¿Ha enterrado la ciencia a Dios? - John C. Lennox - E-Book

¿Ha enterrado la ciencia a Dios? E-Book

John C. Lennox

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Beschreibung

¿Por qué existe algo en vez de nada? Más en concreto, ¿por qué existe el universo? ¿De dónde vino y hacia dónde va, si es que se encamina a algún sitio? ¿Constituye la realidad última o hay un más allá? ¿Se puede preguntar por el significado de toda la realidad, o tenía razón Bertrand cuando dijo que "el universo está ahí y no hay más"? Aunque la ciencia con todo su poder no puede lidiar con algunas de las preguntas fundamentales que hemos hecho, el universo contiene ciertas pistas sobre nuestra relación con él, pistas que son accesibles científicamente. La inteligibilidad racional del universo, por ejemplo, apunta a la existencia de una Mente responsable tanto del universo como de nuestras mentes.

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JOHN C. LENNOX

¿HA ENTERRADO LA CIENCIA A DIOS?

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

Título original: God’s Undertaker

© 2007 by Lion Hudson IP Ltd.

© 2019 de la versión española realizada por MARCIANO ESCUTIA

by Ediciones Rialp, S. A.,

Colombia, 63, 8º A - 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5212-2

ISBN (versión digital): 978-84-321-5213-9

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

«Una oportuna reevaluación brillantemente argumentada de la relación entre ciencia y religión que arroja nueva luz sobre los más importantes debates actuales. De lectura obligada para quienes reflexionen sobre las grandes cuestiones vitales».

Alister E. McGrath Master of Arts, doctor en Filosofía, doctor en Teología, catedrático de Teología Histórica de la Universidad de Oxford e investigador senior del Harris Manchester College.

«Este librito es más que un análisis crítico de la profunda cuestión planteada en el título. Es una historia científica de detectives, que mantiene al lector en vilo conforme se va apilando la evidencia. John Lennox llega al final al estilo de Hércules Poirot, revelando la única solución posible a las pruebas que ha ido obteniendo de camino. Si el lector empieza el libro pensando que la respuesta a la pregunta del título es “No”, disfrutará de esta magistral recogida de pruebas. Si empieza pensando que es “Sí”, quizá no le convenza para cambiar de opinión, pero al menos se habrá enfrentado a un buen número de ideas que exigen pensar y desafían su capacidad de razonar. Cualquiera que sea su conclusión, es imposible no encontrar estimulante su lectura».

Keith Frayn, doctor en Ciencias (Patología Clínica), catedrático de Metabolismo Humano, Universidad de Oxford.

«Como agnóstico en el originario sentido de la palabra de “no saber”, encuentro el libro de John Lennox fascinante y me parece una abundante fuente de reflexión. La relación entre la ciencia biológica y cosmológica y las creencias cristianas se examina detenidamente, y la evidencia cuidadosamente, combatiendo la idea de que ambos enfoques son incompatibles. El autor es un cristiano comprometido y un matemático internacionalmente reconocido. ¿Quedará el lector convencido por sus argumentos? Que otros lo juzguen. Pero, cualquiera que sea la respuesta, hay que admitir que este es un libro bien escrito, que da mucho que pensar y contribuirá a la discusión razonada de una cuestión fundamental: ¿Ha enterrado la ciencia a Dios?».

Alan Emery, doctor en Medicina, doctor en Ciencias, miembro de la Academia Real de Medicina de Reino Unido, miembro del Colegio de Médicos de Edimburgo, miembro de la Academia Real de Edimburgo, miembro de la Academia Real de las Artes, catedrático emérito de Genética Humana en la Universidad de Edimburgo.

«Este libro es una contribución importante y actual al debate y a las cuestiones sobre el origen del universo y de sus leyes físicas, así como sobre el complejo diseño biológico. Hay algunos (tanto teístas como materialistas) que parecen dar la impresión de que tenemos respuestas a estas cuestiones fundamentales, y, más preocupante todavía, tratan incluso de suprimir y censurar el debate. Sin embargo, opino que más que inhibir la discusión, se debería impulsar el debate inteligente sobre los orígenes de la humanidad y por ello considero esencial que se publiquen escritos de este tipo para que la gente juzgue por sí misma».

Chris Paraskeva, doctor en Ciencias, catedrático de Oncología Experimental, Universidad de Bristol.

Este libro procede de conferencias impartidas en el curso Faith, Reason and Science en el Departamento de Educación Permanente de la Universidad de Oxford, y en elInstituto de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Salzburgo.

Trata de evaluar la evidencia de la ciencia moderna en rela­ción con el debate entre las interpretaciones ateístas y teístas del universo, y de proporcionar una base para su discusión.

A Sally, sin cuyo amor, ánimos y apoyo

este libro —y mucho más— nunca se habría completado.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

ELOGIOS

DEDICATORIA

PRÓLOGO

1. LA GUERRA DE LAS COSMOVISIONES

2. EL ÁMBITO Y LOS LÍMITES DE LA CIENCIA

3. REDUCCIÓN, REDUCCIÓN, REDUCCIÓN...

4. ¿UN UNIVERSO DISEÑADOR?

5. ¿BIOSFERA DE DISEÑO?

