ya que en la mayoría de los casos murieron en el campo de batalla y fueron sentenciados post mortem. Llegamos a ellos generalmente a través de relatos intencionados que intentaban despegarse de sus acciones o de quienes abogaron o justificaron sus ejecuciones. En este recorrido, notarios y juristas que tradujeron por escrito acciones y reivindicaciones moderadas se apartaron del derrotero de aquellos que no pactaron, ni negociaron su reducción a la obediencia. Estos tozudos fueron, además, a priori, elementos más plebeyos que los que dieron cauce a la Germanía, al menos en sus bases sociales, expulsados entre otras cosas del universo de la cultura escrita. Su actuación complejiza el análisis de clase, ni parece suficiente explicación los condicionantes estructurales para acceder a ese mundo casi oculto y final del movimiento. Guerras plebeyas intenta pensar, además de su emergencia, las cualidades de aquellos momentos particulares del conflicto social; comprender en el contexto histórico su racionalidad y trascendencia; pensar la capacidad creativa de las revueltas sociales centrando la mirada analítica en el propio conflicto, en la propia Germanía.

La creación de un antagonismo irreductible a toda institucionalización, execrable para quienes resultaron triunfantes, que provoca la crispación de los sectores acomodados hasta décadas después de la derrota, es lo que justifica nuestro uso del calificativo plebeyo y no el de popular para la acción rebelde. No se refiere al sujeto, ni a la composición social del movimiento, sino a los elementos contraculturales desplegados en y por la dinámica del conflicto, que terminaron por interpelar e impugnar los valores dominantes. La noción de «guerras plebeyas» hace alusión a ese antagonismo que plasmó el conflicto tras radicalizarse. Su uso en plural connota la pluralidad de modelos de guerra desplegados durante estos períodos, conforme a criterios de racionalidad política por los «capitanes de los avalots y de la guerra», como los denominó Joan Fuster. Estos dirigentes puestos bajo la lupa del análisis justifican también el título, ya que este es una derivación del concepto de «guerreros plebeyos» acuñado por Pablo Pérez García, en el análisis de la criminalidad local anterior al alzamiento, por la participación como líderes en su fase radical, junto a los integrados socialmente, a otros perseguidos por el sistema jurídico-político.8 Finalmente, la noción de «guerras plebeyas» entraña una contradicción fundamental de sus términos en el contexto situacional. Las guerras, aquella facultad excelsa constructora de virtudes, potestad de príncipes contra otros príncipes, que ocupa páginas y páginas de la literatura humanista y renacentista que en la época trató de evocar su forma «ideal» conforme al modelo romano,9 todo ello era rebajado a su más baja expresión al ser llevada a cabo por los plebeyos; tal osadía no puede más que explicar su criminalización y asegurarle el sitial del olvido en la memoria histórica. «Guerras plebeyas» alude a ese plano de oscuridad en el que perfilamos el presente libro. Este reconstruye las cualidades subjetivas de la acción colectiva tras su radicalización, a través de diferentes formas de acceso al objeto de estudio, en primer lugar, a partir de una búsqueda teórico-metodológica, en el campo general de investigación de las revueltas y revoluciones (cap. 1). Luego, por medio del análisis empírico de la guerra de la Germanía, intenta reconstruir su origen (cap. 2), sus itinerarios (cap. 3), sus cualidades (cap. 4) y su significación (cap. 5). Las reflexiones finales constituyen una vuelta a la teoría, al punto de partida, para esbozar en términos abstractos la relevancia del fenómeno indagado en la comprensión del conflicto social.

1 Carlos Astarita: «Rebeldes primitivos y bandidos en la Edad Media», Anales de Historia Antigua, Medieval y Moderna 46, 2013, p. 153.

2 Fernand Braudel: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II II, México, FCE, 1976, p. 115.

3 Michel Mullet: La cultura popular en la Baja Edad Media, Barcelona, Crítica, 1990, p. 14.

4 Francesco Benigno: Espejos de la revolución. Conflicto e identidad política en la Europa moderna, Barcelona, Crítica, 2000, p. 9.

