Hemingway en la España taurina - Alfonso Martínez Berganza - E-Book

Hemingway en la España taurina E-Book

Alfonso Martínez Berganza

0,0

Beschreibung

La trayectoria profesional de Alfonso Martínez Berganza abarcó tres décadas de la historia del periodismo español del siglo pasado en las que desarrolló su actividad en los puestos y medios más diversos, desde editorialista de la "Tercera Página" del diario 'Pueblo' hasta su labor en RNE, donde, como señaló su obituario, "supo ser jefe en momentos difíciles de la vida política española". Durante su carrera fue galardonado con diversos premios periodísticos y literarios, entre los que se cuenta el I Premio Hemingway de Periodismo para artículos de tema taurino. 'Hemingway en la España taurina' es una iluminadora inmersión en los escenarios taurinos del nobel norteamericano. A raíz de su muerte en 1961, Martínez Berganza erigió este tríptico literario "en defensa de un amigo", que nos sumerge en la polémica sobre el conocimiento de la fiesta de los toros por parte del escritor de Illinois, recreando sus paisajes literarios y personales. Este volumen recoge así los debates planteados en aquellos años en España, polémicas que son resueltas desde un análisis riguroso y objetivo de los textos y las opiniones vertidas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 299

Veröffentlichungsjahr: 2021

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



BIBLIOTECA JAVIER COY D’ESTUDIS NORD-AMERICANS

http://puv.uv.es/biblioteca-javier-coy-destudis-nord-americans.htmlhttp://bibliotecajaviercoy.com

DIRECTORA

Carme Manuel(Universitat de València)

Hemingway en la España taurina

© Herederos de Alfonso Martínez Berganza

1ª edición de 2021

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-9134-813-9 (ePub)

ISBN: 978-84-9134-814-6 (PDF)

Ilustración de cubierta: Fotografía del archivo de Alfonso Martínez Berganza. En el callejón, Berganza, con un cigarrillo en la mano junto al sitio reservado para el Gobierno Civil, contempla un brindis, en una corrida de toros a finales de los años cuarenta

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Edición digital

A Mercedes

Índice

PRESENTACIÓN, Alberto Martínez Arias

NOTA PREVIA DEL AUTOR

CAPÍTULO IEra de Illinois y se llamaba Ernesto

CAPÍTULO IIFiesta

CAPÍTULO III¿Por quién doblan las campanas?

CAPÍTULO IVEl verano sangriento

APÉNDICE

EPÍLOGOEl desolladero

Fotografías

PRESENTACIÓN

Alfonso Martínez Berganza terminó de escribir este manuscrito en los últimos días de 1961 y decidió dejarlo reposar en un cajón a la espera de que cediera la tormenta que caía sobre la reputación de su protagonista. Ernest Hemingway se había disparado a bocajarro dos balas de rifle el 2 de julio y quitarse de en medio no había contribuido, ni mucho menos, a que se enderezara su figura en aquella España tan nacional y tan católica que incluso había cuestionado el Concilio Vaticano II.

El régimen franquista se había enardecido tras la publicación en la revista Life en español de las tres entregas del reportaje titulado The Dangerous Summer, que llevaban la firma del Nobel y conforme se fueron publicando sucesivamente en España (31 de octubre y 14 y 28 de noviembre de 1960) su imagen tan admirada hasta entonces se transmutó de amigo respetado en villano aborrecido.

El día después del suicidio de Hemingway el periódico Pueblo, en su tercera página, publicó un artículo de opinión de Alfonso Martínez Berganza titulado ‘Adiós a las armas’ en el que reconocía abiertamente su admiración y su profundo respeto por Ernest Hemingway. “Bajo la impresión del momento, no cabe el análisis frío y profundo de su historia. Lo único que brota es el elogio sincero de quien llora el no haber podido estrechar su mano, cuando estaba tan cerca de la mía”.1

Hemingway estuvo por última vez en España a finales del verano de 1960. Dijo que había venido a rematar detalles para el reportaje de 10.000 palabras que le habían encargado los editores de la revista Life y aprovechó para entregar en persona el cheque de 500 dólares con el que estaba dotado el premio de periodismo que llevaba su nombre y con el que quería apoyar, y durante cinco años al menos, a los jóvenes escritores españoles. “En España hay escritores extraordinarios con mucho talento… quiero conocer las inquietudes que expresan los más jóvenes…”. El primer premio de periodismo Ernest Hemingway se había convocado desde las páginas del diario Pueblo y en la visita que hizo a la redacción estuvo Alfonso Martínez Berganza pero, vaya usted a saber por qué, a pesar de que apenas les separaba un suspiro, el saludo entre ambos no se produjo.