6. LA NATURALEZA Y EL ALCANCE DE LA EVOLUCIÓN

7. EL ORIGEN DE LA VIDA

8. EL CÓDIGO GENÉTICO Y SU ORIGEN

9. CUESTIONES DE INFORMACIÓN

10. EL MONO MÁQUINA

11. EL ORIGEN DE LA INFORMACIÓN

EPÍLOGO

AUTOR

PRÓLOGO

«¿Qué significa todo esto?»

RICHARD FEYNMAN

¿POR QUÉ EXISTE ALGO EN VEZ DE NADA? Más en concreto, ¿por qué existe el universo? ¿De dónde vino y hacia dónde va, si es que se encamina a algún sitio? ¿Constituye la realidad última o hay un “más allá”? ¿Se puede preguntar —con Richard Feynman— por el significado de toda la realidad, o tenía razón Bertrand cuando dijo que «el universo está ahí y no hay más»?

Estas preguntas no han perdido nada de su poder de estimular la imaginación humana. Impulsados por el deseo de escalar los everests del conocimiento, los científicos nos han dado una visión espectacular de la naturaleza del universo que habitamos. En la escala de lo inimaginablemente grande, el telescopio Hubble transmite impresionantes imágenes de los cielos desde una órbita muy por encima de la atmósfera. En la escala de lo inimaginablemente pequeño, el microscopio de efecto túnel descubre lo increíblemente complejo de la biología molecular, plena de información macromolecular y de ínfimas fábricas de proteínas cuya complejidad y precisión hacen que incluso las tecnologías humanas más avanzadas aparezcan toscas, en comparación.

¿Es la vida humana en último término una configuración fortuita e improbable de átomos, entre otras muchas posibles? Además, ¿en qué sentido podríamos considerarnos especiales cuando habitamos un pequeño planeta que gira alrededor de una discreta estrella de la periferia de una galaxia helicoidal que contiene miles de millones de estrellas semejantes, una más de los miles de millones existentes a su vez en la inmensidad del espacio?

Más aún, dicen algunos, como ciertas propiedades básicas de nuestro universo, tal como los valores de las fuerzas fundamentales de la naturaleza y el número de dimensiones observables de espacio y tiempo, son el resultado de efectos aleatorios operantes desde el origen del universo, bien podría haber otros universos de estructuras muy diversas. ¿No podría ser el nuestro uno más de una amplia gama de universos paralelos separados e incomunicables? Así pues, ¿no resulta absurdo sugerir que los seres humanos tienen una finalidad? Su importancia en tal multiverso quedaría efectivamente reducida a cero.

Por lo tanto, no sería más que un absurdo, y un ejercicio intelectualmente pobre de nostalgia, remontarse a los primeros días de la ciencia moderna, cuando científicos tales como Bacon, Galileo, Kepler, Newton y Clerk Maxwell, por ejemplo, creían en un Dios Creador e inteligente cuya creación sería el cosmos. La ciencia ha superado ya ese pensamiento primitivo, se nos dice, arrinconando y defenestrando a Dios, para después enterrarlo con sus omnicomprensivas explicaciones. Dios no ha pasado de ser más que la sonrisa levitante del Gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas. A diferencia del gato de Schrödinger[1], Dios no es la superposición fantasmal de un ser muerto y vivo a la vez, sino que está definitivamente muerto. Además, todo el proceso de su derrocamiento indica que cualquier intento de reintroducirlo impedirá el progreso científico. Esto es naturalismo puro y duro: la visión de que la naturaleza es todo lo que hay, y que no hay trascendencia posible.

Peter Atkins, profesor de Química de la Universidad de Oxford, a la vez que reconoce el origen religioso de la ciencia, defiende vigorosamente ese punto de vista:

La ciencia, el sistema de creencias firmemente fundado en el conocimiento reproducible y compartido públicamente, surgió de la religión. Cuando la ciencia se desprendió de su crisálida para convertirse en mariposa, se hizo con el control. No hay por qué suponer que la ciencia no pueda enfrentarse a todos los aspectos de la existencia. Solamente las personas religiosas, entre las que incluyo tanto a las cargadas de prejuicios como a las mal informadas, secretamente desean que exista un oscuro rincón del universo físico que la ciencia no pueda llegar a iluminar nunca. Pero la ciencia no ha encontrado nunca tal obstáculo, y los únicos motivos para suponer que el reduccionismo fracasará son el pesimismo de algunos científicos y el miedo de las mentes religiosas[2].

Una conferencia en el Instituto Salk de Ciencias Biológicas de La Jolla, en California, trataba en 2006 del siguiente tema: “Más allá de las creencias: ciencia, religión, razón y supervivencia”. Al abordar la cuestión de si la ciencia debería tener relación alguna con la religión, el Premio Nobel Steven Weinberg declaró: «El mundo necesita despertar de la larga pesadilla de la religión... Cualquier cosa que podamos aportar nosotros, los científicos, para debilitar la influencia de la religión, debe hacerse. Y, de hecho, puede ser nuestra mayor contribución a la civilización». Como era de esperar, Richard Dawkins fue aún más lejos. «Estoy completamente harto del respeto a la religión que se nos ha inculcado tradicionalmente».