5 Pablo Pérez García: «La Germanía, Quinientos años después», en Arciniega (coord.): Reflexiones históricas y artísticas en torno a las Germanías de Valencia, València, Universitat de València, 2020, p. 34.

6 Corresponden a los períodos de «radicalismo revolucionario», 1520-1521, «guerra», 1521, «Termidor», 1521-1522, y «represión», 1522-1528 de Ricardo García Cárcel: «Reflexiones sobre la revuelta», Historia 16 33, 1979, pp. 51-55.

7 David Niremberg: Comunidades de violencia. La persecución de las minorías en la Edad Media, Barcelona, Península, 2001.

8 Pablo Pérez García: La comparsa de los malhechores. Valencia, 1479-1518, València, Diputació, 1990.

9 Nicolás Maquiavelo: Del arte de la guerra, Buenos Aires, Terramar, 2007.

1. TEORÍA Y METODOLOGÍA DEL CONFLICTO SOCIAL

El asalto a la Bastilla

Fuente: Jean-Pierre Houël (1789), acuarela. Bibliothèque Nationale de France. Imagen de dominio público.

La acción popular fue el símbolo del proceso revolucionario francés, modelo de referencia por excelencia para la interpretación del conflicto social en la modernidad.

1794. La violencia revolucionaria domina la arena pública francesa. Robespierre interpela al mundo elogiando la pasión que nace del «amor sublime y sagrado por la humanidad, sin el que una gran revolución es solo un ruidoso crimen que destruye otro crimen».1 La virtud y el terror se entremezclan, lo excelso y lo execrable, que no solo competen a aquella lucha social y política, sino que también darán origen a una de las más perdurables polémicas dentro y fuera del campo de las Ciencias Sociales. La problemática hace mella en la temática general de las revueltas y revoluciones, cuyas interpretaciones divergentes han permitido la gestación de un amplio corpus teórico, que constituye el punto de partida de nuestro análisis. En este nudo problemático que compone la materia de este capítulo, apostamos por perfilar el primer acercamiento teórico y metodológico a la dinámica del conflicto social, para la comprensión de la Germanía en armas.

1.1 LOS PARADIGMAS TEÓRICOS DE LAS REVUELTAS Y LAS REVOLUCIONES

La violencia subjetiva se experimenta como tal, en contraste con un fondo de nivel cero de violencia, se ve como una perturbación del estado de cosas normal y pacífico. La violencia objetiva es invisible, pero debe tomarse en cuenta, porque de otra manera parecen ser explosiones irracionales de violencia.2

SLAVOJ ŽIŽEK

La conflictividad y sus múltiples expresiones dieron origen a diversas teorías que han intentado e intentan su conceptualización. Rod Aya señaló que los hechos no hablan por sí solos, sino que es necesario hablar por ellos; proporcionan los problemas en los que indagar, pero no las soluciones que solo brindan las teorías. Toda reconstrucción procede de supuestos teóricos y no existe una base empírica libre de teoría para el conocimiento. Las interpretaciones gobiernan la elección de los datos y las experiencias consideradas relevantes y, por lo tanto, se comprende siempre a la luz de una teoría, aunque sus supuestos permanezcan implícitos. En ocasiones, los marcos teóricos de análisis han tiranizado las interpretaciones, dictando a priori los resultados de la investigación.3 Evitando calificaciones apresuradas, la indagación actual tiende a no distinguir en el análisis la revolución de otras formas de acción política colectiva, dado que ni la intención manifestada por los actores ni el resultado institucional constituyen elementos seguros para una tajante separación. Asimismo, actualmente ya no se concibe al conflicto como un acontecimiento excepcional. Por el contrario, fue un recurso de lucha ordinario, inserto en las relaciones de poder de su tiempo. Puede rastrearse en las distintas geografías una continuidad entre las protestas por la vía legal y las disputas que involucraron formas de violencia de los subalternos. Con todo, los primeros aportes a la reflexión sobre la conflictividad dieron cuenta de las grandes revoluciones triunfantes.