El 22 de diciembre de 1960 se anunció el ganador del primer, y último, premio Hemingway de periodismo, cuando empezaba a despuntar la operación de acoso contra el Nobel. El ganador del cheque de 500 dólares, seis mil duros de la época, fue Alfonso Martínez Berganza con el artículo titulado de forma premonitoria “El desolladero”. Todo un presagio del lugar al que estaban conduciendo entre todos a uno de los grandes dominadores de la narrativa del siglo XX, capaz de cautivar a los lectores con novelas como Fiesta, Por quién doblan las campanas o El viejo y el mar.

La entrega del premio se produjo el día de Nochebuena de 1960. Alfonso Martínez Berganza recibió el cheque firmado por Hemingway de manos de Antonio Ordoñez, protagonista de The Dangerous Summer junto a su cuñado Luis Miguel Dominguín, asiduo invitado por Franco a sus cacerías y más franquista que el dictador,2 que en unas declaraciones recogidas por la agencia EFE aquel mismo día decía que el Nobel era “un mal novelista y peor crítico taurino”.3

¿Qué había escrito Hemingway en el reportaje para recibir semejante bajonazo? Simplemente decir lo que había visto persiguiendo a Ordoñez y Dominguín durante el verano de 1959 en las diez corridas de toros en las que participaron juntos. Escribir de toros y de toreros, intentando reflejar sus emociones y sus miedos. Escribir de lo que ocurría dentro y fuera de los cosos, de lo que había visto y de lo que le habían contado, denunciando de paso artimañas y trampas, por todos conocidas, pero nunca reconocidas. Y citar con un vago aire de desprecio a Manolete, asegurando que fue un buen torero “pero con trucos baratos”.

Desde la inmediatez, Alfonso Martínez Berganza analiza en esta suerte de ensayo novelado aquellos acontecimientos vividos, navegando entre el reportaje taurino, la crítica literaria y el análisis sociológico de aquella afición sometida al dictado de los grandes vates de la crítica taurina de la época, entre ellos Gregorio Corrochano, autor de una frase “Es de Ronda y se llama Cayetano”, que hizo fortuna entonces y que aún se recuerda en homenaje al padre de Antonio Ordoñez, Cayetano, El Niño de la Palma. En el análisis del reportaje aparecido en Life dice Alfonso Martínez Berganza que “hay conocimiento, descripciones y crónicas taurinas que ni los críticos más perspicaces de la fiesta han conseguido” y que “el reportaje es claro y didáctico en lo taurino” reflejando “todo lo que llevaba dentro (Hemingway) desde hacía más de treinta y cinco años en torno a los críticos, los toreros y los toros”. Y aún más, señala a esos “entendidos con cátedra” que “no sabían por dónde darle la cornada” y que “se agarraron a lo de “los trucos baratos” “buscando la solución por los flancos y el adorno pijotero, como también hacen los torerillos baratos”

Alfonso Martínez Berganza no pudo saber que el reportaje de 10.000 palabras que los editores de Life le habían encargado a Hemingway se había disparado en realidad hasta las 63.562 en la fecha prevista para la entrega, fecha que tuvo que dejar pasar, incapaz de reducir el texto. Tras su última visita a España, el reportaje terminó creciendo de manera exponencial hasta las 108.746 palabras. Exactamente 668 páginas mecanografiadas. “Lo que he escrito es proustiano en su efecto acumulativo, y si eliminamos los detalles destruimos ese efecto”, le dijo Hemingway a su amigo el editor Aaron Edward Hotchner que fue a verle a La Habana para realizar la labor de dirigir y comprimir el reportaje para Life.

The Dangerous Summer se publicó íntegramente por primera vez en 1985. La luz de Alfonso Martínez Berganza, se había apagado ocho años antes. Si aquella “tercera” de Pueblo no hubiera sido suficientemente contundente, en las declaraciones del afortunado ganador del primer premio Ernest Hemingway de periodismo realizadas en la Nochebuena de 1960 queda perfectamente clara su devoción por el escritor, al que en un pie de página de este libro califica literalmente como “un amigo” al que descubrió en la adolescencia y del que le impactó especialmente una novela titulada To Have and Have Not, “muy poco conocida -- dice-- en España”. Hemingway retrata en Tener y no tener (1937) un mundo de ricos insolidarios, intelectuales con mala conciencia y pobres emocionalmente unidos. Y por aclararlo… el escenario de la trama son los Cayos de Florida.

Tener la necesidad de defender a Hemingway y no tener la tribuna para hacerlo. Es una conjetura, pero aquello pudo ser el impulso que le llevó a escribir Era de Illinois y se llamaba Ernesto, que es el título con el que bautizó este manuscrito que ahora, transcurridos sesenta años, la Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans de la Universitat de València, que dirige la profesora Carme Manuel, se decide a publicar, algo que habría sido imposible sin el cariño y la tenacidad de mi hermano Santiago, recuperando y puliendo con mimo el manuscrito original.