Y, sin embargo, ¿es verdaderamente cierto que habría que tachar a todas las personas religiosas de estar mal informadas y llenas de prejuicios? Al fin y al cabo, algunas de ellas son científicos que han ganado el Premio Nobel. ¿Tienen realmente puesta la esperanza en descubrir un rincón oscuro del universo que la ciencia no pueda nunca iluminar? Desde luego eso no corresponde a una descripción justa o verdadera de la mayoría de los pioneros de la ciencia quienes, como Kepler, podían afirmar que era precisamente su convicción en la existencia de un Creador la que elevó su ciencia a alturas cada vez mayores. Fueron precisamente los rincones oscuros del universo iluminados por la ciencia los que les proporcionaron a todos ellos una amplia evidencia del ingenio de Dios.

¿Y qué hay de la biosfera? ¿Es su intrincada complejidad solamente pura apariencia de diseño, tal como cree Richard Dawkins, ferviente correligionario de Peter Atkins? ¿Puede la racionalidad realmente surgir de procesos naturales sin guía alguna, procesos al azar sujetos a las limitaciones de las leyes de la naturaleza que operan sobre los materiales básicos del universo? ¿Es la solución al problema cuerpo-mente defender que la mente racional “ha surgido” de un cuerpo irracional por medio de procesos indirectos y sin sentido?

Las preguntas sobre el estado de la cuestión naturalista no desaparecen fácilmente, como demuestra el nivel de interés público que suscitan. Entonces, ¿la ciencia requiere inexorablemente del naturalismo? ¿O se podría pensar que el naturalismo es una filosofía que acapara a la ciencia, más que un presupuesto necesario para llevarla a cabo? ¿Podemos atrevernos a compararlo a un tipo de fe, semejante a la religiosa? Al menos se le podría perdonar a quien así lo crea, viendo cómo son tratados quienes se atreven a plantear dichas cuestiones. Al igual que los herejes religiosos de épocas anteriores, pueden sufrir un tipo de martirio caracterizado por la falta de ayudas oficiales a la investigación.

Aristóteles es famoso, entre otras cosas, por haber apuntado que para tener éxito hay que saber plantear las preguntas correctas. Sin embargo, hay ciertas preguntas que es arriesgado preguntar, y aún más arriesgado intentar responder. Sin embargo, correr tal riesgo es sin duda parte del espíritu y de los intereses de la ciencia. Desde una perspectiva histórica esto es indiscutible. En la Edad Media, por ejemplo, la ciencia hubo de liberarse de ciertos aspectos de la filosofía de Aristóteles para poder avanzar realmente. Aristóteles había enseñado que de la luna al más allá todo era perfección, y que, como el movimiento perfecto en su opinión era el circular, los planetas y las estrellas se movían en círculos perfectos. Bajo la luna el movimiento era lineal al existir imperfección. Esta visión dominó el pensamiento durante siglos, hasta que Galileo observó el universo a través de su telescopio y contempló los bordes irregulares de los cráteres lunares. El universo había hablado y parte de la deducción a priori del concepto de perfección de Aristóteles quedó hecha añicos.

No obstante, Galileo seguía obsesionado con los círculos de Aristóteles: «Para el mantenimiento del orden perfecto de las distintas partes del Universo, es preciso que los cuerpos celestes se desplacen sólo circularmente»[3]. Sin embargo, los círculos también caerían. Esta vez le tocó a Kepler, apoyándose en su análisis de las observaciones directas y detalladas de la órbita de Marte realizadas por su predecesor como matemático imperial en Praga, Tycho Brahe. Se atrevió a sugerir que las observaciones astronómicas eran de superior valor probatorio a los cálculos basados en el apriorismo de que el movimiento planetario había de ser necesariamente circular. El resto, como se suele decir, es historia. Así, postularía que los planetas describían un movimiento elíptico perfecto alrededor del sol como foco, visión que más adelante quedaría brillantemente resaltada por la Teoría del Cuadrado Inverso de Newton sobre la atracción gravitacional, que sintetizaría todos estos avances en uno asombrosamente breve y de elegante fórmula. Kepler había cambiado la ciencia para siempre, liberándola de una filosofía inadecuada que la tenía oprimida desde hacía siglos. Sería quizá algo presuntuoso suponer que un paso tan liberador no pueda darse de nuevo.

A esto tal vez respondan algunos científicos como Atkins y Dawkins que, desde los tiempos de Galileo, Kepler y Newton, defienden que la ciencia ha crecido exponencialmente y que no hay prueba de que la filosofía naturalista, estrechamente ligada a la ciencia hoy en día (al menos en las mentes de muchos), sea inadecuada. Es más, en su opinión, solo el naturalismo sirve para hacer avanzar la ciencia, que ya puede proceder sin trabas una vez liberada del bagaje mitológico que la aprisionaba en el pasado. El gran mérito del naturalismo, argumentan, es que no puede impedir el avance de la ciencia por la sencilla razón de privilegiar al método científico, única filosofía totalmente compatible con la ciencia por definición.