La revolución, en tanto cambio radical de las estructuras político-sociales, es un fenómeno relativamente nuevo, que cristalizó en los tiempos modernos y contemporáneos. En el orden medieval, no había casi espacio para la rebeldía, dado que se aceptaban las divisiones sociales como naturales y dispuestas por voluntad divina; la revolución resultaba criminalizada moral y políticamente. El concepto se aplicaba entonces como sinónimo de la vuelta completa a un punto de partida, al equilibrio, la circularidad temporal perfecta.4 En la Baja Edad Media, cuando entró en crisis el entramado intelectual, político y socioeconómico dominante, comenzaron a emerger planteos igualitarios de cambio y a reconocerse la rebelión como derecho de los súbditos, bajo ciertas circunstancias. Pero fue la Ilustración la corriente que convirtió al conflicto social en punto de referencia básico para la evolución de la humanidad, y la Revolución Francesa la primera en conocer la aplicación del concepto como cambio político radical, según afirmó Arendt.5A posteriori del proceso francés, comenzaron las investigaciones acerca del fenómeno revolucionario, frontera geográfica de todo sistema e hilo conductor de los tres siglos de modernidad, a través de los sucesivos modelos holandés, inglés y francés. Las revoluciones del siglo XX (rusa y china, principalmente) mantuvieron la vigencia de este tipo de indagación histórica, que también se benefició con los avances del conocimiento producidos por las nuevas ciencias sociales. El debate atravesó y conmovió al conjunto de las disciplinas, con múltiples aportes desde la antropología social y cultural, la sociología, la psicología social y las ciencias políticas.

Este renovado interés desde tan variados campos obedeció a que la revolución como objeto de estudio ha tenido una historia muy particular desde sus orígenes. La decisión de abordar su estudio nació antes que nada como apuesta política y no como temática de ámbitos académicos. Se estudió la revolución para impulsar o impedir su repetición, para dar ejemplo o para criminalizarla, y estas primarias intenciones dieron lugar a la formación de las primeras matrices de pensamiento en torno al tema. Las controversias posteriores fueron delineando paradigmas explicativos aún vigentes, pese a los enormes cambios que acontecieron desde finales del siglo XIX hasta la actualidad.

Cuatro grandes momentos se distinguieron en torno a las teorías de la revolución. Hasta 1950, la investigación no superó los límites de las apuestas políticas y se enfocó, en líneas generales, a la mera descripción de los acontecimientos a la luz de las grandes interpretaciones generales de la sociedad. La bibliografía en la materia permaneció en niveles estables. Pero en los años sesenta y setenta, se produjo un incremento inusitado de aportes, aparecieron fuertes revisionismos al interior de los grandes paradigmas y nuevas corrientes teóricas impactaron en el análisis. Fueron momentos marcados por la desilusión de la experiencia soviética desde la década de los cincuenta, pero también por el entusiasmo que despertaron los nuevos movimientos sociales en los años sesenta. A ello se sumaron los aportes desde la psicología conductiva, el funcionalismo y el marxismo que alimentaron nuevas ciencias sociales, enfocadas más a la conceptualización que al estudio histórico específico. En la década de los sesenta, el impacto de la sociología norteamericana, a través de la relectura de Tocqueville y, en los setenta, la emergencia de la teoría de la movilización de recursos, renovaron la indagación sobre la conflictividad. Los años ochenta demarcaron una nueva etapa, cuando en el contexto mundial se desplegaron políticas neoliberales (Reagan, Tatcher) y la revolución como campo de estudio sufrió un retroceso. El bicentenario de la Revolución francesa marcó el inicio de la última etapa del debate, cuando se recuperó el interés por el actor a partir de los estudios sociológicos racionalistas y el rescate de los elementos cognitivos, identitarios y culturales tanto en la indagación de los procesos del pasado como en los movimientos sociales presentes.6 De conjunto, la reflexión histórico social sobre el conflicto partió de la consideración de la sociedad que hizo posible que la acción se desarrolle (elemento objetivo) o bien pudo partir de las calidades propias de la propia acción (elemento subjetivo). Las teorías se diferenciaron también por la atribución o no de racionalidad al actor o sujeto del proceso de cambio. En la intersección entre estos dos grandes ejes se inscribieron las diversas interpretaciones del fenómeno revolucionario y se definió el espacio de la acción colectiva.