En aquella España de 1961, las reivindicaciones laborales sobre salarios y jornadas de trabajo se fueron traduciendo tímidamente en huelgas que fueron cobrando intensidad y transformándose a su vez en reivindicaciones de libertad sindical y, lo que era más peliagudo para el régimen, de libertad política. El franquismo mantenía secuestrada la libertad y aprovechaba cualquier oportunidad para hacer gala de una crueldad innecesaria. No es difícil imaginar que debatir en público en aquel ambiente tan tiránico era más que un ejercicio arriesgado y hacerlo a contracorriente de la propaganda de la dictadura podía llegar a tener consecuencias dolorosas, por más fútil, aparentemente, que fuera el asunto a debate.

El efecto del Nobel de literatura otorgado a Hemingway en 1954 supuso un ataque de amnesia para el franquismo que necesitaba romper el aislamiento internacional al que estaba sometido. Era preferible olvidar las veleidades republicanas de quien había sido corresponsal en la Guerra Civil para la North American Newspaper Alliance (NANA) y poder tener a un premio Nobel paseándose por España y haciéndose fotos en algún burladero de cualquier plaza de toros. La promoción que hizo Hemingway de los San Fermines en Estados Unidos fue, de por sí, impagable. Pero todo se torció con The Dangerous Summer y el régimen terminó dándole la espalda.

No deja de ser paradójico que en aquel 1961 tras el suicidio de Hemingway, murieran también Gregorio Corrochano (19 de octubre) en su casa de Madrid, y apenas diez días después, en un sanatorio madrileño, Cayetano Ordoñez, el diestro que sembró el germen de una saga de toreros entre los que figuró Antonio Ordoñez, amigo íntimo de Hemingway, al que llamaba “Papá Ernesto”.

Alfonso Martínez Berganza, en una de aquellas entrevistas que le hicieron como ganador del premio Hemingway contó que tenía dos hijos pequeños y que el más diminuto -tres años y pico- había conseguido hacía solo unos días un premio de dibujo en una competición infantil. Y dice el autor de la entrevista “Me gustaría saber cuál de los dos premios le causó mayor emoción… y si me preguntaran, acaso me inclinaría por señalar el de su hijo”. Aquella misma emoción que sintió mi padre ante mi garabato premiado es la que siento escribiendo esta presentación de un texto que aspira a provocar algo tan simple como una reflexión en el lector sobre el efecto que puede llegar a provocar una pequeña frase. O, dicho de otra forma, cómo deshacer “trucos baratos”.

Alberto Martínez Arias

Periodista –Director El ojo crítico (2012-2013 y 2018-2020)

1 Citado en el libro de Lisa Ann Twomey, Hemingway en la crítica y en la ficción de la España de postguerra, Valencia: Publicacions de la Universitat de València, 2021, p. 166 y ss.

2 Memorias de la primera mujer de Luis Miguel Dominguín, Lucía Bosé, una biografía. “Mi marido era más franquista que Franco”, Edizioni Sabinae, 2019.

3 Declaraciones de Luis Miguel Dominguín al periódico El Espectador de Bogotá recogidas por la agencia EFE y publicada en ABC el 24 de diciembre de 1960.

Nota previa del autor

El verano de 1947 fue muy importante en mi vida. Terminé mi primer curso universitario y aquel verano leí por primera vez a Hemingway. Mi hermano mayor me regaló un ejemplar de Fiesta y otro de Tar, de Sherwood Anderson. Dos mundos contrapuestos en estilo y circunstancia. De cualquier forma, fue Hemingway el primer escritor norteamericano que leí, si exceptuamos los relatos infantiles de Mark Twain. Después de aquel verano vendrían los demás, como un torrente: Sinclair Lewis, Steinbeck, Faulkner y John Dos Passos, aquel que escribió un libro de perfume imborrable en mi recuerdo, Rocinante vuelve al camino, y que acompañara unos Sanfermines, por los años veinte, a Hemingway.

Aunque verano, viví plenamente la vida. Recorrí la costa catalana, escuché música, me entusiasmé con Stravinsky, conocí a su hijo Sviatoslav Soulima, empecé una novela, escribí poemas, acompañé a un amigo francés, que hoy es profesor en La Sorbona, a ver a Aleixandre, y leí a Azorín y Ortega, al mismo tiempo que a Virginia Woolf y los americanos.

En una gigantesca tourné, por el esfuerzo físico y el triunfo inevitable, corrieron los ruedos de España, juntos, mano a mano, el Litri y Aparicio —yo los vi una noche—, Antonio Ordóñez empujaba como un tercero en discordia —elegancia y hondura— y Dámaso Gómez derrochaba ese valor que ha tardado en reconocérsele casi veinte años. Manolete era la estrella. Una estrella fija que muchos querían ya apagar, pero que brillaba con luz propia. Sin competencia, con esa seriedad que era todo doctrina sobre el dramatismo del juego entre el toro y el hombre. Una estrella que empezaba a destilar amargura. Luis Miguel Dominguín era el arte hecho dominio, con una facilidad increíble que estaba a ojos vista, y un derroche de admirable valor en sus faenas. Luis Miguel empujaba. Luis Miguel mandaba dentro y fuera del ruedo.