¿Pero son verdaderamente así las cosas? Galileo sin duda se enfrentó a la filosofía aristotélica como lastre por su prescripción apriorística sobre cómo debe ser el universo. Pero ni Galileo ni Newton, ni la mayoría de las grandes figuras científicas que contribuyeron al desarrollo meteórico de la ciencia de su tiempo, vieron tal lastre en la creencia en un Dios Creador. Más bien les pareció algo estimulante: es más, muchos de ellos encontraron ahí su principal motivación para la investigación científica. Así que la vehemencia del ateísmo de algunos escritores contemporáneos lleva a preguntarse: ¿De dónde procede su firme convicción de que el ateísmo es la única posición intelectualmente defendible? ¿Es realmente cierto que todo conocimiento científico conduce al ateísmo? ¿Son la ciencia y el ateísmo aliados naturales?

En absoluto, contesta el eminente filósofo británico Anthony Flew, quien fuera durante mucho tiempo líder intelectual del ateísmo. En una entrevista a la cadena BBC3[4]declaraba que solamente una inteligencia Superior puede explicar el origen de la vida y de la complejidad de la naturaleza.

EL DEBATE SOBRE EL DISEÑO INTELIGENTE

Una declaración así por parte de un pensador de la talla de Flew infundió vigor al acalorado debate sobre el “diseño inteligente”. Una parte del acaloramiento procede de que el término “diseño inteligente” evoca en muchos una actitud criptocreacionista y anticientífica reciente, centrada principalmente en el ataque a la Biología evolutiva. Esto implica que el término ha sufrido un cambio sutil de significado, lo que puede impedir un debate serio sobre el tema.

“Diseño inteligente” les suena a algunos como una expresión curiosa, ya que generalmente se piensa en el diseño como resultado de la inteligencia, apareciendo así el adjetivo redundante. Si cambiamos la frase a “Diseño” simplemente o a “causación inteligente”, entonces se habla de una noción seria y respetable en la historia del pensamiento. Y es que la idea de una causa inteligente detrás del universo, lejos de ser reciente, es tan antigua como la filosofía y la religión. Por otro lado, antes de abordar la pregunta sobre si el diseño inteligente es un cripto-creacionismo que se ha de evitar, hay que aclarar primero otro posible malentendido sobre el significado del término “creacionismo”, pues también se ha transformado su sentido. Antes denotaba simplemente la creencia en un Creador. Sin embargo, ahora connota además el compromiso con toda una serie de ideas, entre las que destaca una interpretación particular de Génesis según la cual la tierra tiene solamente unos cuantos miles de años. Esta mutación de significado ha tenido tres efectos muy desafortunados. En primer lugar, se ha polarizado la discusión y ofrecido en bandeja un blanco fácil a todos aquellos que rechazan cualquier noción de causación inteligente en el universo. En segundo lugar, no se hace justicia al hecho de que existe una amplia divergencia de opiniones sobre la interpretación de la narración del Génesis, incluso entre aquellos pensadores cristianos que atribuyen una autoridad definitiva al relato bíblico. Finalmente, oscurece el significado del término “diseño inteligente”, utilizado originalmente para hacer notar la importante distinción entre el reconocimiento de diseño y la identificación del diseñador.

Son cuestiones distintas. La segunda es esencialmente teológica y considerada, por la mayoría, ajena a la competencia de la ciencia. El objetivo de marcar la distinción es despejar el camino para ver si de algún modo la ciencia puede ayudarnos con la respuesta a la primera. Por lo tanto, es lamentable que esta distinción entre dos cuestiones radicalmente diferentes quede constantemente oscurecida por la acusación de que “diseño inteligente” es otra denominación del “cripto-creacionismo”.

La frecuente pregunta sobre si el diseño inteligente es ciencia es más bien engañosa, especialmente si se entiende el término “diseño inteligente” en su sentido original. Supongamos que hiciéramos la siguiente pregunta: ¿son el teísmo o el ateísmo ciencia? La mayoría de la gente respondería negativamente. Pero si luego dijéramos que en realidad lo que nos interesa saber es si hay pruebas científicas a favor del ateísmo o del teísmo, entonces probablemente se nos replicaría: ¡haberlo dicho antes!

Un modo de encontrar sentido a la pregunta sobre si el diseño inteligente es o no ciencia sería parafrasearla así: ¿Existe evidencia científica a favor de la existencia de diseño? Si ha de entenderse así, la pregunta debería expresarse de esta manera para evitar malentendidos.

Por otro lado, como es bien sabido, autores como Peter Atkins, Richard Dawkins y Daniel Dennett argumentan que hay abundante evidencia científica a favor del ateísmo. Es decir, convierten en científico algo que en realidad es una postura metafísica. Precisamente estos autores no deberían oponerse a otros que, como ellos, usan evidencia científica para apoyar la posición metafísica del diseño teísta. Desde luego, soy muy consciente de que la reacción inmediata de algunos será afirmar que verdaderamente no hay otra alternativa. Sin embargo, tal juicio podría ser un poco prematuro.

Otro enfoque sobre la cuestión de si el diseño inteligente es o no ciencia es preguntar si tal hipótesis puede dar lugar a otras hipótesis secundarias científicamente comprobables. Más adelante se verá que hay dos áreas principales en las que dicha hipótesis ya ha obtenido algunos resultados: la inteligibilidad racional del universo y su comienzo.