Matrices teóricas de pensamiento

La primera matriz de interpretación se encuentra en el marxismo. Dicha corriente fue ante todo una apuesta teórica y política que concibió la sociedad con características antagónicas y postuló una acción irreductible a la institucionalización existente. Según esta concepción, el contexto histórico nutre el cambio social. Marx formuló dos conceptos diferentes para interpretar la revolución. Esta fue entendida como una fase de la lucha de clases, según El manifiesto comunista:

El opresor y el oprimido permanecen en constante oposición el uno respecto del otro. Son llevados a una lucha ininterrumpida, ora escondida, ora abierta. Una lucha que en todo tiempo ha terminado o en una reconstitución revolucionaria de la sociedad en toda su amplitud o en la ruina común de las clases contendientes, de las clases enfrentadas.7

Sin embargo, en su Introducción a la crítica de la economía política, presentó una visión estructural del concepto de revolución, como producto necesario de la dialéctica interna al modo de producción. El sujeto no puede acelerar con su acción el desarrollo de las fuerzas productivas, dado que es necesario el despliegue de estas dentro del sistema hasta su límite de posibilidad. Marx escribió:

Jamás expira una sociedad antes de que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas que ella pueda contener. Jamás relaciones superiores de producción se instalan antes de que las condiciones materiales de su existencia no hayan hecho eclosión en el seno mismo de la vieja sociedad.8

Ambos conceptos no eran incompatibles ni contradictorios, pero cambiaba el acento con respecto a la voluntad; en la definición estructural, la toma de conciencia tenía un papel ínfimo, mientras que en la revolución como lucha de clase no se minimizaba y a su vez daba un mayor margen para la política.

La tradición clásica marxista se completa con los aportes de Lenin y Trotsky. En el leninismo, la revolución supone la destrucción violenta del poder estatal preexistente que lleva a la liberación de la clase oprimida, tras la etapa de transición representada por la dictadura del proletariado. Así, Lenin reafirmó el carácter violento y de lucha política de la revolución: «la violencia desempeña otro papel diferente al de agente del mal, la violencia desempeña un papel revolucionario, […] es el instrumento con la ayuda del cual, el movimiento social se abre camino y rompe las formas políticas fosilizadas».9 Por su parte, Trotsky delimitó un rasgo clave en torno al conflicto: la acción de masas. «La historia de las revoluciones es, para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos». Acerca del problema de la conciencia, señaló que las masas no tienen un plan preconcebido, sino que poseen un sentimiento de imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja, lo que se convierte en un elemento esencial del proceso revolucionario. Asimismo, postuló la necesariedad de la contrarrevolución, cuando aparecen obstáculos objetivos y cierta decepción ante los resultados alcanzados, engendrando o alimentando las fuerzas contrarrevolucionarias o antagónicas al conflicto.10