Y aquel verano de 1947 vi a todos los citados. Unos quedaron bien, otros hicieron lo que pudieron. Manolete fue insultado, provocado, vejado: llegué a pensar en el hijo de Dios, flagelado, ante el pueblo que prefirió a Barrabás. Nadie alzó un grito de defensa, de hombría, hasta que aquella tarde de agosto un miura, Islero, lo corneó de muerte.

Porque aquel verano sólo causó en mí una amargura infinita la muerte de Manolete a quien yo, incipiente aficionado, había visto tres o cuatro veces. La última en Huesca, para San Lorenzo y aquel mismo año.

Porque fue a raíz de la muerte de Hemingway en Idaho cuando se planteó en toda España la polémica sobre lo que el premio Nobel había dicho sobre Manolete y la verdad de este torero. Hubo de todo en el coro de las lamentaciones menos serenidad, esa serenidad que he creído ver en Rafael García Serrano, adorador del Califa de Córdoba y amigo —del otro lado— de Ernesto Hemingway.

Por todo ello, ahora hace doce años, escribí este libro que entonces —estaba todo muy reciente— no pude publicar y que ahora ofrezco a ti, lector, para que medites hasta dónde una pequeña frase de un novelista puede crear una conciencia nacional de repudio, olvidando otras razones más graves aparentemente —las políticas— que ya se habían olvidado cuando Hemingway pasó la frontera por el Bidasoa en 1955, la primera vez después de nuestra guerra civil.

Alfonso Martínez BerganzaMadrid, 1973

Capítulo IEra de Illinois y se llamaba Ernesto

El aficionado

A partir del año 1953, Hemingway volvió a pasear por España con cierta periodicidad. Buscaba tierras de pan y vino, benditas de genio y fe en sus hombres que, pese a todos los pesares, él comprendió tan sinceramente que hasta le dolió en su carne. Pero, en verdad, lo que más le atraía en los veranos que sucedieron a aquella fecha era la Fiesta Nacional, de la que, excepto algunas corridas que vio en México, llevaba alejado catorce años. Según confesó en Lima a un periodista, hasta 1933 había asistido a más de 1.600 corridas de toros. Es lógico que esta cifra aumentara portentosamente después del año 1953, en las sucesivas ferias del estío español a las que no fue ajeno. Ernesto hacía todo por auténtica afición, y en ningún momento influyó sobre sí circunstancia alguna, ni mucho menos acto profesional, que pudiera haber sido el acicate para acercarse a un coso taurino sin otro propósito que el del conocimiento de la fiesta.

En realidad, lo que le ocurría al de Illinois —muy lejos de una auténtica insuficiencia económica— era que tenía la necesidad de satisfacer la entraña vital de su condición de artista, de escritor, la necesidad de vivir de cerca el drama de vida o muerte que se plantea intenso en el devenir de una civilización, y más si este devenir está enraizado con la esencia de un modo de ser, al fin y al cabo condición. Hemingway, sabiamente, apartó de todo este tráfago de percal y seda lo que pudiera haber de falso folklore de la realidad misma de la vida. Y se limitó, como veremos, por la esencia de su personalidad, a ahondar en el dramatismo de un arte que tiene música y que ya es clásico.

Apartándonos de elucubraciones, y para definir rotundamente cuál es la actitud del Premio Nobel, me referiré desde ahora a su afición. Ésta era tan grande que en cierta ocasión le dijo a un amigo llamado Fitzgerald que el cielo debía de ser como una permanente corrida de toros, y que para descansar había cerca de la plaza un río con truchas. No podemos olvidar —así lo creo yo— que la pesca de la trucha en los ríos del Pirineo Navarro fue lo que condujo al escritor hasta los Sanfermines.

Si a todo lo dicho añadimos su objetivismo crítico de escritor y periodista interesado, hasta en lo más mínimo, por todo cuanto afectaba de una manera u otra a la fiesta, el conocimiento exacto del arte taurino y la sagaz perspicacia de su genio, comprenderemos que, además de lo que por aquí se llama un buen aficionado, Ernesto Hemingway era un “entendido” en toda la extensión de la palabra.