Un último comentario sobre el término “diseño inteligente” por ahora es que el propio uso de la palabra “diseño” está inextricablemente asociado para algunos con el universo mecanicista de Newton, ya superado científicamente por Einstein. Es más, recuerda al reverendo Paley y sus argumentos del siglo XIX sobre el diseño, que muchos consideraban demolidos por David Hume. Sin entrar en esta última cuestión, sería más acertado, como ya se ha sugerido, hablar de causación u origen inteligente, en lugar de diseño.

Los argumentos presentados aquí proceden de conferencias, seminarios y discusiones celebradas en muchos países. Aunque pienso que todavía hay mucho trabajo por hacer, he intentado ponerlos por escrito a instancias de muchos de los asistentes en un libro deliberadamente corto, siguiendo la sugerencia de disponer de una breve introducción sobre los principales problemas, que sirva de base para una discusión más profunda, y anime al lector a explorar la bibliografía más especializada. Agradezco las muchas preguntas, comentarios y críticas que me han ayudado en mi tarea, pero, por supuesto, me quedo con la exclusiva responsabilidad de los errores restantes.

Caben ahora algunos comentarios sobre el procedimiento seguido. Se establece la discusión siempre en el contexto del debate contemporáneo, según lo entiendo yo. Se usan frecuentes citas de destacados científicos y pensadores de primera línea, para obtener una imagen clara de lo que en realidad afirman quienes están en la vanguardia del debate correspondiente. Aun así, soy consciente de que siempre existe el peligro de que, al citar fuera de contexto, no sólo se sea injusto con la persona citada, sino que, además de la injusticia perpetrada, se pueda distorsionar a su vez la verdad. Espero haber logrado evitar dicho peligro.

Al mencionar la palabra “verdad” me temo que algunos posmodernos tengan la tentación de no seguir leyendo, a menos que, por supuesto, tengan curiosidad por leer (e incluso intentar deconstruir) un texto escrito por alguien que realmente cree en la verdad. Por mi parte, encuentro curioso que aquellos que afirman la inexistencia de la verdad esperen creer que lo que están diciendo es verdad. Quizá no los comprenda, pero parecen eximirse a sí mismos de su postulado sobre la inexistencia de la verdad, cuando hablan o escriben. Parece como si después de todo, creyeran en ella.

De todos modos, los científicos tienen un claro interés por la verdad. ¿Por qué iban si no a molestarse en hacer ciencia? Y es precisamente porque creo en la categoría “verdad” por lo que he tratado sólo de usar citas bastante representativas de la posición general de un autor, más que declaraciones aisladas realizadas en un mal día, pues ninguno de nosotros está exento de torpezas semejantes. Al final, que el lector juzgue si he tenido éxito en este sentido.

¿Y qué hay de los posibles sesgos? Nadie escapa a ellos, ni el autor ni el lector. Todo el mundo es parcial, todos tenemos una cosmovisión hecha de nuestras respuestas parciales a las preguntas que el universo y la vida nos plantea. Nuestras cosmovisiones pueden no ser explícitas o conscientemente formuladas, pero no dejan de estar ahí, moldeadas por la experiencia y la reflexión de cada uno. Pero son supuestamente susceptibles de cambio al enfrentarse a pruebas sólidas.

La cuestión central de este libro es, en esencia, de cosmovisión: ¿qué cosmovisión es más congruente con la ciencia: el teísmo o el ateísmo? ¿La ciencia ha enterrado verdaderamente a Dios o no? Veamos a dónde conduce la evidencia.

[1] El experimento del gato de Schrödinger, o paradoja de Schrödinger, es un experimento imaginario concebido en 1935 por el físico austríaco Erwin Schrödinger cuyos elementos son un gato, un matraz con veneno y un dispositivo con una partícula radiactiva dentro de una caja sellada. Si el dispositivo detecta radiación rompe el frasco, liberando el veneno que mata al gato. Según la interpretación de Copenhague, después de un tiempo, el gato está a la vez vivo y muerto.

[2] “The Limitless Power of Science” en Nature’s Imagination – The Frontiers of Scientific Vision, Ed. John Cornwell, Oxford, Oxford University Press, 1995 p. 125.

[3]Dialogues Concerning the Two Chief Systems of the World, Traducido por S. Drake, Berkeley, 1953.

[4] Radio 4 News, 10 de diciembre de 2004.

1.

LA GUERRA DE LAS COSMOVISIONES

«La ciencia y la religión son irreconciliables».

PETER ATKINS

«Todos mis estudios… han confirmado mi fe».

SIR GHILLEAN PRANCE, F(ellow)R(oyal)S(ociety)

«La próxima vez que alguien te diga que algo es cierto, pregúntale: “¿Qué tipo de pruebas lo justifican?”. Y si no recibes una buena respuesta, espero que te lo pienses muy bien antes de creerle».

RICHARD DAWKINS FRS

¿EL ÚLTIMO CLAVO EN EL ATAÚD DE DIOS?

Existe la impresión popular generalizada de que cada nuevo avance científico es otro clavo en el ataúd de Dios, impresión alentada por algunos científicos influyentes.