Contemporáneo a los fundadores del materialismo histórico, surgió la otra gran matriz de pensamiento, forjada también en la intersección entre teoría política y lucha social: la apuesta anarquista, resultado de una suma de reflexiones individuales y a veces contradictorias. El anarquismo fue, ante todo, una filosofía de la praxis, y la subjetividad revolucionaria aparece como elemento primordial del proceso histórico. Así, La revolución de Gustave Landauer la vinculó al ejercicio de la fantasía y de la imaginación humana, más que a cualquier racionalidad. Si la historia es «un sucederse de topías» o formas de convivencia, al entrar en crisis, se abre el camino de las revoluciones utópicas. La crisis de la topia medieval cristiana dio origen a una época convulsa con utopías de reforma religiosa y revolución política, pero, según señaló Landauer, la paradoja de las revoluciones modernas es que, en lugar de conquistar el triunfo de la topía de la libertad, reforzaron las formas coercitivas del Estado.11 Mijail Bakunin aportó una visión romántica de la revolución como «liquidación completa del mundo político, religioso, jurídico y social actualmente existente, así como su reemplazo por un mundo económico, filosófico y social nuevo». La revolución fue el acontecimiento que «electrizó» la historia hacia lo radicalmente inédito. Nacía del anhelo de libertad y este no surgió de la miseria, sino de la conciencia del derecho que asiste a los hombres y de su confianza en una posible nueva sociedad. El actor eran los desheredados, la gran canalla popular que, escribió, «Marx y Engels pretenden someter al gobierno del más fuerte», al Estado.12 Malatesta definió a la revolución como «hazaña de la libertad creadora» contra los mecanismos de opresión por la fuerza (poder político), de sustracción económica (poder económico) y de sujeción del entendimiento y la emoción (poder religioso). La conducta humana en este planteo se hallaba condicionada, pero no determinada socialmente y la revolución no surge por necesidad natural, sino que la realiza la voluntad.13 Se impugnó el reforzamiento del Estado como resultante de la acción política. La revolución dura mientras dura la libertad, hasta que se construye un poder que detiene el movimiento y en ese punto comienza la reacción. El anarquismo es un llamado de resistencia contra la reinstalación de la opresión. Así, a través de un relato ficcional, George Orwell reveló una sociedad posrevolucionaria que vigila constantemente el pensamiento y persigue al enemigo que construye para imponer la verdad oficial; la libertad que pretendió instalar la revolución se clausuró al convertirse en poder.14 Por ello, Albert Camus elogió al hombre rebelde:

La rebelión le dice y le dirá a cualquier orden en el futuro, cada vez más fuertemente, qué hay que tratar de hacer, no para comenzar a ser algún día en el futuro a los ojos de un mundo reducido al consentimiento, sino en función de ese ser oscuro que se descubre ya en el propio movimiento de insurrección.

Como Sísifo, condenado por los dioses griegos a mover la roca hasta el vértice para dejarla caer y recomenzar su sacrificio, el anarquista se hallaba obligado a impulsar la rebeldía hasta el punto en que esta triunfa e instaura un nuevo poder para recomenzar su labor.15 Estas disimiles consideraciones sobre la acción política ganaron en complejidad con la emergencia de los paradigmas explicativos en el terreno científico.

El paradigma de la identidad

El primer paradigma parte de la sociedad para la exégesis de la acción revolucionaria y reconoce racionalidad al actor. Proponiendo una lectura de lo social, en los años ochenta algunas contribuciones recuperaron una perspectiva estructural para la interpretación comparada de los conflictos sociales. Así, Manfred Kossok aportó una formalización de hechos empíricos que dio lugar a una tipología sobre las revoluciones, en correspondencia con el modo de producción dominante. Puntualizó la historicidad de la revolución burguesa y sus principales controversias en torno a las clases sociales y al papel de los movimientos populares.16 Theda Skocpol definió las revoluciones como «transformaciones rápidas y fundamentales de la situación de una sociedad y de sus estructuras de clase, acompañadas y llevadas por las revueltas iniciadas desde abajo». Partiendo de esta conceptualización, comparó los procesos francés, ruso y chino y los diferenció claramente de otras rebeliones que no operaron cambios, a nivel tanto de la estructura de clases como de la estructura del Estado. Atribuyó una lógica propia a esta organización coercitiva-administrativa, cuyos intereses consideró que no se fusionan con los de la clase dominante, pudiendo en momentos críticos entrar en colisión por la extracción del excedente. Esta fue la situación de crisis en la que se desarrollaron las revoluciones en el modelo de Skocpol y en el marco de un sistema de Estados competitivos internacional que actuó como catalizador. Destacó asimismo la importancia de la presión desde abajo para la revolución, porque de lo contrario se asistiría a un simple reacomodamiento de la clase dominante.17