Creo conveniente aclarar, con justicia reconocida universalmente, que Hemingway, ante todo y sobre todo, era un escritor. Hecha esta salvedad, añado que no era desde luego un cronista taurino al uso y sí un periodista genial, porque nunca fue desafortunado ser escritor y además periodista. De ello hay muchos testimonios en la literatura española para que pueda menospreciarse la condición de periodista. De cualquier forma, Hemingway había llegado a la estilización máxima —sin nostalgias— en su manera de escribir y en su idioma. Respecto a los toros he de añadir que los entendía, además de como espectáculo, como un arte, sin mayores sutilezas eruditas que nunca fueron buenas para escritores geniales. Y los comprendía sin recurrir a textos taurómacos —que no desconocía— y juzgando siempre la manifestación emocional del encuentro entre él y el hombre dentro de la dignidad clásica y la valentía. Porque es bien cierto que en ningún momento entendió la cobardía, ni en los toros, ni en la caza, ni en la vida.

En 1959, la figura del barbudo Premio Nobel era ya familiar en las revistas y los periódicos españoles, y además estaba grabada en el ánimo de la gente de la calle que rara vez se asomaba a las publicaciones, diarias y semanales, si no era para seguir los resultados de los partidos de fútbol o las peripecias de Loroño y Bahamontes en Francia, aparte de las crónicas de sociedad sobre las bodas de las familias reales europeas. Fue por esta época cuando parecía que el espectáculo taurino, o con más fidelidad el arte divino de Cúchares, que dicen los pontífices de la crítica, aunque nunca vieran a Cúchares, estaba más dejado de la mano del pueblo. Aquel pueblo que empeñaba los colchones en el Monte para ver a Joselito y Belmonte, y que ahora lo hace para insultar al vecino de localidad y aplaudir a los ases extranjeros injertados en los equipos de fútbol españoles.

Mientras la vetustez de nuestros cosos taurinos —recordemos los incendios de las plazas de toros de Bilbao y de Zaragoza— alcanzaba límites insospechados en orden a la solidez, seguridad e higiene, prosperaban los estadios, que si sirvieran para el ensanchamiento de los pulmones de nuestra juventud en atención a su esfuerzo atlético, ¡bendito sea Dios! Pero es cosa triste que no ha acontecido así con el deporte que también amaba Hemingway. Fue en el año siguiente, en 1960, relegada la figura genial y sobre todo humana de Manolete, cuando Hemingway anima de nuevo a la afición y caldea el ambiente taurino recordando a todos los que había olvidado por una u otra razón —allá odio o paternalismo perdidos—, sin premeditación y mucho menos alevosía, que la figura del cordobés pesaba todavía en los ambientes taurinos. A finales de este año aparece en la revista Life un reportaje que firma Hemingway y que es resumen de un libro inédito hasta hace poco. El reportaje alcanza tres números de la publicación y arma la revolera en México, en España e incluso en los Estados Unidos. Me refiero a The Dangerous Summer (El verano sangriento).1

Manolete

Han desenterrado a Manolete. Se arremolina la gente a su alrededor con curiosidad. Unos ya le habían conocido en vida, pero no se acordaban de él. Otros le ven ahora por primera vez. Los que le conocieron y los que no le vieron nunca, opinan ahora acerca de lo que fue. Todo ha pasado. No queda rastro de la corrida.

Gregorio Corrochano, Cuando suena el clarín

Como he querido reseñar, cuando la figura de Manolete —aquí se olvida pronto— era pura historia o pasado refugiado en versos cacofónicos y cuplés de pandereta, Hemingway, impensadamente, da pie a una polémica en la que desgraciadamente no pudo participar cuando quiso, ni quiso cuando aparentemente hubiera podido. Cuando sólo se recordaba al cordobés para amenizar o popularizar la urgencia de algún novillero o matador aludiendo a la planta, la manoletina o el natural, o con motivo del triste aniversario de su muerte en la misa de la Diputación madrileña —recuerdo y presencia de organizadores agradecidos—, sin que la cosa alcanzara mayor trascendencia. Tengo que hacer una salvedad al respecto y es que, cuando la polémica se inició en España, Ernesto ya estaba bastante enfermo, y cuando la propia revista Life —como veremos a continuación— le requirió para ello, que yo recuerde, al menos en España, El verano sangriento no había tenido todavía comentarios despectivos y sangrantes. Sé por Antonio Ordóñez y por amigos íntimos de Hemingway que, a fines de diciembre de 1960 y principios del año 1961, el escritor tenía prohibido en la Clínica Mayo no sólo las visitas, sino también la recepción de cartas. El alegato más directo y más documentado —para quienes no conozcan la personalidad y la obra de Hemingway— contra el conocimiento taurino del Nobel salió justamente en mayo de 1961 y para la Feria del Libro de Madrid. Me refiero a Cuando suena el clarín. Recibí una carta del propio Corrochano, seguramente obcecado en aquel momento, en la que aludía a la muerte de Hemingway calificando el suceso como sorpresa desgraciada.