El profesor de Química de Oxford Peter Atkins escribe: «La humanidad debería aceptar que la ciencia ha eliminado la justificación para creer en un fin cósmico, y que cualquier intento de mantener tal fin está inspirado únicamente por el sentimiento»[1]. Lo que no queda claro es cómo la ciencia que, como siempre se ha pensado, no está para tratar temas de cosmovisión, podría hacerlo, como se verá más adelante. Lo que sí está claro es que Atkins reduce de un plumazo la fe en Dios no simplemente a un sentimiento sino a un sentimiento enemigo de la ciencia. Atkins no es el único. Para no ser menos, Richard Dawkins da un paso más allá. Piensa que la fe en Dios es un mal que hay que eliminar:

Está de moda ponerse apocalíptico ante la amenaza para la humanidad del virus del SIDA, la enfermedad de las “vacas locas” y muchas otras, pero creo que se puede argumentar que la fe es uno de los grandes males del mundo, comparable al virus de la viruela, pero más difícil de erradicar. La fe, al ser una creencia no basada en evidencia empírica, es el vicio principal de cualquier religión[2].

Más recientemente ha expresado Dawkins que la fe no es simplemente un vicio sino, además, un engaño. En su libro The God Delusion[3] copia la siguiente cita de Robert Pirsig, autor de Zen and the Art of Motorcycle: «Cuando una persona tiene alucinaciones, se habla delocura. Cuando son muchas las personas, se llama Religión». Para Dawkins, Dios no es solo una ilusión, sino un engaño pernicioso.

Estas opiniones son el extremo de un amplio espectro de posturas, y sería un error pensar que constituyen el término medio. Muchos ateos se mantienen lejos de tal militancia, además de sentir repulsa por las connotaciones represivas y totalitarias de tales puntos de vista. Sin embargo, como siempre, son los puntos de vista extremos los que reciben más atención pública y más exposición por parte de los medios, y llegan a muchas personas en quienes acaban influyendo. Por eso no se los puede ignorar. Hay que tomarlos en serio.

Por lo que él mismo manifiesta, parece claro que una de las razones de la hostilidad de Dawkins a la fe en Dios procede de su errónea percepción de que, mientras que «la creencia científica se basa en pruebas verificables públicamente, la fe religiosa no solo carece de evidencia: su independencia de las pruebas empíricas es su orgullo, proclamada desde los tejados»[4]. Es decir, considera fe ciega a toda creencia religiosa. Si eso fuera así, tal fe merecería ser clasificada con la viruela. Sin embargo, siguiendo al mismo Dawkins, habría que preguntarse: ¿Qué prueba hay de que la fe religiosa no se base en pruebas? Por otro lado, a decir verdad, desgraciadamente, hay gente que profesa fe en Dios y que adoptan una actitud abiertamente anticientífica y oscurantista. Su deplorable disposición hace que la fe en Dios caiga en descrédito. Quizás Richard Dawkins haya tenido la desgracia de encontrarse con mucha gente así.

Pero eso no altera el hecho de que la mayoría cristiana insista en que fe y evidencia razonada son inseparables. De hecho, la fe responde a la evidencia, no es una especie de experiencia injustificada. El apóstol cristiano Juan escribe en su biografía de Jesús: «Estas cosas están escritas para que creáis...»[5]. Es decir, entiende que lo que escribe ha de ser tomado como parte de la evidencia en la que se basa la fe. El apóstol Pablo declara lo mismo que muchos pioneros de la ciencia moderna creían, es decir, que la naturaleza en sí constituye evidencia de la existencia de Dios: «Pues lo invisible de Dios puede llegar a conocerse si se reflexiona en sus hechos. En efecto, desde que el mundo fue creado, se ha podido ver claramente que él es Dios y que su poder nunca tendrá fin. Por eso los malvados no tienen disculpa»[6]. No es coherente con la visión bíblica que se deba creer algo sin pruebas. Al igual que en la ciencia, la fe, la razón y la evidencia van juntas. La restricción de Dawkins de la fe a “fe ciega” es todo lo contrario a la fe bíblica. Llama la atención que no se dé cuenta de la discrepancia. ¿No será que la ve con su propia óptica?

La definición idiosincrásica de Dawkins sobre la fe es paradigmática del tipo de pensamiento que él dice aborrecer, pues no la basa en la evidencia. Y es que, paradójica e incoherentemente, Dawkins carece de evidencia para justificar que el gozo de la fe es la falta de evidencia. Y la razón de no proporcionar prueba alguna es que no la hay, claro. No hace falta esforzarse mucho para darse cuenta de que ningún erudito o pensador bíblico serio apoyaría tal definición. Francis Collins escribe sobre la definición de Dawkins, diciendo que «ciertamente no describe la fe de los creyentes más profundos de la historia, ni la de la mayoría de los que conozco personalmente»[7]. Alister McGrath[8] apunta en su accesible crítica de la postura de Dawkins, que este ha fracasado en su intento de enganchar a cualquier pensador cristiano serio. ¿Qué habría pues de pensar sobre su excelente máxima: «La próxima vez que alguien te diga que algo es cierto, pregúntale: “¿Qué tipo de pruebas lo justifican?”. Y si no recibes una buena respuesta, espero que te lo pienses muy bien antes de creerle»[9]. Se nos podría perdonar ceder a la tentación de aplicarle su propia máxima y no creer una palabra de lo que dice.