Sin embargo, estos aportes estructuralistas apenas dejan espacio para la construcción revolucionaria, para los sujetos, sus intereses, perspectivas e ideologías que no forman parte de la indagación y que constituyen temáticas centrales en este paradigma. Este postula una relación de identidad en la ecuación entre revolución y conciencia del sujeto, esto es, la revolución solo existe si se desarrolla una conciencia revolucionaria o conciencia de clase: en el leninismo, a partir de la teoría de la sustitución por el rol de la vanguardia; en Gramsci, a través de la figura del intelectual orgánico; en Lukàcs, problematizando la identidad revolucionaria. Los aportes posteriores a los fundacionales del marxismo tuvieron profunda influencia desde los sesenta hasta los ochenta, particularmente en estudios sociológicos, como los de Touraine y Melucci. La acción política fue concebida por Touraine de la siguiente forma:

(Como) culturalmente orientada y socialmente conflictiva, de una clase social definida por su posición dominante o dependiente en el modo de apropiación de la historicidad, de los modelos culturales de inversión, de conocimiento y moralidad, hacia los cuales él mismo se orienta.18

Si bien la interpretación de la acción política es compleja y gana en riqueza el análisis, aún conservaba ciertas limitaciones, dado que la identidad aparece como algo dado y no construido. Alberto Melucci intentó matizar esta definición estableciendo que la acción política se produce cuando se rompe con los límites de compatibilidad del sistema de referencia. La identidad colectiva se construye en función de los medios, los fines y los valores de la acción y en interacción con el adversario, señaló. Se trata de una nueva conciencia teórica que concibió el fenómeno colectivo como resultante de múltiples procesos, orientaciones de la acción y elementos de estructura y motivación. La acción colectiva era el resultado y no el punto de partida del análisis, un hecho que explicar y no una evidencia.19

En el campo histórico, la corriente marxista inglesa fue relevante en la problematización de la relación entre sujeto y conciencia, a través de los aportes de Hobsbawm, Hill y Thompson. La lectura dicotómica de Hobsbawm, entre formas arcaicas prepolíticas y modernas o políticas de organización social en Rebeldes primitivos, estableció una primaria distinción. Definidos como el conjunto de episodios concentrados en el tiempo que producen un cambio de sistema o de formación socioeconómica, en su artículo «La Revolución» identificó los rasgos del proceso revolucionario: una ruptura política violenta, súbita e intempestiva; la movilización social con acciones de resistencia y enfrentamientos violentos; la emergencia de una ideología programática sistémica. La «incontrolabilidad de la revolución» aparece como característica fundamental en esta argumentación. El historiador inglés señaló que una revolución termina cuando se consolidan los nuevos marcos estatales y ya no crea efectos subjetivos inmediatos: una generación ya no tiene experiencia directa de la convulsión y se gesta la memoria histórica del proceso.20 Cristopher Hill centró su atención en episodios e ideas secundarias de la revolución inglesa y afirmó la existencia de dos revoluciones. Una exitosa, que estableció los derechos de propiedad y confirió a los propietarios el poder político, pero también rastreó la presencia de otra revolución que nunca estalló, pero que pudo establecer las bases de una propiedad comunal más democrática. Examinó «la revuelta dentro de la revolución», por el flujo de ideas radicales, para dar mayor profundidad a la visión de la sociedad inglesa previa y posterior al acontecimiento revolucionario. Se trata de un estudio sobre el sujeto y el programa de la revolución, propuesta que han ensayado otros autores como Rodney Hilton en torno al levantamiento inglés de 1381, donde la combinación de pensamiento y acción como manifestación de rechazo al concepto de sociedad, basado en el equilibrio de estamentos jerárquicamente organizados, reafirmó el papel de las ideas en la historia de la rebelión.21