Lo cierto es que Hemingway no pudo defenderse, y que en la polémica se oyeron bastantes, ¡muchas!, voces tendenciosas, y no del tendido, que sí de resentidos, de “profesionales” de la pluma y del toreo. Lo que es evidente es que, en noviembre de 1960, la redacción de la revista Life en español estuvo en estrecho contacto con Hemingway. Decía Life que la publicación de El verano sangriento suscitó un clamor de censura en el mundo de habla hispana contra lo que muchos lectores consideraban comentarios irreverentes de Hemingway contra Manolete. Y añadía:

Le telegrafiamos invitándole a que contestara a sus críticos. Desde su refugio en las montañas de Idaho nos explicó por teléfono que le inquietaba mucho el furor que había ocasionado. No quería trabarse en batalla verbal con sus críticos, pero nos pidió que expresáramos su pesar por lo que en su narración pudiese erróneamente interpretarse como denigrante para la memoria del héroe desaparecido.2

Antes de seguir transcribiendo este texto de Life, quiero referirme al empleo del término “héroe”, que, como los anteriores, es de la redacción de Life y no de Hemingway. Me refiero a los adjetivos, no al espíritu del texto. El término héroe se utiliza normalmente para aquellos que vencen o mueren en la defensa de la patria, y de esto sabía Hemingway lo suyo, que había ganado más de una batalla importante en la defensa de la suya. No obstante debo añadir el final de esta reseña que hacía Life y que supone el homenaje justo y propicio para quien había dado a conocer en sus páginas El viejo y el mar. Lo que decía Life era simplemente: “Tengo un presentimiento español por la muerte, nos dijo en la última conversación. Tengo el mayor respeto por los muertos”.

Creo yo que más que lo de Manolete, en España, molestó lo de Luis Miguel Dominguín y la competencia con su cuñado Antonio Ordóñez. Pero lo auténtico es que hasta el momento en que se conoce en España El verano sangriento, la figura de Manolete había quedado reducida a un aniversario, a una efeméride taurina con carácter provinciano y más bien pobre. ¡En paz descanse!, como remataría uno de tantos taurófilos sus despectivas crónicas, de no haber sido que en El verano sangriento se decía algo que “no estaba bien”, acerca de Manolete.

Creo que la figura de este torero merecía mejor suerte. Manolete no ha sido analizado todavía en profundidad. Nos hemos dejado llevar por la anécdota, el piropo y la tragedia, quedando todo su recuerdo en circunstancias legendarias que en determinado momento aceptó él mismo, pero que de vivir no hubiera admitido, ya que su toreo, su figura, su personalidad, su voluntad —he aquí el gran secreto de Manolete—, su humanidad, su genio renovador —un poco encontrado más que buscado— y su amarga desilusión, proporcionada por quienes podían haber amargado también los últimos días de Hemingway, merecían mejor suerte.

La vivificación del recuerdo, la “toma en serio” de Manolete, se produce a bastante distancia de su muerte. Es precisamente Hemingway quien da pie a ello con cuatro líneas de un reportaje de 30.000 palabras. En España, el alboroto se arma en fechas de paz para los hombres de buena voluntad y consigue lo que le faltaba desde hacía muchos años a la fiesta. Consigue darle emoción, clima de rivalidad. Consigue darle fuego al ambiente taurino, ya de por sí muy apagado por entonces. Y lo que es más importante para mí, lo consigue cuando la lluvia, la nieve y la humedad carcomen las tablas y pinturas de los ruedos españoles que esperan la primavera y el verano para que los empresarios les laven la cara.3 Lo consigue cuando los torerillos pescan catarros por las dehesas y los ganaderos, los consagrados y todo ese mundo que ha dado en llamarse “Planeta Taurino” —¡que no es manco!—, echa cuentas, hace balance y empieza sus disquisiciones en torno a la matemática de los números, que en definitiva es lo que importa, al margen de los buenos aficionados. Lo demás, Dios lo dará por añadidura. Añadidura fiada a los turistas —Hemingway nunca fue turista, ni mucho menos forastero— capaces de acabar, por ignorancia y contagio, con la auténtica afición española.