Pero Dawkins no es el único en mantener esa noción errónea de que la fe en Dios no se basa en ningún tipo de evidencia. La experiencia muestra que es una postura relativamente común entre los miembros de la comunidad científica, aunque se formule de modo ligeramente distinto. Se nos dice frecuentemente que la fe en Dios “pertenece al ámbito privado, mientras que el compromiso científico pertenece al dominio público”, y que “la fe en Dios es un tipo diferente de fe de la que actúa en la ciencia”; en resumen, es “fe ciega”. Tendremos ocasión de analizar este tema más en detalle en el Capítulo 4, en la sección sobre la inteligibilidad racional del universo.

Pero antes hagámonos una idea del estado de creencia o incredulidad en Dios en la comunidad científica. Una de las encuestas más interesantes en este sentido es la realizada en 1996 por Edward Larsen y Larry Witham y publicada en Nature[10]. Fue una repetición de otra encuesta realizada en 1916 por el profesor Leuba, en la que se preguntó a mil científicos (elegidos al azar de la edición de 1910 del American Men of Science) si creían tanto en un Dios que respondía a la oración como en la inmortalidad personal, lo que es, téngase en cuenta, mucho más específico que creer en algún tipo de ser divino. La proporción resultante de las respuestas fue la siguiente: del 70 % que respondieron, el 41,8 % dijo que sí, el 41,5 % que no, y el 16,7 % se declaró agnóstico. En 1996, la respuesta fue del 60 %, de los cuales el 39,6 % dijo que sí, el 45,5 % no, y el 14,9 %[11] se declaró agnóstico. Estas estadísticas recibieron diferentes interpretaciones en la prensa de acuerdo con el principio medio lleno/medio vacío: algunos las usaron como prueba de la supervivencia de la fe, otros de la constancia de la incredulidad. Quizás lo más sorprendente es que ha habido un cambio relativamente pequeño en la proporción de creyentes e incrédulos durante esos ochenta años de enorme crecimiento del conocimiento científico, lo que contrasta fuertemente con la percepción pública predominante.

Una encuesta similar demostró que el porcentaje de ateos es más alto en los niveles superiores de la ciencia. Larsen y Witham mostraron en 1998[12] que, de los científicos más sobresalientes de la Academia Nacional de las Ciencias de los Estados Unidos que respondieron, el 72,2 % eran ateos, el 7 % creían en Dios y el 20,8 % eran agnósticos. Desafortunadamente, no tenemos estadísticas similares de 1916 para comprobar si esas proporciones han cambiado desde entonces o no, aunque sí se sabe que más del 90 % de los fundadores de la Real Academia de Inglaterra eran teístas.

Ahora bien, cómo se interpreten esas estadísticas es un asunto complejo. Larsen, por ejemplo, también descubrió que para niveles de ingresos superiores a 150 000$ al año, la creencia en Dios desciende significativamente, tendencia no claramente limitada a los miembros de la comunidad científica.

Cualesquiera que sean las implicaciones de tales estadísticas, seguramente esas encuestas proporcionan pruebas suficientes de que Dawkins bien pueda tener razón sobre la dificultad de llevar a cabo su ominosa y totalitaria tarea de intentar erradicar la fe en Dios entre los científicos. Porque, además del casi 40 % de científicos creyentes de la encuesta general, ha habido y hay científicos muy eminentes que sí creen en Dios: en particular, Francis Collins, primer director del Proyecto del Genoma Humano, el profesor Bill Phillips, ganador del Premio Nobel de Física en 1997, Sir Brian Heap FRS (Fellow Royal Society o miembro de la Real Academia de las Ciencias), ex vicepresidente de la Real Academia de las Ciencias y Sir John Houghton FRS, antiguo director de la Oficina Meteorológica Británica, Co-Presidente del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático y director de la Iniciativa John Ray sobre el Medio Ambiente, por nombrar sólo algunos.

Por supuesto, la cuestión no se resuelve con estadísticas, por muy interesantes que sean. Ciertamente, la fe en Dios confesada incluso por eminentes científicos no parece tener efecto atemperador alguno en los estridentes tonos de Atkins, Dawkins y otros, mientras orquestan su guerra contra Dios en nombre de la ciencia. Tal vez sería más preciso decir que están convencidos, no tanto de que la ciencia esté en guerra con Dios, sino de que la guerra ya ha terminado, obteniéndose para la ciencia la victoria final. El mundo simplemente necesita ser informado de que, haciendo eco a Nietzsche, Dios está muerto y la ciencia lo ha enterrado. En esta línea, Peter Atkins escribe:

La ciencia y la religión no son reconciliables, y es hora de que la humanidad empiece a valorar el poder del hijo de sus entrañas y rechace todo intento de entendimiento mutuo. La religión ha fracasado, y sus deficiencias deben quedar expuestas. La ciencia, con su exitosa búsqueda del conocimiento universal por medio de la identificación de los componentes más pequeños de la realidad, deleite supremo del intelecto, debe ser reconocida como reina soberana[13].

Es este sin duda un lenguaje triunfalista. Pero ¿está realmente asegurado el triunfo? ¿Qué religión ha fallado y a qué nivel? Aunque la ciencia es sin duda una gozada, ¿es realmente el deleite supremo del intelecto? ¿Qué hay de la música, el arte, la literatura, el amor y la verdad? ¿no tienen nada que ver con el intelecto? Se puede escuchar el creciente coro de protestas de las humanidades.

Es más, el hecho de que haya científicos que parecen estar en guerra con Dios no es exactamente igual a que la ciencia esté en guerra con Dios. Por ejemplo, algunos músicos son ateos militantes. Pero ¿significa eso de que la música en sí misma esté en guerra con Dios? No parece. La idea es que las declaraciones de los científicos no son necesariamente declaraciones de la ciencia ni tampoco —se podría añadir— son necesariamente verdaderas, a pesar de que la ciencia tenga un prestigio tan grande que a menudo se las tome como tal. Por ejemplo, las afirmaciones de Atkins y Dawkins, con las que comenzamos, pertenecen a esa categoría. No son afirmaciones científicas sino expresiones de fe, de una creencia personal, y no esencialmente distintas (aunque claramente menos tolerantes) de muchas expresiones del tipo de fe que Dawkins pretende erradicar. Por supuesto, el hecho de que los pronunciamientos de Dawkins y Atkins recién citados sean declaraciones de fe no quiere necesariamente decir que esas declaraciones sean falsas; simplemente no deben tratarse como si constituyeran ciencia autorizada. Lo que hay que ver, primero, es a qué categoría pertenecen, y, después, si son verdaderas.

Antes de seguir adelante, sin embargo, tendríamos que equilibrar algo la contienda citando también a algunos destacados científicos creyentes en Dios. Sir John Houghton, académico de la Real Academia, escribe: «Nuestra ciencia es la ciencia de Dios, quien es responsable de toda la historia científica (...). El notable orden, y la asombrosa coherencia, fiabilidad y complejidad de la descripción científica del universo reflejan el orden, coherencia, fiabilidad y complejidad de la actividad de Dios»[14]. El ex director de Kew Gardens, Sir Ghillean Prance FRS, expresa de modo igualmente claro su fe: «Durante muchos años he creído que Dios es el gran diseñador que hay detrás de toda la naturaleza (...). Todos mis estudios científicos en este tiempo no han hecho más que confirmar mi fe. Considero a la Biblia mi fuente principal de autoridad»[15].

Evidentemente, de nuevo, las afirmaciones recién apuntadas no pertenecen a la ciencia sino al ámbito de la creencia personal. Debe señalarse, sin embargo, que contienen pistas sobre las pruebas que podrían aducirse para respaldar las creencias. Sir Ghillean Prance dice explícitamente, por ejemplo, que la ciencia misma confirma su fe. Así que, se da la curiosa situación de que, por un lado, los pensadores naturalistas nos dicen que la ciencia ha eliminado a Dios, y, por otro, los teístas apuntan que la ciencia confirma su fe en Dios. Ambas posturas corresponden a científicos altamente competentes. ¿Qué significa todo esto? Pues que es demasiado simplista suponer que la ciencia y la fe en Dios sean hostiles, y que quizá valga la pena explorar exactamente cómo es la relación entre ciencia y ateísmo, y entre ciencia y teísmo. Y en particular, si la ciencia apoya alguna de estas dos cosmovisiones diametralmente opuestas del teísmo y ateísmo.

Examinemos ahora brevemente la historia de la ciencia para arrojar luz sobre el tema.

LAS RAÍCES OLVIDADAS DE LA CIENCIA

En el corazón de toda ciencia se encuentra la convicción de que existe un orden en el universo. Sin esta profunda convicción, la ciencia no sería posible. Así que es bueno preguntarse, ¿de dónde procede tal convicción implícita? Melvin Calvin, Premio Nobel de bioquímica, no parece tener mucha duda sobre su origen: «Cuando intento buscar el origen de esa convicción, la encuentro en una noción básica descubierta hace 2000 o 3000 años, y primeramente enunciada en el mundo occidental por los antiguos hebreos, a saber, que el universo está gobernado por un solo Dios, y no es el producto de los caprichos de unos dioses que gobiernen su propia circunscripción según sus propias leyes. Esta visión monoteísta parece ser la base histórica de la ciencia moderna»[16].

Y esto es verdaderamente llamativo a la vista de lo común que es en la literatura sobre las raíces de la ciencia contemporánea acudir primero a los griegos del siglo vi a. C. para señalar después que, para que la ciencia avanzara, la cosmovisión griega hubo de vaciarse antes de su contenido politeísta original. Volveremos al tema luego. Ahora solamente señalaremos que, aunque los griegos ciertamente fueron en muchos sentidos los primeros en hacer ciencia tal como la entendemos hoy, lo que apunta Melvin Calvin es que la visión real del universo de más ayuda a la ciencia, es decir, la visión hebrea de un universo creado y mantenido por Dios, era mucho más antigua que la cosmovisión griega del mundo.

Esto es algo que, tomando prestado el lenguaje de Dawkins (quien, a su vez, lo tomó prestado ni más ni menos que del Nuevo Testamento), tendría que ser “gritado desde los tejados” como antídoto al rechazo sumario de Dios ya que significa que la base que sostiene la ciencia, desde la cual se ha proyectado hasta los límites del universo, tiene una profunda dimensión teísta.