Lo más paradójico de esas cuatro líneas de Hemingway es que lo que el Nobel apuntó, antaño había sido ríos de tinta en periódicos y revistas que orientaban a Manolete en propia vida y que amargaron su triunfo en ese ánimo inconfundible que visten la envidia y el rencor. Por todo ello, después de la tragedia de Linares se apagó el calor en los ruedos y en las tertulias. Calor reavivado —y no por toreros— en España durante las Navidades de 1960 cuando Hemingway, enfermo de algún cuidado, se ve privado de posibilidades físicas para alzar la voz y esgrimir su ponderada y educada pluma, objetiva e imparcial, incapaz de la falsedad y la mentira, y defender la verdad. Aquella pluma de la que dijo Edgar Neville a propósito de Por quién doblan las campanas:

El hombre hizo esfuerzos porque el libro tuviese una tendencia definida y apoyase a la España roja. Intentó ensombrecer los perfiles de las fuerzas nacionales que, esporádicamente describía, y justificar y ennoblecer la España roja en cuyo seno se albergaba. Pero el reporter, el escritor, eran mucho más fuertes que el político y muchísimo más honestos y leales con su arte y con la veracidad, y si lee con atención el libro se nota el inmenso desprecio con que el escritor trata a la España comunista, a sus mandos, a sus políticos, a sus generales, a su desorden… Hay un capítulo que ocurre en un pueblo, que es la acusación más rotunda y fenomenal que se puede hacer de aquel momento y de aquel régimen. Ni los escritores más fervorosos de la España nacional han descrito con más eficiencia y con más veracidad una escena semejante.4

Antes de terminar —permítame el lector que le llame así— este tercio, creo que hay que decir en honor de la verdad ciertos aspectos de la cuestión Hemingway que me han sugerido las líneas de Edgar Neville. Hemingway, que ya de antiguo venía a España con asiduidad, no lo hizo en 1936 con el ánimo de albergarse —¿de qué?—, sino que se lanzó un poco por espíritu de aventura y bastante por vocación periodística; la misma que le condujo a la Guerra del 14, pese a sus pocos años, y aquella que le hizo exclamar al despedirse de sus compañeros en París el año 1945: “¡Hasta la próxima guerra!”.5

En el año 1936 y siguientes eran muchos los norteamericanos que llegaban a España. Mientras duró la guerra les acuciaba la curiosidad. Si hemos de creer lo que contaba ABC durante los días de las últimas elecciones a la presidencia de los Estados Unidos, el propio presidente Kennedy visitó la España republicana. Al margen de susceptibilidades, Por quién doblan las campanas está escrito en el año 1940 y Hemingway, aunque la rectificación parezca perogrullesca, difícilmente podía albergarse en España por aquellas fechas. En resumidas cuentas, y es lo que interesa, la novela fue escrita con el tiempo suficiente para pensar en la acción, que sólo ocupa unos días en el relato aunque en cierto modo sea retrospectivo, sin que influyeran sobre el autor apoyos.

Hemingway era por encima de político —que no pudo serlo nunca— escritor, y por lo tanto fiel a una conciencia necesaria para servir a la verdad. No hay en él esfuerzos por inclinarse a un lado o a otro, que nada le iban a proporcionar, sino escueto servicio a la verdad dimanada de unos hechos trascendentales que envolvían en lucha fraterna a los hombres del pueblo que tanto amaba. Que yo sepa, nadie ha tildado a Hemingway ni de comunista, ni mucho menos de demócrata- cristiano. Hemingway ha sido siempre escritor y su obra es testimonio del mundo que ha vivido.

Además, ser escritor, en puridad de profesión, no es desde luego hacer política. A este respecto no comprendo la apreciación de Eugenia Serrano en un artículo aparecido en Pueblo, artículo de dudoso gusto, titulado “Por quién suenan los whiskys o la lección del americano”. Ya el título era una contradicción mental con el ánimo de polémica que sólo se quedó en eso, en ánimo. Pero la autora, y es lo que importa aquí, afirmaba: “Una, la verdad, le tenía atroz manía. Desde que leyó versión íntegra fielmente traducida al francés de Por quién doblan las campanas”.

Ignoramos que las versiones de esta novela que —usted lector o yo— hemos leído no fuesen fieles al original, si exceptuamos las corrientes singularidades de las traducciones hispanoamericanas —que tampoco entendió Corrochano—, ya que imagino que a los mexicanos o argentinos les importaba un bledo suavizar, arreglar o cortar las situaciones que pudieran comprometer a un bando u otro, y en definitiva al pueblo español. Este pueblo que aparece en la novela maltratado, lo es en lo que tiene de populacho arrebatado sin faltar nunca a la verdad. Además, Hemingway presentaba la entraña del pueblo español en cuanto a populachero se refiere. De todas formas, y aunque no es tema de este libro, testimonios de aquella realidad que presenta el Nobel norteamericano están presentes en toda la prensa española desde el 14 de abril de 1931 hasta el 1 de abril de 1939.

Nos duele que, después de este párrafo tan justo y veraz, Edgar Neville no haya tenido la suficiente caridad que se debe a quien no puede pagar en moneda de réplica. Me refiero a esos dos artículos aparecidos en ABC a la muerte del premio Nobel, tan poco prudentes en un hombre inteligente. Me gusta más lo de Rafael García Serrano en la dedicación a Hemingway de “La fiel Infantería”, recordado por Castillo-Puche en Pueblo el día 3 de julio de 1961, y escrita en vida de aquel: “A Ernesto Hemingway, en recuerdo de Teruel, frente a frente y en paz”.

A fin de cuentas esta dedicatoria es el mejor fruto para los que lucharon y supieron que lo hacían únicamente por España, al margen de la política y de los que se mancharon las manos en tropelías y vicisitudes turbias, o aquellos otros que escurrieron el bulto.

El verano sangriento

Con esta honestidad y lealtad con su arte, que es principio de veracidad, Hemingway escribió El verano sangriento, cuyo análisis queda para el final de este libro. En el reportaje aparecido en Life hay conocimiento, descripciones y crónicas taurinas que ni los críticos más perspicaces de la fiesta han conseguido. Quizá esto haya sido porque no se lo han propuesto o por razones que no vienen al caso y que son más bien propias de críticos que de escritores. Pero el hecho cierto es que Hemingway en El verano sangriento acumuló —el reportaje es claro y didáctico en lo taurino— todo lo que llevaba dentro desde hacía más de treinta y cinco años en torno a los críticos, los toreros y los toros; y como los “entendidos con cátedra” no sabían por dónde darle la cornada, se agarraron a lo de “los trucos baratos”. La afisión, que no la afición —¡maldito dinero!—, se escandalizó y fue animada por quienes podían moverla, pero nunca contestando de cara al planteamiento del problema sino, como hacen los malos estudiantes, buscando la solución por los flancos y el adorno pijotero, como también hacen los torerillos baratos. Y se dio el caso de que los mismos que movieron las campañas antimanoletistas en la vida del cordobés, con salidas de tono y no serios enjuiciamientos, y los mismos que criticaron —eso sí, justa y duramente— toda la rémora toreril que trajo el acercamiento al toro y los desplantes debidos a ese acercamiento, 6 aunque señalando su origen con cierta malicia, no exenta de orfandad pecuniaria, fueron los mismos que movieron la campaña contra el Nobel no sólo metiéndose en los linderos de la cuestión, sino atreviéndose con su condición de escritor y de hombre. El acercamiento al toro y toda la mixtificación que la fiesta trae consigo, no es tan actual como parece —aunque nunca llegara a los extremos de nuestro tiempo—, sino que ya en la época de Joselito es pecado y comienza a ser lastre cuando Belmonte reaparece ante los públicos españoles.

Por lo tanto no hay que escandalizarse de lo que tan certeramente apuntó Hemingway y que determinó ciertas salidas por peteneras, desgarramiento de vestiduras y denuestos inelegantes contra el premio Nobel. Se le acusó de la importancia de llamarse don Ernesto —y no me refiero al ponderado artículo de César González Ruano,7 sino a cierta charla radiofónica que tuve la desgracia de soportar en 1960—. Quiero dejar bien claro que en esta charla se le acusaba de la importancia de llamarse don Ernesto, amén de no entender de toros, pero de nada más de lo que precede a este apartado. Lo escrito queda, pero las palabras vuelan y luego ¡vaya usted a saber! Se habló de su ignorancia taurina, se le llamó imbécil, con otras palabras, e incluso se llegó a decir que no sabía escribir.

La revista Life no fue ajena a estas demostraciones, y las cartas al director, en los números siguientes al primer reportaje de El verano sangriento, lo demuestran de una forma evidente. Extracto una carta aparecida en Life en español, donde el autor del libro La muerte de Manolete, un ciudadano de Belvedere (California), llamado Barnaby Conrard, reprocha duramente a Hemingway lo dicho sobre Manolete y afirma:

Concuerdo en que la manoletina realizada por toreros de menor cuantía resulta una vulgaridad, pero en manos de Manolete era otra cosa, digna y emocionante. Esto aparte, Manolete poseía el repertorio más clásico, limitado y puro de todos los toreros contemporáneos. Ahora bien el señor Hemingway todavía escribe mejor que nadie sobre el toreo, esté yo de acuerdo o no con él.8

La polémica

Al margen de todo lo suscitado por el reportaje entre la opinión taurina española, que desde luego desconocía en gran medida el reportaje, el diario Pueblo abrió una encuesta que fue polémica. En esta encuesta abundó la sensatez, aunque también hubo ocasión de soportar salidas de tono —dimanadas, ya hemos señalado algo, pero luego puestas de manifiesto, del desconocimiento absoluto de lo que había sido Hemingway y que Pueblo tuvo que extractar para evitar mayores dislates—, suficientemente desencaminadas para cerrar lo que era la lucha en buena lid, al convertirse en pelea de compadreo y vecindad. Pero el periódico siguió adelante y se puso de manifiesto, aparte toros, toreros y torerías, que deben estar “Las cosas en su punto”, brillando el juicio ecuánime sobre el de los que buscaban tras la obra de Hemingway otros avatares que no hacían al caso por olvidados y mendaces.